El western, héroes y villanos en la frontera.

SE BUSCA grupo multimedia
Publicado por Fernando Iwasaki
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El hombre que mató a Liberty Valance (1962). Imagen: Paramount Pictures.
Este artículo es un avance de nuestra revista trimestral #JD26 Especial Mensajes dedicada al periodismo.

En los wésterns del cine clásico, los periodistas eran tan o más esenciales que los indios, los pistoleros o los sheriffs, porque aquel mundo salvaje que terminó construyendo una de las sociedades civiles más libres del mundo se cobró a cambio la sangre de muchos hombres que defendieron los derechos de los indios, que denunciaron los atropellos de los poderosos, que vertebraron un país enorme gracias al telégrafo y que lideraron campañas tozudas contra empresas omnímodas como los ferrocarriles. Así, en los poblados de los viejos wésterns siempre había un banco, un saloon, una oficina del sheriff con su par de celdas y un periódico donde el director era al mismo tiempo reportero, tipógrafo, impresor y becario, como aquel Dutton Peabody, director del Shinbone Star en The Man Who Shot Liberty Valance(1962), quien dejó caer una frase memorable que podía haber sido firmada por Valle-Inclán y que ya contenía todo el rollo de la postverdad: «Estamos en el Oeste, señor. Y cuando la leyenda sustituye a la realidad, publicamos la leyenda».

El primer wéstern de la historia del cine fue Cimarron (1931), donde aparte del título original en español me gustaría destacar que apareció el primer mártir del periodismo del salvaje oeste: el heroico director del Osage Wigwam, caído en combate. Por otro lado, en Dodge City (1939) otro editor —Joe Clemens— también murió a manos de los villanos a quienes atacaba desde sus valerosas columnas del Dodge City Star, pero en Fort Worth (1951) un pistolero rehabilitado fundó un periódico y no tuvo más remedio que volver a empuñar las armas para acabar con los forajidos que asesinaron a su mentor y amenazaban a su familia. El periodismo forma parte de la épica del Far West americano porque su narrativa ya envolvía pescado antes de convertirse en materia cinematográfica, como lo corrobora la biografía de William «Bat» Masterson (1853-1921), cazador de búfalos, ayudante del mítico sheriffWyatt Earp, cronista de boxeo y columnista del New York Morning Telegraph. Por eso en Unforgiven(1992) uno de los personajes medulares resultó ser aquel periodista que primero fue biógrafo del pistolero Bob el Inglés (Richard Harris), luego cronista a la fuerza del sheriff Little Bill (Gene Hackman) y que más bien acabó fascinado con William Munny (Clint Eastwood).

Durante poco más de un siglo los periódicos del mundo en general y los españoles en particular mantuvieron las esencias de aquel periodismo chúcaro y corajudo, basados en líneas editoriales insobornables y en empresas dispuestas a hundirse con el pabellón de sus ideas ondeando en lo más alto. Pienso en aquella mítica redacción madrileña de La Correspondencia, donde según Cansinos Assens los redactores practicaban esgrima hasta la madrugada para poder batirse con garantías contra diputados, militares, colegas e incluso contra los lectores rebotados. Pues bien, aquel periodismo heredero de los wésterns clásicos ha desaparecido por culpa de las fusiones y las concentraciones que han configurado los modernos grupos de comunicación que quieren ser chicha y limonada al mismo tiempo. Es decir, ateos y devotos, exquisitos y populacheros o progresistas y conservadores, porque para vender periódicos y a la vez tener máxima audiencia en radio y televisión ya no hay que ser un león en la cama sino más bien un camaleón.

En las viejas revistas anteriores a las fusiones y subcontrataciones, la redacción era una suerte de heroica diligencia, un fuerte atacado por los apaches o el saloon de un pueblo donde los pianistas tecleaban sus reportajes mientras esquivaban las balas y los articulistas eran pistoleros que disparaban parapetados en sus columnas. Ese tipo de redacción ha desaparecido del todo porque ahora dependemos del rating y de la publicidad y así los modernos grupos multimedia quieren tener como clientes al sheriff y a los cuatreros, a los indios y a la caballería, al reverendo del pueblo y a las bailarinas de cancán. Si antaño un redactor podía batirse a duelo con un lector, hogaño un simple tuit puede cargarse a la redacción entera.

En los wésterns antiguos cada periódico tenía una causa y moría defendiéndola con las botas puestas. Sin embargo, en nuestros días cada vez es más difícil calibrar la importancia de una cabecera dentro de un gran holding de comunicación, pues lo que es bienhechor para una radio puede ser malísimo para un canal de televisión y lo que es buenísimo para la edición digital puede ser un petardo para la edición en papel. ¿Por qué todos los medios se nutren hoy de los confidenciales? Porque allí se han atrincherado los pistoleros de toda la vida y esos portales son los que funcionan igual que en el viejo Far West.

Algún día no muy lejano, alguien romperá la baraja mediática y se echará al monte con su periódico de papel. Y yo creo que es mejor caer carabina en mano defendiendo tus ideas, que descubrir en medio de la balacera que la caballería no llegará porque le han hecho un ERE o que los indios son tus patrocinadores y tienes que envainarte sus flechas porque tienen el logo del grupo.

https://www.jotdown.es/2019/03/se-busca-grupo-multimedia/
 
La atroz muerte de los verdaderos hermanos Dalton a manos de la ley: «La banda ha sido aniquilada»
A pesar de lo que nos han contado los dibujos animados, los bandidos eran tres y comenzaron su vida al servicio de la ley y el orden en pleno siglo XIX
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Manuel P. Villatoro@ABC_Historia
Actualizado:19/03/2019 01:47h
0La verdad tras los burdeles y las «pervertidas» prost*tutas del lejano Oeste

La pequeña pantalla puede llegar a ser una maldición gigantesca. Lejos me encuentro de querer dar un tirón de orejas al dibujante belga Maurice de Bévère por reinterpretar la historia de los hermanos Dalton e insertarlos en los famosos dibujos animados protagonizados por Lucky Luke. Para nada. Lo que no se puede negar, sin embargo, es que los bandidos bonachones que todos conocemos por su torpeza distan bastante de Bob, Grat y Emmett, los personajes históricos que formaron, hace siglo y medio, el núcleo principal de una de las bandas más conocidas del « Far West». Los Dalton reales, al menos desde el punto de vista de los diarios de la época y de los libros de historia, eran más bien unos letales forajidos a la altura de Jesse James y sus secuaces. Unos criminales que se hicieron tristemente famosos por sus continuos ataques a trenes cargados hasta los topes de oro y billetes.

Con todo, lo cierto es que en la actualidad es una tarea ardua conocer la verdadera historia de los Dalton. El relato más fidedigno son las memorias de Emmett, el único de los hermanos que logró evitar la muerte a manos de la justicia. Una fuente sin duda sesgada. Por otro lado, los diarios del siglo XIX también nos permiten averiguar cómo veían los ciudadanos del Lejano Oeste las actuaciones de estos forajidos y entender el pavor que causaban en los pueblos que pisaban. Bastan como ejemplo las palabras que publicó el «Galveston Daily News» el 6 de octubre de 1892, apenas una jornada después de que el grupo fuese atrapado y tiroteado en Coffeyville (Kansas) mientras intentaba llevar a cabo uno de los mayores robos del «Far West»: «La banda de los Dalton ha sido aniquilada, borrada de la faz de la Tierra». Hoy, por tanto, toca separar la leyenda blanca del pasado y cambiar un bello (aunque erróneo) recuerdo infantil.

Entre la ley y la villanía
La historia de estos hermanos no comenzó con muertes y robos. Ni mucho menos. En su caso no se cumplió el popular «de tal palo, tal astilla». Lewis Dalton, el padre, perdía las horas regentando un «Saloon» de sol a sol cuando conoció a su futura esposa, Adeline Younger. Si él ya era, de por sí, trabajador, a su mujer le sucedía otro tanto. De hecho, en un intento de ganar dinero se trasladaron en varias ocasiones hasta donde hubiera trabajo. Así pasaron (entre otras regiones) por Kansas o por las cercanías del territorio indio. Todo ello, con el objetivo de ofrecer un futuro a los -nada menos- que trece hijos que sobrevivieron a la dura infancia americana. Así lo confirma, entre otros, el divulgador histórico Gregorio Doval en su conocida obra « Breve historia del Salvaje Oeste», donde señala también que antes habían tenido que enterrar a dos de sus mozos. Aquellos eran años duros debido a la resaca de la Guerra Civil y a la profunda crisis económica que atravesaba la joven nación todavía a medio forjar.

Jesse James. En todo caso, su fin comenzó allá por 1892 con un plan tan exagerado como absurdo orquestado por Bob. El más desquiciado de los hermanos se propuso conseguir un hueco en las portadas de los medios de la época con un robo doble en el mismo pueblo que les había visto crecer: Coffeyville (Kansas). Su idea era dividirse en dos grupos. El primero (formado por Grat, Bill Powers y Dick Broadwell) debía atracar las dependencias del C. M. London Bank. El segundo (en el que se incluían el propio Bob y Emmett) haría lo propio en el First National Bank. Una locura anunciada para la mayor parte de los integrantes del grupo. Pero un delirio febril que ninguno de ellos se atrevió a criticar por miedo a su vio lento líder.

Las campanas tocaban al muerto, a los futuros muertos más bien, cuando la banda de los Dalton llegó al pueblo. «Entre las 9:30 y las 10:00 de la mañana del miércoles, los atracadores, al parecer disfrazados y armados hasta los dientes, entraron sobre sus caballos», explicaba uno de los diarios de aquellos años. El grupo dejó sus caballos en una calle apartada y, al abrigo del supuesto desconocimiento de las autoridades, se dividieron y dirigieron sus pasos hacia sus respectivos objetivos. La mayoría estaban disfrazados con barbas postizas. Pensaron que con eso valdría. Sin embargo, para entonces ya eran famosos y, según la versión oficialísima de esta historia, fueron reconocidos por los ciudadanos, quienes no tardaron en armarse y llamar a las autoridades.

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Los cuerpos de los bandidos fallecidos tras el asalto - ABC
Los primeros en llegar a su destino fueron Grat, Bill y Dick. Los bandidos accedieron con celeridad al C. M. London Bank, desenfundaron sus armas y ordenaron a los presentes que les entregasen todo aquello de valor que tuvieran. Para el premio gordo hablaron con uno de los empleados, al que le exigieron abrir la caja fuerte a punta de Winchester.

La casualidad, no obstante, se puso en su contra. Y es que, la cerradura era de apertura retardada y hacían falta entre 3 y 10 minutos (atendiendo a la fuente a la que se acuda) para que dejara libre sus riquezas. No podían esperar tanto. Y más cuando escucharon silbabar las balas desde el exterior. Estaban atrapados y solo podían salir por piernas antes de ser tiroteados. A Bob y Emmett les sucedió otro tanto. Lograron hacerse con parte del botín, pero se asustaron cuando oyeron los disparos y decidieron poner pies en polvorosa antes de acabar en un ataúd de pino.

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Los Dalton se hicieron famosos gracias a las historietas y la pequeña pantalla - ABC
Así comenzó la desgracia. Tras salir de las sedes bancarias se dieron cuenta de que poco podían hacer ante la marabunta que se agolpaba en el exterior (dirigida, por cierto, por los agentes de la ley). «Cuando los atracadores salieron de ambos bancos, comenzó un fuerte tiroteo. Tres ciudadanos y el marshal Charles Connelly resultaron muertos», explica Doval. Poco más se puede decir. Todos los miembros del grupo murieron salvo Emmett quien, herido, fue recluido en uno de los negocios locales para, poco después, ser juzgado y encarcelado.

Así narró el tiroteo el «Galveston Daily News»: «La banda de los Dalton ha sido exterminada, borrada de la faz de la Tierra. Hoy fueron abatidos, pero no hasta que cuatro ciudadanos de este pueblo entregaron sus vidas. Seis de los pandilleros llegaron a la ciudad esta mañana y robaron dos bancos. La redada fue conocida por los oficiales de la ley, y cuando los bandidos intentaron escapar fueron atacados por los hombres del marshall. En la batalla que siguió, cuatro de los asaltantes fueron abatidos, y otro herido de muerte. El último [Emmett] escapó, pero está siendo perseguido acaloradamente». Así acabó la leyenda de los Dalton. Unos forajidos que, años después, se ganaron el cariño de los telespectadores gracias a un caricaturista y a la ayuda de una serie de dibujos animados.
https://www.abc.es/historia/abci-at...nda-sido-aniquilada-201903190147_noticia.html
 
La grandeza derruida del héroe Gary Cooper
Entre «Juan Nadie» y «Solo ante el peligro», Gary Cooper supo cambiar para llevar en sus carnes las cicatrices del derrumbe moral de EE. UU.
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Seguir Juan Manuel de Prada
Actualizado:11/04/2019 01:30h

Gary Cooper encarnó, mejor que ningún otro actor del cine clásico, todas las virtudes antiguas que hacen la vida más enaltecedora y habitable. Y, a medida que los estragos de la edad iban marchitando su juvenil belleza (pero nunca su apostura), supo desnudarse pudorosamente ante las cámaras, brindándonos algunas de sus interpretaciones más memorables, en las que ya no asoma el héroe de una pieza de antaño, sino el hombre lacerado de dudas, el hombre magullado y mohíno, con el alma cosida de cicatrices, que libra en su conciencia la sempiterna batalla entre el bien y el mal. Ninguno de los actores de su generación consiguió completar una metamorfosis tan pasmosa: entre el cándido Mr. Deeds de Capra y el atribulado comisario Will Kane de Zinnemann, entre el despistado erudito de «Bola de fuego» y el asesino arrepentido de « El hombre del Oeste», Gary Cooper no se limitó a «evolucionar», al hilo de las arrugas y los achaques; en su mirada penitente, en sus andares un poco desgarbados o maltrechos, descubrimos esa grandeza derruida de los héroes que han bajado del pedestal para iniciar un vía crucis personal sembrado de abrojos y penitencias, hasta alcanzar finalmente la redención. Porque la enfermedad se ensañó muy crudamente con Gary Cooper, asestándole toda suerte de mordiscos y dentelladas (hernias y úlceras y, ya por fin, un cáncer que acabó con su resistencia); pero encontró en esa difícil senda la luz capaz de alumbrar las postrimerías más tenebrosas.

Era bello como un dios pagano, esbelto como un chopo, parsimonioso y atolondrado, con un fondo de timidez aleteando en la mirada y una elegancia que nunca era premeditada, como de héroe a la fuerza o amante remolón. Tenía unos inimitables andares de cigüeña, con un levísimo esguince en la cadera que los años irían acentuando y una sonrisa de mandíbula apretada y hoyuelos pícaros que iluminaba su rostro y esmaltaba de jovialidad sus ojos zarcos. A veces también sonreía al bies, esquinada y socarronamente, dejando escapar la hilaridad por una sola comisura, como si el pudor le impidiera asomar la exacta arquitectura de sus dientes. Y era a la vez rudo y caballeresco, aristocrático y viril, con algo de tenorio muy trasegado y algo de doncel bisoño, una mezcla que daba fuerza a todas sus interpretaciones. Los detractores de Gary Cooper suelen negar sus dotes actorales, tildándolo de aturullado y patoso, sin entender que esas torpezas fingidas forman parte de su estilo intransferible. En alguna película llegó, incluso, a declarar su amor a la actriz de turno con la vista clavada en los zapatos, que parecían estar pisando una colilla inexistente; pero luego, en la sala de montaje, se descubría que esa declaración de amor, en apariencia sosainas, estaba penetrada de un secreto desvalimiento, de una pudorosa timidez, que la hacían irrepetible.

Dignidad invicta
A los fanáticos de Gary Cooper nos cuesta elegir entre el héroe esforzado e ingenuo que nos emocionó hasta las lágrimas en « Juan Nadie» y el héroe hastiado y crepuscular que, hacia el final de « Solo ante el peligro», se arranca del chaleco su estrella de hojalata y la arroja al barro. Entre la sociedad que retrata Capra, donde el pueblo aún puede alzarse sobre las asechanzas del dinero, y la sociedad que retrata Zinnemann, convertida en masa amorfa y fácilmente manipulable, rehén de la histeria y el miedo, media el derrumbe moral de los Estados Unidos, que quisieron ser una nueva Grecia para acabar siendo una repetida Persia. Pero los personajes encarnados por Gary Cooper fueron durante tres décadas un emblema de dignidad invicta, un espejo de virtudes en el que todos los estadounidenses querían reflejarse. Los cinéfilos de pata negra y pezuña roja (o sea, todos menos yo) siempre han reprochado a Cooper su comparecencia ante el Comité de Actividades Antiamericanas, donde proclamó su repudio del comunismo; olvidan, en cambio, que, instado a denunciar a sus compañeros rojelios, se negó a hacerlo. También olvidan que, cuatro años más tarde, en pleno rodaje de «Solo ante el peligro», cuando su guionista Carl Foremanfue estigmatizado por su adscripción el partido comunista, Cooper se declaró públicamente su amigo, ganándose la animadversión de los sectores conservadores de Hollywood. ¡Qué vamos a hacer, los católicos somos así! Porque Gary Cooper acabó, por supuesto, convirtiéndose a la fe católica, como tarde o temprano terminan haciendo las personas inteligentes que se reconocen pecadoras. Y Cooper, al menos en lo que se refiere a lances de alcoba, había pecado una barbaridad.



Murió seis días antes de hacerse sexagenario. Todavía hoy, casi sesenta años después, seguimos recordando su estampa en la secuencia de «Solo ante el peligro» que precede al tiroteo final, la desolación de un hombre abandonado de todos que camina parsimoniosamente hacia la muerte, hacia la leyenda, hacia una región de luz donde anida la inmortalidad.

https://www.abc.es/cultura/cultural...a-heroe-gary-cooper-201904110130_noticia.html
 
La batalla en la que el torpe Custer llevó al exterminio al 7º de Caballería
Este 9 de febrero, fecha en la que el oficial estadounidense contrajo matrimonio, recordarmos uno de los momentos más trágicos de la historia de los Estados Unidos.


SeguirManuel P. Villatoro@ABC_Historia
Actualizado:17/04/2019 09:28h
3 La «batalla» en la que el Séptimo de Caballería asesinó a bebés indios

Fue la batalla más famosa del mítico 7º Regimiento de Caballería y se recuerda, a día de hoy, como una de las más heroicas que protagonizó el ejército de los Estados Unidos mientras trataba de expulsar a los indios de sus tierras. No obstante, y por mucho que el cine nos haya transmitido que en la contienda de Little Bighornlos soldados del teniente coronel George Armstrong Custer murieron con las botas puestas enfrentándose a cientos de indios que les atacaban sin piedad, la realidad es algo diferente. Sí, es cierto que esta famosa unidad fue exterminada aquella jornada. Y sí, es cierto que tuvieron que hacer frente a incontables enemigos. Pero también es real que la culpa de que aquel día fueran masacrados casi tres centenares de casacas azules la tuvo su oficial, «cabellos largos» (como conocían los nativos a Custer), pues -ávido de gloria y deseoso de aplastar a su enemigo- no esperó a que llegasen refuerzos, contravino las órdenes, y envió a sus hombres a una muerte seguracontra un enemigo que les superaba en un número de 10 a 1. Hoy, recordamos esta contienda aprovechando el aniversario del matrimonio de este oficial con Elizabeth Bacon el 9 de febrero de 1864. Uno de los días más importantes de su vida.

Para hallar el origen de este desastre es necesario retroceder en el tiempo hasta el final de la Guerra Civil norteamericana (allá por 1865). Y es que, después de darse de fusilazos y sablazos entre ellos, los estadounidenses decidieron que era mejor dirigir toda su ira contra los nativos americanos. No de forma gratuita, sino porque -tras la conquista en algunas ocasiones, o adhesión en otras- de regiones como Texas, México y Oregón, el presidente de los Estados Unidos se percató de que la expansión de su país se veía frenada por un territorio -el indio- que, al estar ubicado en el centro del continente, impedía la comunicación de los dos extremos del país.

Aquella situación costaría muy cara a los hombres del penacho de plumas, pues Andrew Johnson (al frente del país) armó en los años posteriores a sus hombres y les ordenó que empujaran a las diferentes tribus hasta reservas apartadas en las que pudieran vivir como deseasen y no entorpeciesen la creación de su país. Los nativos, como era de esperar, no reaccionaron demasiado bien a estas exigencias y se equiparon a base de arco, flecha y hacha para defender sus territorios y atacar -de forma sumamente sangrienta, eso sí- a todo aquel colono que se atreviese a pisar sus tierras.

La violencia se generalizó, y Estados Unidos reaccionó creando contingentes como el Séptimo Regimiento de Caballería. Esta unidad nació aproximadamente en 1868 con la finalidad de salvaguardar la integridad de los anglosajones en la frontera entre Norteámerica. El objetivo era honorable, quién lo pone en duda, pero la realidad es que se vio sumamente manchado por los excesos que cometieron sus soldados contra la población indígena. Todos ellos, por cierto, ordenados por su líder, George Armstrong Custer (un inepto militar que había demostrado su mediocridad en la academia para oficiales al graduarse el último y que destacaba por adorar la sangre nativa). Este oficial se hizo rápidamente famoso por atacar cruelmente poblados de indígenas y por no dejar que ninguno de sus enemigos (ancianos, mujeres y niños en muchos casos) escapase con vida. Un mal menor, que pensaban sus superiores, si con ello tenían garantizado expulsar a sus enemigos de allí y deportarles a lasreservas.

Hacia territorio indio
Hasta el penacho de plumas unos, y el sombrero otros, solo era cuestión de tiempo que la guerra se recrudeciese y comenzasen respectivamente los hachazos y los disparos. Los primeros en actuar fueron los Estados Unidos que, representados por el presidente Johnson (quien no amaba demasiado a los nativos, todo hay que decirlo), dio órdenes de cumplir lo que había sido estipulado meses atrás. Es decir, de perseguir hasta la muerte a todos aquellos indios que siguiesen pululando por el territorio nativo. Una región que -según el mandamás- pertenecía legítimamente a Norteamérica.

La tarea se le encargó al general Phillip Sheridan -a quien se le atribuye la famosa frase de «el mejor indio, es el indio muerto» -. Este estableció que armaría a un gran contingente de soldados con el que aplastaría a sus contrarios. El plan -no demasiado complejo- parecía destinado a funcionar. Sin embargo, este primer intento de encerrar de una vez por todas a los emplumados salió por la culata del fusil del ejército de los Estados Unidos debido -entre otras cosas- al frío que hacía cuando se llevó a cabo la campaña. Las tropas, superadas por los nativos, no tuvieron más remedio que retirarse y regresar al calor de sus hogares.

Aunque la conclusión del plan fue mala, la decisión de enviar de una patada a los indios a las reservas ya estaba tomada, por lo que se volvió a organizar una expedición para cumplir por las bravas la misión del presidente. «Decididos a dar caza cuanto antes a los indios, inmediatamente se organizó una segunda expedición destinada a castigar y llevar de nuevo a la reserva a la creciente reunión de guerreros, aún sin cuantificar, que se movía por la zona», explica el divulgador histórico Gregorio Doval en su obra « Breve historia de los indios norteamericanos».

Lo que no sabían, para su desgracia, es que aquella fuerza no estaba compuesta de un pequeño contingente de hombres sin entrenamiento, sino que contaba con cientos de guerreros experimentados de varias de tribus. Todas ellas, lideradas por dos viejos conocidos del ejército de los Estados Unidos: Caballo Loco y Toro Sentado. Estos, se habían unido para enfrentarse al fin al hombre blanco y defender así las tierras de sus antepasados. Pintaban bastos para los casacas azules, que se suele decir, y los del uniforme americano ni se lo llegaban a imaginar.

Sin saber la que se le venía encima, el presidente de los Estados Unidos organizó una gran fuerza militar para lograr derrotar por fin a los indios. Este estaba formado por tres columnas, cada una de ellas al mando de un peso pesado de la oficialidad americana. Estas tenían el objetivo de atacar el gran campamento enemigo -que, según los exploradores, estaba presuntamente en Montana- desde tres puntos diferentes: sur, este y oeste. La primera contaba -en palabras de Doval- con 970 soldados, 80 civiles y 260 exploradores crows y shoshonis. Su viaje comenzó hacia territorio indio el 29 de mayo desde Wyoming a las órdenes del general de brigada George Crook (con su famosa «barbaza» rizada erizada al viento).

La segunda sumaba 401 hombres. «Pertenecían a cuatro compañía del 2º Regimiento de Caballería y seis del 7º Regimiento de Infantería, además de una batería Gatling y 25 exploradores indios», añade Doval. La misma estaba dirigida por John Gibbon, conocido por utilizar como nadie la artillería en campaña. Este contingente partió de Montana el 30 de marzo en dirección a Yellowstone.

La tercera columna
La tercera columna fue la más numerosa, pues contaba con más de 1.000 hombres (45 oficiales, 968 suboficiales y soldados, 170 civiles y 40 exploradores). «Estaba compuesta por dos compañías del 17ª Regimiento de Infantería, una batería gatling, cuatro compañías y media del 6º Regimiento de Infantería, y el 7º Regimiento de Caballería al completo, con sus 12 escuadrones», añade el experto español. Este contingente estaba dirigido por el general de brigada Alfred Terry. En lo que respecta a los mandos que había por debajo suyo, lo cierto es que hubo cierta discordia. Y es que, el general Philip Sheridan había logrado que el mismísimo presidente de los EE.UU. «tragara» con que estuviera al frente del 7º de Caballería el teniente coronel Custer. Una decisión que no había gustado demasiado al mandamás debido a que el arrojado oficial de pelo rubio se hallaba por entonces suspendido de empleo y sueldo. ¿La razón? Haber fusilado a varios desertores sin juicio previo. Casi nada. A pesar de que, en principio, el líder se negó a ello, acabó cediendo a sabiendas de la amistad que mantenían ambos oficiales.

Favor por aquí, influencia por allá, Custer volvía a estar al mando de sus antiguo Regimiento, y no quería desperdiciar la oportunidad de alcanzar la gloria. Con todo, a «Cabellos largos» también le quedó más que claro que rendía cuentas ante Terry y que no podría desviarse ni un ápice de sus órdenes. Pero no podía quejarse, pues había pasado de estar sentado en el porche de su casa, como quien dice, a comandar a 31 oficiales, 566 soldados, 15 civiles, y unos 35 - 40 exploradores. Su alegría debió nublarle la percepción, pues la primera decisión que tomó al mando del 7º de Caballería le costaría, a la postre, sumamente cara. «Por voluntad del propio Custer, se había prescindido de las fuerzas que le ofrecieron como apoyo (cuatro compañías del 2ª de Caballería y una batería gatling)», destaca Doval. A su vez, el torpe oficial ordenó a sus hombres que dejasen en casa los sables para cabalgar más rápido y acudiesen a la contienda únicamente con sus carabinas Springfield monotiro modelo 1873 -con 100 cartuchos- y un revolver Colt con 25.

Los ejércitos se movilizaron en mayo con dirección a Montana.

Las fuerzas indias
Tras un encuentro furtivo el 17 de junio contra un contingente de exploradores dirigido por Toro Sentado -quien logró dejar maltrecha la columna de Crook en Rosebud antes de retirarse- los indios se dirigieron hacia su campamento. Este ataque por sorpresa enfureció todavía más a los casacas azules quienes, airados y con ganas de venganza, aceleraron el paso para acabar cuanto antes con sus enemigos. Por su parte los nativos se retiraron hasta su campamento, ubicado cerca del río Little Bighorn -un territorio ubicado en Montana y que destacaba por ser rico en búfalos la base de la economía nativa-. En aquel emplazamiento había –según Vidal- 7.000 indios, aproximadamente 2.000 de ellos guerreros experimentados. En palabras de Bob Reece -historiador y escritor- en el lugar se habían unido nativos sioux, arikara, cheyenne, arapahoe y otras tribus menores. «Los jefes indios se dieron cuenta de que esto era una guerra y decidieron que tenían que unirse para defenderse con eficacia», explica el experto anglosajón.

Otros historiadores como Jesús Hernández (autor de « Las grandes masacres de la historia») aumentan el número de indios ubicados en el campamento en varios centenares. «Contaban con un ejército formado por unos 1.200 guerreros de siete tribus: hunkpapas, sans, arc, pies negros, miniconjou, brulé, cheyenes y oglala. Los guerreros iban acompañados de sus familias y el ganado; se cree que el número total de indios podía rondar los 9.000 individuos y el número de animales de carga y reses para alimentarse podía ascender a los 30.000», determina. Fuera como fuese, lo que sí se sabe es que era la primera vez que los nativos lograban reunir un ejército de estas dimensiones y estaban dispuestos a plantar cara al hombre blanco de una vez por todas. Además, el ánimo de los pieles rojas estaba más en alza si cabe gracias a que en sus filas estaba Caballo Loco, un líder treintañero conocido por ser un firme defensor de las tradiciones indias, por su fiereza en la lucha y por haberse convertido en una auténtica pesadilla para las fuerzas norteamericanas.

En lo que respecta al armamento, aproximadamente dos de cada diez indios contaban con fusiles Winchester 44. Unos «palos de fuego» que –en contra de lo que nos dicen las películas- les otorgaban cierta ventaja con respecto al ejército de los Estados Unidos. Y es que, mientras que los militares se veían obligados a recargar sus carabinas Springfield entre disparo y disparo (perdiendo una gran cantidad de tiempo), ellos podían hacer varios tiros seguidos gracias al sistema de repetición de sus armas. A su vez, el rifle de los militares había demostrado tener un claro problema: solía encasquillarse en los momentos más inesperados. Con todo, y para ser justos, lo cierto es que el los norteamericanos tenían una mayor precisión y un alcance considerablemente superior al de los nativos. Tampoco escaseaban los arcos, las flechas, las hachas y los cuchillos en el bando de Caballo Loco.

La descubierta del 7º de Caballería
Tras ver detenido su avance por el ataque sorpresa de los exploradores indios, la columna de Crook tuvo que detener su avance para reorganizarse, enterrar a sus heridos y contar las bajas sufridas. Por ello, el oficial vio retrasada en varias semanas su llegada al punto de encuentro planeado: la desembocadura del río Rosebud (ubicado al sudoeste de Montana, cerca de donde les habían informado sus exploradores que se hallaba el campamento indio). A finales de junio, los dos contingentes restantes (las columnas segunda y tercera) se reunieron allí. Aunque faltara una tercera parte del contingente, Crook y Gibbon no creían que ningún enemigo con penacho de plumas pudiese hacer frente a sus curtidos soldadas. Estaban tan confiados en su victoria que decidieron no esperar a su compañero y avanzar sobre los nativos para meterles un buen puntapié en las nalgas cuanto antes.

«Adaptaron sus planes y decidieron que, mientras las columnas unidas de Terry y Gibbon se moverían hacia los ríos Big Horn y Little Big Horn, al sudoeste de Montana, el 7º Regimiento de Caballería de Custer avanzaría al descubierto río Rosebud arriba para tomar posiciones, [explorar el terreno] y dar tiempo a que la columna de Crook se rehiciese. Los oficiales esperaban pillar así entre dos fuegos el campamento de los indios, que según todos los informes que iban recibiendo era el mayor nunca visto en la historia. Aun así, confiaban plenamente en la victoria», destaca Doval. De esta forma, el teniente coronel Custer avanzó a buen paso hacia el este del campamento de Caballo Loco y Toro Sentado; mientras que Terry y Gibbon lo hicieron por el sur para envolver al enemigo. Estos dos últimos se desplazaban mucho más despacio debido a que contaban con infantería y caballería.

El 25 de junio de 1878 Custer –con su pelo rubio ondeando al viento- fue informado de que, a pocos kilómetros de su posición (en Little Bighorn) los indios habían establecido su campamento. Los explorados enviados le informaron de que, a primera vista, no habría más de un millar y medio de indios en la zona. A pesar de que les doblaban en número según esas primeras estimaciones, el oficial no pudo recibir con mayor felicidad la noticia, pues sabía que sus experimentados jinetes podían ser triplicados en número por los nativos y, aun así, y salir victoriosos. Lo que no sabía es que entre aquellos tipis se escondían realmente entre 7.000 y 9.000 enemigos. Una buena parte de ellos feroces guerreros y, otro tanto, hombres desentrenados que –llegado el momento- no tendrían reparos en coger un arma y enfrentarse hasta la muerte contra el hombre blanco.

Sin conocer estos datos, «Cabellos largos» se relamía. Se veía con posibilidades de poder asestar la derrota definitiva a las tribus indias sin la ayuda de Gibbon y Terry. Una victoria que le granjearía, además de un lugar en la Historia, un puesto permanente como gran oficial de los Estados Unidos. Y todo ello, después de haber sido suspendido. Su ego fomentó sus fantasías y, al poco, la decisión estaba tomada. «En lugar de esperar a las otras columnas, se preparó para atacar de inmediato el campamento indio. Excitado por la posibilidad de alcanzar la gloria él solo, no espero siquiera a conocer con exactitud las fuerzas a las que iba a enfrentarse. Desconociendo que se había reunido el mayor ejército indio que se hubiera visto jamás», determina Jesús Hernández. Con más gónadas que cabeza, se dispuso a alcanzar el olimpo de los soldados de un solo golpe. No podía estar más equivocado.

La estrategia de Custer
Como buen oficial norteamericano, Custer aplicó la táctica que se utiliza cuando se está ante un enemigo menor al que no se quiere dejar escapar. Esta consistía en dividir el ejército y atacar al contrario desde varios puntos para, así, cortar su posible retirada. Así pues, formó cuatro columnas con sus casi 600 subordinados.

1-La primera, dirigida por el mayor Marcus Reno, estaba formada por 175 hombres. Su objetivo era flanquear el campamento enemigo, llegar hasta el sur de su posición, y atacar desde allí pie en tierra.

2-La segunda, al mando del capitán Frederick Benteen, contaba con entre 115 y 120 jinetes divididos en tres compañías. Este contingente recibió órdenes de Custer de ubicarse al oeste de las posiciones indias y cargar desde allí contra los nativos.

3-El propio Custer dirigía la tercera columna. Esta era la más numerosa al estar formada por 210 hombres (5 compañías). Su misión sería la de cargar frontalmente contra el enemigo. Hacer las veces de un martillo que aplastaría a los hombres de Caballo Loco y Toro Sentado. Se llevarían la peor parte, pero su hazaña no sería olvidada, según pensaban.

4-Finalmente, el capitán McDougal se quedaría en retaguardia, al este de la posición, para proteger la caravana de provisiones y para reforzar a cualquier columna que se encontrase en dificultades durante la lucha. Su fuerza la componía unos 135 jinetes.

En vista de que los casacas azules se les venían encima, los indios empezaron a armarse. No estaban dispuestos a regalar sus vidas, sino que más bien pensaban venderles, y a un precio sumamente caro. Así lo señala Erine LaPointe (bisnieto de Toro Sentado) en declaraciones realizadas para el libro « Grandes batallas de la Historia»: «Lo primero que hicieron los guerreros fue tomar sus armas; gritaron “Hoka Hey”, es decir, “Es un buen día para morir”, y se dispusieron a repeler el ataque». Caballo Loco preparó sus armas mientras que, por su parte, Toro Sentado comenzó a organizar la evacuación de las mujeres y los niños del campamento. «Si se trasladaban juntos en un gran grupo serían blanco fácil para los soldados. Así que decidió dividirlos en grupos pequeños, más difíciles de localizar por Custer. Dispersos a lo largo de los riscos, los barrancos y tras los arbustos, caminaron hasta las colinas del norte del campamento, a la espera de que la batalla finalizase», señala el descendiente.

Comienza la batalla
Como estaba previsto, el primero en moverse fue el mayor. Este avanzó junto a sus hombres hacia el sur del campamento indio para iniciar el ataque del 7º de Caballería. «El batallón al mando de Reno partió valle abajo primero al trote y luego al galope, en columna de a dos, encabezada por un comando de exploradores al mando de un capitán, que espoleaba a sus hombres prometiendo un permiso de 15 días para el soldado que le trajese la primera cabellera de un indio», determina Doval. Tras atravesar un río Reno ordenó desmontar a sus soldados, tomar posiciones, e iniciar el fuego contra los nativos a eso de las tres de la tarde. En principio, los disparos fueron letales y causaron pavor entre los indios. Sin embargo, la situación cambió drásticamente cuando multitud de hombres dirigidos por Caballo Loco comenzaron a devolver los disparos desde los tipis.

Con el paso de los minutos y la salida de decenas de cartuchos de los fusiles de ambos bandos, Reno se percató del gran número de enemigos que había en el campamento de los pieles rojas. Por cada indio que caía, otro ocupaba su lugar. Y este luchaba con la fuerza de quien defiende a su familia de la muerte. Al final, después de que cayeran varios de sus hombres, el mayor no tuvo más remedio que ordenar el repliegue hacia un bosque ubicado en su retaguardia. Todo ello, mientras los nativos les presionaban más y más.

Tras una carrera a caballo de unos pocos minutos, los soldados llegaron al abrigo de los árboles y crearon una letal línea de fuego que, según pensaban, sería infranqueable para sus enemigos. Pero nada más lejos de la realidad. En los momentos posteriores el plomo y las flechas empezaron a llover sobre ellos y el caos cundió entre las filas. Poco después, Reno terminó perdiendo los nervios cuando un disparo acabó con la vida de uno de los exploradores aliados ubicado a su lado. Lleno de vísceras, empapado en sangre ajena, y con la cordura pendiendo de un hilo, empezó a dar órdenes que, más que ayudar, desconcertaron a sus ya aterrados soldados.

«Reno perdió la compostura: dio órdenes y contraórdenes apresuradamente [montar y desmontar, hasta cuatro veces], hasta que su grito de “¡Quien quiera sobrevivir, que me siga” acabó con cualquier posibilidad de realizar un repliegue ordenado», añade Hernández. Temiendo realmente por su vida, Reno giró sobre sí mismo y se dirigió, seguido por sus hombres, hacia una colina cercana en la que poder establecer una mejor defensa. Lo cierto es que la idea no era mala, pero sí la forma de llevarla a cabo. Y es que, en lugar de replegarse de forma ordenada disparando constantemente a sus enemigos para evitar que se acercaran, los soldados del 7º de Caballería cometieron un grave error imperdonable en tiempos de guerra: dar la espalda al enemigo en el campo de batalla. Esto permitió a los nativos salir al galope en su persecución y aniquilar sin oposición a decenas de caras pálidas. Al llegar a la colina la situación era dantesca. Habían muerto unos 40 hombres y 37 habían desaparecido.

Tras contar los brazos hábiles que podían portar un arma, Reno gritó órdenes una y otra vez para que sus hombres estableciesen una posición defensiva capaz de rechazar a los pieles rojas. «La tropa se vio obligada a acabar con la vida de la mayoría de los caballos para usarlos como parapeto», determina Doval. Poco después comenzaron nuevamente los ataques de los nativos, los cuales continuaron de forma incesante durante las siguientes dos horas.

Por suerte para Reno, cuando peor pintaban las cosas llegaron hasta su posición Benteen y sus hombres. El oficial, que en principio andaba buscando a Custer para realizar un ataque conjunto con él desde el norte, decidió quedarse con el mayor y ayudar a la diezmada columna aliada a defender el territorio. Ninguno de ellos sabía en medio de aquel caos donde estaba el teniente coronel, así que la decisión fue relativamente sencilla de tomar. Y más viendo que los enemigos llegaban por decenas desde el campamento hacha en mano. A pesar de todo ello, los vaqueros lograron hacerse fuertes en aquella perdida colina, aunque a costa de Custer, que se quedó absolutamente solo para hacer su heroica carga.

Custer, a la carga
En esas andaban las cosas -soberanamente mal para Reno y para los planes de los casacas azules- cuando «Cabellos largos», ávido de gloria y egocéntrico como el que más, ordenó a sus jinetes preparar el ataque contra el campamento desde el norte. Se había hartado de esperar a Benteen y, a pesar de que había visto con sus propios globos oculares la gran cantidad de combatientes indios que se arremolinaban en los tipis, no estaba dispuesto a dejar escapar la oportunidad de destruir a los hombres de Caballo Loco.

Así pues, al son del toque de carga de la caballería, Custer se lanzó con sus hombres contra el enemigo. La visión de dos centenares de estadounidenses del 7º de Caballería arrojándose con los ojos desencajados sobre sus presas hubiese sido temible en cualquier otro momento, pero en este caso no causó preocupación en el jefe Gall -encargado de la defensa de los nativos en esa zona-. Este, por su parte, se limitó a organizar a sus guerreros para una defensa a ultranza. Sabía que podía resistir el primer envite con ellos, pero también era consciente de que los militares terminaría por romper la línea si no le enviaban refuerzos pronto.

En ese momento entró en acción Caballo Loco y su gran capacidad como líder militar. «Caballo Loco, astutamente, dejó un pequeño contingente encargado de seguir acosando a las tropas de Reno y Benteen, y con el resto acudió a toda prisa al encuentro de Custer», determina Hernández. La idea fue acertada. Reno y Benteen no pudieron hacer más que seguir dándose de bofetadas contra los nativos que les plantaban cara en la colina que defendían sin poder ayudar a Custer. Mientras la segunda y tercera columna del 7º de Caballería se entretenían con sus hombres, el líder indio corrió como una exhalación hacia el norte del campamento para unirse a las fuerzas de Gall y defender la zona de los jinetes. Todo ello, por cierto, gritando a cualquier hombre capaz de portar armas para que reforzase esa posición.

La última defensa
La defensa a ultranza planteada por el jefe Gall, reforzada todavía más por los combatientes llegados desde la colina, resistió sin problemas la primera carga de la columna del 7º de Caballería dirigida por Custer. La formada por un mayor número de jinetes y la que debía desbaratar su defensa. La suerte ya estaba echada, pero los norteamericanos -ilusos- todavía se veían con posibilidades de vencer si le ponían gónadas. Las esperanzas, en cambio, se apagaron en el momento exacto en el que observaron como Caballo Loco -junto a unos 1.200 guerreros- les rodeaba por su flanco derecho en un increíble movimiento estratégico. «Era un jefe muy respetado y todos los guerreros del campamento le siguieron en su valiente marcha hacia la batalla», explica Beil Magnum (superintendente del campo de batalla de Little Bighorn dentro del Servicio de Parques Nacionales de los Estados Unidos) en declaraciones recogidas en el libro «Grandes Batallas de la Historia».

Superados en un número de 15 a 1, los hombres del 7º de Caballería podían hacer dos cosas. La primera era correr para tratar de salvar la vida. Muchos lo intentaron, pero fueron aniquilados en su huida por los nativos. La otra era ponerle naso y, mediante sus carabinas Springfield y sus Colt, tratar de defender una posición hasta que llegasen refuerzos. Custer, que aunque ególatra no tenía un pelo de cobarde, se decidió por la segunda y -tras elevar alguna plegaria que otra para que sus compañeros llegasen pronto a su posición- ordenó al poco más de 100 hombres que aún quedaban con vida replegarse hacia una colina cercana para, desde allí, plantear la última defensa. Todos ellos, por cierto, pie en tierra y ya sin la ventaja que les ofrecía una buena montura. Allí, disparando casi a ciegas, obligados a recargar tiro a tiro sus fusiles, y agobiados por los fogonazos de los indios, trataron de salvar sus vidas.

Mientras, los hombres de Caballo Loco y Toro Sentado arrojaron sobre ellos toneladas de odio acumulado durante meses de persecución. «Imparables, todos unidos, no importaba qué guerrero estaba al lado, lo importante era atacar a los de uniforme azul, acercarse a los soldados», determina LaPointe. Además de ser más, estar bien armados y luchar por sus familias, los indios sabían que era solo cuestión de tiempo que los soldados del 7º de Caballería cayeran ante su empuje.

Esta situación se vio además beneficiada por los arcos que portaban la mayoría de los pieles rojas. «Si utilizas un rifle en algún momento es preciso sacar la cabeza para apuntar, y entonces te conviertes en un blanco. Con las flechas no pasa eso. Puedes dispararlas hacia arriba y, aunque tengas menos precisión, puedes seguir a cubierto de los disparos. Con una flecha se puede disparar desde una posición segura en cuclillas detrás de un macizo, una mata de hierbas o un pequeño montículo», determina, en este caso, Magnum.

La aniquilación del 7º de Caballería
En menos de media hora acabó todo. Después de tiros de fusil, combates cuerpo a cuerpo y flechas, los indios aniquilaron a toda la columna de Custer y, por descontado, al propio «Cabellos largos». El cómo vivió el oficial sus últimos momentos es, a día de hoy, un misterio. La leyenda le muestra disparando sus dos Colt en todas direcciones y animando a sus hombres a combatir. Así, hasta que fue asesinado (más de siete nativos se atribuyeron su muerte).

Tal y como recoge Hernández en su obra, un indio arapajoe explicó después que había visto a Custer en el suelo «apoyado en sus manos y rodillas, con una herida de bala en el costado. Le salía sangre de la boca a borbotones, mientras contaba tan solo con la protección de cuatro de sus hombres, miraba desafiante a los indios que le tenían rodeado». Esta fue, precisamente, la imagen que se dio del teniente coronel tras esta desastrosa contienda.

Sin embargo, otras fuentes como el teniente James Bradley (quien pudo ver en primera persona el cuerpo de Custer tras la batalla) afirman que «Cabellos largos» contaba con una herida de bala en la sien, lo que implica que pudo haberse suicidado para evitar que los nativos le torturasen. Fuera como fuese, la columna fue totalmente destruida. Solo escapó de la masacre un caballo llamado «Comanche», perteneciente al capitán Keogh.

Por su parte, los hombres de Reno y Benteen lograron resistir dos días más combatiendo al otro extremo del campo de batalla, el tiempo necesario para que llegasen refuerzos. Sin embargo, para entonces las tribus indias ya habían desmontado los tipis y habían puesto pies en polvorosa, pues sabían que poco podían hacer contra el grueso del ejército norteamericano.

Aunque las bajas no fueron excesivas para una campaña de tal magnitud (320 entre muertos -270- y heridos -50-) la escasa cantidad de indios aniquilados (unos 50) y la dimensión psicológica de la derrota hicieron que la contienda causase una profunda vergüenza al ejército norteamericano. Tampoco ayudaron las vejaciones que los nativos cometieron contra los cuerpos inertes de los soldados (a los que quitaron las cabelleras, acuchillaron hasta la saciedad, y un largo etc.). No en vano, el Congreso dictaminó en julio lo siguiente: «La resistencia no dará a los enemigos la victoria final. La sangre de nuestros soldados exigen qu ellos indios sean perseguidos... deben someterse a la autoridad de la nación».

Original, con video, en el siguiente enlace:
https://www.abc.es/historia/abci-ba...rminio-7-caballeria-201602090051_noticia.html
 
«La diligencia», donde Dios puso el Oeste
Máximo exponente de la relación amor-odio entre John Ford y John Wayne, «más torpe que un hipopótamo», el clásico del wéstern cumple 80 años
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Fotograma de «La diligencia», de John Ford
Lucía M. Cabanelas
Redactora
MadridSEGUIR
Actualizado 05/05/2019 a las 00:55

Visto sin perspectiva, John Ford puede parecer una persona de baja estatura, sentado siempre en la silla de director, con su pipa, un gorro y el parche en el ojo. Mirando a todo el mundo desde abajo, como el contrapicado que Orson Welles llevaría a su máxima expresión en «Ciudadano Kane», que solo pudo dirigir después de ver treinta veces «La diligencia», cuyo estreno cumple ocho décadas este 2019. Pero Ford no era bajito, como evidenciaron en el rodaje de la obra maestra del Oeste los indios navajos –que hacían de sus rivales apaches por un precio inferior al que cobraba cualquier extra de Hollywood– al bautizar al director como «Natani Nez», algo así como líder alto. Y también imponente, con un carácter acorde a un genio de su talla, capaz de hacer brillar el sol de un género cuyo horizonte ya prendía desvaído.

El director de Maine convirtió una película sin pretensiones en una magistral lección de cine, y aumentó el caché del wéstern. En la diligencia de Ford sonaban los disparos pero no había diferencia entre la tez de Claire Trevor y la de los pieles rojas. Pudo darle sonido al filme pero no color, porque el productor Walter Wagner le acortó el presupuesto, pero le bastó fijarse en un cuento de la revista Colliers («Stage to Lordsburg») que leía su hijo adolescente para recobrar, hace ahora ochenta años, el esplendor de ese género de vocación popular que no tocaba desde hacía más de una década.

La censura en el Oeste
La diligencia de Ford viajaba de un pueblo de Arizona a Nuevo México, y en ella cabían todo tipo de individuos, una microsociedad que reflejaba los males de los «buenos» y la bondad de los «malos». Para la historia queda ese don del cineasta para trastocar las normas genéricas del wéstern y su modélica presentación de personajes: desde el conductor al alguacil, un reverendo falso, un médico borracho, la embarazada esposa de un capitán de la caballería, un jugador, un desagradable banquero y una prost*t*ta que no era tal, pues la censura impidió pronunciar cualquier «referencia específica» al hecho de que lo fuera.

La diligencia no colgó el cartel de completo hasta que sonó un disparo de rifle y Buck exclamó: –«Ey, mira, es Ringo». Travelling avantimediante, se sube en la primera parada de esa diligencia que atraviesa el peligroso territorio apache el prófugo Ringo Kid, ese por entonces venido a menos John Wayne que, antes de convertirse en el máximo exponente del género, las pasó canutas a las órdenes de Ford, con el que terminó haciendo 24 películas. Aunque tenía claro que ese actor curtido en wésterns de serie B era su protagonista, hizo que cobrara 3.700 dólares, la mitad que Claire Trevor (la protagonista femenina), y cuando podía, le atizaba. Durante una prueba de cámara con Trevor, Ford agarró a Wayne por la barbilla y le sacudió. «¿Qué estás haciendo con tu boca?», le gritó. «¿Por qué mueves tanto la boca? ¿No sabes que en el cine no se actúa con la boca? ¡Se actúa con los ojos!».

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John Ford, en el rodaje de «La diligencia» -
No fueron las únicas calamidades que el actor de más de 1,90 metros tuvo que soportar del genio del parche durante el rodaje de «La diligencia»: «¿No sabes caminar? Eres tan torpe como un hipopótamo. Deja de arrastrar tu diálogo y muestra alguna expresión. Pareces un huevo escalfado» o «Estúpido bastardo, debería haber conseguido a Gary Cooper. ¿No puedes caminar como un hombre?». El también director de «El fugitivo» se entretuvo durante el rodaje corrigiendo cada mínimo detalle del intérprete, a veces con malas formas, pero no consiguió nunca una respuesta similar del actor, que mantuvo su entereza. «Estaba tan jodidamente enfadado que quería matarlo», se desahogó Wayne tiempo después.



«Ford, en su mejor momento, era como un padre, y en su peor era un monstruo». John Carradine


El resto del equipo, que conocía el temperamento de un cineasta que se rodeó para la ocasión de rostros familiares, esquivaba sus arrebatos. «Ford, en su mejor momento, era como un padre, y en su peor era un monstruo. Sentía que sus actores y equipo eran su familia, o más bien que le pertenecían», aseguró años después John Carradine, Hatfield en el filme. Ya lo advirtió Peter Bogdanovich en esas conversaciones con el genio del cine que convirtió en libro («John Ford», de la editorial Hatari Books): «Cuando el señor Ford te insultaba o atacaba, sabías que le gustabas». De hecho, el cineasta reconoció ante Louise Platt (Mrs. Lucy Mallory en la cinta) que Wayne sería «la estrella más grande de la historia porque es el perfecto hombre de calle». «Las simpatías de Ford han estado siempre con el forastero, con el desposeído», explica Bogdanovich. Andy Devine (Buck), por su parte, se rindió a la evidencia: «En algún momento querías matarlo. Pero, Dios, cómo le quería. Era un gran hombre».

En la primera gran conversación del filme, «Ford echa por tierra la teoría académica del salto de eje», cuenta Gerardo Sánchez en el libro que la editorial Notorious le dedica a este clásico del Oeste por su 80 aniversario. Y lo hace «con total naturalidad, y no una vez, sino muchas, como por otro lado han hecho siempre los grandes directores no academicistas». Un clásico irreverente. De este modo, el director consigue que el espectador preste atención a la acción y los diálogos, conformando lo que ya es marca de la casa Ford, hacer la cámara invisible.



Con la diligencia, John Ford revitalizó el wéstern, un género que empezaba a oler a viejo, a producto de saldo


Puestos a innovar, «La diligencia» de Ford no solo revitalizó un género que estaba de capa caída, al que Michael Curtiz, Cecil B. DeMille o Henry King intentaban insuflar algo de respeto y prestigio. Un género que empezaba a oler a viejo, a producto de saldo. Rompió, «incluyendo una historia de amor entre dos parias de la sociedad del Salvaje Oeste, con algunos de los defectos estereotipados que hasta ese momento habían llevado al wéstern a ser considerado en su esencia básica y primitiva un mero producto de entretenimiento al servicio de la acción y de unos personajes esquemáticos», escribe Marco da Costa, otro de los autores de libro homenaje «La diligencia» (Notorious Ediciones).

Pese al éxito de taquilla que supuso el primer wéstern sonoro de Ford, algunos críticos se quejaron de la duración del ataque/persecución (unos siete minutos y medio) y otros sobre por qué los apaches no disparaban a los caballos de la diligencia para detenerla. Como recuerda Vicente Díaz, «la respuesta de Ford, siempre pragmático, era que entonces se habría acabado la película».

John Ford mató más indios que «Custer, Beecher y Chivington juntos», pero en el fondo los adoraba. «Hay cosas peores que los apaches», la frase de la prost*t*ta a la que interpreta Trevor parece más una reflexión del propio director sobre los navajos que parte de un diálogo imprescindible de la película. En Monument Valley, corazón de la nueve películas del Oeste del director, Ford se había sentido abrumado: «Allí me siento en paz. He recorrido todo el mundo, pero creo que ese el el lugar más completo, bello y tranquilo que hay en la Tierra». Ese valle de los navajos (Tse’Bii’Ndzisgaii en su lengua) era el único sitio capaz de apaciguar al genio del parche y la pipa, que miraba a todos y gritaba órdenes desde abajo, sentado en su silla con el rojo de Monument Valley de fondo. «Es donde Dios puso el Oeste», dijo Wayne. Al menos, en el caso de «La diligencia» fue cierto.

https://www.abc.es/play/cine/notici...nde-dios-puso-oeste-201905050055_noticia.html
 
La fuerza de lo clásico
Las últimas décadas han traído consigo grandes cintas que beben de los grandes cinesastas de los años 50
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Cartel de la película «Comanchería»
Actualizado 11/05/2019 a las 00:56

El viejo y lejano Oeste está más cerca de las nuevas generaciones de lo que pudiera parecer. En las últimas décadas se han estrenado grandes títulos que beben de las fuentes que encontraron allá por los años 50 nombres como John Ford, John Huston o Fred Zinnemann. La nueva aproximación de Jacques Audiard, que se estrena hoy, es la última de una larga lista que logró reunir el aplauso del público y la crítica.

El digital ha sustituido al celuloide, pero el polvo del desierto y las balas se cuelan igual en las salas en títulos como «Comanchería» (2016), en la que Jeff Bridges y Chris Pine asaltaban a golpe de fusil los bancos del Oeste de Texas. Otro buen grupo de forajidos de Hollywood, encabezados por Brad Pitt, Casey Affleck, Sam Rockwell y Paul Schneider, protagonizaron la potente versión de «El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford» (2007). Porque en esta nueva ola del wéstern moderno hay más de una adaptación de las historias clásicas. Los hermanos Coen hicieron el remake de «Valor de ley» (2010), de nuevo con Jeff Bridges en el papel protagonista. También James Mangold probó su versión de «El tren de las 3:10»(2007), en esta ocasión con Russell Crowe en el papel que GlennFord levantó en 1957. Con peor suerte, el experto en cine de terror Gore Verbinski rediseñó el imaginario de «El llanero solitario» (2013) logrando que su protagonista, Johnny Depp, obtuviera una nominación a los premios Razzie por su mal papel. Tampoco funcionó el remake de «Los siete magníficos» (2016) de Antoine Fuqua.

Las ideas originales han corrido mejor suerte. «Appaloosa», en (2008), tiró de diálogos brillantes para convertirse «en la mejor película del género desde “Sin perdón”», en palabras del crítico de ABC Federico Marín. Hasta el propio Quentin Tarantino se ha atrevido con el wéstern en dos ocasiones, aunque siempre desde su perspectiva: «Django desencadenado» (2012) y «Los odiosos ocho» (2015). Pero el género es tan versátil como la imaginación alcance. Porque wéstern también son «Cowboys & Aliens» (2011), la cinta de animación «Rango» (2011) y hasta «El renacido» (2015). Por no olvidar «800 balas», de Álex de la Iglesia.

https://www.abc.es/play/cine/noticias/abci-fuerza-clasico-201905110056_noticia.html
 
Nunca debiste cruzar el Misissipi. Un western #LIJ al más puro estilo americano
Recomendaciones de Literatura Infantil y Juvenil
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Ilustraciones del libro 'Duelo al sol' de Manuel Marsol (Montaje creativo: Anna Belil)
ANTÒNIA JUSTÍCIA,

BARCELONA
17/05/2019 06:00
Actualizado a 17/05/2019 07:39

Uno de los principales recuerdos de infancia de la que firma esta sección eran los numerosos westerns que llenaban de tiros y flechas las sobremesas de los sábados y los domingos. Los recuerdo especialmente en blanco y negro, pero en algún momento debió de llegar el color. John Wayne, Clint Eastwood , Henry Fonda , Joan Crawford Tom Ford, Robert Mitchum....

‘Duelo al sol ’, del siempre genial ilustrador Manuel Marsol, me ha devuelto a esos años de niña. Como la película homónima protagonizada en 1953 por la guapísima Jennifer Jones y un jovencísimo Gregory Peck, este libro también se ha hecho por amor. Y es que Marsol es un apasionado del Lejano Oeste y este es su tributo.

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El ilustrador Manuel Marsol en Monument Valey, escenario real de un de sus dibujos (Archivo)
Así, un matojo rodante típico del desierto abre una secuencia de primerísmos planos como si de una película se tratara: la calavera de un búfalo inspeccionada por una víbora cuya cabeza asoma por el agujero de un ojo; los pies de un piel roja; la botas de un vaquero; una flecha, una pistola, ceños fruncidos, todo está a punto para el duelo sangriento. Pero ¡ay!, algo se interpone.

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Ilustración del libro 'Duelo al sol' de Manuel Marsol (Fulgencio Pimentel)
Divertido, inteligente, vivaz y un punto gamberro. Marsol nos plantea un duelo lleno de contratiempos que nunca llega a ejecutarse: un inoportuno pato, una nube caprichosa, un tren ruidoso, dos caballos amorosos, una víbora asesina, un bisonte sediento...

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Ilustración del libro 'Duelo al sol' de Manuel Marsol (Fulgencio Pimentel)
Una y otra vez comienza la secuencia: plano general, primerísimos planos, problema y vuelta a empezar... Pocas palabras le bastan a este genio del dibujo para enfrentar dos mundos y que nada salga como cabría esperar. No se pierdan el final, tras los créditos peliculeros.

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Ilustración del libro 'Duelo al sol' de Manuel Marsol (Fulgencio Pimentel)
‘Duelo al sol ’ es el último título en castellano del multipremiado Manuel Marsol, autor de joyas como ‘ La leyenda de don Fermín ’, obra galardonada con el Premio Internacional de Ilustración Feria de Bolonia 2017, donde el ilustrador, al más puro estilo de las leyendas castellanas, especula sobre la misteriosa desaparición de un caballero que un día salió a pasear con su caballo.

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Ilustraciones del libro 'La leyenda de Don Fermín' de Manuel Marsol (Montaje creativo: Anna Belil)
El autor de ‘ El tiempo del gigante ’ (2015), una de sus obras más celebradas que realizó junto a la autora Carmen Chica, es una oda a la contemplación, como también lo es ‘ Yokai ’ (2017) a la naturaleza y su poder transformador y evocador. Otra pequeña joya que también realizó a cuatro manos con Chica.

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Ilustraciones del libro 'Yokai' de Manuel Marsol (Montaje creativo: Anna Belil)
Y a la espera de traducción está ‘MVSEVM ’’, la última obra de Marsol de momento sólo disponible en inglés, una aventura pictórica donde la realidad y el arte intercambian sus roles. Según palabras del propio autor, un libro “homenaje a la pintura americana con un poco de surrealismo de Magritte y la atmósfera de Hitchcock, todo ello rodeado de reminiscencias de los ‘laberintos’ de Borges”, con un protagonista que nos recuerda al célebre pintor Edward Hopper.



https://www.lavanguardia.com/cultur...ratura-infantil-y-juvenil-western-libros.html
 
La verdadera historia de Gerónimo, el «granuja depravado» que detestaban hasta los indios
En «La tierra llora», Peter Cozzens realiza un preciso retrato del auténtico Gerónimo. «No era un buen hombre. Nunca oí nada bueno de él. La gente nunca dice que hizo cosas buenas», recoge sobre el testimonio de una hija del jefe chokonen Naiche, tan amigo como enemigo del vil apache

SeguirCÉSAR CERVERA@C_Cervera_M
Actualizado:22/02/2018 20:29hEl letal regimiento de negros que arrancaba a los indio las cabelleras

La cinematográfica figura de Gerónimo ha quedado vinculada a la del último apache en rendirse. Un grito de guerra, de los paracaidistas americanos, «¡Gerónimooo!», para recordar con romanticismo al alma libre del guerrero que luchó contra el ejército americano hasta que no le quedó aliento, ni escondite en México. Algo que cantar con admiración, sino fuera porque debajo de la leyenda había un ser humano despreciable, un hombre cuya violencia y alcoholismo hartaron incluso a los suyos.

En el reciente libro de Ediciones Desperta Ferro, «La tierra llora», Peter Cozzens realiza un preciso retrato del auténtico Gerónimo. «No era un buen hombre. Nunca oí nada bueno de él. La gente nunca dice que hizo cosas buenas», recoge sobre el testimonio de una hija del jefe chokonen Naiche, tan amigo como enemigo del vil apache. Al teniente Bourke, que por lo demás apreciaba a los apaches como exploradores fiables, diría de él que era «un granuja depravado al que me gustaría estrangular». Un sádico que disfrutaba matando y que, en cierta ocasión tras emborracharse, reprendió con tanta brutalidad a un sobrino suyo que el joven se suicidó.

Un inadaptado entre los suyos
Nacido en 1829, Gerónimo fue llamado en su nacimiento «Goyahkla», que significa «El que bosteza», de ahí que aceptara encantado el apelativo con el que le designaban los mexicanos, Jerome, para aumentar su ferocidad militar. Incluso quienes le detestaban creían firmemente que Gerónimo poseía atributos místicosque encasquillaban los rifles de sus enemigos y hacían inmune a las balas a cuantos cabalgaran junto a él. Un hombre «medicina», adivino y experto en hierbas y en curación que, como recuerda Cozzens, no luchó contra los pieles blancas por apego a su tierra como otros pieles rojas, sino para vengar la muerte en Sonora de su madre, de su primera esposa y de sus hijos a manos mexicanas en 1858.

Y, precisamente, esa es la principal diferencia entre Gerónimo y otros guerreros indios célebres como Toro Sentado o Caballo Loco: su campo de actuación estuvo orientado más a México, en torno a la Sierra Madre, que a territorio estadounidense. Su enemigo persistente fue el Ejército de México, como lo era para los apaches del sur los españoles antes de la independencia de las posesiones de ultramar de este imperio. Lo cual no quita que al final los estadounidenses se cansaran de sus correrías y le buscaran por todos los crímenes acumulados.

El 30 de septiembre de 1881 se produjo un incidente en San Carlos que cruzó su destino con el del hombre medicina y aumentó tanto sus partidarios como sus enemigos
La sociedad chiricahua, un grupo de indígenas apache que vivía en áreas del suroeste de Nuevo México y el sureste de Arizona, estaba dividida entre los que colaboraban con el Ejército americano –la mayoría– y los que se dedicaban a la tradicional vida depredadora de los indios, esto es, saquear, violar, robar ganado y luego esconderse en Sierra Madre. Gerónimo, destacado representante del segundo grupo, era considerado un paria por la mayoría de sus compatriotas y en la reserva de San Carlos contaba con pocos partidarios. No obstante, el 30 de septiembre de 1881 se produjo un incidente en esta reserva que le situó al frente de una inesperada revuelta. Ante el miedo a una supuesta operación para arrestar a los elementos más beligerantes de la reserva, 375 apaches, entre ellos 74 guerreros, escaparon de San Carlos y sembraron, con Gerónimo a la cabeza, el terror por donde pasaron.

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Gerónimo y sus últimos guerreros en su último año de lucha
Una vez instalados en Sierra Madre (México) buscaron un plan para «liberar» al resto de indios que habían quedado en San Carlos. Gerónimo propuso una expedición para sacar de allí a los descontentos, que eran una minoría, y robar de paso todo el ganado. El 16 de abril, el líder apache atacó el lugar al grito de «¡Cogedlos a todos! ¡Disparad a todo aquel que se niegue a venir con nostros!». Hasta el punto de que algunos de los 179 chihenes «liberados» que partieron con Gerónimo lo hicieron apuntados con rifles indios. Como señala Cozzens, los apaches llevaron así a cabo la más violenta razia de su historia, robando, quemando a mujeres, arrojando a niños blancos contra cactus y torturando a blancos y a indios sin hacer aprecio.

México no distingue prisioneros o secuestradores
La desgracia de los 179 chihenes cautivos se tornó en tragedia cuando el 29 de abril fueron atacados por el Ejército mexicano en una emboscada donde Gerónimo se preocupó únicamente por sus hombres. Sin distinguir que los chihenes estaban en contra de su voluntad, los mexicanos «mataron allí mismo a familias enteras, incapaces de defenderse». En lo que probablemente sea una anécdota apócrifa, se dice que el líder apache ordenó a las mujeres, antes de marcharse, que estrangularan a sus bebés para que sus gritos no estropearan su huida. En total murieron 68 indios y fueron capturadas y vendidas como esclavas 33 mujeres y niñas.

Escurridizo y traicionero, Gerónimo esquivó en los años siguientes a mexicanos, estadounidenses y cuantos cazarecompensas se cruzaron en su camino. En mayo de 1883, el Gobierno de EE.UU. ordenó realizar operaciones en México, sin la autorización de este país, para dar caza a la banda de saqueadores. Una interminable hilera de exploradores apaches se ofreció a unirse a la captura del infame Gerónimo. Cercado por el general americano Crook, el apache terminó por reconocer que sus poderes eran más fuertes que los suyos cuando su campamento recóndito en Sierra Madre apareció rodeado.

Crook prometió tratar como un amigo al líder apache si se rendía y le acompañaba a EE.UU. de forma pacífica; a lo que Gerónimo accedió temeroso de que los mexicanos vinieran por el mismo camino haciendo gala de métodos más agresivos. Con las raciones disminuyendo y sin capacidad de hacer tantos prisioneros, a Crook no le quedó más remedio que confiar en la palabra del caudillo apache y replegarse.

En el Congreso llevó a debatirse si no era Crook el que había sido capturado y no al revés
Sí, era cierto que los mexicanos estaban cerca. En enero de 1883, los mexicanos sorprendieron a uno de los lugartenientes de Gerónimo en su campamento de invierno de Sierra Morena. Murieron 14 hombres y numerosas mujeres fueron capturadas, entre ellas una esposa de Gerónimo. Otra cosa es que fuera a cumplir su promesa de entregarse a EE.UU. mientras pudiera esquivar a los mexicanos, cada vez más diestro en la batalla con los indios. Crook esperó, y esperó durante meses… En el Congreso llevó a debatirse si no era Crook el que había sido capturado y no al revés. No fue hasta finales de 1883 cuando Gerónimo, sin escapatoria en México, apareció por sorpresa en San Carlos.

Durante un tiempo permaneció alcoholizado y causando incidentes menores en la reserva. Solo cuando se cansó de aquella vida y de las prohibiciones del Gran Padre blanco organizó una nueva revuelta, a la que se unió solo un 3 por ciento de los indios de la reserva, y puso dirección a México. Claro está, que segundas partes nunca han sido buena, salvo por Terminator 2, la Segunda parte del Padrino o Aliens. La nueva, y desastrosa, aventura de Gerónimo en Sierra Madre fue la prueba de sangre de que el tiempo en el que los apaches habían cruzado, impunemente, una y otra vez, la frontera estaba llegando a su fin.

Sin escapatoria, sin palabra
Sorprendido esta vez en el sobrecogedor paisaje del Espinazo del Diablo por otra incursión ilegal de los estadounidenses, Jerónimo y sus lugartenientes prometieron verse con Crook en la frontera. Contra todo pronóstico, el 25 de marzo de 1886 fueron fieles a la cita, aunque lo hicieron borrachos por completo y muy nerviosos. El general permaneció con gesto pétreo ante la inesperada verborrea del apache. Se limitó a lanzar un ultimátum: o se rendían o les mataría aunque «le llevara 50 años». «Me entrego. Una vez fui como el viento. Ahora me entrego ante ti, y eso es todo», terminó pronunciando Jerónimo para escenificar lo que se suponía el final de su vida como saqueador.

Bonitas palabras, pero falsas. El miedo a que el Gobierno no se conformara con llevar a Jerónimo a una reserva, tal vez prefiriendo mejor ponerle grilletes o incluso una horca, condujo al apache a una última cabalgada de saqueo antes de rendirse definitivamente en el verano de 1886.

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Fotografía de Gerónimo en sus últimos años de vida
Si al final Jerónimo se entregó al ejército fue porque no tenía escapatoria ya y porque su propio pueblo le había dado varias veces la espalda por su brutalidad. Como apuntó Crook, para entonces relevado del mando en el sudoeste, « la rendición final de Gerónimo y su reducido grupo se consiguió solo gracias a los chiricahuas que permanecieron fieles al Gobierno». Un pueblo que fue recompensado, más bien castigado, con sucesivos cambios en la ubicación de su reserva.

Todavía viviría 23 años más Gerónimo después de su rendición, reasentado en Fort Sill, Oklahoma, como un pacífico granjero. De este periodo procede su mitificación, cuando empezó a asistir como una celebridad a ferias y festivales dedicados al Viejo Oeste. En 1905, participó en el desfile inaugural del presidente Theodore Roosevelty dictó su autobiografía en términos exagerados y casi legendarios. Además se convirtió al cristianismo, aunque no renunció a sus creencias apaches.

Pereció en febrero de 1909 cuando cayó del caballo, completamente borracho, junto a un arroyo de Lawton, Oklahoma, y pasó la noche helada sumergido en el agua. Días después fallecería a causa de una pulmonía.

https://www.abc.es/historia/abci-ve...staban-hasta-indios-201802220206_noticia.html
 
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Las aventuras de Jeremiah Johnson / Jeremiah Johnson / Sydney Pollack, EE.UU., 1972 / 107'

Después de desertar de la guerra entre Estados Unidos y México y hastiado de la civilización, el soldado Jeremías Johnson decide dejarlo todo y establecerse en las inhóspitas Montañas Rocosas. Se establece en un territorio dominado por los violentos indios Crow, donde, con la ayuda de un viejo trampero, aprenderá a sobrevivir en durísimas condiciones.

 
Quentin Tarantino, John Carpenter, Howard Hawks y la eterna reencarnación del bicho.
publicado por Iker Zabala

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Quentin Tarantino durante el rodaje de The Hateful Eight, 2015. Fotografía: Double Feature / FilmColony

Esto es una obviedad y le sonará de algo, pero lo repetimos por si acaso: las cosas lógicas y previsibles tienden a ser anodinas por parecerse unas a otras, pero las incomprensibles lo son cada una a su manera. Llevan implícitos además cierto desconsuelo y un sentimiento de impotencia, pero también de sorpresa, por lo que no vienen mal para empezar un artículo. Venga aquí entonces un dato incomprensible: la banda sonora de The Hateful Eight (Los odiosos ocho) es la única de más de quinientas compuestas por Ennio Morricone que ha merecido un Óscar, reconocimiento tardío en extremo que a punto estuvo de no llegar jamás.

El anciano maestro italiano, un genio educadísimo de una sencillez y humildad no mucho más comprensibles, pasó por los pelos la normativa de la Academia, sobre todo, la que se refiere a que el trabajo haya sido creado específicamente para la película en cuestión. Hablamos además de una partitura compuesta rápidamente y surgida de un problema de agenda, pues nace casi por accidente de una visita de cortesía (pleitesía, más bien) de Quentin Tarantino a la casa romana de su ídolo que no empezó nada bien: Morricone estaba trabajando en otra película y no podía entregar una banda sonora completa en un mes, como le pedía el director. Sin embargo, la lectura del guion de The Hateful Eight le había inspirado al compositor una melodía. También una idea que propuso entonces para deleite del cineasta: Morricone entregaría en dos semanas unos minutos de música basados en esa melodía, y no una partitura completa, pero Tarantino podría construir toda la banda sonora necesaria a partir de los descartes de la música que Morricone compuso para La Cosa en 1982, y que John Carpenter no incluyó en el montaje final.

Al leer el guion de The Hateful Eight, Morricone fue seguramente uno de los primeros en darse cuenta de que esa nieve perpetua, ese Kurt Russell repartiendo de lo suyo, esos personajes aislados, encerrados y entretenidos en un whodunit continuo, ese pandemónium sangriento y esa escena final eran una reformulación del peliculón de Carpenter, con justicia uno de los mil y pico filmes predilectos de Quentin Tarantino. Pero es precisamente ese carácter claustrofóbico lo que provocó una reacción más bien tibia al filme el año pasado, creo yo. O, más en concreto, ese convertir una película publicitada como el retorno de los 70 mm, de la experiencia panorámica de las grandes praderas del Oeste y demás, en un inesperado y largo juego a lo Agatha Christie, casi teatral y entre cuatro paredes, fue seguramente lo que hizo de The Hateful Eight la película de Tarantino con peor recepción desde Death Proof. Y es una pena, porque me parece que la cosa esta del cine va mucho de películas como The Hateful Eight, para mí el eslabón que faltaba para cerrar el círculo infinito del wéstern clásico (con Howard Hawks a la cabeza), el wéstern desmitificado (el spaghetti de Sergio Leone, Morricone mediante) y el guiño al wéstern clásico pasado por el filtro del wéstern desmitificado (La Cosa de John Carpenter, ese remake no de una, sino de dos películas de Howard Hawks con música de Morricone).

Porque la cosa esta del cine va mucho de chalados entrañables que se vacían rodando otra vez, con pasión enfermiza, las películas con las que vibraron cuando eran unos chavales. Lo hace Tarantino ahora con el clásico de Carpenter como lo hizo Carpenter en 1982, pues como se sabe La Cosa es un remake de El enigma de otro mundo(Christian Nyby, 1951), esa encantadora película de terror de la que Howard Hawks fue como mínimo codirector sin acreditar. En realidad, todo el corpus carpenteriano es una reformulación de género de varias claves y señas de identidad hawksianas, empezando por el lugar cerrado, bastión del bien y de la justicia y asediado por el mal en diferentes formas, sin el que no existiría La Cosa (tampoco Asalto a la comisaría del distrito 13 o El príncipe de las tinieblas) y que tiene su origen en otra película de Hawks, esa con la que un niño de once años llamado John Carpenter decidió que el cine, y más específicamente el wéstern, era lo suyo: Río Bravo (1959), el relato de un asedio en el que ganan los buenos y un despliegue de dos horas y media de amistad, camaradería, heroísmo y gracia a cargo de John Wayne, Angie Dickinson, Dean Martin, Ricky Nelson y Walter Brennan.

Carpenter decidió que lo suyo era el wéstern y lo suyo era Hawks, y solo el presupuesto y el gusto del momento le llevaron al género de terror, que aderezó con tintes de cine del Oeste y del cine de Hawks en general. Por eso filmó el vecindario de clase media de La noche de Halloween con la altura de cámara y la luz de cuando cae la noche en los pueblos de frontera y suena la pianola en el saloon, o llamó The Duke al villano de la memorable 1997: rescate en Nueva York. También llenó sus películas de miedo con ecos de los muchos otros géneros que Hawks dominó con maestría, contratando a una actriz debutante para que hiciera básicamente de Lauren Bacall en Asalto a la comisaría del distrito 13, por ejemplo; o llenando sus películas de antihéroes bogartianos de serie B con el mismo gusto por el discurso sentencioso. Yo veo ecos de Bogart en la memorable carta de presentación del protagonista de Están vivos, ya sabe: «He venido aquí a mascar chicle y a patear culos, y se me ha acabado el chicle».

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La cosa (1982). Imagen: Universal Pictures / Turman-Foster Company.
La cosa esta del cine va mucho también de cineastas que buscan y encuentran su inspiración y su alma gemela no ya entre los tótems del pasado, sino entre sus contemporáneos. Tarantino y Rodríguez, Berlanga y Azcona, Fellini y Flaiano. También Carpenter y Dario Argento: basta comparar el celebérrimo tema principal de La noche de Halloween con los que Goblin creó para Profondo Rosso y Suspiria, de Argento. Esto no es copiar: es hallarse en el otro, el summum de la empatía, si quiere. Y cualquier director con un mínimo de sensibilidad, con poquísimas excepciones, cae en ello. En Profondo Rosso, de hecho, yo creo que Argento evoca la screwball comedy y al Howard Hawks de La fiera de mi niña en lo que se refiere a la simpática humillación continua del protagonista a cargo de la heroína de la función.

Pero estamos liando esto un poco, así que encontremos el camino de vuelta hacia Morricone y Tarantino, que por ahí íbamos. Es fácil, porque la cosa esta del cine va mucho de vasos comunicantes: Dario Argento es otro que sabe que hacer películas consiste a veces en aprenderlo todo del viejo cine del Oeste para lanzarse después a otros géneros. Uno de sus primeros trabajos fue, de hecho, el de coguionista de Hasta que llegó su hora nada menos, ese personalísimo popurrí de varios wésterns a cargo de Sergio Leone con magistral banda sonora de (hemos vuelto, casi) Ennio Morricone. Hay una anécdota muy curiosa a cuenta del primer encuentro creativo entre el maestro delspaghetti western y su músico fetiche. Morricone acababa de empezar a componer bandas sonoras cuando supo que Leone buscaba músico para Por un puñado de dólares (1964). El compositor andaba muy apurado de dinero, buscaba un trabajo a toda costa y se presentó ante el director con dos cosas bajo el brazo: su última banda sonora (Duello nel Texas, uno de los primeros wésterns alla italiana) y un retrato infantil de ambos para recordarle al director, por si servía de algo, que habían sido compañeros de clase de primaria. Al parecer Leone no entró mucho en el juego nostálgico-emocional, se concentró en escuchar la banda sonora de Duello nel Texas y le pareció horrible. Sentenció: «Es la versión cutre de Dimitri Tiomkin» (É un Tiomkin dei poveri, en italiano). Morricone logró finalmente el trabajo tras presentarse más tarde con otra cosa, hoy legendaria, pero a lo que nos interesa: Tiomkin es, como se sabe, uno de los grandes músicos del wéstern, y en aquellos primeros años sesenta una de sus bandas sonoras más populares era, por supuesto, la de Río Bravo, con canciones cantadas por Dean Martin y Ricky Nelson. Ya ve que Río Bravo es una película que tuvo su importancia.

De hecho, vamos a partir del filme de Hawks una vez más para volver, esta vez del todo, a Quentin Tarantino, pues hay un camino directo de retorno: en el Festival de Cannes de 2007 Tarantino presentó un pase especial de Río Bravo contando su experiencia personal con la película, que no es baladí: que el director debe su educación sentimental al cine es una obviedad. Que creció sin padre y Río Bravo fue la película a partir de la cual elaboró toda su percepción sobre la masculinidad, hasta el punto de valerse de Howard Hawks y sus personajes para reemplazar a su figura paterna ausente, no lo es tanto.

Si es usted de los que explica el curioso carácter de Quentin Tarantino como el conjunto de secuelas inevitables de una vida dedicada a ver kilómetros de celuloide de gusto variable, sepa que Río Bravo, pese a su apariencia de entretenimiento inocente y a no tener la sangre, catanas, desmembramientos y decapitaciones tan del gusto del director, también tiene su propio lado corruptor, oscuro, oscurísimo, pues nació de lo peor de la más vergonzosa época de Hollywood, la de la caza intransigente y liberticida de comunistas entre los escritores de la industria. Decíamos que la cosa esta del cine va de inspirarse en lo que hacen los demás, para bien y para mal. Pues bien, Río Bravo fue la respuesta enfurecida de Howard Hawks y John Wayne a una película que detestaban: Solo ante el peligro, el wéstern inmortal de Gary Cooper, una de las muchas y brillantes alegorías de la época del temor de Hollywood y de la ciudadanía en general a defender la libertad de expresión ante la asfixiante caza de brujas. Pero a Hawks y Wayne les parecía una película antipatriótica, inmoral. Para nenazas, vamos. De hecho, Wayne, a la sazón presidente por entonces de la Alianza Cinematográfica por la Preservación de los Ideales Americanos, no vio con muy malos ojos que el guionista de Solo ante el peligro tuviera que exiliarse del país tras testificar ante el nefasto Comité de Actividades Antiamericanas, pero esa es otra historia. Río Bravo fue su respuesta de presunta rectitud moral, patriótica y conservadora, y una obra cuya influencia llega por ahora hasta The Hateful Eight, una película con la que a Wayne se le quedaría la misma cara que a Bruce Dern cuando Samuel L. Jackson le desvela cierta historia con su hijo. La cosa esta del cine tiene, también, estas cosas.

Sea como fuere, Tarantino extrajo de Río Bravo varias lecciones de vida, pero la verdad es que, intransigencias aparte, el wéstern de Hawks y Wayne las tiene a patadas. A mí me parece, de hecho, que la más conseguida relación entre dos personajes de toda la filmografía de Tarantino es la madura pero efervescente, romántica pero realista, inteligente y sensible que establece entre Pam Grier y Robert Forster en esa película deslumbrante que es Jackie Brown. Y me parece que nace del niño Tarantino que asistió asombrado al encantador flirteo entre John Wayne y Angie Dickinson en Río Bravo.

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Howard Hawks, John Wayne y Angie Dickinson durante el rodaje de Río Bravo, 1959. Fotografía: Warner Bros. / Armada Productions.
Porque a los de mi generación nos llevan diciendo años que el cine del Oeste está muerto, pero la verdad es que empieza a parecer un chiste malo. La cosa esta del cine sigue yendo, mucho, sobre el wéstern, que parece el teletexto de los géneros cinematográficos. Y es gracias al trabajo de directores como Tarantino que a las películas de vaqueros les quedan más mutaciones que al bicho de La Cosa. Porque se siguen haciendo wésterns declarados, pero también varios encubiertos bajo filmes que parecen a simple vista comedias o cine de acción, pero que son pelis de vaqueros de toda la vida, y que funcionan para el público que no quiere ver un clásico ni a patadas como la medicina que se da a los niños jugando al avioncito. Hay que suministrarla con disimulo, bajo otra apariencia, pero es buena para ellos, porque es buena para todo el mundo.

De hecho, la poco entusiasta reacción popular que yo percibí el año pasado hacia The Hateful Eight me sorprendió doblemente porque Django desencadenado, el primer wéstern puro de Tarantino, sí fue acogido con los merecidos honores. Hay quien opina que son los elementos más extravagantes de la última propuesta de Tarantino (esa historia que Samuel L. Jackson le cuenta a Bruce Dern, un larguísimo flashback hacia el final no muy necesario para la trama, un personaje, el de Jennifer Jason Leigh, torturado hasta el extremo de principio a fin) los que han descolocado a la audiencia, pero no sé: criticarle a Tarantino a estas alturas la provocación y la excentricidad es como negarle a James Bond el martini con vodka y el Aston Martin, creo yo.

Que una película rodada en 70 mm transcurra mayormente en interiores tampoco me basta para explicar la desilusión del público, porque The Hateful Eight es también un formidable trabajo de dirección. Yo conozco pocas películas que conviertan ese concepto teórico, tan de crítico leído, de «puesta en escena» en una realidad palpable y descriptible por cualquier espectador. El filme concluye además, a modo de fin de fiesta, con la lectura de una falsa carta de Abraham Lincoln que funciona como descacharrante revisión del Print the Legend fordiano, nada menos.

Y, aunque la cosa esta del cine va mucho de referencias a lo ajeno, también se nutre de homenajes a lo propio. Howard Hawks, sin ir más lejos, filmó Río Bravo otras dos veces (El Dorado y Río Lobo) y hay quien dice que Tarantino ha vuelto aquí a rodar Reservoir Dogs solo por darse el gusto de poner a Tim Roth a desangrarse por el suelo, por los viejos tiempos. The Hateful Eight es pródiga en guiños de este tipo, pero también trae nuevos miembros ilustres al gigantesco panteón tarantiniano de personajes memorables (Señor Rubio, Vincent Vega, Jules Winnfield, Beatrix Kiddo, Aldo Raine, Calvin Candie y subiendo). Pero para mí es sobre todo una película en la que respira, de Hawks, Ford y Carpenter a Argento, Leone y hasta Polanski, buena parte del cine que me gusta.

Porque la cosa esta del cine es un bicho que se te mete dentro sin darte cuenta y ya no hay quien lo saque. Sobre todo cuando entras en la sala y lo que se te viene encima, te asalta y te explota por dentro es una Cosa, con mayúscula, como The Hateful Eight: una ventana directa y abierta durante tres horas al lago de tu memoria sentimental de espectador. Un cinéfilo no le puede pedir mucho más a una película, la verdad.

https://www.jotdown.es/2019/07/quen...rd-hawks-y-la-eterna-reencarnacion-del-bicho/
 
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Álvarez Kelly / Edward Dmytryk / 1966 / USA / 116' / William Holden. Richard Widmark, Janice Rule

Alvarez Kelly es un ganadero mexicano que aprovecha la Guerra de Secesión (1861-1865) para ganar dinero. Es contratado por el ejército de la Unión para transportar 2.000 cabezas de ganado desde México a Virginia, pero, en el camino, el rebaño de Kelly es interceptado por un coronel confederado que quiere apoderarse de las reses para alimentar a sus hambrientas tropas.


 
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