El intelectual Gregorio Morán despedido de la Vanguardia por este artículo

Gracias @A bordo del Titanic , parece un libro más que interesante. Dejo esta recensión:

De actores, guionistas, productores y directores: una versión diferente de la Transición
Publicado el 08/23/2017por Lydia Morales Ripalda
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Lydia Morales Ripalda

En 2014 el general Fernández-Monzón Altolaguirre, en colaboración con el historiador y periodista Santiago Mata, publicó el libro El sueño de la Transición. Los militares y los servicios de inteligencia que la hicieron posible, donde se ofrecía un relato de cómo se fraguó el Régimen de 1978 que tiene poco que ver con la versión de consumo ofrecida a los españoles. Desaparecidos de escena el rey Juan Carlos por abdicación y el presidente Adolfo Suárez por fallecimiento, Monzón creía llegado el momento de contar públicamente que estos dos personajes «nada tuvieron que ver» en «la previsión, la preparación y el diseño al mayor detalle» de la Transición. De manera muy gráfica el autor señalaba que en los grandes cambios políticos, «del mismo modo que una película, aquellos a quienes vemos actuar normalmente no fueron los autores del guión, ni los productores, ni los directores. En la mayoría de las producciones quienes han impulsado el proyecto no son los que aparecen como protagonistas de cara al público… La historia tiene complejos motores y la de la Transición española también». Que se sepa, nadie ha acusado de conspiranoico al autor, que ha ocupado puestos muy importantes en el organigrama de los servicios secretos y la defensa en España y que ha sido buen amigo de las agencias de espionaje estadounidenses, según se desprende de su propio relato. De modo que habrá que hacerle caso y tomar por cierto el hecho de que la sala de máquinas de los grandes cambios políticos que han afectado a España en las últimas décadas está lejos de los escenarios y los actores que se les presentan a los españoles. Y habrá que suponer, por seguir con la misma lógica, que en el caso de la “Segunda Transición” que los actores de hoy andan escenificando, pues también habrá guionistas, productores o directores que no salen en pantalla.

El general Monzón no deja sitio a la imaginación por lo que respecta a la gestación del Régimen de 1978. Ya desde la primera página de la introducción afirma que las instrucciones políticas llegaron desde la Secretaría de Estado de los Estados Unidos y desde la Presidencia de la República Federal de Alemania. El guión fue preparado por un grupo de «hombres en la sombra» de los servicios secretos españoles «cuyo nombre nadie conoce ni conocerá» y “con la cooperación de los servicios de inteligencia de los EE.UU y la RFA”. La visita a España en febrero de 1971 del general Vernon Walters, embajador volante de la administración de Richard Nixon, puso en marcha la operación. Los espías españoles fichados para ella fueron los primeros «en comprender, de la mano de los Estados Unidos, que la continuidad del régimen franquista, encabezada por el rey Juan Carlos, era imposible y que de igual modo debía hacerse imposible que el cambio necesario llegara a través de una ruptura violenta y derrocadora del régimen franquista». El autor esboza a aquellos agentes secretos con tintes casi heroicos (al fin y al cabo él era uno de ellos), pero el lector se queda con la impresión poco agradable de que un sector de los servicios secretos españoles obedeció a dos –o tres- gobiernos foráneos en vez de a su propio gobierno y de que, a la vez, bloqueó el camino a la oposición rupturista ejecutando órdenes de tales potencias extranjeras. El futuro quedó así condicionado por un puñado de hombres en la sombra que seguían instrucciones -e intereses- de gobiernos extranjeros.

El libro del general Monzón tiene un estilo peculiar, porque el relato de corte más histórico se combina con los chascarrillos sobre personajes concretos y con las peripecias personales del narrador, contadas de modo más anecdótico que analítico. Uno de los propósitos del libro es divulgar pasajes de las Notas confidenciales de Monzón, unos escritos con opiniones sobre la actualidad sociopolítica que empezó a redactar en el tardofranquismo a instancias del SECED (el CNI de la época) y que «seguí escribiendo muchos años». Las notas se enviaban a diecisiete personajes relevantes (cita expresamente a González, Areilza, Fraga o Aznar) como cartas privadas a sus domicilios sobre el supuesto de que nadie debía hacerlas públicas. El sentido de aquellos envíos – ¿asesoría, directriz, tema de tertulia?- no se explica. El autor sólo dice que en junio de 1994 Pedro J. Ramírez publicó por primera vez una de las notas en El Mundo, «sacando cosas de contexto».

En el capítulo 1 del libro, titulado “Así nació nuestro servicio de inteligencia”, el autor hace su particular recorrido por la historia del Régimen de Franco. Habla, por ejemplo, de “los dos ejércitos de Franco”, el más tradicionalista que hizo la Guerra Civil con el dictador y el más joven, profesional y desideologizado que fue saliendo de las sucesivas promociones de la Academia General Militar de Zaragoza una vez que fue reabierta en 1942. Se recorre después la evolución de los cuadros directivos del Régimen, desde los “demagogos” falangistas poco preparados a los tecnócratas del Opus Dei, a los que el autor denomina “el Grupus”. Estos últimos coparon puestos relevantes de forma tan súbita e intensa, tanto en la Administración como en la universidad y la empresa, que el autor usa a Emilio Romero para decir que tras esa emergencia había «un aparato coherente» que coordinó la toma de posiciones de aquella gente nueva que apareció de la noche a la mañana. Era «muy difícil suponer», cita a Emilio Romero, «que individual o aisladamente se pueda llegar a todas partes en bloque y en muy poco tiempo: espectacularmente». Atendiendo a esto se queda el lector con la duda -¿o con la certeza?- de si también ha habido “aparatos coherentes” tras los diversos “Grupus”, ya con otras obediencias, que han ido tomando la Administración, el aparato educativo y las empresas públicas durante el presente régimen.

En el apartado de chascarrillos el autor cuenta como varios generales de Franco, que estaban pelados de dinero y no tenían donde caerse muertos, «aprovecharon la victoria para dar el braguetazo». Por ejemplo, Pedro Martín Alonso con la marquesa de Villatorcas; o “el guaperas” Varela con Casilda Ampuero, «dueña del Duranguesado con sus muchísimos millones». Del padre Llanos, que pasó de falangista a comunista en el Pozo del Tío Raimundo, Monzón dice que era, por su soberbia y afán de notoriedad, «una especie de Baltasar Garzón en versión cura». De Gutiérrez Mellado cuenta que fue un agente de espionaje toda su vida, desde que empezó espiando «para Franco en el Madrid republicano» y más tarde, en el último capítulo, dice que estuvo en «la escuela antiterrorista de Toulouse». Y del banquero Juan March, que financió al bando azul durante la Guerra Civil, se recuerda su flota de barcos dedicada al contrabando de tabaco desde Marruecos. Casi es imposible no preguntarse qué nombres aparecerían hoy si un señor de los servicios de espionaje contara chascarrillos sobre el tráfico de drogas en el estrecho.

En el plano político este primer capítulo tiene dos relatos llamativos. El primero es sobre el Sahara. La versión del autor es que el secretario general del gobierno del Sahara, Luis Rodríguez de Viguri Gil, fue el origen del desastre que vendría después. «Se le ocurrió, no sé por qué, fastidiar a Marruecos. Eso suponía equivocarnos de bando, porque era favorecer a Argelia, detrás de la cual estaba la Unión Soviética». Rodríguez de Viguri estuvo detrás de la creación del PUNS (Partido de Unificación Saharaui) en febrero de 1975, destinado en teoría a ser un partido pro-español, y que «se convirtió en el Polisario antiespañol». Las tribus saharauis “no tenían el más mínimo sentido de país” y Monzón relata sus entrevistas con jefes tribales en las que estos le decían que mientras los españoles les dieran comida y no los molestaran con enseñanzas ni se metieran en sus vidas, «podéis estar aquí eternamente». Al decir del autor «hicimos tan mal todo aquello» que al final se llegó a una situación en la que Marruecos quería quedarse con el Sahara, el Polisario quería la salida de España y los EEUU querían favorecer a Marruecos. No hay ninguna crítica hacia Marruecos ni los EEUU en el relato. De hecho el autor cierra el asunto con un comentario comprensivo hacia la estrategia marroquí de lanzar inmigrantes subsaharianos contras las fronteras españolas en Ceuta y Melilla como forma de presión política. «Creo que están presionando porque lo de Ceuta y Melilla lo viven mucho en Marruecos, y con razón». Una apostilla que causa perplejidad viniendo de un mando del ejército español.

La segunda historia llamativa del capítulo es el relato de cómo el propio autor fue captado en 1968 para formar parte de «una especie de servicio de inteligencia internacional» (así lo califica) cuyo objetivo era «sacar gente interesante» de la URSS. Este servicio estaba formado por varias decenas de «oficiales de todas las nacionalidades de la OTAN» dirigidos por un coronel británico, el escocés McKennanh. Pero España, obviamente, no era miembro de la OTAN en aquel momento y no explica por qué estaba él en esa historia. Del relato de Monzón se desprende que este servicio intentaba birlarle a la URSS buena parte de los científicos alemanes que le tocaron en el reparto de la materia gris del nazismo que hicieron con los Estados Unidos al terminar la II Guerra Mundial. En una de aquellas misiones Monzón, que iba acompañado por dos agentes alemanes, fue capturado por el KGB y pasó un año y medio desaparecido en un “área de concentración” donde los instruyeron «en marxismo y comunismo» sin causarles ningún daño físico. Los liberaron discretamente después de que una inspectora sueca de la Cruz Roja Internacional apareciera por allí «a ver aquello». Según el autor, de los cuarenta y siete agentes de aquel servicio al final sólo sobrevivieron cinco. El lector se queda sin saber adónde llevaban a esos nazis tan “interesantes” una vez que los sacaban de la URSS. ¿Volvían a Alemania? ¿Iban a los EEUU? ¿Se los repartían los países promotores de aquella operación? ¿Cuáles eran esos países? Por cierto, Monzón dice en otro lugar que ocupó el puesto de jefe del contraespionaje español de 1966 a 1969. O sea, que fue captado para este servicio internacional mientras tenía un puesto de responsabilidad en los servicios españoles.

El capítulo 2 se titula «Carrero Blanco, líder de la Pretransición». Carrero fue vicepresidente del Gobierno de 1967 a 1973. El 9 de junio de 1973 fue nombrado presidente y ejerció el cargo hasta su asesinato el 20 de diciembre de ese mismo año. Monzón asegura que su principal objetivo político fue conseguir la designación de Juan Carlos como sucesor a título de rey. Se logró y el general califica la instauración-reinstauración-restauración juancarlista –«ni Cristo sabía ya lo que era aquello»- como un milagro de la Virgen de Lourdes… o de la Viuda masónica. “Hay cosas sorprendentes, pero para mí la mayor es que el eje intocable de la Transición fueran la monarquía y el rey de Franco. No lo he entendido nunca”. Y como quien no quiere la cosa, deja caer la pertenencia de Juan Carlos a la logia masónica Royal Alfa de Londres. “Los alemanes” le enseñaron a Monzón una fotocopia del acta de ingreso, con el Duque de Kent y el rey Alejandro de Yugoslavia -tío de Sofía de Grecia- oficiando como padrinos masónicos de Juan Carlos. En la sección de chascarrillos nos enteramos de que el autor hablaba alemán lo bastante bien como para ser uno de los habituales de la tertulia que le organizaron a doña Sofía en Zarzuela para distraerla en tanto que aprendía algo de español.

A pesar del título del capítulo, apenas se cuenta nada interesante de Carrero. El autor hace un chiste de mal gusto cuando dice que «me parece que Dios le escuchó en sus oraciones de que no quería vivir el postfranquismo, como el matrimonio Goebbels no quería vivir el posthitlerismo, y yo creo que por eso Dios se lo llevó por delante antes». Teniendo en cuenta que investigaciones de los últimos años han dejado bastante asentado que tras el asesinato del almirante-presidente pudieron estar los servicios secretos americanos, seguramente con complicidades en los servicios españoles, no parece muy prudente hacer chistes semejantes. Y menos después de haber contado en el capítulo anterior que Carrero les tiró a la cabeza a él y a Leandro Peñas Varela (otro de los “anónimos” en la sombra) un ejemplar de las Leyes Fundamentales del régimen mientras les reprochaba que «estaban enredando mucho» a espaldas al gobierno. «El libro pegó en el quicio de la puerta. El día que murió Carrero cogí aquel libro descuadernado y me lo llevé como recuerdo». Todo un detalle.

Tras estas salidas de tiesto, y sobre el magnicidio, Monzón recupera un poco la compostura y dice que ETA no pudo idearlo por sí misma, pero que “no sabe” por qué se produjo la eliminación de Carrero. Señala que ocurrió al día siguiente de una entrevista de seis horas con Kissinger y que «quizás la orden de ejecución procediera del propio Kissinger o de alguien de su entorno. Carrero lo único que quería era instaurar al rey, pero tragaba poco más», incluidas las bases americanas en España y el ingreso en la OTAN, aunque eso el autor se guarda de decirlo. La desmemoria del general se puede completar con el relato que en fecha temprana -1978- hizo otro miembro de los servicios de espionaje, Luis González Mata, alias «Cisne», en su libro Terrorismo internacional: la extrema derecha, la extrema izquierda y los crímenes de estado. González Mata decía allí que «a despecho de la actuación de ETA, el asesinato de Carrero Blanco fue un caso típico de terrorismo de estado. La participación directa y decisiva en la Operación Ogro del aparato estatal de un país extranjero, así como la participación directa de elementos paraestatales españoles, corresponden a la estrategia neoimperialista, al Nuevo Orden Político Mundial, puesto en aplicación por los teóricos del Grupo Trilateral y que requiere como condición sine qua non la eliminación de todos aquellos que suponen una rémora o un freno a sus planes en los campos político y financiero». Sobre esos elementos “paraestatales españoles” que participaron en la preparación del magnicidio, Cisne señalaba que se trataba de miembros de los servicios secretos sin cuya colaboración el asesinato de Carrero no habría sido posible y añadía que los topos de dichos servicios infiltrados en ETA fueron quienes “sugirieron” a la banda lo que tenía que hacer. «Más que vigilar al comando, lo que hacen los servicios paralelos españoles es protegerlo. Lo que equivale a decir que, a un nivel elevado del aparato, alguien desea que el atentado tenga lugar. Y ese alguien tiene la categoría necesaria para conseguir que toda una rama de los servicios paralelos corrija los errores de los etarras y neutralice los esfuerzos de los servicios de seguridad y de la policía». En cuanto a los servicios americanos, González Mata decía que la desaparición de Carrero beneficiaba la estrategia que el gobierno de los EE.UU preconizaba para la Península Ibérica. E iba más lejos: la mañana del magnicidio «no uno sino dos equipos de detonación acechaban el paso del coche que conducía al Ogro hacia la muerte. Y quizá ambos hayan apretado al mismo tiempo el detonador de sus artefactos», no fuera a ser que a los etarras (y topos-etarras) se les ocurriera fallar…

En el libro referido Cisne contaba más cosas interesantes sobre la Operación Ogro y sobre la propia ETA. Decía, por ejemplo, que «desde siempre las organizaciones extremistas han estado infiltradas y manipuladas por los servicios (¡y no sólo por los españoles!). En el caso concreto de ETA, en cada uno de los períodos sucesivos de escisión y transformación, varios agentes españoles (por no hablar más que de ellos) se han encontrado siempre bien situados, a nivel de responsabilidad, para conocer y evitar, si se hubiera querido, la mayoría de los sucesos trágicos. Esta infiltración explica las repetidas “desarticulaciones” tras cada una de sus sucesivas reestructuraciones…». Es de suponer que el general Fernández-Monzón sabe mucho de estas cosas también, aunque no las cuenta a sus lectores. Por ejemplo, de la posición de los EE.UU con respecto a ETA dice sólo que «es otro gran arcano». Sí habla explícitamente de que el PNV fue durante la II Guerra Mundial una sucursal de la OSS, el servicio precedente de la CIA, y la simpatía –llamémosla así- entre los servicios norteamericanos y el entramado aranista siguió posteriormente. Algún día alguien tendría que contar a los españoles si esa “simpatía”, o el pago a los servicios prestados a la OSS-CIA, tuvo algo que ver para que en enero de 1978 -aún sin Constitución democrática y sin nuevo régimen definido- se creara el Consejo Preautonómico Vasco, condicionando por la vía de los hechos consumados la evolución posterior del modelo de (des)organización territorial.

A pesar de lo peculiar del relato, lo que se desprende de las palabras del autor es que el grupo de espías militares españoles que se pusieron a operar al dictado de los Estados Unidos y Alemania funcionaba por cuenta propia y que «las máximas autoridades» del régimen «se resignaban a una solución que no era la que hubieran deseado». Empezaron constituyendo asociaciones tapadera -PROMESA, GODSA, FEDISA, ANEPA…- en la que este grupo de agentes y la futura clase dirigente del Régimen del 78 confraternizaban e iban preparando la creación o recreación de los partidos políticos e incluso de sociedades mercantiles como PRISA. Unos eran promovidos (Felipe González), mientras que otros se caían del cartel (Antonio García-Trevijano) según señalara el dedo divino estadounidense. A los agentes «nos entregaban tareas que nada tenían que ver con el Ejército» y «éramos como los tutores de todo aquello». Por ejemplo, los nombres de los cuadros dirigentes de la UCD salieron de una reunión en el restaurante Lhardy de Madrid el 19 de diciembre de 1973 en la que cada participante (nueve civiles y tres militares) tenía que llevar 25 nombres como sugerencia. Y la futura desorganización del Estado se hizo con la ayuda de Eduardo García de Enterría, a quien se le ocurrió la brillante idea de que «la mejor forma de neutralizar a los nacionalismos históricos (sic) era hacer nacionalistas (particularistas) a todos». Sobre el PCE, se había decidido colocar como jefes a Sartorius o Tamames, pero Carrillo «se enteró de lo que se planeaba y se dijo que no permitiría que le robaran esa oportunidad». Así que sin preguntar a Moscú se vino a España, peluca mediante, e inició su viaje hacia Gramsci y el eurocomunismo para ganarse la invitación a la fiesta que se preparaba. El viejo espía narrador deja caer perlas como estas: «lospolíticos, cuando son muy inteligentes, pueden provocar desastres. Quienes deben ser inteligentes son quienes les rodean». Los políticos lo que deben ser es «decisorios» (sic), o sea, deben decidir hacer aquello que los “inteligentes” que operan desde la sombra les digan que hagan. Juan Carlos de Borbón, que solía afirmar de sí mismo que no tenía mucho de aquí (señalándose la cabeza), pero sí de aquí (tocándose la nariz), entendió esto muy bien. «Naturalmente al rey le encantó que, en una circunstancia histórica tan complicada, estuviera todo preparado hasta el detalle». No se dirá que no se le deja al lector claro cómo funciona el guiñol.

El capítulo 3 está dedicado a Arias Navarro y el fin del franquismo. Monzón señala que en aquella época los tres canales hacia el éxito eran el Opus, la masonería y la CIA y si ninguno de los tres te había tirado los tejos, es que no ibas a ser nadie en el nuevo régimen que se preparaba. El autor admite que quien se los tiró a él fue la CIA, un cortejador con cuya línea de acción en suelo patrio se identifica. «Sin el apoyo norteamericano no habríamos hecho nada y habríamos seguido con nuestras fobias, odiándonos tranquilamente y tan contentos. Porque también los Estados Unidos aportaban el realismo de la ignorancia. Ellos no concebían las fobias que había aquí». En el capítulo afirma enfáticamente que los militares progres de la UMD no pintaron nada en el diseño y la ejecución de la Transición. Habla de las reuniones que Pío Cabanillas y él promovieron en PROMESA (y que organizaba el SECED) para facilitar el cambio de régimen (desconocidas tanto para Franco como para Juan Carlos) y de que Fernando Herrero Tejedor era el elegido por «las altas instancias para dirigir la Transición». La muerte de este en accidente de tráfico en junio de 1975 «daría pie a la carambola de la presidencia de Suárez». Arnaud de Borchgrave, senior editor de la revista Newsweek (a la que Monzón califica como «órgano oficioso de la CIA») era además jerifalte de la agencia de espionaje americana y se reunió con Juan Carlos para prohibir que se colocara a Arias Navarro de nuevo en la presidencia. Mientras a unos personajes se les cerraba al camino, a otros se los preparaba para el estrellato. Y así la Embajada de Alemania en España preparó una fiesta en diciembre de 1975 para que el todo Madrid fuera a conocer a Felipe González, cuyo partido aún no había sido legalizado y a quien se le pedía que tuneara al viejo PSOE y lo apartara del marxismo. Naturalmente González era consciente de que sus apoyos no sólo venían desde las potencias extranjeras que tutelaban el cambio de régimen en España. La maniobra de recrear el PSOE, descabalgando al “sector histórico” y suplantándolo con un “sector renovado”, se estaba promoviendo desde dentro también. En el último capítulo Monzón cuenta que en una ocasión le recordó a Felipe González que Carrero Blanco jugó un papel importante, protegiéndolo a él y su grupo desde los servicios secretos del momento para que tomarán el poder en el PSOE. El padre de Carmen Romero, médico militar, era el doctor personal de Carrero. «Usted verá que jamás saldrá de labios de un socialista una palabra contra el almirante Carrero Blanco», dice el general que le contestó González. En este tercer capítulo Monzón asegura, en fin, que Francia estaba detrás de los grupos de extrema derecha que operaban en España por «el temor al comunismo». La afirmación es sorprendente y más teniendo en cuenta que Francia ha sido durante décadas una de las manos que ha mecido la cuna de ETA y de los nacionalismos periféricos.

El capítulo 4 se titula «Suárez, un hombre con suerte política». La posición del autor es que Areilza habría hecho mejor la Transición porque «era un tipo excepcional, aunque fuera todo lo chaquetero que se quiera» y en sus notas claramente apostaba por él. Niega que Suárez tuviera ningún papel en la instauración de la monarquía juancarlista. La orden vino de fuera y simplemente se acató. «Las grandes fuerzas internacionales, los Estados Unidos de América, dijeron: esto tiene que ser así, no tiene otra salida». Y así es como fue. Monzón dedica más de cien páginas a hacer una crónica de los años 1977 y 1978 vistos a través de sus notas. Hay bastantes observaciones llamativas, pero sería prolijo detenerse en todas. Sobre los particularismos, el lector se entera que Convergencia tenía en 1977 485 militantes, «de risa, vamos», o de que el simpático abuelito Tarradellas andaba ya con la fantasía confederal a vueltas. Tarradellas era «un convencido de que España debe ser una nación unitaria con la excepción de una fuerte autonomía catalana y quizá para el País Vasco. Vamos, algo así no como una federación de todos los pueblos de España sino una federación de España y Cataluña solamente. Su inteligencia, su simpatía y su moderación no deben llegar a engañar sobre sus auténticos propósitos. Es la astucia personificada». Desde el principio del Régimen el autor señalaba problemas que podían hacer temblar el edificio. El primero, «el tema del límite de la regionalización (las famosas y manoseadas “nacionalidades”)», invento terminológico-político parido por Miquel Roca y contra el que Monzón advirtió por ser discriminatorio en el trato regional y porque tenía un avieso objetivo: convertir a algunas regiones, «que son grupos sociales territoriales no autosuficientes, en unidades políticas soberanas o independientes». Un segundo problema era la falta de conciencia nacional de la izquierda española (que jamás ha sido jacobina, centralista y antiparticularista como la izquierda clásica de otros países) y su alianza con los nacionalismos periféricos, que ya desde el principio se tradujo en la consecución de mayores réditos para estos últimos y en el debilitamiento de España como nación y como estado. Un tercer problema eran (a) la debilidad del centro-derecha español en las regiones con movimientos particularistas, donde ese sector del espectro político quedó copado por partidos nacionalistas locales, y (b) su acomplejamiento político, derivado tal vez de que empezó el nuevo régimen con viejos dinosaurios del régimen anterior en sus cuadros, lo que facilitaba la descalificación de “franquista” por parte de sus oponentes. O un cuarto problema que evolucionaría hacia ese peculiar auto-odio a España que se encuentra entre españoles de ciertos espectros ideológicos: según Monzón la monarquía, la Iglesia y la milicia han sido los tres protagonistas centrales de nuestra larga historia y la izquierda y los particularistas no soportan eso, lo que les lleva a desear destruir, negar, manipular o alterar gravemente el ser histórico de España. En este cuarto capítulo, en fin, se reproduce una nota de Monzón sobre el Sahara donde de nuevo muestra que la anexión de Marruecos no le parece demasiado mal. Como resultan sorprendentes en un militar y miembro de los servicios de inteligencia españoles, merece la pena citar sus palabras: «Nada puede sacar España -que está por encima de los intereses partidistas, aunque sean internacionalistas- de volver a poner sobre la mesa este tema, como no sea satisfacer a Argelia, al Polisario y a la URSS y enfurruñar a Marruecos, Mauritania, Francia y Estados Unidos. España no va a recuperar ni la totalidad del Sahara ni facilidad alguna en aquel territorio, por mucho que se clarifique el tema, si es que llega a conseguirse. Sólo molestias, pérdidas de tiempo (a las que tan aficionado parece nuestro Congreso) y quizá prejuicios imprevistos para Canarias y Ceuta y Melilla pueden seguirse de este intento absurdo». Así dicho parece que “no enfurruñar” a algunos es la clave, no sea que haya “prejuicios imprevistos”: una gallarda línea diplomática que sigue hoy plenamente vigente.

El capítulo 5 y último se titula «De la Constitución a la patochada de Tejero» y lo componen otras más de cien páginas con fragmentos de las notas confidenciales de Monzón más comentarios añadidos. El lector descubre allí, por ejemplo, que la famosa frase «hablando se entiende la gente» que Juan Carlos I dirigió a los independentistas catalanes figura en una de las notas más ridículas de Monzón -titulada “¡Por fin, Señor, por fin!”, del 26 de julio de 1979- sobre las negociaciones para el estatuto de autonomía vasco. Después de haber llamado un año antes “bandera absurda” a la ikurriña por pretender convertir en bandera de toda una región a la bandera de un partido racista, nazi, etc, Monzón -llevado por la pasión del consenso- se arranca con una líneas líricas sobre los colores del estandarte aranista. «Habrá de perdonárseme que incluso me sienta un poco poeta hoy». Por piedad intelectual no se reproducen esas líneas. El lector las encontrará en la página 276 del libro. En esa nota no hay, curiosamente, ningún comentario sobre la tragedia ocurrida catorce días antes en Zaragoza, en el hotel Corona de Aragón, donde se alojaban decenas de familiares de los nuevos oficiales de la Academia General Militar -entre ellos la familia Franco y la Queipo de Llano- que iban a asistir a la ceremonia de entrega de despachos. 78 muertos en el momento, 83 contando los heridos que fallecieron semanas después, para uno de los sucesos más trágicos y aún sin esclarecer de la Transición, sobre el que en una ocasión oí decir a un militar de alta graduación que fue clave para que ese “consenso” estatutario al que Monzón dedicó su lirismo ridículo se produjera. A la fosa común del cementerio de Montjuïc fue a parar el misterioso muerto, enterrado primero bajo otra identidad y con documentos falsos, nunca reclamado por nadie, que pudo haber servido para esclarecer la trama de aquella tragedia. Victoria Prego le dedicó en el año 2000 este artículo donde decía que se negó el atentado simplemente porque «no se podía asumir» en aquel momento que alguien te hubiera puesto ochenta muertos más, así de golpe, sobre la mesa. Hablando se entiende la gente, ya se sabe, pero un poco -o un mucho- de sangre siempre ayuda a empujar ciertos cambios políticos o ciertas negociaciones. Sin ir más lejos, en la página 84 el general Monzón habla así del 11M, con sus doscientos muertos y sus mil ochocientos heridos. «Para mí está clarísimo que el atentado fue obra de afectos al PSOE para ganar las elecciones (¿”Afectos” de dónde? ¿De dentro de España, de fuera de España? ¿Afectos ideológicos, afectos por conveniencia o afectos por comunidad de intereses?). Luego Aznar ni siquiera tuvo el reflejo de decir: con esta historia no hay elecciones. Se posponen las elecciones hasta que se normalice la situación. El muy tonto va a las elecciones dos días después. Y luego el choteo ese de localizar a los siete sicarios contratados, que ni eran de Al-Qaeda, porque Al-Qaeda no reconoció nunca el 11M. Y los encuentran en Leganés, en un piso, y de un bombazo se matan o los matan a todos. Con el trabajo que cuesta que decida uno suicidarse, lo deciden siete, de golpe, para que no hable ninguno. Lo del 11M es una siniestra broma». Se cierran comillas. Palabras de un ex-jefe de contraespionaje.

En este último capítulo Monzón responsabiliza al PSOE de sembrar cizaña entre Adolfo Suárez y Juan Carlos I y recuerda que el diario francés Le Monde atacó al presidente español de modo insultante cuando visitó París en viaje oficial. Tampoco Fraga le hizo la vida fácil al líder de UCD y Monzón lo refiere, aunque no entra en detalles sobre cómo fue la relación entre aquellos dos hombres. Los referendos de los estatutos de autonomía vasco y catalán (octubre de 1979) le inspiraron al autor una nota ahora pesimista. El espectáculo del vernaculismo político, con su incipiente campaña contra la lengua española, le llevaba a esta reflexión: «La cultura mundial superviviente es la suma de la latina y la sajona y esas se expresan en inglés, en francés y en castellano. Todo lo demás son sandeces en retroceso. Lo que sucede es que está muy claro el propósito de destruir Europa y llevar al seno de sus auténticas nacionalidades históricas el triste espectáculo de disgregación y disolución…». El lector se queda con las ganas de saber quién tenía ese propósito “muy claro” de destruir a Europa, en tanto que civilización, y a algunos de sus grandes estados-nación. Los nacionalismos localistas son presentados como una cuña en ese proceso, ¿pero quién es el martillo? El autor no nos lo cuenta.

Sobre el particularismo vasco en una nota de marzo de 1980 Monzón escribía que PNV, batasunos y ETA tenían «un tinglado perfecta y complementariamente montado» donde cada uno hacía su papel, pero todos marchaban de consuno. A pesar del derrape de la nota lírica arriba referida, lo cierto es que el autor advirtió desde el principio que el nacionalismo “moderado” tenía los mismos fines que el cafre, aunque las maneras fueran diferentes. Lo cual no fue óbice para que derrapara de nuevo defendiendo que se dieran las transferencias de seguridad y orden público al País Vasco para que el PNV «no tuviera más remedio» que enfrentarse a ETA, algo que este partido nunca hizo cuando finalmente las tuvo en su mano. Monzón sí acertó al dejar constancia de la amistosa tolerancia con que Francia trataba a los incipientes secesionismos, brazo terrorista incluido. «Podemos estar asistiendo, no solamente a un pecado de omisión por parte de París, o a un simple deseo de que el foco independentista no se extienda a “Euskadi norte”, sino quizá al descarado desarrollo de un propósito consciente galo en orden a mantener focos de desestabilización permanentes en España, que disminuyan la amenaza de una creciente competitividad (competencia, quiere decir)»

Lo más pobre de este capítulo 5 es el relato de Monzón sobre las circunstancias que rodearon el 23F. Se han escrito libros de investigación lo bastante completos (por ejemplo, los dos de Jesús Palacios, 23F, el golpe del CESID y 23F, el Rey y su secreto o el capítulo dedicado al 23F en el libro de Alberto Grimaldos La CIA en España) como para venir a estas alturas con la historia de que el 23F «eran Tejero, Milans del Bosch, Pardo Zancada y ya está» y que el malestar causado por los constantes atentados de ETA y la impotencia gubernativa ante ellos fue la causa única de la asonada. Los servicios de inteligencia fallaron, dice Monzón, pero porque no había nada más que la necedad aislada de unos personajes marginales a los que no se prestó suficiente atención. Según el autor, Milans del Bosch «era un insensato que llevaba tres años ejerciendo de “general guapo” en La Moraleja, diciéndoles a todas las señoras de Madrid y a todos los señorones: “Hasta que yo no saque los tanques a la calle esto no se arreglará”. Aquello era de dominio público. Y en realidad, ¿quién le siguió? Nadie». El general Armada era un “mediocre”, los del PSOE querían hacer un gobierno de coalición con una parte de UCD presidido por un militar y el propio Monzón escuchó al teniente general José Gabeiras, jefe de Estado Mayor del Ejército, hablando con Armada por teléfono y susurrando «que dice el Rey que no, que no vayas a Zarzuela». Pero dicho lo anterior, «quien acabó con el 23F -la patochada de cuatro locos- fue el Ejército». Punto final. Ni una mención al papel del CESID en todo aquello y a como los “personajes marginales” de la historia fueron usados cual liebre para el galgo que debía venir detrás (de hecho, los servicios de información de la Guardia Civil -enfurecidos por el desprestigio que el CESID había echado sobre la Benemérita cogiendo a Tejero como tonto útil de la operación- volaron una base secreta del CESID en Madrid en venganza, un atentado sin víctimas que quedó ahí, sin esclarecer nunca oficialmente). Ni una palabra dice Monzón tampoco sobre el verdadero golpe tras el pseudogolpe, el plan de un gobierno de concentración (presidente, Armada, vicepresidente González), ni sobre la lista pactada de ministros y cazada al vuelo en las dependencias del Congreso por la doctora Echave, ni sobre el conocimiento que los EEUU e incluso el Vaticano tenían de lo que se pretendía hacer, ni sobre que en realidad fue Tejero (al negarse a seguir el guión cuando, ya dentro del Congreso, se enteró de que había sido utilizado) el que frustró el verdadero golpe (ahí quedó la famosa frase a Armada -«para eso, mi general, te vas a tomar por culo»- con que lo echó del Congreso cuando vino con la lista del gobierno de concentración). Eso sí, a pesar de ser sólo un sainete de tres insensatos para el autor, el intento de golpe «había puesto de relieve la necesidad de depurar» el estamento militar. Monzón pedía esto en una de sus notas en un momento en que su nombre sonaba como candidato a ministro del Interior. Haciendo méritos para el cargo que nunca llegó…

Otro cargo que no le llegó a Monzón, pero a punto estuvo, fue el de director de los servicios secretos. «Métete en casa y ponte a hacer una reorganización del servicio de inteligencia», le encargó el ministro de Defensa Alberto Oliart tras el 23F, una prueba de que esos servicios no fueron precisamente inocentes en todo aquello, a despecho de lo afirmado por Monzón poco antes. Redactó un informe que entregó en abril de 1981 a Juan Carlos I, el presidente Calvo-Sotelo, el ministro de Defensa Oliart y el ministro de Exteriores Pérez-Llorca. Fue este último el que le dijo el 22 de mayo que estuviera localizable, porque su nombramiento como nuevo director del CESID era inminente. Es de imaginar que el autor se quedaría con dos palmos de narices al enterarse, acto seguido, del nombramiento del controvertido Emilio Alonso Manglano. Monzón sólo hace un lacónico comentario al respecto. «No entendí ni una palabra, aunque supongo que España salió ganando». Y otra afirmación llamativa: «La CIA me ayudó a hacer ese proyecto de reordenación de los servicios». Una de las cosas que se proponía en el proyecto era que los servicios de inteligencia pasaran a depender directamente de la Presidencia del Gobierno y no del Ministerio de Defensa. Eso no se hizo e insinúa que el rey Juan Carlos -a quien siempre se le ha atribuido meter la mano en los nombramientos de los ministros de Defensa- tuvo algo que ver con ello. Para los ingenuos, el general explica de modo fácilmente entendible qué es un servicio secreto. «Los servicios de inteligencia son distintos de lo que piensa la gente cuando habla de espías: consisten en procesar la información de manera que se convierta en asesoría real y práctica para el poder. Y luego, claro, hay que hacer cosas. Pero al que dice que tienen que ser transparentes, se le contesta: para eso no los tenga. La actuación transparente ha de existir en las demás instituciones del Estado. Pero los servicios de inteligencia existen para hacer con la mano izquierda lo que no se puede hacer con la derecha». Queda claro ¿no?. Por cierto, el general dice que las autonomías son el gran fracaso de la Transición y asegura no entender qué demonios está haciendo el actual servicio de inteligencia con la crisis separatista. Quién sabe, a lo peor están preparando un escenario confederal plurinacional asimétrico, eso que Teodoro León Gross llamó el Fistrofederalismo de Chiquitistán con ocurrente hastío ante tanto disparate. Monzón hace una observación interesante sobre el artículo 8 de la Constitución donde se establece que las Fuerzas Armadas garantizan el orden constitucional, la integridad territorial y la unidad de España. Desde el momento en que no se dice ni a la órdenes de quién deben hacer eso (por ejemplo, del Gobierno) ni por iniciativa de quién (por ejemplo, de una mayoría parlamentaria), los políticos en realidad se sacuden la responsabilidad de tener que cumplir con tal artículo y mandar al Ejército contra alguien que ponga en peligro el orden constitucional, la integridad territorial o la unidad de España, como ahora está sucediendo. Y puesto que las Fuerzas Armadas no pueden actuar por propia iniciativa y al margen del poder político sin que eso sea considerado antidemocrático y golpista, pues el artículo 8 es un puro brindis al sol que no sirve para nada. El orden constitucional, la integridad territorial y la unidad, en realidad, no los garantiza ni los tutela nadie.

En este capítulo final hay otra curiosa historia de espías. Monzón cuenta que en el verano de 1982 la CIA lo convocó a una reunión en Burdeos y allí le propusieron ser agente en nómina de ellos. «Los intereses de España y de Estados Unidos son los mismos, jamás se te va a hacer trabajar en nada sobre tu país ni contra tu país. Te necesitamos en Iberoamérica». Afirma que les dijo que de ninguna manera y que salió zumbando de allí, conduciendo raudo y sin detenerse durante horas hasta que llegó a Madrid. Siguió manteniendo, sin embargo, las buenas relaciones con los espías yanquis tras aquel episodio. Continuó teniendo contactos “esporádicos” con ellos y fue amigo de «Colombatto, que llegó a ser jefe de la CIA en Europa».

Se podrían señalar bastantes otras cosas llamativas que aparecen a lo largo de las 353 páginas. El libro merece estar, a pesar de sus silencios y su tono chascarrillero en algunos pasajes, en la biblioteca de cualquier interesado en la historia reciente de España. Su lectura deja un sabor amargo, de todas formas. Permite ver que los problemas y las disfunciones que han hecho fracasar al Régimen del 78 (porque no se puede considerar más que un fracaso a cualquier régimen que pone a la nación y al estado al borde de su destrucción) ya estaban ahí desde el principio. En una nota de octubre de 1978 Monzón señalaba, por ejemplo, la «creciente erosión del PSOE por su endémica ambigüedad» en la cuestión de la unidad nacional, coqueteos con la fantasía plurinacional incluidos. Cuarenta años después el partido aludido sigue en el mismo punto, pero con el edificio del estado-nación destrozado tras cuatro décadas de jugar a ponerle dinamita en los cimientos. Tampoco se ha tenido demasiado éxito en la pretensión de crear un turnismo político medianamente civilizado. «El primero que se considera fracasado en el trabajo por un sano bipartidismo entre centro-izquierda y centro-derecha soy yo. Cada vez que veo la brutalidad fanática que muestran hoy día los participantes en tertulias no puedo aguantarlo, porque por ese camino no se va a ningún lado». En realidad sí se va a algún lado, aunque no precisamente bueno. A un frentismo cainita y a una desvertebración colectiva tan peligrosa como suicida.

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FERNÁNDEZ-MONZÓN ALTOLAGUIRRE, Manuel & MATA, Santiago: El sueño de la Transición. Los militares y los servicios de inteligencia que la hicieron posible, Esfera de los libros, Madrid, 2014.

GONZÁLEZ MATA, Luis M. Terrorismo internacional. La extrema derecha, la extrema izquierda y los crímenes de estado, Argos Vergara, Barcelona, 1978.

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Muchas gracias.
 
La sociedad civil debe salir en masa y protestar, no hay otra opción.


Totalmente de acuerdo. Es la única solución que queda. O, actuamos el pueblo, o aquí no se puede hacer nada. No podemos seguir así con este gobierno. Ya hace tiempo que todos callan. Cuando abren la boca es para luchar entre ellos, a ver quien puede hacer quedar mal al del otro partido. Y, los ciudadanos aquí estamos. Manejados por una tropa de corruptos, en un país, de cada vez, más en decadencia.
 
¿y que va a pasar el 1 de Octubre? ¿es un pulso para lograr altas cotas de autogobierno? ¿vamos a ver un Cataluña independiente con el beneplácito de la élites? @A bordo del Titanic
Esta claro que estamos asistiendo a algo que a el común de los mortales se nos escapa.
que los medios de comunicación nos manipulan y nos engañan está mas que claro.

Ya es que no sabemos ni hacia adonde nos dirigen, todo parece un caos.

Los medios de comunicación están dando noticias alarmantes, excepto los catalanes que cuentan las mentiras que les dictan los políticos. Hay que reconocer que El Periodico de Cataluña haya sido valiente al publicar el aviso de la CIA, Ya le han puesto verde al director.:cat:

Los políticos catalanes mienten sin parar. Los políticos nacionales no se arteven a parar los pies al gobierno de Cataluña. Tienen pavor a usar cualquier clase de fuerza. Han sido tan cobardes que no se impusieron al gobierno catalán ni a los mozos de escuadra cuando constataron que se pasaron por el arco de triunfo el aviso de los norteamericanos. Hay que contar con que toda la izquierda en masa habria puesto el grito en el cielo si el PP hubiera hecho uso del poder que da al Estado la Constitución en tema de terrorismo .
Unos por mentir sin parar, nada más abrir la boca, los otros por omisión, por miedo a las consecuencias con los catalanes y porque no tendrían el apoyo del PSOE. En medio, 16 personas muertas y más de 100 heridos.

¿Tenemos remedio?
 
Vivimos bajo una nube de mentiras y confusión.Donde los protas permanecen escondidos y a salvo.Somos sometidos y vigilados permanentemente.Nos incitan con su manipulación de la prensa oficiosa a tener opiniones enfrentadas, a la hora decisiva será la gente la que batalle, se subleve y luche entre si,mientras ellos siguen a salvo.Desde que la memoria y documentación alcanza,en los albores de la sociedad,ha sido así.Con los conocimientos que tenemos hoy día,tenemos un lugar de responsabilidad muy importante en este juego maléfico,no entrar al trapo de esos enfrentamientos,no tener tensiones,que también saben elaborar y que salgan esos "escondidos, que tiran la piedra y esconde la mano"que den la cara y que si la lían de verdad, que sean ellos los que pongan sus muertos.
 
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