El Ojo Cinéfilo

El incomprendido Monsieur Hulot

publicado por Arturo Lezcano

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Jacques Tati en Mon oncle, 1958. Fotografía: Cordon Press


Viste gorro, gabardina por encima de un traje de pantalón encogido, calcetines de rayas y zapato lancha. Le cuelga un paraguas, tiene andares desgarbados y fuma en pipa. Se llama Monsieur Hulot y es un señor francés tímido, casi mudo, amable, respetuoso y bienintencionado pero malhadado, que encara todo tipo de situaciones inopinadas y con ellas crea, involuntariamente, un festival de gags en las películas de Jacques Tati, director y actor que a su vez interpreta a Hulot. Tati ha pasado a la historia del cine francés —y mundial— como uno de sus grandes cómicos, pero un repaso a sus películas lleva su figura más allá de la carcajada, y permite brindarle atención a lo que queda tras la risa. A lo que narra y lo que deja a la libre interpretación. A lo que describe y lo que critica. Y, por supuesto, a todo lo que parodia. Ahí sí, a través del gag y su personaje vertebrador. Es el cine de Tati, conocido por su maestría cómica heredada —en parte— del cine mudo y la comedia física, una oda a las cuitas del anónimo frente a una sociedad que muta y que lo deja fuera de foco. Un individuo extemporáneo, un superviviente frente a un mundo del que no forma parte y que es representado por Monsieur Hulot.

Nacido cerca de París en 1907, Tati, cuyo verdadero apellido era Tatischeff, apocopado en tiempos de entreguerras —es nieto de militar aristócrata ruso, hijo de francorruso y francoholandesa—, se aficiona pronto a la interpretación. Lo hará en el music hall, luego en cortometrajes. Ya ha traspasado la treintena cuando empieza a escribir guiones y no es hasta los cuarenta cuando se estrena como director de cortos. En el medio, la historia: Segunda Guerra Mundial, ocupación, liberación, posguerra. Y entonces llega su primer largo. Es 1949. Jour de fête tiene como protagonista a un cartero, François, durante un día de fiesta, ya lo dice el título original, en un pueblo del valle del Loira. A través de gags relata una historia en la que el costumbrismo ejerce de cincel con el que va esculpiendo su imagen de sociedad, vislumbrando, muy a lo lejos aún, lo que vendrá en siguientes filmes. A pesar de no compartir estilo ni características con el posterior Monsieur Hulot, François sí coincide en algo que marca la trayectoria de Tati: el personaje forma parte del pueblo, pero no es valorado. A veces, incluso, es burlado, como hacen sus vecinos después de ver en el cine una película sobre el correo en Estados Unidos. Ahí aparece también uno de los mensajes recurrentes, la crítica —descacharrante— al progreso entendido como el american way of life.

Tati posee una filmografía corta, pero con enjundia como para llenar tres enciclopedias. Y he ahí su principal baza: concentra su talento en seis largos, sobre los que se posan múltiples lecturas a pesar de su blanca apariencia. Ocurre en la primera de las películas en las que el protagonista es nuestro personaje, Las vacaciones de Monsieur Hulot (1953). Jamás sabremos su nombre de pila, y solo en la última película lo veremos trabajando. Es, simplemente, un individuo sin más, que en este caso acude a un pueblo costero de la Bretaña, zona de veraneo de la burguesía parisina en la época, y pasa a formar parte del fresco que pinta Tati. Ya todo es reconocible en su cine, principalmente el uso del plano general para narrar, la utilización de actores desconocidos o amateurs y un singular uso del sonido, en el que mezcla diálogos inaudibles en su mayoría —muchas veces un runrún de salón—, los sonidos naturales y la música, que a veces forma parte de la narración y a veces no, pero ya queda inscrita como parte fundamental de la historia. Básicamente en tres escenarios, la playa, el hotel a pie de arenal y su comedor, Tati deja una cámara casi fija por la que van pasando los personajes y sus quehaceres cotidianos vacacionales: la tumbona, el baño de mar, la comida, las partidas de cartas. Casi siempre todos juntos, a bloque, otra distinción de su cine. Y en el medio, Hulot, que llega en un coche que se cae a pedazos —contraposición a la modernidad— y se mete en el papel de antihéroe que trata de caer bien pero solo provoca desastres según pisa el suelo o abre una puerta. En el ambiente coral en el que se repiten los días aparece, ya ahí, el jazz, adelantado a su tiempo en el cine francés y nunca suficientemente ponderado. Porque a estas alturas la crítica, que es positiva, se limita a nutrir su análisis de comparaciones obvias: Tati bebe del mundo del slapstick, de Max Linder y de los grandes del cine silente norteamericano. A veces, con argumentos algo peregrinos: que si el nombre Hulot viene de Charlot, que si los calcetines de rayas también los llevaba Buster Keaton, que si el personaje del hombre corriente y moliente remite a Harold Lloyd.

Pasarán cinco años hasta que Tati estrene Mon oncle (1958), éxito comercial y de crítica, con el que logra, a través de la modernidad estilística, desatar las fibras de la posmodernidad. En la película plantea la dicotomía de las dos Francias: la que sale de la guerra, palpable en el barrio donde vive Monsieur Hulot, con casas en ruinas, mercadillos, gritos de frutero y niños —siempre niños— corriendo por solares urbanos, y la de la zona residencial donde vive la hermana de Hulot, casada con el director de una fábrica de plásticos. Desde los mismos créditos queda claro el juego: entre el ruido de taladro y obra y la música de jazz, varios perros callejeros recorren el tránsito de un mundo a otro, del callejón lleno de bidones de basura a la calle recién asfaltada, con la farola moderna y los bloques de edificios impersonales, grises como los semáforos y cualquier otro resto de mobiliario urbano. Los perros llegan finalmente al portalón de la casa ultramoderna, Ville Arpel, a la que Tati convierte en un personaje más a la vez que inaugura su fijación por la arquitectura y el interiorismo. Allí, desde ventanas que parecen ojos, observa el matrimonio de mediana edad —y con pintas nada modernas—, mientras su hijo, Gérard, se prepara para ir al colegio. Lo llevará su padre, que sale de casa a una suerte de ciudad chaplinesca de Tiempos modernos, pero en los albores de la Quinta República Francesa.

Los coches, otra obsesión de Tati, circulan lentamente hacia las fábricas. Curiosamente, coches de factura norteamericana. La cámara se vuelve al barrio humilde para trazar de nuevo la pincelada costumbrista, allí donde vive Hulot. Como en la anterior película, el desgarbado personaje avanza con buenas intenciones, pero deja a cada paso un gag más hilarante. También, claro, cuando llega a casa de su hermana para ver a su sobrino al salir del colegio. De ahí Mon oncle, el tío que todos querríamos tener, como se verá enseguida cuando Hulot lo arranque, sin que los padres se enteren, de ese mundo plastificado para llevárselo a la infancia real del barrio. Hulot prefiere su buhardilla al barrio próspero de su hermana, pero no deja de acudir a la casa que se convertirá en decorado de sus desventuras. En esta película se introduce la crítica mordaz a la tecnología como sinónimo de progreso, un mundo automatizado más aparente que útil, que en realidad no sirve de nada. Y que, además, funciona mal. En el centro de un jardín cortado a peine y tijera se levanta una fuente en forma de pez de cuya boca sale un chorro que se activa por un cuadro de mandos cuando llega un invitado, símbolo de un mundo fatuo. Una cocina que se adelanta quince años a la que muestra Woody Allen en El dormilón, una arquitectura a lo Niemeyer o Frank Lloyd Wright, un mobiliario a lo Mies van der Rohe, unos colores al más puro pop. Enseguida se suceden los largos planos secuencia en los que, de nuevo, se alternan las fuentes sonoras, y, aunque hay muchos más diálogos que en films anteriores, Hulot permanece casi silente y los gags juegan con el mudo. Apenas un chiste con diálogo, muy significativo: una invitada regala flores a la anfitriona. Esta las huele y la obsequiante dice, ufana: «Son de plástico, así duran más». «Sí», dice la obsequiada acercando la nariz como si fueran madreselvas, «huelen a caucho». Y tan felices.

Si Mon oncle fue abrazada por todos, el siguiente film alcanza el culmen del cine tatiano, pero al mismo tiempo deja a su autor arruinado por el batacazo comercial. Y también, en parte, tocado de autoestima pese a ser, a juicio de la mayoría de críticos, su obra maestra indiscutible. La tituló Playtime (1967) y en ella sublima todo lo visto hasta ahora. De forma casi coreográfica, redondea su confusión en aquella era tecnológica y sus derivaciones. Aunque permanece Monsieur Hulot, esta vez es más hilo conductor que estrella. De hecho, Tati le da universalidad al humor hulotiano: todo el mundo puede ser objeto de gracia, y por eso le otorga el protagonismo a un enorme elenco al que coloca delante de cámara —planos abiertos, planos secuencia— en situaciones desopilantes.

El comienzo de Playtime adivina la exacerbación del universo recreado por Tati. En un lugar metalizado, sin colores, con punto de fuga y geometría diagonal, aparece en primer plano una pareja sentada hablando. Pasa un hombre vestido de blanco enfermero, luego dos monjas. Más allá se oye llorar a un bebé y una mujer con cofia parece llevarlo en brazos. Todo indica que estamos en un hospital. Cuando cambia el plano, solo tres minutos después, se escucha por megafonía un aviso para pasajeros y empieza el bullicio típico de un aeropuerto. No importa: podía haber sido un sanatorio, una clínica dental o la casa de un arquitecto. Pero el detalle no es menor. Esa secuencia supone una crítica al turismo pánfilo, ávido de consumo y que todo lo uniformiza. Cincuenta años después, la historia nos suena a algo.

Una horda de turistas norteamericanas visita una feria de muestras con los gadgets tecnológicos más absurdos: escobas con faros, gafas que se doblan, una columna jónica que es a la vez papelera. Más tarde, Hulot mediante, Tati nos introduce en un edificio residencial con las paredes de cristal, cubículos con humanos viviendo dentro, en una secuencia de voyeurismo agobiante. Pero el grueso del film se dedica a lo que en esa época los franceses llaman playtime. El momento de recreo, de ocio, en el sentido más posmoderno, asociado al trabajo, entre las rendijas que deja la vida de oficina. Aquí, además, se exterioriza la crítica directa a la invasión anglosajona y los préstamos que el idioma francés va tomando del inglés. El summum se alcanza cuando un americano pregunta a Hulot: «¿Cómo se dice drugstore en francés?». «Drugstore», responde este extrañado. O cuando el arquitecto al que le reclaman por una avería en el aire acondicionado y que no da con la tecla en el cuadro de mandos dice: «¿Qué culpa tengo yo de que no esté en francés?».

La película avanza, como siempre, en plano general, pero aquí con más razón todavía: Tati rodó en setenta milímetros, un dispendio que luego provocará que se pierda gran parte de los chistes al no poder distribuirse a gran escala: la pantalla termina cortada por los lados y se pierde parte de los gags, especialmente en esos larguísimos planos en los que decenas de personas participan de una acción y no alcanza la vista humana para sacar todo el detalle. La segunda mitad de la película es digna de pasar a los anales del cine. Es una larguísima secuencia de una cena-baile de casi una hora que se desarrolla en un night-club y que adelanta, sin duda, a películas como The Party (El guateque), de Blake Edwards, estrenada al año siguiente, incluyendo camareros borrachos, maîtres enojados, confusiones continuadas y la música (jazz y ritmos afrolatinos en vez de Henry Mancini) como parte fundamental de la acción del restaurante, en el que nada parece funcionar. Allí aparecen las turistas y otros adinerados preparándose para pasar una velada que raya en lo absurdo, gag tras gag, hasta la madrugada.

Playtime, rodada en una costosísima ciudad-decorado levantada por Tati —y bautizada, con sorna, Tativille—, reserva una última joya para la secuencia final. En ella, una cantidad ingente de coches y buses da vueltas a una rotonda, que se convierte en una suerte de tiovivo gracias a la maestría para engranar en el guion los sonidos y la música. Ocurre, como en el resto, que hay que verla una y otra vez para atender a todos los matices y los esfuerzos de una labor titánica: poner una cámara frente a un elenco gigantesco (la mayoría, extras) y hacer reír. Y, también, hacer pensar. Más allá de la comedia, Tati habla de la supervivencia frente al mundo hostil, fuera de escala, amenazante, y no se puede soslayar que se refiere no solo a Hulot, sino también a él.

En Playtime Hulot acude a hablar con el jefe de personal de una fábrica —como ocurre en Mon oncle—. Hulot es ninguneado e, igual que en la otra película, acaba yéndose sin conseguir su propósito. Tati lo narra de forma magistral en un film que queda como obra imperecedera, pero que no funciona en taquilla. Como su personaje, se ve incomprendido y arrumbado en último término.

Aún rueda dos películas más: Trafic (1971), con Monsieur Hulot aún de protagonista y con los coches como centro de su obsesión, y Parade (1973) una comedia circense que anticipa el fin de su carrera. A la hora de hacer balance, la curiosidad: al cineasta crítico con la americanización de Francia le otorgan, curiosamente, el Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 1958 por Mon oncle. Sin embargo, el César, máximo galardón del cine francés, solo lo recibirá en 1977, en su versión honorífica por el conjunto de su obra. Cinco años después muere en París.
 
Ya no se hacen películas como aquellas....por fortuna para el tráfico rodado

publicado por Emilio de Gorgot

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The French Connection, 1971. Imagen: D’Antoni Productions / Schine-Moore Productions / Twentieth Century Fox.


Estrenada en 1971, The French Connection estableció muchos de los parámetros y clichés que hoy asociamos a las películas policiales setenteras. Una forma de hacer que hoy muchos consideran anticuada, pero que se tragan inadvertidamente en multitud de largometrajes y series de televisión actuales, máquinas de emular los mimbres de aquellos días. El espíritu del thriller de los setenta permanece vivo gracias a sus imitadores, y sin embargo muchos han olvidado sus logros. A algunos, sin embargo, nos hace recordar con nostalgia la manera en que se hacían las cosas antes. El cine previo a la era electrónica era caótico, imprevisible, repleto de errores, casualidades (a veces muy afortunadas) y funcionaba según un mecanismo de caos controlado cuyos resultados, cuando eran buenos, difícilmente pueden ser reproducidos por muy avanzadas que sean las técnicas de hoy.

French Connection causó gran impacto en su día, hasta el punto de arrasar con los premios principales tanto en los Globos de Oro como en la ceremonia de los Óscar, donde ganó el premio a mejor película por encima, nada menos, de hoy clásicos como El violinista sobre el tejado, The Last Picture Show y La naranja mecánica (a la que, por cierto, arrebató el privilegio de ser el primer largometraje calificado para adultos que ganaba ese premio). También se llevó el Óscar a la mejor dirección, en el que William Friedkin venció —abróchense los cinturones— a un plantel de rivales compuesto por Stanley Kubrick, Norman Jewison, Peter Bogdanovich y John Schlesinger. Quizá a algunos ya no les suene demasiado el nombre de Friedkin, aunque otros sí le recordarán por haber sido director de El exorcista o la fantástica Cruising. Por su parte, Gene Hackman se convirtió muy justificadamente en una estrella, ganando también un Óscar y estableciendo un prototipo de personaje cuya influencia puede verse claramente en intérpretes posteriores como James Gandolfini. Estas estatuillas se completarían con las de mejor guion adaptado y mejor montaje.

Aunque The French Connection era la adaptación más o menos libre de un libro que narraba las andanzas de dos policías neoyorquinos reales, en su formato cinematográfico fue concebida como un ejercicio de entretenimiento directo que buscaba llevar el thriller policial hacia nuevas cotas de espectacularidad. La temática de policías que persiguen a villanos no contenía nada especialmente novedoso, pero su ritmo, endiablado para lo usual en la época, y sobre todo sus secuencias de persecuciones estaban destinadas a causar un imborrable impacto en el espectador de 1971. El argumento, insisto, era más bien sencillo: una pareja de policías seguía incansablemente a un narcotraficante francés por las calles de Nueva York, intentando probar sus relaciones con la venta de drogas en la ciudad. Pero tras esa premisa tan directa se escondían una buena cantidad de alicientes.

Para empezar, la tremenda química entre los dos actores que encarnaban a los policías protagonistas: el arrollador Gene Hackman, decidido a llevarse todo por delante con este trabajo, se metió de lleno en uno de los mejores papeles de su carrera y cimentó un prestigio que ha continuado intacto durante décadas. Formaba un dueto sorprendentemente eficaz con el igualmente convincente Roy Scheider, aunque en un personaje más pausado y menos afilado. El dúo se convertía en triángulo gracias a la inclusión del actor español Fernando Rey, cuyo brillante retrato del narcotraficante francés al que ambos perseguían introducía una inesperada nota de sofisticación que ayudaba a crear una aureola casi mítica alrededor de su personaje. Es posible que a algunos lectores más jóvenes les pueda sorprender la inclusión de Fernando Rey en un blockbuster de acción hollywoodiense, y lo cierto es que fue incluido ¡por error! Aunque, nota todavía más sorprendente, lo hizo en sustitución de otro español.

Es verdad que Fernando Rey se había cimentado un enorme prestigio internacional después de trabajar con Roger Vadim, Orson Welles y sobre todo Luis Buñel, pero nadie lo hubiese imaginado interpretando a un narcotraficante en una película de pura acción. No parecía ese su perfil. De hecho ni siquiera era la primera elección de William Friedkin, quien se había sentido impresionado por «un actor español que trabaja con Buñuel» del que no recordaba el nombre, pero en cuya búsqueda envió a un equipo de encargados de casting, pensando que no habría confusión posible. Los emisarios de Friedkin viajaron a España y encontraron a uno de los actores fetiche de Buñuel: Fernando Rey. Lo contrataron, este se subió a un avión y se presentó en el rodaje neoyorquino ante el infinito asombro de Friedkin, que no daba crédito a sus ojos porque aquel actor no era el que él buscaba.

Friedkin había estado refiriéndose en todo momento a Paco Rabal. Y ahora se encontraba con un pasmado Fernando Rey que había aparecido en un rodaje donde el propio director no contaba con él. Ambos actores tenían perfiles muy diferentes: Paco Rabal daba la imagen de un latin lover mediterráneo dotado de cierta tosquedad, lo que Friedkin buscaba para su villano. Fernando Rey, en cambio, tenía en pantalla las maneras sofisticadas de un elegante hombre de mundo. La diferencia no podía ser más radical. No obstante, cuando a Friedkin le dijeron que Rabal apenas podía pronunciar el francés o el inglés, idiomas que el personaje debía manejar en el filme, empezó a considerar la idea de quedarse con Rey, quien sí podía hablar inglés (aunque su francés era bastante malo y tuvo que doblar sus secuencias). De esta rocambolesca manera, Paco Rabal se quedó sin una de las grandes oportunidades de su carrera, aunque la inclusión de Fernando Rey fue muy beneficiosa y en mi opinión terminaba agregando un elemento extra que Rabal, más cercano al estereotipo de villano convencional del género, no hubiese aportado. Los aires aristocráticos de Fernando Rey servían de contraste con la rudeza de los dos policías americanos que trataban de darle caza y contribuían a acentuar la aureola enigmática, casi legendaria, de su huidizo personaje.

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William Friedkin, Gene Hackman y Fernando Rey. Fotografía: Cordon Press.


El rodaje de The French Connection fue uno de aquellos que difícilmente podrían concebirse hoy. La secuencia que más huella dejó en el público fue la espectacular persecución en la que Gene Hackman, al volante de un coche, trata de alcanzar el tren en el que huye uno de los sospechosos. Una accidentada carrera de estación en estación que era completamente frenética, que transmitía con impactante realismo —sin necesidad de grandes saltos o artificios— el carácter suicida de aquella clase de persecución en mitad del tráfico urbano, con un Hackman fuera de sí, transformado en kamikaze y esquivando a golpe de volante todo lo que se le ponía por medio. Aunque el ritmo de la persecución estaba cuidadosamente planificado de antemano (Friedkin usó la canción «Black Magic Woman» de Santana para darle una estructura a la secuencia) hubo varios imprevistos. Los conductores especialistas chocaron varias veces, algo que no debía suceder según el guion pero que fue registrado por las cámaras; algunos de esos choques pueden verse en el filmes, acentuando una sensación de peligro que como podemos comprobar estaba completamente basada en la realidad.

La secuencia se rodó un domingo por la mañana en las calles neoyorquinas, intentando aprovechar que había poca gente circulando, aunque sin restringir el tráfico, lo cual era una locura que por poco no terminó con William Friedkin en la cárcel (¿se imaginan a Tarantino haciendo algo parecido?). Uno de los especialistas terminó chocando con dos vehículos completamente ajenos al rodaje. Imaginen el panorama: modestos conductores anónimos que se dirigen a sus quehaceres y que se ven arrollados por automóviles que van a todo trapo por mitad de la ciudad para que el director de una película tenga material potente con el que trabajar. Esto le costó un juicio por imprudencia temeraria a un Friedkin que en ese rodaje había entrado en modo William Wyler en Ben-Hur, pero ¡en el corazón de la propia Nueva York! El resultado artístico es, obviamente, imposible de conseguir ni aun con los más avanzados efectos especiales actuales. Es como los bombarderos de Tora! Tora! Tora!, ninguna animación computerizada puede recrear la sensación de saber que estamos viendo aviones reales volando en plan suicida a dos palmos de los edificios.

Sin embargo, aquella persecución esquizoide —e ilegal— no era la única secuencia memorable del film. Otras más tranquilas tenían un ritmo igualmente virtuoso en manos de un Friedkin en estado de gracia. A mí, por ejemplo, me gusta particularmente aquella secuencia en la que Hackman sigue a Fernando Rey hasta una estación de metro, supuestamente a hurtadillas. Allí, ambos protagonizan una fascinante coreografía (ahora entro en el vagón de metro, ahora salgo, ahora hago como que entro en el siguiente, ahora no) en la que, sin diálogos ni grandes aspavientos, se alcanzan tremendas cotas de tensión matizadas por un cómico ir y venir que casi roza el slapstick. La genial sencillez de esta secuencia es algo que, unido a las salvajadas automovilísticas, le confieren a The French Connection un espíritu difícil de reproducir hoy. Este tipo de escenas constituyen el hilo conductor de un argumento que, como decimos, es más bien sencillo. Pero son secuencias tan bien dirigidas que de hecho son como pequeñas películas dentro de la película principal, algo que pocos directores contemporáneos ponen en práctica (se me ocurre David Lynch, por citar alguno, o el Tarantino de Pulp Fiction). Secuencias que casi podrían verse independientemente, como si fuesen cortometrajes. Hasta tal punto era hábil la dirección de Friedkin.

El éxito de The French Connection sirvió de trampolín para los principales implicados. William Friedkin se hizo cargo de El Exorcista y gozó así del mayor hit de toda su carrera, aunque su estrella comercial nunca volvió a brillar de la misma manera después, por más que tuviese películas memorables como Cruising, un retrato del mundillo hardcore homosexual que resultó muy chocante en su día y donde brilla un Al Pacino que seguía en estado de gracia tras varias interpretaciones históricas (las dos primeras partes de El Padrino, la genial Tarde de Perros y la muy interesante …And Justice for All). Por su parte, Roy Scheider pudo vivir algunos de sus mejores y más lucrativos momentos profesionales gracias a Tiburón o All That Jazz. Gene Hackman hizo lo propio con películas como La aventura del Poseidón o Superman. Pero lo más importante es que The French Connection fue uno de los últimos ejemplos de aquella manera de hacer cine a manos de directores con una clara vena sociopática, capaces de organizar carreras sin supervisión en mitad de una de las principales urbes del planeta y de poner en juego la vida de sus empleados y sus viandantes. ¿Condenable? Sí, pero, ¡menudos resultados!
 

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