El muro de hielo en los confines de la Tierra

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El muro de hielo en los confines de la Tierra
Publicado por E. J. Rodríguez
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Fotografía: Frank Hurley / State Library of New South Wales.
Mediados del siglo XIX: en una de tantas conferencias de su triunfal gira, el inglés Samuel Rowbothamdefiende con ahínco la hipótesis de que la Tierra es un círculo plano. En su peculiar modelo del mundo, el Polo Norte está en el centro del mapa y la Tierra se extiende hasta unos confines que la separan del espacio por una muralla de hielo, la Antártida, un continente que según él tiene forma de anillo y rodea a todos los demás continentes, evitando que los océanos caigan por los bordes y se viertan en el espacio. Ha diseñado muy bien su teoría, que es científicamente absurda, pero muy convincente de cara a un público no demasiado exigente. En esta ocasión, como en tantas otras, sus seguidores y muchos curiosos indecisos asisten con asombro a su exposición y aplauden con fervor. Hasta que un espectador se levanta y formula una pregunta sencilla: si es verdad que la Tierra es plana, ¿por qué cuando un barco se aleja de la costa vemos que el casco desaparece de la vista antes que el mástil? Rowbotham, por lo general ingenioso y rápido a la hora de enfrentarse a los descreídos, nunca había pensado en esto y se queda en blanco. Aterrorizado, abandona el escenario a toda prisa y sale corriendo del recinto. Pero esto no detiene su cruzada; a fin de cuentas, una mala tarde la tiene cualquiera y él cree que ha perdido una batalla, no la guerra. Volverá a la carga con más y «mejores» argumentos. Los pocos espectadores sensatos que acuden a sus charlas empiezan a bombardear a las instituciones científicas con cartas repletas de indignación y preocupación: las absurdas tesis de Rowbotham están empezando a calar entre los sectores más crédulos de la audiencia. Lo peor de todo: parece haber encontrado una manera de probar, mediante un procedimiento empírico, que la Tierra es plana. Y no es un procedimiento secreto: mucha gente lo ha visto con sus propios ojos.

La idea de que la Tierra es esférica se remonta a la antigua Grecia, donde Pitágoras, Parménides o Hesíodo la defendieron. Eratóstenes llegó a estimar el diámetro de la esfera con un margen de error más que aceptable si consideramos los instrumentos de los que disponía. Pero siempre hubo gente que encontraba esta idea contraria a la intuición; el concepto de una Tierra plana fue popular durante muchos siglos. Mucha gente creía que al final del mundo había un abismo donde las aguas se precipitaban hacia el vacío, o donde habitaban monstruos colosales. Según algunos, allí podía encontrarse el mismo infierno. Pero a mediados del siglo XIX la ciencia estaba demoliendo los conceptos basados en la religión o en mitologías supersticiosas, y la gente empezaba a acostumbrarse a la idea de que cualquier afirmación sobre un fenómeno necesita pruebas o, por lo menos, descripciones más o menos razonables. Así pues, incluso el más entusiasta terraplanista necesitaba explicar ciertas cosas. Para empezar, por qué motivo los océanos no se vaciaban al derramarse masivamente por los bordes del disco terráqueo. Pero eso no sucedía; el nivel de las aguas se mantenía estable. Ni siquiera se percibían corrientes que indicasen que el agua del mar estaba fluyendo hacia los supuestos bordes del disco.

En siglos anteriores había sido habitual imaginar una bóveda o esfera celeste que encerraba el mundo plano a modo de frasco; las paredes de la bóveda se unían a los bordes del disco terráqueo, impidiendo así que los mares se perdiesen en el éter. Pero cuando las observaciones astronómicas contradijeron la existencia de una esfera celeste, se requería del puro milagro para describir un mundo rodeado de colosales cascadas que no se agotaban nunca. Además, durante la Edad Media y el Renacimiento, la navegación y el estudio de los cielos fueron convenciendo a un número creciente de estudiosos de que la Tierra era esférica, como habían asegurado algunos eruditos antiguos. A finales del siglo XV,Cristóbal Colón descubrió un continente cuando intentaba llegar a Oriente viajando por un mundo que suponía esférico, y en el siglo XVI Magallanes y Elcano circunnavegaron el globo, ofreciendo así una demostración empírica de la esfericidad del planeta. En el siglo XVII, la Tierra esférica era ya indiscutible para cualquier erudito que prestase atención a la evidencia. Y en el siglo XIX, quienes negaban esta idea eran vistos por los científicos como individuos supersticiosos e ignorantes. Pero Samuel Rowbotham no se consideraba un ignorante. Él estaba decidido a probar que, si las Sagradas Escrituras describían la Tierra como un círculo plano, no cabía discusión al respecto y de algún modo debía ser posible obtener pruebas.

La idea, decía él a sus amigos, le había «hipnotizado» cuando era niño. El estudio de la cuestión le hacía sentirse más seguro de su creencia. Bajo el seudónimo Parallax, escribió un breve panfleto titulado Astronomía zetética: la Tierra no es un globo, que, publicado en 1849, empezó a hacer de él un hombre notorio en ciertos ambientes. El término «zetético» provenía de la antigua filosofía escéptica griega, y en origen describía a aquellos pensadores que se aproximan al estudio de la realidad con una mente abierta y sin constreñirse a las posturas dogmáticas mayoritarias. Parallax, pues, se tenía por un librepensador. Cosa contradictoria, porque el empeño en desmentir lo que él consideraba el dogmatismo científico imperante estaba motivado por su propia creencia en la infalibilidad de la palabra de Dios en materia geográfica y cosmológica. Pero él no se detenía a analizar estas menudencias. Eso sí, pretendía convertir su visión del mundo en un paradigma científico. No le servían los viejos mitos sobre lo que había en los límites del mundo: las cascadas, los abismos infernales, las criaturas colosales… todo aquello era material risible al que ningún caballero culto, ni siquiera un ferviente cristiano, debía prestar atención. Si Dios había construido un hogar plano para la humanidad, pensaba Parallax, las evidencias tenían que estar ahí. Su gran idea, el tronco central de su peculiar cosmología, era por supuesto la de que el hielo antártico era el límite, lo que impedía que los océanos se derramasen. Más allá del anillo exterior antártico no había nada, salvo el vacío del espacio. Por eso nadie había conseguido circunnavegar el continente antártico sin perder de vista los hielos: la circunferencia del congelado muro exterior era de tal longitud que se necesitarían años y años para recorrerlo. Ningún barco ha tenido esa capacidad, y quienes creyesen haber navegado alrededor de la Antártida, o haber estado a punto de hacerlo, sin duda se habían desviado de su camino porque, ¿quién podía estar seguro de haber rodeado el continente helado sin divisar en todo momento la costa? Aseguraba que los marinos podían navegar porque sus mapas eran planos; si se guiaban por ellos sobre una Tierra esférica, sería inevitable que se perdiesen o terminasen encallando en algún arrecife. Como se puede comprobar, las nociones geográficas de Parallax eran, por decirlo de manera suave, un tanto exóticas.

Una de las causas de su éxito popular fue que realizó un experimento para demostrar su tesis y, al menos en ausencia de ciertos conocimientos específicos, ¡el experimento funcionaba! Todo lo que necesitaba era una superficie de agua estanca, lo bastante larga como para notar en ella aquella curvatura de la Tierra en la que él no creía. Encontró el lugar ideal: un canal de casi diez kilómetros de longitud, llamado Bedford, que estaba cerrado y no recibía ni perdía agua, por lo que la superficie era totalmente estable. Parallax hizo los cálculos pertinentes: si la Tierra era plana, desde un extremo del canal, con ayuda de un telescopio, debería poder divisar un bote anclado en el extremo opuesto. Por el contrario, si la Tierra era esférica, el agua estancada seguiría esa forma y el horizonte, al curvarse, ocultaría la embarcación. Hizo la prueba. Pudo ver el bote en el otro lado. Extático, anunció su descubrimiento: el mundo era plano, no una esfera. Él lo acababa de demostrar. Parallax invitaba a la gente a comprobar el resultado, y en muchas ocasiones, en efecto, podía verse el bote. La noticia empezó a correr de boca en boca. Seguro de su victoria sobre los sectarios popes de la ciencia topográfica que imperaba en la academia, publicó un anuncio para revelar la Verdad y ofreció quinientas libras a quien consiguiera probar que el mundo era esférico. Una cantidad considerable, alrededor de cincuenta o sesenta mil euros actuales, que atestiguaba la indestructible confianza que los seguidores de Parallax tenían en sus teorías: el dinero lo había puesto John Hampden, un adinerado pastor protestante —descrito por algunos contemporáneos como «un tanto simplón»— al que Rowbotham había engatusado, vendiéndole los manuscritos de sus cálculos y estudios por más de ciento cincuenta libras de la época. Sin duda, Hampden creía estar tomando posesión de los escritos científicos más importantes de la historia.

El anuncio llegó a manos de un naturalista especializado en mediciones topográficas llamado Alfred Russel Wallace, quien vio la oportunidad de ganar el dinero más fácil de su vida. Al contrario que Parallax, él conocía un efecto de refracción de la luz, producto de la densidad del aire al nivel del mar, que podía hacer visibles objetos que en realidad estaban «ocultos» tras el horizonte. Dicho de otro modo: desde un extremo del canal no se veía el bote, sino un espejismo, el reflejo del bote en el aire. Con astucia, propuso otro experimento: sugirió plantar postes con placas circulares situadas a la misma altura, desde un extremo del canal al otro. Si la Tierra era redonda, la curvatura sería perceptible incluso teniendo en cuenta los efectos de refracción, y en el telescopio los postes más alejados darían la impresión ser más bajos que los situados más cerca. Parallax aceptó el reto. Se acordó el arbitraje de una persona neutral que merecía la confianza de ambos bandos, y Wallace, Parallax y el pastor Hampden se citaron en el canal y llevaron a efecto la prueba ante una multitud. Como Wallace había previsto, los postes más alejados producían la impresión de ser más cortos que los más cercanos. Es decir, que las placas circulares que sostenían trazaban una aparente curva siguiendo la curvatura terrestre. El árbitro miró con detenimiento por el telescopio y dictaminó que Wallace tenía razón. Pero el pastor Hampden, que era quien tenía que desembolsar la pequeña fortuna apostada, se empeñó en que el resultado no estaba claro. Miró por el telescopio y puso toda clase de excusas, señalando cualquier detalle como una prueba de que el experimento no demostraba nada.

Hampden, encolerizado, se negó a pagar y durante las siguientes semanas se dedicó a usar sus influencias para malmeter contra el pobre Wallace, acusándole de toda clase de tropelías. Además de la campaña de calumnias, y a pesar de que la idea de la apuesta había sido suya y de Parallax, intentó hacer creer que el científico pretendía estafarle, ¡incluso presentó una denuncia! Sin embargo, Hampden forzó las cosas cuando, en un arrebato de furia, envió a la esposa de Wallace una carta en la que amenazaba de muerte a su marido, con frases tan entrañables como «si se encuentra a su esposo con todos los huesos reducidos a una pulpa, ya sabe cuál es el motivo». El pastor era tan insensato que firmó la carta con su propio nombre y eso, como es natural, sirvió para que esta vez fuese Wallace quien lo denunciase a él. Hampden fue condenado por las amenazas y tuvo que pasar una breve temporada entre rejas. Lo cual no le desanimó: al salir en libertad continuó con la avalancha de calumnias y el pobre Wallace no se libró del acoso del enloquecido sacerdote hasta que este falleció.

Las delirantes maniobras de Hampden provocaron que el experimento fuese considerado «no concluyente» por los seguidores de Parallax, aunque el árbitro neutral hubiese dado la razón a Wallace. Mucha gente continuaba creyendo en la tesis de la Tierra plana. El éxito de las conferencias de Rowbotham fue en aumento, pese a que, como hemos visto, en alguna de ellas tuviese momentos de debilidad y huyese al toparse con preguntas incómodas. Muchos científicos británicos le consideraban un charlatán, desde luego, pero se necesitaba un nuevo experimento para desacreditarlo. Algunos de ellos propusieron reunirse en una playa en Plymouth, situada justo enfrente de un faro que se levantaba a unos veinte kilómetros en la orilla opuesta. Calcularon qué porcentaje del faro debía ser visible sobre el horizonte mediante el telescopio, en el caso de que el horizonte fuese curvo y teniendo en cuenta cualquier posible efecto de refracción. Dedujeron que solamente la punta superior podría divisarse desde la distancia señalada. Desafiaron a Parallax, quien, todavía seguro de sí mismo, efectuó sus propios cálculos basándose en su hipótesis. Predijo que el faro sería mucho más visible de lo que afirmaban sus descreídos rivales. De nuevo se buscó un arbitraje imparcial y todos se citaron en la playa, provistos de un telescopio, para realizar el experimento ante un público ansioso. Al mirar, todos los implicados observaron que lo que habían previsto los científicos era lo que sucedía: podía verse solamente la parte superior del faro, y no un tercio de su estructura como esperaba Parallax. El profeta de la Tierra plana acababa de sufrir una nueva derrota, mucho más inequívoca que la anterior, pero se negó a admitirlo y montó tal escena que muchos espectadores creyeron que de verdad le habían hecho trampas.

Inmune al desánimo, volvió a publicar su Astronomía zetética, esta vez en versión extendida: era un libro de casi quinientas páginas, que vendió bastante bien. Eso sí, no se prestó a nuevas demostraciones frente a estudiosos más serios de la materia. Se centró en ejercer como «médico» e «inventor», asegurando que podía curar todo tipo de enfermedades mediante los procedimientos más extraños. Afamado profesional de la superchería, el resto de su existencia fue cómoda.

Cuando Rowbotham murió, sus ideas no quedaron del todo en el olvido. Por descontado, cualquier persona con una formación sólida las encontraba hilarantes, pero hubo algunos notables seguidores adinerados que se dedicaron a reeditar su trabajo en el Reino Unido. Uno de ellos introdujo sus textos en Norteamérica con el delicioso título de Sentido común. La teoría de que el fin de la Tierra es un muro de hielo encontró acomodo sobre todo en ciertas comunidades evangélicas, que adornaron la hipótesis con nuevas y pintorescas descripciones del disco. Por increíble que parezca, las teorías de Parallax han continuado teniendo adeptos hasta nuestros días, e internet ha servido para que sus seguidores discutan los detalles en divertidísimas páginas web cuya lectura recomiendo encarecidamente porque son un delicioso ejercicio de comedia involuntaria. Desde aquí propongo un gran debate televisado entre los seguidores de Parallax, partidarios de la Tierra plana, y los defensores de la Tierra hueca. Esperemos que alguien recoja el guante; entre tanto, vayamos preparando la ración de palomitas.

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New Standard Map of the World As “It Is”, Alexander Gleason, 1892.
https://www.jotdown.es/2018/12/el-muro-de-hielo-en-los-confines-de-la-tierra/
 
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