Cuadernos de Historia

HISTORIA
Más allá del coronavirus: Leningrado, el confinamiento más atroz de la Historia
Prolifera la literatura y el ensayo respecto al confinamiento más atroz que ha conocido la Humanidad, aunque una manera fascinante de conocerlo proviene de las páginas de un libro



Foto: El Sitio de Leningrado.


El Sitio de Leningrado.


AUTOR
RUBÉN AMÓN
Contacta al autor
Ruben_Amon
03/04/2020



La mirada hacia la historia contribuye a relativizar la legítima gravedad con que reaccionamos a la epidemia del coronavirus. Nos ha sorprendido la enfermedad. Ha cuestionado las certezas y las garantías de la sociedad del bienestar, pero los episodios históricos relacionados con las pestes y los confinamientos aconsejan eludir la tentación de las comparaciones o de las extrapolaciones, tanto desde el punto de vista cuantitativo como desde la perspectiva cualitativa.

Y no hay que remontarse a las maldiciones bíblicas, ni a las resistencias numantinas, ahora que las ha desmentido el tratado desmitificador de Henry Kamen ('La invención de España'). El cerco de Leningrado se produjo hace apenas 80 años. Y representa acaso el mayor ejemplo o el más estremecedor de una ciudad desabastecida y condenada. No fueron dos ni cuatro semanas de estado de alarma.

El asedio se prolongó durante dos años, cuatro meses y 19 días. Murieron entre los “muros” de Leningrado 642.000 civiles. Y 400.000 más lo hicieron en el trance de las evacuaciones, más allá de las bajas militares. Que son tan humanas como las otras. Y que engrosaron medio millón de muertos en el ejército nazi y el doble en las listas del ejército rojo.



'Leningrado' (Galaxia Gutenberg).


'Leningrado' (Galaxia Gutenberg).



Prolifera la literatura y el ensayo respecto al confinamiento más atroz que ha conocido la Humanidad, aunque una manera fascinante de conocerlo proviene de las páginas de 'Leningrado, asedio y sinfonía' (Galaxia Gutenberg). Lo escribió el historiador y periodista Brian Moynahan en 2014, no ya reconstruyendo el cerco siniestro que programó Hitler en el frente ruso, sino documentando la atrocidad preventiva que Stalin impuso a la gran ciudad de la cultura. Quiere decirse que hubo un asedio soviético a Leningrado antes del asedio nazi, una purga descomunal que descabezó las voces opositoras y que introdujo entre los ciudadanos el mecanismo de la delación como argumento de supervivencia.

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Leningrado había sido martirizada por Stalin antes de convertirla Hitler en el escarmiento de una ciudad sitiada. Y Stalin aprovechó la brutal ofensiva nazi para hacer uso propagandístico del martirio, encubrir sus crímenes, exponerse como un redentor del mundo libre con la sangre derramada por sus compatriotas.

La Séptima
Era el contexto en que Shostakovich compuso la sinfonía del heroísmo, la 'Séptima'. Lo hizo condicionado por los requisitos de la demagogia staliniana, sometido a un lenguaje musical que debía aglutinar la abnegación del pueblo, el espíritu de sacrificio, la resistencia al conquistador y la victoria. Nada que ver con la pornofonía que el Pravda atribuyó a Lady Macbeth en 1934 ni con el "formalismo" que los censores restregaron al propio compositor para neutralizar el estreno de la 'Cuarta sinfonía'.

Shostakovich fue evacuado de Leningrado para componer el acto de responsabilidad patriótica. Lo terminó y lo estrenó en Kuibyshev, la capital de Samara, pero la gran repercusión propagandística sobrevino con la versión de emergencia nacional propuesta a orillas del Neva el 9 de agosto de 1942.
Con la artillería nazi a 11 kilómetros del concierto, hubo que improvisar una orquesta de supervivientes, voluntarios
Porque la artillería nazi estaba a 11 kilómetros del concierto. Porque hubo que improvisar una orquesta de supervivientes, voluntarios y hasta de aficionados en el cráter de la hambruna y de las fosas comunes. Porque los chaqués de gala concedían a los cadáveres andantes un aspecto estremecedor. Y porque el maestro Eliasberg temía desde el podio que sus músicos fallecieran en el trance de la interpretación misma.

Stalin movilizó la radio para que la sinfonía de Shostakovich se escuchara en toda la Unión Soviética como una respuesta sublime al asedio nazi. Y el compositor ruso apareció incluso en la portada de Time, consciente de que la Séptima sinfonía se había convertido en un símbolo precursor de la victoria. Y no sólo en la Unión Soviética. La partitura se microfilmó y se trasladó hasta Nueva York clandestinamente pasando por Teherán, El Cairo y Casablanca, de forma que Toscanini pudo estrenarla en julio de 1942 con todos los síntomas de un himno de esperanza a la resistencia.



Shostakovich durante el Sitio de Leningrado.


Shostakovich durante el Sitio de Leningrado.



Es la crónica entusiasta, triunfal, de la 'Séptima sinfonía'. La crónica oscura, reflejada con escrúpulo en el libro de Moynahan, se atiene a la aberración que supuso la dictadura stalinista antes de la guerra, durante la guerra y después de la guerra, adjudicando a Shostakovich un papel doloroso, especulativo, oportunista, desgarrado, brutal, triunfal, sumiso, resignado y cuantos adjetivos puedan utilizarse para definir su papel de superviviente.

Murió Dimitri Shostakovich a los 68 años. Un hito de longevidad no en términos convencionales, pero sí considerando el peligro que conllevaba haber adquirido una posición relevante en tiempos de Stalin. Que fue el carcelero del compositor ruso, aunque no hasta el extremo de fusilarlo ni de mandarlo al exilio, como sucedió con tantos artistas y mártires.

Le convino utilizarlo tanto como a Shotakovich le convino dejarse utilizar. Estaba en juego su vida y su obra, como la estuvo en los casos de tantos amigos ejecutados por el régimen del terror que Stalin impuso en Leningrado en respuesta al delirio de las conspiraciones y como facultad absoluta de la endogamia.

 
La ciudad que soñó una mujer
La mecenas Teresa Enríquez levantó a partir de 1503 la primera villa protorrenacentista de España, que el municipio toledano de Torrijos está recuperando de su abandono


VICENTE G. OLAYA
Torrijos - 06 ABR 2020


Retratos de la mecenas Teresa Enríquez (1450-1529).


Retratos de la mecenas Teresa Enríquez (1450-1529).



La muerte de su marido en 1503 la abocaba a ser recluida de por vida en un convento. Sus hijos esperaban el momento de recibir la enorme herencia que les correspondía. Pero Teresa Enríquez (1450-1529) -mecenas, coleccionista, impulsora de la medicina, culta, profundamente creyente, amiga de la reina Isabel, prima de Fernando el Católico- dijo no. Pleiteó contra sus vástagos y ganó. “Sufro el mal de madre”, se quejó su hijo Diego. La gran fortuna que poseía la dedicaría, a partir de entonces, a convertir en realidad su gran sueño: construir la primera villa protorrenacentista del reino, la Ciudad de Dios. La levantó sobre unas 25 hectáreas del actual casco urbano de Torrijos (hospitales, conventos, iglesias, palacios…). Todo siguiendo las técnicas arquitectónicas y sanitarias más modernas del momento. Hasta erigió el primer hospital higienista de España. Ahora, la consultora arqueológica Audema, la Escuela de Arquitectura de Toledo, el Ayuntamiento de Torrijos, la Diputación de Toledo y el Gobierno de Castilla-La Mancha han comenzado la recuperación de la figura de esta mujer y de uno de sus grandes edificios, el hospital de la Santísima Trinidad. Acogía a caminantes, prost*tutas o huérfanos, estos últimos la gran debilidad de Enríquez. Será visitable en unas semanas.

Enríquez era una mujer que rompía los cánones femeninos de la época –fue enfermera durante la conquista de Granada- y que unió su fortuna –era hija del Almirante de Castilla- a la de su esposo, Gutierre de Cárdenas, contador de los Reyes Católicos y alcalde de Toledo. Era, además, amiga personal de Beatriz Galindo, maestra de Isabel I, y de Beatriz de Bobadilla, consejera de la reina.

Torrijos comenzó siendo en la Edad Media residencia de los reyes castellanos. Contaba con un pequeño alcázar-palacio erigido por Alfonso XI para conmemorar la victoria del Salado frente a los nazaríes. Estaba amurallado y a él se accedía por cuatro puertas. Pero con el tiempo pasó a manos del poderoso y cercano Cabildo de Toledo. En 1482 Gutierre de Cárdenas lo adquirió. En ese momento, la localidad no pasaba de ser un municipio de poco más de 500 habitantes en torno al alcázar, unos 200 de ellos encerrados en la judería. Sin embargo, a la muerte de su esposo, Enríquez vio la oportunidad de conferir al municipio un aspecto monumental.

La villa ducal que anhelaba la compondrían un palacio, dos hospitales, dos conventos, una colegiata… Tardó en levantarlos menos de 20 años. Para evitar su decadencia, los dotó de un sistema de financiación propio, lo que permitió que estos sobrevivieran casi inalterados hasta la Desamortización de Mendizábal de 1836. Las edificaciones se mantuvieron más o menos en buen estado hasta que a principios del siglo XX comenzaron a ser desmontadas. A partir de 1901, las principales joyas arquitectónicas de su sueño pusieron rumbo a museos y propiedades privadas de todo el mundo: el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, el Victoria & Albert Museum de Londres, en el Museo de Honor de la Legión de San Francisco (EE UU) o el castillo de Villandry, en Francia, entre otros.


mapa-tableta.jpg

La Ciudad de Dios en Torrijos
Monumentos que se conservan
Monumentos desaparecidos
Hospital de la
Concepción
(trasladado a las
afueras posteriormente)
Puerta
de Maqueda
Puerta
de Toledo
Muralla
Puerta
de Toledo
C. Molinos
Hospital de la
Santísima Trinidad
Colegiata
del Santísimo
Sacramento
Capilla del
Santísimo Cristo
de la Sangre
Av. Estación
Portillo
de las Vistillas
C. Molinos
Convento
de la Purísima
Concepción
(actual
Ayuntamiento)
Palacio
de Altamira
Portillo
de la Rua
Pl. de
España
C. Carretera de Albarreal
C. La Salve
Monasterio
de Santa María
de Jesús
100m
Fuente: Jorge Morín y elaboración propia.
RODRIGO SILVA / EL PAÍS


"Era famosa por dar ella misma de comer a los pobres que se iban acercando a su villa en los dos hospitales de Torrijos [Consolación y la Santísima Trinidad, del que solo se conserva el último] y que fueron levantados siguiendo criterios racionales modernos, que rompían con la tradición medieval”, explica Jorge Morín, director de Audema. “El de la Santisima Trinidad es, de hecho, el primer hospital higienista que se construye en España durante el reinado de los Reyes Católicos. Fue diseñado con una arquitectura que hacía pedazos los oscuros trazados medievales. Todo era luz y áreas de ventilación”, añade el arqueólogo.

Toda la obra de este hospital, salvo las crujías sur y oeste que son bajomedievales, gira en torno a un claustro renacentista. Al norte, al oeste y al sur, se extienden tres amplias estancias para atender a los enfermos, que estaban segregados por sexos. Un cirujano, un mayordomo y seis oficiales cuidaban diariamente de ellos.



iglesia-tableta.jpg



Hospital de la Santísima Trinidad y capilla del Cristo de la Sangre



Durante el siglo XVI y posteriores la iglesia era la capilla del hospital, por lo que ambas edificaciones se correlacionan, compartiendo paramentos y distribución interna de espacios.
En el lado sur, se conservan
restos de una sinagoga.

IGLESIA
Patio
HOSPITAL
Claustro de planta
trapezoidal.
La nave norte
se derrumbó.
Fuente: Jorge Morín,
Agustín J. Martín (Arqueodigital).
RODRIGO SILVA / EL PAÍS

El edificio hospitalario -que superó el terremoto de Lisboa de 1755 aunque lo deformó e inclinó sus columnas- mantuvo su función hasta la invasión francesa de 1808. A partir de 1942 fue usado por las Hermanas de la Caridad de Santa, que lo convirtieron en colegio. En 1976 se clausuró por ruina. El entonces arquitecto municipal, Rafael Lobato, ante el pésimo estado en que se encontraba, decidió reforzarlo con pilares de cemento y cinchas de hierro. Luego, echó el candado. Esta sorprendente acción permitió que el conjunto no se derrumbara y que haya llegado hasta la actualidad. Hace un par de semanas, los arquitectos lograron eliminar todos los refuerzos que colocó Lobato –tras introducir otros más modernos y acordes con la estética del hospital- y se mantiene sin problemas en pie.

José Ramón González de la Cal es uno de los arquitectos de la Escuela de Toledo que ha diseñado su recuperación. “Estaba a punto de hundirse. Hicimos un plan director para restaurarlo. El Ayuntamiento vendió unas parcelas y con ese dinero, en vez de invertirlo en tonterías, se pudo trabajar. Más de 4.000 personas ya han visitado las obras, porque el pueblo está muy implicado en su historia”, recuerda.

Para González de la Cal, el hospital “cuenta la historia de una corte femenina que propugna la monumentalidad”. “Enríquez”, añade, “es un personaje notable que emplea arquitectos que diseñan un edificio protorrenacentista en la que se mezclan elementos góticos con las nuevas corrientes que llegan de Italia, pero que nunca han visto personalmente, por lo que tocan de oído. Se inventan el estilo. Por eso, los órdenes constructivos no están claros en las obras de Enríquez. Simulan nervaduras góticas, pero no lo son en esencia”.

El Ayuntamiento de Torrijos, hace poco menos de dos años, logró una ayuda de la Unión Europea de unos 400.000 euros para recuperar el hospital. El concurso fue ganado por dos empresas locales (EPC y TMR), que formaron una UTE. En poco más de un año desmontaron las medianeras que se alzaron para convertir el edificio en un colegio, levantaron los suelos modernos, recuperaron las columnas del claustro, reconstruyeron el tejado, llevado a cabo labores de consolidación de la estructura… “Pero queda mucho por hacer”, señala Morín. “Son solo las obras de consolidación y excavación arqueológica”.

En los trabajos se han hallado yeserías originales, zócalos, azulejos, una bodega con tinajas y hasta una posible sinagoga, ya que el hospital fue construido sobre una antigua judería que habitaban unas 200 personas. Se ha encontrado, incluso, un solado con una estrella de David y se cree haber localizado el nicho de la Torá, el lugar donde los judíos colocaban su libro sagrado. Pero ahora esa parte del edificio está tapada por una escalera levantada en el siglo pasado. Y hasta un grafito de un trabajador que representa claramente la torre de la Colegiata. “Se aburriría y empleó el tiempo dibujando lo que veía desde la parte alta del hospital”, señala Morín.

Pero no fue este el único edificio monumental que levantó o amplió Enríquez. Sobre uno que su esposo había ordenado construir, erigió su residencia, el Palacio de Altamira. Se articulaba alrededor de un gran patio cuadrado y en las plantas superiores se ubicaban salones con artesonados que fueron desmontados por completo entre 1901 y 1904.


El edificio hospitalario -que superó el terremoto de Lisboa de 1755 aunque lo deformó e inclinó sus columnas- mantuvo su función hasta la invasión francesa de 1808. A partir de 1942 fue usado por las Hermanas de la Caridad de Santa, que lo convirtieron en colegio. En 1976 se clausuró por ruina. El entonces arquitecto municipal, Rafael Lobato, ante el pésimo estado en que se encontraba, decidió reforzarlo con pilares de cemento y cinchas de hierro. Luego, echó el candado. Esta sorprendente acción permitió que el conjunto no se derrumbara y que haya llegado hasta la actualidad. Hace un par de semanas, los arquitectos lograron eliminar todos los refuerzos que colocó Lobato –tras introducir otros más modernos y acordes con la estética del hospital- y se mantiene sin problemas en pie.

José Ramón González de la Cal es uno de los arquitectos de la Escuela de Toledo que ha diseñado su recuperación. “Estaba a punto de hundirse. Hicimos un plan director para restaurarlo. El Ayuntamiento vendió unas parcelas y con ese dinero, en vez de invertirlo en tonterías, se pudo trabajar. Más de 4.000 personas ya han visitado las obras, porque el pueblo está muy implicado en su historia”, recuerda.

Para González de la Cal, el hospital “cuenta la historia de una corte femenina que propugna la monumentalidad”. “Enríquez”, añade, “es un personaje notable que emplea arquitectos que diseñan un edificio protorrenacentista en la que se mezclan elementos góticos con las nuevas corrientes que llegan de Italia, pero que nunca han visto personalmente, por lo que tocan de oído. Se inventan el estilo. Por eso, los órdenes constructivos no están claros en las obras de Enríquez. Simulan nervaduras góticas, pero no lo son en esencia”.

El Ayuntamiento de Torrijos, hace poco menos de dos años, logró una ayuda de la Unión Europea de unos 400.000 euros para recuperar el hospital. El concurso fue ganado por dos empresas locales (EPC y TMR), que formaron una UTE. En poco más de un año desmontaron las medianeras que se alzaron para convertir el edificio en un colegio, levantaron los suelos modernos, recuperaron las columnas del claustro, reconstruyeron el tejado, llevado a cabo labores de consolidación de la estructura… “Pero queda mucho por hacer”, señala Morín. “Son solo las obras de consolidación y excavación arqueológica”.

En los trabajos se han hallado yeserías originales, zócalos, azulejos, una bodega con tinajas y hasta una posible sinagoga, ya que el hospital fue construido sobre una antigua judería que habitaban unas 200 personas. Se ha encontrado, incluso, un solado con una estrella de David y se cree haber localizado el nicho de la Torá, el lugar donde los judíos colocaban su libro sagrado. Pero ahora esa parte del edificio está tapada por una escalera levantada en el siglo pasado. Y hasta un grafito de un trabajador que representa claramente la torre de la Colegiata. “Se aburriría y empleó el tiempo dibujando lo que veía desde la parte alta del hospital”, señala Morín.

Pero no fue este el único edificio monumental que levantó o amplió Enríquez. Sobre uno que su esposo había ordenado construir, erigió su residencia, el Palacio de Altamira. Se articulaba alrededor de un gran patio cuadrado y en las plantas superiores se ubicaban salones con artesonados que fueron desmontados por completo entre 1901 y 1904.


Arriba, el ala norte del hospital de la Santísima Trinidad donde se atendía a los enfermos separados por sexos. Tenía dos pisos, pero se ha perdido el superior. En la restauración se ha recuperado solo un trozo de aquel para que los visitantes se puedan hacer una idea de las proporciones de la sala. Abajo a la izquierda, portada de la colegiata del Santísimo Sacramento. Está atribuida a Antón y Enrique de Egas. A su derecha, desde arriba, el patio renacentista del hospital de la Santísima Trinidad; un cantero restaura uno de las columnas del patio y el fresco de la Última Cena que decoraba el refectorio del convento franciscano de la Purísima Concepción, actualmente el Ayuntamiento de Torrijos.



Arriba, el ala norte del hospital de la Santísima Trinidad donde se atendía a los enfermos separados por sexos. Tenía dos pisos, pero se ha perdido el superior. En la restauración se ha recuperado solo un trozo de aquel para que los visitantes se puedan hacer una idea de las proporciones de la sala. Abajo a la izquierda, portada de la colegiata del Santísimo Sacramento. Está atribuida a Antón y Enrique de Egas. A su derecha, desde arriba, el patio renacentista del hospital de la Santísima Trinidad; un cantero restaura uno de las columnas del patio y el fresco de la Última Cena que decoraba el refectorio del convento franciscano de la Purísima Concepción, actualmente el Ayuntamiento de Torrijos. RICARDO GUTIÉRREZ SANTONJA / R. G


Fernando de Miguel, concejal de Cultura de Torrijos, explica que “el palacio se mantuvo hasta principios del XX, pero los herederos lo trocearon en cuatro partes y las vendieron al mejor postor. La portada, por ejemplo, está en la iglesia-capilla del castillo de Alamín en Santa Cruz de Retamar (Toledo)”.

Pero la gran obra arquitectónica de Enríquez en Torrijos fue la impresionante colegiata en honor al Santísimo Sacramento (1518). La dotó de una renta perpetua, lo que la convirtió en una de las más ricas de España. El templo, levantado junto al palacio, contaba con un pasadizo que desembocaba en el presbiterio, pero también fue demolido a principios del XX.

Las portadas de esta edificación se atribuyen a Antón y Enrique de Egas, con la posible colaboración de Alonso de Covarrubias. De estilo gótico flamígero, su gran fachada entremezcla instrumentos musicales, notas, partituras y spolias andalusíes; es decir esculturas, relieves o frisos procedentes de otros edificios. Enríquez era una gran aficionada a coleccionar obras nazaríes. En la nave principal del templo se localiza el sepulcro renacentista de la mecenas y su esposo.

Enríquez ordenó también construir el convento de franciscano de la Purísima Concepción sobre un antiguo alcázar medieval de época de Alfonso XI. Pero durante la Guerra de la Independencia los franceses le prendieron fuego y se perdió gran parte de su volumen original, ahora ocupado por una plaza. En 1970, lo que quedaba del cenobio fue abandonado también dada su situación ruinosa. Las obras arquitectónicas de esta mujer ya no soportaban más el paso del tiempo. El Ayuntamiento, no obstante, consiguió recuperarlo parcialmente y ahora es sede del Consistorio. En su interior se conservan la Sala del Refectorio -donde se guarda un fresco que representa a Enríquez- la Sala Capitular y la antigua iglesia.

El Ayuntamiento ha editado ahora un folleto explicativo de lo que se ha venido haciendo en los últimos años. En su primera página se puede leer: “En una época de apertura y cambios, la determinación de una mujer dio forma a un Torrijos como villa moderna. El sueño de una mujer”.



EMPAREDADA Y DE PIE
Cuerpo de Teresa Enríquez, conservado en el monasterio de las Monjas Concepcionistas de Torrijos (Toledo).


El Ayuntamiento, en 2018, comenzó un proyecto de recuperación de la memoria de la mecenas. “Nos propusimos rescatar su figura, muy unida tradicionalmente al mundo religioso [está en proceso de beatificación] pero ella era mucho más. Una mujer excepcional que creaba escuelas para músicos o médicos, algunos de cuales terminaron ejerciendo en América”, señala el concejal Fernando de Miguel. En los últimos años de vida. Enríquez adoptó una vida monacal y pidió ser emparedada en el Monasterio de Santa María de Jesús (también derribado por las tropas napoleónicas). Enríquez falleció el 4 de marzo de 1529, pero antes había dejado escrito. “Suplico con humildad que después de mi fallecimiento y funerales, como dejo ordenado en mi testamento, saquen mi cuerpo de la bóveda adonde estuviere, y con toso secreto se ponga [mi cuerpo] en nicho de pared cerrado: de modo que no se ponga señal alguna por donde está”.

El 7 de enero de 1688, un religioso descubrió el ataúd. Estaba de pie, como había ordenado, sin tapa, empotrado en la pared y mostraba el cuerpo incorrupto de la mujer. Finalmente, el cuerpo fue trasladado al convento de las Hermanas Concepcionistas, donde ahora está el Ayuntamiento. Como en 1974, este cenobio también tuvo que ser cerrado por su mal estado, el cuerpo se trasladó a un convento moderno a las afueras. “Su cuerpo incorrupto, que se puede contemplar, es un perfecto reflejo de lo que fue. Fue criticada porque la enterraron con un traje de terciopelo rojo, una tela carísima en la época y que rompía su imagen de mujer alejada de las riquezas. Lo que se descubrió después es que bajo ese traje que mostraba su coquetería ocultaba los hábitos de una humilde monja. Una mujer excepcional”, concluye Morín.

 
Cuarentenas, guerras y pobreza: la heroica entrega de los médicos en los infectos hospitales medievales
Desde que apareció el coronavirus, nuestra mirada se centra en el enorme sacrificio que realiza el personal sanitario por curas a los infectados, pero, ¿alguna vez nos hemos parado a pensar cómo era esta labor en el pasado y con qué medios e instalaciones contaban?


Detalle de un cuadro de Adam Elsheimer, pintado en 1598, en el que se muestran los cuidados en un hospital medieval de la Edad media


Detalle de un cuadro de Adam Elsheimer, pintado en 1598, en el que se muestran los cuidados en un hospital medieval de la Edad media



Israel VianaMADRID Actualizado:03/04/2020

El coronavirus ha superado ya en España los 100.000 contagiados y 10.000 muertos. El mundo se acerca al millón de positivos y los 48.000 fallecidos. Desde que comenzó la pandemia a principios de año, nuestra mirada se ha posado, como nunca antes, en el funcionamiento de los hospitales y el enorme sacrificio que realiza el personal sanitario por ayudar a nuestros enfermos. Todos los días aplaudimos a las 20.00, pero, ¿alguna vez nos hemos preguntado cómo era esta labor hace siglos? ¿Con qué medios e instalaciones contaban los médicos y enfermeros para curar a las víctimas de las devastadoras pandemias y de las guerras durante la Edad Media?

«Pocos pondrían en duda, hoy en día, que el mejor sitio donde estar si uno está gravemente enfermo es el hospital. El hospital se considera la institución más importante en atención médica, tanto para pobres como para ricos. Y, a menudo, se asume que eso siempre fue así. Sin embargo, hasta hace poco, la mayoría de la gente, sobre todo si estaba enferma, habría luchado por no ingresar en un hospital, que se asociaba con la pobreza y con la muerte», apuntaba Lindsay Granshaw en su libro «The Hospital in History» (Routledge, 1989), para preguntarse después: «¿Cómo eran los hospitales en la historia?».

Muchos autores han defendido la imagen del hospital medieval como un espacio implantado para realizar pública y gratuitamente una labor de caridad, para aliviar el sufrimiento y disminuir la pobreza. Y los hubo ciertamente modélicos, como el Hôtel Dieu de París, uno de los mejores de la Edad Media y del que aún hoy existe abundante material histórico. En el siglo XIII ya contaba con cuatro salas principales para pacientes en diversos estadios de enfermedad, otra para convalecientes y hasta una para maternidad. Tan especial era el cuidado del personal sanitario que los pacientes recuperados solían permanecer voluntariamente varios días más para trabajar en la granja o en la huerta en agradecimiento de los servicios prestados.


Enfermos amontonados
Sin embargo, no podemos llevarnos a engaño. La gran mayoría de los hospitales de la Edad Media no fueron tan eficientemente gestionados como el Hôtel Dieu de París. Este, de hecho, era una excepción. Según está documentado, era común que se amontonaran varios pacientes en una sola cama, sin importar que tipo de enfermedad sufrieran o si eran altamente contagiosos. Un enfermo leve podía ser ubicado en la misma cama que uno sin posibilidades de sobrevivir. No era raro que despertaran con un cadáver a su lado, ya que la segregación de los casos más serios no era una práctica común. Había muy pocas camas para tanta demanda.

En el Hôtel Dieu, de hecho, cada cama era ocupada generalmente por dos pacientes, según aparece representado en las ilustraciones de diversos artistas de la época. Y las camas, a su vez, eran separadas por telas que nunca se lavaban y que, por lo tanto, facilitaban la expansión de las infecciones y entorpecían la ventilación. Por lo menos, en este hospital parisino las habitaciones eran calentadas con enormes fogones y estufas de carbón vegetal y las prendas de los enfermos eran guardadas en un cuarto cerrado para lavarlas y arreglarlas antes de ser devueltas. La organización de este centro se puede decir que era similar a la de los hospitales modernos, con un jefe en cada departamento.

A lo largo de la Alta Edad Media se fueron poniendo en funcionamiento las farmacias, la primera de las cuales se abrió en Bagdad, en el 754; se inventaron las gafas, que a finales del siglo XIII ya eran bien conocidas en Italia; se empezó a practicar la disección, mostrada en público por el médico Mondino de Luzzi en 1315; se enseñó la medicina en las universidades, principalmente en Europa; se comenzó a practicar la oftalmología, definida en el siglo XI por un médico árabe; se descubrió un método antiséptico para limpiar las heridas, obra del cirujano del siglo XIII Teodorico Borgognoni, y se generalizaron las cuarentenas a raíz de la llegada de la peste negra.


Las Cruzadas
En todo este periodo, la religión tuvo, por supuesto, una influencia dominante en el establecimiento de hospitales. De hecho, se puede decir que eran instituciones más eclesiásticas que médicas, en las que se ingresaba y aislaba a los enfermos para brindarles alivio, con pequeños intentos de curarlos. El amor y la fe fueron aspectos más importantes que las habilidades y destrezas científicas de los sacerdotes, asistentes y médicos, que igualmente se exponían y desvivían por sus pacientes en las condiciones más precarias. En ocasiones, hasta costándoles la vida, al estar expuestos sin ninguna protección a los enfermos contagiados por la peste y otras epidemias.

Uno de los primero momentos de impulso fue el siglo IX, puesto que una gran cantidad de órdenes religiosas crearon hospicios y enfermerías junto a los monasterios, en los que proveían de comida y refugio a los agotados peregrinos que llegaban enfermos. Uno de estos, el famoso hospicio alpino de San Bernardo, fundado en 962 en Los Alpes, todavía da socorro a los agotados y envía a sus perros para rescatar a los alpinistas perdidos.

Los hospitales aumentaron rápidamente durante las Cruzadas, a partir de 1096. Y no tanto por la guerra, sino por la peste y las enfermedades contagiosas, más letales para los cruzados que las espadas de los Sarracenos. Surgieron un montón a lo largo de todos los caminos que iban a Jerusalén. Un grupo de cruzados organizó, por ejemplo, los Hospitalarios de la Orden de San Juan, que en 1099 estableció en Tierra Santa un hospital capaz de dar atención a 2.000 pacientes. Eran los mismos caballeros quienes, desinteresadamente, se responsabilizaban del cuidado de los enfermos.


«Que los enfermos no sean descuidados»
Hasta el siglo XII, en lo que el gran historiador de la medicina Mirko Grmek llamó la primera etapa de la configuración de los hospitales, sus médicos y enfermeros se sacrificaban siguiendo la «Regula Benedicti», dictada por San Benito de Nursia tiempo atrás: «Debemos ocuparnos con preeminencia de los enfermos; debemos servirles como si se tratara de Jesucristo [...], puesto que Él ha dijo: “Estuve enfermo y vosotros me cuidasteis”. Y también: “Lo que hayáis hecho a uno de estos pobres, me lo habréis hecho a mí. Por consiguiente, ha de ser obligación personal y moral del abad el que los enfermos no sean descuidados en ningún caso, sea cual sea su estado y condición”».

A partir de ese momento y hasta principios del XIII, se produjo un importante crecimiento de hospitales en varios países de Europa. El principal impulso fue el del Papa Inocencio III, que sentó un ejemplo con un hospital modelo en Roma: el Hospital del Santo Espíritu. Fue construído 1204 y sobrevivió hasta nada menos que 1922, cuando fue destruido por el fuego. Muchos visitantes de todas partes del mundo vinieron a verlo nada más abrirse e inspiró la apertura de otros nuevos en la capital italiana (nueve en poco tiempo) y en países como Alemania (155) durante los primeros años de la Baja Edad Media. Para socorrerlos, el Vaticano incluso ayudó a obtener recursos mediante un impuesto especial sobre cualquier transacción comercial que se realizara en la ciudad.

Algunos autores han defendido que la infraestructura de hospitales en Oriente era superior a la de Europa occidental. Destacaba el hospital del Pantokrátor, fundado por el emperador bizantino Basilio Juan II, en 1136, a orillas del Bósforo. Contaba con 50 camas repartidas en cinco departamentos: 10 para enfermedades quirúrgicas, ocho para enfermos agudos, 10 para enfermos masculinos, otras tantas para mujeres y, finalmente, 12 para enfermedades ginecológicas y partos. Y cada uno contaba con dos médicos, cinco cirujanos y dos enfermeros o sirvientes, todos bajo las órdenes de dos médicos jefes, sin olvidar el departamento ambulatorio, la farmacia, el baño propio, el molino y la panadería. Un lujo de instalaciones que eran, obviamente, otra excepción, a la que es probable que no tuvieran acceso los más pobres, pero cuyo modelo se extendió a muchos lugares de Europa occidental, incluída El Escorial.


La lucha contra la lepra
Unas cuantas ciudades, especialmente de Inglaterra, construyeron instituciones municipales e independientes de los grupos religiosos. «Como todos los hospitales del período, los edificios eran costosos, a menudo decorados con tapicerías coloridas y ventanas con vidrieras, que contaban con grandes y ventiladas salas llenas de camas alineadas. Estuvieron generalmente a cargo de un maestro o guardián», explicaba Antonio Luis Turnes en su artículo «Origen, evolución y futuro del hospital». Este doctor explica, además, que las paredes eran de ladrillo rojo o de piedra, que las ventanas daban casi ninguna luz, que apenas tenía ventilación y que se calentaban poco.

Cuando la lepra empezó a extenderse en los siglos XII y XIII, aparecieron los lazaretos, que facilitaron la tarea a los colapsados hospitales. Eran, por lo general, estructuras toscas, usualmente construidas en las afueras de las ciudades y mantenidas simplemente para alejar a los leprosos en vez de curarlos. Aún así, allí estban cuidándolos los miembros de la Orden de San Lázaro, cuya entrega y sacrificio era sorprendente, a pesar de la poca ayuda que recibían de las autoridades y gobernadores.

En Inglaterra y Escocia llegaron a existir 220 y en Francia, alrededor de 2.000. En Alemania fueron incluso más numerosos y se les considera responsables de establecer un protocolo de control e higiene que evitó la expansión de otras epidemias. Se dice, incluso, que fueron ellos quienes comenzaron a erradicar la lepra. Una labor a la que ayudaron, con verdadera entrega y pasión, los miembros de otras órdenes laicas y religiosas, que consagraron sus vidas al cuidado de estos enfermos. En Londres, por ejemplo, destacaron hospitales como el de Santa María de Bethlehem, el primero en ser utilizado exclusivamente para enfermos mentales; el de Santo Tomás y el de San Bartolomé. Este último no solo cuidó a los enfermos más pobres, sino que trascendió la labor de simple depósito de almas que tenían otros y se organizó con un administrador jefe.


 
¿Por qué los médicos se negaron a lavarse las manos hasta casi el siglo XX?
Con la llegada del coronavirus, se ha convertido en un ritual que cumplimos muchas veces al día, una cuestión de sentido común, pero hasta hace no mucho esta práctica era despreciada hasta por la medicina de Europa, Estados Unidos y el resto del mundo



Ignaz Semmelweis
Florence Nightingale


Florence Nightingale - ABC
Ignaz Semmelweis - ABC




En la actualidad nos parece obvio, una cuestión de sentido común. Y con la llegada del coronavirus, mucho más, hasta el punto de que se ha convertido en un ritual que cumplimos unas veinte veces al día en casa. Los medios últimamente a todas horas: «Lavarse las manos es más efectivo que restringir viajes para frenar la epidemia», «La técnica para lavarse las manos correctamente y evitar que se resequen», «Coronavirus: 30 segundos que te salvan la vida» o «Google recuerda cómo hay que lavarse las manos en medio de la crisis del coronavirus».

No fue hasta la segunda mitad del siglo XIX, sin embargo, cuando los médicos de Estados Unidos y Europa empezaron a lavarse las manos y desinfectárselas cuidadosamente antes de examinar a sus pacientes o meterse en el quirófano. Y en esa época eran todavía una excepción. Tuvimos que esperar hasta unos años antes de que llegara el siglo XX para que esta rutina –una de las mejores formas de prevenir la propagación de todo tipo de infecciones y virus– se convirtiera en una obligación para todos los miembros del personal sanitario.

Uno de los primeros defensores de la necesidad de lavarse las manos fue Ignaz Semmelweis, un médico húngaro nacido en 1818 en Buda (actual Budapest), que, al finalizar sus estudios, se especializó en maternidad y acabó ejerciendo en el Hospital General de Viena entre 1844 y 1848. En aquellos momentos era uno de los centros más grandes del mundo en lo que a la enseñanza se refiere, con un departamento tan grande dedicado a su especialidad que estaba dividido en dos salas: una para los médicos y sus estudiantes y otra para las comadronas y sus alumnas.


La «fiebre infantil»
Su estancia en la capital austriaca coincidió con la aparición de una infección misteriosa y poco conocida a la que llamaron «fiebre infantil». Una enfermedad que comenzó a elevar considerablemente las muertes de las madres primerizas en las salas de maternidad de toda Europa. En ese momento, todos los médicos del mundo, incluido Semmelweis, no tenían por costumbre lavarse las manos en las intervenciones, pues lo consideraban un protocolo irrelevante y sin consecuencias para los enfermos.


Según un artículo de Irvine Loudonpublicado en «Journal of the Royal Society of Medicine», en 2013, la tasa de mortalidad materna en aquella sala de matronas fue, entre 1840 y 1846, de 36,2 por cada 1000 nacimientos, mientras que en la sala de los médicos alcanzaba los 98,4. Semmelweis se percató de ello y empezó a buscar diferencias entre ambas salas, para averiguar porque esta infección estreptocócica afectaba más a las pacientes de una planta que a las de la otra.

Una de las primeras diferencias que observó fue que un sacerdote acudía regularmente a la sala de los médicos para tocar una campana como último sacramento para las mujeres moribundas, recuerda Dana Tulodziecki en su artículo «Destrozando el mito de Semmelweis»(2013) publicado en la revista «Philosophy of Science». Esta profesora de filosofía de la Universidad de Purdue, en Indiana, cuenta que Semmelweis se preguntó si las mujeres morían «por el terror psicológico que les producía escuchar aquella campana, incluso si no se estaban muriendo realmente, puesto que les recordarles todo el rato que ellas podían ser las siguientes». Entonces, el médico mandó al sacerdote a la otra sala para cumplir con su misión, pero no variaron las tasas, evidentemente.

Las autopsias
A Semmelweis se le encendió la bombilla en 1847, cuando murió uno de sus colegas del Hospital de Viena, Jakob Kolletschka, después de que este se cortara un dedo con el bisturí de un estudiante con el que estaba realizando una autopsia. Falleció varios días después de una agonía durante la cual mostró los mismos síntomas que las víctimas de la «fiebre infantil». Entonces se preguntó si la sala de los médicos podría estar viéndose afectada por una infección similar a la que había acabado con la vida de su compañero.

A continuación comprobó que, a diferencia de las comadronas, los médicos a veces examinaban a sus pacientes después de realizar las autopsias sin lavarse las manos o haciéndolo de una manera muy superficial, sin el producto adecuado. «Aunque por esa época no se había descubierto todavía el papel de los microorganismos en este tipo de infecciones, Semmelweis comprendió que la “materia cadavérica” que el bisturí del estudiante había introducido en la corriente sanguínea de Kolletschka había sido la causa del fatal desenlace. Y las semejanzas entre el curso de la dolencia de Kolletschka y de las mujeres de su clínica le llevó a la conclusión de que sus pacientes habían muerto por un envenenamiento de la sangre del mismo tipo: él, sus colegas y los estudiantes de medicina habían sido los portadores de la materia infecciosa, porque él y su equipo solían llegar a las salas inmediatamente después de realizar disecciones en la sala de autopsias y, a menudo, conservaban un característico olor a suciedad», defiende Elías Mejía en su trabajo «Metodología de la investigación científica»(Universidad de San Marcos, 2005).

Semmelweis puso a prueba su teoría bajo la creencia de que se podía prevenir la fiebre destruyendo químicamente el material infeccioso adherido a las manos. Ordenó entonces a todos los estudiantes que se las lavaran con una solución de cal clorurada antes de reconocer a ninguna enferma. Justo en ese instante, la mortalidad comenzó a decrecer y, en 1848, descendió hasta el 1,27% en la primera sala y el 1,33% de la segunda. Eso, además, demostraba que la mortalidad en el departamento de las comadronas fuese más baja, puesto que estas no diseccionaba cadáveres.

Lavado rutinario
Para ampliar su hipótesis, Semmelweis y sus colaboradores examinaron a una parturienta aquejada de cáncer cervical ulcerado después de haberse desinfectado cuidadosamente las manos. Y después procedieron a examinar a otras 12 mujeres más de la misma sala sin desinfectárselas de nuevo. Resultado: 11 de ellas murieron de «fiebre infantil». El médico húngaro llegó a la conclusión de que esta enfermedad podía ser producida no sólo por la «materia cadavérica», sino también por la «materia pútrida procedente de organismos vivos».

Cuando dio a conocer los resultados de sus investigaciones en la década de los 60 del siglo XIX, la mayoría de hospitales se negaron a adoptar sus políticas del lavado de las manos y su correcta desinfección. Y la polémica que generó no fue pequeña. Según Tulodziecki, la historia es mucho más compleja. «Los médicos no estaban muy contentos con el hecho de que Semmelweis les señalara como responsables de matar a todas estas mujeres. Y cuando finalmente publicó “La etiología, el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal”, en 1860, lo cierto es que no estaba muy bien escrita y parecía divagar sobre diversos aspectos[...]. En general, podría haber mejorado sus argumentos», escribe en su artículo.

Por ejemplo, el que decía que la «fiebre infantil» era causada también por los cuerpos en descomposición de los animales, lo que no tenía ningún sentido. Esta infección había surgido muchos años antes en los hogares, donde las mujeres solían parir, y reproducido en el Hospital de Viena, pero en ninguno de los dos lugares había, obviamente, materia cadavérica animal alguna ni carne en descomposición. Semmelweis, además, era una persona muy terca, muy dogmática, e insistió con vehemencia en que la única forma de reducir la fiebre infantil era asegurarse de que los médicos se lavaran las manos después de las autopsias. Algo en lo no todos sus colegas estaban de acuerdo.


Florence Nightingale
En cualquier caso, Semmelweis no estuvo solo en la batalla. A mediados del siglo XIX hubo otro sanitarios que se dieron cuenta de que la higiene de los profesionales podría tener algún efecto en sus pacientes. En 1843, el médico estadounidense Oliver Wendell Holmes publicó un artículo argumentando que los doctores podían transmitir la «fiebre infantil» a sus enfermos si los trataban con las manos sucias. Y la enfermera británica Florence Nightingale, considerada la fundadora de la enfermería moderna, escribió en su libro «Notas sobre enfermería: qué es y qué no es» (1859) que «toda enfermera debe tener cuidado de lavarse las manos con frecuencia durante el día».

A pesar del esfuerzo casi solitario de estos sanitarios, la importancia de lavarse las manos no fue del todo comprendida por los médicos y enfermeras hasta que Louis Pasteur dio a conocer su «Teoría germinal de las enfermedades infecciosas». Es decir, la que reveló que ciertas enfermedades e infecciones son causadas por microorganismos tan pequeños que ni siquiera puden verse a simple vista. Él mismo sugirió en 1871 a los médicos de los hospitales militares que hirvieran el instrumental quirúrgico y los vendajes antes de usarlos. En la mayoría, estas precauciones higiénicas seguían sin cumplirse.

Uno de los cirujanos que siguió sus recomendaciones fue el británico Joseph Lister, muerto en 1912, quien desarrolló las ideas de Pasteur y hoy es considerado el padre de la antisepsia moderna. Realizó cambios radicales en las operaciones, obligando a los médicos a lavarse las manos y utilizar guantes e instrumental quirúrgico esterilizado, así como a limpiar las heridas con disoluciones de ácido carbólico para matar a los microorganismos. Antes, pasar por el quirófano era casi una sentencia de gangrena y muerte.

Hoy en día, los profesionales sanitarios consideran que lavarse las manos es una práctica higiénica crítica, tanto para ellos como para sus pacientes. En los hospitales incluso se proporcionan pautas sobre cómo hacerlo adecuadamente. Hay incluso un Día Internacional del Lavado de Manos (15 de octubre) establecido por la ONU, quien advierte de que se pueden contagiar más de 200 enfermedades a través de las manos. Además de las infecciones respiratorias y la diarrea, otras enfermedades de transmisión feco-oral, como el cólera, las hepatitis, la disentería o la giardiasis; y las infecciones virales, como las eruptivas, la conjuntivitis y las infecciones de boca y garganta, entre otras muchas.

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REPLICAR EN SEMANA SANTA
El menú de la última cena, desvelado por la ciencia
Hace más de 23.000 meses, según la tradición cristiana, Cristo compartió con sus discípulos la que sería su última comida. Hemos crecido acostumbrados a la representación de Da Vinci, pero poco tiene que ver con la auténtica realidad



Foto: La representación del artista italiano.



Por
Álvaro Hermida
09/04/2020



Al margen de los diferentes cambios en el calendario que han tenido lugar en los dos últimos milenios, hace aproximadamente 23.844 meses tuvo lugar (al menos, según dicta la tradición cristiana) una de las reuniones para comer más importantes de la historia de la humanidad. Este evento hace referencia a la creación del sacramento de la eucaristía, en el que Jesús de Nazaret dio a sus discípulos (los doce apóstoles) pan y vino, como representación de su carne y de su sangre, para que, al ingerirlos, entrasen en comunión con él.

Según el cristianismo, los días que siguieron a la última cena no fueron especialmente buenos para Jesucristo y, a pesar de lo que diga la tradición, es de suponer (y deseamos que así sea) que dicha última ingesta de alimentos fuera algo más que unos mendrugos de pan y vino. Por suerte para nosotros, dos científicos italianos se han propuesto llevar a cabo una investigación acerca de qué comieron exactamente o, como mínimo, cuáles eran los hábitos alimentarios a principios del siglo I. "La Biblia habla extensamente de lo que pasó durante la última cena, pero no detalla qué comieron Jesús y sus 12 acompañantes", explica Generoso Urciuoli, arqueólogo y uno de los autores del trabajo, junto a la arqueóloga y egiptóloga del Museo Egipcio de Turín, Marta Berogno.

"El evangelio de Juan explica que Judas mojó pan en el plato de Cristo dado que estaba sentado a su lado"
Su investigación, inevitablemente, se basa en algunas suposiciones para esclarecer los hechos. Por ejemplo, como explicar Urciuoli: "El punto de partida es asumir que Cristo era judío y que, por tanto, él y sus discípulos seguían las tradiciones impuestas por la Torá y las consiguientes prohibiciones a determinados alimentos". Por lo tanto, de momento, podemos suponer lo que no había en esa mesa: insectos, carne de cualquier animal que no mastique la comida y tenga una pezuña partida, cerdo, mariscos, pescado sin escamas ni aletas, anfibios, roedores y sangre.

Para averiguar qué es lo que sí comieron, es tentador recurrir a alguna de las representaciones pictóricas de este evento, como 'La última cena' de Leonardo Da Vinci, pero, como explica Urciuoli, "este mural deriva de siglos de códigos iconográficos. Tiene un gran significado simbólico pero no ayuda, para nada, en la reconstrucción histórica del evento".

Entonces... ¿qué comieron?
Los investigadores han llevado a cabo una recopilación enorme de datos históricos y obras de arte de la época, al igual que murales de esa época pintados en las catacumbas. De este modo, Generoso Urciuoli y Marta Berogno han conseguido llevar a cabo una reconstrucción de la comida y los hábitos alimentarios de Palestina hace 2.000 años.



Foto: Unsplash/@reallygoodjames


Foto: Unsplash/@reallygoodjames



Para empezar, basándose en varios frescos de la época y en restos arqueológicos, los expertos determinaron que la forma común de representar la última cena en el último milenio es incorrecta pues no se comía en mesas rectangulares y altas: "En ese momento, en Palestina, la comida se situaba en mesas bajas y los invitados comían en una posición reclinada, sentados en el suelo sobre cojines o alfombras", explican los investigadores. Y continúa Urciuoli: "Los platos, boles y jarras estaban hechos de piedra, así lo muestran los restos arqueológicos de la época. Los judíos que seguían las 'reglas de la pureza' utilizaban recipientes de piedras pues estos, se creía, eran incapaces de transmitir las impurezas".

Por otra parte, los investigadores aclaran que no tenía cada comensal su plato: "El evangelio de Juan explica que Judas (Iscariote, no Tadeo) mojó pan del plato de Cristo dado que estaba sentado a su lado, lo que cumple con la tradición de la época de compartir de un mismo plato". Pero para determinar las comidas exactas que ingirieron, los investigadores prestaron atención a otros dos eventos bíblicos de gran importancia: las bodas de Caná y el festín de Herodes(episodio en el que Salomé presenta a sus padres la cabeza cortada se San Juan Bautista). "Las bodas de Caná nos permitieron entender las leyes judías de la época sobre comida (conocidas como Kashrut), que especifican qué puede ser comida y qué no y cómo tienen que estar preparados los alimentos. Por otra parte, el banquete de Herodes nos permitió analizar las influencias romanas en la gastronomía de Jerusalén", explica Urciuoli.

Los expertos determinaron que los alimentos que con mayor probabilidad estaban presentes en la mesa de la última cena fueron pan y tzir. Esta última es una variación de una salsa fermentada de pescado romana llamada garum.

Al igual que en 'Indiana Jones y la última cruzada', debemos tener en cuenta que Cristo era un carpintero y como tal comía y bebía. Mojar pan en una salsa de pescado fermentado no parece tan mala idea, sobre todo si lo acompañaba de una copa de vino.


 
Así eran las leyes más abusivas (y ridículas) de la Europa feudal
Un señor del Franco Condado tenía sobre el papel derecho a llevarse a sus vasallos a cazar en invierno «y, después, obligar a vaciar los intestinos para poder calentarse los pies en el excremento».



Un cuadro historicista que recrea de manera idealizada la escena de un anciano entregando sus jóvenes hijas al señor feudal.


Un cuadro historicista que recrea de manera idealizada la escena de un anciano entregando sus jóvenes hijas al señor feudal.



César Cervera
César Cervera 30/03/2020

La imagen que flota en el imaginario popular sobre la Edad Media en verdad está limitada a lo que ocurrió en dos regiones muy concretas, el periodo feudal en Francia e Inglaterra. La Edad Mediaespañola, de la que se desconocen datos tan básicos como que la mayoría de la población estaba constituida por hombre libres, es una gran desconocida, del mismo modo que lo es el caso italiano o el de la Europa oriental.

Todos los clichés, todas las leyes abusivas entre siervos y señores, pertenecen a estas regiones feudales y, desde luego, algunas son terribles. La señoría, o feudo, era el conjunto de tierras y campesinos que dependían de la autoridad del señor. Esta autoridad le confería una serie de derechos territoriales y jurisdiccionales sobre sus vasallos y feudatarios. Los llamados siervos no eran esclavos propiamente, pero tampoco gozaban de un régimen de libertad completo, puesto que su condición servil les obligaba a trabajar en esas tierras y a no abandonarlas salvo que así lo decidiera el señor.

Cuando un señor caía prisionero, los vasallos debían pagar el rescate de su liberación, también tenían que contribuir para fabricar la armadura del primogénito del señor cuando era armado caballero, o para casar a la hija mayor o contribuir para pagar las incursiones en Tierra Santa. El señor podía exigir a los siervos que le aconsejaran o que sirvieran en sus tropas por un tiempo limitado.


Abusos heredados
El señor del feudo, que solía quedarse en monopolio la explotación de los bosques y la caza, los caminos y puentes, los molinos, las tabernas y tiendas, estaba obligado a defender a las personas bajo su autoridad y era él el encargado de impartir la jurisdicción civil y criminal. En muchos casos, los señores usaban estos poderes para enriquecerse aún más explotando a los siervos, lo que en los reinos españoles se designaba como los «malos usos señoriales».

No está claro cuántos de estos abusos, como el conocido el ius prime noctis o derecho de pernada (el privilegio feudal por el que los nobles tenían potestad de pasar la noche de bodas con la mujer de sus vasallos, esto es, de desvirgarla), eran realmente algo frecuentes y cuántos se usaban, tan solo, como método de presión para lograr que el siervo soltara más dinero. En el caso mencionado del derecho de pernada se sabe con seguridad que se ejerció de forma indirecta mediante el pago de un impuesto al señor por autorizar el enlace de sus vasallos, de manera que en muchos lugares el señor simulaba el acto sexual o saltaba encima de la novia en las celebraciones que seguían a la boda tan solo como broma macabra.



Un vasallo arrodillado realiza la inmixtio manum durante el homenaje a su señor, sentado.


Un vasallo arrodillado realiza la inmixtio manum durante el homenaje a su señor, sentado.



Otros abusos comunes en la Europa feudal eran la prohibición a todo siervo de sacar grano del señorío, en parte para evitar la escasez y en parte para evitar la especulación; la obligación de usar el molino o el horno del señor previo pago de una tasa; el derecho del señor de apropiarse de parte de los bienes de un siervo que hubiese muerto sin descendencia; la obligación de que un siervo se hiciese cargo de la administración de diversos bienes señoriales, corriendo de su bolsillo cualquier pérdida o desperfecto, o lo que en Castilla recibió el nombre del privilegio del corral que permitía al señor llevarse toda suerte de ganado cuando así lo considerase.

Los siervos y colonos estaban obligados a hospedar a los señores y sus acompañantes en los viajes por sus dominios. El señor, como responsable de la justicia, tenía potestad para poner grilletes a sus siervos, encarcelarles, requisar sus bienes en caso de desobediencia.

En Borgoña y el Nivernais pervivían extravagancias igual de humillantes, como la obligación de entregar la lengua de todos los bueyes sacrificados al señor de sus tierras

Si bien la proliferación de las ciudades y el aumento del poder real recortó hacia el inicio de la Edad Moderna la importancia social y económica de los feudos, aún sobrevivieron largo tiempo muchas de sus leyes. En víspera de la Revolución francesa, distintos autores denunciaron la existencia de derechos anacrónicos en algunas regiones de Francia. El abate Clerget criticaba que a finales del siglo XVIII algunos nobles blandían las viejas obligaciones de los siervos para recaudar más impuestos. Un señor del Franco Condado tenía sobre el papel derecho a llevarse a sus vasallos a cazar en invierno «y, después, obligar a vaciar los intestinos para poder calentarse los pies en el excremento».

En Borgoña y el Nivernais pervivían extravagancias igual de humillantes, como la obligación de entregar la lengua de todos los bueyes sacrificados al señor de sus tierras, o a presentar los testículos de los toros en las mismas circunstancias. En algunos lugares de Francia era necesaria todavía en esas fechas la autorización del noble para que el campesino vendiera su tierra y tenía prohibido hacerlo a cualquier otra persona que no fuera un pariente directo con el que hubiese compartido casa.


Los malos usos señoriales
Ni en Castilla ni en León se estableció un sistema feudal estricto. La repoblación de las tierras conquistadas a los musulmanes requería colonos venidos de otras partes del país, lo cual hacía poco aconsejable que se establecieran leyes abusivas por parte de los señores. Lo más parecido al sistema feudal francés, y por ello al más conocido, se vivió en el Principado de Cataluña. En las encomiendas (feudos bajo el cargo de órdenes militares) de las zonas rurales se categorizó en seis los malos usos contra los campesinos:

La intestia: el derecho del señor a quedarse con un tercio del patrimonio que dejara en herencia el campesino. Si no dejaba viuda ni hijos, el señor se quedaba con la mitad de todo.

-La exorquia: el derecho a quedarse con un tercio de los bienes del payés si moría sin descendencia.

-La cugucia: el derecho del señor de apropiarse de la dote de las mujeres de los campesinos en caso de un adulterio consentido, o de repartirse con el campesino la mitad de la dote en caso de que no fuera consentido.

-La arsia: la responsabilidad económica del siervo en caso de que se produjera un incendio o una catástrofe en la tierra que cultivaba.

-La firma de spolii: el pago por los derechos de boda que pagaba el padre de la novia.

-La remensa: el pago que debía hacer un campesino a su señor para recuperar su libertad de movimientos y dejar de estar adscrito a la tierra que trabaja.

A finales del siglo XV, Fernando El Católico debió lidiar con una serie de revueltas de los payeses (los campesinos) contra estas malas prácticas, probablemente las más abusivas de todos los reinos hispánicos. La sentencia arbitral de Guadalupe, firmada el 21 de abril de 1486, puso fin al conflicto y abolió los malos usos y la remensa, si bien a cambio de una compensación económica para los nobles y de más impuestos para los campesinos.

 
La terrible opinión sobre España del gran seductor de la historia: «Tendría necesidad de ser casi destruida»
La experiencia española de Casanova no podía ser peor: espantado en Madrid, hostigado por la Inquisición y expulsado de Barcelona



Episodio del motín de Esquilache, a principios del reinado de Carlos III, una pintura de historia de José Martí y Monsó


Episodio del motín de Esquilache, a principios del reinado de Carlos III, una pintura de historia de José Martí y Monsó


César Cervera
César Cervera07/04/2020




La literatura de viajes fue durante siglos la única forma de recorrer el mundo para la mayoría de personas, que en muchos casos nacían, vivían y morían en el mismo lugar. A través de los viajeros podían volar lejos de lo conocido y aprender sobre las costumbres de otros pueblos, pero también por su culpa se perpetuaron mitos, prejuicios y estereotipos fruto de una mala o incompleta experiencia. Si bien Giacomo Girolamo Casanova no encaja exactamente en el perfil del viajero al uso, sí se puede decir que gracias a este aventurero y seductor sus compatriotas y muchos autores ilustrados se formaron una idea de Europa, al menos de su lado más trepidante, repleto de imprecisiones. Su periplo y su visión de España no pudieron ser más terribles.

Con cierta ligereza y falta de miras, se afirma que Casanova fue «el primer playboy» de la Historia, como si hubiera inventado algo nuevo. Seducir a monjas, mujeres casadas, viudas, nobles lujuriosas, grupos de señoras y tríos no tenía nada de inédito, sobre todo en la casquivana República de Venecia, salvo porque él se cuidó de documentar sus más de 132 conquistas con toda precisión y realismo en la obra «Histoire de ma vie». Casanova fue un aventurero y un seductor, pero sobre todo un escritor adelantado a su siglo, lo cual no evitó que se asombrara ante las lascivas estampas que encontró en el Madrid de finales del siglo XVIII.


Giacomo Casanova, que hoy se usa como sinónimo de ser un rompecorazones, era hijo de una pareja de comediantes que viajaba por toda Europa con sus espectáculos. A los ocho años, una hechicera lo curó de una hemorragia en la nariz, lo que a su juicio le erradicó la imbecilidad devolviéndole la cordura y la memoria. Siendo un adolescente comenzó a estudiar Derecho en la Universidad de Padua y aprendió filosofía y ciencia del senador veneciano Malipiero, con el cual rompió amistad cuando salió a la luz su lío con la favorita del político, una cantante llamada Teresa.

Antes de aquello, según narra su autobiografía, el veneciano inició su lista de hazañas sexuales a los 15 años con un trío con Nanetta y Marta Savorgnan, aunque supuestamente había perdido ya su virginidad con 11 años. Estas hermanas cayeron locamente prendidas de sus encantos y sus llamativos rasgos. Era alto, de pelo moreno y rizado, nariz aguileña y muy corpulento.

Quizás imaginando que así podría apagar su fogosidad, a los 21 años su madre lo llevó a Roma para que entrara al servicio del Cardenal Acquaviva en la condición de fraile. Como es evidente, aquella no era su vocación y no tardó en abandonar la carrera eclesiástica para probar fortuna en la música, como violinista.

A su regreso de un viaje a Corfú y Constantinopla, estaba tocando el violín de forma callejera cuando un noble veneciano, Matteo Bragadin, sufrió un infarto. Casanova logró salvar al noble, que, agradecido, se convirtió en su benefactor. Fue aquel periodo, con los bolsillos llenos de oro, cuando se abonó completamente a la vida de aventurero profesional. Sus constantes escarceos amorosos con monjas y mujeres casadas despertaron el interés de la Inquisición veneciana. El italiano tuvo que abandonar su país por un tiempo. Así lo haría, una y otra vez: cada vez que se veía cercado, ponía tierra de por medio para evitar su paso por prisión.


La noche madrileña le confunde
Casanova recorrió Francia, Inglaterra, Alemania, Austria, Italia, España, Rusia y Polonia, donde además de seducir mujeres mataba el tiempo conversando con algunos de los personajes más destacados de su tiempo, entre ellos el filósofo Voltaire, el músico Amadeus Mozart o Benjamin Franklin. En torno al año 1767, Casanova, de ancestros aragoneses, dio con sus huesos en Madrid tras ser fulminantemente expulsado de París. «El español convierte en cuestión de honra el más mínimo desliz de la mujer que le pertenece. Las intrigas de amor son en extremo misteriosas y llenas, según me dijeron, de peligros», escribió en su autobiografía sobre el carácter de las relaciones amorosas en el Madrid del siglo XVIII.

Si bien algunos estudios históricos desmitifican la visión extendida que se tiene de la lasciva corte de Madrid durante aquel periodo, donde se contaba que la XIII Duquesa de Alba –la supuesta amante de Goya– se amparaba en la oscuridad para mantener relaciones con desconocidos de clases bajas junto a otra nobles, es cierto que las noches en la capital no eran aptas para todos los públicos.



La duquesa de Alba de Tormes, retratada por Francisco de Goya en 1795.


La duquesa de Alba de Tormes, retratada por Francisco de Goya en 1795.



Nada extraordinario comparado con otras capitales europeas, pero sí en la violencia de sus cornudos: no eran nada extrañas las noches que arrojaban un saldo de 20 asesinatos, ni los amaneceres que revelaban el cuerpo desnudo y apuñalado de una de sus más bellas cortesanas, caído en pleno centro. Además de las fatales consecuencias de las infidelidades, a Casanova, que sufrió durante su vida de sífilis, gonorrea y herpes, le llamó la atención que los amores venales «han difundido enfermedades venéreas por todo Madrid pese a la vigilancia inquisitorial, y me han asegurado que las monjas mismas las sufran sin que nunca hayan hecho el menor daño a su divino esposo».

Más allá de la desenfrenada sexualidad de unas mujeres que «son muy hermosas y siempre están dispuestas a favorecer algún enredo para engañar a todos los seres que las rodean a fin de espiar sus intrigas», la impresión que causó el país a Casanova fue terrible y se basó en algunos de los tópicos extendidos por la Leyenda Negra. Su descripción es la de una nación atrasada, un camino real casi impracticable y de posadas medievales, donde las habitaciones tenían el cerrojo por fuera para facilitar los registros de la Inquisición.

Antes de entrar en Madrid, Casanova sufrió el registro de su equipaje en la puerta de Alcalá a la búsqueda de libros prohibidos y, esto lo pasa de soslayo, especialmente de tabaco que no fuera nacional. En su breve estancia en Madrid, el aventurero asesoró al político Pablo de Olavide en su proyecto de colonización de la Sierra Morena, pero nunca logró penetrar en las altas esferas cortesanas. Y eso, por encima de todo, fue lo que provocó mayor rechazo hacia España a un hombre acostumbrado a codearse con Federico II de Prusia, que le llegó a ofrecer un puesto en su ejército, o Catalina La Grande en Rusia.


Pulgas y chinches españolas
Acusado por su criado de tener armas en su habitación, Casanova fue encerrado en el palacio del Buen Retiro, empleado entonces como cárcel, donde el italiano pasó unos días y dio fe de lo insalubre del sistema penitenciario español. «Las pulgas, las chinches y los piojos son tres insectos tan comunes en España que han llegado a no molestar a nadie. Los miran como una especie de prójimo», relata. Tirando de sus contactos europeos, el propio conde de Aranda, uno de los hombres fuertes de Carlos III, se presentó en el Buen Retiro para liberarle. Aquel paso por la cárcel, la omnipresencia de la Inquisición, la lujuria letal de las noches madrileñas y su escaso éxito político convencieron a Casanova de abandonar para siempre la Corte en 1768.

Salió de Madrid, pasó por Zaragoza y aterrizó en Valencia, una ciudad desagradable e incómoda, de calles sin pavimentar, «sin cafés ni sitios donde poder sentarse a tomar algo, salvo tabernas indecentes de vino detestable». Es aquí donde conoció en profundidad a una bailarina italiana, amante de Ambrosio Funes de Villalpando, Conde de Ricla y capitán general de Cataluña, que fue su perdición en España. Cuando el obispo de Barcelona autorizó la vuelta de la bailarina a esa ciudad, Casanova trasladó sus furtivas visitas nocturnas allí. Fue encerrado por orden del noble en la Ciudadela durante una 47 días. A su salida, se le dio tres días de plazo para abandonar Barcelona y ocho de Cataluña.

¡Pobres españoles! La belleza de su país, la fertilidad y la riqueza son la causa de su pereza, y las minas del Perú y del Potosí son las de su pobreza, de su orgullo y de todos sus prejuicios»

La experiencia española de Casanova no podía ser peor: espantado en Madrid, hostigado por la Inquisición y expulsado de Barcelona. El italiano abandonó el país entre maldiciones, prometiéndose no regresar aunque se lo pidieran:

«¡Pobres españoles! La belleza de su país, la fertilidad y la riqueza son la causa de su pereza, y las minas del Perú y del Potosí son las de su pobreza, de su orgullo y de todos sus prejuicios. Para convertirse en el más floreciente de todos los reinos de la tierra, España tendría necesidad de ser conquistada, zarandeada y casi destruida, y renacería apta para ser la morada de los seres felices».


 
Última edición por un moderador:
Breve historia de la ignorancia


“Sólo sé que no sé nada” (frase atribuida a Sócrates)


La docta ignorantia
La RAE define el término ignorancia como “la falta de conocimiento” o como “la cualidad del ignorante”, el cual no es otro más que aquel que desconoce algo o carece de conocimientos. Sin embargo, la cuestión es de mayor calado, puesto que este concepto ha desempeñado un papel fundamental a lo largo de la historia del pensamiento. En este escrito nos proponemos destacar algunas de las concepciones más importantes de la ignorancia que se han conformado en la historia. Se trata, como es natural, de un repaso no exhaustivo y de menciones breves, ya que recoger todos los sentidos del término es una tarea desmesurada por su extensión e intensión.

Para empezar, cabe señalar que el término tiene la raíz indoeuropea “gno”, que hace referencia a conocer, con el sufijo “-ro”. Etimológicamente, nuestra palabra en castellano procede del latín ignoro, que añade a la mencionada raíz el prefijo negativo “i-“. De ahí deriva la voz latina ignorantia.


Lo primero que llama la atención es cierta noción de una ignorancia sapiente presente en la Grecia clásica. En su perspicaz comedia Las nubes, el escritor ateniense Aristófanes alude a este tipo de ignorancia como rasgo fundamental de la enseñanza socrática. En la obra, Fidípides le pregunta a su padre Estrepsíades sobre qué es lo que se puede aprender de personas como Sócrates.

Ante el interrogante, el padre contesta

“Toda la sabiduría humana. Tú mismo has de conocer lo ignorante y estúpido que eres”.

Esta concepción sapiente de la ignorancia ―valga la contradicto in adiecto― se desarrolla en el texto de Platón Apología de Sócrates, en el cual el autor escribe el supuesto discurso que Sócrates pronunció como defensa en su juicio. En la narración de este episodio, Sócrates declara ser consciente de no ser sabio y que, tras preguntar a las personas que él consideraba sabias como artesanos, políticos o poetas, asegura preferir

“No ser sabio en la sabiduría de aquellos ni ignorante en su ignorancia”. Lo que Sócrates descubre es que ninguna persona es sabia y que el hombre más sabio es aquel que conoce su ignorancia.


En el mismo contexto platónico, en el diálogo Menón, la noción de ignorancia adquiere un valor cognoscitivo, en tanto que distinta del error. En esta obra se trata la ignorancia dentro del ámbito cognoscitivo, puesto que se explica que el que está en el error es aquel que cree conocer lo que en verdad no conoce, mientras que el que ignora es sabedor, precisamente, de su falta de conocimiento. En la República, Platónrelaciona la ignorancia con lo que no es, en contraposición al conocimiento, que lo relaciona con lo que es. En estos textos, se comprende la ignorancia en el contexto de las consideraciones teóricas sobre el conocimiento, es decir, en conexión con ideas como las de verdad, creencia, falsedad o error.

Para los pensadores clásicos los motores de su quehacer intelectual eran huir de la ignorancia, el afán de saber y la persecución del conocimiento mismo. Aristóteles reconoce que su tarea filosófica consiste en buscar una explicación de las cosas, y el hecho de considerar con estima estos logros se debe a la asunción de que se los ignoraba. Por otro lado, el concepto de ignorancia adquiere matices distintos en formas de pensamiento escéptico como el pirronismo. En este caso, se acepta que no hay conocimiento verdadero y que el estado adecuado es la epoche, que implica una suspensión del juicio. En este estado tampoco se podría afirmar que se sabe que no se sabe.



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Tomás de Aquino



Otro contexto en el que el concepto de ignorancia ha incidido con especial relevancia ha sido el de la teología. Dado que la idea de misterio divinoocupa un lugar central en las doctrinas teológicas cristianas, la noción de ignorancia también. Esto se entiende en tanto que el ignorante es el término correlacionado a lo secreto y lo desconocido: si algo es desconocido, lo es para alguien respecto de lo cual es ignorante.

San Agustín emplea el sintagma docta ignorantia en la Epistola ad Probampara referirse a la conciencia de los límites de nuestro conocimiento como fundamento del saber. En este sentido, Dios ayudaría contra esta “debilidad” cognoscitiva, por lo que tal ignorancia sería docta. El franciscano Buenaventura también usó el término docta ignorantia en su Breviloquiumpara expresar una disposición del espíritu necesaria para poder exceder sus límites naturales. Por su parte, Tomás de Aquino en la Summa Theologicaconfronta la ignorancia a la nesciencia. La primera es una privación de un conocimiento que por naturaleza somos capaces de alcanzar, mientras que la segunda no implica el desconocimiento, sino simplemente la no posesión de una ciencia, es la llana negación de una ciencia.

Ahora bien, el sintagma docta ignorantia adquiere su mayor expresión con Nicolás de Cusa, quien tituló de ese modo una de sus obras fundamentales. Para este polímata la ignorancia no es mera falta de conocimiento, sino que se trata del camino a-racional para llegar a verdades trascendentes. El hombre ha de conocer los límites de su entendimiento y asumir la ignorancia, pero una ignorancia instruida que procede de la certidumbre socrática de saber que no se sabe. Sólo se puede llegar a ser “doctísimo en la ignorancia misma”. La docta ignorantia es la actitud adecuada ante la esencia de Dios que es absolutamente infinita y misteriosa para el hombre. La idea de Dios determinaría, entonces, la frontera de lo cognoscible para el ser humano. No obstante, no se trata de una degradación del entendimiento, sino de un progreso infinito hacia la exactitud de la verdad, la cual no se llega nunca a alcanzar.



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Baruch Spinoza



Posteriormente, el concepto de ignorancia adopta matices diferentes en los sistemas racionalistas del pensamiento moderno. Descartes entiende la ignorancia como un estado de conciencia, como un modo de la res cogitans. En las Meditaciones Metafísicas expresa que la “cosa que piensa” es una cosa que “duda, afirma, niega, entiende poco, ignora mucho, quiere, no quiere, imagina y siente”.

Por otra parte, Spinoza considera que el error sólo se puede concebir como ignorancia, de modo que ambos conceptos coinciden. El error no puede ser otra cosa que la ignorancia de las causas, esto es, como una falta del entendimiento, ya que de lo contrario (si no fuese una falta, una ausencia) se violaría la perfección de la sustancia (Deus sive Natura). Se niega, por tanto, la existencia positiva del error. Además, la falta de conocimiento lo es respecto a lo verdadero en tanto que, como dice en su Ethica more geometrico demonstrata, “la verdad es norma de sí misma y de lo falso”.

El empirismo de Locke se aproxima más a una posición de aceptación de la ignorancia para restringir la actividad del intelecto hacia aquello que se puede comprender. Para el pensador inglés existen causas ineludibles de la ignorancia. Leibniz, mucho más optimista en las capacidades del entendimiento humano, critica a Locke desde su racionalismo metafísico con hipótesis como la de la armonía preestablecida o la monadología.


Para Kant, destacado representante de la Ilustración alemana, la ignorancia pone de manifiesto la obligación de investigar. Para ello es necesario discernir si la falta de conocimiento es contingente o necesaria. Esta tarea exige, a su vez, examinar críticamente la razón pura para determinar los límites de la razón. Dicha labor es imprescindible para que el hombre salga de su “autoculpable minoría de edad” y alcance su autonomía, lo cual es para Kant el sentido de la Ilustración.



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Immanuel Kant


Por último, en la actualidad el concepto de ignorancia se suele asociar con otras nociones como la ambigüedad, la incertidumbre, la probabilidad o la vaguedad, que se encuentran integradas en aparatos teóricos como la lógica difusa de Bellman y Zahde, la teoría de los marcadores lingüísticos de Lakoff, modelos de inteligencia artificial que procesan información incierta o imprecisa, o la psicología cognitiva de Oden y Rosch, entre otros.

Concluimos insistiendo en que sólo se han mencionado algunos de los conceptos más representativos. No obstante, hay que tener en cuenta las concepciones de la ignorancia en culturas como las orientales o las precolombinas. Asimismo, la noción de ignorancia está presente en conceptos importantes como el del velo de ignorancia de la teoría de la justicia de John Rawls, y se relaciona con teorías formales como la lógica epistémica.

En definitiva, el concepto de ignorancia puede servir como hilo conductor que nos permite recorrer y examinar materias fundamentales de la historia de la cultura. La importancia del concepto se acentúa en un contexto que asume la inevitabilidad de fuentes de incertidumbre y la pérdida de la certeza, que se pueden manejar con nuevos modelos teóricos para no caer en el escepticismo radical.

 
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Informe sobre la resurrección de Jesús de Nazaret: ¿qué dice la historia?
Un libro reconstruye el proceso mental que dio lugar a una de las mayores religiones monoteístas de la historia



Foto: Representación de la Resurrección de Jesús


Representación de la Resurrección de Jesús


AUTOR
DANIEL ARJONA
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@elarjonauta
TAGS
RELIGIÓN
12/04/2020




Se trataría de una reunión ciertamente interesante. Imaginen que un investigador lograse convocar a los cuatro evangelistas y a Pablo de Tarsopara interrogarles sobre las extrañas circunstancias de la resurrección de Jesús de Nazaret. Primero pregunta si se apostaron vigilantes en la tumba. Todos lo niegan menos Mateo, que asegura que los saduceos pusieron soldados para evitar el robo del cuerpo. A continuación quiere saber quiénes fueron los primeros en ir allí. Ninguno de los cinco coincide. ¿Cómo se abrió la tumba? Mateo dice que hubo un terremoto y la piedra se movió pero nadie más sabe nada del seísmo. El investigador empieza a impacientarse. ¿Coinciden al menos en los nombres de las primeras personas a las que se le apareció Jesús después de resucitar? Para nada. Pablo dice que a Cefas, a los Doce y luego a quinientos hermanos. Marcos no sabe nada de eso. Mateo dice que las primeras fueron las dos Marías, Lucas responde que fueron los discípulos que iban a Emaús y Pedro, y Juan asegura que la primera fue sin duda María Magdalena. ¿Y la Ascensión? El único que tiene la certeza de que ocurrió es Lucas... El investigador, desesperado, suspende la sesión.

Tan surrealista escena la recrea el historiador y filólogo semítico Javier Alonso López en su último libro, 'La resurrección. De hombre a Dios' (Arzalia) un compendio en el que nada falta y que se lee de una tacada sobre las ideas y textos que fundamentan la creencia en la resurrección de Cristo, pilar de la Iglesia Católica. Y que, desde la posición escéptica del investigador que sólo aspira a explicar los hechos, reconstruye el proceso mental que dio lugar a una de las mayores religiones monoteístas de la historia.

PREGUNTA. Entre el año 33 d.C. en que Yeshua bar Yosef es crucificado y el 54 en que Pablo de Tarso escribe la 'Epístola a los Corintios', se produce, escribe, "uno de los procesos más sorprendentes y de mayor alcance de la historia de la humanidad": la creencia de que un hombre ha resucitado. ¿Por qué esta vez la idea de la resurrección, que no era nueva, logra un "éxito" tan descomunal?

RESPUESTA. Dentro del judaísmo ya existían otros relatos sobre resucitados, pero sus protagonistas no eran considerados hijos de Dios y portadores principales de un nuevo mensaje. En las religiones mistéricas del mundo clásico si había casos más parecidos, en los que se les ofrecía a los fieles la participación en la vida futura proporcionada por una divinidad que moría y revivía. Esa idea ya estaba presente en todo el mundo mediterráneo del siglo primero de nuestra era. La promesa de una vida eterna tras la muerte, y que los pecados de todos han sido lavados por el sacrificio vicario de un dios hecho hombre es una oferta que difícilmente se puede rechazar. ¿A quién no le interesa que otro lave sus pecados y, además, le proporcione una vida feliz después de la muerte tan solo con creer en un dogma? Era mucho más de lo que ofrecía, por ejemplo, el judaísmo.

P. Advierte al principio del que no, la resurrección no es posible científicamente. Siempre me ha parecido entender que eso no importaba gran cosa a la fe que defendía una vía diferente y paralela a la de la razón. Y, sin embargo, sí ha habido importantes teólogos que han intentado defender "científicamente" la resurrección. ¿La religión siente que en un mundo como el actual la fe puede no bastar frente al cada vez mayor poder de la ciencia e intenta mimetizarse con ella?

R. Desde siempre, la religión ha intentado dar respuestas a las preguntas que se hacían los seres humanos y para las que no encontraban una explicación satisfactoria. Básicamente son dos: ¿de dónde venimos?, es decir, quién nos ha puesto aquí, y qué hay más allá de la muerte. Las religiones primitivas explicaban además muchos fenómenos naturales, desde el rayo a los planetas, atribuyéndolos a la voluntad de los dioses. Pero la ciencia ha acabado por explicar todas estas cosas de manera convincente, y ha limitado el papel de la religión a las dos preguntas fundamentales que he mencionado. Hace poco tiempo, Stephen Hawking dijo que ya no necesitaba a Dios para explicar el origen del universo, y esto, más allá de una cita llamativa, abre una grieta fundamental en uno de los dos últimos cotos privados de la religión. El segundo, que intenta explicar qué hay después de la muerte, corre todavía más peligro, porque se puede argumentar que la pregunta da por hecho que hay algo, cuando quizás no sea así. La ciencia y la razón recortan poco a poco el ámbito de actuación de la religión, pero eso es una cuestión personal e individual. Cada uno busca sus respuestas donde cree conveniente.

P. "Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe", dejó escrito Pablo. ¿Es posible ser católico hoy no creyendo al mismo tiempo que Jesús resucitara?

R. Soy historiador, no teólogo, pero me parece un malabarismo intelectual realmente complicado. Uno puede decir que le gusta el ejemplo de Jesús de Nazaret y lo considera un modelo a seguir en la vida, pero si no cree que es hijo de Dios, que murió por los pecados de la humanidad y resucitó, creo que sería difícil considerarse cristiano.

P. La problemática que trata no va de "hechos" sino de "textos". Y los textos son tan numerosos como contradictorios entre sí. De hecho su lectura de esos textos no busca tanto reconstruir una realidad como "un proceso mental". ¿Es Pablo el primero que fija de manera más o menos exacta ese proceso mental y, por tanto, como suele decirse, el auténtico "inventor" del cristianismo?

R. Son dos cuestiones diferentes. La primera, Pablo no es el primero que fija el proceso mental, sino el primero que lo pone por escrito. Él mismo lo reconoce cuando dice “os transmito lo que a mí me transmitieron”. La creencia en la resurrección ya estaba ahí. La segunda es si Pablo fue el “inventor” del cristianismo. Creo que no. Pablo reinterpreta a Jesús pero lo sigue haciendo en una clave judía, basándose en la promesa de Dios a Abraham en el libro del Génesis. Pablo no ve a los cristianos como algo aparte del judaísmo, sino como el verdadero Israel, aquellos que han comprendido el mensaje de Dios hasta el final.



'La resurrección'


'La resurrección'



P. Leyendo su libro, el principal motor de la escritura de los evangelios -todos bastante posteriores a los hechos narrados-, es una decepción: el anunciado e inminente fin del mundo no llega. ¿La historia del cristianismo es la de una reinvención basada en el desengaño?

R. La primera generación de seguidores no fundó nada, ni una religión, ni se ocupó en poner por escrito los hechos y dichos de Jesús, porque pensaban, efectivamente, que el fin del mundo era inminente. Eso es lo que se les había predicado. Al no llegar, tuvieron que acudir a las escrituras sagradas de los judíos (ellos eran judíos seguidores de Jesús, no se puede hablar todavía de cristianos apartados del judaísmo) en busca de explicaciones a esta tardanza y, más tarde a poner por escrito los recuerdos de los que habían conocido a Jesús antes de que desaparecieran. Y, a partir de ahí, se fue construyendo algo diferente a lo que anunció Jesús. Surgió una religión nueva que acabó separándose del tronco del judaísmo y, más tarde, una jerarquía eclesiástica. Se puede decir que sí, que es una invención basada en un desengaño.

P. ¿Qué podemos decir a ciencia cierta del Jesús original? ¿Era un rebelde, un adelantado, un fanático? ¿Hasta qué punto podemos estar seguros de que existió realmente?

R. Creo que no cabe ninguna duda de que Jesús de Nazaret existió como personaje real, es decir, un predicador galileo del siglo primero que murió en la cruz en tiempos de Poncio Pilato. La razón principal es que, si fuese una invención, el personaje no contaría con cuatro “biografías” (si se pueden considerar así los evangelios) canónicas y varias más apócrifas en las que el personaje presenta tantas aristas, contradicciones y, lo que es más importante, declaraciones y actos que chocan contra el dogma cristiano (por ejemplo, sugerir que hay receptores del mensaje de primera categoría y otros de segunda, en su encuentro con la sirofenicia en Marcos 7, 24-30, va en contra del dogma universalista del cristianismo). Los personajes de ficción son de una pieza, sin contradicciones. Por otra parte, ni sus enemigos negaron su existencia, sino que se limitaron a criticar sus actuaciones.

La pregunta de cómo era es más complicada, pues depende a qué informaciones de los evangelios prestemos más valor. En mi opinión, Jesús fue un predicador convencido de que el fin del mundo estaba muy próximo y que basó su mensaje inicial en el arrepentimiento y la conversión a Dios, igual que había hecho Juan el Bautista. Más tarde, quizás evolucionó hacia otras posturas que quizás le hicieran pensar en la posibilidad de creer realmente que él era el Mesías anunciado en los libros del Antiguo Testamento y que tanto esperaba Israel. Fue un judío de su tiempo, muy próximo (y esto puede resultar sorprendente) a las posiciones fariseas, cumplidor de la Ley, aunque intérprete de algunos de sus puntos.

P. Imagina al final de su libro una estupenda conversación entre un investigador, los evangelistas y Pablo para mostrar las muy diferentes versiones que existen sobre cómo resucitó Jesús y a quién se le apareció. Ningún juez, escribe, aceptaría semejantes testimonios. ¿Qué es más plausible -o disparatado-, pensar que alguien robó el cadáver o algún otra confusión parecida o razonar que en realidad Jesús sobrevivió a la Cruz?

R. Comento en el libro que un juez desecharía todos los testimonios, pero el historiador debe esforzarse por descubrir cuál de ellos se aproxima más a lo que realmente ocurrió. Respecto a qué pasó con el cuerpo de Jesús, creo que ni la opción del robo del cadáver ni la de que sobreviviera en la cruz son demasiado plausibles. En mi opinión, el problema de la resurrección se origina porque el cadáver acaba en una fosa común (tal como explico en el libro) y no se puede recuperar el cuerpo. Toda la historia de José de Arimatea es una tergiversación literaria de un personaje que, probablemente, representó un papel muy diferente en la realidad. La ausencia del cadáver provoca un trauma y una angustia que desencadena una serie de procesos que se alimentan de una peculiar interpretación de la teología judía y de paralelos ya existentes en otras religiones.

P. ¿Cuál es entonces su teoría personal sobre lo ocurrido con la "resurrección"?

R. Algo he avanzado ya en la anterior respuesta, y tampoco quiero desvelar todo el hilo argumentativo al lector, pero, en líneas generales, lo que intento mostrar es cómo se puede explicar el surgimiento de una creencia en un hecho sobrenatural acudiendo únicamente a la historia, la teología de la época en la que sucedió (no de la nuestra), la psicología, las religiones comparadas y la literatura. No hacen falta milagros, ni extraterrestres, ni nada extraordinario para entender que un grupo de seguidores de un galileo ajusticiado por Roma comenzara a anunciar que su líder había resucitado de entre los muertos.


 
Escenas de una pandemia de hace 1.500 años que se repiten hoy
Una investigación de la Universidad de Barcelona destaca las sorprendentes similitudes entre la pandemia del coronavirus y la plaga de Justiniano que asoló el mundo en el 541



Mosaico del siglo VI del emperador Justiniano y su corte, en la Basílica de San Vital en Rávena.


Mosaico del siglo VI del emperador Justiniano y su corte, en la Basílica de San Vital en Rávena.GETTY



VICENTE G. OLAYA
Madrid -
11 ABR 2020


Una pandemia que llegó del extranjero y que se extendía rápidamente desde los puertos adonde arribaban los pasajeros infectados —asintomáticos o no—, sin ningún remedio médico disponible que pudiese pararla, todos los habitantes confinados en sus casas para evitar contagios, la paralización total de la economía, el ejército vigilando las calles, médicos contagiados trabajando hasta la extenuación, miles de fallecidos diarios sin enterrar durante “muchos días porque quienes cavaban ya no daban abasto…". No es la crónica del coronavirus que afecta en 2020 al mundo. Es el relato que Procopio de Cesarea realizó del brote de peste bubónica que asoló el mundo conocido entre el 541 y el 544: de China a las costas de Hispania. El estudio La plaga de Justinià, segons el testimoni de Procopi, (La plaga de Justiniano según el testimonio de Procopio), de Jordina Sales Carbonell, investigadora de la Universidad de Barcelona, ha devuelto a la actualidad este relato de hace 1.500 años, con moraleja. “A día 1 de abril de 2020, determinadas similitudes y paralelismos del comportamiento humano frente a un virus y sus consecuencias nos parecen tan cercanas y actuales que, a pesar de la tragedia que estamos viviendo en primera persona, nunca podemos dejar de maravillarnos de cómo se repite la historia” escribe esta arqueóloga e historiadora del Institut de Recerca en Cultures Medievals.

En el 541, durante el reinado del bizantino Justiniano, se desató un brote de peste bubónica en el imperio. “La alarma surgió en Egipto, desde donde la infección se expandió de forma rápida y letal”. Procopio lo reflejó en su libro Sobre las guerras, donde relataba las campañas militares de Justiniano por Italia, África del Norte, Hispania... y cómo los soldados iban extendiendo la pandemia por los distintos puertos a los que llegaban, fundamentalmente de Europa, África del Norte, el Imperio Sasánida (Persia) y, desde allí, a China.

Procopio, como consejero del general bizantino Belisario, al que siguió en sus campañas, se convirtió así en “testigo privilegiado” de una pandemia que recibió el nombre de plaga de Justiniano: “Se declaró una epidemia que casi acaba con todo el género humano de la que no hay forma posible de dar ninguna explicación con palabras, ni siquiera de pensarla, salvo remitirnos a la voluntad de Dios”, escribió el historiador bizantino. “Esta epidemia”, continuó, “no afectó a una parte limitada de la Tierra, ni a un grupo determinado de hombres, ni se redujo a una estación concreta del año [...], sino que se esparció y se cebó en todas las vidas humanas, por diferentes que fueran unas personas de otras, sin excluir ni naturalezas ni edad”. Así, la enfermedad no conocía limites, “hasta los extremos del mundo, como si tuviese miedo de que se le escapara algún rincón”.

Un año después de ser detectada, la peste llegó a la capital del Imperio, Bizancio (actual Estambul), “asolándola durante cuatro meses”. “El confinamiento y aislamiento eran totales”, describe Sales Carbonell, “pues era más que obligatorio para los enfermos. Pero también se impuso una especie de autoconfinamento espontáneo e intuitivamente voluntario para el resto, en buena parte motivado por las propias circunstancias”. De hecho, “no era nada fácil ver a alguien en los lugares públicos, al menos en Bizancio, sino que todos los que estaban sanos se quedaban en casa, cuidando de los enfermos o llorando a los muertos”, según Procopio. Y lo hacían “con ropa cualquiera, como simples particulares”, lo que la historiadora de la Universidad de Barcelona, traduce con cierta sorna “como en chándal de la época”.

La economía, mientras tanto, se derrumbaba: “Las actividades cesaron y los artesanos abandonaron todos los empleos y los trabajos que llevaban entre manos”. Pero a diferencia de hoy en día, las autoridades fueron incapaces de organizar unos servicios esenciales. “Parecía muy difícil obtener pan o cualquier otro alimento, por lo que, para algunos enfermos, el desenlace final de la vida fue sin lugar a dudas prematuro, debido a la falta de artículos de primera necesidad“, escribió el bizantino en Sobre las guerras. “Muchos se morían porque no tenían a nadie que los cuidara”, ya que las personas que atendían la emergencia “caían agotadas al no poder descansar y sufrir constantemente. Por eso, todos se compadecían más de ellos que de los enfermos”.


Vigilancia en las calles
Justiniano, dada la desesperada situación, distribuyó entonces “pelotones de guardias de palacio” por las calles y nombró a su jefe de gabinete refrendario, el “cual con el dinero del tesoro imperial e incluso poniendo de su propio bolsillo sepultaba los cuerpos de los que no tenían a nadie que se ocupara”. El mismo emperador se infectó, aunque superó la enfermedad, y continuó gobernando durante más de un decenio.

Los picos de mortandad subieron de 5.000 a 10.000 víctimas al día, e incluso más. De tal manera que, “aunque en un primer momento cada uno tenía cuidado de los muertos de su casa, el colapso y el caos se convirtieron en inevitables y los cadáveres se lanzaban también a las tumbas de otros, a escondidas o con violencia”. Incluso los ilustres, recuerda el Procopio, “permanecieron sin sepultar durante muchos días”, así que “los cuerpos se amontonaron de cualquier manera en las torres de las murallas”. No habría cortejos ni ritos funerarios para ellos.

Cuando finalmente se superó la pandemia, surgió, recuerda la historiadora, un aspecto positivo: “Quienes habían sido partidarios de las diversas facciones políticas abandonaron los reproches mutuos. Incluso aquellos que antes se entregaban a acciones bajas y malvadas dejaron, en la vida diaria, toda maldad, pues la necesidad imperiosa les hacía aprender lo que era la honradez”, en palabras de Procopio, aunque al cabo de un tiempo volvieron a las andadas. “Este punto justo de poesía nos hace vislumbrar el optimismo y la esperanza de que tal vez nos permitirán salir adelante y no volver a tropezar de nuevo con la misma piedra”, termina la experta más con ilusión que con certeza.

 
CONFINADOS EN LA HISTORIA 1/ MARÍA ANTONIETA EN LA CONCIERGERIE

Un encierro realmente para perder la cabeza
La depuesta reina de Francia fue recluida en condiciones muy duras antes de su cita con la guillotina


JACINTO ANTÓN
14 ABR 2020



La reina María Antonieta, en la prisión de la Concergerie de París, antes de ser ajusticiada.


La reina María Antonieta, en la prisión de la Concergerie de París, antes de ser ajusticiada.



Empezamos esta serie de perfiles que ilustran cómo diversos personajes históricos llevaron su confinamiento -sufrido por muy diferentes motivos- con el relato del encierro de la reina de Francia, María Antonieta, durante la revolución. No es por desanimar, pero es sabido que no acabó muy bien. En realidad, fatal: su reclusión finalizó con un paseo en carro, que no habrá disfrutado mucho, hasta la Place du Carrousel donde la esperaban el maestro verdugo Sanson y su afilada pareja, Madame Guillotina.

No nos interesa aquí la vida dorada, muelle y bastante vacua, con algunas intromisiones imprudentes en la política, de la princesa austriaca que se convirtió en soberana de Francia merced a su boda, a los 14 años, con el delfín, posteriormente Luis XVI. Tampoco vamos a ahondar en sus problemas sexuales con el disfuncional monarca, sus amantes masculinos y quizá femeninos, sus fiestas ni sus colmados armarios. Nos interesa ver cómo llevó las cosas tras los revolucionarios y tumultuosos acontecimientos que llevaron a la salida de la familia real del palacio de las Tullerías y su confinamiento en el Temple (“la Torre”) y luego en la Conciergerie.

Los reyes habían sido detenidos en Varennes tras su famoso intento de fuga en 1791 y un año después, en agosto, una turba que odiaba particularmente a la reina, por extranjera y manirrota, había invadido el palacio buscando más bronca que brioche. Al grito de “¡levanta, marrana!”, los sans- culotteshicieron que los monarcas y sus hijos tuvieran que refugiarse en la Asamblea y luego en el convento de los Feuillants para ser internados después en el Temple, el antiguo edificio medieval de los templarios en el Marais, que ya es segunda residencia. Un gracioso puso en la Tullerías un cartel que rezaba: “Se alquila”.

La primera fase del encierro no fue del todo mal, la familia real estaba junta, incluido el perrito de la reina, Mignon -no consta si lo sacaba ella a pasear-,tenían algo de servicio, incluso peluquero, disfrutaban de comidas abundantes y todavía bebían champán. Podían salir al jardín a hacer ejercicio, jugaban a las cartas y el rey leía en voz alta. Vamos un confinamiento de clase bien. Los cuartos de baño, se nos dice, eran à l’anglaise, lo que ha de ser tenido por un refinamiento por cualquiera que haya visitado un lavabo francés. Pero la situación se fue encabronando. Que las cosas afuera se salían de madre dio fe el que el 2 de septiembre la muchedumbre llevara hasta el Temple clavada en una pica y tras una macabra parada en una barbería para que la peinaran, la cabeza de la despedazada princesa de Lamballe, favorita de la reina y a la que se tenía por su amante, con el propósito de hacer que María Antonieta besara sus labios. En una pica supletoria llevaban el corazón y otras vísceras de la dama.

Ese mismo septiembre se abole la monarquía y se juzga al exrey, que queda separado del resto de la familia. El 20 de enero de 1793 le comunican que lo guillotinarán al día siguiente y permiten que la reina y sus hijos lo visiten, no es un reencuentro muy animoso. La mañana después, María Antonieta se entera por los tambores y los gritos de júbilo de las masas de que la sentencia se ha cumplido. Viuda, la exreina pide y consigue ropa de luto. Las condiciones siguen sin ser malas, pero hay funestos presagios en el aire, y su salud decae. Puede que sufra tuberculosis y sus reglas abundantes (dato histórico) apuntan a una menopausia prematura (tiene 37 años), un fibroma o un cáncer de útero. La situación internacional, con los ejércitos austriacos rondando, hace que el lazo en torno a María Antonieta se cierre. El 3 de julio comienza la etapa más severa de su encierro: la separan a la fuerza de su hijo, Luis Carlos, el delfín para los realistas, de 8 años, y en agosto la envían, alejándola de su hija María Teresa, a la cárcel conocida como la Conciergerie en calidad de “prisionero número 280”. Las condiciones de este último confinamiento son ya extremas: la exreina, acusada de conspiración contra Francia, ocupa una celda siniestra, oscura y húmeda, con mobiliario de prisión y en vez de lavabo à l’anglaise, un cubo. Guarda cuatro pertenencias, como un espejito, en una caja de cartón. Carece de intimidad, la vigilan los guardias día y noche y se tiene que lavar y todo lo demás detrás de una media cortina y, luego, un biombo. Come con frugalidad haciendo durar cada bocado. Sus vistas son a un patio. Pasa las horas observando cómo juegan a las cartas los guardias y leyendo. Como muchos de nosotros estos días, se inclina por el género de viajes, para compensar la ausencia de horizontes, y lee los del capitán Cook en un volumen que le presta un carcelero (véase la biografía de referencia Maria Antonieta, la última reina, de Antonia Fraser, Edhasa, 2001).

Las poluciones del delfín

Se vuelve muy devota. Varios planes para liberarla dignos de una novela de Dumas -entre ellas la “Conspiración del clavel”- fracasan y sirven al Comité de Salud Pública para justificar su decisión de ajusticiar a la ci-devant reina. Contra Maria Antonieta vale todo, incluso utilizar a su hijo para acusarla de ser una depravada sexual afirmando que había enseñado al delfín a satisfacerse con pollutions indecentes, provocándole daños en un testículo (parece que es cierto que el chico tuviera ese hábito solitario, algo que no se le puede reprochar, como acordará más de uno, en el esplín del confinamiento). En octubre, ya en pleno Terror, se la juzga. Presenta muy mal aspecto -las hemorragias se han incrementado-, envejecida y demacrada, pero se muestra impertérrita al pronunciarse la sentencia de muerte.

El 16 de octubre, fecha de la ejecución, se levanta temprano. Pide un poco de intimidad para vestirse, “por decencia”, pero no se la proporcionan y ha de cambiarse la camisa manchada y ponerse un vestido suelto blanco (no la dejan ir de negro) sin que los guardias aparten la vista. Le trasquilan el pelo y le atan las manos. En una comprensible urgencia (basta con imaginarse en su lugar), pide que se las desaten un momento para ir a un rincón y ponerse de cuclillas. La colocan en un carro abierto -una faena en estas circunstancias- tirado por caballos y recorre las calles entre el griterío de la gente (“¡Mort a l’autrichienne!”, “¡está foutue, amigos!”), la muchedumbre un mar ondulante. Desde una ventana la dibuja al pasar David, con trazo cruel. En el cadalso muestra aplomo y hasta se disculpa con el verdugo, Charles-Henri Sanson (su hijo Henri, según otras fuentes, véase Los Sanson de Robert Christophe, Luis de Caralt, 1967), por pisarlo –“perdón, ha sido sin querer”, sus últimas palabras-, que es algo que normalmente no te sale hacer con el tipo que va a cortarte la cabeza. No tuvo tiempo ni ganas de mucho más. A la una menos diez cayó la hoja de la guillotina -popularmente la Louisette- y la decapitó con limpieza. Un desconfinamiento completo.

 
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