DESAYUNO EN TIFFANY'S - Truman Capote

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Su mejilla se apoyó sobre mi hombro, un peso cálido y húmedo.

-¿Por qué lloras?

Se enderezó disparada como un muelle; se quedó sentada. -Por Dios -dijo, yéndose hacia la ventana para salir a la escalera de incendios-, si hay una cosa que detesto en el mundo son los fisgones.

Al día siguiente, viernes, me encontré al llegar a casa con que me esperaba en la puerta una enorme cesta de luxe de Charles & Co, con su tarjeta: Miss Holiday Golightly, Viajera; y detrás, garabateadas con una letra monstruosamente torpe, de niña de jardín de infancia:
Bendito seas, querido Fred. Olvidate por favor de la otra noche. Te portaste como un ángel. Mille Tendresses, Holly. P. S. No volveré a molestarte.

Contesté: Hazlo, porfavor, y dejé esta nota en su puerta con lo máximo que podía permitirme, un ramo de violetas de florista callejera.

Pero Holly parecía haber hablado en serio; no volví a verla ni a oír nada de ella, y supuse que había llegado al extremo de conseguir una llave del portal. Fuera como fuese, dejó de llamar a mi timbre. Lo eché de menos; y a medida que los días fueron disolviéndose comencé a sentir por ella cierto desproporcionado resentimiento, como si mi mejor amigo se hubiese olvidado de mí.

Una inquietante soledad se filtró en mi vida, pero no me produjo ningún deseo de buscar a mis amigos más antiguos, que ahora me parecían una dieta sin sal ni azúcar.

Cuando llegó el miércoles, el pensar en Holly, en Sing Sing y Sally Tomato, en mundos en los que los hombres sacaban con dos dedos un billete de cincuenta dólares para el tocador, resultaba ya tan obsesivo que no pude trabajar. Por la noche dejé un recado en su buzón: Mañana es jueves. La siguiente mañana me premió con una nueva nota escrita con su juguetona letra infantil: Bendito seas por recordármelo. ¿Podrías pasarte a tomar una copa a eso de las seis de la tarde?
Esperé hasta las seis y diez, y entonces me obligué a retrasarme otros cinco minutos.



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Un bicho raro me abrió la puerta. Olía a habanos y a colonia Knize. Sus zapatos eran de doble tacón; sin esos centímetros añadidos se le hubiera podido confundir con un Enanito de cuento. Su calva cabeza pecosa era desproporcionadamente grande, como la de los enanos; y llevaba pegadas un par de orejas puntiagudas, exactamente iguales que las de los elfos. Tenía ojos de pequinés, despiadados y ligeramente saltones. De las orejas, y de la nariz, le brotaban matas de pelo; una barba de horas agrisaba sus maxilares, y su apretón de mano era casi peludo.

-La niña está en la ducha -dijo, señalando con un puro hacia el ruido del agua, en un cuarto contiguo. En la habitación dónde nos encontrábamos (estábamos en pie porque no había donde sentarse) parecía como si alguien acabara de mudarse; casi tenías la sensación de que olía a recién pintado. Los únicos muebles eran unas maletas y unas cajas de embalaje sin abrir. Las cajas servían de mesas. Una de ellas sostenía los ingredientes para preparar martinis; otra, una lámpara, un tocadiscos portátil, el gato rojo de Holly, y un jarrón con rosas amarillas. La librería, que cubría una pared, proclamaba medio estante de literatura. Enseguida me sentí a gusto allí, disfruté
de aquel aire de provisionalidad.

El tipo carraspeó:
-¿Le habían citado?

No acabó de salir de dudas tras mi gesto de asentimiento.
Sus ojos fríos me intervinieron quirúrgicamente, hicieron limpias incisiones exploratorias.

-Viene por aquí mucha gentuza, sin tener cita previa. ¿Hace mucho que conoce a la niña?

- No mucho.

-¿Así que no la conoce desde hace mucho?

-Vivo arriba.

La respuesta pareció dar una explicación suficiente como
para tranquilizarle.

-¿Su piso es como éste? -Mucho más pequeño.



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Descargó una patada en el suelo.

-Esto es una porquería. Increíble. Pero esa niña no sabe vivir, ni cuando tiene pasta. -Hablaba con un sincopado ritmo metálico, como un teletipo-. Bien -dijo-, ¿qué opina? ¿Lo es o no lo es?

-¿qué?

- Un a farsante.

-Yo diría que no.

-Se equivoca. Lo es. Aunque, por otro lado, tiene usted razón. No es una farsante porque es una farsante auténtica. Se cree toda esa mierda en la que cree. No hay modo de convencerla de lo contrario. Lo he probado de todas las maneras, hasta llorando. El mismo Benny Polan, una persona a la que todo el mundo respeta, Benny Polan lo intentó. Benny estaba empeñado en casarse con ella, pero a ella no le apetecía, y Benny debió de gastarse miles de dólares mandándola a diversos comecocos.

Y hasta ese tan famoso, el que sólo habla alemán, acabó arrojando la toalla. No hay quien la convenza de lo falsas que son esas -cerró el puño, como si tratase de estrujar lo intangible- ideas. Pruébelo algún día. Pídale que le explique todas esas cosas en las que cree. Aunque -dijo- esa niña me gusta. Le gusta a todo el mundo, pero hay mucha gente que no la soporta. A mí me gusta. Esa niña me gusta, de verdad.

Porque soy una persona sensible. Hay que tener sensibilidad para poder apreciarla en lo que vale, un ramalazo de poeta. Pero le diré la verdad. Por mucho que se rompa la cabeza tratando de ayudarla, ella sólo le devolverá un chasco tras otro. Le daré un ejemplo: viéndola hoy, ¿quién diría que es? Pues ni más ni menos que una chica que saldrá en los periódicos cuando llegue al fondo de un frasco de Seconal.

No sería la primera vez que me encuentro con una cosa así, ni la segunda. Y esas crías ni siquiera estaban chifladas. Mientras que ella lo está.

-Pero es joven. Y aún le queda mucha juventud por delante.

-Si con eso quiere decir que tiene futuro, vuelve a equivocarse.



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Mire, hace un par de años, cuando vivía en la Costa, hubo una época en la que todo hubiese podido ser diferente. Un ángel la vigilaba, logró que la gente se interesara por ella, le hubiesen podido rodar las cosas muy bien. Pero, en un mundo como aquél, cuando alguien abandona ya no puede dar un paso atrás y regresar. Pregúnteselo, si no, a Luise Rainer. Y la Rainer era una estrella. Holly no lo era, por supuesto; apenas si llegaron a hacerle algunas fotos. Pero eso fue antes de lo de The Story of Dr. Wassell. Entonces sí que hubieran podido rodarle bien las cosas. Lo sé, sabe, porque el que le dio el empujón fui yo.

-Se señaló con el habano-. O. J. Berman.

Esperaba que el nombre me sonara, y no me importó fingir que así era, aunque jamás había oído hablar de O. J. Berman. Resultó que era un agente artístico de Hollywood.

-Fui el primero que la vio. En Santa Anita. Todos los días rondaba por el hipódromo. Me interesó, profesionalmente. Averigüé que andaba con un jockey, que vivía con ese escuchimizado. Hice que le dijeran al jockey: Déjalo, o vendrán a verte los chicos de la patrulla contra el vicio; sólo tiene quince años. Pero qué elegante, qué fotogénica; estaba seguro de que serviría. Incluso cuando se ponía esas gafas tan gruesas; incluso cuando abría los labios y no sabías si era una palurda, o si venía de Oklahoma, o qué.

Sigo sin saberlo. Apostaría algo a que nadie llegará jamás a saber de dónde salió. Es tan embustera que quizá ni ella se acuerde ya. Pero nos costó un año entero suavizarle el acento. ¿Sabe cómo lo hicimos al final? Le dimos clases de francés: en cuanto logró imitar el acento francés, no le costó mucho imitar el inglés. La arreglamos para que diera el tipo de Margaret Sullavan,1 pero ella supo añadirle algún toque personal, la gente comenzó a interesarse por ella, gente importante, y, para redondear la operación, Benny Polan, un tipo muy respetado, Benny quería casarse con ella.



1. Margaret Sullavan (1911-1960) fue una actriz muy popular en los años treinta gracias a la originalidad de sus peinados voluminosos con suave flequi- llo. Su especialidad eran los papeles de joven inocente y romántica en pelícu- las lacrimógenas como Only Yesterday (Frank Borzage, 1933). También prota- gonizó The Shoparoundthe Corner (Ernst Lubitsch, 1940). (N. del T.)



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¿Qué más podía pedir un agente? Y entonces, ¡pam! The Story of Dr. Wassell ¿Ha visto esa película? Cecil B. DeMille. Gary Cooper. La leche. Me mato a trabajar, todo está listo: van a hacerle una prueba para el papel de enfermera del doctor Wassell. Bueno, una de las enfermeras. Y entonces, ¡pam! Suena el teléfono. -Descolgó un teléfono que flotaba en el aire, y se lo llevó a la oreja-. Soy Holly, me dice, hola cariño, le digo yo, estoy en Nueva York, dice, ¿qué coxx estás haciendo en Nueva York, le digo, si es domingo y mañana mismo tienes la prueba?

Estoy en Nueva York, dice ella, porque nunca había estado en Nueva York. Ya puedes aposentar tu culo en un avión, le digo, y volver ahora mismo. No quiero, dice ella. ¿Qué te pasa, niña?, le digo yo. Y ella me dice, para que las cosas salgan bien tienes que querer hacerlas, y yo no quiero. Bien, le digo, qué diablos quieres, y ella me dice, serás el primero en saberlo en cuanto lo averigüe. ¿Me entiende? No te devuelve más que un chasco tras otro.

El gato rojo bajó de un salto de la caja de embalaje, y fue a frotarse contra su pierna. Berman levantó el gato sobre la puntera de su zapato, y lo alejó de una patada, lo cual hubiera sido francamente detestable por su parte si no hubiera sido porque estaba tan metido en su propia irritabilidad que ni se enteró de la existencia del gato.

-¿Es estolo que quiere? -dijo, abriendo desesperadamente los brazos-. ¿Una pandilla de tipos a los que no ha invitado? ¿Vivir de propinas? ¿Andar por ahí con desarrapados? ¿Para poder quizá casarse con Rusty Trawler? ¿Cree ella que tendríamos que condecorarla por comportarse así?

Esperó, con la mirada llameante.

-Disculpe, pero no conozco a ese señor.

-Si no conoce a Rusty Trawler, difícilmente puede saber nada de la niña. Lástima -dijo, haciendo chasquear la lengua dentro de su enorme cabezota-. Yo esperaba que tuviese usted cierta influencia. Que pudiese hablarle sinceramente antes de que sea demasiado tarde.

-Pero, por lo que dice, ya es demasiado tarde.



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Exhaló un anillo de humo y dejó que se desvaneciera antes de sonreír; la sonrisa le alteró el rostro, hizo que se le suavizara. -Podría conseguir que todo volviese a rodar. Ya se lo he dicho -dijo, y parecía sincero-, esa niña me gusta de verdad. - ¿ Q u é chismorreas, O. J.?

Holly entró chorreando en la habitación, con una toalla más o menos envuelta en torno al cuerpo, y los pies goteantes dejando sus huellas en el suelo.

- L o de siempre. Que estás chiflada.

-Fred ya está enterado de eso.

-Pero tú no.

-Enciéndeme un pitillo, anda -dijo, arrancándose de la cabeza el gorro de ducha y sacudiendo el pelo-. No te hablaba a ti, O. J. Eres un desgraciado. Siempre hablas más de la cuenta. Recogió el gato y se lo montó en el hombro. El gato se instaló allí, tan buen equilibrista como un pájaro, con las uñas enredadas en el cabello de Holly, como si fuese un ovillo de lana; sin embargo, pese a esta actitud amistosa, era un gato sombrío con cara de pirata asesino; tenía un ojo ciego y viscoso, y el otro moteado de malicia.

-O. J. es un desgraciado -me dijo Holly, cogiendo el pitillo que yo acababa de encenderle-. Pero sabe una endiablada cantidad de teléfonos. ¿Cuál es el número de David O. Selz- nick, O. J.?

-Anda por ahí.

-No es broma. Quiero que le llames y le digas que Fred es un genio. Ha escrito montañas de historias maravillosas. No te sonrojes, Fred; no eres tú quien ha dicho que eres un genio, he sido yo. Venga, O. J. ¿Qué vas a hacer para que Fred gane una fortuna?

-Pongamos que dejas que yo mismo arregle ese asunto con Fred, ¿eh?


-No lo olvides -dijo Holly, dejándonos-. Yo soy su agente . Otra cosa, si grito, ven a subirme la cremallera. Y si llama alguien, que pase.



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Llamó una multitud. Durante el siguiente cuarto de hora el apartamento fue asaltado por un montón de hombres con cara de ir a una despedida de soltero, entre ellos varios tipos de uniforme. Conté dos oficiales de la Marina y un coronel de las Fuerzas Aéreas; pero les superaban en número los tipos canosos con la mili terminada hacía mucho tiempo. Aparte de la falta de juventud, no había ningún tema común entre los invitados, parecían desconocidos entre desconocidos; de hecho, cada uno de los rostros se había esforzado, en el momento de entrar, por ocultar la decepción sentida al ver allí a los demás.

Era como si la anfitriona hubiese repartido las invitaciones mientras recorría en zigzag varios bares; y seguramente había sido así. Tras los iniciales gestos ceñudos, sin embargo, todos fueron mezclándose sin musitar ni una queja, sobre todo O. J. Berman, que explotó ávidamente a los recién llegados para no tener que hablar conmigo de mi futuro en Hollywood. Quedé abandonado junto a la librería; de los libros que contenía, más de la mitad trataban de caballos, y el resto de baseball. Mientras fingía interesarme por Cómo distinguir las razas equinas tuve amplias oportunidades para tomarles las medidas a los amigos de Holly.

Al poco rato uno de ellos adquirió cierta notoriedad en medio del grupo. Era un crío de mediana edad que nunca había llegado a desprenderse de sus michelines infantiles, aunque algún ingenioso sastre se las había arreglado para camuflar casi por entero aquel rollizo culo al que te daban ganas de azotar. No había modo de sospechar siquiera la presencia de algún hueso en todo su cuerpo; la cara, un cero relleno de bonitos rasgos en miniatura, poseía un aire fresco, virginal: era como si, después de nacer, se hubiese hinchado simplemente, y tenía la piel tan libre de arrugas como un globo, y en los labios, aunque prestos a berrear y hacer rabietas, asomaba un mimado y dulce puchero.

Pero no era su aspecto lo que le hizo destacar: los niños crecidos no son tan infrecuentes. Sino, más bien, su comportamiento; porque actuaba como si fuese él quien daba la fiesta: a la manera de un pulpo rebosante de energía, agitaba martinis, hacía presentaciones, se encargaba del tocadiscos.



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Para ser justos con él, hay que añadir que sus actividades estaban siendo dictadas por la anfitriona: Rusty, te importaría; Rusty, hazme el favor. Si estaba enamorado de ella, era evidente que sostenía con firmeza las riendas de sus celos. Un hombre celoso hubiese podido perder el control viéndola deslizarse por la habitación, con el gato en una mano pero con la otra libre para enderezar una corbata o sacudir la hilacha de una solapa; la medalla que llevaba el coronel de las Fuerzas Aéreas se vio sometida a un concienzudo lustrado.

El tipo se llamaba Rutherfurd («Rusty») Trawler. En 1908 había perdido a sus progenitores; su padre, víctima de un anarquista, y su madre a consecuencia de la conmoción, y esta doble desgracia convirtió a Rusty en huérfano, en millonario y en personaje popular, y todo eso a los cinco años de edad. Desde entonces había sido un socorrido recurso para los suplementos dominicales, y esta circunstancia alcanzó su huracanada culminación el día en que, siendo todavía un colegial, consiguió que su padrino y tutor fuese detenido, acusado de sodomía.

Posteriormente, las bodas y los divorcios le permitieron conservar su lugar bajo el sol de los tabloides. Su primera esposa se largó, con pensión incluida, a vivir con un rival de Father Divine.1 La segunda esposa no parece haber dejado rastro, pero la tercera le puso una demanda de divorcio en el estado de Nueva York, aportando un buen montón de testimonios, de esos que resultan vinculantes. Fue él mismo quien se divorció de la última Mrs. Trawler, y su principal queja consistió en decir que ella se había amotinado a bordo de su yate, y que el susodicho motín resultó en el abandono de Rusty en las Dry Tortugas.

Aunque desde entonces se había mantenido soltero, parece ser que antes de la guerra se había declarado a Unity Mitford,1 o, como mínimo, se supone que le envió un telegrama ofreciéndose a casarse con ella en caso de que Hitler no quisiera hacerlo. Se dijo que éste fue el motivo por el que Winchell solía llamarle nazi; por eso y porque asistió a varios mítines en Yorkville.


1. Father Divine (1875-1965), predicador de raza negra que decía ser Dios, arrastró a las masas norteamericanas en los años treinta y cuarenta sobre todo. Sus seguidores formaban comunas, «Heavens»(Cielos). (N. del T.)

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No me enteré de todo eso porque alguien me lo contara. Lo leí en la Guía del baseball, otro selecto volumen del estante de Holly, y que ella utilizaba, aparentemente, como álbum de recortes. Metidos entre sus páginas había artículos de los dominicales, y frases entresacadas de las columnas de chismorreos. Rusty Trawler y Holly Golightly acudieron juntos al estreno de «One Touch of Venus». Holly se me acercó por la espalda y me pilló leyendo: Miss Holiday Golightly, de los Golightly de Boston, hace que todos los días sean fiesta para Rusty Trawler, el hombre de 24 quilates.

-¿Admiras mi publicidad, o eres aficionado al baseball? -dijo, poniéndose bien las gafas de sol mientras miraba por encima de mi hombro.

-¿Cuál ha sido el informe meteorológico de esta semana?

Me guiñó un ojo, pero no fue en broma: era una advertencia.

-Me apasionan los caballos, pero detesto el baseball -me dijo, y el submensaje que transmitía su tono me dijo que quería que me olvidase de que una vez me había hablado de Sally Tomato-. Detesto escuchar las carreras por radio, pero tengo que hacerlo, forma parte de mi preparación. Los hombres no saben hablar de casi nada. A los que no les gusta el baseball, les gustan los caballos, y si no les gusta ninguna de las dos cosas, bueno, seguro que de todos modos me he metido en un lío: tampoco les gustan las chicas. ¿Qué tal te llevas con O.J.?



1. Unity Mitford, fallecida en 1948, era hermana de la novelista Nancy Mitford e hija del barón de Redesdale; mientras Nancy satirizaba a su clase, la aristocracia inglesa, Unity se enamoraba de Hitler, y hasta parece que in- tentó suicidarse cuando el Führer la rechazó. Sus afinidades nazis eran com- partidas por otra de las hermanas, Diana, que llegó a casarse con sir Oswald Mosley, fundador y principal dirigente del fascismo británico. (N. del T.



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-Nos hemos separadopor mutuo acuerdo.

-Es una oportunidad,créeme.

-Ya melo imagino.Perono creo que nada de lo que yohago pueda parecerleuna oportunidad a él.

-Vete hacia allá -insistió ella-, y convéncele de que no da risa de sólo verle.Te puede ayudar de verdad, Fred. -Según tengo entendido, tú no supiste valorar su ayuda.

-Me miró algo desconcertada,hasta que dije-: The Storyof Dr. Wassell.

-¿Todavía insiste?-dijo, y dirigió una mirada cariñosa hacia Berman, al otro lado de la habitación-.En una cosa tiene razón: debería sentirme culpable. Y no porque hubiesen podido darme el papel ni porque yo hubiese podido ser buena actriz; ni ellos querían, ni yo quería. Si me siento culpable es, supongo, porque dejé que él siguiera soñando cuando yo ya había dejado de soñar.

Estuve engañándoles durante un tiempo porque quería pulirme un poco, pero sabía muy bien que jamás llegaría a ser una estrella de cine. Es demasiadoesfuerzo; y, si eres inteligente, da demasiada vergüenza. Me falta el suficiente grado de complejo de inferioridad: para ser una estrella de cine hay que ser, según dice la gente ,tremendamente narcisista; de hecho, lo esencial es no serlo en absoluto. No quiero decir que el ser rica y famosa fuera a fastidiarme.

.Esas son cosas que ocupan un lugar importante en mis planes, y algún día trataré de conseguirlas ;pero, si las consigo, querría seguir gustándome a mí misma. Quiero seguir siendo yo cuando una mañana ,al despertar ,recuerde que tengo que desayunar en Tiffany's.

Necesitas una copa -dijo, viendo mis manos vacías-, ¡Rusty! ¿Querrías prepararle un trago a este amigo?

Seguía con el gato ensus brazos.

-Pobre desgraciado-dijo, haciéndole cosquillas en la cabeza-, pobre desgraciado que ni siquiera tiene nombre. Es un poco fastidioso eso de que no tenga nombre. Pero no tengo ningún derechoa ponérselo:tendrá que esperara ser el gato de alguien. Nos encontramos un día junto al río, pero ninguno de los dos le perteneceal otro .El es independiente ,y yo también.



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No quiero poseer nada hasta que encuentre un lugar en donde yo esté en mi lugar y las cosas estén en el suyo. Todavía no estoy segura de dónde está ese lugar. Pero sé qué aspecto tiene. -Sonrió, y dejó caer el gato al suelo-. Es como Tiffany's -dijo-. Y no creas que me muero por las joyas. Los diamantes sí. Pero llevar diamantes sin haber cumplido los cuarenta es una horterada; y entonces todavía resulta peligroso. Sólo quedan bien cuando los llevan mujeres verdaderamente viejas. Maria Ouspenskaya. Arrugas y huesos, canas y diamantes: me muero de ganas de que llegue ese momento. Pero no es eso lo que me vuelve loca de Tiffany's. Oye, ¿sabes esos días en los que te viene la malea?

-¿Algo así como cuando sientes morriña?

-No -dijo lentamente-. No, la morriña te viene porque has engordado o porque llueve muchos días seguidos. Te quedas triste, pero nada más. Pero la malea es horrible. Te entra miedo y te pones a sudar horrores, pero no sabes de qué tienes miedo. Sólo que va a pasar alguna
cosa mala, pero no sabes cuál. ¿Has tenido esa sensación?

-Muy a menudo. Hay quienes lo llaman angustia.

-De acuerdo. Angustia .Pero ¿cómo le pones remedio?

-No sé, a veces ayuda una copa.

-Ya lo he probado. También he probado con aspirinas.

Rusty opina que tendría que fumar marihuana, y lo hice, una temporada, pero sólo me entra la risa tonta. He comprobado que lo que mejor me sienta es tomar un taxi e ir a Tiffany's. Me calma de golpe, ese silencio, esa atmósfera tan arrogante; en un sitio así no podría ocurrirte nada malo, sería imposible, en medio de todos esos hombres con los trajes tan elegantes, y ese encantador aroma a plata y a billetero de cocodrilo. Si encontrase un lugar de la vida real en donde me sintiera como me siento en Tiffany's, me compraría unos cuantos muebles y le pondría nombre al gato. He pensado que, después de la guerra, Fred y yo... -Alzó sus gafas de sol, y sus ojos, todos sus diversos colores ,los grises y las motas verdes y azules, habían adquirido una agudeza visionaria-.

Una vez estuve en México. Es un país magnífico para la cría de caballos. Vi un sitio junto al mar. Fred entiende mucho de caballos.



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Se acercó Rusty Trawler con un martini; me lo dio sin mirarme.

-Estoy hambriento-anunció, y su voz, tan aniñada como todo él, emitió un enervante gemido de mocoso que parecía echarle las culpas a Holly-. Son las siete y media y estoy hambriento. Ya sabes lo que dijo el médico.

-Sí, Rusty. Sé lo que dijo el médico. -Pues, entonces, levanta la sesión. Vámonos.

-Me gustaría que te comportaras como es debido, Rusty. Se lo dijo sin alzarla voz, pero su tono insinuaba esa amenaza de castigo que pronuncia la institutriz, y provocó en el rostro de Rusty un peculiar sonrojo de placer, de gratitud.

-No me quieres-se quejó él, como si estuvieran solos. -Nadie quiere a los niños malos.

Era obvio que Holly había dicho lo que él quería oír; aquello, al parecer, le excitó y relajó simultáneamente. Pero, como si se tratara de un ritual, Rusty añadió:

-¿Me quieres?

-Vuelve a tus obligaciones, Rusty.- Le dio unas palmaditas-. Y, cuando yo esté lista, iremos a cenar donde tú quieras.

-¿A Chinatown?

-Ya sabes que no puedes comer cerdo agridulce. Recuerda lo que dijo el médico.

Mientras él regresaba con un satisfecho anadeo a sus ocupaciones, no pude resistir la tentación de recordarle a Holly que no había contestado la pregunta de Rusty.

-¿Le quieres?

-Ya te lo dije: con buena voluntad, se puede querer a cualquiera. Además, tuvo una infancia repugnante.

-Si tan repugnante fue, ¿porqué se aferra a ella?


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