El baúl de los fragmentos perdidos

Observaba cada pliegue de aquellos capotes, me fijaba por ejemplo en la gota que bajaba de una de las solapas mojadas, y, por ridículo que pueda parecerle a usted, esperaba con incoherente ansiedad ver si finalmente rodaría a lo largo del pliegue o si resistiría a la fuerza de la gravedad y se mantendría adherida a la solapa. Sí, estuve mirándola largamente, los minutos se me hacían eternos, los ojos fijos y la respiración contenida, contemplando la lucha de aquella gota como si fuera en ello mi propia vida. Después, cuando finalmente se desprendió, pasé revista a los botones de los capotes, ocho en uno, ocho en el otro, diez en el tercero. A continuación conté los galones. Todas estas nimiedades ridículas, mis ojos sedientos las estuvieron pasando y repasando, insaciables, con una avidez indescriptible. Y de pronto mi mirada quedó prendida en otra cosa. Había descubierto que uno de los bolsillos laterales de uno de los capotes tenía una protuberancia, como si tuviera dentro algún objeto. Me acerqué más y me pareció reconocer por su forma cuadrada lo que contenía aquella protuberancia: ¡un libro! Mis piernas empezaron a flaquear. ¡Un LIBRO! Hacía cuatro meses que no tenía un libro en las manos y ahora, la sola idea de un libro con palabras alineadas, renglones, páginas y hojas, la sola idea de un libro en el que leer, perseguir y capturar pensamientos nuevos, frescos, diferentes de los míos, pensamientos para distraerse y para atesorarlos en mi cerebro, esa sola idea era capaz de embriagarme y también de serenarme. Mis ojos quedaron suspendidos de aquel bulto que formaba el libro en el bolsillo, como hipnotizados, con una mirada tan ardiente como si quisiera perforar el tejido. Finalmente no pude controlar mi avidez; involuntariamente me fui acercando. Sólo con pensar que podía tocar un libro con las manos, aunque fuera a través de la ropa del bolsillo, ya me ardían los dedos hasta la raíz de las uñas.
Novela de ajedrez
Stefan Zweig


 
Era evidente que no lo había olvidado, pero pese a todo había seguido siendo mi amigo. Me di cuenta entonces de que también yo había cometido errores y que no sólo eran los demás los que me habían acusado injustamente. ¿Era un acto de arrepentimiento por mi parte? ¿Era el estado de ánimo que precede a la muerte?

No sabía si, en el curso de mi vida, era yo quien después de todo me había mostrado más ingrato con los demás, o bien los demás conmigo. Sabía que algunos me habían querido de verdad, como mi madre hoy ya fallecida, que otros me habían odiado, como mi mujer de la que me había separado, pero ¿para qué saldar viejas cuentas, ahora que me quedaba tan poco de vida? Para aquellos con quienes me había mostrado ingrato, mi muerte sería ya compensación suficiente, y por los demás nada podía ya hacer. La vida no es al fin y al cabo más que un nudo de rencores inextricables, ¿tendría por casualidad algún otro significado? Pero ponerle punto final así era realmente prematuro. Me di cuenta de que no había vivido jamás de forma conveniente y que, de poder prolongar mi existencia, cambiaría a buen seguro mi forma de vivir, a condición de se produjera un milagro.
La Montaña del Alma
Gao Xingjian
 
Mientras escribo
Annie Wilkes, la enfermera que tiene prisionero a Paul Sheldon en Misery, parecerá una sicópata, pero hay que tener en cuenta que ella se ve como una persona cuerda y sensata; de hecho se considera una heroína, una mujer con muchos problemas que intenta sobrevivir en un mundo hostil. La vemos experimentar cambios de humor peligrosos, pero hice lo posible por evitar pronunciarme con frases como “Annie amaneció deprimida, y quizá hasta con pulsiones suicidas”, o “Parecía que Annie tuviera mejor día de lo habitual”. Si tengo que decirlo, salgo perdiendo. Gano, en cambio, si puedo enseñar a una mujer callada y con el pelo sucio, devoradora compulsiva de galletas y caramelos, y lograr que el lector deduzca que Annie se halla en la fase de depresión de un ciclo maníaco-depresivo. Y si puedo comunicar la perspectiva del mundo de Annie, aunque sea brevemente (si puedo hacer entender su locura), quizá consiga que el lector simpatice con ella, e incluso que se identifique. ¿Resultado? Que da más miedo que nunca, porque se aproxima más a la realidad. Por otro lado, si la convierto en una arpía siniestra, sólo será otra bruja de cartón. En ese caso pierdo mucho, y pierde conmigo el lector. ¿Quién tendrá ganas de visitar a una mala-mala tan rancia? Una versión así de Annie Wilkes ya era vieja cuando estrenaron El mago de Oz
Mientras escribo
Stephen King

 
El Txato, de centinela, qué paciencia me tiene que dar Dios, vigilaba la calle poco transitada por ser domingo. Y a la hora acordada, puntuales, cogidos de la mano, los vio aparecer en su campo visual, ella con un ramo de flores. Qué alta, qué guapa, qué elegante. Impresionado, se deleitó unos segundos en la contemplación de la imagen antes de dar aviso a Bittori, que vino con pasos nerviosos de la cocina, soltándose a toda prisa el delantal.

—Los zapatos no pegan con la ropa.
—A mí me parece un monumento de mujer.
—No toques la cortina, haz el favor.
—¡Menuda planta tiene! Es casi tan alta como el hijo.
—El negro del pelo no es natural. Y el broche de la solapa, desde aquí, parece un lamparón. Yo diría que esta señora no tiene mucho gusto.

Tras la despedida de la ya formal, reconocida pareja, el Txato, que había comido y bebido por tres, ¿durmió su siesta? Lo intentó. Bittori, atareada en la cocina, no lograba serenarse. Se franqueaba, madre monologante, madre dolorida, con la espuma del fregadero. Su hijo con aquella mujer, una simple auxiliar de enfermería. Manifestó opiniones adversas hacia el auditorio formado por cacharros sucios. Al estropajo le dijo esto; al grifo le dijo lo otro. No recibía respuestas, no hallaba la deseada comprensión. Necesitaba a toda costa la cercanía de oídos humanos. En casa, en aquellos momentos, no había otros que los del Txato. Conque, sintiéndolo por su digestión y su reposo, entró, ¿eso es entrar?, bueno, irrumpió en la habitación. Venía hablando sola desde la cocina, secándose las manos en el delantal. Sin parar de hablar se sentó en el borde la cama. Le arreó una sacudida a su marido.

—¿Cómo puedes dormir tan pancho?

Adiós, siesta. Con lengua amodorrada, farfulló: qué tienes, qué pasa. Bittori no respondió. Ni siquiera parecía interesada en conversar. No buscaba interlocutor, tan sólo oídos.

—No veo que Xabier pueda ser feliz con esa señora. Ella tendrá las virtudes que tú quieras. Yo, la verdad, no se las veo por ninguna parte. Me ha parecido una maniática de arriba abajo. El marisco no lo ha probado. El jamón, tampoco. Me he pasado la santa mañana asando un gorrín, fui a Pamplona a comprarlo y al final resulta que es vegetariana. Pues ya me dirás.
Patria
Fernando Aramburu

 
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“Dios sabe que nunca hemos de avergonzarnos de nuestras lágrimas, porque son la lluvia que limpia el cegador polvo de la tierra que recubre nuestros corazones endurecidos.”

Charles Dickens
 
¡Olvidarla! Usted forma parte de mi existencia, de mi propio ser. Ha figurado en cada una de las líneas que he leído, desde que vine aquí por primera vez, cuando era un chico vulgar, cuyo pobre corazón ya laceró en aquel entonces. Usted siempre ha formado parte de todas las esperanzas que he tenido desde que la vi… en el río, en las velas de los barcos, en los pantanos, en las nubes, en la luz, en la oscuridad, en el viento, en los bosques, en el mar, en las calles. Ha sido usted la encarnación de toda la graciosa fantasía que mi espíritu llegó a forjar… () Hasta la última hora de mi vida, Estella, no podrá usted evitar que siga formando parte de mí mismo, parte del poco mal o bien que exista en mí. Pero en esta separación que usted me anuncia, solo la asocio con el bien, y la recordaré fielmente confundida con él, porque a pesar del profundo dolor que ahora siento, usted debe haberme hecho más bien que mal. ¡Oh Estella, Dios la bendiga y la perdone!
Charles Dickens. Grandes esperanzas.
 
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