El baúl de los fragmentos perdidos

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La conciencia de que era absolutamente impotente le hizo el efecto de un mazazo, pero al mismo tiempo lo tranquilizó. Nadie le obligaba a tomar ninguna decisión. No tiene que mirar a la pared del edificio de enfrente y preguntarse si quiere o no vivir con ella. Teresa lo ha decidido todo por su cuenta.

Fue al restaurante a almorzar. Estaba triste pero durante la comida pareció como si
la desesperación inicial se hubiera fatigado, como si hubiera perdido fuerza y no hubiera quedado de ella más que melancolía. Miraba hacia atrás, hacia los años que había vivido con ella, y le parecía que su historia común no podía haberse cerrado mejor de lo que se había cerrado. Si aquella historia la hubiera inventado otra persona, no hubiera podido terminarla de otro modo:

Teresa llegó un día a su lado sin que él la hubiera invitado. Otro día, del mismo modo, se fue. Llegó con una pesada maleta. Con una pesada maleta se fue.

Pagó, salió del restaurante y se puso a pasear por las calles, lleno de una melancolía que se hacía cada vez más hermosa. Había pasado siete años de su vida con Teresa y ahora comprobaba que aquellos años eran más hermosos en el recuerdo que cuando los había vivido.

El amor que había entre él y Teresa era bello, pero también fatigoso: tenía que estar permanentemente ocultando algo, disfrazándolo, fingiendo, arreglándolo, manteniéndola contenta, consolándola, demostrando ininterrumpidamente su amor, siendo acusado por sus celos, por su sufrimiento, por sus sueños, sintiéndose culpable, justificándose y disculpándose. Aquel esfuerzo había desaparecido ahora y permanecía la belleza.

Se acercaba la noche del sábado, por primera vez paseaba solo por Zurich y aspiraba al perfume de su libertad. Detrás de cada esquina se escondía la aventura. El futuro había vuelto a convertirse en un secreto. Su vida de soltero le había sido devuelta, una vida para la cual antes estaba seguro de haber nacido, seguro de que era la única que le permitía ser tal como de verdad era.

Hacía ya siete años que vivía atado a Teresa y cada uno de sus pasos era observado por los ojos de ella. Era como si le hubiera atado al tobillo una bola de hierro. Su paso era ahora, de pronto, mucho más ligero. Casi flotaba. Se hallaba en el campo mágico de Parménides: disfrutaba de la dulce levedad del ser.

(¿Tenía ganas de telefonear a Sabina a Ginebra? ¿De llamar a alguna de las mujeres que había conocido en Zurich en los últimos meses? No, no tenía la menor intención de hacerlo. Intuía que, si se reuniera con alguna mujer, el recuerdo de Teresa se haría al instante insoportablemente doloroso.)


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Aquel extraño encantamiento melancólico duró hasta el domingo por la noche. El lunes todo cambió. Teresa irrumpió en su mente: sentía el estado de ánimo de ella cuando le escribía la carta de despedida; sentía cómo le temblaban las manos; la veía arrastrando la pesada maleta en una mano, la correa de Karenin en la otra; se la imaginaba abriendo la cerradura de la casa de Praga y sentía en su propio corazón la orfandad de la soledad que la envolvía al abrir la puerta.

Durante aquellos dos hermosos días de melancolía su compasión no había hecho más que descansar. La compasión dormía, como duerme el minero el domingo después de una serrana de trabajo duro para el lunes poder bajar otra vez al tajo.

Atendía a un paciente y, en lugar de verlo a él, veía a Teresa. El mismo se lo reprochaba: ¡no pienses en ella! ¡No pienses en ella! Se decía: precisamente porque estoy enfermo de compasión, es bueno que se haya ido y que ya no la vea. ¡Tengo que liberarme, no de ella, sino de mi compasión, de esa enfermedad que antes no conocía y con cuyo bacilo me contagió!

El sábado y el domingo sintió la dulce levedad del ser, que se acercaba a él desde las profundidades del futuro. El lunes cayó sobre él un peso hasta entonces desconocido. Las toneladas de hierro de los tanques rusos no eran nada en comparación con aquel peso. No hay nada más pesado que la compasión. Ni siquiera el propio dolor es tan pesado como el dolor sentido con alguien, por alguien, para alguien, multiplicado por la imaginación, prolongado en mil ecos.

Se hacía reproches para no rendirse a la compasión y la compasión lo oía con la cabeza gacha, como si se sintiera culpable. La compasión sabía que se estaba aprovechando de sus poderes y sin embargo se mantenía calladamente en sus trece, de modo que al quinto día de la partida de ella Tomás le comunicó al director del hospital (al mismo que después de la invasión rusa le llamaba a diario a Praga) que debía regresar de inmediato. Le daba vergüenza. Sabía que su actitud tenía que parecerle al

director irresponsable e imperdonable. Tenía ganas de confesárselo todo, de hablarle de Teresa y de la carta que había dejado para él en la mesa. Pero no lo hizo. Desde el punto de vista de un médico suizo, la actuación de Teresa tenía que parecer histérica y antipática. Y Tomás no estaba dispuesto a permitir que nadie pensase mal de ella.

El director estaba verdaderamente afectado.
Tomás se encogió de hombros y dijo: «Es muss sein. Es muss sein».
Era una alusión. La última frase del último cuarteto de Beethoven está escrita sobre estos dos

motivos: Para que el sentido de estas palabras quedase del todo claro, Beethoven encabezó toda la frase final con las siguientes palabras: «Der schwer gefasste Entschluss»: «Una decisión de peso».

Con aquella alusión a Beethoven, Tomás volvía a referirse, en realidad, a Teresa, porque había sido precisamente ella la que le había obligado a comprar los discos de los cuartetos y las sonatas de Beethoven.

La alusión resultó más adecuada de lo que él hubiera podido suponer, porque el director era un gran aficionado a la música. Se sonrió ligeramente y dijo en voz baja, imitando la melodía de Beethoven: «¿Muss es sein?»

Tomás dijo una vez más: «Ja, es muss sein».


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A diferencia de Parménides, para Beethoven el peso era evidentemente algo positivo. «Der Schwer gefasste Entschluss», una decisión de peso, va unida a la voz del Destino («es muss sein»); el peso, la necesidad y el valor son tres conceptos internamente unidos: sólo aquello que es necesario, tiene peso; sólo aquello que tiene peso, vale.

Esta convicción nació de la música de Beethoven y, aunque es posible (y puede que hasta probable) que sus autores hayan sido más bien los comentaristas de Beethoven y no el propio compositor, hoy la compartimos casi todos: la grandeza del nombre consiste en que carga con su destino como Atlas cargaba con la esfera celeste a sus espaldas. El héroe de Beethoven es un levantador de pesos metafísicos.

Tomás partió hacia la frontera suiza y yo me imagino al propio Beethoven, melenudo y huraño, dirigiendo la orquesta de los bomberos locales y tocándole, para su despedida de la emigración, una marcha llamada «Es muss sein!».

Pero luego Tomás atravesó la frontera checa y se topó con una columna de tanques soviéticos. Tuvo que detener el coche en un cruce de caminos y esperar media hora a que pasaran. Un horrible soldado en uniforme negro dirigía el tráfico en el cruce, como si todas las carreteras checas fueran de su propiedad.

«Es muss sein», repetía Tomás, pero pronto empezó a dudarlo: ¿de verdad tenía que ser así?
Sí, era insoportable permanecer en Zurich e imaginarse a Teresa viviendo sola en Praga.
¿Pero cuánto tiempo le torturaría la compasión? ¿Toda la vida? ¿O todo un año? ¿O un mes?

¿O sólo una semana?
¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía comprobarlo?
Cualquier colegial puede hacer experimentos durante la clase de física y comprobar si

determinada hipótesis científica es cierta. Pero el hombre, dado que vive sólo una vida, nunca tiene la posibilidad de comprobar una hipótesis mediante un experimento y por eso nunca llega a averiguar si debía haber prestado oído a su sentimiento o no.

Con estos pensamientos abrió la puerta de la casa. Karenin le saltó a la cara y le hizo así más fácil el momento del encuentro. Las ganas de abrazar a Teresa (unas ganas que aún sentía en Zurich, en el momento de subir al coche) habían desaparecido por completo. Le parecía que estaba frente a ella en medio de una planicie nevada y que los dos temblaban de frío.


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Desde el primer día de la ocupación, los aviones rusos volaban durante toda la noche sobre Praga. Tomás se había desacostumbrado a aquel ruido y no podía dormir.

Daba vueltas en la cama mientras Teresa dormía y se acordaba de lo que había dicho hacía tiempo en una conversación intrascendente. Estaban hablando de su amigo Z. y ella afirmó: «Si no te hubiera encontrado a ti, seguro que me hubiera enamorado de él».

Ya en esa ocasión aquellas palabras le produjeron a Tomás una extraña melancolía. Y es que de pronto se dio cuenta de que era mera casualidad el que Teresa lo amase a él y no a su amigo Z. Se dio cuenta de que, además del amor de ella por Tomás, hecho realidad, existe en el reino de lo posible una cantidad infinita de amores no realizados por otros hombres.

Todos consideramos impensable que el amor de nuestra vida pueda ser algo leve, sin peso; creemos que nuestro amor es algo que tenía que ser; que sin él nuestra vida no sería nuestra vida. Nos parece que el propio huraño Beethoven, con su terrible melena, toca para nuestro gran amor su «es muss sein!».

Tomás se acordaba del comentario de Teresa sobre el amigo Z. y constataba que la historia del amor de su vida no iba acompañada del sonido de ningún «es muss sein!», sino más bien por el de «es kónnte auch anders sein»: también podía haber sido de otro modo.

Hace siete años se produjo casualmente en el hospital de la ciudad de Teresa un complicado caso de enfermedad cerebral, a causa del cual llamaron con urgencia a consulta al director del hospital de Tomás. Pero el director tenía casualmente una ciática, no podía moverse y envió en su lugar a Tomás a aquel hospital local. En la ciudad había cinco hoteles, pero Tomás fue a parar casualmente justo a aquél donde trabajaba Teresa. Casualmente le sobró un poco de tiempo para ir al restaurante antes de la salida del tren. Teresa casualmente estaba de servicio y casualmente atendió la mesa de Tomás. Hizo falta que se produjeran seis casualidades para empujar a Tomás hacia Teresa, como si él mismo no tuviera ganas.

Regresó a Bohemia por su causa. Una decisión tan trascendental se basaba en un amor tan casual que no hubiera existido si su jefe no hubiera tenido la ciática hacía siete años. Y aquella mujer, aquella personificación de la casualidad absoluta yace ahora a su lado y respira profundamente mientras duerme.

Estaba ya bien entrada la noche. Sentía que le empezaba a doler el estómago, tal como solía ocurrirle en los momentos de angustia.

La respiración de ella se transformó una o dos veces en un suave ronquido. Tomás no sentía en su interior ninguna clase de compasión. Lo único que sentía era la presión en el estómago y la desesperación por haber regresado.


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El alma y el cuerpo.


1

Sería estúpido que el autor tratase de convencer al lector de que sus personajes están realmente vivos. No nacieron del cuerpo de sus madres, sino de una o dos frases sugerentes o de una situación básica. Tomás nació de la frase «einmal ist keinmal». Teresa nació de una barriga que hacía ruido.

Cuando entró por primera vez en casa de Tomás, empezaron a sonarle las tripas. No es de extrañarse, no había almorzado ni cenado, sólo había comido a media mañana un sándwich en la estación antes de tomar el tren. Concentrada en su arriesgado viaje, se había olvidado de la comida. Pero aquel que no piensa en el cuerpo se convierte más fácilmente en su víctima. Era terrible encontrarse delante de Tomás y oír a sus propias vísceras hablar en voz alta. Tenía ganas de llorar. Por suerte Tomás la abrazó al cabo de diez segundos y ella pudo olvidar los sonidos de su vientre.


2

Teresa nació por lo tanto de una situación que desvela brutalmente la irreconciliable dualidad del cuerpo y el alma, de la experiencia humana esencial.

Hace mucho tiempo, el hombre oía extrañado el sonido de un golpeteo regular dentro de su pecho y no tenía ni idea de su origen. No podía identificarse con algo tan extraño y desconocido como era el cuerpo. El cuerpo era una jaula y dentro de ella había algo que miraba, escuchaba, temía, pensaba y se extrañaba; ese algo, ese resto que quedaba al sustraerle el cuerpo, eso era el alma.

Hoy, por supuesto, el cuerpo no es desconocido: sabemos que lo que golpea dentro del pecho es el corazón y que la nariz es la terminación de una manguera que sobresale del cuerpo para llevar oxígeno a los pulmones. La cara no es más que una especie de tablero de instrumentos en el que desembocan todos los mecanismos del cuerpo: la digestión, la vista, la audición, la respiración, el pensamiento.

Desde que sabemos denominar todas sus partes, el cuerpo desasosiega menos al hombre. Ahora también sabemos que el alma no es más que la actividad de la materia gris del cerebro. La dualidad entre el cuerpo y el alma ha quedado velada por los términos científicos y podemos reírnos alegremente de ella como de un prejuicio pasado de moda.

Pero basta que el hombre se enamore como un loco y tenga que oír al mismo tiempo el sonido de sus tripas. La unidad del cuerpo y el alma, esa ilusión lírica de la era científica, se disipa repentinamente.


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3

Ella trataba de verse a sí misma a través de su cuerpo. Por eso se miraba con frecuencia al espejo. Como le daba miedo que la sorprendiera su madre, sus miradas al espejo tenían el cariz de un vicio secreto.

No era la vanidad lo que la atraía hacia el espejo, sino el asombro al ver a su propio yo. Se olvidaba de que estaba viendo el tablero de instrumentos de los mecanismos corporales. Le parecía ver su alma, que se le daba a conocer en los rasgos de su cara. Olvidaba que la nariz no es más que la terminación de una manguera para llevar el aire a los pulmones. Veía en ella la fiel expresión de su carácter.

Se miraba durante mucho tiempo y a veces le molestaba ver en su cara los rasgos de su madre. Se miraba entonces con aún mayor ahínco y trataba, con su fuerza de voluntad, de hacer abstracción de la fisonomía de la madre, de restarla, de modo que en su cara quedase sólo lo que era ella misma. Cuando lo lograba, aquél era un momento de embriaguez: el alma salía a la superficie del cuerpo como cuando los marinos salen de la bodega, ocupan toda la cubierta, agitan los brazos hacia el cielo y cantan.

4

No sólo era físicamente parecida a su madre, sino que a veces me parece que su vida no era más que una prolongación de la vida de la madre, poco más o menos como la trayectoria de una bola de billar es sólo la prolongación del movimiento de la mano del jugador, ¿Dónde y cuándo empezó aquel movimiento que posteriormente se convirtió en la vida de Teresa?

Probablemente en el momento en que el abuelo de Teresa, un comerciante praguense, empezó a manifestar en voz alta su adoración por la belleza de su hija, la madre de Teresa. Ella tendría entonces tres o cuatro años y él le contaba que se parecía a una de las madonas de Rafael. La madre de Teresa, con sus cuatro años, lo recordó perfectamente y cuando, más tarde, estaba sentada en el banco del colegio, en lugar de prestar atención al profesor, pensaba en cuál sería el cuadro al que se parecía.

Cuando llegó el momento de casarse tenía nueve pretendientes. Todos se arrodillaban en círculo a su alrededor. Ella estaba en medio como una princesa y no sabía a cuál elegir: uno era más guapo, el segundo más gracioso, el tercero más rico, el cuarto más deportivo, el quinto era de buena familia, el sexto le recitaba versos, el séptimo había viajado por todo el mundo, el octavo tocaba el violín y el noveno era de todos el más varonil. Pero todos estaban arrodillados del mismo modo y tenían los mismos callos en las rodillas.

Si al final eligió al noveno no fue tanto porque fuera de todos el más varonil, sino porque, cuando ella le susurró al oído «¡ten cuidado, ten mucho cuidado!», mientras hacían el amor, él, intencionadamente, no tuvo cuidado y ella tuvo que casarse a toda prisa con él, porque no consiguió a tiempo un médico que le hiciera un aborto. Así nació Teresa. Sus numerosísimos parientes vinieron de todos los rincones del país, se inclinaban sobre el cochecito y murmuraban. La madre de Teresa no murmuraba. Callaba. Pensaba en los otros ocho pretendientes y todos le parecían mejores que aquel noveno.

Al igual que su hija, también la madre de Teresa disfrutaba mirándose al espejo. Un día comprobó que tenía un montón de arrugas alrededor de los ojos y se dijo que su matrimonio era un absurdo. Encontró a un hombre nada varonil, que llevaba ya varias estafas y dos divorcios. Odiaba a los amantes que tienen callos en las rodillas. Tenía unas ganas furiosas de ser ella quien se arrodillase. Cayó de rodillas ante el estafador y dejó al marido y a Teresa.

El hombre más varonil se convirtió en el hombre más triste. Estaba tan triste que todo le daba lo mismo. Decía en todas partes en voz alta lo que pensaba y la policía comunista, estupefacta ante sus desorbitadas afirmaciones, lo detuvo, lo condenó y lo encarceló. A Teresa la echaron de la casa precintada y fue a parar a la de su madre.

El hombre más triste murió al poco tiempo en la cárcel, y la madre, el estafador y Teresa se trasladaron a un piso pequeño en un pueblo de montaña. El padrastro de Teresa trabajaba en una oficina, la madre, de vendedora, en una tienda. Parió otros tres hijos. Después volvió a mirarse al espejo y comprobó que era vieja y fea.


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5

Cuando constató que lo había perdido todo, se puso a buscar al culpable. Todos tenían la culpa: culpable era el primer marido varonil y no amado, que no le hizo caso cuando le susurró al oído que tuviera cuidado; culpable era el segundo marido, no varonil y amado, que la arrastró de Praga a una pequeña ciudad y que perseguía a una mujer tras otra, de modo que ella no dejaba nunca de estar celosa. Ante ambos maridos era impotente. La única persona que le pertenecía y no podía huir, el rehén que podía pagar por todos los demás, era Teresa.

Por lo demás es posible que ella fuera efectivamente la culpable del destino de su madre. Ella, es decir ese absurdo encuentro entre el espermatozoide más varonil y el óvulo más hermoso. En ese instante fatal que se llama Teresa fue dada la señal de partida de la larga carrera de la vida arruinada de la madre.

La madre le explicaba permanentemente a Teresa que ser madre significa sacrificarlo todo. Sus palabras resultaban convincentes porque tras ellas estaba la vivencia de una mujer que lo había perdido

todo por su hija. Teresa la oye y cree que el principal valor de la vida es la maternidad y que la maternidad es un gran sacrificio.

Si la maternidad es el Sacrificio personificado, entonces el sino de la hija significa una Culpa que nunca es posible expiar.

6

Claro que Teresa no conocía la historia de la noche en la que su madre le susurró a su padre que tuviera cuidado. La culpabilidad que sentía era oscura como el pecado original. Hacía todo lo posible para expiarla. La madre la sacó del Instituto y ella se puso a trabajar de camarera desde los quince años y todo lo que ganaba se lo entregaba. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera por merecer su amor. Se ocupaba de la casa, atendía a sus hermanos, limpiaba y lavaba la ropa todos los domingos. Fue una lástima, porque en el Instituto era la mejor dotada de toda la clase. Le hubiera gustado llegar más alto, pero en esa pequeña ciudad no existía para ella ningún más alto. Teresa lavaba la ropa y junto el fregadero tenía un libro apoyado. Pasaba las hojas y sobre el libro caían gotas de agua.

En su hogar no existía la vergüenza. La madre andaba por casa en ropa interior, algunas veces sin sostén, algunas veces, en los días de verano, desnuda. El padrastro no andaba desnudo, pero entraba en el cuarto de baño cada vez que Teresa se estaba bañando. Una vez cerró la puerta del baño por ese motivo y la madre le hizo un escándalo: «¿Quién te crees que eres? ¿Qué te has creído? ¿Te piensas que alguien va a comerse tus encantos?».

(Esta situación demuestra claramente que el odio hacia la hija era en la madre más fuerte que los celos hacia el marido. La culpa de la hija era infinita e incluía también las infidelidades del marido. Y el que la hija quisiera emanciparse y reclamase algunos derechos —por ejemplo el de cerrar la puerta del cuarto de baño— era para la madre más inaceptable que un eventual interés sexual del marido por Teresa.)

En cierta ocasión la madre se paseaba en invierno desnuda con la luz encendida. Teresa se apresuró en seguida a correr las cortinas para que no viesen a la madre desde la casa de enfrente. Oyó detrás de sí la risa de ella. Un día más tarde vinieron a visitar a su madre unas amigas: la vecina, una compañera de la tienda, la maestra local y unas dos o tres mujeres más que tenían la costumbre de reunirse periódicamente. Teresa, junto con el hijo de una de ellas, que tenía dieciséis años, entró a verlas un momento a la habitación. La madre lo aprovechó inmediatamente para contar que la hija había pretendido defender su intimidad el día anterior. Se rió y todas las mujeres rieron con ella. Luego la madre dijo: «Teresa no quiere hacerse a la idea de que el cuerpo humano mea y echa pedos». Teresa estaba roja de vergüenza pero la madre continuaba: «¿Hay algo de malo en eso?» y ella misma respondió de inmediato a su pregunta: soltó una sonora ventosidad. Todas las mujeres se rieron.

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7

La madre se suena la nariz ruidosamente, le habla a la gente de su vida sexual, enseña su dentadura postiza. Con la lengua sabe darle la vuelta dentro de la boca con asombrosa habilidad, de modo que, en medio de una amplia sonrisa, el maxilar superior cae hacia la parte inferior de la dentadura, adquiriendo su cara de repente un aspecto horrible.

Su actuación no es más que un solo gesto brusco, con el cual se desprende de su belleza y de su juventud. En la época en que nueve pretendientes se arrodillaban en círculo a su alrededor, ella cuidaba celosamente su desnudez. Es como si el nivel de vergüenza pretendiera expresar el nivel de valor que tiene su cuerpo. Ahora, cuando prescinde de la vergüenza, lo hace de modo radical, como si con su desvergüenza quisiera hacer una solemne tachadura sobre su vida y gritar que la juventud y la belleza, que había sobrevalorado, no tienen en realidad valor alguno.

Me parece que Teresa es una prolongación de ese gesto con el que su madre arrojó lejos de sí su vida de mujer hermosa.

(Y si la propia Teresa tiene movimientos nerviosos y gestos poco armoniosos, no podemos extrañarnos: aquel gran gesto de la madre, salvaje y autodestructivo, ha quedado dentro de Teresa, ¡se ha convertido en Teresa!)

8

La madre pide justicia para sí y quiere que el culpable sea castigado. Por eso insiste en que la hija permanezca con ella en el mundo de la desvergüenza, donde la juventud y la belleza nada significan, donde todo el mundo no es más que un enorme campo de concentración de cuerpos que se parecen el uno al otro y en los que las almas son invisibles.

Ahora podemos comprender mejor el sentido del vicio secreto de Teresa, sus frecuentes y prolongadas miradas al espejo. Era una lucha contra su madre. Era un deseo de no ser un cuerpo como los demás cuerpos, de ver en la superficie de la propia cara a los marinos del alma que salieron corriendo de la bodega. No era fácil, porque el alma, triste, tímida, atemorizada, estaba escondida en las profundidades de las entrañas de Teresa y le daba vergüenza que la vieran.

Así ocurrió precisamente el día en que encontró por primera vez a Tomás. Iba sorteando a los borrachos en su restaurante, con el cuerpo inclinado bajo el peso de las cervezas que llevaba en la bandeja y el alma estaba en algún lugar del estómago o del páncreas. Y precisamente entonces la llamó Tomás. Aquella llamada fue importante porque provenía de alguien que no conocía ni a su madre ni a los borrachos que diariamente le dirigían los mismos comentarios vulgares. Su condición de forastero lo situaba por encima de los demás.

Y había otra cosa más que lo situaba por encima del resto: tenía en la mesa un libro abierto. En ese restaurante nunca nadie había abierto un libro en la mesa. El libro era para Teresa la contraseña de una hermandad secreta. Para defenderse del mundo de zafiedad que la rodeaba, tenía una sola arma: los libros que le prestaban en la biblioteca municipal; sobre todo las novelas: había leído muchísimas, desde Fielding hasta Thomas Mann. Le brindaban la posibilidad de una huida imaginaria de una vida que no la satisfacía, pero también tenían importancia para ella en tanto que objetos: le gustaba pasear por la calle llevándolos bajo el brazo. Tenían para ella el mismo significado que un bastón elegante para un dandy del siglo pasado. La diferenciaban de los demás.

(La comparación entre el libro y el elegante bastón de un dandy no es totalmente exacta. El bastón no sólo diferenciaba al dandy, sino que además hacía que fuera moderno y estuviera a la moda. El libro diferenciaba a Teresa pero la hacía pasada de moda. Claro que era demasiado joven para que pudiera tener conciencia de que estaba fuera de la moda. Los jovencitos que pasaban junto a ella llevando sus ruidosos transistores le parecían tontos. No se daba cuenta de que eran, modernos.)

El que la había llamado era al mismo tiempo forastero y miembro de la hermandad secreta. La llamó con voz amable y Teresa sintió que su alma pugnaba por salir por todas las arterias, las venas y los poros para mostrársele.


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Cuando Tomás regresó de Zurich a Praga, le invadió una sensación de malestar al pensar que su encuentro con Teresa había sido producido por seis casualidades improbables.

¿Pero un acontecimiento no es tanto más significativo y privilegiado cuantas más casualidades sean necesarias para producirlo?

Sólo la casualidad puede aparecer ante nosotros como un mensaje. Lo que ocurre necesariamente, lo esperado, lo que se repite todos los días, es mudo. Sólo la casualidad nos habla. Tratamos de leer en ella como leen las gitanas las figuras formadas por el poso del café en el fondo de la taza.

Tomás apareció ante Teresa en el restaurante como la casualidad absoluta. Estaba sentado junto a un libro abierto. Levantó la vista hacia Teresa y sonrió: «Un coñac».

En ese momento sonaba la música en la radio. Teresa fue a la barra a buscar el coñac y giró el botón de la radio para que sonase aún más alta. Reconoció a Beethoven. Le conocía de cuando vino a su ciudad un cuarteto de Praga. Teresa (quien, como sabemos deseaba algo «más elevado») fue al concierto. La sala estaba vacía. Además de ella sólo estaban el farmacéutico local y su mujer. De modo que en el escenario había un cuarteto de músicos y en la sala un trío de oyentes, pero los músicos fueron tan amables que no suspendieron el concierto y tocaron toda la noche, para ellos solos, los tres últimos cuartetos de Beethoven.

Después el farmacéutico invitó a los músicos a cenar y le pidió a la oyente desconocida que les acompañara. Desde entonces Beethoven se convirtió en la imagen del mundo al otro lado, del mundo que deseaba. Mientras le llevaba el coñac a Tomás desde la barra, trataba de interpretar aquella casualidad: ¿cómo es posible que precisamente mientras le lleva el coñac a ese desconocido que le gusta, oiga a Beethoven?

No es la necesidad, sino la casualidad, la que está llena de encantos. Si el amor debe ser inolvidable, las casualidades deben volar hacia él desde el primer momento, como los pájaros hacia los hombros de San Francisco de Asís.


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La llamó para decirle que quería la cuenta. Cerró el libro (la contraseña de la hermandad secreta) y a ella le dieron ganas de preguntarle qué estaba leyendo.

— ¿Me lo puede apuntar a mi habitación? —preguntó él.
— Sí—dijo—. ¿Qué número tiene?
Le enseñó la llave, a la cual estaba atada una plaquita de madera y en ella pintado un seis de

color rojo.
— Es curioso —dijo ella— la número seis.
— ¿Qué tiene de curioso? —preguntó él.
Se había acordado de que, cuando vivía en Praga y sus padres aún no se habían divorciado, su

casa llevaba el número seis. Pero dijo otra cosa (y nosotros podemos valorar su astucia):
— Usted tiene la habitación número seis y yo termino de trabajar a las seis.
— Y mi tren sale a las siete —dijo el hombre desconocido.
No sabía qué decir, le dio la cuenta para que la firmase y la llevó a la recepción. Cuando

terminó de trabajar, el forastero ya no estaba sentado a la mesa. ¿Habría comprendido su discreto mensaje? Salió del restaurante muy nerviosa.

Enfrente había un parquecillo ralo, el pobre parquecillo de una pequeña y sucia ciudad, que siempre había representado para ella una pequeña isla de belleza: había un trozo de césped, cuatro chopos, algunos bancos, un sauce llorón y una mata de forsythia.

Estaba sentado en un banco amarillo desde el cual se veía la entrada al restaurante. ¡Precisamente en aquel banco había estado sentada ayer con un libro en el regazo! En aquel momento supo (los pájaros de la casualidad volaban hacia sus hombros) que aquel hombre desconocido le estaba predestinado. La llamó, la invitó a que se sentase junto a él. (Los marinos de su alma salieron corriendo a la cubierta del cuerpo.) Luego lo acompañó a la estación y, al despedirse él, le dio su tarjeta con su número de teléfono: «Si alguna vez viene por casualidad a Praga...».

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Mucho más que la tarjeta que le entregó en el último momento, fueron las instrucciones de la casualidad (el libro, Beethoven, el número seis, el banco amarillo del parque) las que le dieron el valor para irse de casa y cambiar su destino. Fueron posiblemente aquellas casualidades (por lo demás bastante modestas, grises, francamente dignas de aquella ciudad insignificante) las que pusieron su amor en movimiento y se convirtieron en una fuente de energía que ella no agotará hasta el fin de su vida.

Nuestra vida cotidiana es bombardeada por casualidades, más exactamente por encuentros casuales de personas y acontecimientos a los que se llama coincidencias.

Coincidencia significa que dos acontecimientos inesperados ocurren al mismo tiempo, que se encuentran: Tomás aparece en el restaurante y al mismo tiempo suena la música de Beethoven. La gente no se percata de la inmensa mayoría de estas coincidencias. Si en el restaurante estuviera el carnicero local en lugar de Tomás, Teresa no se hubiera dado cuenta de que en la radio sonaba Beethoven (aunque el encuentro entre Beethoven y un carnicero es también una interesante coincidencia). Sin embargo, el amor, que se estaba aproximando, había exacerbado su sentido de la belleza y ella ya nunca olvidará aquella música. Cada vez que la oiga se conmoverá. Todo lo que ocurra en ese momento a su alrededor estará iluminado por aquella música y se hará hermoso.

Al comienzo de la novela que llevaba bajo el brazo cuando llegó a casa de Tomás, Ana se encuentra con Vronsky en circunstancias extrañas. Están en un andén en el cual alguien ha caído bajo las ruedas del tren. Al final de la novela, la que se lanza bajo las ruedas del tren es Ana. Esta composición simétrica, en la que aparece el mismo motivo al comienzo y al final, puede parecer muy «novelada». De acuerdo, pero
con la condición de que la palabra «novelado» no se entienda en el sentido de «inventado», «artificial», «que no se parece a la vida». Porque es precisamente así como se componen las vidas humanas.

Se componen como una pieza de música. El hombre, llevado por su sentido de la belleza, convierte un acontecimiento casual (la música de Beethoven, una muerte en la estación) en un motivo que pasa ya a formar parte de la composición de su vida. Regresa a él, lo repite, lo varía, lo desarrolla como el compositor el tema de su sonata. Ana se hubiera podido quitar la vida de otro modo. Pero el motivo de la estación y la muerte, ese motivo inolvidable unido al nacimiento del amor, la atraía con su oscura belleza en el momento de la desesperación. Sin saberlo, el hombre compone su vida de acuerdo con las leyes de la belleza aun en los momentos de más profunda desesperación.

Por eso no es posible echarle en cara a la novela que esté fascinada por los secretos encuentros de las casualidades (como el encuentro de Vronsky, Ana, el andén y la muerte o el encuentro de Beethoven, Tomás, Teresa y el coñac), pero es posible echarle en cara al hombre el estar ciego en su vida cotidiana con respecto a tales casualidades y dejar así que su vida pierda la dimensión de la belleza.


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Tras haber sido despertada por los pájaros de la casualidad, que se posaban en sus hombros, y sin decirle nada a su madre, cogió una semana de vacaciones y tomó el tren. Iba con frecuencia al retrete a mirarse al espejo y pedirle a su alma que en el día decisivo de su vida no abandonase ni por un segundo la cubierta de su cuerpo. Mientras estaba así, mirándose, de pronto se asustó: sintió una punzada en la garganta. ¿Iría a enfermarse en el día decisivo de su vida?

Pero ya no haría marcha atrás. Le llamó desde la estación y, cuando él abrió la puerta, su barriga empezó a hacer un ruido horrible. Le daba vergüenza. Era como si tuviera en el vientre a su madre riéndose para estropearle su encuentro con Tomás.

Al comienzo tuvo la sensación de que por culpa de esos sonidos de mal gusto é l iba a echarla, pero la abrazó. Ella se sentía agradecida de que no hiciera caso de sus ruidos y por eso lo besaba apasionadamente y se le nublaba la vista. No había pasado un minuto y ya estaban haciendo el amor. Mientras hacían el amor ella gritaba. En ese momento ya tenía fiebre. Era una gripe. La embocadura de la manguera que lleva el oxígeno a los pulmones estaba taponada y enrojecida.

Después llegó por segunda vez con una pesada maleta en la que había metido todas sus cosas, decidida a no volver nunca más a la pequeña ciudad. La invitó a que fuera a su casa al día siguiente. Durmió en un hotel barato y por la mañana llevó la maleta a la consigna de la estación y el resto del día lo pasó vagando por Praga con Ana Karenina bajo el brazo. A la noche tocó el timbre, él abrió la puerta y ella no soltó el libro de la mano, como si fuera la entrada al mundo de Tomás. Era consciente de que no tenía nada más que esta mísera entrada y le daban ganas de llorar. Para no llorar, hablaba más

que de costumbre, en voz más alta y reía. Y nuevamente la tomó en sus brazos a poco de llegar e hicieron el amor. Penetró en una niebla en la que no se veía nada, sólo se la oía gritar a ella.

La insoportable levedad del ser
Milan Kundera
 

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