El fútbol es de los que lloran

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El fútbol es de los que lloran
Publicado por Jorge Decarlini
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Un fan del Huddersfield Town con su móvil. Fotografía: Cordon.
Últimamente se cuelan en todas las retransmisiones futbolísticas. La cámara gira hacia el graderío y ellos reaccionan, raudos, como si el único motivo de su presencia allí fuera precisamente ese momento. Se les ilumina el rostro porque van a salir en la tele. ¡En la tele! Un logro reservado a aquellos que pasean por la ciudad en plena ola de calor o los que repostan cuando sube la gasolina. Luego están los que se descubren en las pantallas del estadio y, en lugar de buscar la cámara, saludan directamente al videomarcador, conformando un plano todavía más ridículo. Genios. Eso sí, hay que concederles la habilidad para encontrarse. ¿Adónde están mirando? Yo, en el descanso, o meo lo bebido en la previa o rezo para que la suerte cambie o comento la película en el vomitorio. Y ya con el balón en juego no me percataría ni de que la aurora boreal se estuviese produciendo a mi vera. ¿Cómo se da cuenta esta gente tan rápidamente de que les están enfocando? Y, sobre todo, ¿por qué carajo sonríen? ¿Qué es tan gracioso? ¡Que está perdiendo tu equipo, espabilado!

Pero bueno, podría ser peor. Podrían estar grabando con el móvil. El origen de la avería cerebral de esos tipos es un misterio tan insondable como la identidad de Jack el Destripador. Incomprensiblemente, proliferan por todas partes. Palpan sus teléfonos con las yemas de los dedos, prestos para el duelo por dilucidar qué pistolero desenfunda antes, y comparan las marcas y modelos de sus terminales como el que presume de una Colt 45 o Dragoon. Graban siempre, en cualquier lugar, tan absortos que entran ganas de darles unas instrucciones básicas: si te ves en una situación de peligro, huye, alma de cántaro, no grabes con el móvil. Si has pagado por asistir a un espectáculo en directo, no lo veas a través de una pantalla, disfruta y no grabes con el móvil (lo siento, ni ese ni ningún otro vídeo te hará rico en YouTube). Si te cruzas con alguien que se ha tomado algo y va tan a gusto como para no querer recordarlo al día siguiente, hazme el favor, no grabes con el móvil. Deja a la gente en paz y, sobre todo, no grabes con el móvil cuando a ti no te gustaría ser grabado.

En el fútbol, los que sacan el teléfono a la mínima quedan retratados. Hay una estampa cristalina: la estrellita de turno se acerca al córner y surgen decenas de flashes, como un amenazante ejército de luciérnagas al acecho. Esto separa al aficionado del turista. Si el jugador pertenece a tu equipo, estás acostumbrado a verlo cada semana y no existe emoción alguna en que patee un balón parado. Y si es un rival, prefieres que se parta la pierna en siete trozos antes que ponerte a echarle fotitos. Por no hablar de que alrededor del terreno de juego ya hay unos señores con petos, talento y cámaras profesionales que se dedican a recoger cuanto allí suceda como si les pagaran. Basta echar un vistazo a los medios donde publican para disfrutar su trabajo, cuyo resultado siempre, pero siempre, será superior al de las luciérnagas, sin importar cuántos cientos de euros hayan pagado por sus megapíxeles.

Al turista le importa poco o nada el abusivo precio de las entradas. Total, él solo pasa por caja una vez y, ya que va, quiere la experiencia completa: Bernabéu, Rey León y excursión en autobús a Toledo. Por supuesto, no pasa nada porque un grupo de foráneos acuda a un partido. Me he encontrado con una quincena de chavales estadounidenses que ni siquiera sabían muy bien cómo funcionaban las reglas de este deporte disfrutando de la Fiore en el Artemio Franchi, o a japoneses cocidos bajo el sol en recintos del sur de España, abanicándose como si de ello dependiera su supervivencia. Siempre que quede en la anécdota que debería ser, todo correcto.

El problema de promocionar los estadios como una parada más del itinerario turístico es que, si se descontrola, desaparece el ambiente y, tras él, cualquier rasgo identitario. Sucede especialmente en los grandes estadios, da igual la fama que arrastren. Old Trafford, sin ir más lejos. Pero entre el señor que creyó conveniente usar el mango de su paraguas para pescar el cuello del linier (ante mis tiernos ojos de diez años) en una fase de ascenso al grupo X de Tercera División y el turista que porta orgulloso su bolsa de la tienda oficial tiene que haber un punto intermedio. Prometo que lo he visto. Se llama aficionado de toda la vida.

Para el dirigente, este sujeto (otrora su único sustento) puede llegar a resultar incómodo. Por eso lo exprime cada vez más, subiendo el precio de abonos y entradas. Que pague y calle. Total, si un día dice hasta aquí hemos llegado, seguro que otros hacen cola para ocupar su sitio. Lógica caciquil. Y, cuando se marche, lo más probable es que contrate la metadona del canal de pago que, al fin y al cabo, es lo que mantiene el chiringuito. Además, el aficionado fiel tiene una costumbre muy fea: protesta cuando la pelotita no entra. Y no solo eso. Comete la insania de percibir su club como algo arraigado a la comunidad, por lo que es capaz de proferir cánticos u organizarse para protestar si los que mandan diversifican sus funciones, esto es, cuando el puesto en la directiva se les queda pequeño y se meten a chorizos para complementar su sueldo. Que esa es otra. Ir al fútbol como aficionado de a pie te convierte en delincuente potencial. Y a los del palco los agasajan, a pesar de que allí, en proporción, suelen acumularse más delitos que en el resto del estadio.

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Mbappe con los flashes de los móviles al fondo en un partido Celtic vs Paris St Germain, 2017. Fotografía: Lee Smith / Cordon.
¿Cómo se hace alguien de un equipo? Los caminos son inescrutables. Obviamente, aún resiste la vía más tradicional de todas, que no es otra que seguir el ejemplo de algún familiar cercano. Apechugar con lo que se ha mamado en casa desde pequeño, en definitiva. Bien. Aunque tampoco obviemos que hay herencias que, más que un emotivo legado, por momentos son una verdadera desgracia; una cruz con la que cargar a cuestas durante toda la vida. Como contraposición encontramos a los cegados por el brillo de los trofeos, esos que se arriman al sol que más calienta. Si actúan así en algo como el fútbol, ¿qué no harán con el resto de su vida, con lo importante? Aterra solo de pensarlo. El disparate alcanza el punto álgido cuando se enfrenta al equipo de su tierra y, por esos deliciosos milagros cada vez más escasos, el grande pierde. Entonces presume de todos los trofeos que ellos han ganado, no como sus infelices vecinos, que penan en el estadio sin un mísero título que llevarse a la boca. A quién se le ocurre, cuando podrían celebrar Copas de Europa sin moverse del sofá o, como mucho, haciendo el imbécil en la fuente del pueblo.

Los nuevos tiempos también traen aparejadas otras maneras de acercarse a un club. Actualmente, la desmedida atención mediática se dedica de manera exclusiva a los conjuntos más poderosos, tanto a nivel nacional como global. Por ello, porque la cobertura alcanza cualquier rincón del planeta, ya no resulta extraño encontrarse con encendidas discusiones tuiteras entre individuos separados por miles de kilómetros de los escudos o jugadores que lucen en sus fotos de perfil. Muchos ni siquiera sabrían situar en el mapa la ciudad donde juegan de local. Esta penetración en el mercado nacional no se circunscribe únicamente a aquellos países con una tradición balompédica discreta. De un tiempo a esta parte, en Argentina (quizás el país donde más fútbol se respira del mundo) ya es una escena cotidiana cruzarse por la calle a gente portando camisetas de equipos europeos. Y comentando detalles muy específicos de su actualidad diaria. Esto, antes, era impensable.

También se ha disparado el culto al jugador, y hasta al entrenador. Hay quien se convierte en acérrimo seguidor de un conjunto según dónde desempeñe su función un profesional concreto. Y, cuando se marcha, se lleva a sus seguidores con él. Incluso, hoy en día, la gente le coge cariño a un determinado equipo en función de la felicidad que sea capaz de aportarle en un videojuego. Sí, esos que van a lo fácil y arrancan su aventura en el FIFA o el PES con, por ejemplo, el París Saint-Germain o el Manchester City. Luego, en los partidos de carne y hueso, terminan deseando su victoria sin que exista otro nexo más palpable que el criterio de los desarrolladores del juego para evaluar las características de los jugadores (algo que, dicho sea de paso, daría para una exacerbada discusión aparte).

Los que no ven problema alguno con este nueva corriente, o los que incluso la defienden, pretenden deslegitimar las quejas tildándolas de arrebato nostálgico. Su objetivo es que te sientas poco menos que Abe Simpson gritándole a una nube. Sí, la reticencia a cualquier clase de cambio a menudo se fundamenta en el deseo de que todo permanezca tal y como nos lo encontramos cuando llegamos. Confundir experiencia con idoneidad. Y eso, obviamente, es una estupidez como un piano. Sin embargo, no menos cierto es que abundan los que aprovechan para tratar de vendernos a precio de oro auténtica mierda empaquetada con la reluciente etiqueta del progreso. Pocos ámbitos como el futbolístico lo ponen tan de manifiesto.

Puntualiza Galder Reguera, autor del maravilloso Hijos del fútbol (Lince Ediciones), que, al final, uno no es del equipo que le hace sonreír, sino del que le hace llorar. Y es que claro que es posible acoger nuevas simpatías, y hasta sentirse seguidor de un club por motivos que a la vista de otros ojos resultarían espurios. Faltaría más. Se pueden disfrutar con tantas victorias como se quiera. No es extraño escuchar a gente que se declara aficionada de dos, tres o cuatro equipos. Los que sean. Pero, amigo, las lágrimas, las que te sorprenden cayendo en la intimidad, o las que secas en público con tu bufanda, solo se derraman por uno.

Todo este invento del fútbol negocio puede parecer muy fructífero, pero tampoco conviene olvidar que, si revienta la burbuja, los primeros en huir del barco serán los clientes y los turistas. Los que graban con el móvil y los que no saben ni cómo se llega al estadio. En cambio, quedarán los que tienen las manos ocupadas animando, o los que desearían más dedos para poder morder más uñas. Los que lloran. Los que siempre estuvieron ahí. A menos, claro, que consigan echarlos antes.

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Un aficionado llora durante el partido entre el FC Nürnberg – Hannover 96 (2014). Fotografía: Cordon
http://www.jotdown.es/2018/05/el-futbol-es-de-los-que-lloran/
 
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