Esther Doña. Viuda del marqués de Griñón.

El otro día Federico decía que a este le llamaban el juez Sunsilk porque al subir las escaleras del juzgado de dos en dos la melena le ondeaba al viento y que subía así, de dos en dos los escalones, precisamente para mover el pelo. Me iba mal. En serio es juez?
Ser juez no está reñido con ser un arrogante vanidoso, es más creo que esa profesión acrecienta ese carácter, como los cirujanos, se creen dioses
 
Silvia contaataca. Está pero que muy muy enfadada. Dice que me restriega sus fotos juntos en Instagram, pues que no las mire, a mi no me interesa nada el instagram de Esther, nunca lo he mirado, a Silvia le mata la curiosidad y luego sufre. Que no lo vuelva a mirar por mucha rabia que tenga retenida.

El juez la ha bloqueado y ella le bloqueó antes. Eso por no ver esto antes, hija haber sospechado de tanto mensajito de Esther,

Sylvia Córdoba, la ex de Pedraz, estalla contra Esther Doña: "Me restriega sus fotos juntos en Instagram​

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Martín Alegre
20/10/2021 - 10:10

Las sorprendentes declaraciones de la abogada Sylvia Córdoba, desvelando que el magistrado Santiago Pedraz había roto su relación con ella sin explicaciones y negando que vivía un romance con Esther Doña, viuda del marqués de Griñón, causaron un gran revuelo mediático, pero ninguna reacción por parte del juez y la viuda de Carlos Falcó.

El magistrado y la malagueña han hecho sus primera aparición pública después de las declaraciones de Sylvia Córdoba El Mundo y Lecturas.Los reporteros les sorprendieron paseando de la mano por las calles de Madrid, pero la única que respondió a los periodistas, que les preguntaban por su opinión sobre las entrevistas, fue la marquesa viuda, repitiendo que estaban felices y enamorados. Santiago Pedraz no articuló una sola palabra.

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Tampoco ha hablado ni enviado mensaje, disculpa o reproche a la que fue su novia durante tres años. "Me ha bloqueado en su whatsapp, pero me da igual, yo ya le había bloqueado mucho antes y además llevábamos tres meses sin mandarnos ningún mensaje", nos explica la abogada. "En todo caso, podrían decir que no les han gustado mis declaraciones, pero no pueden decir que he mentido en nada, porque todo lo que he dicho es verdad", ratifica la ex del juez.

Sylvia Córdoba no dejó en buen lugar al magistrado de la Audiencia Nacional, al asegurar que él no ha tenido la valentía de explicarle cara a cara que se había enamorado de otra mujer. También dijo que si lo hubiera confesado con sinceridad y buenas maneras ella le habría deseado que fuera muy feliz, aunque sintiera "perder al hombre con el que había vivido una relación intensa y bonita, que pensaba que "iba a terminar en boda".
De hecho, se mudaron a una casa nueva que compraron juntos, pero la espantada de Pedraz deja a Sylvia Córdoba sola para afrontar la hipoteca de la vivienda. "No importa", añade la abogada. "Siempre he resuelto mi vida por mi cuenta, yo nunca he necesitado a un hombre para mantenerme".

La viuda de Carlos Falcó tampoco ha dado explicaciones a Sylvia Córdoba, a la que trataba como amiga y recibía con el juez en su casa cuando estaba casada con el marqués. Por el contrario, las primeras fotos de Pedraz y Doña, donde se confirmó la primicia adelantada por Informalia y se hacía evidente su relación, las publicó Doña en sus redes sociales el pasado verano, sin que la abogada diera crédito a lo que estaba viendo. "Pero ni uno ni otro han tenido lo que hay que tener para reconocer lo que ocurría. No han sido valientes, ¿qué vas a esperar de personas así?", se pregunta Sylvia. "Ni disculpa ni explicación", insiste. "Ella ya le estaba persiguiendo cuando Santiago estaba conmigo", acusa la abogada y ex del magistrado. Y dice otra cosa que le molesta de Esther: "Me restriega sus fotos juntos en Instagram".

Sylvia Córdoba está bien, aunque con la confianza en los hombres algo disminuida, después de la sorprendente actitud de todo un magistrado de 63 años, que aparece en la portada de Hola declarándose enamorado como un muchacho de 20.
Esta mujer está reventadísima :rolleyes:
 
Prólogo del libro de Esther Doña

Exclusiva para Vanitatis


El día que perdí a Carlos Falcó - Los muros de piedra del palacio de El Rincón parecen de pronto mucho más oscuros y amenazantes. El que hasta hace un minuto era mi hogar ha perdido el alma y el encanto y ahora es un castillo solitario, frío y vacío. Aún tengo el teléfono en la mano temblorosa, cuando los ojos se me llenan de lágrimas que no sé cómo gestionar. “El señor ha muerto”, susurro. Lo digo desde la más completa parálisis. —¿Cómo dice, señora? —Marilu friega el suelo del pasillo con lejía, a varios metros de donde me encuentro. Llevo días diciéndole que friegue todo bien con lejía para cuando vuelva el señor. Ella me dice que la casa no puede oler más de lo que ya huele a productos desinfectantes, pero yo, por algún motivo, no percibo ese olor. Aún no sé que yo también tengo coronavirus, y aún no se sabe con seguridad que la pérdida del gusto y el olfato sea uno de los principales síntomas. “El señor ha muerto”. No estoy hablando con ella, que se encuentra fuera de la habitación, lejos de mí, para no cruzarnos: me lo digo a mí misma. No lo puedo creer. No lo entiendo, no lo razono. No puede ser: hace solo cinco días que Carlos, mi Carlos, se montaba en la ambulancia que lo llevaría a la Fundación Jiménez Díaz. Iba vestido como el dandi que era: con traje, chaleco, fedora y maletín en mano. “Me llevo unas botellitas de mi aceite, Esther, así adorno un poco la comida del hospital”. Se iba con una gran sonrisa, también, parloteando con los enfermeros y el conductor de la ambulancia. Sus síntomas eran tan ligeros que ni siquiera le pusieron mascarilla. Hasta ese mismo miércoles, por las mañanas se daba una ducha y volvía a ponerse su ropa, el batín del hospital no iba con él, me decía por videollamada. Y dos días después, solo dos días después, tengo que aceptar que ya no está. Me encuentro en la cocina cuando recibo la llamada del médico y me quedo allí parada, apoyada sobre la encimera, durante largos minutos. Como una autómata, sin saber bien lo que estoy haciendo, camino hacia la salita de estar, donde sigue encendida la televisión. No me da tiempo a reaccionar, ni a llamar a nadie para contarle lo ocurrido, cuando las cadenas ya están dando la noticia: “El marqués de Griñón ha fallecido este viernes por coronavirus”. Cambio de canal, como en un sueño, pensando que aquello no me puede estar pasando a mí. Al mismo tiempo me doy cuenta de que si el médico no me hubiera llamado hace tan solo unos minutos, me habría enterado de la muerte de mi esposo a través de la televisión. “Ha muerto Carlos Falcó, grande de España, agrónomo pionero en el uso de las nuevas tecnologías en el campo, viticultor y bodeguero aristócrata, padre de la televisiva Tamara Falcó, exmarido de Isabel Preysler. El hombre que compartió pupitre con el rey emérito ha fallecido a los 83 años”. Grande de España, pionero, empresario, agrónomo, exmarido de, padre de, amigo de la infancia de. Qué me importan todos esos títulos. España ha perdido a esa persona de la que los canales de televisión hablarán ahora durante días y días. El coronavirus no entiende de sangre azul ni de dinero. El coronavirus se lleva vidas y vidas por delante y deja familias destrozadas a su paso. España ha perdido a un grande; yo he perdido mucho más. Mi marido, mi amigo, mi compañero, mi confidente. El hombre que, a pesar de mis recelos por la diferencia de edad, se propuso enamorarme y lo hizo utilizando la escritura como herramienta, como si del amor cortés y epistolar de otros tiempos se tratara, solo que en este caso me enviaba sus palabras por WhatsApp. Estaba tan orgulloso de ese corpus casi literario que lo mandó imprimir para guardarlo para siempre. Ahora, esos cientos de mensajes son las únicas palabras que me dirigirá jamás, porque ya no me quedan ni su voz, ni su mirada, ni su sonrisa. Paso un rato llorando sobre el sofá, con el ruido de la televisión de fondo. Nadie puede abrazarme porque estoy bajo cuarentena y, aunque pudieran, quienes deseo que me abracen no están aquí. Aparte de las personas del servicio del palacio de El Rincón, estoy sola, completamente sola, en esta finca de no sé cuántas miles de hectáreas en Aldea del Fresno, en esta casa de piedra de no sé cuántos cientos de años. Mi familia y mis amigos, aquellos que ya tenía antes de conocer a Carlos, las personas que me quieren simplemente como Esther, no como la mujer del marqués, están a más de quinientos kilómetros, en Málaga. Anhelo un hombro sobre el que llorar, una mirada amiga. El teléfono no para de sonar y sé que muchas de esas llamadas son sentidas, como la de la reina Sofía, que ha estado pendiente de mí y de la salud de mi esposo, pero muchas otras son interesadas o de parte de la prensa, a la que siempre estoy dispuesta a atender con una sonrisa, pero ahora mismo no puedo. Ahora mismo no puedo. Trato de recomponerme y analizar los hechos: hace dos horas, solo dos, el médico me ha llamado para decirme que Carlos estaba mejor. Valoro la posibilidad de que haya sido un error, de que se hayan equivocado de persona. Quizá la prensa ha oído el rumor de su muerte y se ha lanzado a dar la noticia, pero en realidad no es Carlos, sino el señor de la habitación de al lado, o el otro, o el otro de la de más allá. Mi mente racional sabe que me estoy agarrando a un clavo ardiendo y que ya he perdido a mi esposo. Mucho antes de lo que me esperaba. “Voy a vivir por ti, Esther, para pasar muchos años contigo”. Fueron las últimas palabras que me dedicó hace apenas un par de días. Al casarme con Carlos, cuando él ya tenía casi ochenta años, sabía que lo más probable era que en algún momento de mi vida tuviera que enfrentarme a su muerte cuando yo fuera aún joven. Sabía que quedaría viuda antes de lo que los corazones están preparados para soportar. No éramos tan ingenuos como para creer que nos esperaba toda una vida juntos, a pesar de que no nos gustara pensar en ello. Pero Carlos era una persona tremendamente sana, activa, fuerte. Bromeábamos con la cantidad de vitaminas que tomaba cada día y con cómo él me aseguraba, entre risas, que al final acabaría pareciendo más joven que yo. Sí, sabíamos que el reloj, en un matrimonio donde hay cuarenta años de diferencia, jugaba en nuestra contra, pero aún no estábamos preparados: pensábamos que nuestra vida juntos nos deparaba aún muchos muchos años de felicidad. La negación se instala en mí. Me cuesta aceptarlo y mi mente busca excusas para no hacerlo. Solo antes de ayer hacíamos aún videollamadas. Carlos me pedía, casi desesperado, que fuera a verlo. "Cariño, no puedo, es imposible. No sabes cómo están las cosas. No me van a dejar entrar". "Ya me encargo yo, no te preocupes. Tú lo que tienes que hacer es venir hasta aquí". Hasta ese mismo día, este pasado miércoles, incluso me había estado insistiendo en reunir a varios de sus amigos. El hospital nos dejaría una sala de reuniones, él estaba seguro, y podríamos seguir organizando cosas, trabajando en nuestros proyectos todos juntos como si no pasara nada. "Esther, llama a tal y cual, y que vengan. Yo no puedo estar aquí todo el día sin hacer nada". ¿Acaso no sabía mi marido que la gente estaba falleciendo incluso en los pasillos de los hospitales? ¿Que no había camas? ¿O es que el coronavirus o algo de la medicación que le estaban dando tenían efectos sobre el raciocinio? ¿Sería verdad lo que algunos decían de que se trataba de una enfermedad alienígena? He pasado los últimos días sin saber qué pensar, cómo reaccionar, qué hacer. Y ahora, la vida me da este palo, este palo tan grande del que no sé cómo empezar siquiera a recuperarme. Si lo que yo tengo también es coronavirus, y parece serlo, ¿me moriré, igual que Carlos? ¿Igual que mi marido, que dicen que acaba de fallecer aunque yo ni siquiera soy capaz de comprenderlo? Puede ser, puede pasarme de un día para otro, como ha sido en el caso de Carlos. Hasta el mismo miércoles, cuando hablábamos por videollamada, se quitaba el respirador para que le viera bien la cara, así de coqueto es mi marido. Era. Era mi marido. Toso, tiemblo, he perdido el sentido del gusto y del olfato. Tengo sudores y fiebre. Pero la verdad es que no me preocupa mi salud. Mi cabeza no está puesta en eso. Mi cabeza está en shock. Con Carlos no se va solo mi amigo, mi marido, mi amante: se va la vida que llevo viviendo cinco años y se abre un abismo ante mí. El abismo de lo desconocido, de lo nuevo, de la vida sin él. Miro otra vez hacia estas paredes frías y de pronto inhóspitas. Estoy sola y enferma y el país entero parece a punto de colapsar. Carlos sabría qué hacer, sabría qué decirme, pero no ha dado tiempo, y ya no podrá protegerme, como siempre hacía, porque ya no está. Camino por los pasillos del palacio, no muy consciente de lo que hago. Aquí nos dimos el sí quiero. Entre estas cuatro paredes celebramos innumerables encuentros, aperitivos y cenas con amigos, parece que todavía puedo escuchar las risas, las canciones. Puedo ver a Carlos saliendo y entrando de las habitaciones. Lo imagino arriba y abajo, como siempre: activo, feliz y dicharachero. "Venga, mi amor, ponte ese vestido que sabes que tanto me gusta, el chófer está ya esperando". Entre estas piedras he sido feliz, y esa felicidad acaba de terminarse, y de la manera más terrible e inesperada. Sin embargo, me queda nuestra historia. El orgullo y la dignidad de haber sido la mujer de Carlos. El recuerdo de nuestro tiempo juntos. Y cuando esta tormenta pase, que pasará, como todas las tormentas, seguiré adelante, con paso firme y la frente bien alta. Esta es mi vida y la vida de un gran hombre a través de mis ojos. Esta es mi historia: mi historia de amor con el marqués de Griñón, con un noble que a mi lado y en mis brazos era simplemente Carlos. Carlos, el marido que he perdido y que siempre llevaré en el corazón.
 
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