El sueño de un derechófilo

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A la diestra
Ateanoche soñé que oía el timbre de mi keli. Me asomé por la ventana de la cocina y mis ojos azules se toparon con tres chorbos trajeados a la manera de los conocidos mormones usakas que tanto gustan de darle la brasa a la peña de forma indiscriminada. Reparé mejor en ellos y distinguí con indudable claridad a Elrrojón, a Moneydero y a Poniteil. Les dejé entrar. Agasajáronme con unos folletos como los que acostumbran a repartir los testigos de Jeová. Una vez que los cuatro nos encontrábamos en la salita, los tres mencionados indeseables, con acento inglés, comenzaron a largar y a largar sus bazofias por esa laringe, pero a medida que largaban, sus napias se alargaban, aunque yo crecía mientras ellos tres disminuían de tamaño. Yo rondaba ya los dos metros de estatura al tiempo que ellos debían de andar por debajo del metro quince y sus napias por los quince cm. "Estos tipos no me llegan a la altura de los talones: ni moral, ni intelectualmente, y cuanto más parlotean, más se pone de manifiesto", razoné. Poniteil salió de entonces con la insustancial petenera milonguera de que le molaba en cantidades industriales el rugby. "¿Pero tú no te declaraste siempre como arduo entusiasta del baloncesto?", le inquirí. Me aclaró que depende, que a ratos sí y a ratos no; según soplara el viento, en definitiva. Habida cuenta de que se me comenzaban a hinchar los güevazos como consecuencia directa de las cantinfleras peroratas de mis invitados, los agarré por los pelos y los bajé por la fuerza hasta el portal. "¡PONED EL CULO!", les grité con incontestable autoridad, y abrí la puerta de salida. Entonces se dirigieron al umbral y adoptaron la postura del caganet, mirando hacia la calle en fila noíndia. El honor de la primera patada mía en el culo se lo llevó Poniteil, el cual empezó a subir por el aire convertido en un balón de rugby, después comenzó a caer al tiempo que transmutaba en Jamti Danti, para finalizar, convertido en huevo estrellado, estampándose en la carretera que atraviesa mi barrio. Igual suerte corrió Moneydero, y, por último, Elrrojón. Como ocurre siempre en estos casos, empezaron a llegar fuerzas institucionales en plan serie de teúve yanqui: policía de Los Ángeles (to serve and protect), bomberos de Chicago, paramédics de Chicago, Ceseíes. Al final se los comieron con patatas fritas.
 
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No sé por qué no se puede editar un mensaje una vez transcurridos más de diez minutos desde su primera publicación. A veces se comenten errores ortográficos o de otro tipo de los que uno no se da cuenta hasta que pasan bastante más de diez minutos.
 
Ateanoche soñé que oía el timbre de mi keli. Me asomé por la ventana de la cocina y mis ojos azules se toparon con tres chorbos trajeados a la manera de los conocidos mormones usakas que tanto gustan de darle la brasa a la peña de forma indiscriminada. Reparé mejor en ellos y distinguí con indudable claridad a Elrrojón, a Moneydero y a Poniteil. Les dejé entrar. Agasajáronme con folletos como los que acostumbran a repartir los testigos de Jeová. Una vez que los cuatro nos encontrábamos en la salita, los tres mencionados indeseables, con acento inglés, procedieron a largar y a largar sus bazofias por esa boquita, pero a medida que largaban, sus napias se alargaban, aunque yo crecía mientras ellos tres disminuían de tamaño. Yo rondaba ya los dos metros de estatura al tiempo que ellos debían de andar por debajo del metro quince y sus napias por los quince cm. "Estos tipos no me llegan a la altura de los talones: ni moral, ni intelectualmente, y cuanto más parlotean, más se pone de manifiesto", razoné. Poniteil me salió entonces sin venir a cuento con la insustancial petenera milonguera de que le molaba en cantidades industriales el rugby. "¿Pero tú no te declaraste siempre como arduo entusiasta del baloncesto?", le inquirí. Me aclaró que depende, que a ratos sí y a ratos no; según soplara el viento, en definitiva. Habida cuenta de que ya se me hinchaban los güevazos los pobres como consecuencia directa de las cantinfleras peroratas de mis invitados, agarré a éstos por los pelos y los bajé por la fuerza hasta el portal. "¡PONED EL CULO!", les grité con incontestable autoridad, y abrí la puerta de salida. Entonces se dirigieron al umbral y adoptaron la postura del caganet, mirando hacia la calle en fila noíndia. El honor de la primera patada mía en el culo se lo llevó Poniteil, el cual empezó a subir por el aire convertido en un balón de rugby, después comenzó a caer al tiempo que transmutaba en Janti Danti, para finalizar, convertido en huevo estrellado, estampándose en la carretera que atraviesa mi barrio. Igual suerte corrió Moneydero, y, por último, Elrrojón. Como ocurre siempre en estos casos, pronto llegaron fuerzas institucionales en plan serie de teúve yanqui: policía de Los Ángeles (to serve and protect), bomberos de Chicago, paramédics de Chicago, Ceseíes. Pero les dio la gusa y se jalaron a los tres con patatas fritas. Y yo preocupao.
 

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