Cuadernos de Historia

Muere Carlos Seco Serrano, el decano de los historiadores españoles
El experto en Historia Moderna y Contemporánea, Premio Nacional en 1986, ha fallecido a los 96 años


ANTONIO LÓPEZ VEGA
Madrid -
13 ABR 2020


Carlos Seco Serrano, en una imagen de 2002.


Carlos Seco Serrano, en una imagen de 2002.



El pasado domingo 12 nos ha dejado Carlos Seco Serrano (Toledo, 1923-Madrid, 2020), víctima de la Covid-19. Nacido en Toledo al poco de llegar la dictadura de Primo de Rivera, su infancia y mocedad transcurrieron en diferentes localidades de Marruecos y Melilla, donde su padre desempeñó labores como militar hasta que fue fusilado por no unirse a los sublevados de 1936.

Tras la Guerra Civil, estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central. Allí obtuvo los premios extraordinarios de Licenciatura y de Doctorado, fruto de su tesis doctoral Las relaciones diplomáticas entre España y Venecia en la época de Felipe III, que dirigió Ciriaco Pérez Bustamante. Este le introdujo en el Instituto Fernández de Oviedo, vinculado al naciente Consejo Superior de Investigaciones Científicas, donde coincidió con historiadores como Miguel Artola, Manuel Fernández Álvarez o Juan Pérez de Tudela.


Aquí puede leer todos sus artículos publicados en EL PAÍS.

Después de trabajar como adjunto en la Cátedra de Historia General de América de la Facultad de Filosofía y Letras (1953-57), obtuvo la Cátedra en la Universidad de Barcelona, donde desempeñó su labor docente e investigadora hasta 1974 y donde dejó discípulos como Antoni Jutglar. Inmediatamente, Seco Serrano obtuvo plaza en la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, donde permanecería hasta su jubilación en 1989, y donde dirigió tesis doctorales a investigadores como Julio Gil Pecharromán o Alejandro Pizarroso, entre otros.

Frente a la historiografía oficial franquista, que se empeñaba en la exaltación del pasado imperial y católica de la España de los Reyes Católicos y los primeros Austrias, su obra se enmarca en la renovación a la que asistió nuestra historiografía al alborear los años sesenta. Tras el aldabonazo metodológico que supusieron los trabjajos de Vicens Vives en los cincuenta, Seco –junto a otros contemporaneistas como José María Jover y Miguel Artola, especialmente-, contribuyó a convertir los siglos XIX y XX en el centro del debate historiográfico en unos años en los que el liberalismo era, para el discurso oficial de la Dictadura, la puerta de entrada del marxismo y “demás ralea judeomasónica” (sic).

En su etapa inicial investigadora, Seco Serrano dedicó sus esfuerzos a la edición de la obra de personalidades decimonónicas como Martín Fernández de Navarrete (1954-55), Mariano José de Larra (1960), Francisco Martínez de la Rosa (1962), Manuel Godoy (1965) o Ramón Mesonero Romanos (1967). En 1963 apareció el célebre manual que editó Teide con el que se formarían varias generaciones de historiadores: Introducción a la historia de España. Elaborado inicialmente por Antonio Ubieto, Joan Reglá y José María Jover, todos catedráticos de la Universidad de Valencia –donde por aquel entonces también enseñaban profesores como José Luis Pinillos o Carlos París-, inmediatamente Seco Serrano añadió la parte correspondiente al período acaecido desde la II República.
Tal y como recordó en más de una ocasión, Seco Serrano se consideraba liberal en el sentido ético en el que lo definió Gregorio Marañón: “estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo y no admitir jamás que el fin justifica los medios”. Entre las influencias que recibió, destacó la de Jesús Pabón, a quien sucedió en la Academia de la Historia en 1978. Entonces dedicó su discurso de ingreso a “El perfil político y humano de Eduardo Dato”, cuyo archivo –esencial para la historia del conservadurismo español y de la legislación social y laboral de inicios del siglo XX-, se custodia en la Docta Casa, y cuya ordenación y clasificación supervisaba el propio Seco.

Aunque su atención se centró, fundamentalmente, en aspectos políticos e institucionales de la historia, sus trabajos también mostraron sensibilidad hacia cuestiones sociales o culturales. De entre su voluminosa obra destaca Militarismo y civilismo en la España Contemporánea (1984), que le valió el premio Nacional de Historia, y donde Seco convertía la relación entre ambos poderes en el eje interpretativo de nuestra historia. También son muy recordados su Historia del conservadurismo español (2000) y la atención que dedicó en diferentes trabajos dedicados a la Restauración, singularmente, La España de Alfonso XIII. El Estado, la política y los movimientos sociales, reeditado profusamente al calor del centenario del inicio del reinado del monarca español y que le valió el premio Villa de Madrid de Ensayo y Humanidades José Ortega y Gasset en 2003.

Hacía ya algunos años que Seco Serrano apenas aparecía en público. En 2016 el Instituto de España le tributó un homenaje, epílogo de los numerosos reconocimientos que recibió en vida como Gran Cruz Alfonso X el Sabio o l’Ordre des Palmes Académiques. Miembro de instituciones como la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona o de Académico de Mérito de la Academia Portuguesa da Historia. Seco Serrano fue pionero en el contemporaneismo de nuestro tiempo.

 
75 años del disparo más importante de la Segunda Guerra Mundial
El su***dio de Hitler el 30 de abril de 1945, confinado en el Búnker de la Cancillería de Berlín, significó de hecho el fin del III Reich y posibilitó acabar la guerra en Europa


JACINTO ANTÓN
Barcelona - 30 ABR 2020


La última foto de Hitler antes de su suicidio, en un acto con miembros de las Juventudes Hitlerianas condecorados en el exterior del búnker de la Cancillería.


La última foto de Hitler antes de su su***dio, en un acto con miembros de las Juventudes Hitlerianas condecorados en el exterior del búnker de la Cancillería.EL PAÍS



Nadie parece haber oído aquel 30 de abril de 1945, poco antes de las cuatro de la tarde, el disparo más importante de la II Guerra Mundial. Pero al abrir precavidamente sus secuaces la puerta de su estudio y echar un vistazo, Hitler yacía en un sofá muerto con un agujero del tamaño de una moneda pequeña en la sien derecha. Por su mejilla corría un hilo de sangre que había formado en la alfombra un charco de las dimensiones de un plato. La mano izquierda del líder nazi descansaba sobre su rodilla con la palma mirando hacia arriba y la izquierda colgaba inerte. Junto al pie derecho de Hitler había una pistola Walther calibre 7, 65 mm, la suya, con la que se había disparado, y al lado del pie izquierdo otra del mismo modelo pero de calibre 6,35 mm, sin usar. Hitler vestía su chaqueta de uniforme, una camisa blanca con corbata negra y pantalones negros. En el mismo sofá estaba sentada, también muerta, envenenada con cianuro, su flamante (es un decir) esposa desde el día anterior, Eva Braun, con las piernas encogidas y los labios apretados. La habitación olía intensamente a pólvora. La noticia corrió rápidamente por el Búnker de la Cancillería, de SS en SS: “Der Chef ist tot”, el Jefe ha muerto.

Hitler llevaba encerrado en el claustrofóbico recinto subterráneo -con alguna breve salida- desde el 15 de enero de ese año, cuando abandonó su cuartel general del oeste, el Adlehorst, en Ziegenberg, tras la catastrófica ofensiva en las Ardenas. El líder nazi había tomado entonces su tren personal para dirigirse a Berlín que, como algún gracioso comentó, era más práctico para dirigir la guerra, pues pronto se podría viajar desde allí tanto al frente occidental como al oriental… en metro. Hitler llegó de noche a su capital, con las cortinas bajadas, y se dirigió discretamente, no estaba el ambiente para baños de masas, en coche a la Cancillería del Reich, entre las calles desérticas llenas de ruinas, para enclaustrase definitivamente en su búnker, una laberíntica construcción de dos plantas situada bajo el jardín del complejo, a bastante profundidad y destinada originariamente a servir de refugio antiaéreo.


El desconfinamiento de Hitler tres meses después por la vía del su***dio, hace ahora 75 años, significó de hecho el fin de su régimen -aunque oficialmente el III Reich siguió existiendo, con su designado sucesor el almirante Doenitz, a la cabeza- y abrió la puerta a la rendición de Alemania el 8 de mayo y el fin de la guerra en Europa. Ninguna de las dos cosas era posible sin que Hitler saliera del escenario. Él lo sabía desde hacía tiempo y su empeño en aferrarse al poder a toda costa con la contienda ya perdida, arrastrando a toda Alemania a una última orgía de muerte y destrucción, es la demostración final de su carácter megalómano y despiadado. Que Hitler fue una mala persona no es ninguna novedad, pero las alturas de protervia -uno está tentado de decir hijoputez- que alcanzó el líder nazi en su última etapa son de aúpa.



Imagen tras la guerra de la habitación donde se suicidó Hitler.


Imagen tras la guerra de la habitación donde se suicidó Hitler.



Hitler no solo demostró una absoluta insensibilidad por su propio pueblo, alargando sus sufrimientos todo lo que pudo y tratando de llevarlo a la aniquilación absoluta, sino que achacó a los alemanes la derrota y los consideró indignos de él, y de sobrevivir. No se iba a mostrar más caritativo, desde luego, con sus víctimas: en su testamento -dictado la noche del 29 de abril a su secretaria Traudl Junge-, una autojustificación y un intento de proyectar su odio más allá de su propia vida, no hay un destello de arrepentimiento, reconocimiento de culpa o compasión algunos sino una reafirmación en todo su programa de violencia e inquina, y hasta un chulesco alardear de genocidio (en el documento hay una clara alusión a la Solución Final) de una villanía repugnante. Lo único bueno que se puede decir de Hitler es que aquel 30 de abril, con su disparo, libró al mundo de un ser infame.

A inicios de 1945, ni la ofensiva de las Ardenas ni los esfuerzos por echar más carne a la guerra en forma de la Volkssturm, los soldados reclutados entre los demasiado mayores o demasiado jóvenes para combatir (murieron inútilmente más de 175.000 miembros de esas unidades) habían servido para revertir la situación de derrota en todos los frentes. En cuatro meses del año anterior las fuerzas armadas alemanas habían perdido más de un millón de hombres, la guerra aérea era casi unilateral, los submarinos ya no podían hacer nada… Claramente el fin se aproximaba. Pero Hitler seguía confiando irracionalmente en que algo pasaría. Por otro lado, en el fondo era consciente de que para él no había ninguna salida. En su ideario no cabía la rendición que equivalía a repetir la “puñalada por la espalda” de 1918. Toda su carrera política había estado encaminada a que no hubiera jamás otra capitulación “cobarde”. Además era consciente -como lo eran todos los de su entorno, incluidos, como se vio, Goering y Himmler- de que su propia persona era el obstáculo para cualquier posible salida negociada de la guerra. Todo lo que le quedaba, como recalca Ian Kershaw en su monumental y canónica biografía (Hitler, Península, 2000), era su puesto en la historia como un héroe alemán derribado por la debilidad y la traición. Sabía además que los Aliados no le iban a tratar con guante blanco si se rendía. Le esperaba una soga o algo peor que le aterraba: que le exhibieran prisionero y humillado los soviéticos como un monstruo de feria. Así que para él no había personalmente nada en juego. La apuesta por el todo o nada le llevaba irremisiblemente a la nada. De ahí su programa final de, como dice Kershaw, “Valhalla para todos”.


Teatro macabro

Se ha escrito mucho sobre ese teatro macabro que fue la época final de Hitler en el búnker. Desde Los últimos días de Hitler ,de Hugh Trevor- Roper (edición en DeBolsillo, 2003), la investigación del autor en 1945 por encargo de los servicios secretos de los Aliados occidentales para confirmar que el líder nazi había muerto y no se había fugado en submarino a Argentina o a una base secreta en la Antártida -el NKVD soviético hizo su propia pesquisa para Stalin, recogida en El informe Hitler (Tusquets, 2008)- hasta Berlín, la caída de Antony Beevor (Crítica, 2005). Pero probablemente sea un filme, El hundimiento (2004,) con Bruno Ganz, lo que haya contribuido más a crear la imagen popular de lo que fue aquello. Hay que advertir, y lo ha hecho Beevor, que la película pese a que aparentemente se ajusta a la historia, presenta algunos rasgos inquietantes, como la identificación que se crea por la lógica narrativa con personajes tan siniestros como la secretaria Junge, mostrada con una inocencia irreal, o con el médico y Obersturmbannführer de las SS Ernst-Günther Schenck, así como el aura de solemnidad que se imprime a algunas escenas y que hace el caldo gordo a los neonazis. La realidad en el búnker, según Beevor y otros historiadores, fue mucho más sórdida y vulgar, y no estuvo exenta de humor negro.

Las habitaciones de Hitler en el búnker, un verdadero submarino de cemento, eran muy pequeñas y su vida se fue haciendo cada vez más constreñida a la vez que, allá abajo, se perdía la diferencia entre el día y la noche. Se solía despertar a mediodía y luego trasnochaba hasta la madrugada. Estaba ya muy deteriorado físicamente, demacrado, envejecido y con temblores en la mano izquierda. Reinaba a su alrededor una atmósfera de irrealidad. La noticia el 12 de abril de la muerte del presidente Roosvelt introdujo brevemente un rayo de optimismo. Hitler tenía la remota esperanza de que se abriera un frente anticomunista con la incorporación de Alemania. Pero el 16 de abril llegó la gran ofensiva soviética, con un millón de soldados bajo Zukov y Konev y se hundió todo el frente del Oder: Berlín ya estaba a tiro. El día 20, el último aniversario de Hitler, que cumplía 56 años, los tanques del Ejército Rojo ya estaban en los arrabales de la ciudad. Kershaw cuenta que a partir de entonces se llamaba desde el búnker al azar a números de la guía telefónica: “Perdone, señora, ¿ha visto usted a los rusos?”. “Pasaron por aquí hace media hora, formaban parte de un grupito de doce tanques”, se les contestaba al otro lado de la línea. Eso si no lo hacía alguien cantando Kalinka...

Eva Braun llegó para quedarse y los capitostes nazis acudieron a felicitarle, suplicándole zalameramente que se pusiera a salvo en su refugio alpino, a lo que él se negó. Luego se fueron marchando, a paso rápido. El Führer tras aplicarse su colirio de cocaína, uno de los muchos remedios que tomaba, subió las escaleras hasta el parque de la Cancillería del Reich para premiar a veinte miembros de las Juventudes Hitlerianas, algunos casi niños, que se habían distinguido en las luchas en la ciudad. Les acarició las mejillas dejando en el aire una imagen de pederasta que es lo único que le faltaba. Luego regresó a las entrañas de la tierra para no volver a salir vivo. Esa noche, Junge le oyó decir que ya no creía en la victoria. Hubo una fiesta nocturna arriba, a la que Hitler no acudió pero si Eva Braun y se bailó animadamente, vamos todo lo animadamente que puede ser una fiesta con un solo disco y con Bormann. El fin de fiesta lo puso un ataque de la artillería soviética. Parece que había un ambiente de fiebre erótica y lascivia entre los habitantes del búnker (cuando Hitler se iba a dormir) digno de Portero de noche. Champán no faltaba. Y desde luego era ahora o nunca antes de que llegaran las rondas obligatorias de vodka, kazachok y papasha.

Hitler parecía aproximarse a un punto de ruptura y era cada vez más imprevisible. Fanfarroneaba de que lucharía mientras tuviera un solo soldado a sus órdenes y luego se suicidaría. Explotó como nunca el día 22 en esa famosa sesión informativa que recoge El hundimiento y en la que Ganz echa el resto. Fue al enterarse de que las tropas del SS-Obergruppenfürer Felix Steiner no habían atacado. Durante media hora estuvo chillando como un poseso. Luego se desplomó dándolo todo por perdido y afirmando que ya no tenía más órdenes que impartir. Lo que dejó estupefactos a los militares, pues quién iba a darlas si no. Hitler fue alternado en las siguientes horas la autocompasión, el mal rollo y los pensamientos en la posteridad y en el lugar que ocuparía en la historia. Si lo hubiera sabido igual se suicida antes, pero tenía al lado a Goebbels que le trataba de convencer de que si las cosas no salían bien (!) en cinco años como mucho sería un personaje legendario y el nacionalsocialismo habría alcanzado una condición mítica. Mientras, pasaban por el búnker las últimas visitas como si aquello fuera ya un velatorio: Speer, Hanna Reitsch, Von Greim… En el recinto, con ambiente de juicio final, todo el mundo hablaba de la mejor manera de suicidarse y se intercambiaban cápsulas con veneno.



Hitler descansando con Eva Braun.


Hitler descansando con Eva Braun.



El 28 llegó la noticia de que Himmler había hecho una oferta de rendición. Que te traicione alguien como Himmler ha de impresionar, y Hitler volvió a montar en cólera. Se enfadó tanto que hizo fusilar a su propio futuro concuñado, Fegelein (marido de la hermana de Eva Braun, Gretl, que estaba embarazada), porque era el SS -de los próximos a Himmler- que tenía más a mano. La noche del mismo 29 se casó con Eva Braun (su hermana no hizo de madrina) convirtiéndola en primera dama del Reich por unas horas en un contrato matrimonial que llevaba implícita la cláusula de su***dio. La relación de Hitler y su amante (a la que una vez le regaló premonitoriamente un libro sobre las tumbas egipcias) va más allá del alcance de estas líneas, pero era complicada. No se sabe si consumaron, desde luego no era el mejor ambiente para una noche de bodas, la víspera de suicidarte. Hitler aprovechó la ocasión para dictar testamento. Lo acababa confiando en que de su autosacrificio renacería el nazismo y exhortaba a seguir luchando. Nombró un gobierno sucesor con Doenitz al frente (como presidente del Reich y no como Führer) y se retiró a descansar.

Hitler ya había enviado por delante, envenenándolos, a sus perros, su alsaciana Blondie a la que Kershaw dice que quería más que a cualquier ser humano “incluida posiblemente Eva Braun”, y sus cachorros. Necesitaba asegurarse de que se suicidaba de manera efectiva. Pero finalmente optó por la pistola, que le pareció más marcial. Los acontecimientos se precipitaban, el líder nazi tenía que decidirse de una vez antes de que se le metieran los T-34 en la sala de estar. Lo planificó para la sobremesa del 30. Era fundamental hacer desaparecer su cadáver (Beevor cree, aunque otros lo dudan, que llegó a enterarse de la vejación del cadáver de su amigo y socio Mussolini en la Plaza de Loreto de Milán, colgado cabeza abajo con su amante Claretta Petacci el 29). Para ello encargó a su ayudante personal Otto Günsche que los quemaran a él y a Eva Braun, que iba en el lote, para lo que se reclamó 200 litros de gasolina a su chófer, Erich Kempka. Hitler comió a la una como cada día con sus secretarias y su dietista (?) y luego se despidió de su círculo íntimo, acto al que se sumó Eva Braun. Luego los dos se retiraron al estudio de Hitler. Magda Goebbles, nazi fanática, que luego mataría a sus seis hijos y se suicidaría con su marido, pidió ver al Führer y este accedió. Trató de convencerlo de que escapara. Hitler volvió al despacho. Los íntimos de Hitler esperaron unos diez minutos en la antesala ante la puerta. Entonces, el SS Linge, sirviente personal de Hitler la abrió con reverencia y acompañado por Bormann echaron un vistazo. Todo había acabado.

La muerte de Hitler creó un vacío casi palpable en el búnker, pasando del ambiente de crepúsculo de los dioses al de sauve qui peut o directamente huida de ratas. Fue como si todo el mundo se diera cuenta de la realidad. Había que deshacerse de los cadáveres lo más rápido posible, no te fueran a pillar los rusos con el Führer en el sillón. Los envolvieron en mantas -el de Hitler con la cabeza tapada- y los subieron, con mucha menos ceremonia que en El hundimiento, al jardín de la Cancillería, culminando el desconfinamiento. Allí, a tres metros de la puerta, entre un bombardeo soviético que dificultaba el recogimiento, los rociaron de gasolina y les prendieron fuego. Los presentes, a cual peor, alzaron los brazos en un postrer “¡Heil Hitler!” ahumado. Se ha hablado mucho del destino de los restos. Parece que, al revés que en el caso de los señores Goebbels, que contaron con menos gasolina, no quedó casi nada. Se enterraron los trozos carbonizados, que se desmontaban al tocarlos con el pie, según el testimonio de algún SS poco respetuoso a esas alturas, con los de otros cadáveres. Posteriormente los agentes soviéticos encargados de la investigación del paradero de Hitler entregaron a Stalin lo que pudieron encontrar, básicamente la mandíbula del líder nazi, que metieron en una caja de puros. Más tarde al parecer se halló un trozo de parietal con un balazo, evidencia última de aquel disparo que acabó con una vida de felonía y, al final, con una guerra que provocó cincuenta millones de muertos.

 
El gigantesco desastre militar de los ingleses en el Caribe español que no aparece en los libros de historia
Como en pasadas y futuras expediciones a América, la logística británica no supo adaptarse a las peculiaridades del terreno de Santo Domingo y se topó con otro Blas de Lezo empeñado en que el Imperio español resistiera a toda costa


Detalle del cuadro la Batalla de Gibraltar, de Hendrick Cornelisz Vroom


Detalle del cuadro la Batalla de Gibraltar, de Hendrick Cornelisz Vroom



César Cervera
César CerveraSEGUIRActualizado:24/04/2020


Si como supone el relato nacionalista británico tras la Armada invencible Inglaterra asumió el tridente de los mares en detrimento de España, parece que el instrumento Neptuno le pesó en exceso. En 1625, ambos países sostuvieron una breve pero intensa guerra donde la monarquía de Felipe IV salió triunfante. Bajo el protectorado de Oliver Cromwell, años después, se vivió de nuevo una derrota en el Caribe de dimensiones dantescas. Ambos tropiezos británicos apenas ocupan unas líneas en la historiografía tradicional...

Mientras España entraba en una fase declinante de la Guerra de los 30 años, las dos potencias atlánticas chocaron de nuevo en un conflicto bélico a causa de la rivalidad comercial en tiempos de Cromwell. La acusación, tantas veces repetidas, de que el monopolio español era un foco de retraso para todo el globo, sirvió de detonante de la contienda. No deja de resultar paradójico que Inglaterra, que siempre justificó sus guerras y sus ataques piratas contra España en la necesidad de un comercio global, fuera en sus colonias enormemente restrictivo. Solo los navíos ingleses (ni escoceses ni irlandeses) podían atracar en los puertos americanos.


El plan mesiánico de Cromwell
Oliver Cromwell, el político y militar protestante que decapitó a Carlos I, inició en la segunda mitad del siglo XVII un verdadero proyecto de construcción naval. Como explica el historiador Esteban Mira Caballos en su libro «Las armadas del imperio» (La Esfera de los libros 2020), fue en ese momento y no antes cuando Inglaterra empezó a elevarse como «una potencia naval indiscutible». Hacia 1652 se estima que contaban ya con una escuadra de 180 barcos. España, por el contrario, vivió un momento de total fragilidad con asaltos, saqueos e incendios de más de 18 ciudades, cuatro villas y 35 aldeas entre 1655 y 1671.


Retrato Oliver Cromwell


Retrato Oliver Cromwell


Inmerso en varias guerras largas y penosa, Felipe IV se vio obligado a librar con Inglaterra en 1655 un conflicto que no deseaba y que sorprendió al embajador español en Londres, Alonso de Cárdenas, negociando una oferta de alianza que incluía incluso libertad de culto para los ingleses en España. El Rey Habsburgopudo conformarse, al menos, con que la primera fase del Designio Occidental, el mesiánico plan de Cromwell para arrebatar a España su imperio americano, fracasó estrepitosamente.

Sin que mediara declaración previa por parte de los ingleses, Cromwellorganizó una incursión en las Indias españolas. El 26 de diciembre de 1654 zarpó de Portsmouth en dirección al Caribe la Western Designuna expedición compuesta por 18 navíos de guerra y veinte de transporte bajo el mando del almirante William Penn, con 2.500 soldados de infantería, con el objetivo de ocupar una o varias islas y apoderarse de la flota del tesoro española. En Barbados reclutaron a otros 5.000 hombres, que lejos de sumar fuerzas las restaron dada su indisciplina y la imposibilidad de alimentar tantas bocas.

Como en pasadas y futuras expediciones a América, la logística británica no supo adaptarse a las peculiaridades del terreno y del clima, de modo que se vieron expuesta a epidemias de toda clase. La inexperiencia, las enfermedades y el hambre fueron demasiado para un ejército que ya a su partida estaba mal equipada y peor alimentado, incluso había escasez de brandy. La mayor parte del reclutamiento lo realizó un cuñado de Cromwell, el mayor general John Disbowe, que reunió a golpe de tambores a gente inexperta de los barrios bajos de Londres, a los que se sumaron agricultores sin entrenamiento militar de las posesiones inglesas de Barbados y St. Kitts.

Tres días de marcha bajo un sol abrasador sobre un terreno seco y repleto de arenales no distrajo, en absoluto, a los españoles


La relación entre el almirante William Penn, encargado de la flota, y el general Robert Venables, a cargo del ejército, tampoco era la mejor posible. Cuando abrieron, a su llegada a las Antillas, las instrucciones secretas por las que se les ordenaba atacar Santo Domingo, cada uno planteó su propia estrategia y, al final, se asumió una mezcla de ambas con lo peor de cada una.

El 14 de abril de 1655, la escuadra tomó control de la costa sudoeste de Santo Domingo. Un pequeño destacamento desembarcó cerca de la ciudad, cuya defensa estaba encabezada por el gobernador Bernardino de Meneses, y el grueso de las fuerzas británicas, dirigido por Venables, lo hizo a 40 kilómetros con el objeto de distraer a los españoles y dividir sus fuerzas. Tres días de marcha bajo un sol abrasador sobre un terreno seco y repleto de arenales no distrajo, en absoluto, a los españoles. Más bien los fortaleció.


Jamaica, una presa menor
Apenas lograron reunirse ambos ejércitos, el 18 de abril, los ingleses sufrieron una primera emboscada. A pesar de que los españoles no pudieron juntar más que de un millar de soldados válidos, concentrados en la Ciudad Primada, Bernardino de Meneses supo jugar con la ventaja que le daba el terreno escarpado y planteó una resistencia valiéndose de zonas boscosas y de cuevas.

Los ingleses carecían de los conocimientos más básicos sobre la situación geográfica y las características de Santo Domingo. Se cuenta, entre el mito y la realidad, que el ruido provocado durante la noche por los cangrejos en las playas mantuvo en estado de tensión permanente a los ingleses, haciéndoles pensar que los españoles estaban desembarcando más tropas en la isla. Los soldados se pasaban las noches disparando hacia la oscuridad creyendo que la luminosidad de los insectos eran chispas de pedernal producidas por el enemigo.



Retrato de William Penn


Retrato de William Penn


El 25 de abril, 6.000 soldados se dirigieron al fin hacia la capital, siendo atacados por una caballería de 120 jinetes que les tendieron otra emboscada en un paso angosto. Al llegar frente a las murallas, una nueva acometida española provocaron el desplome definitivo de la disciplina inglesa. Las tropas españolas dirigidas por el gobernador Bernardino de Meneses, junto con los esclavos negros y mulatos, les acosaron en su retirada en lo que fue toda una lección sobre la guerra de guerrillas y en la que participó, al menos, una mujer, doña Juana de Sotomayor, que «constó haber peleado en la campaña vestida de hombre con armas».

La flota inglesa trató inútilmente de bombardear la ciudad durante el repliegue, pero finalmente el ejército volvió a embarcar de nuevo y se retiró del lugar a mediados de mayo dejando tras de sí a mil fallecidos y 200 prisioneros. Gran parte de los oficiales, entre ellos el comisionado de Cromwell, murieron durante la huida o en las semanas dormitando en barcos infectos de miseria. La marinería no dejó de burlarse de la actuación de los soldados de tierra, lo que a su vez aumentó la hostilidad entre William Penn y Robert Venables.

Unos pocos españoles siguieron viviendo en el interior de la isla como si tal cosa esperando una ayuda que, finalmente nunca llegó

Tras este revés convenientemente borrado de los libros de historia, la expedición marchó contra la vecina isla de Jamaica, que se defendió con una estrategia de tierra quemada. Los escasos defensores prefirieron así que los ingleses se adentrasen en el interior de la isla, cuya importancia económica era nula, y se desgastaran por el hambre. Unos pocos hispanos siguieron viviendo en el interior de la isla como si tal cosa esperando una ayuda que, finalmente nunca llegó. Los ingleses se quedaron con Jamaica más por aburrimiento y desidia española que por méritos propios.

Aún cuando se alcanzó una breve paz con los ingleses y se reconoció su posesión sobre Jamaica, el antiguo gobernador español, Cristóbal Sasi Arnoldo, trató de contraatacar sabiendo lo débil que era el control británico en la isla. No obstante, su pequeña fuera de invasión procedente de Cuba se estrelló con la resistencia del coronel Doyley y fue incapaz de darse la mano con los españoles del interior. Tampoco se pudo lograr en 1660, todavía con menos efectivos, de modo que los supervivientes del interior finalmente abandonaron sus puestos.


El colapso del imperio Habsburgo
Los mandos británicos, en abierta discordia, regresaron en 1655 a las Islas británicas cada uno por su lado, donde serían imputados por abandonar su puesto y enviados a la Torre de Londres. Solo el tiempo, y la propaganda, revalorizó lo que sonaba a una conquista mísera. Jamaica era una presa menor. Ese mismo verano, el almirante inglés Robert Blake mantuvo bloqueado con una armada de 28 navíos el estrecho de Gibraltar con la esperanza de pillar desprevenida a la Flota de Indias, que debía regresar a Cádiz. Advertida de la amenaza inglesa, la flota española invernó en el Caribe, obligando a Blake a regresar a Inglaterra sin haber establecido contacto con ella. Aquel año se fueron de vacío las armas británicas.



El St. George de Robert Blake, en el ataque a Santa Cruz de Tenerife de 1657.


El St. George de Robert Blake, en el ataque a Santa Cruz de Tenerife de 1657.



A pesar del fracaso británico en 1655, el Duque de Medina Sidoniaalertó a Felipe IV de lo precaria que era la posición del comercio atlántico: «No se puede creer que ingleses hayan de romper la fe pública y la paz que hay entre esta y aquella Corona, y así no hay que hacer prevención ninguna, sino enviar a levante los cuatro bajeles y patache y dar prisa al despacho de la flota». Y en efecto, un año después, la suerte sí favorecería a Blake en una de las escasas capturas que sufrió la Flota de Indias en toda su historia. Casi a la vista de Cádiz, Blake interceptó una primera flota que regresaba de Tierra Firme. Tomó la capitana y a un buque mercante, lo que le reportó un botín de dos millones de pesos.

La flota de Nueva España, que iba detrás, se refugió en las islas canarias ante el aviso de que Blake esperaba en Cádiz. No fue suficiente. La mayor parte de los barcos fueron destruidos, aunque al menos pudieron desembarcar en Santa Cruz de Tenerife la plata de sus bodegas.

En los siguientes años, la alianza de Cromwell con Francia colocó a España tanto en los Países Bajos como en El Caribe al borde del colapso. La batalla de las Dunas en junio de 1659 escenificó el momento más bajo de las armas de los Reyes Habsburgo.

 
La despiadada asesina que envenenó a un centenar de personas arrastrada por la codicia
‘La Buena Mie’, apodada así por su abnegado apoyo a sus vecinos, llegó a matar a 27 personas en el siglo XIX en los Países Bajos



ISABEL FERRER
La Haya 1 MAY 2020



Maria Catherina Swanenburg, 'la Buena Mie', asesinó al menos a 27 personas en los Países Bajos.


Maria Catherina Swanenburg, 'la Buena Mie', asesinó al menos a 27 personas en los Países Bajos. EL PÁIS


En el diccionario digital del Instituto Histórico de los Países Bajos dedicado a sus mujeres notables aparece un personaje siniestro: Maria Catherina Swanenburg, nacida en la pobreza en 1839 y fallecida en 1915 en la cárcel, a los 76 años. Casada y madre de nueve hijos, de los cuales murieron seis, trabajó de lavandera y cuidadora de niños y enfermos, ganándose el apodo de Goeie Mie, algo así como la Buena Mie. Pero tras este dulce apodo, la que también fue conocida como La envenenadora de Leiden, su villa natal, se escondía una doble vida con un reverso macabro: fue una de las mayores asesinas en serie del mundo.

Eficaz, metódica y reincidente, los documentos históricos no alcanzan a precisar cuántas vidas llegó a cercenar. En los archivos de la localidad donde nació y vivió quedó reflejado que "entre 1879 y 1881 envenenó con arsénico a más de un centenar de vecinos, de los cuales perecieron 27". De ellos, 16 eran de su entorno familiar. Su abogado intentó salvarla asegurando que su clienta era "una aberración de la naturaleza", pero los informes médicos concluyeron que actuó en pleno uso de sus facultades. Fue condenada a cadena perpetua. Aunque ella nunca explicó qué la llevó a cometer estos actos, sí suplicó al tribunal "un castigo misericordioso". Pero murió sin haber logrado la revisión de su caso.

Maria Catherina Swanenburg nació en el seno de una familia humilde de 12 hermanos, de los que solo cinco alcanzaron la edad adulta. Lo poco que ganaba su padre trabajando de sol a sol no daba para más que unas patatas y la malnutrición crónica se apoderó de los pequeños. Esa miseria pudo haber sido determinante para que la pequeña Maria se transformara en la Buena Mie. El tribunal que la juzgo en 1885 concluyó que sus desmanes habían sido fruto de su ambición. Pero no halló explicación alguna para otras muertes: la de una cuñada y un primo, además de una tía. Incluso acabó con la vida de un grupo de asistentes a un funeral, y también con la de dos hermanas que cuidaba a cambio de un pequeño estipendio.

Los historiadores sospechan que en su huida de la miseria perdió el control, porque si bien asesinó en ocasiones para eludir sus deudas, se especializó en cobrar los seguros de funeral de los afectados que ella misma había suscrito. Ese tipo de arreglo era una práctica corriente en la época, y mientras se pagaran las primas mensuales, no había problemas de titularidad. De este modo, obtuvo entre 2.000 y 3.000 florines, una cifra fabulosa en el siglo XIX
Seguramente nadie se podía imaginar que aquella mujer, de aspecto bondadoso pero de gesto serio, ataviada con una cofia, delantal y zuecos de madera, pudiera completar aquel expediente criminal que comenzó en 1883 y que se le facilitó un compuesto que podía adquirir por tan solo unos décimos de florín.

Maria Catherina Swanenburg usó por primera vez el arsénico para acabar con el matrimonio formado por Hendrik Frankhuizen, su esposa, Maria van der Linden, y su hijo pequeño. La autopsia reveló que la madre y el niño perecieron por culpa de este poderoso veneno que provoca vómitos y diarrea en cuestión de minutos y se utilizaba para combatir las plagas de parásitos y ratones. El padre murió poco después en medio de grandes dolores, pero tuvo tiempo de acudir tambaleándose al médico con síntomas evidentes de intoxicación. La propia policía pudo comprobar durante las investigaciones lo fácil y barato que era adquirir el compuesto.

El proceso contra la Buena Mie mantuvo en vilo al país. La clave de la muerte de los Frankhuizen fue un puré que ella preparó cuando no estaban en el domicilio. Una vecina fue testigo clave al verla entrar en la casa de los finados. La despiadada asesina cambió varias veces de versión sobre lo ocurrido y sus motivaciones. Primero dijo que había echado cloro en la comida para que sus víctimas dejaran de lamentarse por una deuda que arrastraban. Después alegó haber rechazado proposiciones deshonestas por parte del marido, pero la policía desmontó fácilmente ambas excusas. Al final, admitió el triple asesinato asegurando que perdió la razón y había bebido. Pero nadie la creyó. A partir de entonces, se destapó una asombrosa cadena de envenenamientos que requirieron diversas exhumaciones de cadáveres, y unos precisos análisis químicos, que sentaron las bases de la ciencia forense nacional.

La asesina en serie se sentó en el banquillo el 23 de abril de 1885. Para entonces la prensa nacional ya había diseccionado sus horrores por entregas, desvelando casi a diario sus andanzas. Tal fue la expectación que los dibujos realizados en la sala de vistas salieron a la venta. La acusada no mostró arrepentimiento por sus crímenes. Fue tachada de monstruo y no mostró arrepentimiento ninguno. Condenada a cadena perpetua, su defensor acabó proclamando que "nunca hubo un acusado más inhumano que ella". En ese tiempo su marido logró la anulación del matrimonio.

La Buena Mie murió en la prisión de Gorinchem, cerca de Róterdam, y fue inhumada en el cementerio católico de la ciudad. En Leiden todavía se la recuerda con horror. Sin embargo, una placa con su nombre luce en la calle donde nació.






 
Cinco errores históricos habituales sobre la Antigüedad: ni César fue emperador, ni Cleopatra era egipcia
La propia idea de que fueron 300 espartanos los que frenaron en el paso de las Termópilas a un ejército de más de 80.000 persas forma parte de un mito


La historia es un lugar repleto de recovecos, donde algunos personajes y hechos históricos se esconden detrás de mitos, leyendas y relatos simplificados. La necesidad de adaptar el pasado a las necesidades del presente obliga, en muchos casos, a retorcer los hechos a conveniencia. Encajarlos en unos términos que todos podamos comprender y que se adapten a las necesidades políticas. Por no hablar de los meros errores clavados en el imaginario... Esos que alimentan las preguntas más traicioneras del Trivial y los juegos de preguntas. ¿Cuál es la capital de Australia? ¿Cuál fue el primer emperador de Roma? ¿De dónde era la dinastía de Cleopatra?

El mito de las Termópilas
El cine ha contribuido a popularizar en los últimos años a los espartanos, la más belicoso de las ciudades estado de la Antigua grecia, a través de la batalla de las Termópilas. Este combate mitificado a lo largo de los siglos entre un pequeño grupo de espartanos y un multitudinario número de persas ha sido objeto de diversas modificaciones para encajarlo en las necesidades políticas de cada época. Occidente contra Oriente. La inteligencia frente a la fuerza bruta. El hombre libre y la democracia contra los bárbaros esclavizados…




Leónidas en las Termópilas, por Jacques-Louis David


Leónidas en las Termópilas, por Jacques-Louis David



Reinvenciones del pasado que, para empezar, ignoran la presencia de 300 ilotas masacrados junto a sus 300 amos espartanos. La sociedad espartana poco podía reprochar al rey persa en cuanto al tema de la libertad. Los esclavos ilotas sustentaban la economía espartana y los acompañaban a la batalla en calidad de asistentes. Plantaban las tiendas, cargaban los equipos, cocinaban, buscaban el agua e incluso cuidaban de las armas de los espartanos. La democracia, en realidad, era una rara costumbre ateniense.

La propia idea de que fueron 300 espartanos los que frenaron en el paso de las Termópilas a un ejército de más de 80.000 persas forma parte de la exageración. Los espartanos del Rey Leónidas no fueron los únicos que se saltaron las restricciones que marcaban las festividades religiosas y que impidieron una movilización mayor de hoplitas para luchar contra Jerjes. Además de sus respectivos esclavos ilotas, los espartanos contaban en sus filas con 2.120 arcadios, 400 corintios, 200 de Fliunte, 80 de Micenas, 700 tespios, 400 tebanos, 1.000 focenses y 1.000 locrios opuntios.

El poeta tebano Píndaro comentó que en Artemisio fue «donde los hijos de Atenas colocaron la primera piedra de la libertad» y no con el sacrificio de los 300.
Las Termópilas tuvo un escaso valor estratégico dentro de aquel intento de invasión persa. Lejos de convertirse en un sacrificio que conmovió a los griegos e impulsó el contraataque, como afirma la leyenda, en realidad los propios helenos comentan en sus textos que fue una derrota demasiado rápida e inesperada. La resistencia de Leónidas solo retrasó dos días el avance persa, a pesar de que la idea original era hacerlo durante varias semanas como mínimo.

Algo parecido ocurrió con la batalla naval de Artemisio, donde la resistencia griega apenas duró tres días, aunque en este caso los persas perdieron cientos de barcos. El poeta tebano Píndaro comentó que en Artemisio fue «donde los hijos de Atenas colocaron la primera piedra de la libertad» y no con el sacrificio de los 300. Al día siguiente de las Termópilas, la Grecia central quedó a merced de los persas. El plan de la Liga Helénica había fracasado casi antes de empezar, por lo que los helenos procedieron a evacuar Ática y Beocia. Un ejército griego se concentró en el ismo de Corinto bajo el mando del hermano de Leónidas, Cleómbroto, y empezaron a construir un muro fortificado para contener al enemigo en su avance. El fracaso de Leónidas obligaba a asumir decisiones drásticas y a mirar al mar como única esperanza.


Alejandro no era griego (para los atenienses)
Lo que hoy conocemos como Antigua Grecia fue, en realidad, un conjunto de ciudades estado con distintas particularidades y estructuras políticas, desde democracias a monarquías duales como la espartana, que dieron lugar a la cultura que conocemos como helenística. La legislación, la forma de gobierno y la concepción social podía variar profundamente en cuestión de pocos kilómetros, de modo que la visión que hoy interpretamos como puramente griega era solo la de Atena, de la que se conservan la mayoría de fuentes.




Alejandro y Aristóteles. El notable filósofo se ocupó de la formación intelectual del macedonio.


Alejandro y Aristóteles. El notable filósofo se ocupó de la formación intelectual del macedonio.



El reino de Macedonia, donde nació el griego más universal, Alejandro Magno, era considerado en la Antigüedad un territorio de bárbaros y extranjeros. Atenas, Esparta, Tebas y otras ciudades estado helenas se negaban a aceptar que lo que hoy forma parte de la Grecia histórica estuviera habitado por pueblos hermanos. Bajo el ideal griego impuesto por Atenas, que tenía una democracia e incluso su propio variante del griego, los macedonios estaban lejos de ser parte de la pandilla... A pesar de que la dinastía Argéada presumió de tener un origen tebano y abrió su corte a la presencia de artistas e intelectuales de influencia ateniense, jamás fueron completamente aceptados como helenos. La acusación de bárbaros nunca abandonó del todo a Filipo II y a su hijo Alejandro, quienes más hicieron por perpetuar en Asia la cultura griega.

El propio Aristóteles, tutor de Alejandro Magno, se vio privado de acceder a la dirección de la Academia de Atenas por su condición de macedonio y, a la muerte de su discípulo, en el año 323, fue llevado a los tribunales atenienses acusado de impiedad contra los dioses durante una oleada de odio hacia los «bárbaros» del norte. Temiendo acabar igual que Sócrates, Aristóteles huyó a la vecina isla de Eubea y allí murió un año más tarde de muerte natural.

A falta de fuentes directas sobre este aspecto, es imposible determinar cuál fue la naturaleza exacta de la vinculación del macedonio con estos supuestos amantes

Otro dato de Alejandro que incurre en un gran número de errores y leyendas es su condición sexual. En la película que Oliver Stonerealizó en 2004 sobre el conquistador macedonio se presenta a Alejandro como alguien abiertamente bisexual (sobre todo en la versión extendida). De su biografía conocida se desprende que se casó con varias princesas de los territorios persas que conquistó (Roxana, Barsine-Estatira y Parysatis) y fue padre de al menos dos niños. Los relatos históricos que describen las relaciones sexuales de Alejandro con Hefestión –amigo de la infancia del macedonio– y Bagoas –un eunuco con el cual Darío III había intimado y que luego pasó a propiedad del conquistador– fueron escritos siglos después de su muerte.

A falta de fuentes directas sobre este aspecto, es imposible determinar cuál fue la naturaleza exacta de la vinculación del macedonio con estos supuestos amantes, pero, de haberse producido con Hefestión, hubiera sido obligatoria mantenerla con discreción puesto que se trataba del tipo de homosexualidad entre adultos que estaba estigmatizada en Grecia. No así la mantenida con un esclavo como Bagoas. Las relaciones entre hombres adultos de estatus social comparable, no así con esclavos o con menores (en un tipo de relación muy concreta de discípulo-maestro), iban acompañadas de estigmatización social dada la importancia de la masculinidad en las sociedades griegas. La única excepción de normalidad social en estos casos se daba en antiguas relaciones pederastas que habían alcanzado la edad adulta.


¿Era democrática la democracia ateniense?
Se suele atribuir a los atenienses que inventaran el concepto de la Democracia (aunque la investigación antropológica sugiere que las formas democráticas probablemente eran común en las sociedades sin estado antes del surgimiento de Atenas) y que incluso intentaran exportarlo a otras ciudades durante su edad dorada, pero las singularidades e imperfecciones de este precario sistema político hacen que hoy en día sea imposible considerarlo una democracia plena o algo compatible con lo que hoy entendemos como democracia representativa. Lo de Atenas era, en realidad, una oligarquía que marginaba de la toma de decisiones a la gran mayoría de la población.



La escuela de Atenas, fresco de Rafael (1509-1510


La escuela de Atenas, fresco de Rafael (1509-1510



Si bien la palabra griega «democracia» significa literalmente «el gobierno del pueblo», este gobierno era una asamblea de unos pocos ciudadanos. Quedaban excluidos las mujeres, los esclavos, los menores y los extranjeros (considerándose un extranjero, sin ir más lejos, a alguien procedente de otra ciudad-estado griego). Y dado que la mayor parte de la población estaba formada por esclavos y mujeres, la democracia ateniense guardaba pocas similitudes con la democracia moderna, íntimamente vinculada a la abolición de la esclavitud y a la lucha por lograr la igualdad de todos los ciudadanos.

Pero incluso asumiendo que se trataban de unos pocos quienes tenía derecho a asistir a esta asamblea del pueblo, la Ekklesía, la inmensa mayoría de éstos no tomaba la palabra jamás o directamente no asistía. Como en cualquier reunión multitudinaria, una minoría hiperparticipativa era finalmente quien determinaba la agenda y el rumbo del proceso político. Creer, además, que los ciudadanos atenienses hablaban y votaban pensando en el bien común, en lugar de defender intereses personales o grupales como sus modernos equivalentes, pertenece al terreno de la ingenuidad más absoluta.

La capacidad de decidir de estos líderes electos, organizados en una especie de senado o consejo, era muy limitada, dado que los atenienses consideraban que dar el poder a los representantes era retirárselo al pueblo
Otra de las peculiaridades de la democracia ateniense, que puede resultar especialmente chocante hoy en día, es que la selección de representantes públicos se tomaba por sorteo. No obstante, la capacidad de decidir de estos líderes electos, organizados en una especie de senado o consejo, era muy limitada, dado que los atenienses consideraban que dar el poder a los representantes era retirárselo al pueblo. Asimismo, existían pocos mecanismos de control del poder sobre esta asamblea, con la notable excepción de un recurso legal llamado «graphe paranomon» (también votado por la asamblea), que hacía ilegal aprobar una ley que era contraria a otra.

Posteriormente, la República Romana también adoptó algunos de los elementos típicos de una democracia. Elegía a sus dirigentes y aprobaba leyes mediante asambleas populares. Sin embargo, el sistema estaba manipulado de base para que las grandes familias de la aristocracia romana se repartieran los puestos de poder y las ventajas políticas.


Cleopatra, gran símbolo del Egipto Antiguo
Resulta bastante habitual escuchar que Cleopatra no sería hoy considerada una persona atractiva físicamente debido a que su belleza egipcia, con una enorme nariz, no se adecua a los cánones modernos. Y es muy posible, como le ocurre a tantos personajes históricos que sea cierto, pero el fallo de base es considerar a Cleopatra como representativa del mundo egipcio. La egipcia más famosa de la historia era, como su familia, de sangre macedonia y suponía en el país africano una minoría racial y cuultural.



Escultura romana de Cleopatra con una diadema real, de mediados del siglo I a. C.


Escultura romana de Cleopatra con una diadema real, de mediados del siglo I a. C.



Lejos de los gloriosos siglos en los que se construyeron las pirámides, Alejandro Magno arrebató Egipto a los persas en el año 331 a. C y uno de sus generales predilectos, Ptolomeo, nacido en Macedonia, logró implantar aquí su propio imperio a la muerte del conquistador. Durante la llamada Guerra de los Diádocos (o los Sucesores), se enfrentaron entre sí los generales del conquistadores en un brutal conflicto, donde tres dinastías lograron perpetuarse en el tiempo: la fundada por Ptolomeo en Egipto, la que estableció Antígono y su hijo en Grecia, y la que Seleuco sembró en el corazón de Asia hasta su destrucción por los romanos siglos después.

La dinastía de los Ptolomeos gobernó Egipto durante casi tres siglos. Cuando Julio César llegó a la tierra de los faraones se vio inmerso en la pelea por el trono entre Cleopatra VII y Ptolomeo XIII, a la vez hermanos y esposos. Cleopatra era una mujer de enorme atractivo, pero sobre todo inteligente y de gran encanto. Supo atraer a su lecho al romano y pudo recuperar con su ayuda el trono, de manera que Ptolomeo XIII fue eliminado de la ecuación. Así y todo, Cleopatra, que vivía a medio camino entre Oriente y Occidente, supo también sobrevivir al asesinato de su protector. Con Marco Antonio, uno de los generales de Julio César, viviría una nueva historia de amor que derivaría en otra tragedia griega.

A su muerte, Egipto pasaría a ser una provincia más de Roma.


Julio César no fue el primer emperador
Es una de esas preguntas del trivial que más falla la gente que no está familiarizada con la Antigüedad. Julio César no fue el primer emperador de Roma. El político romano tuvo una carrera pública bastante convencional. Tras la muerte del dictador Sila, que recelaba de Julio César por sus lazos familiares con Cayo Mario, el joven patricio ejerció por un tiempo la abogacía y fue pasando por distintos cargos políticos.

En 70 a.C., César sirvió como cuestor en la provincia de Hispania y luego como edil curul en Roma. Dado a endeudarse para ganarse la simpatías del pueblo, la generosidad de Julio César se hizo famosa en la ciudad y le permitió en 63 a.C. ser elegido praetor urbanus al obtener más votos que el resto de candidatos a la pretura. Valiéndose de su amistad con Marco Licinio Craso y su creciente prestigio, formó parte en el 60 a. C. del Primer Triunvirato y ejerció como cónsul. Durante siete años, el carismático Julio César, el millonario Craso y el prestigioso Pompeyo se alternaron en los principales puestos de poder de la República romana. El pacto funcionó razonablemente bien hasta que las ambiciones de César y la muerte de Craso en una demencial incursión contra los partos rompió el equilibrio.



Muerte de César, de Carl Theodor von Piloty.


Muerte de César, de Carl Theodor von Piloty.



Los partidarios de Julio César, convertido en un héroe de la República tras la conquista de las Galias, y los de Pompeyo El Grande se enfrentaron en la segunda de las tres guerras civiles que sellaron el periodo republicano Con su victoria sobre Pompeyo, Julio César se convirtió en dictator rei publicae constituendae («dictador para el restablecimiento de la República»), un cargo que se ejercía tradicionalmente por tiempo limitado en situaciones en las que Roma debía enfrentarse a una situación extrema. César, sin embargo, no estaba dispuesto a soltar el poder tan fácilmente como tantas veces criticó a Sila.

Octavio pasó a titularse con el paso de los años Augusto (traducido en algo aproximado a consagrado), que sin llevar aparejada ninguna magistratura concreta se refería al carácter sagrado del hijo del divino César.
La benevolencia mostrada por el dictador, que no solo perdonó la vida a la mayoría de los senadores que se habían enfrentado contra él durante la guerra sino que incluso les otorgó puestos políticos, se reveló con el tiempo como un error político de bulto. La mayoría de los 60 senadores implicados en su asesinato en el año 44 a.C. habían sido amnistiados previamente por el dictador. Ni la gratitud ni la amistad disuadieron a los conspiradores de sus intenciones en los Idus de Marzo, que afirmaron haber matado al tirano por salvaguardar la República y evitar que César la convirtiera en una monarquía. Y, sin embargo, solo consiguieron acelerar la caída de una institución que llevaba un siglo tambaleándose.

Desde que se hizo público el testamento, el sobrino nieto de Julio César, Octavio, de 18 años, asumió el papel de hijo adoptivo del dictador y cambió su nombre por el de Cayo Julio César Octaviano. Al principio, combatió junto al Senado y varios de los conspiradores contra Marco Antonio, que no tardó en atraer a su bando a las legiones que todavía eran fieles a la memoria de Julio César. No en vano, Cayo Julio César Octaviano terminó uniéndose a Antonio y a Lépido, otro de los fieles de Julio César, para formar el segundo Triunvirato y dar caza a los asesinos de los idus de marzo. En el plazo de tres años, prácticamente todos los conspiradores fueron ajusticiados sin que observaran ni la más leve sombra de la famosa clemencia del tirano al que tanto se habían afanado en eliminar.

Octaviano pasó a titularse con el paso de los años Augusto (traducido en algo aproximado a consagrado), que sin llevar aparejada ninguna magistratura concreta se refería al carácter sagrado del hijo del divino César, adquiriendo ambos una consideración que iba más allá de lo mortal. En ningún momento se nombró Emperador (Imperator era un título dado a un general victorioso), ni tampoco lo necesitó, Augusto creó un sistema que cambió profundamente la historia de Europa a través de un programa de obras públicas, plasmado en su mítica de frase de «encontré una ciudad de ladrillo y dejé una de mármol». El princeps estabilizó la política local, financió el arte y la literatura y estableció una estrategia defensiva en las fronteras del imperio que permitieron casi dos siglos de calma.

Con buena parte del ejército bajo su control directo, con una gran fortuna y hasta consideración sagrada, Augusto legó a sus descendiente la cabeza del Imperio romano. Él, y no su tío, fue el verdadero primer emperador.

 
Los secretos de cama más vergonzosos del cincuentón Mussolini, desvelados por su joven amante
En 2009 salieron a la luz las memorias de una Clara Petacci que definía a «Il Duce» como un obseso sexual y un adúltero



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Manuel P. VillatoroSEGUIRActualizado:04/05/2020


Cuando Clara Petacci vino a este mundo, allá por el 28 de febrero de 1912, el casi treintañero Benito Mussolini pasaba sus días en la prisión de Forli por haber participado en una manifestación violenta contra la guerra que Italia mantenía frente el Imperio Otomano. Y es que, desde el principio de sus días políticos, «Il Duce» fue un defensor de la brutalidad como forma de escalar a nivel político y defender sus ideas. Nadie podía imaginar por entonces que, dos décadas después, ambos se convertirían en amantes y mantendrían una relación de 13 años que culminó cuando fueron fusilados y colgados boca abajo el 28 de abril de 1945.

Una relación tan extensa dio para mucho. A Clara, sin ir más lejos, le permitió escribir un diario entre 1932 y 1938 (antes de la Segunda Guerra Mundial) en el que narró, de forma pormenorizada, los secretos más íntimos del líder fascista. La obra, tildada de falacia por Alessandra Mussolini, nieta del dictador y reconocida política en su país, fue controvertida cuanto menos. Tal y como explica la versión digital de la BBC, en las hojas de «Claretta Petacci, Mussolini Secreto», se hablaba de «Il Duce» como un hombre que mostraba un apetito sexual voraz y que, entre otras tantas excentricidades, estaba obsesionado por personajes tan megalómanos como el mismo Napoleón Bonaparte.


Extraña relación
Mussolini y Clara se conocieron en un momento que no podía ser peor para ambos. Fue en 1932, cuando «Il Duce» ya atesoraba una década como líder supremo de Italia y rondaba las 49 primaveras sobre sus anchos hombros. Tal y como explica el historiador Richard J. B. Bosworth, autor de una biografía sobre Petacci, en declaraciones a la BBC, su primer encuentro fue casual y se dio cuando el dictador estaba casado con Rachele Guido (con la que había tenido cinco hijos) y ella tenía pareja. De hecho, aquella jornada, en Ostia, a la joven le temblaban las piernas cuando se bajó del vehículo en el que viajaba para saludar al que, a la postre, sería su amante. «Pérdoneme Duce, soy Clara Petacci, y este es mi novio...».

Lo que sucedió a partir de entonces roza el surrealismo. Clara, una joven a la que la escritora Diane Ducret define como «una chica de preciosas curvas, tez clara, ojos melancólicos y pecho opulento» se dejó llevar por aquel enamoramiento. Sus padres, como bien señala el experto, favorecieron aquella relación fuera del matrimonio a pesar de que era religiosos en extremo. «Ella venía de una familia romana burguesa. Su padre formaba parte del equipo médico del Papa Pío XI y también dirigía una clínica para la clase alta en Roma. Su madre era muy católica y era raro verla sin un rosario en la mano», añade el experto en declaraciones a la misma revista.




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El 29 de abril de 1932 mantuvieron el primero de los muchos encuentros platónicos que mantuvieron durante meses. Durante aquellos días Clara insistía en hablar con Mussolini por teléfono. Casi estaba obsesionada con él. «Il Duce», por su parte, se limitaba a negar que ambos fueran algo más que amigos a pesar de sus relaciones íntimas. Es muy probable que eso fuera lo que llevó a la joven a contraer matrimonio con Ricardo Federicci el 27 de junio de 1934 en la iglesia de San Marco. Para su suerte, apenas dos años después se separaron. Benito no pudo esperar y, poco después de enterarse de la noticia, le pidió que se convirtiera en su amante. Justo después de conquistar Etiopía, se hizo también con el cariño de la chica.

Obsesionado con la virilidad
En los diarios que Petacci escribió entre 1932 y 1938 mostró, sin pretenderlo, el lado más vergonzoso y oscuro de Mussolini. La joven le definió como un hombre con un gran apetito sexual que no dudaba en presumir de las muchas amantes que atesoraba. «Hubo un tiempo en que tenía a 14 mujeres y tomaba a tres o cuatro todas las noches, una tras otra», le desveló en una ocasión. Aunque, cuando soltaba alguna de estas fanfarronadas, solía recordarle rápidamente que, desde aquel feliz día de 1936, ella era la única que había en su harén. Una falsedad tan gigantesca como la ingente cantidad de pelas que hubo entre ambos por los celos de «Ricitos», como la conocían.

La obsesión de Mussolini por el s*x* ha sido recogida por historiadores como Álvaro Lozano. En «Mussolini y el fascismo italiano», este experto español recalca que la virilidad sexual no era algo que «Il Duce» escondiera, sino que era una parte esencial de su imagen. «Las mujeres eran consideradas presas a las que tomaba de forma casi brutal en su casa de la via Rastella, arrastrándolas por el suelo con frecuencia y sin quitarse los zapatos o los pantalones», desvela. El autor añade incluso que «adoraba que oliesen a sudor» y que él mismo evitaba lavarse tras mantener relaciones. «Prefería rociarse con agua de colonia», incide.


Los diarios de Petacci suponen la corroboración de este Mussoloni casi bárbaro. En sus múltiples anotaciones, la joven se jactaba de que ambos retozaban en la cama durante horas, hasta que a su vetusto amante le «dolía el corazón». Aunque solo paraban el tiempo justo para que recobrase fuerzas y volviese a la carga de nuevo. «Lo beso y hacemos el amor con tanta furia que sus gritos parecen los de un animal herido», desvelaba en otra ocasión. Para alguien como esta joven, que llevaba escribiendo cartas y poemas de amor al dictador desde los 14 años (la primera vez que se vieron le preguntó intrigada por ellos sin saber que para él no tenían importancia alguna) aquello era un sueño.

Petacci, a la que Mussolini definía como su primera concubina, se dejó encandilar por el magnetismo de aquel personaje. Lo mismo que el resto de sus amantes. Un atractivo, por cierto, que cautivó al mismísimo Winston Churchill. Así lo desveló el «premier» británico tras una visita a Italia antes de la Segunda Guerra Mundial: «No pude evitar quedar hechizado, como han quedado muchas otras personas, por el carácter dulce y el comportamiento sencillo del signor Mussolini, así como por su aplomo calmo y objetivo a pesar de tantas responsabilidades y peligros. […] Si yo hubiera sido italiano, estoy casi seguro de que habría estado a su lado». Tenía algo, vaya. Aunque ese algo fuera malvado.


E inseguro
A pesar de la ingente cantidad de amantes que atesoraba, Mussolini logró convencer a Petacci de que ella siempre había sido y sería su predilecta. Y es que temía perderla. Lo cierto es que todo parece apuntar a que así fue. No en vano, y tal y como desvela el artículo de la BBC, la chica era la única de sus amantes que tuvo una habitación propia en el Palazzo Venezia (donde residía el gobierno) y contaba con guardaespaldas y chófer propio. Al parecer, ambos solían encontrarse en misa los domingos para, a continuación, retirarse a sus habitaciones para mantener relaciones sexuales en la oficina privada de «Il Duce».

En los diarios, Clara desvela también las conversaciones de cama que mantuvo con Mussolini. Horas en las que el líder fascista le explicó, por ejemplo, que había mantenido un encuentro fugaz y erótico con la esposa del monarca Humberto II. Al parecer, ella intentó acostarse con él, pero «Il Duce» no pudo tener una erección. Tampoco dudó en desvelarle inseguridades tales como si estaría a la altura de Napoleón. El día que conoció a Adolf Hitler, en palabras de la joven, se mostró exultante. No se creía que el alemán le tuviera como a un referente y que hubiera llorado al estrecharle la mano. «Cuando me vio había lágrimas en sus ojos, realmente me aprecia mucho. Es muy agradable, una persona muy emotiva por dentro», le confesó.


 
Así ocultó Inglaterra los abusos (y los muertos) de la todopoderosa Río Tinto Company en Huelva en 1888
Los mineros y agricultores de este pequeño pueblo protagonizaron las que se conideran las primeras manifestaciones ecologistas de la historia, después de que esta gigantesca compañía británica hubiera arruinado su vegetación y su salud, acabaron con la vida de más de cien personas, incluidos niños, mujeres y ancianos


Imagen de Rio Tinto en 1888, durante la protesta ecologista contra la gran compañía inglesa


Imagen de Rio Tinto en 1888, durante la protesta ecologista contra la gran compañía inglesa



El abuso contra los habitantes y trabajadores de la Riotinto Company Limited comenzó en 1873 y se prolongó hasta nada menos que 1954. Más de tres cuartos de siglo en los que sobrevivió a la Primera República, la Restauración borbónica, la dictadura de Primo de Rivera, la Segund República y la Guerra Civil hasta la mitad del periodo franquista. Pero, ¿qué era aquella poderosa multinacional y a quién pertenecía para que pudiera mantener a raya a los diferentes Gobiernos españoles, a pesar de los daños irreparables que causó a la región?

Todo comenzó con la arruinada presidencia de Nicolás Salmerón, que vendió por 92 millones de pesetas las famosas minas de cobre de Riotinto a un conglomerado internacional. Este constituyo la tristemente famosa compañía de origen británico que, a base de abusar y explotar a la población autóctona, cambió el aspecto socioeconómico de toda la provincia de Huelva.

Hasta ese momento, sus habitantes sobrevivían de la agricultura y la pesca, pero cuando llegaron los ingleses, dueños y gestores principales de dicha compañía, la provincia entró a formar parte de las redes de comercio internacional. Eso trajo en principio grandes beneficios y las mayores innovaciones tecnológicas de la época, tales como el ferrocarril. Pero supuso también el comienzo de una gran cantidad de problemas ecológicos, laborales y de salud para los habitantes de Riotinto y de otras muchas localidades de alrededor, como Nerva y Zalamea.

Tal fue el poder que acumuló y la capacidad para operar dentro de España con sus trabajadores, como si fuera un gobierno empresarial dentro de un gobierno nacional, que la Riotinto Company Limited llegó a establecer una especie de «Apartheid» al estilo de Sudáfrica sin que ningún poder público le afeara la conducta. Por un lado, los directivos de la multinacional llegados desde Gran Bretaña junto a otros muchos trabajadores con un perfil más técnico, que se establecieron en Bellavista, un barrio de lujo construido por ellos desde cero y separado por un muro infranqueable. Y por otro, la población y los más de 10.000 mineros que trabajaban en los yacimientos, que vivían en casas precarias, viendo cómo sus cosechas se arruinaban y su salud sufría por los humos tóxicos generados por el trabajo.


Riotinto Company Limited
La llegada de la Riotinto Company Limited, que era la mina a cielo abierto más grande del mundo, se explica dentro de un contexto internacional en el que se produjo la llegada masiva de grandes empresas extranjeras a la cuenca minera de Huelva. Era la Segunda Revolución Industrial y eso trajo mucho trabajo, puesto que la industria consumía una gran cantidad de minerales en todo el planeta. Como consecuencia de ello, las explotaciones mineras se modernizaron y expandieron por muchos sitios.

La diferencia es que esta zona ofrecía una alternativa muy valiosa para los empresarios: poseía grandes reservas de metales no férricos en un país atrasado económicamente, lo que les permitía bajar los costes de explotación y los salarios. Eso suponía un enorme ahorro y un gigantesco margen de beneficios que les permitió construirse un numeroso conjunto de casas victorianas y hasta una iglesia presbiteriana que siguen todavía en pie.

De lo que no queda rastro hoy en Riotinto es de los más de cien muertos –entre mujeres, niños y ancianos, además de trabajadores– que se dejaron la vida en la considerada primera manifestación ecológica de la historia de España. Ni tumbas, ni placas, ni monumentos a la memoria de los mineros y agricultores que se unieron para protestar, el 4 de febrero de 1888, contra las miserables condiciones de vida impuestas por los británicos y contra los estragos que causaban las fuertes emanaciones de dióxido de azufre en sus tierras y en su salud, tras la quema de minerales al aire libre.


La nube negra
La razón se encontraba el procedimiento utilizado para obtener el cobre, conocido como «cementación artificial» o «teleras». Consistía en colocar toneladas de mineral en grandes montones al aire libre y prenderlos sobre ramajes secos, tal y como se puede ver en la imagen. Esas pequeñas montañas liberaban azufre durante la combustión, para obtener el cobre puro, y una cantidad gigantesca de gases sulfurosos. Las hogueras ardían ininterrumpidamente de seis a doce meses al año, lo que lanzaba al aire unas 500 toneladas diarias de humos tóxicos.

La enorme nube negra que se formaba sobre el cielo de Riotinto, Nerva y otras aldeas cercanas, a la que popularmente llamaban «la manta», generaba unos efectos altamente perniciosos para la agricultura y para la salud de los habitantes. Mucha gente huía del pueblo en busca de aire más limpio, ya que las cosechas eran prácticamente la única fuente de riqueza de aquellos que no se dedicaban a la minería. La situación se hizo insostenible e intolerable.

El descontento pronto se extendió a otros veinte pueblos de la zona, a los que se sumó el cabreo acumulado de los mineros en lo que respecta a sus condiciones laborales: descuentos salariales, el pago por cuenta ajena del médico de la empresa, la pérdida continuada de puestos de trabajo ante la más mínima excusa (incluida la enfermedad) o la pérdida de dinero que les originaban los días de «manta», en los que solo se podía trabajar la mitad de la jornada y cobraban menos.


«Liga Antihumanista»
Los agricultores y sus partidarios llegaron a formar la «Liga Antihumanista», que criticaba los abusos cometidos por la Río Tinto Company en los procesos de la mina y exigían su sustitución por otros. Pero la empresa tenía demasiado poder, hasta el punto de establecerse como una auténtica autoridad colonial en la zona durante 81 años. Tenían a la administración bajo su protección para avalar su argumento de que, dadas las condiciones del mineral de las minas y la coyuntura internacional, no podían costear otro sistema que les diera beneficios.

El problema de las calcinaciones copó la prensa local durante 1887 y 1888. Las polémicas entre los «antihumanistas» y los defensores de la minería, a la que hacían responsable del desarrollo y la prosperidad de la zona por atraer población de fuera, eran continuas. «El aumento de población fue, en efecto, muy notable, pero el argumento esgrimido era insostenible: la población acudía a donde había trabajo, y en las minas lo había, pero la extracción y el beneficio del mineral no tenían qué ir forzosamente unidos al sistema de calcinaciones que, de hecho, estaba prohibida en todos los países del mundo, incluido en el vecino Portugal, desde 1878. Y, por supuesto, en Inglaterra», aseguraba María Dolores Ferrero, de la Universidad de Huelva, en su estudio «Los conflicto de febrero de 1888 en Riotinto. Distintas versiones de los hechos».

La suma de todos estos descontentos culminó en la famosa manifestación del 4 de febrero de 1888, que pasó a la historia como «El año de los tiros». Una masacre cuyas magnitudes, 132 años después, aún no han sido esclarecidas del todo. Pero es que no era fácil, puesto que estábamos hablando de la empresa más poderosa de España en aquella época. Una empresa que, además, había sacado de la bancarrota a la Primera República con la venta de los derechos de explotación. No convenía hacer público lo que allí había sucedido.


El Regimiento de Pavia
El 1 de febrero se inició la huelga de mineros, que fue creciendo durante los dos días posteriores. Al mismo tiempo, los agricultores afectados por el dióxido de azufre, con el pueblo de Zalamea a la cabeza, comenzaron a preparar una marcha sobre Riotinto para pedir la suspensión de las calcinaciones. El día 4, ambas manifestaciones se encontraron a la entrada de la localidad y decidieron unirse para marchar a la plaza del Ayuntamiento. Las consignas establecidas estaban claras: «¡Abajo los humos! ¡Solo queremos justicia! ¡Viva la agricultura!».

Cuando los cabecillas subieron a hablar con el alcalde para negociar, este no se atrevió a tomar ninguna decisión por las presiones que recibían de la compañía. Entonces llegó el gobernador civil de Huelva, Agustín Bravo, a poner orden. Primero se negó a que el poder local suprimiera las calcinaciones y, después, salió al balcón a increpar a los miles de manifestantes congregados. Tras él salió el teniente coronel del Regimiento de Pavía, que había llegado al pueblo ante la solicitud de refuerzos. Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado.

De repente, se oyó una primera descarga sin que nadie supiera a de dónde venía ni quién había dado la orden. Luego siguieron nuevas descargas a bocajarro y, después, los agentes comenzaron a atacar con bayonetas. A los quince minutos el suelo quedó repleto de muertos y heridos. Al día siguiente, algunos diarios locales y nacionales se hicieron eco del suceso. «El Socialista», «La Provincia», «El Cronista de Sevilla», « La Época», « El Liberal», « La Iberia» y «La República», entre otros. La cifra de los que perdieron la vida variaba entre la treintena que daba el primero y los más de cincuenta del último.


«Trece cadáveres identificados y sepultados»
Según los testigos de la época, sin embargo, estos fueron entre cien y doscientos, cuyos cadáveres fueron arrojados a las escombreras o en las antiguas minas abandonadas para no dejar rastro. Y los heridos, atendidos a escondidas en las propias casas, en pésimas condiciones, por miedo a llevarlos a los hospitales. Eso fue lo que concluyó el trabajo de investigación de Alfredo Moreno Bolaños y Juan Manuel Pérez López, «Testimonios fehacientes sobre el tren de la muerte» (2008), que habla de entre 150 y 200 personas asesinadas.

«Salió el Gobernador al balcón una primera vez y preguntó a los trabajadores si estaban de acuerdo con su jornal. Contestaron que no. Volvió a salir y dijo que vería al director de las minas y que al día siguiente sabría el resultado. Los trabajadores dijeron que estaban parados hacía tres días y que deseaban saber el resultado cuanto antes. Volvió a salir una tercera vez, con el Teniente Coronel del Regimiento de Pavía y el pueblo, creyendo que iba a decir algo, se quedó callado como en misa. Después ocurrieron las desgracias”», contaría «El Socialista» días después.

El mensaje que el gobernador civil de Huelva le envió el 6 de febrero al Ministro de Gobernación en Madrid decía: «Trece cadáveres identificados y sepultados. Doce heridos reconocidos. Ningún extranjero, mujer o niño ha sido lesionado». El periódico de «La Coalición Republicana», sin embargo, detallaba. «Cuando más alegres se hallaban los manifestantes apiñados en las estrechas calles adyacentes y la plaza, en número superior a 12.000, mandaron retirar la caballería. Acto seguido, una descarga cerrada e inmensa, cuyos proyectiles barrieron aquella masa humana, puso en fuga desordenada a la multitud, que dejó en el suelo muchos cadáveres y heridos, y se atropelló por las calles, lanzando gritos de pavor y de violenta ira. ¿Quién dio la orden de fuego? Hasta ahora no se sabe. ¿Fue el gobernador? ¿Fue el jefe militar? (…) Con el testimonio de centenares de personas, podemos afirmar que los manifestantes no profirieron ni un grito subversivo, no salió de ellos una provocación ni un acto que molestase a la tropa ni a las autoridades».

Tan solo una carta al director publicada en «La Provincia» se atrevió a decir que «la manifestación de Zalamea fue de una violencia monstruosa». Las versiones de los restantes diarios coincidían en que no hubo una actitud provocadora y argumentaron que «si los propósitos hubieran sido amenazadores, los manifestantes no habrían puesto ante las balas de los soldados a mujeres y niños inocentes».

En los libros de las sentencias de la Audiencia de Huelva de 1888 hasta 1892 no había ninguna información al respecto, según las investigaciones de Ferreo. Tampoco en el Tribunal Supremo de Madrid. Las Cortes españolas apenas discutieron el incidente y se dijo que los muertos no pasaron de 14, aunque la mayoría de testimonios defiendan que estos superaron con creces el centenar. El Registro Civil de Riotinto tan solo contabilizaba trece muertos por «hemorragia externa» o «hemorragia interna».

 
El día que los demonios tomaron la Inquisición
Un libro reúne nueve estudios sobre el asalto popular al palacio del Tribunal del Santo Oficio de Barcelona en 1820, que sentenció a la institución


CARLES GELI
Barcelona - 05 MAY 2020


El asalto al palacio de la Inquisición, según un grabado del francés Hippolyte Lecomte, del mismo 1820.


El asalto al palacio de la Inquisición, según un grabado del francés Hippolyte Lecomte, del mismo 1820.ARCHIVO HISTÓRICO DE LA CIUDAD DE BARCELONA /



“Acabadas las elecciones, los revoltosos pasaron a la casa o Palacio de la Inquisición y encontrándose la puerta cerrada subieron por los tejados y parecía que los Demonios les llevaban (...) tomaron los procesos y los esparcieron por toda Barcelona (...) Luego fueron a buscar mazos y martillos y empezaron a tirar el tribunal abajo, gritando y diciendo mil pestes y blasfemias contra el tribuna de la fe”, escribiría Joan Serrahima, prior de los carmelitas calzados de Barcelona, pocos años después de los hechos. “Tiraron a la calle los instrumentos de tortura y los quemaron, todo junto a los muebles y los documentos archivados en la terrible mansión. De aquel acto hoy nadie se acuerda; pero entonces fue un gran trueno por lo que significaba”, le contarían al periodista Rossend Llates décadas después sus bisabuelos, que lo vivieron desde la cercana calle del Bisbe.

Los dos retazos de memoria son del asalto al Palacio de la Inquisición de Barcelona hace ahora 200 años, el 10 de marzo de 1820, a los pocos días del aparente acatamiento por parte de Fernando VII de la Constitución de Cádiz en el inicio del accidentado y breve Trienio Liberal (1820-1823). Fue un eslabón de la cadena de explosiones populares anticlericales que han ido salpicando la historia de Barcelona, de sustrato parecido al que acabó generando la quema de conventos de 1835, la Setmana Tràgica de 1909 o, incluso, los incidentes contra la Iglesia en los inicios de la Guerra Civil en 1936.

Las relaciones de los catalanes con la Inquisición nunca fueron muy buenas, como se comprobó con la llegada del primer inquisidor, Fra Alonso de la Espina, el 5 de julio de 1487, impuesto por la Corona de Aragón, lo que provocó que no fuera recibido ni por los consejeros ni los diputados de Barcelona; escenificando su poder, además, entró a caballo en la catedral dejando su espada a pies del sagrario. Lo recuerda con erudición el periodista Lluís Permanyer en el prólogo de Un dia de fúria, nueve estudios sobre el asalto y su contexto bajo la coordinación de la doctora en filología Anglo-Germánica Frances Luttikhuizen (Publicacions Abadia de Montserrat).

Los roces populares ya se daban con los familiares del Santo Oficio, miembros de menor nivel de la Inquisición que servían de informantes. Temidos, solían ser menestrales y comerciantes recién llegados a las poblaciones que, para medrar socialmente ante las antiguas y poderosas familias de pueblos y ciudades, se alistaban a la sombra de la institución. Buscaban privilegios de todo tipo: jurídicos (sólo rendían cuentas a los tribunales del Santo Oficio y no a los públicos), económicos (gozaban de exenciones contributivas; no debían alojar en sus casas a las tropas en las constantes guerras) y sociales (podían llevar y usar armas y acceder a los tristes espectáculos de los autos de fe). El rechazo y la envidia social era una clara consecuencia, como ocurría en Canet de Mar e ilustra el estudioso local Sergi Alcalde.

El único, tímido y episódico apoyo popular catalán a la Inquisición se manifestaba, cómo no, por razones económicas y era cuando aquella caía sobre franceses, víctimas propiciatorias del Santo Tribunal: fue de los colectivos más perseguidos, con un 20% de los casos, según la historiadora Alexandra Capdevila. El de Barcelona actuaba como una audiencia de frontera para España, evitando la entrada del pensamiento protestante: durante los siglos XVI y XVII, cuando llegaban franceses arrojados por una brutal crisis económica y la guerra entre católicos y hugonotes (protestantes); en el XVIII, para que no fueran quintacolumnistas de las ideas de la Revolución Francesa o de la masonería, institución que nunca pasó de ser el 5% de los casos de la Inquisición. Las tensiones geopolíticas entre Madrid y París (que en Cataluña se traducían en constantes invasiones de tropas supuestamente amigas y de enemigas, con idénticos daños económicos) y la pugna comercial entre los tejidos catalanes y los franceses explicarían los discretos aplausos al tribunal represor.
Abolida la Inquisición por Napoleón cuando su invasión en 1808, Fernando VII la restablecería en 1814, pero sólo aguantó seis años más en Barcelona: la revolución liberal se la llevó por delante en 1820. Indiferente la mayoría de la población a la creciente oposición a la monarquía absolutista que sostenían sociedades secretas de burgueses, clases medias y militares, la crisis económica por la pérdida de las colonias de ultramar y el desgobierno hicieron el resto para acabar con el régimen.

El sistema monárquico se derrumbó. Fruto de la inestabilidad política, fábricas de Barcelona empezaron a cerrar en febrero, con multitud de gente sin trabajo y viviendo de la caridad. En cuatro días de marzo se precipitó todo: el día 6, las autoridades absolutistas trasladaron los presos “por asuntos de conspiración” de la Ciutadella a Mallorca y Cartagena; el 9 se proclamaba la nueva constitución en Galicia, Zaragoza o Tarragona y el 10 ya no se pudo contener más: paisanos y militares, con escarapelas, banderas y papeles tricolores (encarnado, amarillo, blanco) se concentraron en plazas públicas, especialmente en el Pla de Palau, donde el capitán general Castaños no supo detener por más tiempo la proclamación.

Tres comisiones se conforman para ir a liberar presos: una, hacia la Ciutadella (para los constitucionalistas detenidos); otra, a la Real Audiencia (para los de contrabando de tabaco) y una al palacio de la Inquisición (“por si tienen presos”), relata el historiador Ramon Arnabat. Según algunas fuentes, a la Inquisición la gente fue como sucedáneo de los fallidos asaltos al palacio del obispo y a algunos conventos, que el nuevo gobernador liberal habría frenado apostando guardias de artilleros. Testimonios cifran en 20.000 personas las que acudieron al edificio en la hoy calle dels Comtes; otras, hablan de unas 3.000. Ante la actitud defensiva de los inquisidores, las puertas se derribaron a golpes, los moradores huyeron “y los paisanos se entraron por todas partes llevándose todo lo que encontraron, tanto de ropa como de muebles, sin respetar a nadie. Por la parte de la calle de la Tapinaría por las ventanas derribaron tantos libros y papeles como encontraron, esto duró hasta entrada la noche”, relató el menestral Mateu Crespí. Prisioneros, los demonios no hallaron más que dos.

Habría habido, al parecer, dos ataques al edificio: el 10 y el 11 de marzo. En el segundo, los asaltantes, según la crónica de Crespí, se llevaron todos los libros de una espectacular sección de cirugía y se echaron por las ventanas papeles, entre ellos “procesos de más de 200 años”. Esto último, en parte, por culpa de la inacción del Inquisidor Mayor, que “tenía orden de Madrid de quemarlos”, según lamentaba el carmelita Serrahima. Muchos acusados, así, pudieron hacerse con los legajos de sus juicios, si bien no cometieron actos de venganza. Y es que, según los testimonios, la Constitución se proclamó pacíficamente: “Todo ha sido con orden menos en la Inquisición contra la cual se está todavía desahogando el pueblo”, escribía en una carta el comerciante Josep Brufau. La Inquisición quedó abolida definitivamente en España en 1834, pero en Barcelona, con aquel asalto demoníaco, quedó ya tocada mucho antes.


BOSTON, EL LEJANO Y AZAROSO DESTINO DE 30 CAJAS DE PAPELES
El asalto al palacio de la Inquisición del 10 de marzo de 1820 tuvo dos testimonios de excepción. Por un lado, Antoni Bergnes de las Casas (1801-1879), joven de familia afrancesada y muy vinculada al protestantismo, razones que igual expliquen la presencia ahí de quien, entonces con casi 19 años, acabaría siendo capital editor, periodista, catedrático de griego, rector de la Universidad de Barcelona y senador. La segunda figura fue la de un norteamericano, Andrew Thorndike, que compartía negocio de importación (pesca salada, algodón, tabaco, trigo...) y exportación (vino, sal, nueces, avellanas) con el cónsul de su país en la capital catalana, Richard McCall. Frances Luttikhuizen no sabe si fue coincidencia azarosa de un viaje o si porque vivía en la ciudad, pero Thorndike estuvo ahí y, junto a su socio, fue recogiendo material que lanzaban las masas por las ventanas hasta reunir 30 cajas, que envió a Boston. Excéntrico o no (tenía también momias y piezas egipcias) o quizá sensibilizado por un culto primo, logró rescatar materiales datados entre 1532 y 1818, mayormente procesos contra el dogma católico, genealogías de pureza de sangre… o contra quien había comido panceta en tiempo de guardar, había blasfemado, era protestante o practicaba supuestamente ocultismo. Pura Inquisición.

https://elpais.com/espana/catalunya/2020-05-05/el-dia-que-los-demonios-tomaron-la-inquisicion.html
 
La verdad sobre Rocroi, la batalla en la que los Tercios de España no perdieron ni el honor ni la hegemonía
A pesar de la propaganda francesa, el supuesto ocaso de la infantería española en el siglo XVII fue una derrota más, como tantas, a la que le siguieron muchas victorias de esos mismos veteranos que seguían causando miedo en Europa


Rocroi, el último tercio, por Augusto Ferrer-Dalmau (2011)


Rocroi, el último tercio, por Augusto Ferrer-Dalmau (2011)




César CerveraSEGUIRActualizado:04/05/2020


La entrada de Francia en la Guerra de los 30 años de parte del bando protestante lo cambió todo para la Monarquía hispánica, que con una serie de victorias contra suecos, holandeses y otros enemigos habituales habían recordado a Europa la superioridad de su infantería. La Francia de Luis XIII, ya liberada de sus problemas internos, supo tocar las teclas exactas para desestabilizar tanto en Flandes, Italia como en Portugal y Cataluña la fortaleza española. En la batalla de Rocroi, justo en la frontera con los Países Bajos, todos los planes en este sentido del Cardenal Richelieu (fallecido poco antes) se conjugaron para demostrar que la columna principal de los ejércitos Habsburgo, los Tercios españoles, habían alcanzado su ocaso.

Una afirmación repetida una y otra vez por la historiografía tradicional que, no obstante, requiere como poco un nuevo vistazo. Rocroi fue, más bien, una batalla cualquiera dentro de una guerra eterna. Tras sufrir en la primavera de 1643 una nueva incursión francesa en Cataluña, el comandante Francisco de Melo realizó, como en otros cursos, un ataque de distracción en la frontera norte. Eligió Rocroi pensando que sería fácil de conquistar, con una guarnición de solo 500 soldados, y ni siquiera tomó la precaución de proteger su retaguardia o cerrar el acceso por si llegaban refuerzos a la plaza. Y eso es precisamente lo que enviaron los franceses, un ejército de socorro.

El 19 de mayo de 1643, una fuerza francesa de unos 23.000 hombres (un tercio de ellos jinetes) al mando del joven Luis II de Borbón-Condé, de solo 22 años, obligó a entrar en combate a unos 20.000 hombres, en su mayoría infantería, bajo el mando de Francisco de Melo, entonces gobernador de los Países Bajos españoles. Los españoles reunieron en el lugar 18 piezas de artillería frente a las 14 francesas, de peor calidad. Prácticamente en todas las facetas ambos contendientes estaban en igualdad de condiciones.


Un general torpe
Aparte de soldados valones, alemanes, borgoñones e italianos, las tropas Habsburgo tenían presente en ese combate a algunas de las unidades más veteranas de los Tercios españoles, una infantería acostumbrada a vencer incluso en situación de inferioridad numérica. Con una zona boscosa, otra pantanosa y la propia ciudad fortificada de Rocroi a su espalda, Melo estaba en la tesitura de vencer o morir: no había opción al repliegue. Su experiencia militar había sido hasta entonces algo escasa, más dado a las mesas diplomáticas, por lo que delegó en el veterano conde de Fontaine, de 67 años y trasladado en una silla de mano por sufrir de gota, el despliegue táctico.



Retrato de Francisco de Melo.


Retrato de Francisco de Melo.



Cuenta el historiador Pablo Martín Gómez en «El Ejército español en la Guerra de los Treinta años» (Almena) que ni antes ni durante la batalla el portugués tomó las debidas precauciones para reforzar los lugares más expuestos. Cuando el Duque de Alburquerque, al mando del ala izquierda, solicitó que se reforzara la posición donde iba a colocarse la caballería de Flandes con algunos mosqueteros o, por lo menos, se cavaran trincheras, Melo contestó que «no contaban con palas ni zapas para ello». ¿Y cómo pensaba asediar Rocroi si había salido de Bruselas sin el material más básico?

Con todo, la batalla se decantó al principio del bando de los españoles, que coleccionaban victorias como si fueran cromos de la Liga. Desmontada ambas alas francesas y capturada la artillería francesa, que se solía situar en el centro del campo, los soldados de a pie españoles dieron la contienda por ganado y hasta gritaron vítores y se quitaron el sombrero para saludar a los jinetes. El problema es que Melo no supo dar el golpe de gracia a su enemigo. La caballería del ala derecha se lanzó a la persecución del enemigo vencido y los jinetes croatas, famosos por su querencia de rapiña, se centraron en saquear el campamento rival. Mientras la infantería permanecía ociosa en el centro, el ala izquierda de Alburquerque fue cayendo poco a poco en una trampa que supo exprimir Luis, Duque d'Enghien, que se movía en caballo por las posiciones más expuestas, hasta sus últimas consecuencias.

La caballería de Flandes, con Alburquerque luchando con tenacidad, se alejó de la infantería y terminó aniquilada por jinetes dirigidos personalmente por d'Enghien. El ala derecha estaba fuera de juego, mientras que la izquierda, con sus hombres desperdigados, aguantó poco más sobre sus caballos. D'Enghien se tomó su tiempo…

Con la artillería de nuevo encendida y la caballería dueña de los alrededores, el general francés fue deshojando poco a poco el bloque de infantería. Primero los italianos, que se retiraron casi al primer choque ignorando las bravatas de Melo, que se unió a sus filas diciendo «aquí quiero morir, con los señores italianos». Luego contra los valones y alemanes, que resistieron con la mayoría de sus oficiales heridos o muertos pero al final también sucumbieron. Y finalmente contra los veteranos españoles.


La lucha entre infantes acabó desembocando en un desenlace heroico donde un enorme y único cuadro de picas, como si fuera un islote en medio de un naufragio, resistió durante horas



La lucha entre infantes acabó desembocando en un desenlace heroico donde un enorme y único cuadro de picas, como si fuera un islote en medio de un naufragio, resistió durante horas a ataques simultáneos en dos y tres de sus costados. Supervivientes de otras unidades, jinetes descabalgados y hasta piezas de artillería que de vez en cuando escupían fuego se congregaron en este último tercio. D'Enghien llegó a desesperarse ante su incapacidad para desmontar aquel castillo de hombres. Redobló las cargas de caballería y acercó la artillería… El resultado fue una carnicería de veteranos y de valor.

Solo dos tercios mantuvieron sus banderas en alto, el de Alburquerque y el Garciez, aunque ambas unidades eran una mezcolanza de hombres y cadáveres que fueron sumándose al bloque. Henri De Bessé en su descripción de la batalla narra cómo algunas compañías dispersas recorrieron el campo en orden hasta ponerse a cobijo con sus camaradas: «Habiendo sido los mosqueteros destrozados y su cuerpo de piqueros rodeado por todas partes por la caballería francesa, aguantó todas las cargas que se le hicieron y se retiró unido y lentamente a incorporarse al grueso de la infantería».


Un fruto de la propaganda
Desfallecidos y sin munición, lo que no impedía que dispararan solo pólvora por fastidiar, la hazaña de los españoles fue arrancarle en esas condiciones una rendición ordenada al duque de Enghien. Esto era, ser tratados como si de defensores de una plaza fuerte se trataran. La afanosa complejidad de reducir a esa horda de homicidas ibéricos –los franceses en sus crónicas los calificarían como «muros de carne»– obligó al francés a ceder unas condiciones tan generosas que algunos historiadores han llegado a estimar de empate el resultado de la batalla.

Parece que la principal razón por las que el mando galo cedió estas condiciones fue por el temor a la llegada de refuerzos. El barón de Beck, al frente de 4.000 hombres, incluido el Tercio de Ávila, estaba ya de camino. D'Enghien prefirió no arriesgarse frente a aquellos soldados que mantuvieron, a costa de su sangre, el honor y su famosa bravuconería. Una leyenda que nunca ha podido ser demostrada cuenta que un oficial francés interrogó a un español herido sobre el número de bajas que habían contado ese día, a lo que el soldado de los tercios respondió desafiante: «Contad los muertos».




El Duque de Enghien en la batalla de Rocroi.


El Duque de Enghien en la batalla de Rocroi.



Los españoles se dejaron sobre el campo de Rocroi al menos 1.000 veteranos muertos, 2.000 heridos y 3826 prisioneros (2.000 fueron repatriados al año), pero los franceses tuvieron más bajas: 2.000 muertos y 2.500 heridos. Estos datos, sumados al hecho de que España se impuso con una superioridad aplastante a los franceses un año después en la batalla de Tuttlingen y un año antes en Honnencourt, victoria que hizo temblar de nuevo a los parisinos con la posibilidad de una ocupación española, plantean si verdad los Tercios de España siguieron siendo igual de temibles hasta, al menos, la batalla de las Dunas (1658) o, hablando en términos ibéricos, la batalla de Villaviciosa (1665). A finales de 1643, el ejército español estaba completamente reorganizado, mientras que el galo estaba diezmado a pesar de los supuestos éxitos de ese año.

Lo que fue una derrota más moral que militar se convirtió, gracias al empuje de la propaganda francesa y a la indiferencia española, en el gran y reluciente inicio de la hegemonía europea del rey Luis XIV, el Rey Sol. El historiador Peter H. Wilson, autor del monumental libro «La guerra de los Treinta Años» (editado en dos volúmenes en castellano por Desperta Ferro Ediciones), reconoce que «Rocroi debe su lugar en la historia militar a la propaganda francesa».

Los franceses suscriben encantados ese relato épico que, con los años, los españoles han dado por bueno debido a lo bien que encaja con el aire trágico que impregna la historia patria y a que fue un general extranjero, Francisco de Melo, a quien se le puede achacar gran parte de la culpa. Un ocaso adecuado, conveniente y cebado de romanticismo, con las tropas españolas abandonadas a su desdicha por los mandos centrales.


 
Lo que esconde el yacimiento de Armagedón, la ciudad donde Dios librará su última batalla según la Biblia
Según el «Libro de Apocalipsis», la guerra del final de los tiempos contra las naciones del hombre se producirá en el actual yacimiento de Megido, a 90 kilómetros al norte de Jerusalén, cuyos restos se siguen escalando a día de hoy



Vista aérea del yacimiento de Megido, en la actualidad


Vista aérea del yacimiento de Megido, en la actualidad




I. Viana
MADRID :09/05/2020



Según el «Libro de Apocalipsis», la batalla de Armagedón se producirá en Megido, a 90 kilómetros al norte de Jerusalén, cuando llegue el final de los tiempos. En ella se enfrentarán Dios contra las naciones del hombre, sin que nunca haya quedado claro a quién se refiere con estos: algunas interpretaciones aseguran que será contra Israel y los judíos; otras, contra Jerusalén, y una tercera hipótesis habla de Jesucristo junto a sus santos. Sea como fuere, en una cosa coinciden todos: Dios vencerá y el hombre será derrotado.

Hay sectores extremistas dentro de la religión que, en los últimos años, han asegurado que la batalla se producirá dentro de no mucho tiempo. Hablan, incluso, de las señales que lo indican: las últimas resoluciones de la ONU contra los asentamientos israelíes en la zona de Cisjordania, el último mandato del presidente Obama en Estados Unidos, la guerra de Siria o la persecución de los cristianos en algunos países, entre otras. Todos estos factores serían, según esta minoría, el caldo de cultivo que provocará la batalla final de la Humanidad en Megido.

Pero, ¿qué sabemos de sus restos arqueológicos, que atraen cada año a miles de turistas, la mayoría atraídos por la profecía? Según explica el profesor de historia del Próximo Oriente de la Universidad George Washington, Eric Cline, en su libro «Excavando el Armagedón: La búsqueda de la ciudad perdida de Salomón», los guías del complejo no dudan en saludar a los visitantes con un «Bienvenido a Armagedón».

Sabemos que el emplazamiento estuvo habitado entre el 7000 a. C. y el 300 a. C., y que en él se han librado más de doscientas importantes batallas. Por ejemplo, la victoria del faraón Tutmosis III a mediados del siglo XV a. C. contra una coalición de ciudades cercanas a Megido, la cual provocó que Egipto se hiciera dueño de una gran parte del Mediterráneo oriental. O la derrota del Rey Josías de Judá contra el faraón Necao II a finales del siglo VII a. C. Y hasta en la Primera Guerra Mundial, con el enfrentamiento entre el Ejército aliado del general Edmund Allenby y los otomano. «Megido, sin embargo, se menciona una docena de veces en la Biblia hebrea, así como en otros muchos textos de la Antigüedad, pero es especialmente conocido en el Nuevo Testamento como el escenario de la gran batalla entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal», escribe Cline.


«har-Meguido»
Megido fue bautizada, efectivamente, como «Armagedón» en el «Libro de Apocalipsis», que es el nombre con el que realmente se la conoce en Occidente desde hace siglos. Según la mayoría de los profesores especialistas en la Biblia, este procede de la forma hebrea «har-Meguido», que significa «Monte de Meguido». En el «Diccionario Bíblico Ilustrado» se traduce también como la «Montaña del degüello», que se convirtió en una de las ciudades más importantes del antiguo Próximo Oriente.

Su nombre aparecía ya en los jeroglíficos egipcios y es citado en escritura cuneiforme. Según las «Cartas de Amarna» –documentos grabados en tablillas de arcilla que Egipto enviaba a sus estados vasallos de Siria–, era un lugar muy importante porque estaba ubicado en la encrucijada del Valle de Jezreel, que dominaba varias rutas comerciales, según explica Robert Cargill en su libro «Las ciudades de la Biblia» (HarperOne, 2016). Y controlaba, además, la ruta comercial entre Egipto, Europa y Mesopotamia. «Estas destacadas rutas y las batallas épicas que se libraron para asegurar la zona e imponer sus propios impuestos han dado forma a la historia de Tierra Santa. Son la razón por la que Megiddo tiene la reputación de ser un famoso campo de guerra», añade este arqueólogo y profesor de estudios religiosos de la Universidad de Iowa.

No sorprende que los múltiples hallazgos hayan revelado, por lo tanto, que el enclave estuvo fortificado en el pasado. Las estructuras más representativas se levantaron, según las diferentes teorías, entre los siglos X y VIII a. C. Según la tradición judía, fue el Rey David y Salomón, al frente del pueblo israelí, quienes formaron un gran imperio en el siglo X a. C. con Megido como uno de sus principales cuarteles. A la muerte del segundo monarca, fue conquistado por Sisac, un rey egipcio que se suele identificar con el faraón Sheshonq. Pero uno de los hechos más importantes fue la guerra civil que, poco después, conllevó la formación de dos reinos enfrentados: el de Israel, en el norte y con capital en Samaría, y el de Judá, en el sur y con capital en Jerusalén.



Representación de la batalla de Tutmosis III, en Megido, en el siglo XV a. C.


Representación de la batalla de Tutmosis III, en Megido, en el siglo XV a. C.El declive



El declive de Megido coincidió con el ascenso de los reyes asirios, que derrotaron tanto a Israel como a Judá. Dominaron la región hasta que, a mediados del siglo VI a. C., el Imperio persa los conquistó. Los últimos restos arqueológicos del yacimiento pertenecen a una época un poco posterior, aunque se sabe que, en tiempos de Alejandro Magno (356-323 a. C.), Megido era un pueblo absolutamente abandonado. Si no llega a ser por la arqueología de finales del siglo XIX, la temida ciudad de Armagedón seguiría enterrada.

Los visitantes que acuden hoy hasta este yacimiento israelí ven una elevación artificial provocada por los restos que los humanos han dejado allí durante miles de años. Los estudios y excavaciones confirmaron hace tiempo que dentro del montículo se encuentran los restos de, al menos, veinte ciudades antiguas construidas una encima de otra. Es decir, no es solo un Armagedón o Megido, sino muchos, cuyos restos arquitectónicos han ido quedando allí a través del paso de los diferentes pueblos, culturas o ejércitos que lo han poblado.

Todo comenzó con el investigador estadounidense Edward Robinson, que visitó Tell el-Muttasellim en 1838 e identificó el lugar como Megido. A finales del siglo, la zona ya estaba controlada por Alemania, que fue quien financió la primera excavación oficial. La expedición estuvo dirigida por Gottlieb Schumacher en representación del gobierno del káiser Guillermo II, cuyas técnicas fueron criticadas posteriormente. Aún así, abrió el camino para proyectos futuros.


El siglo XX
Ya en el siglo XX, destacó la expedición de la Universidad de Chicago, entre 1925 y 1939. Son estos descubrimientos los que documentaba el libro de Cline, uno de los cuales fue una serie de «establos» que los investigadores pensaron que fueron construidos por el Rey Salomón. Hoy, sin embargo, la mayoría de arqueólogos creen que no fue él, aunque sí alguien contemporáneo, alrededor de 970–930 a. C. Otro hallazgo fue el «Megiddo Ivories», un tesoro de cerca de 382 objetos de marfil encontrados junto a una serie de entierros humanos y animales. Algunos de los marfiles tienen inscripciones jeroglíficas egipcias. Y también aparecieron una serie de tableros de juego, peines y cajas del mismo material, cuya abundancia ha sido causa de debate entre los investigadores.

Una excavación reciente de la Universidad de Tel Aviv, en Israel, descubrió un «Gran Templo» del año 3000 a. C. Según la reconstrucción de los investigadores, que fue publicada en el «American Journal of Archaeology» en 2014, este incluye una enorme sala rectangular con dos pasillos detrás. También descubrieron evidencias de un lugar de culto o los restos de un templo, que debió ser la estructura más monumental de la época en esa zona del Mediterráneo Oriental, según los responsables.

Esta misma expedición encontró también unas elaboradas puertas datadas en la mencionada época del Rey Salomón, que según la Biblia fue el tercer y último monarca del Reino unido de Israel. Se trata de dos trabajos artesanos de gran calidad, que incluían dos grandes torres en la parte delantera, las cuales estaban generalmente custodiadas por arqueros y soldados con lanzas dispuestos a cerrar el paso a cualquier invasión. Y, por último, un importante sistema de túneles para transportar el agua desde un manantial cercano hasta la ciudad. Este comienza en un pozo de 30 metros de profundidad y es, según Cargill, «el logro de ingeniería más impresionante en Megido», ya que su diseño permitió a los habitantes tener acceso al agua cuando la ciudad estaba sitiada.

Los trabajos arqueológicos continúan a día de hoy y están dirigidos por un equipo de arqueólogos de la Universidad de Tel Aviv, a pesar de que su principal atractivo turístico siga siendo la profecía bíblica de la batalla final entre Dios y los hombres.

 
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1625, aquel maravilloso año para los Austrias
Casi un año de asedio permitió que los Tercios tomasen la ciudad neerlandesa de Breda, mientras el imperio español se desmoronaba


<i>La rendición de Breda</i>, de Velázquez, reproduce un episodio clave en la llamada guerra de los Ochenta Años.


La rendición de Breda, de Velázquez, reproduce un episodio clave en la llamada guerra de los Ochenta Años.



VICENTE G. OLAYA
Madrid - 09 MAY 2020



Los Austrias estaban obsesionados con los Países Bajos. Para ellos, su dominio era una auténtica psicopatía. Los querían y los querían poseer. Así que se gastaron todo lo ganado en las Indias –y mucho más que eso, incluidas vidas, haciendas y honores- en intentar conquistar unos territorios donde nadie les profesaba el menor afecto. Mientras, España cada vez era más pobre y la actual Holanda cada vez más rica. Los neerlandeses se dedicaban a hacer negocios y a mejorar su industria, su comercio, su banca, al tiempo que los súbditos de la rama española de los Habsburgo gastaban sus escasos dineros en abonar inmensos intereses de deuda, así como en reclutar y mal pagar soldados para mantener un imperio menguante.

Además, la conquista desde Madrid de lo que hoy ocupan aproximadamente Bélgica y Holanda se enfrentaba a un problema logístico imposible de resolver en aquellos tiempos: el reino de Francia estaba en medio, con lo que el abastecimiento y refuerzos de las tropas en lucha en los Países Bajos era sumamente complicado. Por ello, los españoles abrieron un itinerario alternativo a través de Italia, el Camino Español (unos 1.000 kilómetros de trayecto), pero tampoco su tránsito resultaba sencillo, ya que obligaba a cruzar los Alpes, con morrión, alabarda, espada y peto metálico. La velocidad máxima que se podía alcanzar era de unos 25 kilómetros al día y eso forzando la marcha.

A pesar de ello, Felipe IV volvió a dar la orden (“Marqués, tomad Breda”, impuso), y entre agosto de 1624 y junio de 1625, las tropas del capitán general Ambrosio Spínola Doria pusieron cerco a la plaza, que asemejaba una ciudad de cuento de Navidad pero rodeada de potentísimos muros. Mientras tanto, el grandioso Francisco de Quevedo decía aquello de “Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados, de la carrera de la edad cansados, por quien caduca ya su valentía”. Pero el monarca no escuchaba nada de eso, quizás porque los tiros que daba matando venados y jabalíes en el monte del Pardo no le dejaban oír las quejas de su pueblo. Únicamente deseaba victorias y para ello contaba con el mejor Ejército del mundo en el siglo XVII, los Tercios, una máquina engrasada que provocaba el pavor de sus enemigos. Indestructibles e invencibles.

El profesor emérito de la Universidad de Michigan Frank Casa lo relata así en su artículo Velázquez, Calderón y el sitio de Breda; “El año de 1625 constituye para España lo que se llegó a llamar el Annus Mirabilis [año maravilloso]. En este año las armas españolas gozan de importantes victorias que sirven para enmascarar el triste estado económico del imperio”. Vencen en Bahía (Brasil), en Puerto Rico, en Cádiz, en Milán… Sin embargo, la ruina se acerca a pasos agigantados. Los Austrias, aplaudiendo.

La toma de la ciudad fortificada de Breda, además de una espectacular operación militar y logística, también lo fue de ingeniería. Se trataba de una población fuertemente fortificada y reforzada durante los últimos treinta años, por lo que el general genovés al servicio de Felipe IV decidió rodearla de trincheras, barricadas, túneles y fuertes para que sus habitantes no pudieran abandonarla. Una potente línea de abastecimiento, de más de 400 carromatos diarios, alimentaba a las tropas reales.

Los trabajos de ingeniería atrajeron, según el National Geographic, "a turistas que viajaron a Breda para admirar las obras de sitio. Entre ellos se contaron el rey de Polonia y el duque de Baviera, y dice la leyenda que también estuvo el joven Descartes”. El estudioso estadounidense Casa recuerda que tan ilustres invitados obligaron a Spínola a exagerar algunas de sus actuaciones y a crear “un verdadero teatro bélico para que este ilustre personaje [el monarca polaco] no quedase decepcionado”.

El ataque a la ciudad –entre 20.000 y 30.000 soldados a pie, incluidos numerosos jinetes- se realizó sobre varios puntos de la plaza para despistar a los poco más de 9.000 defensores, entre los que se encontraban tropas neerlandesas, danesas e inglesas, todas comandadas por Justino de Nassau. El asedio fue brutal. Solo sobrevivieron 3.500 defensores, además de fallecer más de 8.000 civiles por hambre o enfermedades, incluidos un millar de niños y ancianos a los que Spínola se negó a acoger cuando los asediados pidieron que les diese de comer.

Finalmente, el 5 de junio la ciudad se rindió. Se organizaron tres días de festejos en la Corte. El conde duque de Olivares decidió construir un palacio para la ocasión, el del Buen Retiro, en Madrid, y se encargó de decorarlo con pinturas en las que se reflejasen las batallas ganadas por los Tercios. Este gran edificio se levantó con parte del dinero debido a Spínola, que nunca recibió lo que se le debía y que lo reclamaba para sus vástagos. Murió pronunciando las palabras “honor y reputación”. Breda, como macabra broma, volvió a manos holandesas pocos años después.

Si algo provechoso dio este asedio fue el cuadro de La rendición de Breda o de Las lanzas, de Diego de Velázquez, donde “no aparecen los harapientos soldados españoles que [en realidad] habían tomado parte en este largo asedio, [y que] estaban vestidos, como indican las fuentes, de andrajos que mal convenían a esta alta ocasión…”, recuerda Frank Casa. Al contrario, el genio sevillano reflejó el instante en el que Nassau entregaba las llaves de la ciudad a Spínola y todos vestían vistosos trajes de colores. Más o menos lo que deseaban ver el conde duque y Felipe IV, pero que casaba poco con lo que estaba sucediendo en el reino de “muros desmoronados” a causa de una obsesión familiar con poco sentido militar, económico y político, y que costó la vida de miles de valientes e inocentes para nada.

 
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