Descubrimos los lugares más recónditos de los cinco continentes

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Descubrimos los lugares más recónditos de los cinco continentes
ANTONIO PUENTE


16.06.2018

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"Cuanto más lejos, más cerca, y cuanto más cerca, más lejos", repite, como en una letanía, el narrador de Siberiana, una de las últimas novelas del cubano Jesús Díaz (1941-2002). Esa intermitencia nunca despejada es la esencia misma del móvil que nos impulsa al viaje; la búsqueda de lo que Batjin llamó el “cronotopo”, donde espacio y tiempo, al fin, confluyen y se condensan.

Ya sea desde el transporte más sedentario, enaltecido al alimón por Borges y Lezama, a quienes les bastaba un punto fijo de la pared de la sala de estar para divisar, a través del “aleph” y los “tokonomas”, cada rincón planetario (“los viajes más fascinantes son los que transcurren en los corredores de nuestras casas”, proclamó el autor de Paradiso), o desde el nomadismo más vehemente, tal como describe, por ejemplo, Vargas Llosa el itinerario (polinésico y polisémico) de Paul Gauguin en El paraíso en la otra esquina.

Desde las utopías renacentistas, imaginarias y topográficas –con el descubrimiento, justamente, del ‘Nuevo Mundo’– hasta la implosión de escritores y artistas viajeros, en el siglo XIX, la Tierra era un espacio dual bien contundente, con sus centros cartográficos y sus extramuros de lugares exóticos muy concretos.

Se trataba de achicar a toda costa el finisterre, cimentar de materia geográfica los antiguos confines mitológicos, como las Islas Afortunadas o las Hespérides, que en la Antigüedad clásica se desprendían, como el inicio de una abismal catarata, de las columnas de Hércules. Oriente serviría, como su nombre indica, para orientarse, bajo el candil del madrugón solar, al punto de que solo por la exasperación de creer tomar esa ruta equivocada –como si se tratara de un más allá del Lejano Oriente, y de hecho, lo es, en una longitud esférica–, Occidente descubre el nuevo paraíso en el oeste, con la promisión, mucho más tangible y objetiva, de El Dorado.

Sin embargo, los tiempos modernos (de los que solo nos separa el prefijo post) dieron al traste con esa dicotomía convencional entre el adentro y el afuera, al punto de convertir el edén en una aventura subjetiva. Lo recóndito, tan asociado a la noción de paraíso, alude, obviamente, al paisaje exterior, pero también a una disposición interna, pues lo relevante empieza a ser el ánimo o estado paradisíaco. Frente a la extensión de la pica en Flandes en lugares cada vez más remotos, propia de los exploradores y colonizadores de los siglos precedentes, lo relevante es la embriaguez del descubrimiento, y del redescubrimiento.

Se tratará, en todos los casos, de una Arcadia subjetiva. “Cada cual nace con su propia idea del sur incorporada”, enarboló el poeta. Los mares del sur son, en realidad, una metáfora; un edén acuático, que exige ser achicado desde la propia barca, para eludir el corazón de las tinieblas oceánicas. Se trata ya de hallar “esa inexistente morada que solo existe en mi cabeza”, como escribe Cees Nooteboom en Hotel nómada. “No cuenta el destino, sino el camino, con tal de salirse del circuito del turista clónico”.

Por eso el ojo y la cámara centellean hacia la inminencia (“cuanto más cerca, más lejos y cuanto más lejos, más cerca”) por parajes intercambiables, que revestimos –o redesnudamos– con nuestra impronta. Un camino sinuoso e insinuante en un paisaje abisal; una pagoda en asueto de su condición de emblema para ser, al fin, ella misma; una recóndita bahía insular rumbo al continente, o continental rumbo a la Isla... pero siempre unas nubes, crepusculares o amanecientes (La luz de una nube en otra nube, JRJ dixit), como señales de humo, que nos recuerdan que solo casi –a la próxima curva– hemos alcanzado el paraíso, una materia en la que, por fortuna, siempre seremos pasajeros en tránsito.
 
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