Cuadernos de Psicología.

Violencia Verbal: Palabras que hieren

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El abuso verbal no deja huellas físicas, pero las huellas psicológicas son muy profundas. Una frase, dicha en un momento en el cual somos especialmente vulnerables, puede quedarse impresa con fuego en nuestra mente, activándose una y otra vez. Las palabras tienen un poder increíble. Pueden calmarnos y empoderarnos, pero también pueden derrumbarnos y herirnos.

No podemos obviar que la convivencia genera conflictos que muchas veces nos dejan con las emociones a flor de piel. Hasta cierto punto los conflictos son positivos ya que representan oportunidades para el cambio. Pero cuando la pelea sube de tono y las palabras se vuelven ofensivas, se produce una situación de violencia verbal. Y “la violencia, sea cual sea la forma en que se manifieste, siempre es un fracaso”, en palabras de Jean Paul Sartre.

¿Qué es la violencia verbal?
En ocasiones, en medio de una discusión acalorada, las emociones afloran y la rabia o la frustración pueden hacer que digamos cosas hirientes. Es comprensible que, en algunas circunstancias perdamos la compostura, pero si se convierte en la norma, estamos ante una situación de maltrato verbal.

La violencia verbal es una forma de comunicación destructiva en la que una persona daña a otra. Se trata de un patrón comunicativo sostenido a lo largo del tiempo en el que, de manera más o menos intencional, se ejerce un maltrato verbal continuo que afecta la autoestima de la víctima provocando emociones desagradables y generando dudas sobre su valía como persona.

¿Cuál es la diferencia entre el abuso verbal y una discusión acalorada?

No es fácil distinguir una discusión acalorada del maltrato verbal. De hecho, muchas personas ni siquiera son plenamente conscientes de que están siendo víctimas de una situación de abuso verbal. A menudo las víctimas le restan importancia a lo que ocurre o intentan justificar el comportamiento del otro pensando cosas como “realmente no quiso decir eso”.

Hay que tener claro que si en una discusión acalorada una de las personas insulta, humilla y/o culpabiliza al otro, se está produciendo una agresión verbal. No obstante, una situación puntual no implica que se haya establecido una dinámica de abuso verbal en la relación. Esto se produce cuando existe un patrón recurrente; es decir, cuando se usan continuamente los gritos, insultos, amenazas y humillaciones para someter al otro.

7 señales de maltrato verbal: Más allá de los gritos e insultos
1.Insultos y gritos

Los insultos y gritos son la expresión más evidente del maltrato verbal. En este caso, la persona alza continuamente la voz para intentar imponerse y no duda en recurrir a los insultos y ofensas para intentar controlarte infundiendo temor. Como apuntó el escritor John Frederick Boyes: “la violencia en la voz es a menudo la muerte de la razón en la garganta”.

2. Humillación y críticas destructivas

Existe un tipo de abuso verbal más sutil pero muy dañino: la humillación y las críticas destructivas. En este caso, la persona no recurre a los gritos sino al sarcasmo, la vergüenza, los gestos desdeñosos y la degradación para ejercer el control. Puede recurrir a bromas que te hagan sentir mal o usar palabras y gestos que te menosprecien y/o te hagan sentir incompetente.

3. Acusaciones y culpabilización

En algunos casos, el maltrato verbal se reviste de manipulación. La persona te responsabilizará por todo lo malo que sucede, despojándose de su cuota de responsabilidad para hacerte sentir sentir mal. Esa persona no dudará en acusarte y culparte, achacándote siempre malas intenciones o una incompetencia total.

4. Trivializar

Este tipo de abuso verbal es más sutil y difícil de detectar ya que consiste en restar importancia a tus opiniones y sentimientos, hasta el punto de hacerte sentir que eres completamente insignificante. Esa persona no muestra empatía, minimizando continuamente tus problemas e incluso negándose a abordarlos.

5. Amenazas

Además de las típicas amenazas a través de las cuales una persona intenta controlar tu comportamiento, también existen amenazas que recurren a un tipo de chantaje emocional. Uno de los ejemplos más extremos es: “Si me dejas, me/te mato”, pero existen muchas otras formas de amenazas y extorsiones en todo tipo de relaciones.

6. Cosificación

En este caso, no suelen mediar insultos ni gritos, la persona simplemente se limita a tratarte como si fueras un objeto, lo cual significa que no te presta atención ni satisface tus necesidades emocionales. Esa persona te ignora sistemáticamente, haciendo como si no existieras.

7. Bloqueo del diálogo

Solemos identificar la agresión verbal con los gritos e insultos, pero el silencio también puede blandirse como un arma para causar profundas heridas. No hablarle a una persona, con el objetivo de hacerla sentir mal, impidiendo el diálogo que pueda solucionar los conflictos que existen en la relación, es una forma de violencia verbal.

Las consecuencias de la violencia verbal afectan tu cerebro y salud
El hecho de que nos griten, humillen o ignoren nuestras necesidades afectivas con frecuencia termina cambiando nuestra mente, el cerebro e incluso nuestro cuerpo. Cuando se desencadena una respuesta de miedo repetidamente debido a un entorno hostil, como uno marcado por los gritos o la frialdad emocional, se producen reacciones físicas y emocionales automáticas que pueden causar un trauma psicológico. De hecho, no es inusual que quienes han sido víctimas del maltrato verbal durante años terminen sufriendo cuadros de depresión o ansiedad.

Además, la violencia verbal aumenta la actividad de la amígdala, de manera que esta se vuelve más reactiva y nos mantiene en un estado de excitación nerviosa constante. También incrementa la producción de hormonas del estrés y genera tensión muscular, lo cual significa que tendrá repercusiones negativas sobre nuestra salud a medio y largo plazo, desencadenando enfermedades que tienen un componente psicosomático.

El maltrato verbal también termina cambiando lo que pensamos y cómo nos sentimos respecto a nosotros mismos. Esto se debe a que las conexiones neuronales que se establecen en nuestro cerebro dependen en gran medida de nuestras experiencias. Y si esas experiencias están marcadas por el abuso verbal, es difícil escapar de ellas. En otras palabras: si alguien nos hace sentir que no valemos nada, es probable que terminemos creyéndolo.

Las investigaciones sobre el apego y la maternidad confirman lo que todos sabemos intuitivamente: como seres humanos, nos sentimos mejor cuando somos amados y estamos seguros, lo cual significa, entre otras cosas, recibir un trato respetuoso.

¿Cómo detener el maltrato verbal?
Si estás siendo víctima de agresiones verbales, es importante que le pongas coto. Detener la violencia verbal es un acto de autodefensa y amor propio porque a la larga esa situación terminará dañando profundamente tu autoestima y se cobrará una factura muy elevada en tu salud.

Establece límites, líneas rojas que la otra persona no debe soprepasar. Déjale claro que no estás dispuesto a soportar ciertos comportamientos.

Dado que algunas personas no son plenamente conscientes del impacto de sus palabras, un buen punto de partida consiste en hacerle notar cuánto te dañan sus palabras y actitudes. De esta manera lograrás que salga de su postura egocéntrica y se ponga en tu lugar.

También puedes brindarle ayuda para encontrar una solución juntos. El abuso verbal puede ser la expresión del agotamiento psicológico, de la incapacidad para adoptar un estilo relacional más asertivo o incluso del miedo. Al fin y al cabo, como dijo el psicólogo Marshall Rosenberg: “Toda violencia es el resultado de personas engañándose para creer que su dolor es provocado por otra gente, pensando por tanto que merecen ser castigadas”. Lo importante es que esa persona reconozca que necesita ayuda para lidiar con los conflictos y las relaciones de manera más constructiva y enriquecedora.

Como último recurso, si estas estrategias no funcionan, porque no siempre está en nuestras manos cambiar al otro, siempre nos queda la opción de alejarnos de esa persona que nos está haciendo daño.

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Amores de usar y tirar




La satisfacción en el amor individual no se puede alcanzar sin verdadera humildad, valentía, fe y disciplina”, escribió Erich Fromm a mitad del 1900, a lo que Zygmunt Bauman hoy añade que “en una cultura donde dichas cualidades son raras, la consecución de la capacidad de amar es un extraño logro”.

En un mundo donde todo es impermanente y cambia a velocidad de vértigo, nuestras relaciones también están cambiando, se han convertido en relaciones líquidas. Así han surgido los amores de usar y tirar, tan efímeros y superficiales que prácticamente mueren antes de nacer dejando a su paso un rastro de desilusión y alguna que otra herida emocional.

El amor consumista en la era de la inmediatez
Cuando la calidad te decepciona o no es asequible, uno tiende a redimirse en la cantidad”, apuntó Bauman. Ese pensamiento consumista, lo queramos o no, se ha infiltrado en nuestra visión del mundo y del amor. Así terminamos imbuidos en una marea de relaciones tan cortas como superficiales, en la que cada cual encierra una promesa destinada a romperse tan pronto como comiencen a resquebrajarse las condiciones ideales.

Buscamos amor para encontrar socorro, confianza, seguridad, pero los aciagos y tal vez interminables trabajos del amor gestan a su vez confrontaciones, incertidumbres e inseguridades. En el amor no hay apaños rápidos, soluciones de una vez por todas, seguridad alguna de perpetua y total satisfacción, no hay garantía de que te devuelvan el dinero en el caso de que la satisfacción total no sea instantánea”.


Bauman se refería a que la incertidumbre propia de las relaciones sentimentales entra en conflicto con la satisfacción asegurada e instantánea a la que nos ha acostumbrado la sociedad de consumo.

Sin embargo, “todos esos mecanismos antirriesgo de pago que nuestra sociedad de consumo nos ha acostumbrado a esperar no se dan en el amor. Malcriados por los tenderos, hemos perdido la habilidad requerida para enfrentarnos a los riesgos y atajarlos por nosotros mismos. Así desarrollamos la tendencia a aplanar a golpes nuestras relaciones amorosas al estilo ‘consumista’, el único con el que nos sentimos cómodos y seguros”, añadió.

Cuando esa satisfacción cesa, ya sea por el desgaste natural del objeto/relación, porque nos hemos aburrido o porque hay una nueva versión/persona más estimulante, desechamos el objeto/amor y nos lanzamos a la búsqueda de otro con la esperanza de satisfacer, aunque sea por un tiempo prudencial, nuestras nuevas necesidades.

La idea del amor hasta que la muerte nos separe se ha quedado obsoleta. Ha sido sustituida por “un amor confluente, que solo dura en la medida en que – y ni un instante más – satisfaga a ambos miembros de la pareja. En el caso de las relaciones, uno quiere que el permiso para entrar conlleve un permiso para salir en cuanto uno vea que no hay motivo alguno para quedarse”, en palabras de Bauman.

Las trampas de las relaciones de usar y tirar
Ese cambio en la manera de asumir las relaciones de pareja puede parecer extremadamente liberador. No cabe dudas. Pero al tratar el amor como un objeto nos olvidamos de que el comienzo de una relación siempre demanda el consentimiento mutuo, pero su fin suele ser unidireccional. Eso significa que las relaciones de usar y tirar están condenadas a la ansiedad que genera el miedo a ser abandonados/desechados.

Lo que en un primer momento se percibe como una extrema libertad, un estar juntos sin condiciones ni ataduras, sin compromisos ni promesas, nos conduce a una dolorosa ambivalencia. Buscamos el amor para satisfacer nuestras necesidades de afecto, conexión y validación emocional, pero esas relaciones de usar y tirar en realidad nos alejan de la estabilidad y el vínculo afectivo que necesitamos.

Si pensamos que adquirir compromisos y obligaciones a largo plazo carece de sentido, es contraproducente, insensato o incluso peligroso para nuestra libertad personal, no nos esforzaremos mucho por lograr que la relación funcione. Si la relación viene con una fecha de caducidad, ni siquiera nos esforzaremos por conectar emocionalmente e intentar comprender, de verdad, a la otra persona.

Ello nos llevará a saltar de una relación a otra, cada vez más insatisfechos, gestando la convicción de que el amor no existe o de que no hay nadie allí afuera que valga la pena. Apuntamos el dedo acusatorio hacia afuera, cuando el problema real es que “no sabemos qué hacer para tener las relaciones que deseamos y, lo que todavía es peor, no estamos seguros de qué tipo de relaciones deseamos”.

El amor maduro y comprometido como antídoto al amor consumista
Amar significa estar decidido a compartir dos biografías, cada una con su diferente carga de experiencia y recuerdos y su propia singladura. Por la misma razón, significa un acuerdo de cara al futuro.

“También significa hacerse dependiente de otra persona dotada de una libertad parecida y con voluntad para mantener dicha elección y, por tanto, de una persona llena de sorpresas e imprevisible”, escribió Bauman.

El amor maduro, a decir de Erich Fromm, es aquel en el que dos personas se comprometen sin perder su individualidad, creando un espacio común que se convierte en algo mayor que ellas y les permite crecer juntos mirando en la misma dirección.

Las relaciones maduras no están exentas de conflictos, pero cada conflicto es una oportunidad para crecer, compenetrarse y fortalecerse. En las relaciones de usar y tirar los conflictos son la excusa para desechar a esa persona y buscar a alguien más. Ese estilo de afrontamiento evitativo no solo nos impide crecer sino que nos condena, una y otra vez, a cometer los mismos errores.

Debemos comprender que la ansiedad que generan las relaciones consumistas por la inminente separación que siempre se vislumbra en el horizonte se exorciza gracias al compromiso, la dedicación y la voluntad de ambas partes de esforzarse por resolver los problemas y conflictos que surjan.

El amor maduro no garantiza que la relación sobreviva, pero es una garantía de compromiso mutuo. Y eso suele bastar.



Fuente:

Bauman, Z. (2004) Identidad. Buenos Aires: Losada.

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Cierra puertas, pero no des portazos

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En la vida, hay veces que necesitamos cerrar puertas. Poner punto final a capítulos que han perdido su razón de ser. No siempre es fácil. La resistencia al cambio, el apego a lo conocido y el miedo a salir de la zona de confort son lastres muy pesados que nos atan al pasado, aunque ese pasado nos dañe. No obstante, esos finales son necesarios, a veces incluso imprescindibles para proteger nuestra integridad psicológica. El hecho de cerrar puertas, sin embargo, no implica dar portazos.

Portazos, la expresión de una incapacidad para gestionar la situación con madurez
Dar portazos, en sentido figurado – aunque a veces también puede ser literal – es una señal inequívoca de que la situación nos ha desbordado. Un portazo – real o psicológico – implica que estamos siendo víctimas de un secuestro emocional, que la ira y al frustración han tomado el mando. Y cada vez que eso ocurre, se «apaga» nuestra capacidad para pensar de manera racional.

Un portazo es, en el fondo, la expresión de la incapacidad para lidiar con la situación de una forma más madura. Implica que no contamos con los recursos psicológicos necesarios para lidiar con las circunstancias de manera más asertiva. Es como regresar a nuestro «yo» infantil reactivo, un «yo» que no piensa sino que se limita a reaccionar ante los estímulos con la esperanza de que ese ataque de rabia le sirva para aligerar parte de la presión emocional.

Dar portazos también significa que, aunque hayamos cerrado esa puerta, todavía estamos atrapados en la habitación. Si seguimos alimentando odio y rencor, estos sentimientos se vuelven en nuestra contra, convirtiéndonos en sus cautivos.


Terminar una relación odiando a una persona no significa que hayamos cortado con ella, en realidad seguimos estando en sus manos, seguimos enredados en esa telaraña emocional, al menos hasta que no nos liberemos del influjo que ejerce sobre nosotros. Debemos recordar que las ataduras más fuertes son precisamente aquellas invisibles.

Portazos que duelen
También hay portazos que duelen. Aunque necesitemos cerrar capítulos de nuestra vida, eso no significa que debamos hacer daño a otras personas. En algunos casos – por los motivos que sean – nuestro camino puede diferir del de los demás y necesitamos decir adiós a esas personas.

Debemos ser conscientes de que las separaciones ya suelen ser lo suficientemente dolorosas por sí mismas como para añadir una dosis extra de sufrimiento en forma de palabras airadas o actitudes de confrontación que no sirven sino para hacer leña del árbol caído y crear profundas heridas emocionales.

Por tanto, antes de cerrar puertas, es conveniente que nos pongamos por un momento en la piel de la otra persona e intentemos comprender qué podría sentir. Eso no significa permanecer atados a un lugar o una relación que ha perdido el sentido y ya no nos satisface, tenemos el derecho – y casi la obligación – de seguir adelante, pero debemos intentar que ese cierre de capítulo dañe lo menos posible a los demás.

Cerrar puertas con suavidad
Dalai Lama explicó en una ocasión que la ira es como ese familiar molesto que no podemos evitar. Cuando le conocemos, nos damos cuenta de cuán difícil es tratar con él y cuánto puede llegar a influir en nuestro estado de ánimo. Dado que no podemos evitarlo por completo, nos vamos preparando psicológicamente para cada encuentro: tomamos las precauciones necesarias para que sus palabras y actitudes influyan cada vez menos en nosotros. Podemos hacer lo mismo con la ira: cuando nos detenemos para gestionarla, dejamos de estar en sus manos y retomamos el control. Cuando la ira desaparece o se atenúa, podemos cerrar suavemente la puerta.

Para lograrlo, es probable que necesitemos salir del papel de víctimas y perdonar. No significa que no hayamos sido víctimas, sino que hemos decidido no encarnar más ese rol, que hemos elegido no identificarnos más con el papel de quien sufre y soporta y, en su lugar, apostamos por hacer borrón y cuenta nueva. Tampoco significa que no nos hayan herido o lastimado, sino que hemos decidido conscientemente perdonar para poder seguir adelante, no porque esa otra persona merezca el perdón, sino porque lo merecemos nosotros para encontrar la paz interior.

¿Por qué es tan difícil?

Cerrar puertas suavemente suele ser difícil porque esperamos demasiado para poner el punto final. Esperamos tanto por miedo a la incertidumbre que suelen generar las decisiones importantes o porque alimentamos la ilusión de que todo cambie sin que nada cambie. Así los problemas, conflictos y heridas se van acumulando, generando una enorme carga emocional que termina por explotar y se traduce en un portazo psicológico.

Sin embargo, nunca es demasiado tarde para hacer las paces con nosotros mismos y con la situación que hemos vivido. De esa paz surge la serenidad y la fuerza que se necesita para cerrar una puerta con suavidad. Porque se necesita más coraje y fuerza interior para cerrar una puerta con suavidad, que para dar un portazo
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Efecto Avestruz: Ignorar las malas noticias no las hará desaparecer

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“No escondas la cabeza como el avestruz”, solemos decirle a quienes intentan escapar de los problemas evitándolos. A pesar de que no es cierto que los avestruces escondan la cabeza en la arena ante el peligro, este mito se ha fijado con tanta fuerza en el imaginario popular que incluso ha servido para bautizar un sesgo cognitivo que todos hemos sufrido alguna que otra vez: el Efecto Avestruz.

¿Qué es el Efecto Avestruz?
El Efecto Avestruz es un sesgo cognitivo que implica la tendencia a evitar toda aquella información negativa que catalogamos, de manera más o menos consciente, como “peligrosa”. Es un mecanismo de atención selectiva de la información mediante el cual evitamos aquella que tiene connotaciones negativas para nosotros. En práctica, sería ignorar las situaciones de riesgo o las señales de las mismas, pretendiendo que no existen.

El término fue acuñado por los investigadores Dan Galai y Orly Sade, quienes monitorearon los comportamientos de los inversores en bolsa y notaron que estos tendían a revisar más los indicadores económicos cuando la bolsa iba bien, pero cuando iba mal, monitoreaban menos los datos. También descubrieron que este fenómeno se agudiza cuando tomamos una decisión que encierra un elevado nivel de incertidumbre.

Obviamente, el Efecto Avestruz no se aplica solo a los inversores. Un estudio realizado en el Reino Unido reveló que solo el 10% de las personas a quienes les preocupan sus finanzas, las monitorean – y lo hacen solo una vez al mes. El 90% restante ni siquiera revisa sus cuentas, lo cual les impide tomar medidas para sanear su economía.


El Efecto Avestruz no se queda relegado al plano económico sino que se extiende prácticamente a todas las esferas de nuestra vida cotidiana. Otro estudio realizado en la Universidad de Minnesota, por ejemplo, reveló que el 20% de las personas que se inscribieron a un programa para perder peso jamás se habían pesado, lo cual indica que evitaban las señales confirmatorias del problema.

Para comprender este fenómeno ni siquiera tenemos que recurrir a los estudios científicos, hay momentos difíciles en la vida en los que solo nos apetece meter la cabeza en un hueco bajo tierra para “desaparecer” y esperar a que todo se resuelva. Nos gusta imaginar que no está ocurriendo nada y que los problemas se solucionarán solos. Es una fantasía que, de cierta forma, nos calma y reconforta. Lo peor de todo es que en muchas ocasiones, no somos plenamente conscientes de que estamos escondiendo la cabeza en la arena.

¿Cuándo actuamos como el avestruz?
Existen diferentes situaciones que nos pueden llevar a ser víctimas del Efecto Avestruz:

  1. Cuando perdemos el rumbo. En ocasiones, cuando perdemos el rumbo en la vida, la desorientación y la incertidumbre pueden ser tan grandes que preferimos no saber en qué punto estamos. Evitamos reflexionar sobre cómo hemos llegado hasta ahí y hacia donde debemos encaminar nuestros pasos. De esta manera cedemos el control de nuestra vida, dejamos las decisiones enteramente en manos de las circunstancias.
  2. Cuando tenemos que lidiar con situaciones negativas desagradables. Hay circunstancias que tienen un impacto emocional tan grande que llegamos a percibirlas como un peligro para nuestro «yo». En esos casos, suele ser tentador esconder la cabeza bajo tierra y fingir que no está pasando nada.
  3. Cuando no tenemos los recursos psicológicos para hacer frente a los problemas.A veces, hay situaciones que nos desbordan psicológicamente. Cuando no contamos con las herramientas psicológicas necesarias, no tenemos la suficiente confianza en nosotros mismos o no hemos desarrollado la resiliencia, preferimos ignorar el problema e imaginar que todo está bien.
¿Por qué preferimos ignorar algunos problemas en vez de afrontarlos?
Somos víctimas del Efecto Avestruz porque el problema que debemos afrontar representa una incongruencia con nuestras actitudes, expectativas y/o creencias. Dado que evitamos la disonancia cognitiva y preferimos mantener una imagen positiva de nosotros mismos, si ese problema nos obliga a replantearnos algunos de nuestros aspectos y nos lleva a reconocer que estábamos equivocados, podríamos preferir evitarlo.

Las personas que sufren el Efecto Avestruz reciben información relevante, pero deciden intencionalmente no evaluar sus implicaciones, rechazando esos datos. En otras palabras: evitamos o incluso negamos la información cuando esta nos obliga a confrontar e interiorizar decepciones que preferiríamos evitar.

En cualquier caso, el Efecto Avestruz es un mecanismo psicológico que activamos para intentar escapar de los sentimientos negativos asociados a ese problema o conflicto. Si ignoramos el problema y evitamos pensar en sus implicaciones, también evitaremos los sentimientos negativos que suele generar. Es una especie de escudo psicológico, aunque eso no significa que sea una estrategia adaptativa.

No por mucho evitar, desaparece el problema más temprano
Ignorar los problemas, pretender que no existen, no los solucionará. Al contrario, el Efecto Avestruz puede generar serias consecuencias en nuestra vida.

  • Tomar peores decisiones. Al no aceptar la existencia del problema, tampoco recopilaremos información activamente que nos permita sopesar todas las opciones y tomar la mejor decisión posible. Como resultado, es probable que las circunstancias decidan en nuestro lugar o que nos veamos obligados a decidir cuando estemos contra la espada y la pared. Y cuando estamos contra las cuerdas, es difícil tomar buenas decisiones.
  • Infelicidad permanente. Se dice que la ignorancia es felicidad, pero la ignorancia fingida no lo es. Ignorar es un acto consciente, lo cual significa que ese problema o conflicto, aunque pretendamos que no existe, sigue estando activo en alguna parte de nuestra mente, generando tensión, incertidumbre y, por supuesto, infelicidad.
  • Efecto bola de nieve. Una de las consecuencias más nefastas del Efecto Avestruz es que puede convertirse en una bola de nieve que crece mientras rueda montaña abajo, arrastrando a su paso todo lo que encuentra. Una persona que no se somete a un examen médico importante porque teme que le den un mal resultado, a la larga estará empeorando su situación. Huir de los problemas generalmente solo sirve para agravarlos.
  • Imposibilidad de alcanzar las metas. Un estudio llevado a cabo en Finlandia reveló que las personas que se plantean ahorrar energía, pero no supervisan el consumo de electricidad de su hogar, no son capaces de actuar para reducir su consumo. Asimismo, una persona que ignore los conflictos en su relación, no podrá determinar con precisión los problemas y, por ende, perderá oportunidades para solucionarlos mientras aún está a tiempo. Si ignoramos un problema, seremos incapaces de analizar objetivamente la situación en la que nos encontramos y, por ende, nos resultará mucho más difícil alcanzar nuestras metas. De hecho, la probabilidad de desviarnos de nuestros objetivos e involucrarnos en actividades irrelevantes aumenta.
¿Cómo evitar el Efecto Avestruz?
En “Vidas Paralelas”, Plutarco escribió: “El primer mensajero que dio la noticia sobre la llegada de Lúculo estuvo tan lejos de complacer a Tigranes que éste le cortó la cabeza por sus dolores; y sin ningún hombre atreverse a llevar más información, y sin ninguna inteligencia del todo, Tigranes se sentó mientras la guerra crecía a su alrededor, dando oído sólo a aquellos que lo halagaran”.

Ser conscientes de que esconder la cabeza para negar la realidad no es un mecanismo de afrontamiento adaptativo es el primer paso para evitar el Efecto Avestruz. Necesitamos comprender que, por más que intentemos esconder la realidad, esta no cambiará, simplemente porque no hay escondite lo suficientemente grande. La verdad no cambia según nuestra capacidad para gestionarla. La única forma de eliminar los problemas es aceptarlos y superarlos.

En algunos casos, cuando estamos demasiado implicados emocionalmente y la situación nos atemoriza, puede ser conveniente pedir ayuda a un observador externo, una persona que pueda valorar la situación de manera más objetiva y nos indique si realmente estamos rehuyendo el problema. Luego necesitamos aplicar la aceptación radical. Solo cuando aceptamos lo que ocurre, estaremos listos para afrontar el problema.

No cabe duda de que sacar la cabeza del hueco puede ser aterrador, pero enfrentar los problemas nos permitirá restaurar la paz interior. Además, si aprovechamos esa experiencia «negativa», saldremos fortalecidos de ella y confiaremos mucho más en nuestra capacidad para resolver los problemas. Lo interesante es que mientras más dificultades afrontemos en la vida, menor será la tendencia a esconder la cabeza.



Fuentes:

Webb, T. L. et. Al. (2013) ‘The Ostrich Problem’: Motivated Avoidance or Rejection of Information About Goal Progress. Social and Persnality Psychology Compass; 7(11): 794-807.

Webb, T. L., Chang, B. P. I., & Benn, Y. (2013). ‘The ostrich problem’: Motivated avoidance or rejection of information about goal progress. Social and Personality Psychology Compass, 7(11), 794-807.

Karjalainen, S. (2011) Consumer preferences for feedback on household electricity consumption. Energy and Buildings; 43: 458–467.

Karlsson, N. et. Al. (2009) The ostrich effect: Selective attention to information. Journal of Risk and Uncertainty; 38(2): 95–115.

Linde, J. A. et. Al. (2005) Self-weighing in weight gain prevention and weight loss trials. Ann Behav Med; 30(3): 210-216.

Galai, D. & Sade, O. (2003) The ‘Ostrich Effect’ and the Relationship between the Liquidity and the Yields of Financial Assets. Journal of Business; 79(5): 2741-2759.

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La ciencia lo confirma: Los niños pequeños quieren ayudar en casa, y debemos dejarles

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Solemos pensar en los niños como en una mano extra para los casos de extrema urgencia, en vez de considerarlos como fuentes de ayuda válidas. Por desgracia, muchos padres piensan que intentar que sus hijos les den una mano en las tareas del hogar representa más esfuerzo que el trabajo que se ahorran.

En otros casos, cuando tienen muchas tareas por delante, recurren al soborno o a la amenaza de castigo para que sus hijos les ayuden. De esta manera les transmiten la idea de que las tareas del hogar son algo pesado que sería mejor evitar. Cuando ese niño crezca, es comprensible que no le apetezca hacerlas. Así los padres crean, de manera más o menos consciente, una profecía que se autocumple.

La ciencia, sin embargo, ha descubierto que podríamos estar equivocados. Los niños pequeños tienen un deseo innato de ayudar, y si se lo permitimos, seguirán ayudándonos voluntariamente durante toda su infancia y adolescencia.

Los niños pequeños quieren ayudar
Harriet Lange Rheingold, considerada como una de las psicólogas del desarrollo más destacadas de Estados Unidos, observó cómo interactuaban los niños pequeños de 18, 24 y 30 meses con sus padres mientras estos realizaban tareas domésticas rutinarias como doblar la ropa, quitar el polvo, barrer, retirar los platos de la mesa o poner orden en casa.


Pidió a los padres que trabajaran de manera relativamente lenta y permitieran que su hijo les ayudara, si este lo deseaba, pero que no le pidieran ayuda ni le dieran instrucciones. La psicóloga descubrió que todos los niños pequeños ayudaron de manera voluntaria a realizar las tareas del hogar. La mayoría de ellos ayudaron con más de la mitad de las tareas que los padres emprendieron y algunos incluso tomaron la iniciativa realizando otras tareas.

A partir de aquel estudio pionero, otros investigadores han seguido analizando el deseo de ayudar de los niños pequeños. Una investigación realizada recientemente en la Universidad de Harvard, por ejemplo, concluyó que los niños pequeños brindan ayuda por iniciativa propia cuando se dan cuenta de que otra persona está en “dificultad” o necesita una mano.

Las recompensas disminuyen el deseo de ayudar
Uno de los hallazgos más interesantes de esta serie de estudios es que los niños brindan su ayuda de manera desinteresada, no lo hacen para obtener una recompensa. Un estudio llevado a cabo en el Instituto Max Planck descubrió que brindar una recompensa por ayudar en realidad es contraproducente ya que disminuye el deseo de dar una mano la próxima vez.

Estos investigadores permitieron que niños de 20 meses ayudaran a un experimentador de diferentes maneras. A algunos no se les ofreció recompensa después de haber ayudado, pero a otros se les dio la oportunidad de jugar con un juguete atractivo.

Los resultados fueron concluyentes: los pequeños que habían sido recompensados por ayudar tenían luego menos probabilidades de ayudar que los que no habían sido recompensados. Solo el 53% de los niños que habían sido recompensados decidió ayudar por segunda vez al experimentador. En el caso de los niños que no habían sido recompensados, el 89% volvió a brindar su ayuda.

Este hallazgo demuestra que los niños están motivados intrínsecamente a ayudar, es decir, dan una mano porque quieren ser útiles, no porque esperan obtener algo por ello. De hecho, se ha demostrado que las recompensas externas suelen socavar la motivación intrínseca, incluso en los adultos.

El problema es que una recompensa cambia nuestra actitud y la forma de ver la actividad, de manera que algo que antes disfrutábamos se convierte en una “obligación” o un medio para conseguir algo más. Es lo que se conoce como «efecto de sobrejustificación», que ocurre cuando un incentivo externo reduce la motivación intrínseca, de forma que le prestamos más atención al incentivo y menos a la satisfacción o diversión propia de la actividad.

La valiosa lección de los padres indígenas
Entre los padres de Occidente, una idea generalizada es que es más importante que los niños se concentren en sus estudios y actividades extraescolares a que ayuden a recoger la ropa, retirar los platos o hacer la cama. Pero quizá nos estamos equivocando.

Un estudio muy interesante realizado en México comparó la relación entre padres e hijos a la hora de realizar las tareas del hogar en las comunidades indígenas y en familias más occidentalizadas. Estos psicólogos descubrieron que los padres de las comunidades indígenas responden positivamente al deseo de ayudar de sus hijos pequeños, aunque esa “ayuda” los frene en determinadas circunstancias, porque creen que que eso complace a los niños y los ayuda a convertirse en personas más seguras e independientes. Como resultado, cuando los niños tienen entre 5 y 6 años siguen ayudando en las tareas del hogar y asumen sus responsabilidades domésticas sin dificultades.

También se apreciaron grandes diferencias en las formas en que los padres describían las contribuciones de sus hijos a las tareas del hogar. Según los propios padres, el 74% de los niños que vivían en la comunidad indígena tomaban regularmente la iniciativa de ayudar en las tareas domésticas. En las familias occidentalizadas, ningún niño lo hacía. De hecho, estos padres informaron muy poca ayuda voluntaria de sus hijos, aunque también parecían desvalorizar la poca ayuda que ofrecía un niño.

Además, los padres de herencia indígena describieron a sus hijos como capaces, autónomos, emprendedores y voluntarios, mientras que los padres occidentalizados describieron a sus hijos como dependientes y subordinados, que solo ayudaban a regañadientes y necesitaban que se les dijera qué hacer.

Esto nos indica que, de cierta forma, estamos “matando” el deseo de ayudar de los niños, convirtiéndolos en personas más dependientes y reacias a involucrarse en las tareas del hogar y asumir responsabilidades. Se trataría, en el fondo, de una profecía que se autocumple. No les dejamos ayudar porque no creemos que sean capaces, de manera que cuando sean capaces, no lo querrán hacer.

Padres, ¿cómo salir de este círculo vicioso?
Como padres, tendemos a cometer tres errores respecto al deseo de ayudar de nuestros hijos pequeños.

  1. Desestimamos su ofrecimiento de ayudar, simplemente porque tenemos prisa por hacer las cosas y creemos que esa “ayuda” nos retrasará ya que el niño no lo hará bien. De esta manera le estamos diciendo que no es capaz de ayudar.
  2. Pensamos que las labores domésticas son algo molesto que sería mejor ahorrar a los niños, transmitiéndoles así el mensaje de que es algo que se debe hacer por obligación, no porque se disfrute.
  3. Cuando realmente queremos o necesitamos la ayuda del niño, ofrecemos algún tipo de trato o recompensa por hacerlo. El mensaje que le llegará al niño es que solo debe ayudar cuando obtiene algo a cambio, lo cual elimina el placer intrínseco al acto de ayudar.
Para salir de ese círculo vicioso basta aceptar la ayuda desinteresada de nuestros hijos, aunque ello suponga en algunas ocasiones ir más lento. Debemos recordar que muchas veces importa más ese momento compartido que terminar cuanto antes una tarea. Así, incluso las tareas del hogar pueden convertirse en tiempo de calidad juntos o en una estrategia para educar en valores como la responsabilidad.



Fuentes:

Gray, P. (2018) Toddlers Want to Help and We Should Let Them. En: Psychology Today.

Alcalá, L. et. Al. (2014) Children’s initiative in contributions to family work in indigenous-heritage and cosmopolitan communities in Mexico. Human Development; 57(2-3): 96-115.

Warneken, F. & Tomasello, M. (2009) Varieties of altruism in children and chimpanzees Trends in Cognitive Sciences; 13(9): 397-402.

Warneken, F. & Tomasello, M. (2008) Extrinsic Rewards Undermine Altruistic Tendencies in 20-Month-Olds. Developmental Psychology; 44(6): 1785–1788.

Harriet Rheingold (1982) Little Children’s Participation in the Work of Adults, a Nascent Prosocial Behavior. Child Development; 53(1): 114-125.
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Familia manipuladora: Cuando el problema está en casa

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De los vínculos afectivos más intensos surgen las ataduras más apretadas. Y cuanto más apretadas sean esas ataduras, más daño pueden hacernos. Aunque no siempre somos conscientes de ellas. De hecho, en muchos casos la peor manipulación se origina en nuestro entorno más cercano, en el núcleo que debería ser nuestra fuente de seguridad y validación emocional pero que termina convirtiéndose en una insondable fuente de preocupación, angustia, agobio y culpa.

La dinámica de las familias manipuladoras
En algunos casos, en vez de hacer referencia a personas manipuladoras propiamente dichas, es posible hablar de familias manipuladoras ya que en su seno se desencadena una dinámica de control y sometimiento. En práctica, los miembros de la familia comienzan a seguir un patrón de comportamientos manipuladores.

En el seno de esa familia disfuncional se instaura un mecanismo de manipulación por medio del cual se controla a uno o varios de sus miembros. Ese tipo de manipulación puede adquirir diferentes matices. Una de las dinámicas más comunes consiste en convertir a uno de sus miembros en el chivo expiatorio que cargará con todas las culpas familiares. Esa persona será víctima de lo que se conoce como “efecto oveja negra” y será culpada sistemáticamente por todos los problemas que ocurran en el seno familiar.

Otra dinámica de manipulación bastante común consiste en obligar a uno de los miembros a asumir la responsabilidad de todo el núcleo familiar, ya sea en el plano afectivo o económico – o en ambos -, recurriendo a sentimientos de culpa, chantajes o simplemente haciendo leva en su sentido de la responsabilidad. En estos casos, la víctima carga sobre sus espaldas las responsabilidades y obligaciones que, en una familia funcional, estarían repartidas entre todos sus miembros de manera proporcional a sus capacidades.


La dinámica de la familia manipuladora termina consolidando un equilibrio malsano en el que uno de sus miembros es “aplastado” bajo el peso de los demás. En algunos casos ese “peso” es más evidente pues se traduce en insultos, humillaciones y desvalorizaciones, pero en otros casos es mucho más sutil y hasta puede enmascararse bajo la forma de elogios cuyo verdadero objetivo es lograr que esa persona siga sujeta a la manipulación y continúe actuando como principal proveedor del núcleo familiar. De hecho, el victimismo es una estrategia de manipulación que usan las familias manipuladoras para controlar a la verdadera víctima.

A veces, esa manipulación no se ejerce de manera plenamente consciente. Es probable que los miembros de la familia comiencen a depender cada vez más de uno, se acomoden en esa situación y la manipulación se convierta en el único camino que encuentran para mantener el estado de las cosas. Al fin y al cabo, nuestro miedo a salir de la zona de confort puede hacer que prefiramos un «mal conocido que un bueno por conocer», lo cual perpetúa la situación de manipulación. En otros casos, esa manipulación sí puede ser consciente e incluso es probable que algunos miembros de la familia se “alíen” para mantener sometido al otro o los otros.

¿Por qué es tan difícil reconocer la manipulación familiar?
Existen dos grandes obstáculos que nos dificultan detectar a una familia manipuladora:

  1. Los profundos vínculos emocionales. Se supone que la familia es una de nuestras principales fuentes de seguridad emocional, donde debemos sentirnos comprendidos, aceptados y amados. Ello nos lleva a establecer profundos vínculos afectivos que, en muchas ocasiones, nos impiden ver la realidad tal como es. En muchos casos, la persona que está siendo víctima de una familia manipuladora se niega inconscientemente a reconocer la realidad porque ello implicaría reconocer que esa fuente de seguridad ha transmutado en una fuente de agobio y angustia. También implica reconocer que las personas en quienes ha confiado, se han aprovechado de esa confianza. Y eso representa un duro golpe para nuestra visión del mundo que a menudo nos lleva a replantearnos muchas de nuestras certezas, comportamientos y sentimientos.
  2. La creencia en la familia como una unidad sagrada. La firme creencia de que la familia es una unidad sagrada puede llevarnos a traspasar algunas barreras que jamás traspasaríamos con otras personas. Pensar que esos vínculos son indisolubles puede hacer que algunos se aprovechen de otros, y otros se dejen aprovechar por esos algunos. “Ante lo que es sagrado, pierde uno todo su sentimiento de poder, se siente uno impotente y se humilla […] Lo sagrado inspira temor, de manera que el objeto del miedo se convierte en una potencia interior a la que yo no puedo sustraerme; lo que yo honro me toma, me liga, me posee, me pone completamente en su poder y no me deja liberarme”, apunta una frase de Max Stirneren la que se refería, entre otras cosas, a la supuesta indisolubilidad y sacralidad de los lazos familiares.
La manipulación familiar no es buena para nadie
Las familias manipuladoras crean una dinámica que no es positiva para nadie. Se establece una relación tóxica de dependencia en la que la víctima es drenada emocionalmente y los manipuladores se achantan y no solo dejan de crecer en el plano personal sino que incluso suelen involucionar.

La víctima de una familia tóxica verá como sus responsabilidades y obligaciones crecen cada día que pasa. Es probable que sus familiares le exijan cada vez más y se muestren cada vez más descontentos e insatisfechos con su entrega y dedicación. Esta persona se sentirá angustiada e irritable, pero es probable que ni siquiera comprenda de dónde surgen esos sentimientos, lo cual generará a su vez más conflictos en el seno familiar. Dado que su libertad personal está cercenada, la víctima no podrá seguir creciendo debido al lastre que arrastra.

Por otra parte, aunque en un primer momento puede parecer que los familiares manipuladores son quienes salen ganando en esta dinámica, en realidad también son perdedores. Pierden porque se vuelven dependientes, porque de cierta forma también están condicionando su vida a su víctima, y porque se niegan la posibilidad de desarrollar las habilidades necesarias para enfrentar los problemas y conflictos en la vida por sí mismos.

Hay que tener en cuenta que, en la díada de la manipulación, aunque el manipulador parece tener el control de la situación, también es dependiente de su víctima ya que la necesita para mantener el estado de las cosas. Por tanto, la manipulación familiar es una situación en la que nadie gana a largo plazo. Nunca.

¿Cómo poner fin a la dinámica de manipulación familiar?
Quizá uno de los pasos más liberadores, pero también más difíciles de dar, consiste en asumir que los lazos familiares no tienen por qué ser indisolubles, sobre todo cuando se convierten en una soga que aprieta cada vez más fuerte. Como dijera el escritor Richard Bach: “el vínculo que te une a tu verdadera familia no es el de la sangre, sino el del respeto y la alegría que tú sientes por las vidas de ellos y ellos por la tuya”.

La familia, aunque no está exenta de conflictos, debe ser un refugio donde encontramos comprensión y amor. Cada miembro de la familia debe asumir sus responsabilidades, respetar a los otros, apoyarles y, sobre todo, dejarles la libertad que necesitan para que cada quien pueda crecer en su propia dirección.

La terapeuta familiar Virgina Satir apuntó: “los sentimientos valiosos solo pueden florecer en un ambiente donde se aprecien las diferencias individuales, se toleren los errores, donde la comunicación sea abierta y las reglas sean flexibles, el tipo de ambiente que se encuentra en una familia cariñosa”.

Cuando la familia se convierte en una fuente de agobio, tensión y manipulación, hay que poner límites. Necesitas tener claros cuáles son tus puntos rojos, aquellos que no estás dispuesto a que los demás traspasen. Y necesitas que los demás miembros de la familia tengan claro que no permitirás que traspasen esos límites.

Si consideras que determinada dinámica familiar es dañina, no dejes que se convierta en un elefante en la habitación, sácala a colación, propón ideas para solucionarla y escucha la perspectiva y propuestas de los otros actores. No te sientas culpable por no querer cargar con un peso que no te corresponde. Al fin y al cabo, una familia en la que cada uno de sus miembros trabaja para madurar y asume sus responsabilidades, es una familia más enriquecedora para todos.

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¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! La era del Narcisismo Digital

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Si Narciso, el personaje mitológico que cayó al agua por lo absorto que estaba contemplando su reflejo, viviera en la actualidad inundaría sus redes sociales con selfies en los que aparecería en un primer plano mostrando su físico envidiable y su vida perfecta.

Vivimos en una época en que el narcisismo ha calado profundo: buscamos la aprobación de los amigos – aunque sería más adecuado decir seguidores, que no es lo mismo – en las redes sociales para sentirnos bien con nosotros mismos. Y cada vez que recibimos un “me gusta”, nuestro ego crece. Para conseguir esos “me gusta” muchas personas proyectan una versión idealizada de sí mismas, alimentando el personaje que desean ser y no lo que son en realidad.

¿Qué es el narcisismo digital?
Con la llegada de las tecnologías de la información, y en particular de las redes sociales, ha proliferado el narcisismo digital. Se trata de un conjunto de prácticas de comunicación típicas del universo 2.0 basadas en un egocentrismo tan acentuado que roza lo patológico.

El narcisismo digital se expresa a través de una serie de acciones “extremas”, como tomarse un gran número de selfies o compartir momentos, que podríamos catalogar como demasiado íntimos, de sus vidas, prácticamente todos los días.


Compartir – o más bien, compartir en exceso – es la forma que estos narcisistas digitales tienen de estar en el mundo, se convierte en un gesto instantáneo, impensado, una extensión natural de sí mismo. Enseñar – a veces de manera espectacular, y cuanto más espectacular, mejor – se ha convertido en su principal forma de existir: solo existen si pueden ser vistos y reconocidos.

El psiquiatra Serge Tisseron se refirió a este fenómeno como “extimidad”, un concepto que tomó prestado de Jacques Lacan y que indica el “deseo de mostrar fragmentos de la propia intimidad de los cuales ignoramos el valor, a riesgo de causar desinterés o incluso rechazo en los interlocutores, pero con la esperanza de que su mirada reconozca su valor y lo haga realidad ante nuestros ojos”.

Por tanto, la extimidad online tiene un propósito específico: buscar aprobación y admiración, la cual se expresa a través de la cantidad de “me gusta” que obtiene por cada foto y los cumplidos que confirman la imagen y la idea que desea transmitir de sí mismo.

Así se crea un bucle que se autoalimenta, sobre todo cuando reciben respuestas positivas, confirmando la teoría de los usos y las gratificaciones, la cual dice que cuanto más percibe una persona que un medio satisface algunas de sus necesidades, más lo utilizará precisamente para ese fin, sobre todo si esa persona cree que no es capaz de satisfacer de la misma manera esas necesidades en el mundo real.

Radiografía del narcisista digital
Ferozmente competitivo en su reclamación de aprobación y aplauso, desconfía de la competencia porque la asocia inconscientemente a un ansia desmedida de destrucción […] Codicioso en tanto sus antojos no conocen límites, exige satisfacción inmediata y vive en un estado de inquieto y permanente deseo insatisfecho”, así descibrió el sociólogo Christopher Lasch al narcisista moderno.

El narcisista digital encuentra en las redes sociales el medio idóneo para satisfacer sus necesidades, y estas a su vez retroalimentan esas necesidades, como confirmó un estudio realizado en las universidades de Swansea y Milán. Estos investigadores descubrieron que dos tercios de las personas suelen usar las redes sociales fundamentalmente para publicar selfies, lo cual demuestra que las redes sociales fungen como multiplicadores del deseo de ser el centro de atención y satisfacen esa profunda necesidad de admiración.

En ese mismo estudio también se apreció, por primera vez, que los participantes que solían publicar un número excesivo de selfies, mostraban un 25% más de rasgos narcisistas, traspasando el límite clínico de lo que se considera un trastorno de personalidad narcisista.

Sin embargo, las redes sociales no atraen por igual a todos los tipos de narcisismo. Otro estudio realizado en la Universidad de Florencia concluyó que las redes sociales atraen fundamentalmente a los narcisistas vulnerables, aquellas personas que se sienten más inseguras y tienen una menor autoestima, ya que en el entorno online se sienten más confiados que en las interacciones reales, de manera que utilizan las redes sociales como un medio para obtener la admiración que desean.

La desaparición del Otro y la angustia existencial
El fenómeno del narcisismo digital es complejo. El filósofo y sociólogo Jean Baudrillard Reims creía que parte de la explicación radica en la desparición del Otro, lo cual se debe – entre otros factores – a la absoluta disponibilidad de los demás a pesar de las distancias.

En práctica, con las tecnologías que trascienden las distancias, se crea una presencia constante, se tiene la sensación de que el Otro está “inmediatamente presente” pero al mismo tiempo, “implícitamente inexistente”. Se trata de una paradoja pues el hecho de que los demás puedan estar presentes – sin estarlo físicamente – de manera casi inmediata, hace que el ejercicio mental de imaginar al otro sea inútil.

No necesitamos imaginar lo que podemos tener virtualmente ante nosotros. Pero lo virtual no es completamente real. Esa dicotomía implicaría la caída del Otro dando paso a un refuerzo de lo especular, del narcisismo. La ausencia del Otro se traduce en personas obsesivamente preocupadas por sí mismas, quienes ante el miedo a la soledad y el desamparo viven atormentados por la angustia existencial que genera estar más conectados pero solos.

El narcisismo digital sería, a fin de cuentas, la expresión de un egocentrismo extremo alimentado por la angustia existencial que genera una sociedad individualista y competitiva en la que cada vez se valora menos a las personas por lo que son y más por lo que aparentan. Una sociedad en la que no se construye hacia dentro sino hacia afuera, dejando el interior tan vacío que hay que apuntalarlo a golpe de “me gusta” en imágenes artificiales.

Lo peor de todo, es que muchos de los narcisistas digitales no son plenamente conscientes de ello. Sumidos en la paradoja “hipermoderna”, se consideran a sí mismos como “personas maduras, responsables, organizadas, eficaces y adaptables; adultos abiertos, críticos y escépticos; pero a su vez son desestructurados, inestables, influenciables, frívolos y superficiales”, como apuntara el filósofo y sociólogo Gilles Lipovetsky.

¿Cuál es el antídoto para al narcisismo digital?
Es importante ser consciente que resulta difícil – cuando no imposible – salvar a quien no quiere ser salvado. Por tanto, no tiene sentido comenzar una cruzada contra el narcisismo digital porque debería tratarse de un proceso de desconstrucción individual.

Los narcisistas digitales deben tener en cuenta, no obstante, que la imagen que están proyectando no es realista y, por tanto, la aprobación que reciben es a un reflejo, no a sí mismos. Eso conduce a la desilusión, en el mejor de los casos, y a los delirios de grandeza falsos que le desconectan por completo del mundo, en el peor de los casos.

Vivir para posar no es vivir, implica perderse las experiencias más auténticas de la vida. Dejar que la autoestima y el estado de ánimo fluctúe según la cantidad de “me gusta” que ha recibido el último selfie publicado implica ponerse por completo en manos de una masa que en ocasiones puede llegar a ser particularmente cruel. La personalidad narcisista, al contrario de lo que muchos piensan, no está construida a prueba de balas, sino que es una frágil armadura de cristal.

La mejor manera para deshacerse del narcisismo digital consiste en aprender a desconectar, para conectar con el mundo real. No se trata de abandonar las redes sociales, sino de usarlas en su justa medida, y no centrarse únicamente en uno sino desarrollar un enfoque más amplio.

La autenticidad también es un buen antídoto para conjurar el narcisismo digital de los tiempos modernos. Al fin y al cabo, como dijera Carl Jung: “el privilegio de tu vida es convertirte en quien realmente eres”, todo lo demás es banal.

Fuentes:

Lazzeri, M. (2019) Il Narcisismo digitale e le patologie da iperconnessione. En: State of Mind.

Reed, P. et. Al. (2018) Visual Social Media Use Moderates the Relationship between Initial Problematic Internet Use and Later Narcissism. The Open Psychology Journal; 11(1): 163-170.

Casale, S. et. Al. (2016) Grandiose and Vulnerable Narcissists: Who Is at Higher Risk for Social Networking Addiction? Cyberpsychol Behav Soc Netw; 19(8): 510-515
https://rinconpsicologia.com/narcisismo-digital/
 
La ira tuitera caerá sobre ti: del victimismo al exhibicionismo moral.
Publiado por Javier Bilbao

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Escena de Los Pájaros (Alfred Hitchcock)

Enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita y corregir al que se equivoca son obras de misericordia espiritual donde los tuiteros en general puntúan fuerte. Ya en lo de perdonar al que nos ofende y sufrir con paciencia los defectos del prójimo se flojea un poco más. Al fin y al cabo, a Twitter ya sabemos a lo que venimos: es una plaza pública donde se discute, se bromea, se pontifica y, por encima de todo, cada uno vende su mercancía. Lo cual trae consigo una táctica comercial tan vieja como la humanidad, la contrapublicidad con la que menospreciar a la competencia. Por eso no suele ser una buena idea enzarzarse en un debate en este entorno. Más allá de la obvia dificultad de resumir una idea en doscientos ochenta caracteres, lo que elimina cualquier matiz y reduce cualquier punto a vista a una mera consigna, digamos que el intercambio no acostumbra a ser una búsqueda conjunta de la verdad al estilo socrático, sino una búsqueda de las peores intenciones imaginables en el antagonista. Cosa que se logra interpretando de la forma más literal sus palabras o bien tergiversándolas cuanto sea necesario para lograr un bonito hombre de Paj* contra el que arremeter. Es el momento mágico del «zasca», esa réplica contundente en la que uno está más pendiente del efecto en la platea que de su interlocutor —al que suponemos recién volatilizado como si más que un argumento le hubiéramos lanzado un conjuro— y que a menudo se procede a inmortalizar en un pantallazo como pequeño trofeo para la posteridad. Ya hemos echado el día.

Pero no es mi intención afear a esta red social, pues sus defectos son en parte los de las personas que la conforman, así que es importante la cuestión de con quién escojamos interactuar. Y respecto a sus virtudes… nada menos que cubrir hasta donde los medios de comunicación no pueden/quieren llegar, poniéndonos en contacto con personas, ideas o fenómenos que de otra forma no alcanzaríamos a conocer. La democracia, desde sus mismos orígenes griegos, necesita debate público, que se celebra formalmente en los parlamentos, pero también en los medios, universidades, bares, centros de trabajo… y, por supuesto, desde hace unos años también en internet. Las redes sociales han encauzado una parte importante del activismo político, logrando un sorprendente eco en los medios e incluso en la propia clase política, fascinada por la ilusión de proximidad con «el pueblo» y sus reivindicaciones que estas ofrecen. Obtener un respaldo masivo en ellas es lo más parecido a vivir en un mitin perpetuo. Ahora bien, las redes no son solo un mero recipiente, pues por su propia naturaleza han favorecido una cultura política determinada que ha impregnado al conjunto de la sociedad. Me detendré en dos fenómenos interrelacionados, uno denominado «la cultura del victimismo» por Bradley Campbell y Jason Manning, mientras que el otro ha sido descrito en algunos de sus flecos por Nassim Nicholas Taleb y podríamos llamarlo «exhibicionismo moral gratuito».

Comencemos por el primero. Según explican estos dos autores, la cultura del honor es propia de sociedades donde el Estado no ha logrado el monopolio de la violencia. Así era la sociedad occidental hasta hace dos o tres siglos, de manera que cada uno debía cuidar de su propia reputación ante los demás y por tanto los duelos eran una medida aceptada de corregir una afrenta personal, por nimia que fuera. Recordemos cómo el tercer vicepresidente de Estados Unidos, Aaron Burr, desafió en uno (y acabó matando) al ilustre ideólogo de la independencia americana, Alexander Hamilton, simplemente porque le habían dicho que había hablado mal de él a sus espaldas y sin saber siquiera en qué consistían tales maledicencias. La lógica tras ello es que, si no se pasaba por alto la más mínima ofensa, entonces uno estaría también a salvo de las más graves. Pero, una vez establecido el imperio de la ley, se pasó de la cultura del honor a la cultura de la dignidad, considerada esta inherente a toda persona. Para proteger nuestra integridad y patrimonio ya estaban las autoridades y por tanto las ofensas leves pasaban a ser simplemente un malentendido que podía arreglarse hablando o fingiendo indiferencia, mientras que las graves las delegábamos en terceros, o sea, el Estado o la comunidad. Se pasaba de ser blando por fuera y duro por dentro a duro por fuera y blando por dentro; de melocotón a nuez, por decirlo así. De esta manera ha venido siendo la sociedad occidental hasta que, desde hace unos años, ha comenzado a aflorar la cultura del victimismo, que combina elementos de las dos anteriores: recupera la susceptibilidad ante cualquier ofensa al propio honor de siglos anteriores, pero ya no es uno mismo quien debe lavar la afrenta, sino que pasa a depender de la comunidad. Así el receptor de una «microagresión» debe mostrar una piel finísima pero no el arrojo de defenderse por sí mismo, debe ser blando por fuera y por dentro, como la gelatina.

Ahora bien, ¿cómo lograr que la comunidad se implique en la protección del propio honor ante una mínima ofensa, algo que puede pasar desapercibido ante la mirada de cualquiera que no sea el afectado? Ahí entran las redes sociales en juego. Ellas permiten centrar la atención de todos en agravios íntimos que en épocas previas hubieran sido ignorados públicamente. De manera que, cuando el actor Chris Pratt enlazó el tráiler de su película con la frase «¿Estás leyendo esto? No, no, no. Sube el volumen y escúchame», fue cuestión de minutos que alguien se sintiera ofendido y que poco después el intérprete tuviera que publicar esta disculpa: «Me doy cuenta de que fui increíblemente insensible con muchas personas que dependen de los subtítulos. Más de treinta y ocho millones de americanos viven con algún tipo de discapacidad auditiva. Así que quiero disculparme. Conozco personas en mi vida que tienen problemas de audición y lo último que quiero en el mundo es ofenderlos». No es de extrañar que otra estrella de Hollywood, George Clooney, haya afirmado que no tiene cuenta en Twitter porque no quiere ver arruinada su carrera por escribir un mensaje borracho a medianoche. Los agraviados siempre están al acecho en las redes, donde el estatus y el protagonismo se los da la condición de víctima.

Pasemos ahora al segundo fenómeno, el exhibicionismo moral en las redes, analizado por Nassim Nicholas Taleb. Mostrarnos ante los demás como personas éticas, moralmente íntegras, nos hace parecer más confiables. Es nuestra mejor tarjeta de presentación a ojos de los demás, ya sea para mejorar laboralmente, trabar amistades o encontrar pareja. No es de extrañar que el exhibicionismo moral sea tan viejo como la propia humanidad y que alguien de tanta penetración psicológica como Jesús supiera identificarlo en su día: «Cuando hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Cuando des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre, que ve lo oculto, te premiará. Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en los ángulos de las plazas para ser vistos» (San Mateo 6, 2-5). Hermoso pasaje que debería inscribirse con grandes letras en la página de entrada de cualquier red social, donde abundan por igual las muestras de solidaridad como las de indignación. Para las primeras se necesita una víctima cerca, y como decíamos antes siempre hay candidatos para convertir el agravio íntimo a su honor en juicio popular. Respecto a la indignación, encontrarla en algo que a otros les pase desapercibido le dota a uno, aparentemente, de una mayor sensibilidad moral. Si no logramos hallarla en los mensajes ajenos siempre queda el recurso de mirar la lista de Trending Topic, es decir, la lista de linchamientos públicos más multitudinarios de cada día.

El problema es que las demostraciones morales sin coste para el emisor están sujetas a un proceso inflacionista. Si el de al lado escribe tres mensajes en tono levemente molesto, yo puedo publicar seis mostrándome ostentosamente airado por casi el mismo tiempo y esfuerzo, lo que me hará más moral y por tanto más merecedor de prestigio en la comunidad con todo lo que eso conlleva. Esa competencia tan feroz convierte a las redes sociales en el circo que hoy día son y, también, las hace poco aptas para ser utilizadas como brújula moral por los medios de comunicación y políticos. Que es, por desgracia, exactamente lo que están haciendo. Por ello, lo que propone Taleb es que las señales morales que emitimos solo tengan valor si implican un coste y que, si vamos a airear nuestras limosnas, al menos efectivamente haya monedas en la bolsita que otorgamos. Naturalmente el coste no tiene por qué ser exclusivamente económico, puede ser en forma de algo que incluso nos resulta aún más valioso: el prestigio. Lo cual no deja de resultar paradójico siendo su acumulación aquello que perseguimos con tanto ahínco en las redes sociales. Como él mismo dice: «la virtud sin coraje es una aberración, de hecho, puedes ver cobardes apoyando una muestra de virtuosismo según este es definido por los grandes medios, porque temen hacer otra cosa diferente (…) La mejor virtud requiere coraje, por tanto, necesita ser impopular. Si describiera los actos virtuosos perfectos, deberían ser los realizados desde posiciones penalizadas por el discurso común. Cuando más cueste, más virtuoso es el acto, particularmente si te cuesta tu reputación. Cuando la integridad entre en conflicto con la reputación, ve con la primera».

Como el pavo real que exhibe una cola que lo hace más vulnerable a los depredadores y así, paradójicamente, demuestra ser más fuerte, arriesgar la propia reputación haciendo o diciendo lo que uno considera justo por impopular que resulte es una forma de virtue signalling más difícil de falsificar y, en último término y a largo plazo, una buena manera de vender nuestra mercancía en la plaza pública. Que es a lo que veníamos.

https://www.jotdown.es/2019/06/la-ira-tuitera-caera-sobre-ti-del-victimismo-al-exhibicionismo-moral/
 
Ansiedad secundaria: La ansiedad que genera vivir con ansiedad

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Si las punzadas de la ansiedad te generan más ansiedad, si experimentas pánico cuando sientes el corazón acelerado y cada vez temes más a los síntomas ansiosos, es probable que estés sufriendo lo que se conoce como “ansiedad secundaria”. O sea, tu ansiedad te está generando más ansiedad.

Todos hemos experimentado ansiedad en algún momento de nuestras vidas, pero normalmente podemos lidiar con esa sensación de aprensión y tensión. Sin embargo, cuando no logramos gestionar esas reacciones y comenzamos a temerles, corremos el riesgo de desarrollar un trastorno de ansiedad que se autoalimenta, generando un bucle en el cual la ansiedad se convierte tanto en causa como en consecuencia.

¿Qué es la ansiedad secundaria?
El término “secundario” se utiliza para describir un problema que surge como resultado de una condición primaria. En el caso de la ansiedad secundaria, esta se origina del temor a la ansiedad, específicamente debido al manejo inadecuado de la meta ansiedad, que es todo lo que pensamos sobre nuestra ansiedad y lo que sentimos respecto a esas sensaciones.

De hecho, en muchos casos el trastorno de ansiedad no es el problema principal sino secundario. Un estudio realizado en la Escuela de Medicina de Harvard desveló que el 40% de los casos de trastornos de ansiedad generalizada corresponden a una ansiedad secundaria.


En la práctica clínica, el gabinete PsicoAbreu, conformado por un grupo de psicólogos en Málaga especializados en el tratamiento de los trastornos de ansiedad, confirma que en muchos de los casos de ansiedad que acuden a consulta, la ansiedad secundaria tiene un papel protagónico en la instauración y mantenimiento del trastorno.

Los 5 peligros que encierra la ansiedad secundaria
Como apuntó Daniel Defoe, “el peso de la ansiedad es mayor que el mal que provoca”. La ansiedad secundaria puede llegar a ser muy discapacitante afectando la calidad de vida de quien la sufre.

  1. La ansiedad secundaria intensifica las emociones desagradables. Todo aquello a lo que te resistes, persiste. La resistencia a la ansiedad también agrava el problema que se encuentra en su base. Cuanto más te preocupes por sentirte ansioso y más le temas a los síntomas, más combustible le añadirás a esas emociones desagradables, generando un malestar mayor.
  2. La ansiedad secundaria da pie a otros trastornos. La meta ansiedad puede causar otros problemas psicológicos. De hecho, la ansiedad secundaria tiene una mayor comorbilidad que la ansiedad primaria. Se ha constatado que las personas que padecen ansiedad secundaria son más propensas a sufrir agorafobia, estrés postraumático, depresión mayor y abuso de sustancias.
  3. La ansiedad secundaria perfila un futuro gris. Si crees que no puedes gestionar tus emociones, estarás alimentando una profecía que se autocumple.Dado que la ansiedad existe en el futuro, en el mundo de las posibilidades, anclarte a la creencia de que no puedes hacer nada para mejorar la ansiedad, te hará entrar en un callejón sin salida que alimentará un estado de indefensión en el que crece la ansiedad.
  4. La ansiedad secundaria erosiona la autoconfianza. Temer a tus emociones y pensar que escapan de tu control terminará afectando la imagen que te has formado de ti mismo. Es probable que empieces a pensar que no eres capaz derecuperarte y, por ende, ni siquiera lo intentarás, cerrando un círculo vicioso en el que cada vez te sientes más atrapado y con menos alternativas.
  5. La ansiedad secundaria te impide comprender el mensaje primario. La meta ansiedad hace que te centres demasiado en el miedo, desviando tu atención de la situación que generó el cuadro primario. Eso significa que te resultará más difícil descubrir su causa. Considera que la ansiedad es una señal que te indica que tienes algún problema que debes solucionar. La meta ansiedad hará que te vayas por las ramas, impidiéndote llegar a la raíz del problema.
¿Cómo se instaura la ansiedad secundaria?
La ansiedad secundaria es el resultado del miedo y la preocupación por los síntomas ansiosos y la consecuente resistencia a ellos. Si has sufrido un ataque de pánico, por ejemplo, sabrás que no es una experiencia agradable.

De repente el corazón se desboca, la respiración se acelera y se hace más entrecortada, experimentas sudores fríos, puedes sentir mareos y sufres un miedo tan intenso que el cerebro se “apaga”. A esos síntomas sumamente desagradables se le suma la incertidumbre por no saber qué está sucediendo.

Cuando finalmente superas el episodio, es probable que te atenace un temor: ¿Y si me ocurre de nuevo?

Ese miedo desencadena un mecanismo de hipervigilancia. En práctica, se desata una especie de “paranoia” que te lleva a prestar más atención a los pequeños cambios que puedan avisarte de que vas a sufrir otro ataque de ansiedad. Eso puede hacer que malinterpretes pequeñas señales fisiológicas totalmente normales, lo cual desencadenará otro ataque de pánico, esta vez autoprovocado.

Ese estado de escrutinio constante aumenta además la ansiedad basal; o sea, comienzas a vivir con los nervios a flor de piel, tensos, a la espera de que ocurra algo negativo de un momento a otro. Ese estado termina complicando y agravando el cuadro ansioso de manera significativa, actuando como un catalizador de la ansiedad crónica.

¿Cómo eliminar la ansiedad secundaria?
Temer a la ansiedad no es útil. Ese miedo no solo agrava la experiencia ansiógena sino que también genera una gran debilidad. Por supuesto, nadie se propone conscientemente autosabotearse, la ansiedad secundaria es una reacción normal a las situaciones que nos asustan. Eso significa que no hay que sentirse culpables, pero debemos comprender que ese miedo solo empeora la experiencia.

Para eliminar la ansiedad secundaria hay que actuar en tres niveles: físico, emocional y racional.

  • A nivel físico. Los síntomas de la ansiedad provocan intensas reacciones a nivel fisiológico, pero si detectas rápidamente los primeros signos, podrás gestionarlos antes de que empeoren. Aprender ejercicios de respiración, por ejemplo, te ayudará a calmarte rápidamente.
Diferentes estudios, entre ellos uno realizado en la Universidad de Warwick, han comprobado que las oscilaciones respiratorias conducen a la modulación y/o sincronización de la frecuencia cardíaca y las ondas cerebrales a través de un mecanismo que involucra al sistema nervioso autónomo. La práctica de yoga, meditación y mindfulness también te ayudará a disminuir la ansiedad basal, de manera que cada vez tendrás que preocuparte menos por la ansiedad.

  • A nivel emocional. “Nuestra ansiedad no proviene de pensar en el futuro, sino de querer controlarlo”, dijo Kahlil Gibran. Es importante que seas conscientes de que la resistencia alimenta el conflicto y las emociones desagradables. Aceptar la ansiedad, al contrario, disminuirá esas emociones.
No debes ver la ansiedad como un enemigo a batir sino como un aviso de un problema o conflicto que necesitas resolver. La ansiedad forma parte de la vida, no siempre podrás evitarla, y aunque a veces puede ser una experiencia desagradable, tu manera de afrontarla determina cuán dañina puede ser.

  • A nivel racional. William James dijo: “La mejor arma contra el estrés es nuestra capacidad para elegir un pensamiento en vez de otro”. Así como los pensamientos disfuncionales alimentan la ansiedad, los pensamientos adaptativos la disminuyen. Ser consciente de tu narrativa te ayudará a comprender cómo tus pensamientos están perpetuando la ansiedad.
Analiza una experiencia reciente de ansiedad y recuerda los pensamientos que pasaron por tu mente justo antes, durante y después de ese episodio. Si esos pensamientos alimentaban el miedo, la ansiedad y la evitación, eran disfuncionales. Una estrategia para cambiarlos y colocar en su lugar otros más funcionales consiste en desafiarlos, analizando su racionalidad. Por ejemplo, si tu corazón se acelera, en vez de pensar que estás a punto de morir, puedes calmarte pensando que se trata de un síntoma de la ansiedad que puedes gestionar.

A veces, gestionar la ansiedad puede ser complicado, por lo que es necesario pedir la ayuda profesional de un psicólogo. Ten en cuenta que cuanto antes recibas tratamiento, más fácil será eliminar o incluso prevenir la ansiedad secundaria. No esperes a que el problema se instaure.

Fuentes:

Perry, S. et. Al. (2019) Control of heart rate through guided high-rate breathing. Scientific Reports; 9: 1545.

Rogers, M. P. et. Al. (1999) Comparing primary and secondary generalized anxiety disorder in a long-term naturalistic study of anxiety disorders. Depress Anxiety; 10(1): 1-7.

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Alergia Emocional: Vivir con las emociones a flor de piel

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¿Alguna vez has reaccionando mal emocionalmente sin comprender qué ha desatado esa respuesta?

¿Una persona te provoca un profundo rechazo, pero no sabes por qué?

¿Últimamente te has sentido más triste, enfadado o frustrado?

Si es así, es probable que padezcas una alergia psicológica.


Todos conocemos la alergia, una reacción de defensa del organismo ante sustancias externas que penetran en el cuerpo. Cuando nuestro sistema inmunológico detecta esas sustancias, que puede ser desde un alimento hasta el polen, las reconoce como ajenas e intenta neutralizarlas desencadenando una serie de síntomas bastante molestos.

Sin embargo, todos tenemos – y necesitamos – un sistema inmunológico emocional. Ese sistema nos ayuda a mantenernos a salvo y evita, por ejemplo, que invitemos a un completo extraño a casa que nos pone los pelos de punta. Cuando ese sistema funciona adecuadamente, nos ayuda a protegernos, nos sirve como una brújula para guiar nuestro comportamiento. El problema es que cuando experimentamos una situación muy intensa emocionalmente, ese sistema puede comenzar a fallarnos desencadenando una alergia emocional.

¿Qué es la alergia emocional?
La palabra alergia viene del griego, de los vocablos alos y ergos. Alos quiere decir otro, diferente, extraño. Ergos significa reacción. Por tanto, la alergia no sería más que una reacción frente a lo diferente, aquello que no se reconoce como propio y que se cataloga como un peligro potencial.

En el plano psicológico, el concepto de alergia emocional cobró relevancia en la década de 1950, fundamentalmente de la mano de P. Sivadon, quien pensaba que la hipersensibilidad a ciertas emociones se convierte en un mecanismo patógeno central que termina desencadenando otras patologías.

Por tanto, la alergia emocional sería una reacción intensa desde el punto de vista a afectivo a una persona o situación presente que nos recuerda, consciente o inconscientemente, un evento negativo e impactante emocionalmente de nuestra historia vital.

Las personas que son más susceptibles a ciertas emociones, generalmente de valencia negativa, suelen responder de manera similar a quienes padecen alergia cuando se exponen al alérgeno:

– Experimentan esa emoción negativa con más frecuencia que la persona promedio.

– La emoción se activa con numerosos estímulos, la mayoría de los cuales pasan desapercibidos para la persona promedio o no les resultan molestos.

– Cuando se ha activado la reacción, se produce un secuestro emocional en toda regla; es decir, se pierde la capacidad para actuar de manera racional.

¿Cómo se desencadena esta alergia psicológica?
La alergia emocional se instaura de manera bastante parecida a la alergia física: es el resultado de nuestra exposición a una experiencia que, por algún motivo, ha desencadenado una fuerte reacción emocional. Luego, cada vez que nos expongamos a estímulos que nos recuerden esa experiencia o generen una emoción similar, tendremos la tendencia a reaccionar de manera excesivamente emocional porque se desata un mecanismo de defensa psicológico.

En este sentido, un estudio pionero realizado en la Universidad de Wisconsin propone que los signos de neuroinflamación que acompañan al Síndrome de Burnout, una condición que se caracteriza por apatía y agotamiento extremo, responden a una reacción inmunológica a patógenos de origen no somático, de manera que lo han calificado como una respuesta de “alergia emocional”.

Blankert sugiere que “las personas con Síndrome de Burnout en la fase de agotamiento se han convertido en emocionalmente alérgicos a algunos aspectos de su trabajo” y que “la palabra intuitiva ‘alergia’ encaja muy bien con la neuroinflamación que padecen, así como con el impacto general que tiene esa situación en el sistema inmunológico”.

En práctica, si una persona ya posee cierta hipersensibilidad emocional, la exposición a situaciones que considere como un serio peligro – aunque realmente no lo sean, puede generar emociones que, quizá en un primer momento parecen superadas o minimizadas, pero se activan con posterioridad cuando se produce otra situación que actúa como un recordatorio emocional del evento original, lo cual suele desencadenar angustia, agitación y confusión.

Las consecuencias de la alergia emocional
Las reacciones que desencadena una alergia psicológica no son racionales, de manera que podemos llegar a actuar de manera muy desadaptativa. Esto se debe a que no estamos reaccionando a la situación en sí, sino que esta se ha convertido en una representación de la situación pasada.

Lo mismo vale para una persona. En práctica, si tenemos una alergia emocional no mantendremos la relación con la persona que está delante de nosotros sino con nuestro pasado, con todo el lastre emocional que esa persona activó, sin darse cuenta, de nuestro pasado. Todo ello nos puede llevar a tomar malas decisiones.

De hecho, la dificultad a nivel emocional para discernir entre lo seguro y lo inseguro puede hacer que asumamos riesgos innecesarios o que, al contrario, rehuyamos situaciones que serían beneficiosas y desarrolladoras.

A esto se le suma que, según Sivadon, la alergia emocional a menudo es el preludio de problemas psicológicos más graves, como las crisis de ansiedad o el trastorno de estrés postraumático. Si no logramos detectar esos alérgenos emocionales, terminarán escapando de nuestro control. Es probable que esa alergia pierda poco a poco su especificidad y amplíe su campo de acción, convirtiéndose en una intolerancia cada vez más amplia a diferentes emociones activadas por estímulos siempre más variopintos.

¿Cómo evitar que la alergia emocional empeore?
Existen diferentes maneras de evitar que la alergia emocional empeore. La técnica de desensibilización sistemática suele ser muy eficaz, al igual que ocurre para muchas alergias físicas. Consiste en exponerse, de manera controlada, a los estímulos que desencadenan esas emociones negativas.

Si la reacción emocional es muy intensa, primero se realiza el ejercicio mentalmente, solo visualizando la situación o la persona que nos genera esas emociones. Luego se puede pasar a la realidad, dosificando el grado de exposición para que la ansiedad no sea tan alta como para reforzar el problema.

De esta manera conseguimos, por una parte, volvernos cada vez más tolerantes al alérgeno, hasta que este no cause ninguna reacción y, por otra parte, desarrollamos nuestra resiliencia, aprendemos a gestionar mejor nuestras emociones, de manera que en vez de convertirse en nuestros enemigos, puedan cumplir su papel protector.

Fuentes:

Blankert, J. P. & (2014) Neuroinflammation in burnout patients. Conference: Breakthroughs in burnout researcht. At Hoogstraten; 1.

Sivadon, P. (1953) La notion d’allergie émotionnelle. AMP; 111: 239-40

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La ciencia lo confirma: Si te estresas, tu perro también se estresará

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La mayoría de las emociones son contagiosas. Lo sabemos por experiencia propia. Si encontramos a una persona que destila entusiasmo y alegría, es probable que terminemos contagiándonos con sus buenas vibraciones. Sin embargo, si nos cruzamos con una persona que, de los 10 minutos de conversación ha empleado 9 en quejas y lamentos, es probable que nuestro estado de ánimo decaiga casi a la par del suyo.

Ese contagio emocional está facilitado por nuestras neuronas espejo, las cuales nos permiten ponernos en el lugar del otro y sentir empatía. Sin embargo, todo parece indicar que el contagio emocional no es exclusivo de los seres humanos. Un estudio realizado en la Universidad de Linköping reveló que nuestros amigos de cuatro patas también son sensibles a nuestros estados emocionales, sobre todo al estrés.

Cuanto más te estreses, más estresarás a tu mascota
Estos investigadores analizaron cómo el estilo de vida de las personas que conviven con perros influye en el nivel de estrés de sus mascotas. Para ello, contaron con 58 perros y sus propietarios, a quienes midieron el nivel de estrés durante varios meses teniendo en cuenta la concentración de cortisol, considerada como la hormona del estrés por antonomasia.

Los investigadores descubrieron que los niveles de cortisol del perro y su dueño estaban sincronizados, de modo que las personas con una elevada concentración de cortisol también tenían perros que presentaban un nivel alto de cortisol.


Sin embargo, el estudio fue un paso más allá. Las personas también completaron un cuestionario sobre sus rasgos de la personalidad y rellenaron otro cuestionario para indicar el carácter de sus mascotas.

Así se apreció que los rasgos de personalidad de los propietarios estaban relacionados con su nivel de estrés, pero no existía un vínculo entre el carácter de los perros y sus reacciones ante el estrés.

Las personas que puntuaron más alto en la escala de neuroticismo, por ejemplo, eran más propensas a sufrir un elevado nivel de estrés y contagiarlo a sus perros. Al contrario, las personas más abiertas a las experiencias reportaban menos estrés y sus mascotas también estaban más relajadas.

Estos datos sugieren que los perros captan y reflejan el estrés de sus dueños.

La Inteligencia Social de los perros: Don y castigo
Los perros son muy sensibles al comportamiento humano y muestran una gran empatía. Un estudio realizado en la Universidad de Otago, por ejemplo, reveló que tanto las personas como los perros reaccionan con un incremento del nivel de cortisol cuando escuchan llorar a un bebé.

Es probable que ese contagio emocional se deba a la gran Inteligencia Social de los perros. Lo confirma un experimento realizado en la Universidad de Milán en el que se comprobó que los perros, al igual que los niños pequeños, usan referencias sociales para responder a los estímulos del medio. Esto significa que, cuando no tienen un patrón de respuesta para una situación nueva, o sea, no saben qué hacer, miran a su dueño en busca de pistas que le indiquen cómo reaccionar.

Los perros no solo son capaces de captar nuestras reacciones y estados de ánimo, sino que también pueden regular su comportamiento en base a estos, teniendo en cuenta esas pequeñas señales – que muchas veces les enviamos de manera inconsciente – para decidir qué hacer en las situaciones nuevas.

Esa sensibilidad especial ante nuestros estados emocionales ha permitido que los perros vivan en armonía con nosotros, hasta el punto que llegamos a considerarlos nuestros “mejores amigos” y parte de la familia, pero también tiene un lado más oscuro ya que los vuelve más vulnerables a nuestras emociones negativas, como el estrés, que también acabará pasándoles factura en términos de salud psicológica y física.



Fuentes:

Sundman, A. et. Al. (2019) Long-term stress levels are synchronized in dogs and their owners. Scientific Reports; 9: 7391.

Hooi, M. & Ruffman, T. (2014) Emotional contagion: Dogs and humans show a similar physiological response to human infant crying. Behavioural Processes; 108: 155-165.

Merola, I. et. Al. (2012) Dogs’Social Referencing towards Owners and Strangers. PLoS ONE; 7(10): e47653

https://rinconpsicologia.com/perros-reflejan-estres-duenos/
 
¿Eres un sumiso gatito o un león salvaje? Aprende a ser más asertivo y a poner límites a los demás
Saber decir “no” a situaciones que nos desagradan es básico para la salud física y mental
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Expresarnos con libertad y poner límites a los demás sin ser agresivos no siempre resulta fácil (DNY59 / Getty Images)
ROCÍO CARMONA
15/06/2019 08:00
Actualizado a 15/06/2019 08:02

Uno de los elementos más importantes que definen la inteligencia emocional es la asertividad, entendida esta como la capacidad para expresar de forma honesta nuestros derechos, creencias y necesidades sin negar los de los demás. Parece fácil, pero las relaciones no siempre lo son.

Casi todos hemos tenido alguna vez dificultades para expresarnos con libertad o poner límites a un comportamiento indeseado. Es entonces cuando dejamos de lado nuestros planes para atender a los de los demás, por ejemplo. O cuando recibimos un comentario que nos desagrada y nos lo tragamos por miedo a iniciar un conflicto o a que los demás nos dejen de apreciar.

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A menudo nos tragamos un comentario o una conducta que nos molesta por miedo a iniciar un conflicto (fizkes / Getty Images/iStockphoto)
Pero no expresar lo que necesitamos es una fórmula segura para sentirnos eternamente insatisfechos, pues nuestras necesidades siempre acabarán a la cola, posponiéndose una y otra vez hasta que al final incluso acabemos olvidándonos de ellas. Pero si nuestra vida está tan llena de demandas ajenas que ya no tenemos tiempo para lo que nos importa, o incluso peor, si nuestra salud física o mental está en riesgo por culpa de ello, quizá ha llegado el momento de empezar a hacer algunos cambios.

Lo primero que debemos aprender es la diferencia entre asertividad y agresividad. Ser asertivo no significa dar vía libre a la mala educación ni nos legitima para mostrarnos hostiles o maltratar a los demás solo para conseguir nuestros objetivos. “Una persona asertiva es una persona que sabe lo que quiere y lo que no quiere. Es una persona con capacidad de discernir y de decidir, y que sabe expresarlo. Sabe decir que no sin sufrir y defender su visión sin discutir. Las claves para ello radican en la autoestima y el respeto”, explica el coach Jordi Planes, autor de Más allá del sentido común (Kepler).

“Una persona asertiva sabe decir que no sin sufrir y defender su visión sin discutir”

JORDI PLANES Coach
¿Y por qué nos cuesta tanto hacerlo? A menudo por miedo al rechazo, al enfado del otro o, simplemente, a la incertidumbre que nos causa imaginar cómo nos responderán. Como en tantas ocasiones, la raíz de este comportamiento suele encontrarse en la infancia. Si nos criaron para ser “buenos”, si nos elogiaban solo cuando “ayudábamos a mamá”, si teníamos miedo de que nuestros padres gritaran o nos pegaran, o si no nos prestaban la atención necesaria, excepto cuando complacíamos a los demás, puede que hayamos aprendido a priorizar las necesidades ajenas por encima de las propias.

Pilar Sanz Sarmiento, psicóloga experta en duelo, comunicación y gestión emocional, explica que en el origen de esta tendencia tan común están casi siempre implicadas las emociones de la ira y el miedo. “Nuestra cultura y educación que recibimos tienden anegar la existencia de la emoción del enfado. Bajo el paraguas de las fórmulas de cortesía y de la buena educación, se esconde la emoción de la rabia sin digerir. Yo diferencio entre control, gestión y digestión emocional. Para digerir tengo que hacer un proceso, asimilar, elaborar, crecer y finalmente, soltar y evacuar”.

Con frecuencia, “bajo el paraguas de la cortesía y la buena educación se esconde rabia sin digerir”

PILAR SANZ Psicóloga experta en comunicación y gestión emocional
Según esta experta terapeuta, el primer paso para poder ser asertivos es identificar lo que sentimos realmente. Y cuando hablamos de ira, miedo o enfado, nos enfrentamos a ideas preconcebidas que dificultan su reconocimiento: “Cualquier emoción del continuo del enfado y la ira es considerada el patito feo de las emociones y escondida en el paraguas de la buena educación”. ¿Qué podemos hacer entonces? Tras identificar lo que sentimos, se hace necesario diferenciar la emoción de la conducta. “Esto es fundamental desde niños. Limitar la conducta, pero no negar ni censurar la emoción”.

Puede que en este punto algún lector piense que no pasa nada por priorizar a los demás, y a quien incluso este le parezca un rasgo deseable. Pero los expertos consideran que complacer de forma compulsiva a los otros puede convertirse incluso en una forma de manipulación. ¿Alguna vez se han cruzado con una de esas personas con fama de ser generosas y entregadas y han podido comprobar que cuando no consiguen lo que desean quizá muestran una cara completamente desconocida, agresiva y despiadada?

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Detrás de la dificultad para poner límites a los otros subyace el miedo a ser rechazado (Anetlanda / Getty Images/iStockphoto)
“Cuando no se ponen límites es porque se tiene miedo, fundamentalmente, a ser rechazado. Si mi tendencia es a controlar”, explica Pilar Sanz, “entonces no pondré limites, tragaré y tragaré, sin masticar, sin digerir y... se me hará bola. Antes o después vomitaré o tendré una diarrea verbal y/o conductual. El miedo y mis creencias irán alimentando a mi felino interior, y en lugar de manifestarse bajo la forma de un lindo gatito capaz de poner límites e identificar sus deseos y necesidades (asertividad), cuando el sistema digestivo emocional esté colapsado, se manifestará como un león salvaje”.

Jordi Planes explica que cuando hacemos algo que nos genera incomodidad o disgusto, nuestro cuerpo reacciona. “Si reprimimos ese sentimiento, irá generando un humor displicente, de resignación y de desengaño, con lo que nos irá apartando del amor y nos generará frustración. Podrá incluso generar un círculo vicioso que potencie las dependencias o las actitudes críticas: cinismo, ironía...”. Para evitarlo, este coach y escritor recomienda recuperar la forma de comunicarse de los niños y las niñas: “Dicen lo que sienten sin filtros ni miedos... convencidos de que es lo que debe de ser. Es la “educación” que les damos la que hará que más adelante actúen con filtros y bajo el yugo de los miedos y las consecuencias”.

Si tragamos lo que nos disgusta sin decirlo, generaremos resignación, desengaño y frustración

¿Y cómo empezar a poner límites si no tenemos la costumbre de hacerlo? Lo primero es perderle miedo al «no». Decir «no» a algo o a alguien, paradójicamente, encierra un gran poder positivo, pues al hacerlo estamos diciéndonos un gran «sí» a nosotros mismos. Y es que, si no somos capaces de decir que no, entonces nuestros síes no tienen ningún valor. Si decimos que sí a todo, nos perdemos, acabamos por desconectarnos de nuestras necesidades e incluso empezamos a no ser capaces de reconocerlas. También es importante recordar que nunca somos responsables de las emociones de los demás.

Pilar Sanz da dos claves para una comunicación eficaz y asertiva: “El uso de la descripción objetiva de hechos y hablar en primera persona. Un ejemplo personal de comunicación asertiva por parte de mi hijo de 9 años: volvíamos tarde a casa y, ya en el coche, yo estaba pensando en todo lo que me quedaba por hacer de jornada casera. Tras aparcar, empecé a meterle prisa a mi hijo para salir del coche, coger mochilas... Él me dijo: “Mamá, cuando me hablas así, creo que estás enfadada y me asusto”.

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Deberíamos recuperar la forma de comunicarse de los niños, directa, sin filtros ni miedos (ChristopherBernard / Getty Images/iStockphoto)
Si la idea de decirle que no a alguien o de expresar que algo le disgusta todavía le produce temor o agobio, he aquí un pequeño truco para empezar: gane tiempo. Pídale a esa persona que le envíe su petición o su comentario por correo electrónico o en un mensaje de texto para que pueda comprobar su agenda o pensar en ello antes de responder. Esto le da tiempo para pensar qué desea hacer realmente y para encontrar las palabras adecuadas para expresarse. Y no olvide el poder positivo de un «no» a tiempo. ¿Qué otras posibilidades, qué otros «síes» se abren ante usted cuando es capaz de poner límites y de conectar con su propio deseo? ¿Quizá más respeto por sí mismo? ¿Más tiempo para su familia o para perseguir sus pasiones? ¿Más salud mental? ¿Más descanso?

Como también explica Pilar Sanz, el riesgo de no respetarnos puede llegar a influir incluso en nuestra salud física: “Nos afecta al sistema inmunológico, al sistema digestivo, a la c oagulación de la sangre, a la temperatura corporal, al sistema genitourinario.... Desde la medicina oriental se asocian las emociones a determinadas funciones de órgano. El miedo, por ejemplo, al aparato genitourinario, y la rabia, a la vesícula biliar e hígado. Todos conocemos la frase popular: más vale ponerse una vez rojo que ciento amarillo. Un claro ejemplo de la sabiduría popular en cuestión de asertividad”.

https://www.lavanguardia.com/vivo/p...ende-ser-asertivo-poner-limites-decir-no.html
 
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