El cine negro y policíaco europeo.

A sangre fría / Juan Bosch / España / 1959 / 80'
Carlos, un joven que habita en el extrarradio de la gran ciudad, tiene ambiciones y desea cambiar de vida, aunque la base sea el delito. Por ello le sugerirá el plan de robar en las oficinas de la empresa donde él trabajaba a un amigo con contactos. El golpe puede darles mucho dinero...
 
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El robo al Banco de Inglaterra (John Guillermin, 1960, Reino Unido)

En 1901, un grupo de nacionalistas irlandeses buscan dar un golpe al gobierno británico atracando el Banco de Inglaterra.

 
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Los implacables (John Lemont, 1961, Reino Unido)

Una película británica de 1961 que cuenta sobre los extorsionistas y las guerras de pandillas en el West End de Londres. Paddy Damion (Sean Connery) es un ladrón atraído por el mafioso Harry Foulcher (Alfred Marks) para apoyar a su compañero de andanzas que ha sido herido en un robo. Pero se mantiene alerta con él y, aunque tiene una novia, seduce a la hermosa Anya (Yvonne Romain), la amante Zhernikov (Herbert Lom) jefe de la banda. El detective Sayers (John Gregson) está dedicado a enfrentar el crimen organizado

 
THOMAS L’IMPOSTEUR (1965, George Franju) [Thomas el impostor]
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Disfrutar y paladear las excelencias de THOMAS L’IMPOSTEUR(1965), aparece como una nueva oportunidad, para adentrarse en el estilo personalísimo, de uno de los realizadores más singulares, libres y apasionantes de la cinematografía francesa; George Franju. Fallecido en 1987, y protagonista hace muy pocos años, de una cuidada retrospectiva en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, no deja de ser triste que su obra -menguada en largometrajes-, siga siendo pasto del desconocimiento, puede que con la sola excepción de LES YEUX SANS VISAJE (Ojos sin rostro, 1960), quizá su obra más rotunda, y probablemente la cima del cine fantástico francés. Y es que a la hora de abordar la obra de Franju, creo que llegado es el momento -y no soy el primero en señalarlo-, en situarlo dentro de esa nómina de cineastas europeos de relieve -como podrían ser Bergman, Fellini, Resnais o Tarkovski-, a los que se podría introducir sin duda como cineastas ligado al fantastique, siempre vehiculándolo de una manera ligada a la personalidad de cada uno de ellos. En el caso del protagonista de estas líneas, su cine se caracteriza por una visión sombría y desesperanzada del mundo, tamizada por una corriente romántica, sin olvidar en ella una abierta introducción a universos y atmósferas de pesadilla, trasladando en ello esa querencia por un horror cotidiano, siempre trabajado a través de la utilización de la iluminación, y los recursos proporcionados por el lenguaje cinematográfico.

Dos años después de la magnífica JUDEX (Idem, 1963), Franju parece entonar con THOMAS L’IMPOSTEUR (1965), su canto de cisne con el clasicismo fílmico. Tras la misma, se insertará en el ámbito televisivo, retornando en los primeros setenta con películas -que lamento no haber contemplado-, en líneas generales muy cuestionadas, que casi le obligarán a la realización para la pequeña pantalla, que finalizará a finales de la década de los setenta. La película, será una adaptación -en la que colaborará el propio escritor, junto con Franju y otros guionistas-, de una novela de Jean Cocteau, encontrándonos desde el primer momento con una personalísima impronta visual -impagable la textura casi fantasmagórica, con la iluminación en blanco y negro ofrecida por Marcel Fradetal, recuperado de JUDEX-. Sus primeros pasajes, punteados por una voz en off de Jean Marais, -omnipresente en todo el metraje, en ocasiones irrelevante, en otra -su aporte final-, hondamente ligado a sus imágenes-, nos introduce a la celebración que ha convocado por la valerosa princesa de Bornes -exquisita Emmanuelle Riva, también recuperada por el cineasta, de la previa THÉRÈSE DESQUEYROUX (Relato íntimo, 1962)-. Una celebración que ofrece a la alta sociedad parisina, en el salón del hotel que regenta desde que es viuda, cuando la capital se encuentra a punto de ser invadida por las tropas alemanas, en la I Guerra Mundial. Una mirada punzante en torno a esa burguesía mezquina e hipócrita, entre la que resalta por su honestidad y su capacidad de servicio, ya que se niega a abandonar París, pese a los constantes llamamientos de su fiel amigo y secreto enamorado Pasquel-Duport (Excelente Jean Servais), responsable de un prestigioso rotativo parisino. Por el contrario, la protagonista no cejará en el empeño, de convertir el hotel en un hospital provisional de heridos de guerra, algo que aparecerá casi imposible de conseguir, hasta que, de manera imprevista, surja la figura de un joven de 16 años. Se trata de Guillaume Tomas de Fontenoy (Fabrice Rouleau) que, de manera inesperada, al ser sobrino de un reputado general, logrará ese permiso que la noble casi había dado por perdido. A partir de ese momento, se iniciará su labor altruista, en medio de un contexto lleno de dolor, destrucción y muerte. Un recorrido en el que el joven Thomas le acompañará, aunque ni la protagonista, ni su joven hija Henriette (Sophie Darès), perciban la personalidad extraña y huidiza del muchacho, más preocupado por vivir como espectador algo que de sentido a su vida, que el de luchar en función del uniforme que luce en todo momento. Sin embargo, en lo que si caerán madre e hija, es en la fascinación por este, bastante más comprensible en Henriette, aunque más intensa e interiorizada por su madre, viendo en el joven esa frescura vital que quizá ya se ha escapado en su vida. Lo que ellas no llegarán a descubrir, es que en realidad Thomas no es sobrino de general alguno, siendo sin embargo un inesperado y sorprendente arribista emocional, que desea sublimar una existencia pobre y frustrante, luciendo ese lustroso uniforme allá por donde pueda.

Sorprende, y mucho, que en pleno 1965, con un cine mundial dominado por corrientes cinematográficas e incluso modas de tanta implantación, Franjú se decidiera por rodar una historia de tanta sensibilidad y apariencia anacrónica. No existen muchos asideros en ella para el gran público -me sitúo en el momento de su estreno-, pero ello si cabe dotar de más valor a esta magnífica película, dominada por un doloroso romanticismo, que al tiempo que conecta plenamente con la obra precedente del realizador, destaca tanto por su mirada terriblemente cuestionadora del hecho bélico, y se embarca en las aguas de un sorprendente y arriesgado ámbito romántico. Con esos mimbres, y la base literaria de Cocteau, nuestro realizador supo fraguar una obra de enfermiza fuerza dramática, que al tiempo que debería figurar en cualquier antología de propuestas antibélicas, no desaprovecha la ocasión para confluir en sus fascinantes imágenes, una extraña alquimia en la que el amor, la frustración, el deseo y la destrucción, aparece casi como en una dolorosa danza de la muerte.

Franjú se enfanga hasta las cejas en todos aquellos episodios que describen el horror de aquella terrible contienda -como lo han sido todas, por otro lado-, destacando en sus imágenes pasajes tan intensos, como esa recogida de heridos, en la penumbra de la noche, en una granja abandonada, donde se encuentran alemanes heridos casi de muerte, que parecen fruto de la más pavorosa de las pesadillas. O en ese bombardeo que pillará desprevenidos a la princesa y a Thomas, que en su intensidad se adentrará en el terreno del horror más absoluto -¡que hermosa, la metáfora del caballo que huye, con su crin abrasada por el fuego!-. Pero junto a ese contexto de indescriptible horror, hay lugar para el amor. Ese amor que sentirá de manera creciente la hija de la protagonista, pero que vivirá en lo más hondo de su alma -y lo expresará con exquisita sensibilidad la Riva-, su madre, incapaz de hacérselo entender a Henriette, aunque el paciente y siempre servil Duport si se lo haga notar, pese a que en ningún momento se oponga a los deseos de esa mujer a la que ha pedido en matrimonio, y que ella ha rechazado amablemente, reconociendo la amistad que le une a él.

Inquietante y sombría, densa en sus secuencias, en las miradas de sus actores, en la oscuridad que en todo momento se percibe en sus imágenes, en ese poso de decadencia que rezuma su cuidada dirección artística. No cabe duda que George Franju rodó uno de los mejores episodios de su carrera -quizá el más atrevido, terrible, poético y conmovedor de todos ellos-, en los minutos finales de THOMAS L’IMPOSTEUR. Una obra que más de medio siglo después de su realización, no solo se revela de admirable vigencia sino, sobre todo, reveladora de un estilo íntimo, de dolorosa y sombría sensualidad, que por desgracia, tendría ya un escaso recorrido en la trayectoria posterior del cineasta.

Calificación: 3’5

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Los bajos fondos (Jean Renoir, 1936) / Francia / 92 min.

Basada en la novela homónima de Maxim Gorki. Un barón arruinado después de haber dilapidado su fortuna en el juego y las mujeres congenia con Pepel, un ladrón profesional del que están enamoradas dos hermanas. El marido de una de ellas regenta una sórdida posada en la que se instalarán el barón y Pepel.

 
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M, el vampiro de Düsseldorf (Fritz Lang, 1931) / Alemania / 111 min.
Un asesino de niñas tiene atemorizada a toda la ciudad. La policía lo busca frenética y desesperadamente, deteniendo a cualquier persona mínimamente sospechosa. Por su parte, los jefes del hampa, furiosos por las redadas que están sufriendo por culpa del asesino, deciden buscarlo ellos mismos.
 
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La evasión / Jacques Becker, 1960 / Francia / 113 min.

Manu, Roland, Jo y Vosselin comparten celda en la prisión francesa de La Santé. Los cuatro han pensado un elaborado método para escapar de la prisión, pero cuando están a punto de ejecutarlo, les asignan un nuevo compañero de celda, al que no saben si comunicarle o no sus planes

 
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Al anochecer (Claude Chabrol, 1971, Francia, 99 min.)

Charles Masson, un ejecutivo de publicidad casado, estrangula durante una sesión de sadomasoquismo a su amante, una mujer que además era la esposa de su mejor amigo, el arquitecto François Tellier. Presa de los remordimientos, Charles se lo confiesa a su mujer, pero ella extraña e inexplicablemete le quita importancia al asunto...

 
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Milano odia: la polizia non può sparare / Umberto Leniz / 1974 / Italia / 90'

Un delincuente de poca monta matará a quien sea para lograr sus objetivos...

 
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El albergue de los suicidas / Victor Merenda, 1958 / Italia / 84 min.

Un hombre (Vidal) que fue herido en un accidente, recibe una visita en el hospital, que le sugiere una propuesta inesperada: a cambio de cierto monto de dinero, podrá ir a un hotel (Pensione Edelweiss) donde, cuando no lo espere, será asesinado con sutileza y sin dolor. Vidal acepta el trato. Cuando llega a Pensione Edelweiss, un solitario albergue en medio de las montañas, se encuentra con otras seis personas que están allí con el mismo propósito: dejar este mundo por uno mejor.
 
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Alguien detrás de la puerta (Nicolas Gessner, 1971, Francia, 97 min.). Charles Bronson, Anthony Perkins, Jill Ireland.

El doctor Jeffries, un psiquiatra dedicado a la investigación, pasa poco tiempo con su mujer Frances. Ella le abandona por su amante, Paul Damien. Cuando Jeffries recibe la visita de un extraño con amnesia, le convence de que Frances es su esposa, que planea ponerle celoso, vengándose así de su mujer con este extraño como intermediario.

 
WITNESS IN THE DARK (1959, Wolf Rilla)
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Sin ser un número demasiado representativo de su obra, no creo que existan muchos aficionados españoles que hayan logrado contemplar cuatro títulos de cuantos filmara el alemán y residente en Inglaterra Wolf Rilla, para poder ya intuir en sus imágenes, unas determinadas coordenadas, que podrían delimitar tanto una serie de características comunes, como incluso la presencia de elementos de estilo, tanto formales como temáticos. WITNESS IN THE DARK (1959), aparece rodada muy poco antes de su título más conocido, y sorprende de entrada por su extrema modestia, algo que en realidad Rila prolongó en su obra, integrada por lo general por títulos de clara serie B y de muy ajustada duración –en este caso apenas sobrepasa la hora de metraje-, inscrita en géneros lindantes, como el policíaco, algunos con ascendencia o ecos norteamericanos, el thriller –como es en este caso- o la propia ciencia-ficción, como ejemplificaría la mítica VILLAGE OF THE DAMNED (1960). Es decir, su cine aparecer por lo general revestido por lo sombrío –quizá una excepción sería la muy cercana en el tiempo BACHELOR OF HEARTS (1958), que contaba con un guión autobiográfico firmado por Frederick Raphael-, dentro de una inclinación incluso con lo bizarro que, no obstante, no se despega de una mirada en buena medida realista, inclinada abiertamente por un tono desesperanzado. Es por ello, que bajo la simplicidad de sus bases argumentales, Rilla propone una serie de apólogos morales, oscilando entre la extrema sobriedad y el dramatismo de sus imágenes, entre el fatalismo y la esperanza de una nueva oportunidad, incluso cuando esta venga vehiculada a partir del sacrificio de alguno de sus protagonistas.

Buena parte de ello queda expuesto en esta producción de tan cortos medios de producción, que Rilla sabe revertir con notable destreza, intuyéndose en ello una implicación personal, que sobrepasa con mucho la mera efectividad artesanal. Todo ello, hasta el punto de brindar, con todas las objeciones que se pueda ofrecer a un conjunto tan limitado de recursos, una visión de esa viciada sociedad británica que se encontraba a punto de entrar en un nuevo compás a todos los niveles, y que se encontraba aún dominada por prejuicios y vicios casi consustanciales a su personalidad. En realidad, este contexto queda delimitado en un relato de suspense, que se dirime esencialmente en el marco de un adusto edificio de apartamentos, donde reside la protagonista de la película, una joven invidente llamada Jane (Patricia Dainton). Ya en los mismos títulos de crédito, adornada con la extraña banda sonora que acentúa sus pasajes más inquietantes, descubrimos que trabaja como operadora en una oficina, antes incluso de percibir su ceguera. Pese a su minusvalía, Jane es una muchacha caracterizada por el voluntarismo. Vive en ese angosto edificio de apartamentos, dando clases a un joven invidente que no se resigna a su nueva condición, ayudando incluso a la anciana sra. Temple (Enid Lorimer), que vive en soledad, con el único aliento que le proporciona nuestra protagonista. Junto a ambas, reside el matrimonio Finch, representativo del mundo obrero urbano, con un esposo deseoso de abstraerse de la dura jornada laboral, leyendo el periódico en su casa, mientras que su mujer –Madge Ryan-, no deja de representar a la clásica mujer chismosa, representativa del inglés de clase media-baja. Pese a la escasez de ingresos de la anciana, esta atesora un valioso broche que le legó su esposo antes de morir, y que ha preferido conservar en su modesto apartamento, escondido en un tarro, antes que custodiarlo o incluso venderlo, ya que lo trae recuerdos de su difunto marido.

Un joven –Nigel Green- tendrá noticia de la existencia de dicha joya, y acudirá hasta la vivienda de la sra. Temple, matándola para poder robarla. Sin embargo, sus noticias le llegarían antes de que la anciana variara el escondite, por lo que finalmente no la encontrará, aunque ello le haga encontrarse con Jane, produciéndose un tenso encuentro, pese a que el criminal no abra la boca, y la muchacha no pueda verle, aunque lo roce con sus manos. Tras descubrir el cadáver, Jane será objeto de los interrogatorios policiales, especialmente intensos de manos del inspector Coates (Conrad Phillips), no pudiendo ella ayudar demasiado, a la hora de proporcionar pistas que permitan dar captura al autor del crimen. Sin embargo, el esfuerzo del inspector poco a poco irá dando sus frutos, al tiempo que de manera inesperada, le vayan acercándose a Jane, algo que ella también irá sintiendo, rompiendo en cierto modo esa máscara que aún porta, como recuerdo de ese novio con quien vivió un accidente de tráfico, que le costó la vida al muchacho, conservando una fotografía de este, que paradójicamente no podrá contemplar. Es más, la joven incluso mostrará su arrojo, a la hora de servirse de cebo para lograr la captura del asesino, quizá intentando con ello exteriorizar una cierta venganza sobre él, algo que intentará con timidez, tras su definitivo apresamiento.

No puede decirse que WITNESS IN THE DARK aparezca en su base argumental como un conjunto dechado de originalidad, aunque justo es reconocer que suponga al mismo tiempo una cierta continuidad en torno a los thrillers con protagonista invidente –recordemos la estupenda 23 PACES TO BAKER STREET (A 23 pasos de Baker Street, 1956. Henry Hathaway) –de nuevo Rilla asumiendo influencias de títulos de ascendencia hollywoodiense, aunque también compartiendo producción británica-, pero al mismo tiempo abriendo un escenario dramático, que se prolongaría en los años sesenta y setenta, con conocidos y no demasiado gloriosos exponentes del género, rodados por Terence Young y Richard Fleischer. En su oposición, nos encontramos con una producción de muy bajo presupuesto, en la que el realizador alemán utiliza su intriga de base –a la que sirve con brillantez, en aquellas secuencias tensionadas por la presencia del asesino, o en una planificación que prima la utilización expresiva de los objetos de dicha tensión-, al objeto de reiniciar en esa mirada desesperanzada sobre una sociedad deshumanizada y embrutecida. Un mundo obrero inglés, que desperdicia su existencia con ritos dominados por la mediocridad y la alienación, y en la que paradójicamente, la ceguera de Jane, servirá para que la muchacha pueda vivir una existencia paralela, emergiendo de un viciado y desazonador ámbito existencial. Ella misma lo expresará a Coates, en la que será la secuencia más definitoria del relato, en la cual Rilla optará por un elegante travelling lateral, insuflando con ello un oasis de sinceridad emocional, en una premisa marcada hasta entonces por la frialdad o el dramatismo. No cabrá ya duda que Wolf Rila en realidad insufla a sus imágenes, la posibilidad de una soledad compartida, por ese inspector de presumible hastiada existencia, con esa protagonista que sorprende por la lucidez que le acompaña, y en la que con probabilidad su ceguera, es la que le proporciona una especial luz interior. Esta querencia por una posibilidad de redención existencial –como la que planteaba el falso acusado de THE LARGUE ROPE (1953)-, no impide que WITNESS IN THE DARK funcione como relato de suspense. Sucede que nos encontramos ante una película en la que se puede decir que no sobra un plano, aspecto por el cual por momentos se tiene esa sensación de apresuramiento, que quizá contribuya a disipar la posibilidad de encontrarnos ante un logro absoluto. No lo es, como tampoco sucede con los otros títulos de Rilla a los que he tenido ocasión de disfrutar. Ello no impide definirlos todos en un considerable nivel. Tanto como el que ofrece esta modesta, pero densa y asfixiante producción, en la que podemos destacar tanto una muy competente dirección de actores, todos ellos desconocidos, con la excepción de Nigel Green, o la presencia de un casi niño Richard O’Sullivan –muchos años después, protagonista de la serie televisiva “Un hombre en casa”-, como la ya probada capacidad del director para generar tensión, tal y como se puede percibir incluso en la combinación de esta con el uso de la elipsis –el asesinato de la anciana- o en pasajes dominados por una extraña inquietud –el encuentro del asesino con Jane en la escalera-. Sin embargo, la película no dejará de mostrarnos dos instantes escalofriantes, dignos de cualquier antología del suspense cinematográfico, con las que la integridad de la muchacha se transformará, en apenas instantes, en un peligro sentido por el propio espectador.

Aparecida casi al margen de las corrientes renovadoras que acechaban el cine inglés de finales de los cincuenta, WITNESS IN THE DARK comparte con ellas esa mirada crítica sobre la sociedad inglesa de su tiempo. Y lo hará además de forma libre, despojada de las convenciones de estudio, tal y como podría suceder con excelentes policíacos como el coetáneo THE WHITE TRAP (1959, Sidney Hayers). Tan solo quizá, una mayor hondura en los recovecos dramáticos de la propuesta, o lo chirriante que aparezca su banda sonora en algunos momentos, sean pequeños desajustes, en una propuesta notable, que avala la singularidad, de uno de los nombres que quizá deberían ser ya merecedores de un reconocimiento, dentro del cine inglés de su tiempo; Wolf Rilla.

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