Cuadernos de Historia

EL PEOR PERIODO
Oscuridad total, plagas y muertes masivas: 536 fue el peor año de la Historia para vivir
Una erupción de un volcán islandés provocó que medio planeta se sumiera en una oscuridad profunda durante meses, con una bajada de las temperaturas, pérdidas en las cosechas y hambruna


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La plaga de Justiniano, en el 541, fue uno de los efectos de una erupción de un volcán en el 536 (Nicolas Poussin)

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17/12/2018

El historiador medieval Michael McCormick ha señalado el año 536 como el peor para el hombre en toda la historia, por encima incluso del 1349, cuando la peste negra asoló media Europa, o del año 1918, cuando la fiebre acabó con casi 100 millones de personas. El año 536 “fue el comienzo de uno de los peores periodos para estar vivo, si no el peor año”.

El equipo liderado por McCormick ha señalado que una erupción volcánica masiva en Islandia desencadenó una serie de acontecimientos a partir de dicho año: Europa, Oriente Medio y parte de Asia se sumieron en la oscuridad durante 18 meses, cubiertos por la niebla. Las temperaturas en verano descendieron hasta iniciar la década más fría de los últimos 2.300 años. “Ese verano nevó en China, los cultivos se echaron a perder y la gente murió de hambre”, recoge la publicación Science Mag.



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Un equipo de investigación ha interpretado los restos de una erupción de un volcán en el año 536 (EFE)



Unos pocos años más tarde, el 541, la plaga bubónica llegó a Egipto y se expandió con rapidez, acabando con más de un tercio de la población del Imperio Romano oriental, acelerando su colapso.

Medio mundo se sumió en la oscuridad durante 18 meses y las temperaturas descendieron hasta iniciar la década más fría de los últimos 2.300 años

La mitad del siglo VI es conocida como “los años oscuros” (‘dark ages’) pero, hasta ahora, la fuente de las misteriosas nubes que cubrieron el cielo durante tanto tiempo había sido un misterio. Ahora, el equipo de investigadores liderado por McCormick ha interpretado los restos de las erupciones masivas en Islandia, registrados en el hielo de los Alpes Suizos, y que fueron los causantes de la niebla que desencadenó el peor periodo de la historia.

El equipo no solo ha señalado la erupción del 536. Dos otras erupciones masivas tuvieron lugar en los años 540 y 547. Según han explicado, las repetidas explosiones, seguidas por la plaga, hundieron a Europa en un estancamiento económico que duró hasta 640.

https://www.elconfidencial.com/cultura/2018-12-17/536-peor-ano-mundo-michael-mccormick_1712258/
 
Perseguida por el franquismo y olvidada por la historia: quién fue la impresora y editora Zoila Ascasibar
Los expertos intentan reconstruir la historia de Zoila Ascasibar, borrada junto a otras librepensadoras republicanas

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La impresora y editora Zoila Ascasibar, en una fotografía publicada en el 'Heraldo de Madrid', en 1923




"Propietaria de una imprenta. Persona simpatizante de la República según se manifiesta en carta dirigida a Galarza". Esta ficha que figura en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca es uno de los pocos documentos que han llegado hasta nuestros días sobre la vida de la impresora y editora Zoila Ascasibar, de la que no se conoce ni siquiera en qué año murió. Queda claro que las autoridades franquistas la vigilaban por republicana, pero ¿quién fue esta mujer nacida de la nada, que dirigió una imprenta por la que pasaron publicaciones y editoriales durante los años veinte y treinta?

Nació en Elgeta (Gipuzkoa), marchó a servir a Madrid y acabó en la casa de Manuel Alama Montes, editor de la revista ilustrada Alrededor del mundo, una especie de Muy interesante de aquella época. El editor muere pronto y su imprenta pasa por varias manos antes de que se responsabilice de ella Ascasibar, que la mantuvo viva hasta el golpe de Estado de 1936 que devino en guerra civil.

La represión franquista acabó con su independencia y libertad, como con el resto de mujeres librepensadoras que fueron educadas y educaron, que entraron a formar parte de la opinión pública y que aplicaron una nueva mirada a los asuntos de la actualidad.

En un anuncio del negocio, publicado en 1931, se puede leer: "Imprenta Zoila Ascasibar. Especialidad en libros y revistas de gran tirada. Dotada con maquinaria modernísima para efectuar toda clase de trabajo de imprenta y encuadernación". También se encuentra una noticia del mismo año, que da a conocer el incendio de su local, sito en la madrileña calle de Martín de los Heros, 65, durante la Nochevieja. "Un individuo lo provocó y murió en el intento", precisa a EL PAÍS Ángeles Ezama Gil, profesora del Departamento de Filología Española de la Universidad de Zaragoza.

Ezama se encontró por casualidad con el nombre de la impresora y empezó a investigar sobre ella hace poco tiempo. "Me queda mucho por indagar, mucho trabajo de archivo. La última noticia que tengo es de 1942", comenta la especialista, quien lleva más de 15 años rescatando a las mujeres olvidadas por la historia de la literatura.

Apenas tiene teorías sobre la vida y trabajo de Zoila Ascasibar, aunque al revisar las publicaciones que editó en su imprenta, Ezama llega a la conclusión de que puso mucho cuidado "y buen gusto", que negoció con directores de revistas, que editó mucho, que se puso el mundo por montera y que debió de tener una vida pública muy intensa.

Y, a pesar de todo ello, Ascasibar es una mujer invisible para la historia. El rastro más notable de ella en la actualidad es una editorial que lleva su nombre en su homenaje. Durante cuatro décadas ella y otras como ella fueron silenciadas por el franquismo. Es una deuda que tiene la historia, porque como apunta Ezama, "a los hombres se les perdona la mediocridad más que a las mujeres, que deben estar muy muy bien reconocidas para pasar a los libros".

No es la única olvidada. La mujer española de finales del siglo XIX y el primer tercio del XX desapareció por completo de las crónicas y los cánones cuando Franco impuso su régimen. El proyecto de mujer independiente que conquistó sus derechos, que defendió sus ideales y que participó en la vida intelectual fue reprimida y se las puso al borde de la extinción en los manuales de historia.

Desde hace un par de décadas, un grupo de especialistas trabaja en el rescate de su memoria. Quieren devolver a estas maestras, artistas, escritoras, científicas, pedagogas, filósofas o periodistas al lugar en la historia que merecen. Forman el grupo de investigación La Otra Edad de Plata y hasta el próximo viernes organizan un amplio congreso internacional dedicado a la mujer moderna entre 1900 y 1936.

Darán a conocer su proyección y legado cultural y restituirán el pecado que cometió la historiografía con ellas al dejarlas sin hechos, sin acontecimientos y sin biografías. Las expertas se resisten a dar por muertas a las mujeres esenciales en la modernización de este país antes del franquismo.

https://elpais.com/cultura/2018/12/12/actualidad/1544622605_643142.html

 
LA CATEDRÁTICA – María López Villarquide
Publicado por Balbo | Visto 4 veces

La Universidad de Salamanca, heredera del Studium Generalede Palencia, es el centro de estudios superiores en activo más antiguo de España, además de ser la tercera de Europa. Desde su creación allá por 1218, en tiempos de Alfonso IX, son muchos los estudiantes que han pasado por sus aulas, desde estudiantes anónimos hasta grandes celebridades, como por ejemplo Fray Luis de León, Francisco de Vitoria, Fernando de Rojas, Hernán Cortes, san Juan de la Cruz, Calderón de la Barca, Azorín, y así una excelsa nómina ciudadanos ilustres. Esto era debido a la calidad de su enseñanza y a su prestigio, pues ya lo dice su lema Omnium scientiarum princeps Salmantica docet (Los principios de todas las ciencias se enseñan en Salamanca). Aunque, en descargo de la verdad, también hubo alumnos de los que nada se pudo sacar y así igualmente dice otro lema a la inversa: Quod natura non dat, Salmantica non praestat (Lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo añade). Pero este último caso no es aplicable al personaje que nos trae a esta humilde reseña. Se trata de Luisa de Medrano Bravo de Lagunas Cienfuegos (1484 – 1527), quien debido a su sapiencia tiene el honor de ser la primera catedrática del mundo. Durante mucho tiempo la figura de esta mujer ha caído en el olvido, como tantas otras desgraciadamente, por lo que la novela histórica que ahora les presento, La Catedrática, de María López Villarquide, sirve para recordar a la mujer de la que Lucio Marineo Sículo decía aquello de:

Tú que en las letras y elocuencia has levantado bien alta la cabeza por encima de los hombres, que eres en España la única niña y tierna joven que trabajas con diligencia y aplicación no la lana sino el libro; no el huso sino la pluma; no la aguja sino el estilo.


La novela escrita por María López narra las vivencias de esta dama que con su tenacidad y buen hacer supo derribar los prejuicios machistas de ese tiempo y poner una bandera en un terreno que parecía vedado a cualquier mujer que tuviera inclinaciones intelectuales. Nacida en Atienza (Guadalajara) Luisa Medrano provenía de una familia ennoblecida que siempre apoyó a la reina Isabel, por lo que cuando su padre y abuelo murieron en las Guerras de Granada, ésta acogió no solo a Luisa en la corte sino también a sus otros ocho hermanos. Ya que desgraciadamente la figura de Luisa Medrano ha quedado enterrada con el paso de los siglos, y además no dejó nada escrito, toda la historia que nos narra el libro la conocemos a través de la voz de otros personajes como por ejemplo la princesa Juana, Fernando de Rojas, o incluso su propio hermano Luis que llegó a ser rector de la Universidad de Salamanca. Gracias a este tipo de construcción novelesca la autora nos lleva a conocer la corte isabelina, en donde existía un gran ambiente cultural e idiomático, además las corrientes intelectuales que había en la universidad. Luisa consigue medrar en aquel mundo y con tan solo veinticuatro años, en 1508, sustituye a Antonio Nebrija como Catedrática de Gramática de la Universidad de Salamanca. Hecho que pasaría a la Historia al ser la primera en conseguirlo.

Como bien nos dice María López Villarquide no sabemos de qué manera murió Luisa Medrano, tal vez de fiebres o envenenada por algún rival, pero de lo que si tenemos certeza es que fue una mujer adelantada a su tiempo, una persona de un calibre parecido a Beatriz Galindo, La Latina, que supo imponerse a un tiempo en el que la educación parecía que solo estaba hecha para los hombres (para los que quisieran aprender, se comprende). Hay que recordar que hasta una Real Orden de 1910 las mujeres no podían matricularse libremente en una universidad y si lo hacían antes de esa fecha la decisión tenía que ser sometida a un jurado especial compuesto, claro está, solo de hombres. Por tanto Luisa fue una pionera a la que es bueno recordar en esta novela histórica titulada La Catedrática, novela que les enganchará desde el principio y con la que podrán darle voz a aquella que por su condición fue silenciada de manera injusta.

http://www.hislibris.com/24876-2/#more-24876
 
Las razones por las que la Inquisición española no fue la bestia sádica que te ha contado la Leyenda Negra

La imagen de los inquisidores usando emparedamientos, fuego candente, golpes en las articulaciones, damas de hierro y ruedas de tormento, simplemente es ficción. Ninguna de esas torturas eran válidas, entre otras cosas porque no se podía poner en peligro la vida del reo ni provocar mutilaciones permanentes



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Pedro Berruguete: Santo Domingo presidiendo un auto de fe (1475)


La historia de la Inquisición española está llena de casos documentados de reos que blasfemaron con el propósito de ser trasladados de las cárceles del tribunal del Rey a las del Santo Oficio. Sabían que en manos de la Inquisición obtendrían más garantías procesales, obviamente insuficientes comparadas con las actuales, y que la tortura sería más benévola con ellos. Sabían, también, que el Santo Oficio buscaba más el arrepentimiento que la condena a muerte. Lo cual choca de frente con el mito creado por la Leyenda Negra, presente en el imaginario popular y resistentes a cualquier explicación o dato.

Indiferentemente de lo que aquí se diga, o del esfuerzo por contextualizar su historia: la Inquisición siempre será para muchos un aparato de tormento solo comparable a la Gestapo o a la KGB.

La era de Torquemada

La figura del inquisidor es un recurso habitual en la literatura, extranjera y española, para dar forma a un malvado con características de intransigente y gusto por la sangre. Su presencia es multitudinaria en la literatura y en el cine, a pesar de que la historiografía ha desmontado muchos de los mitos asociados a este tribunal eclesiástico, empezando por demostrar que las cifras de condenados a su cargo ocupa un lugar secundario en comparación con otros episodios de una Europa que se desangró en guerras religiosas durante los siglos XVI y XVII. Sin ir más lejos, se calcula que solo en la Matanza de Bartolomé, en el verano de 1572, se mataron a tres veces más personas por cuestiones religiosas en Francia que en los tres siglos y pico de existencia del Santo Oficio en España.

La Inquisición española fue puesta en marcha, en 1478, para combatir los focos judaizantes que se habían localizado en el arzobispado de Sevilla. En contraste con la inquisición medieval, nacida en Francia en 1184 para luchar contra la herejía de los cátaros, la Santa Inquisición española fue estructurada desde el principio como un tribunal subordinado directamente a la Corona.

Ni en Inglaterra, ni en Europa oriental, ni en Castilla había existido la versión papal, extendida en toda Europa, por lo que Enrique IV solicitó su creación en una fecha tan tardía como 1476 al Papa Sixto IV. Su creación coincidió con el intento de los Reyes Católicos por crear un estado moderno, de modo que se aseguraron de ser los reyes quienes contralaran su dirección y decidieran el cargo de inquisidor general.



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Escudo de la Inquisición española.


En estos primeros años, la Inquisición centró sus esfuerzos en los núcleos de judaizantes, que hasta entonces habían permanecido inmunes a otras campañas represivas. En 1481, se celebró el primer auto de fe, precisamente en Sevilla, donde fueron quemados vivos seis detenidos acusados de judeoconversos. Sin embargo, los resultados no eran los deseados por los Reyes Católicos, que, buscando incrementar el acoso contra los falsos conversos, nombraron a Tomás de Torquemada para el cargo de inquisidor general de Castilla en 1483.

La incansable actividad de Torquemada, de sangre conversa, extendió el clima de terror por toda la península. En 1492, ya existían tribunales en ocho ciudades castellanas (Ávila, Córdoba, Jaén, Medina del Campo, Segovia, Sigüenza, Toledo y Valladolid) y comenzaban a asentarse en las poblaciones aragonesas. Establecer la nueva Inquisición en los territorios de la Corona de Aragón resultó más complicado, a pesar de que la modalidad medieval sí había tenido aquí vigencia. No fue hasta el nombramiento de Torquemada, también Inquisidor de Aragón, Valencia y Cataluña, cuando la resistencia empezó a quebrarse.

Torquemada inauguró el mayor periodo de persecución de judeoconversos, entre 1480 a 1530, y donde más personas fueron condenadas a muerte por el tribunal. Según el historiador eclesiásticoJuan Antonio Llorente, fueron ejecutadas 10.000 personas durante este periodo, cifas inverosímiles que han desmontado los estudios modernos a cargo del hispanista Henry Kamen, quien rebaja la cifra a 2.000 personas hasta 1530.


En el foco de la Leyenda Negra

Desde la década de 1520, los objetivos del Santo Oficio fueron ampliándose a los pequeños grupos de protestantes, eramistas y otras desviaciones de la ortodoxia. A partir de 1551, la Inquisición empezó a publicar su propio Índice de libros prohibidos, mucho más extenso que el aprobado por la Curia Romana. Esta actuación inquisitorial actuó como «cordón sanitario» de ideas heréticas y libró a los reinos españoles de los sangrientos conflictos religiosos que asolaron toda Europa en los siglos XVI y XVII.

En su «Apologie», Orange siente total indiferencia por los judíos, pero critica a la Inquisición por acosar a los protestantes españoles. Lo que Orange ignora, o quiere ignorar, es que este grupo fue minoritario


Precisamente fue a raíz de la propaganda escrita por un líder protestante, Guillermo de Orange, cuando la Inquisición española adquirió su fama de tribunal monstruoso. En su «Apologie», Orange siente total indiferencia por los judíos, pero critica a la Inquisición por acosar a los protestantes españoles. Lo que Orange ignora, o quiere ignorar, es que este grupo fue minoritario. Se ha calculado en 2.700 el número de protestantes perseguidos por la Inquisición española entre 1517 y 1648, de los cuales la mayoría eran franceses, británicos flamencos y alemanes.

De esa cifra, apunta el investigador protestante E. Schafer que las condenas en firme afectaron a 220, entre los cuales solo doce fueron quemados. Una cifra nimia en comparación con lo que estaba ocurriendo en países como Inglaterra o Francia, que vivieron auténticas guerras civiles entre católicos y protestantes durante casi dos siglos. En el entorno calvinista que se movía Orange ocurría otro tanto de lo mismo.

No obstante, Orange no fue el único en criticar la intolerancia que se vivía en España. Antes que él, John Foxe, un inglés exiliado en Holanda en tiempos de la católica María Tudor, escribió un libro ilustrado sobre la intolerancia a través de la historia, cuya parte dedicada al Santo Oficio estaba repleta de errores y de mentiras. Como muchos otros autores, Foxe cita a víctimas de la Inquisición creyendo que son protestantes, pero en realidad la mayoría eran judíos o mahometanas, los cuales suponían el grueso de los muertos en la hoguera.


5.000 muertos

Fue así la persecución protestante –mínima en España– la que llamó la atención en la Europa anglosajona sobre un tribunal encargado de juzgar un amplio grupo de «pecados». Los procesos afectaban a grupos tan distantes como los blasfemos, bígamos, heterodoxos, abusadores de menores, homosexuales e incluso falsificadores de moneda y plagiadores de libros. Según los estudios de Jaime Contreras y Gustav Henningsen, entre 1540 y 1700 el Santo Oficio persiguió a 49.000 personas (Joseph Pérez eleva el número total a 125.000 procesos durante sus 350 años en España) de los cuales el 27% fue procesado por blasfemias y palabras malsonantes; el 24%, por mahometismo; el 10%, por falsos conversos; el 8%, por luteranos; el 8%, por brujería y distintas supersticiones; y el resto por otros asuntos como la sodomía, la bigamia, la solicitud de los sacerdotes, etc.

Cabe recordar aquí que la mayor parte de estos «pecados» eran igualmente sancionados como delitos en el resto de Europa a través de tribunales ordinarios. En Inglaterra, ser católico o de una religión distinta a la del Rey era exactamente lo mismo que ser un traidor a la Corona. Solo las persecuciones de católicos en la Inglaterra de Isabel Tudor provocaron 1.000 muertos, entre religiosos y seglares, en cuestión de un par de décadas.

Entre los reos finalmente condenados por la Inquisición, los castigos podían ir desde una multa económica, servir en galeras como remeros durante un tiempo específico, penas de prisión, hasta, en los casos más graves, ser quemados vivos. En lo que se refiere al periodo entre 1540 y 1700, las condenas a muerte se dictaron para un 3,5% de los casos, según los cálculos de Gustav Henningsen. Pero solo al 1,8% de los condenados se les aplicó efectivamente la muerte por hoguera.

Los otros fueron quemados en efigie, es decir, a través de un muñeco del tamaño de un ser humano que los representaba. Esto se debía a que habían fallecido antes de terminar el proceso, se habían escapado o directamente nunca habían sido capturados. Como ejemplo de ello, en la mayor ejecución sumaria de la Inquisición, celebrada en 1680, fueron 61 los condenados a morir en la hoguera, de los cuales 34 eran estatuas en representación de los reos.

En caso de que se arrepintieran y reconocieran su herejía, los condenados a la hoguera eran estrangulados previamente mediante garrote vil. Y, si se arrepentía antes de la sentencia, lo más probable es que se conmutara su pena automáticamente por cárcel, multas y otros castigos que no comprometieran su vida.

Buscando una cifra global de muertos, el número estaría en torno a los 5.000-10.000 muertos durante los 350 años de existencia del tribunal, si bien Geoffrey Parker se atreve a estimar 5.000 muertos, lo que supone un 4% de todos los procesos abiertos.


Los miembros de la Iglesia no podían derramar sangre alguna y se limitaban a «relajarlos» al brazo secular, es decir, entregados a los tribunales reales


Otro de los errores más comunes es imaginar los multitudinarios autos de fe, que solían contar con la presencia de los Reyes y las autoridades, como lugares donde se presenciaban auténticas matanzas. En realidad, no se ejecutaba a nadie en estos actos, sino que los condenados a muerte, que comparecían ataviados con el tradicional sambenito (una especie de gran escapulario con forma de poncho), eran entregados formalmente a los tribunales reales encargados de ejecutar la sentencia más tarde y sin la presencia de las autoridades. Los miembros de la Iglesia no podían derramar sangre alguna y se limitaban a « relajarlos» al brazo secular, es decir, cedidos a sus verdugos.


La Inquisición contra los tribunales ordinarios

Durante los 350 años de su historia, la Inquisición española ambicionó a ser un aparato efectivo en el control social de los súbditos, si bien el reducido número de inquisidores, que no alcanzaba ni el media centenar de hombres, hizo que su presencia en el medio rural fuera testimonial y en el caso de las urbes muy limitada. Su poder ni siquiera podía compararse al de los tribunales del Rey. El hispanista Henry Kamen, que ha dedicado varias obras a desmitificar las ideas extendidas sobre el Santo Oficio, ha demostrado con datos que al «comparar las estadísticas sobre condenas a muerte de los tribunales civiles e inquisitoriales entre los siglos XV y XVIII en Europa: por cada cien penas de muerte dictadas por tribunales ordinarios, la Inquisición emitió una».

En contraste, el británico James Stephen calculó en uno de sus volúmenes de «A History of the Criminal Law on England»(1883) que el número de condenados a muerte por todos los tribunales en Inglaterra aproximadamente en esos mismos tres siglos alcanzó la cifra de 264.000 personas, por delitos que iban del asesinato hasta el robo de una oveja. Stephen, que se asombraba al comparar las cifras con las de la mitificada Inquisición, fue uno de los primeros que defendió en Inglaterra que el tribunal español no pudo haber matado a la cifra de personas que decía la Leyenda Negra, puesto que el procedimiento penal que aplicaban estaba burocratizado y era demasiado garantistas como para tener capacidad material de ejecutar a tanta gente.


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«Imagen ficticia de una cámara de tortura inquisitorial. Grabado del siglo XVIII de Bernard Picart»

Lejos de lo que se pueda suponer, la Inquisición ofrecía unas garantías procesales más amplias (insuficientes, obviamente, a ojos actuales) que los tribunales ordinarios y, de hecho, mataba menos. Para empezar, la Inquisición recurría a la tortura en escasas ocasiones (Lea y Kamen calculan un 1 o 2 por ciento de los casos investigados), y siempre bajo supervisión de un inquisidor que tenía orden de evitar daños permanentes, a menudo junto a un médico, en contraste con las salvajes torturas aplicadas por la autoridad civil en España y en otros países.

Elvira Roca Barea recuerda en su libro «Imperiofobia y Leyenda Negra» que justamente más allá de los pirineos, por ejemplo en Inglaterra, «cualquier persona podía ser torturada o ejecutada –descuartizada para ser más exactos– por dañar unos jardines públicos, y en Alemania la tortura podía llevar a perder los ojos. En Francia era admisible desollar viva a la gente».

En la Inquisición española, sin embargo, el desarrollo de la tortura era registrado escrupulosamente por los secretarios, incluyendo los gemidos y exclamaciones proferidas por las víctimas. El Santo Oficio tenía un manual de procedimiento que, salvo raras excepciones, estipulaba estos tres sistemas: «potro» (correas que se iban apretando), «toca» (paño empapado que se introducía en la boca y sobre la nariz para crear una sensación de asfixia) y «garrucha» (colgar al reo de las muñecas con las manos atadas arriba o incluso a la espalda). Al inquisidor que se excedía en sus métodos se le destituía sin más.

La tortura, en definitiva, no podía poner en peligro la vida del reo ni provocar mutilaciones y podía ser aplicada también en nobles y en el clero, que estaban exentos en la justicia ordinaria: «El privilegio que las leyes otorgan a las personas nobles de no poder ser procesadas en las otras causas no ha lugar en materia de herejía» se dice en el Manual de los inquisidores. No así en mujeres embarazadas o criando, y en niños de menos de 11 años.

Las confesiones obtenidas durante el tormento no eran válidas por sí mismas y debían ser ratificadas, fuera de él, en las veinticuatro horas siguientes por el reo. Aparte, en contra del mito generalizado, nunca se aceptaron denuncias anónimas.

En Inglaterra, «cualquier persona podía ser torturada o ejecutada –descuartizada para ser más exactos– por dañar unos jardines públicos, y en Alemania la tortura podía llevar a perder los ojos. En Francia era admisible desollar viva a la gente

Todo ello hace que la imagen de los inquisidores usando emparedamientos, fuego candente, golpes en las articulaciones, damas de hierro y ruedas de tormento, sea simplemente ficción, aunque en buena parte de Europa se diera por tan cierta como que cada día sale el sol. A principios del siglo XIX, el conde de Maistre relató indignado que durante un viaje a Francia fue testigo de cómo un grupo de ilustrados hablaba sobre las terribles torturas de la Inquisición española, a pesar de que hacía décadas que no se usaba ningún tormento. Los jueces de este tribunal no la consideraban válida por esas fechas y se abolió completamente por la falta de uso.


La caza de brujas, una cifra mínima en España

Otra de las cuestiones que llaman la atención del caso español es la escasa incidencia que tuvo aquí la persecución de la brujería, que se vinculaba casi exclusivamente a las mujeres. Se considera tradicionalmente que la brujería era a ojos de los inquisidores españoles un mal menor en el que incurrían mujeres de baja extracción y ningún tipo de influencia social o religiosa. La actuación del tribunal se encaminó durante los siglos XVI y XVII a la reinserción de las acusadas de brujería en el seno de la Iglesia, más que a la pena de muerte, aunque también se registraron algunas ejecuciones en la hoguera por esta causa.

Como ejemplo de condena benigna, una mujer llamada Isabel García, que en 1629 confesó ante el tribunal de Valladolid habérsele aparecido Satanás, con quien pactó, la recuperación de su amante, fue sólo castigada a abjurar de levi y a cuatro años de destierro.


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El Aquelarre, cuadro de Francisco Goya (Museo Lázaro Galdiano, Madrid)


Las cifras demuestran que la caza de brujas fue un problema ajeno al Mediterráneo. Según cálculos del historiador alemán Wolfgang Behringer, la persecución provocó en toda Europa entre 40.000-60.000 víctimas, donde 500 corresponden a la suma de las ejecutadas en España, Portugal e Italia (exceptuando las regiones alpinas de lengua italiana). En esta cifra, correspondiente a la primera parte de la Edad Moderna, Francia habría ejecutado a 4.000 y Alemania al menos a 25.000.

A raíz del proceso de las brujas de Zugarramurdi (1610), donde dieciocho personas fueron reconciliadas, seis fueron quemadas vivas y cinco en efigie, la Inquisición española se preocupó porque nada igual volviera ocurrir en el norte del país, cuyo contacto con Francia aumentaba los riesgos de otros casos de histeria colectiva. «Alonso de Salazar y Frías empezó a desconfiar por primera vez de lo que las brujas decían sobre sí mismas. Empezó a considerar que todo aquello se había producido por una neurosis colectiva que había que erradicar», apunta el historiador Ricardo García Cárcel sobre este inquisidor enviado a investigar lo ocurrido en Zugarramurdi.

En su informe ante la Consejo de la Suprema Inquisición, Salazar y Frías afirmó el 24 de marzo de 1612 que los fenómenos de brujería habían sido historias inverosímiles y ridículas: «No hubo brujos ni embrujados hasta que se empezó a hablar de ellos».


La persecución de brujas provocó en toda Europa entre 40.000-60.000 víctimas, donde 500 corresponden a la suma de las ejecutadas en España, Portugal e Italia


En palabras del Julio Caro Baroja, el inquisidor español «se adelantó de modo considerable a los que difundieron en Europa ideas concebidas en el mismo sentido», como el famoso jesuita alemán Friedrich Spee, que cargó contra la persecución de las brujas en el corazón del continente. Como resultado de sus críticas, nunca más se juzgaría a nadie en territorio español por solo el delito de brujería, mientras en el resto de Europa continuó la persecución hasta finales del siglo XVIII. Una niña ejecutada en el cantón protestante de Glarus, en 1783, fue la última víctima de esta histeria prolongada durante siglos.


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Por qué los condes de Barcelona fueron templarios
    • JESÚS LÓPEZ-PELÁEZ CASELLAS
    • Jaén
    • 19 DIC. 2018


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Vidriera dedicada al conde de Barcelona Ramón Berenguer IV en la catedral de Notre Dame-et-Saint-Castor (Nimes, Francia).



Los Templarios sedujeron a Alfonso I de Aragón y a los nobles catalanes Ramón Berenguer III y Ramón Berenguer IV. El testamento en favor de la misteriosa orden es el embrión de la Corona de Aragón y de lo que siglos después se convirtió en España

Se podría pensar que todo comenzó en 1132 con el sorprendente testamento de Alfonso I de Aragón, el rey Batallador:

"Asimismo para después de mi muerte, dejo por mi heredero y sucesor, al Sepulcro del Señor, (...) y (...) al Hospital de los pobres que hay en Jerusalén; y al templo del Señor (...) para defender el nombre de la Cristiandad. A estos tres concedo todo mi reino".

Ciertamente, que el rey de Pamplona y Aragón -muerto dos años después de redactar estas últimas voluntades- legara su reino a unas órdenes religioso-militares (Santo Sepulcro, Hospitalarios y Templarios) creadas poco antes y con escasa implantación en la Península no podía dejar de sorprender e indignar a quienes esperaban beneficiarse de la muerte de un rey sin hijos. Pero el caso es que el Temple, fundado 15 años antes en Tierra Santa, no era en 1134 desconocido para los monarcas y nobles de la Península.

Creada en Jerusalén en 1119 por un puñado de nobles franceses que obtuvieron el apoyo del rey Balduino II y del Patriarca de Jerusalén Warmundo y con el objetivo de defender a los peregrinos cristianos de los ataques de los musulmanes, la Orden pronto se dio cuenta de que, para cumplir su misión, requería financiación que sólo los grandes señores europeos podían proporcionarle. Por ello, ya en 1127 su primer Gran Maestre y fundador, Hugo de Payens, es enviado a Francia e Inglaterra para obtener fondos, y esta visita resulta muy fructífera. En Inglaterra, por ejemplo, fundó las primeras casas de la Orden (la de Londres y la de Escocia, en Midlothian), y en Francia -donde gracias al decidido apoyo del influyente Bernardo de Claraval la Orden era ya respetada y conocida- fue ayudado por la monarquía y la nobleza francesa con freires, fondos, tierras y encomiendas.

Y es ya durante esta primera visita cuando algunos freires templarios dirigen su atención a la Península Ibérica. Algunas décadas antes el papado ya se había mostrado dispuesto a considerar la lucha contra los musulmanes en la Península como otra forma de cruzada. La toma de Toledo el 25 de mayo de 1085 fue celebrada casi con tanto júbilo como luego lo sería la de Jerusalén 14 años más tarde, y de hecho en la conquista (o reconquista) de Lisboa en 1147 participaron caballeros cruzados de camino a Jerusalén. Es en este contexto de emulación de la cruzada en Tierra Santa en el que los templarios se despliegan por la Península. En el oeste encontrarán el decisivo apoyo de Teresa Alfónsez, la condesa de Portugal, que les cede el castillo de Soures en 1128. Y en el este hallan una gran acogida en Aragón y Cataluña, tanto por parte del monarca batallador Alfonso I como por el conde de Barcelona Ramón Berenguer III.

Conocido como el Grande, Ramón Berenguer III fue, como el aragonés Alfonso, un audaz gobernante dotado del pragmatismo tan característico de la época: a pesar de luchar contra el Islam, pactaba con cristianos y musulmanes según sus necesidades, ignorando fundamentalismos religiosos. Así, tuvo por un tiempo como gran enemigo a nada menos que Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, contra quien guerreó hasta que finalmente sellaron la paz a través del matrimonio del conde de Barcelona con una de las hijas del Cid, María Rodríguez (esto es, María la hija de Rodrigo). Bastante más joven que el héroe de Vivar, Berenguer compartía con éste ardor guerrero y entrega militar, y así emprendió campañas contra el Islam entre las que sobresale la celebrada conquista de Mallorca de 1115 (aunque los musulmanes la reconquistaron meses después). Soberano medieval de corte caballeresco, Ramón Berenguer se sintió irresistiblemente atraído por los ideales del Temple.

El tercer conde de Barcelona ya sabía de la existencia de la Orden en 1126, e incluso pudo tener noticia de ella antes, entre 1123 y 1125, dado que su amigo Gastón IV de Bearne participó con honores en la Primera Cruzada, al término de la cual se creó el Temple. De hecho, la estrecha relación personal y político-militar existente entre el oscense Alfonso I, el bearnés Gastón IV y el catalán (aunque nacido en Rodez) Ramón Berenguer III, todos contemporáneos y señores de territorios muy próximos cuando no colindantes, explica que los tres cayeran igualmente fascinados por la naturaleza religiosa y militar de los caballeros templarios.

El Temple, la institución idónea para enfrentarse a la amenaza almorávide
La situación política que compartían en el primer tercio del siglo XII, basada en la existencia de fronteras difusas y ambiguas alianzas, propiciaba que la existencia de una institución inter, o supra, nacional como el Temple fuera recibida con especial interés. Así, Ramón Berenguer III -como Alfonso I o Gastón IV- contribuyó a la implantación del Temple en su condado, y las pruebas incontestables de su vinculación con los freires son su ordenación como caballero templario en 1130 (en ceremonia oficiada por Hugo de Rigaud, Maestre del Languedoc), y poco después la redacción de su testamento a favor de la Orden. En estas sus últimas voluntades legaba su armadura, su caballo de batalla y el castillo de Grañena de Cervera a los templarios, lo que no tardó en ejecutarse pues murió en 1131.

Pero, ¿qué pudo llevar a Ramón Berenguer III a tomar esta decisión? Por un lado, no debemos descartar una preocupación religiosa, casi supersticiosa para algunos, relacionada con su ansiedad ante la proximidad de la muerte. A diferencia de Gastón IV o de Raimundo IV de Tolosa (que participaron de forma destacada en la Primera Cruzada y también combatieron a los musulmanes en la Península), Ramón Berenguer no pudo permitirse abandonar sus territorios catalanes para acudir a la Cruzada y así expiar sus pecados luchando por la Cristiandad. Ingresar en una de las nuevas órdenes religioso-militares debía parecer a muchos señores medievales peninsulares, como el conde de Barcelona o el rey de Aragón, la forma más sencilla de compensar ese déficit. Pero también hay un componente menos simbólico, o más tangible: como él mismo explica en su testamento, la Orden ya parecía ser entonces la institución idónea para enfrentarse a la temible amenaza que suponían para el Levante peninsular los almorávides (quienes por cierto también eran originalmente monjes-guerreros).

Su sucesor al frente del condado de Barcelona, su hijo Ramón Berenguer IV, igualmente atraído por la Orden, reforzó la estrecha relación entre el Temple y los condes de Barcelona y también fue ordenado freire como su padre (ad terminum, o temporal, en su caso), lo que le sirvió para ser nombrado mediador en la negociación del testamento del rey Alfonso con el Temple. Pero a pesar de su vinculación templaria, lo que tal vez no esperaba el conde de Barcelona era verse beneficiado por la sorprendente decisión testamentaria de Alfonso I. En efecto, al negarse la nobleza aragonesa y pamplonesa a reconocer la decisión de Alfonso de dejar su reino a las órdenes religioso-militares se busca una solución que guarde visos de legitimidad y aparente respetar las últimas voluntades del rey aragonés. El matrimonio de Ramón Berenguer IV con Petronila, la hija de un año de edad del hermano de Alfonso, Ramiro el Monje, permite que el conde de Barcelona se convierta en dominador y prínceps (que no 'rey', al no pertenecer a la casa real) de una nueva y formidable entidad política que duraría siglos, la Corona de Aragón.

Es así como surge esta institución de enorme repercusión histórica en el devenir de los reinos hispánicos y de lo que siglos después conoceremos como España. Fue, sin duda, consecuencia indirecta de la irrupción estrepitosa de la Orden del Temple en la Península, de la decisión pionera de profesar en la Orden de dos condes de Barcelona, y de la última voluntad de un rey aragonés con espíritu templario.


Jesús López-Peláez Casellas es catedrático de la Universidad de Jaén y autor del libro 'Las fortalezas de Dios. Un recorrido por los castillos templarios de los reinos de España' (Espasa. 2018)

https://www.elmundo.es/cultura/2018/12/19/5c1938c4fc6c83963f8b45b9.html
 
Las razones por las que la Inquisición española no fue la bestia sádica que te ha contado la Leyenda Negra

La imagen de los inquisidores usando emparedamientos, fuego candente, golpes en las articulaciones, damas de hierro y ruedas de tormento, simplemente es ficción. Ninguna de esas torturas eran válidas, entre otras cosas porque no se podía poner en peligro la vida del reo ni provocar mutilaciones permanentes



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Pedro Berruguete: Santo Domingo presidiendo un auto de fe (1475)


La historia de la Inquisición española está llena de casos documentados de reos que blasfemaron con el propósito de ser trasladados de las cárceles del tribunal del Rey a las del Santo Oficio. Sabían que en manos de la Inquisición obtendrían más garantías procesales, obviamente insuficientes comparadas con las actuales, y que la tortura sería más benévola con ellos. Sabían, también, que el Santo Oficio buscaba más el arrepentimiento que la condena a muerte. Lo cual choca de frente con el mito creado por la Leyenda Negra, presente en el imaginario popular y resistentes a cualquier explicación o dato.

Indiferentemente de lo que aquí se diga, o del esfuerzo por contextualizar su historia: la Inquisición siempre será para muchos un aparato de tormento solo comparable a la Gestapo o a la KGB.

La era de Torquemada

La figura del inquisidor es un recurso habitual en la literatura, extranjera y española, para dar forma a un malvado con características de intransigente y gusto por la sangre. Su presencia es multitudinaria en la literatura y en el cine, a pesar de que la historiografía ha desmontado muchos de los mitos asociados a este tribunal eclesiástico, empezando por demostrar que las cifras de condenados a su cargo ocupa un lugar secundario en comparación con otros episodios de una Europa que se desangró en guerras religiosas durante los siglos XVI y XVII. Sin ir más lejos, se calcula que solo en la Matanza de Bartolomé, en el verano de 1572, se mataron a tres veces más personas por cuestiones religiosas en Francia que en los tres siglos y pico de existencia del Santo Oficio en España.

La Inquisición española fue puesta en marcha, en 1478, para combatir los focos judaizantes que se habían localizado en el arzobispado de Sevilla. En contraste con la inquisición medieval, nacida en Francia en 1184 para luchar contra la herejía de los cátaros, la Santa Inquisición española fue estructurada desde el principio como un tribunal subordinado directamente a la Corona.

Ni en Inglaterra, ni en Europa oriental, ni en Castilla había existido la versión papal, extendida en toda Europa, por lo que Enrique IV solicitó su creación en una fecha tan tardía como 1476 al Papa Sixto IV. Su creación coincidió con el intento de los Reyes Católicos por crear un estado moderno, de modo que se aseguraron de ser los reyes quienes contralaran su dirección y decidieran el cargo de inquisidor general.



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Escudo de la Inquisición española.


En estos primeros años, la Inquisición centró sus esfuerzos en los núcleos de judaizantes, que hasta entonces habían permanecido inmunes a otras campañas represivas. En 1481, se celebró el primer auto de fe, precisamente en Sevilla, donde fueron quemados vivos seis detenidos acusados de judeoconversos. Sin embargo, los resultados no eran los deseados por los Reyes Católicos, que, buscando incrementar el acoso contra los falsos conversos, nombraron a Tomás de Torquemada para el cargo de inquisidor general de Castilla en 1483.

La incansable actividad de Torquemada, de sangre conversa, extendió el clima de terror por toda la península. En 1492, ya existían tribunales en ocho ciudades castellanas (Ávila, Córdoba, Jaén, Medina del Campo, Segovia, Sigüenza, Toledo y Valladolid) y comenzaban a asentarse en las poblaciones aragonesas. Establecer la nueva Inquisición en los territorios de la Corona de Aragón resultó más complicado, a pesar de que la modalidad medieval sí había tenido aquí vigencia. No fue hasta el nombramiento de Torquemada, también Inquisidor de Aragón, Valencia y Cataluña, cuando la resistencia empezó a quebrarse.

Torquemada inauguró el mayor periodo de persecución de judeoconversos, entre 1480 a 1530, y donde más personas fueron condenadas a muerte por el tribunal. Según el historiador eclesiásticoJuan Antonio Llorente, fueron ejecutadas 10.000 personas durante este periodo, cifas inverosímiles que han desmontado los estudios modernos a cargo del hispanista Henry Kamen, quien rebaja la cifra a 2.000 personas hasta 1530.


En el foco de la Leyenda Negra

Desde la década de 1520, los objetivos del Santo Oficio fueron ampliándose a los pequeños grupos de protestantes, eramistas y otras desviaciones de la ortodoxia. A partir de 1551, la Inquisición empezó a publicar su propio Índice de libros prohibidos, mucho más extenso que el aprobado por la Curia Romana. Esta actuación inquisitorial actuó como «cordón sanitario» de ideas heréticas y libró a los reinos españoles de los sangrientos conflictos religiosos que asolaron toda Europa en los siglos XVI y XVII.

En su «Apologie», Orange siente total indiferencia por los judíos, pero critica a la Inquisición por acosar a los protestantes españoles. Lo que Orange ignora, o quiere ignorar, es que este grupo fue minoritario


Precisamente fue a raíz de la propaganda escrita por un líder protestante, Guillermo de Orange, cuando la Inquisición española adquirió su fama de tribunal monstruoso. En su «Apologie», Orange siente total indiferencia por los judíos, pero critica a la Inquisición por acosar a los protestantes españoles. Lo que Orange ignora, o quiere ignorar, es que este grupo fue minoritario. Se ha calculado en 2.700 el número de protestantes perseguidos por la Inquisición española entre 1517 y 1648, de los cuales la mayoría eran franceses, británicos flamencos y alemanes.

De esa cifra, apunta el investigador protestante E. Schafer que las condenas en firme afectaron a 220, entre los cuales solo doce fueron quemados. Una cifra nimia en comparación con lo que estaba ocurriendo en países como Inglaterra o Francia, que vivieron auténticas guerras civiles entre católicos y protestantes durante casi dos siglos. En el entorno calvinista que se movía Orange ocurría otro tanto de lo mismo.

No obstante, Orange no fue el único en criticar la intolerancia que se vivía en España. Antes que él, John Foxe, un inglés exiliado en Holanda en tiempos de la católica María Tudor, escribió un libro ilustrado sobre la intolerancia a través de la historia, cuya parte dedicada al Santo Oficio estaba repleta de errores y de mentiras. Como muchos otros autores, Foxe cita a víctimas de la Inquisición creyendo que son protestantes, pero en realidad la mayoría eran judíos o mahometanas, los cuales suponían el grueso de los muertos en la hoguera.


5.000 muertos

Fue así la persecución protestante –mínima en España– la que llamó la atención en la Europa anglosajona sobre un tribunal encargado de juzgar un amplio grupo de «pecados». Los procesos afectaban a grupos tan distantes como los blasfemos, bígamos, heterodoxos, abusadores de menores, homosexuales e incluso falsificadores de moneda y plagiadores de libros. Según los estudios de Jaime Contreras y Gustav Henningsen, entre 1540 y 1700 el Santo Oficio persiguió a 49.000 personas (Joseph Pérez eleva el número total a 125.000 procesos durante sus 350 años en España) de los cuales el 27% fue procesado por blasfemias y palabras malsonantes; el 24%, por mahometismo; el 10%, por falsos conversos; el 8%, por luteranos; el 8%, por brujería y distintas supersticiones; y el resto por otros asuntos como la sodomía, la bigamia, la solicitud de los sacerdotes, etc.

Cabe recordar aquí que la mayor parte de estos «pecados» eran igualmente sancionados como delitos en el resto de Europa a través de tribunales ordinarios. En Inglaterra, ser católico o de una religión distinta a la del Rey era exactamente lo mismo que ser un traidor a la Corona. Solo las persecuciones de católicos en la Inglaterra de Isabel Tudor provocaron 1.000 muertos, entre religiosos y seglares, en cuestión de un par de décadas.

Entre los reos finalmente condenados por la Inquisición, los castigos podían ir desde una multa económica, servir en galeras como remeros durante un tiempo específico, penas de prisión, hasta, en los casos más graves, ser quemados vivos. En lo que se refiere al periodo entre 1540 y 1700, las condenas a muerte se dictaron para un 3,5% de los casos, según los cálculos de Gustav Henningsen. Pero solo al 1,8% de los condenados se les aplicó efectivamente la muerte por hoguera.

Los otros fueron quemados en efigie, es decir, a través de un muñeco del tamaño de un ser humano que los representaba. Esto se debía a que habían fallecido antes de terminar el proceso, se habían escapado o directamente nunca habían sido capturados. Como ejemplo de ello, en la mayor ejecución sumaria de la Inquisición, celebrada en 1680, fueron 61 los condenados a morir en la hoguera, de los cuales 34 eran estatuas en representación de los reos.

En caso de que se arrepintieran y reconocieran su herejía, los condenados a la hoguera eran estrangulados previamente mediante garrote vil. Y, si se arrepentía antes de la sentencia, lo más probable es que se conmutara su pena automáticamente por cárcel, multas y otros castigos que no comprometieran su vida.

Buscando una cifra global de muertos, el número estaría en torno a los 5.000-10.000 muertos durante los 350 años de existencia del tribunal, si bien Geoffrey Parker se atreve a estimar 5.000 muertos, lo que supone un 4% de todos los procesos abiertos.


Los miembros de la Iglesia no podían derramar sangre alguna y se limitaban a «relajarlos» al brazo secular, es decir, entregados a los tribunales reales


Otro de los errores más comunes es imaginar los multitudinarios autos de fe, que solían contar con la presencia de los Reyes y las autoridades, como lugares donde se presenciaban auténticas matanzas. En realidad, no se ejecutaba a nadie en estos actos, sino que los condenados a muerte, que comparecían ataviados con el tradicional sambenito (una especie de gran escapulario con forma de poncho), eran entregados formalmente a los tribunales reales encargados de ejecutar la sentencia más tarde y sin la presencia de las autoridades. Los miembros de la Iglesia no podían derramar sangre alguna y se limitaban a « relajarlos» al brazo secular, es decir, cedidos a sus verdugos.


La Inquisición contra los tribunales ordinarios

Durante los 350 años de su historia, la Inquisición española ambicionó a ser un aparato efectivo en el control social de los súbditos, si bien el reducido número de inquisidores, que no alcanzaba ni el media centenar de hombres, hizo que su presencia en el medio rural fuera testimonial y en el caso de las urbes muy limitada. Su poder ni siquiera podía compararse al de los tribunales del Rey. El hispanista Henry Kamen, que ha dedicado varias obras a desmitificar las ideas extendidas sobre el Santo Oficio, ha demostrado con datos que al «comparar las estadísticas sobre condenas a muerte de los tribunales civiles e inquisitoriales entre los siglos XV y XVIII en Europa: por cada cien penas de muerte dictadas por tribunales ordinarios, la Inquisición emitió una».

En contraste, el británico James Stephen calculó en uno de sus volúmenes de «A History of the Criminal Law on England»(1883) que el número de condenados a muerte por todos los tribunales en Inglaterra aproximadamente en esos mismos tres siglos alcanzó la cifra de 264.000 personas, por delitos que iban del asesinato hasta el robo de una oveja. Stephen, que se asombraba al comparar las cifras con las de la mitificada Inquisición, fue uno de los primeros que defendió en Inglaterra que el tribunal español no pudo haber matado a la cifra de personas que decía la Leyenda Negra, puesto que el procedimiento penal que aplicaban estaba burocratizado y era demasiado garantistas como para tener capacidad material de ejecutar a tanta gente.


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«Imagen ficticia de una cámara de tortura inquisitorial. Grabado del siglo XVIII de Bernard Picart»

Lejos de lo que se pueda suponer, la Inquisición ofrecía unas garantías procesales más amplias (insuficientes, obviamente, a ojos actuales) que los tribunales ordinarios y, de hecho, mataba menos. Para empezar, la Inquisición recurría a la tortura en escasas ocasiones (Lea y Kamen calculan un 1 o 2 por ciento de los casos investigados), y siempre bajo supervisión de un inquisidor que tenía orden de evitar daños permanentes, a menudo junto a un médico, en contraste con las salvajes torturas aplicadas por la autoridad civil en España y en otros países.

Elvira Roca Barea recuerda en su libro «Imperiofobia y Leyenda Negra» que justamente más allá de los pirineos, por ejemplo en Inglaterra, «cualquier persona podía ser torturada o ejecutada –descuartizada para ser más exactos– por dañar unos jardines públicos, y en Alemania la tortura podía llevar a perder los ojos. En Francia era admisible desollar viva a la gente».

En la Inquisición española, sin embargo, el desarrollo de la tortura era registrado escrupulosamente por los secretarios, incluyendo los gemidos y exclamaciones proferidas por las víctimas. El Santo Oficio tenía un manual de procedimiento que, salvo raras excepciones, estipulaba estos tres sistemas: «potro» (correas que se iban apretando), «toca» (paño empapado que se introducía en la boca y sobre la nariz para crear una sensación de asfixia) y «garrucha» (colgar al reo de las muñecas con las manos atadas arriba o incluso a la espalda). Al inquisidor que se excedía en sus métodos se le destituía sin más.

La tortura, en definitiva, no podía poner en peligro la vida del reo ni provocar mutilaciones y podía ser aplicada también en nobles y en el clero, que estaban exentos en la justicia ordinaria: «El privilegio que las leyes otorgan a las personas nobles de no poder ser procesadas en las otras causas no ha lugar en materia de herejía» se dice en el Manual de los inquisidores. No así en mujeres embarazadas o criando, y en niños de menos de 11 años.

Las confesiones obtenidas durante el tormento no eran válidas por sí mismas y debían ser ratificadas, fuera de él, en las veinticuatro horas siguientes por el reo. Aparte, en contra del mito generalizado, nunca se aceptaron denuncias anónimas.

En Inglaterra, «cualquier persona podía ser torturada o ejecutada –descuartizada para ser más exactos– por dañar unos jardines públicos, y en Alemania la tortura podía llevar a perder los ojos. En Francia era admisible desollar viva a la gente

Todo ello hace que la imagen de los inquisidores usando emparedamientos, fuego candente, golpes en las articulaciones, damas de hierro y ruedas de tormento, sea simplemente ficción, aunque en buena parte de Europa se diera por tan cierta como que cada día sale el sol. A principios del siglo XIX, el conde de Maistre relató indignado que durante un viaje a Francia fue testigo de cómo un grupo de ilustrados hablaba sobre las terribles torturas de la Inquisición española, a pesar de que hacía décadas que no se usaba ningún tormento. Los jueces de este tribunal no la consideraban válida por esas fechas y se abolió completamente por la falta de uso.


La caza de brujas, una cifra mínima en España

Otra de las cuestiones que llaman la atención del caso español es la escasa incidencia que tuvo aquí la persecución de la brujería, que se vinculaba casi exclusivamente a las mujeres. Se considera tradicionalmente que la brujería era a ojos de los inquisidores españoles un mal menor en el que incurrían mujeres de baja extracción y ningún tipo de influencia social o religiosa. La actuación del tribunal se encaminó durante los siglos XVI y XVII a la reinserción de las acusadas de brujería en el seno de la Iglesia, más que a la pena de muerte, aunque también se registraron algunas ejecuciones en la hoguera por esta causa.

Como ejemplo de condena benigna, una mujer llamada Isabel García, que en 1629 confesó ante el tribunal de Valladolid habérsele aparecido Satanás, con quien pactó, la recuperación de su amante, fue sólo castigada a abjurar de levi y a cuatro años de destierro.


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El Aquelarre, cuadro de Francisco Goya (Museo Lázaro Galdiano, Madrid)


Las cifras demuestran que la caza de brujas fue un problema ajeno al Mediterráneo. Según cálculos del historiador alemán Wolfgang Behringer, la persecución provocó en toda Europa entre 40.000-60.000 víctimas, donde 500 corresponden a la suma de las ejecutadas en España, Portugal e Italia (exceptuando las regiones alpinas de lengua italiana). En esta cifra, correspondiente a la primera parte de la Edad Moderna, Francia habría ejecutado a 4.000 y Alemania al menos a 25.000.

A raíz del proceso de las brujas de Zugarramurdi (1610), donde dieciocho personas fueron reconciliadas, seis fueron quemadas vivas y cinco en efigie, la Inquisición española se preocupó porque nada igual volviera ocurrir en el norte del país, cuyo contacto con Francia aumentaba los riesgos de otros casos de histeria colectiva. «Alonso de Salazar y Frías empezó a desconfiar por primera vez de lo que las brujas decían sobre sí mismas. Empezó a considerar que todo aquello se había producido por una neurosis colectiva que había que erradicar», apunta el historiador Ricardo García Cárcel sobre este inquisidor enviado a investigar lo ocurrido en Zugarramurdi.

En su informe ante la Consejo de la Suprema Inquisición, Salazar y Frías afirmó el 24 de marzo de 1612 que los fenómenos de brujería habían sido historias inverosímiles y ridículas: «No hubo brujos ni embrujados hasta que se empezó a hablar de ellos».


La persecución de brujas provocó en toda Europa entre 40.000-60.000 víctimas, donde 500 corresponden a la suma de las ejecutadas en España, Portugal e Italia


En palabras del Julio Caro Baroja, el inquisidor español «se adelantó de modo considerable a los que difundieron en Europa ideas concebidas en el mismo sentido», como el famoso jesuita alemán Friedrich Spee, que cargó contra la persecución de las brujas en el corazón del continente. Como resultado de sus críticas, nunca más se juzgaría a nadie en territorio español por solo el delito de brujería, mientras en el resto de Europa continuó la persecución hasta finales del siglo XVIII. Una niña ejecutada en el cantón protestante de Glarus, en 1783, fue la última víctima de esta histeria prolongada durante siglos.


GRAFICO:
https://www.abc.es/historia/abci-ra...ntado-leyenda-negra-201812170226_noticia.html

Lo que me faltaba, también hay que reivindicar a la Inquisición y decir que "no era tan mala", como si no hubiese empleado la tortura y no hubiese sido el instrumento de represión de la oposición al poder durante 4 siglos y medio.

Cierto que no se aceptaban denuncias anónimas, pero sí se permitía que el denunciante permaneciese en el anonimato, de modo que la persona acusada no podía defenderse en un careo frente a su acusador. Y el hecho de negar tu culpabilidad era considerado un agravante contra tí, asi que ser acusado era la perdición. Alguien tenía que probar que eras inocente, pero el miedo a la Inquisición hacia que se pensase que si te metías a defender a un acusado podía despertar sospechas sobre tí, asi que había que ser muy valiente y estar muy seguro de no tener nada que ver con las acusaciones para echar una mano al acusado. La Inquisición, protegiendo al denunciante, instaló el miedo a la delación en la sociedad.

Miguel Delibes escribió "El hereje" tras estudiar las actas de la acusación contra el grupo protestante de la ciudad de Valladolid que terminó en el Auto de Fé de 1554. Y todo lo que describe en su novela, las torturas, etc. son verídicas.

El hecho de que los protestantes fuesen más fanáticos en la persecución de la brujería no significa que fuese menos dolorosa la erradicación de ésta en España, que los Autos de Fé en Logroño contra las brujas de Zugarramurdi fueron reales.

Eso de que no se podía poner en riesgo la integridad del reo da risa si no fuese tan lamentable que digan algo así. El potro y demás torturas ponían en peligro dicha integridad si o sí. Que no se tenía miedo a la tortura por nada. "Solo" les aplicaban el potro, asfixia y garrucha ¡que clementes eran! Y al inquisidor que se le descoyuntase o muriese un reo le destituían ¡triste consuelo para el torturado, no te digo!

Que los condenados a muerte en toda la historia de la Inquisición representasen el 4 % de todos los procesos abiertos no es una minucía porque mataron a 5000 personas. Y, según el texto, ¡que piadosa era la Inquisición! Si los reos a la hoguera se arrepentían les conmutaban por el garrote vil. Ya, será menos infernal, pero era la muerte también. Y desde luego que los inquisidores no se manchaban las manos de sangre y entregaban a los condenados al brazo secular, pero éste no habría ejecutado a ningún condenado por la Inquisición si ésta no los hubiese condenado. ¡Que cinismo!

Aún en las penas de castigo con Sambenito suponía el estigma público, no solo para el reo sino también para su familia, y normalmente el embargo de sus bienes. Una vergüenza. Por eso, cuando no te puedes quitar de encima una fama injusta se dice "ya me ha caído el sambenito", pero entonces era aún peor, tenias que vestir con el capirote y aceptar los insultos de todos durante los años que te hubiesen condenado, si no era para siempre. Un infierno.

Realmente me dan asco estos artículos pro-españoles defendiendo lo indefendible.
 
YO, JULIA – Santiago Posteguillo
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«(…) Adso también me sirvió para resolver otra cuestión. Hubiese podido situar la historia en un Medioevo en el que todos supieran de qué se hablaba. Si en una historia contemporánea un personaje dice que el Vaticano no aprobaría su divorcio, no es necesario explicar qué es el Vaticano y por qué no aprueba el divorcio. En una novela histórica, en cambio, hay que proceder de otro modo, porque también se narra para que los contemporáneos comprendamos mejor lo que sucedió, y en qué sentido lo que sucedió también nos atañe a nosotros.

El peligro que entonces se plantea es el del salgarismo. Los personajes de Salgari huyen a la selva perseguidos por los enemigos y tropiezan con una raíz de baobab, y de pronto el narrador suspende la acción para darnos una lección de botánica sobre el baobab. Ahora eso se ha transformado en un topos, entrañable como los vicios de las personas que hemos amado; pero no debería hacerse (…)».

Umberto Eco, “Apostillas a El nombre de la rosa”, en El nombre de la rosa, DeBolsillo, 2017, p. 755.

Desde hace un tiempo, la novela histórica o, mejor dicho (no seamos presuntuosos), parte de la novela histórica tiene lo que considero un problema: el salgarismo. No es un problema grave, si uno es consciente de ello. La cuestión, sin embargo, no se circunscribe a lo que hace casi cuarenta años definiera con acierto Umberto Eco; el problema subyace en que, con la excusa del salgarismo, no se tenga claro qué se está realizando cuando se escribe una novela histórica. Un binomio con dos partes esenciales: novela, la parte literaria esencial, e histórica, el ámbito que trata. Con un equilibrio entre las dos partes una novela de este género funciona; el lector puede tirar de su memoria (o de su bagaje como lector) y mencionar grandes títulos (y grandes autores). Funciona porque, sin dejar de respetar el componente histórico, es una novela que literariamente está muy bien escrita; es de ese tipo de novelas que resisten una o varias relecturas pues, independientemente de que uno conozca la trama, esta se ha perfilado de tal manera que el disfrute puede ser incluso mayor que con su primera lectura.

Por supuesto, tratándose del género de la novela histórica, ese segundo componente, el netamente histórico, también es importante. Pero debemos tener claras algunas cosas cuando la escribimos (y, consecuentemente, cuando la leemos). Una novela histórica debe entretenernos al mismo tiempo que picar nuestra curiosidad; no debemos «aprender» con ellas, si acaso animarnos a indagar en obras dispuestas al caso (es decir, ensayos y monografías históricas) y de este modo «aprender» sobre unos hechos, unos personajes o un período histórico en concreto. Como texto literario que recrea un momento del pasado, debe ser verosímil, pero no veraz: su propósito no es demostrar que algo sucedió como se cuenta en sus páginas; debe ser plausible, más que estrictamente fiel (o fidedigna) a unos hechos históricos, y debe ser lo suficiente flexible en su voluntad de, echando mano de una ficción creíble, «rellenar» los intersticios y las lagunas que hay sobre unos acontecimientos históricos determinados, como para que nos «creamos» lo que se cuenta y nos resulte «posible». En el esfuerzo de suspender nuestra incredulidad, la novela histórica debe tener alicientes que consiga que ese empeño se realice sin que salten las alarmas en nuestra cabeza a medida que vamos leyendo. Añadamos a eso, y es algo fundamental, que una novela histórica debe ser entretenida, «didáctica» hasta cierto punto y equilibrada. Son reglas sencillas y que, bien llevadas, lograrán que una novela histórica funcione y concite el interés del lector del género.

Con las novelas de Santiago Posteguillo me temo que esas reglas saltan por los aires. Ya con su primera trilogía –Africanus: el hijo del cónsul (2006), Las legiones malditas (2008) y La traición de Roma (2009), todas en Ediciones B–, protagonizada por Escipión el Africano, y en una segunda trilogía –Los asesinos del emperador (2011), Circo máximo: la ira de Trajano (2013) y La legión perdida(2016), en Editorial Planeta–, con Trajano al frente, se perciben una serie de rasgos que han jalonado su obra. Se trata de novelas extensas (cada vez más extensas) y con capítulos breves. Novelas que abundan en un detalle por la secuencia de narración bélica, prolija en no muchos casos y, al mismo tiempo, reiterativa: un uso (y abuso) de latinismos y jerga especializada sobre armas, unidades y formaciones militares romanas que suele repetirse hasta la saciedad; un protagonista con tintes heroicos, «perfecto» pero al mismo tiempo plano, con escasísimos matices (que son los que nos forjan como seres humanos y nos hacen comprensibles y creíbles) y rodeado de una «leyenda rosa» que prácticamente lo santifica; por el contrario, uno o varios villanos pergeñados con rasgos tan marcadamente negativos que prácticamente se convierten en parodia se erigen en los rivales a batir, en «los malos de la película» que, siguiendo una línea claramente marcada desde el principio, obstaculizarán la labor del protagonista en la consecución de sus propósitos. La construcción más bien pobre de los personajes, especialmente de los femeninos, se acompaña de un salgarismo exacerbado: sin importar lo que esté sucediendo en la trama en un momento determinado o a qué deben enfrentarse los personajes, se «rellena» con datos y datos la acción, incluso en los diálogos, que el equilibrio entre lo literario y lo histórico salta en mil pedazos.

Se podría pensar que se trata de errores de novato en una primera novela publicada, y más en el género histórico: es tanta la documentación consultada durante su elaboración que casi resulta «necesario» incluirla en la trama. Esa necesidad de «demostrar» lo mucho que uno se ha documentado acaba por ahogar la novela y convertirla en un pastiche. ¿Qué objetivo tiene el autor? ¿Escribir una novela que fluya con naturalidad, pero sin olvidarse del contexto histórico o elaborar un ensayo, un «libro de historia», camuflado (escasamente) bajo los ropajes de una ficción histórica? ¿Qué es esa novela y qué acaba pareciendo?

Para valorar Yo Julia (Editorial Planeta, 2018), séptima novela histórica de Posteguillo –lo remarco: séptima novela–, el objetivo de esta reseña, me permitirá el lector que acuda directamente al final de la misma; o, mejor dicho, a lo que hay más allá del final: la «Nota histórica» con la que se abren los «apéndices» que complementan el volumen. Unos apéndices, por cierto, que son, cada vez más, una «seña de identidad» del género, por llamarla de alguna manera: prácticamente no hay novela histórica que se publique actualmente, especialmente aquellas ubicadas en el pasado más lejano (la Antigüedad), que no cuente con unos apéndices que incluyan mapas (necesarios, sí, sobre todo si los personajes se mueven por un espacio extenso), glosarios extensos (que traducen esa retahíla de latinismos que se han ido soltando en el texto), planos de batallas si se da el caso (no siempre aparecen, pero suelen ser bastante útiles para que el lector se haga composición de lugar de una batalla en particular) y, como colofón de un estado de cosas que se nos ha ido de las manos, bibliografía. Sí, bibliografía en una obra de ficción (quizá habría que resaltar en negrita esto último, pues no siempre «parece» quedar claro). No está de más, e incluso es un estímulo, que el autor aporte algunas sugerencias por si el lector quiere profundizar en un tema o unos personajes «más allá» de la lectura realizada (insistimos: lectura de una novela histórica): un par o tres de libros, si acaso, un hilo del que tirar. El problema está cuando se quiere «demostrar» la documentación que se ha realizado y para ello, como si de una monografía o un ensayo histórico, zas, se sueltan las decenas y decenas de obras, entre libros, artículos de revistas y ediciones de fuentes clásicas consultadas. Para el caso que nos toca, esta novela, la cosa se «reduce» a las 163 referencias bibliográficas. Repito el número: 163. Hay «libros de historia» que no tienen ni la mitad de esas referencias… y no son novelas. El «ser» y el «parecer», sobre ello volveremos a menudo en esta reseña.

Decía la «Nota histórica». Personalmente (aquí ya entran mis peculiaridades y cada lector tendrá las suyas), no necesito una nota del autor que me explique qué hay de «histórico» en lo que ha escrito y qué se ha inventado. Puede ser un extra para los lectores, pero no lo requiero: tengo claro que he leído una obra de ficción, por muy amplio que sea el componente histórico que la acompaña. Y tampoco necesito que me respondan todas las dudas que pudiera tener (si fuera el caso) en torno a la «historicidad» de lo leído; y básicamente porque de una obra de ficción no espero eso, «historicidad», sino verosimilitud y plausibilidad. La «historicidad» la busco en la sección de no ficción de una librería, no en la de ficción. Pues, bien, vayamos a esa nota final del autor. Déjeme el lector que le transcriba algunos párrafos. Por ejemplo:

«Pero tal y como se cuenta en Yo, Julia, Pértinax es asesinado antes de poder reorganizar el Imperio y la pugna entre Juliano, Severo, Nigro y Albino se desata en toda su virulencia. Como el lector ha podido ver, será Septimio Severo el que se impondrá estableciendo la que es la cuarta y última dinastía alto-imperial: la dinastía Severa. La duda que me surge, tras escribir Yo, Julia, es hasta qué punto es correcto referirnos a esta dinastía con ese nombre y no con el apelativo de la dinastía de Julia, pues como se ha visto, mucho tuvo ella que ver en el establecimiento de esta nueva estirpe de emperadores. Es muy probable que, sin el empuje de su esposa, Septimio Severo no se habría atrevido a desafiar a tantos en tan poco tiempo y con esa fortaleza y convicción» (pp. 647-648).

Fíjese en esas frases destacadas en negrita; quizá al lector habitual de este tipo de novelas –y me refiero explícitamente a este exacto tipo de novelas, las de Santiago Posteguillo y seguidores–, esto no le dirá gran cosa, pero yo me quedé pasmado al leerlo, una vez finalizada la novela (lo que es el texto, apéndices al margen, que a veces parece que si no te lo has leído «todo» en realidad no has leído la novela…). Leyendo esa nota me pregunté (quizá sea retórico decirlo, de hecho, me convencí) hasta qué punto el autor mezcla dos esferas distintas: el ensayo histórico y la novela histórica. Porque –y he escogido sólo unos fragmentos, pero la nota entera trasluce mucho más– se da a entender que los hechos «son» como se ha contado en la novela, como el lector ha podido ver (sólo faltaba decir «constatar»); de este modo, respecto a la última frase resaltada, queda implícito que es en la novela como el lector puede descubrir la verdad histórica.

Suele haber novelas de tesis (el siglo XIX estuvo poblado de ellas, por ejemplo), en las que «se plantea como objetivo principal el desarrollo de una determinada opinión o ideología» (la definición es del Diccionario de la Real Academia Española), pero me pregunto si es que el autor ha querido convertir su novela en lo que no es: un ensayo, una obra que analiza hechos a partir de unos datos y unas fuentes (que suelen contrastarse y a los que se debe imponer una pertinente crítica textual). ¿Es Julia Domna, para los lectores (quién sabe incluso si para el autor), tal y como se cuenta en la novela? (remito a la frase final de esa nota: «En suma, así, tal y como se narra en Yo, Julia, fue como Julia Domna consiguió, al lado de su esposo, el control absoluto de Roma», p. 654, el resaltado es mío). Yendo más allá en esta reflexión: ¿es consciente el autor de lo arriesgado y peligroso de su propuesta para lectores neófitos en la materia, aquellos que se acercarán al personaje por primera vez desde su novela? Porque aquí no es que se estén borrando las barreras entre lo que fue un personaje histórico y lo que puede ser un personaje de una novela: aquí es que se está induciendo a la confusión. «No, hombre, el lector es lo suficientemente maduro para distinguir una cosa de la otra», se me dirá: ¿de verdad?, me pregunto, ¿de verdad van a quedar los lectores de una novela, más aún si no tienen los conocimientos sobre ese personaje y su época, los suficientemente advertidos de que una cosa es una obra de ficción (histórica), por muy entretenida que les pueda parecer, y otra la «realidad» histórica? Y añado las comillas en esto último pues, ya sobre un personaje del que existen muchas lagunas y no pocas imágenes distorsionadas en su época y en las décadas y siglos posteriores, cuesta hacerse un «retrato» completo y contrastado desde la labor del historiador.

Tampoco es que la novela de Posteguillo, como sus seis anteriores, «invente» nada nuevo. No deja de ser una versión más o menos moderna de la «historia novelada», es decir, de ese género en el que a un episodio o para el caso unos personajes históricos se les añade una prosa más o menos «literaria», pero sin un aliciente o un aporte netamente literarios propios; sin creatividad, si me apuran, sin desarrollo más allá de lo que unas fuentes históricas dejaron escrito sobre ellos. Glosar y aderezar para un lector actual, pero sin que realmente haya una «recreación», una construcción literaria desde la imaginación y la inventiva. Leyendo las seiscientas y pico páginas de esta novela, apéndices al margen, uno se queda con la sensación –ya intuida en sus dos trilogías anteriores– de que estamos, en gran parte, ante eso: una historia novelada, pero no exactamente ante una novela histórica.

Y, también en gran parte (o en toda ella si tuviera que apoyarme en lo que subyace en el fragmento antes destacado) por parte del autor en la nota final, donde volvemos a la dicotomía entre ensayo y novela, entre «ser» y «parecer»: «(…) ya era hora de que alguien se tomara un tiempo y un espacio de cierta extensión para contar su vida, lo cual he intentado hacer con el máximo nivel de historicidad posible» (p. 653, el resaltado es mío). No puedo dejar de resaltar en negrita esa frase pues delata claramente un problema (uno más) de esta novela a nivel de concepción: la búsqueda (no diré de manera obsesiva, pues eso supondría añadir un matiz que descalifica a quien lo hace y esta reseña no es una argumentación ad hominem) de la historicidad. No de la verosimilitud (la apariencia de verdad) o siquiera de la veracidad (la cualidad del que dice, usa y profesa siempre la verdad; remito a definiciones del DRAE), con la que estoy en desacuerdo para una novela histórica, pero digamos que aceptamos pulpo. No, la palabra empleada es historicidad: la cualidad de histórico, es decir, aquello «perteneciente o relativo a la historia», «que ha tenido existencia real y comprobada», que son las primeras dos acepciones del DRAE sobre dicho adjetivo. Porque hay una tercera acepción que se refiere a lo dicho de una obra literaria o cinematográfica, «de argumento alusivo a sucesos y personajes históricos sometidos a fabulación o recreación artísticas», pero la verdad, esta novela es escasa justamente a ese aspecto; la fabulación o la recreación artísticas.

Y no es que lo diga yo porque sí: el propio autor menciona en esa nota que «la mayor parte de las acciones narradas en Yo, Julia son históricas» y refiere la relación de personajes y hechos, incluidas las guerras civiles y las batallas de Issus y Lugdunum, «recreadas con fidelidad a los datos que poseemos» (ibid.); «y así la mayoría de hombres y mujeres que desfilan por el relato son auténticos e hicieron lo que se dice aquí» (pp. 653-654). Queda en la estricta ficción inventar el nombre a las esposas de Clodio Albino y Pescenio Nigro, Salinátrix y Mérula, respectivamente, «pues no queda claro en las fuentes clásicas cómo se llamaban», y los esclavos Lucia y Calidia, quizá lo realmente más interesante, como lector del género que tiene su novela, aunque no se esconde (una vez más) de añadir el autor que «lo que se cuenta, pues sobre los esclavos en esta novela (forma de conducirse ante los amos, trato recibido, el tráfico legal e ilegal de seres humanos y otras cuestiones) es real» (p. 654, el resaltado es mío).

Lo demás, y no es poco, es lo mismo que en las otras seis novelas de Posteguillo. Más de lo mismo, se podría decir: personajes esquemáticos, maniqueos y con pocos matices, salgarismo a saco y en prácticamente cada página, cada diálogo incluso; tramas y subtramas que se ven venir de lejos, con capítulos de relleno y finales de los mismos a lo cliffhanger para mantener en tensión de manera artificial a la propia trama y a los lectores. Llama la atención que, siendo esta vez una mujer la protagonista, se repitan los mismos defectos de sus anteriores héroes (Escipión y Trajano), pero cayendo también en estereotipos que, curiosamente, el autor quiere superar en su novela. Comenta en su nota: «La igualdad de género ha de construirse en el presente y pensando mucho en el futuro, aunque la igualdad también se hace no ya reescribiendo la historia o la historia de la literatura, pero sí completando la que tenemos elaborada con el añadido de todas aquellas mujeres importantes que existieron y que tantas veces hemos pasado por alto, para perjuicio de todos» (p. 650). Pero su Julia se tiñe de, si no los mismos desde luego muy parecidos, defectos que se les solía achacar en las fuentes y en una visión patriarcal de la feminidad.

Julia es inteligente, mucho, en la novela; de hecho, la más inteligente de todos los personajes, la que tiene las cosas claras desde el principio: no su marido, Septimio Severo, no sus enemigos, no sus colaboradores. Ella. Puede y debe entenderse y aplaudirse, además, que se dote de matices a un personaje femenino, y más a la hora de recrear a personajes femeninos de la antigüedad, pero no a costa de perpetuar los mismos estereotipos que luego se critican en la novela. La belleza de Julia se repite constantemente cuando se la menciona o habla de ella, en boca o pensamientos de otros personajes; una belleza capaz incluso de «hechizar» a los muchos hombres que la escuchan o hablan con ella, incluso cuando estos no le dan importancia (y ahí sí está bien reflejada la mentalidad de la época) por ser mujer. Una belleza que «define» al personaje, constantemente, mientras que la inteligencia tiene que ganársela y de hecho no es hasta el final de la novela cuando prácticamente todos, incluso sus enemigos (Plauciano, por ejemplo), le conceden esa inteligencia; porque, claro, hasta entonces la visión de aliados y enemigos, de su marido incluso en algunos momentos, es que esa inteligencia «esconde» algo; como si la inteligencia de los hombres no escondiera nada. Luego están párrafos como el siguiente, al inicio del capítulo LVIII (“Resolviendo”):

«Su esposo yacía medio desnudo a su lado. Acababa de llegar al éxtasis y estaba a punto de dormirse, pero ella sabía que no había mejor momento para persuadir a su marido de algo que los instantes posteriores a haber yacido juntos. Y disfrutado. Ambos. Y ella ni siquiera tenía que fingir. La pasión era mutua. El objetivo final que anhelaban ambos también. Estaban unidos de tantas formas… De esa unión nacía su fuerza.

Julia se tumbó de costado, ella desnuda por completo, y pasó una de sus piernas de piel tersa y suave por encima de uno de los muslos de su esposo»

Dese cuenta el lector que la que yace desnuda en el lecho es ella, no su marido el emperador, cuando lo normal, tras haber mantenido relaciones sexuales, es que ambos estuvieran desnudos; o quizá es que él tuvo frío y se tapó, y ella, pues no, pero ya es casualidad. Pero remarcar esa desnudez para, en el recuerdo del espectador, mantener esa belleza ideal del personaje, no deja de reiterar clichés y lugares comunes que se pretende romper. Del mismo modo, no deja de ser también muy curioso (por emplear un adjetivo) que sea una mujer, y de manera constante y desde luego cansina, quien llame «zorra» y «put*» a Julia. No un hombre, ya sea Plauciano, que desde siempre le ha tenido ojeriza, ya sean los emperadores rivales de Severo que pueden intuir el papel que juega Julia en el auge de este personaje. No, una mujer: Salinátrix, la esposa de Clodio Albino, que, en su último diálogo (final del capítulo LXXII), repite ese mantra: «—¡Estáis todos gobernados por una zorra, por una put* extranjera! (…) ¡Y un día lo lamentaréis todos!». Desde luego las mujeres también tachan de «put*» y «zorra» a otras mujeres, pero ¿era necesario recargar tanto ese aspecto a la hora de construir a un personaje? Un personaje femenino que se construye desde una visión las antípodas de la protagonista, la heroína, que nunca utiliza esos calificativos en referencia a su archienemiga.

Julia, en aras de elevarla precisamente a esa perfección de la que hacen gala los héroes posteguillanos, es la que mueve los hilos, la que orquesta el camino que llevará a Septimio Severo a convertirse en el único e indiscutible emperador. Ella es la que tiene una idea determinada que desencalla una situación (también la que pergeña un plan que ya el lector sabe desde el principio que no conducirá a nada, sólo a engordar la novela con páginas innecesarias). «Tenías razón. En todo», concluye Septimio al final de la novela. Sólo ella tuvo la clarividencia de ver las cosas y anticiparse a los problemas. A estas alturas, los héroes perfectos cansan, suelen hacerlo en las novelas de Posteguillo y esta no es una excepción. ¿La diferencia? Ahora es una mujer. Bravo por ello. Pero una mujer pintada con los mismos toques que los héroes anteriores y, si acaso, con decisiones argumentales mucho más discutibles. Eso ya no es tan laudable: de hecho, no debería ser la igualdad de género que el autor demanda en su nota.

Cabría añadir muchos más detalles, como que resulta poco o nada creíble que un personaje, a sus 51 años de edad, y en la noche previa a la continuación de una batalla que quedó en tablas entonces, mantenga relaciones sexuales (y alcance «el éxtasis», dicho así, «varias veces») cuando al día siguiente, ya desde primerísima hora de la mañana, debe estar concentrado y darlo todo en una contienda en la que se jugará la vida. Llaman bastante más atención errores de bulto en una novela que, recordemos incluye 163 referencias bibliográficas para «certificar» esa documentación de la que se quiere hacer gala. Por ejemplo, en referencia a Septimio Severo, cuando el personaje dice en la página 470: «Mis aliados naturales en Roma son los equites, la clase inferior de los caballeros», demostrando no saber (tampoco el autor) que los equites SON los caballeros. O, previamente, en la página 160, en referencia a un oficial militar (que por el nombre intuimos que volverá a aparecer y ser determinante en el futuro): «(…) Su familia pertenecía a la clase ecuestre —intermedia entre los patricios y los plebeyos—, pero sin demasiados recursos. (…)»; la «clase» (de nuevo aceptaremos pulpo, pero debería decirse orden) ecuestre no tiene nada que ver con la distinción entre patricios y plebeyos.

Que además se diga que «Augusto nombró a dos césares» (capítulo LIV) o que a Livia «sólo le interesaba que Augusto nombrara césar, heredero, a uno de los dos hijos de su anterior matrimonio» (capítulo LXIV) es confundir al lector con una afirmación que no es cierta: en época de Augusto, el primer (valga la redundancia) Princeps, no había una clara aceptación por parte de todos de que su heredero sería su sucesor en el poder monárquico, pero aún revestido con ropajes republicanos; y mucho menos se le llamaba «césar», como así sería siglos después. Distan doscientos de Augusto a Septimio Severo, la concepción netamente monárquica del poder imperial se va modificando: no es la misma con el primero, que desea presentarse como el primer ciudadano de un régimen republicano «restaurado», que con el segundo, en cuya época esa farsa ya no es necesaria fingirla. También resulta cansina, hasta el punto de que uno está tentado de lanzar la novela contra la pared, una muestra (más) de ese salgarismo al que está tan abonado el autor: ese mismo capítulo LXIV en el que, entre las páginas 537 y 547) y como quien no quiere la cosa, dos personajes hacen un repaso de los emperadores que hasta entonces han estado en el poder y quiénes fueron sus esposas; se los menciona a todos y se habla de sus mujeres (y de con quien se casaron estas anteriormente). Curiosamente, el autor lo menciona en su nota final como parte de su argumento por la «igualdad de género»:

«Hace ya tiempo que, profundizando en la historia antigua de Roma, he llegado a la conclusión de que si bien es muy posible que, dada la estructura patriarcal de Roma, hubiera muchos más hombres que mujeres en posiciones de relevancia, no es menos cierto que con frecuencia el historiador hombre y el novelista hombre han dejado de lado a figuras históricas femeninas de enorme impacto tan solo por el hecho de ser mujeres. Por ejemplo, creo que esta debe de ser la primera novela histórica en donde el autor se ha molestado en siquiera mencionar a todas las emperatrices de los dos primeros siglos del Imperio romano (en el repaso que se pone en boca del senador Claudio Pompeyano en el capítulo LXIV). ¿Acaso no eran importantes, influyentes y poderosas las emperatrices de Roma?» (p. 648).

Sinceramente, hay (si es posible) argumentaciones a favor del salgarismo, pero esta es una de las más peregrinas que me he encontrado en mi larga vida de lector del género.

Concluyamos. Santiago Posteguillo ha vuelto a perpetrar otra de sus extensas novelas, que además ha recibido el plácet del mundo editorial (o el galardón a una «trayectoria») con la concesión del Premio Planeta de este 2018 (dejo a la consideración de cada uno valorar esto como prefiera). Y lo hace con una novela que no aporta nada nuevo a lo que ya conocemos. Una, matizo, séptima novela que incide en los mismos problemas y deméritos habituales en su obra, con el agravante de que además ya se asume que lo que se está haciendo va más allá de la mera etiqueta de novela histórica. La suya es la última muestra de una parte de la novela histórica que cada vez es menos novela y más otra cosa (¿historia novelada?), y en la que lo histórico se ha comido casi por completo a lo estrictamente literario. Una novela sin ambición literaria, sin inventiva, sin imaginación incluso. Una novela que hará las delicias de sus (muchos) seguidores, contamos con ello, pero que nos debería alertar, si no lo había hecho antes, acerca de los caminos que asume un género que, reconozcámoslo, murió de éxito y está mutando en gran parte, pero mantengamos una cierta esperanza, por débil que sea, hacia la inanidad y su propio su***dio. En la dicotomía entre los apocalípticos y los integrados que estableciera Umberto Eco en una de sus obras seminales en relación con la cultura de masas, me temo que en esta ocasión y por mucho que me pese, me adhiero en la bancada de los primeros.

http://www.hislibris.com/yo-julia-santiago-posteguillo/#more-24664

¡Inmenso aplauso a este artículo que deja en evidencia, en esta crítica a Postaguillo, a la mayoría de novelistas "históricos" con tochos llenos de audaces afirmaciones de autenticidad que sonrojan, además de construir unos personajes tópicos, muy anacrónicos y en situaciones bastante ridículas.

Por eso en general reniego de la novela histórica, porque es muy dificil encontrarse con un "Yo, Claudio" o con un "El nombre de la rosa". Robert Graves deja bien claro que se basó en la historia escrita por Suetonio sobre la dinastia Julio-Claudia, y al hacerlo se cura en salud afirmando que lo narrado es lo que escribió ese historiador, por otra parte contrario a dicha dinastia, no afirma que su novela refleje la realidad histórica fiel y detallada, en absoluto. Y Umberto Eco supo recrear una abadia medieval con su biblioteca y el choque de mentalidades en el seno de la Iglesia, personificados en personajes de ficción, creados por él.

Por eso, cuando veo una novela histórica protagonizada por personajes que fueron reales puedes esperar que el autor lo convierta en héroe, por ser el prota, pues nadie empatiza con un personaje desagradable, no creo que nadie se atreva a hacer una novela con Hitler como prota, porque hay que entrar en su "humanidad" para que el lector le "entienda" y, claro, nadie está dispuesto a eso, pero puede ocurrir lo mismo con un personaje de la antigüedad y como nadie sabe apenas nada de él, pues a convertirlo en héroe.

Detesto la novela histórica, la gente cree que es una forma de "aprender historia" porque, como denuncia el autor del artículo, los autores intentan corroborar sus inventos como reales. Y es cierto que la novela histórica reproduce cliches que en la novela policiaca, de entretenimiento, pase, pero con personajes históricos...

Otra cosa es que escribas una novela con personajes inventados... pues bien, o que dejes bien claro que lo que narras es pura ficción y cualquier parecido con la realidad puede ser pura coincidencia, pues vale, pero nada que no hayas vivido tu mismo es fiable en la narración, es lo que afirmó Tucídides al escribir el ensayo "La guerra del Peloponeso", en la que él participó como general.

Y por eso, y por tergiversar los personajes para hacer patriotismo español, detesto las novelas históricas de Perez Reverte, por ejemplo, y tantos otros...
 
1491 UNA NUEVA HISTORIA DE LAS AMÉRICAS ANTES DE COLÓN – Charles C. Mann
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En muchas ocasiones, los títulos de los libros los carga el diablo, casi siempre en forma de departamento de marketing de la editorial de turno. Eso es lo que ha debido de pasar con éste. Situar en el encabezado: 1491 Una nueva historia de las Américas antes de Colón, sugiere exactamente eso, una novedosa sistematización histórica de los pueblos americanos antes de la llegada de los europeos. Pero no es así. Y la culpa, insisto, es de la editorial, pues la traducción literal del título original del libro es: 1491 Nuevas revelaciones sobre las Américas antes de Colón. Y eso si que refleja claramente el contenido del libro.

Charles C. Mann no es un historiador, es un periodista especializado en divulgación científica y técnica y trabaja para alguno de los más prestigiosos medios norteamericanos sobre el tema, incluida la mítica Science. Estamos, pues, ante un libro de divulgación histórica. Como tal periodista, lo primero que hace es mostrarnos el titular de su información, la premisa que intenta demostrar con el contenido de las 460 páginas que le siguen, incluidos apéndices. Y su premisa, a grandes rasgos, es la siguiente: la idea de que el continente americano era antes de la llegada de los europeos un territorio escasamente poblado; habitado por grupos humanos inmersos, salvo las excepciones de incas, aztecas o mayas, en una civilización poco desarrollada, ajenos a la tecnología, encerrados en sí mismos y en contacto idílico con la naturaleza, a la que apenas agredían, no es correcta. Antes al contrario, del estrecho de Bering a Tierra de Fuego, las tierras americanas estaban pobladas hasta esa fecha mítica por millones de personas, localizadas casi todas ellas en asentamientos permanentes; dotadas de una cultura enormemente rica y variada, con acceso a tecnologías avanzadas; con unos niveles de intercambio cultural y comercial entre ellas muy notable y con un importantísimo impacto sobre el medio natural, que cambiaron y roturaron en toda su vastedad, incluida la virginal amazonía. Todo ese universo cultural, muchos más amplio de lo que denotan los restos arqueológicos visibles de incas, mayas, aztecas y similares, despareció en muy poco tiempo después de la llegada de los europeos y durante mucho tiempo se creyó que apenas había existido. Pero existió y es constante la aparición de vestigios, rastros y datos de toda índole que respaldan la elaboración de nuevas interpretaciones históricas que certifican la existencia de un “lugar próspero, de asombrosa diversidad, con un tumulto de lenguas, con un comercio nutrido, con cultura notable; una región en la que decenas de millones de personas amaban y odiaban y adoraban igual que se hacía en cualquier otro lugar del mundo”. Son las revelaciones de las que habla en su titular original el autor de este libro.

Mann muestra el proceso cultural que ha llevado a esa errónea identificación de las tierras americanas precolombinas con el paraíso intocado poblado de buenos salvajes, tan del gusto de los indigenistas. A continuación nos abruma con una ingente cantidad de datos científicos que corroboran esa visión diferente de la vida en el continente. Tomando tres vías sobre las que desarrollar su discurso narrativo: la evaluación real del volumen de las poblaciones, su expansión por todo el continente y las pautas del desarrollo de una cultura técnicamente avanzada junto con la remodelación del territorio, va reconstruyendo lo que pudo ser la vida de esos pueblos antes de Colón. No es un análisis histórico, insisto de nuevo, sino una recopilación de las investigaciones y estudios más recientes sobre esos pueblos convenientemente vulgarizada para entendimiento general. Es pura tarea divulgadora.

El resultado es un poco dispar. Hay momentos en los que la avalancha de erudición, casi siempre contradictoria, es tal que el lector se pierde; mientras que en otros se disfruta de un caudal apreciable de información de alto interés que amplía las percepciones del lector sobre el tema. Pero, en conjunto, impresiona y se valora toda esa ingente información y el entusiasmo del autor por acercarla a sus lectores.

Vuelvo a recordar que el libro está escrito por un periodista, y eso puede ser problemático. Estamos, en el fondo, ante un gran reportaje. Un reportaje de periodista norteamericano, para más señas, lo que significa que el texto está convenientemente trufado de “datos de interés humano”, en línea con las tendencias periodísticas clásicas de ese país. Y eso puede resultar bastante molesto. Las peripecias de autor para llegar a los yacimientos arqueológicos; sus andanzas domésticas; los problemas logísticos padecidos; las charlas con personajes de todo tipo, desde las mantenidas con científicos de primera línea a las intrascendentes trabadas con taberneros y algunas experiencias personales verdaderamente audaces, como construirse una honda y hacer algunos lanzamientos de piedras, jalonan todo el texto y contribuyen a acentuar instintos insanos en el lector, como el saltarse varias páginas.

http://www.hislibris.com/1491-una-nueva-historia-de-las-americas-antes-de-colon-charles-c-mann/
 
Cotejarán los restos de Cristóbal Colón con los de las distintas teorías para establecer su origen
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Cristobal Colon

Hay hasta cinco tesis acerca de la posible procedencia del almirante. La tecnología actual permite "afrontar el análisis definitivo" de los restos de Colón, su hijo y hermano. Se van a estudiar las muestras a lo largo de este año y 2018. Si finalmente, ningún resto de estas teorías coincide con la genética de los restos de Colón, prevalecerá la italiana.


EUROPA PRESS. 21.10.2017
El profesor José Antonio Lorente, director del Laboratorio de Genética Forense de la Universidad de Granada, ha manifestado su confianza en que en el año 2018 haya concluido el estudio que lleva a cabo sobre el origen de Cristóbal Colón y se pueda establecer "de manera definitiva" el mismo con el fin de que se resuelva el misterio alrededor de la procedencia del almirante ya que, además de la teoría italiana, hay hasta cinco tesis de sobre su posible origen. Así lo ha puesto de manifiesto el profesor José Antonio Lorente, quien ha ofrecido esta semana en la Universidad Internacional de Andalucía (UNIA) en La Rábida, en la provincia de Huelva, una conferencia sobre 'Los últimos avances realizados y la estrategia de trabajo futura para la identificación de los restos del Almirante Cristóbal Colón'. En este sentido, Lorente ha sostenido que la tecnología actual permite "afrontar el análisis definitivo" de los restos de Colón, su hijo y hermano al cotejarlos con los restos de sus posibles antepasados, según las distintas teorías.

El origen de Colón genera un verdadero misterio a su alrededor ya que hay distintas tesis, como la relativa a su origen mallorquín, gallego, alcarreño (Guadalajara) e incluso dos más sobre su procedencia portuguesa y su vinculación a la familia real lusa. Todas estas, además, de la teoría italiana. Ante esto, Lorente ha explicado que van a estudiar las muestras a lo largo de este año y 2018 para intentar establecer algún dato que pueda confirmar las diferentes hipótesis que hay sobre el origen de Colón. "En todas esas teorías tenemos muestras con las que hacer una comparación directa y en ese sentido vamos a intentar trabajar a lo largo de los próximos meses para conseguir comprobar su origen", ha remarcado, antes de explicar que, si finalmente, ningún resto de estas teorías coincide con la genética de los restos de Colón, pues prevalecerá la italiana, aunque ha recordado que en Italia no hay restos de familiares directos a los que recurrir para hacer el cotejo. El trabajo de Lorente y su equipo comenzó en 2003, una vez localizaron los restos de Colón.

Una parte están enterrados en la catedral de Sevilla y hay otros en República Dominicana, donde "no hay un esqueleto completo por lo que todo lleva a pensar que la mitad están allí y luego se trajeron aquí la otra mitad". Así, fue en esta primera fase inicial del estudio cuando pudieron hacerse con restos del almirante, su hijo y hermano que ahora les permitirán compararlos con los de sus posibles familiares. Dentro de su arduo trabajo, entre los años 2010 y 2012 intentaron establecer el tipo de cromosoma Y de las personas apellidas 'Colombo' en Italia y 'Colom' en la zona de Cataluña, Baleares y Valencia pero "las tecnologías no eran suficientemente potentes" para ello. Así, ha contado que desde finales de 2016 ya disponen de las tecnologías adecuadas para poder establecer el origen, de manera que los promotores de las distintas teorías son los encargados de pedir los permisos para las exhumaciones que correspondan y así poder compararlos con los restos que en su día exhumaron de la catedral de Sevilla. En definitiva, Lorente ha mostrado su deseo de que finalmente se culmine este estudio y "se pueda aportar información objetiva sobre el origen de Colón que sirva a los historiadores".

http://www.20minutos.es/noticia/316...al-colon-distintas-teorias-establecer-origen/
Se sabe en que quedo esto?
 
BEREZINA – Fréderic Richaud, Iván Gil y Patrick Rambaud
Publicado por APV | Visto 205 veces



¿Cuanta tierra necesita un hombre?.
León Tolstoi.

Esta reseña trata de una novela gráfica que recoge la segunda parte de la trilogía de Patrick Rambaud. Septiembre de 1812, los victoriosos ejércitos imperiales franceses llegan ante un Moscú abandonado, salvo algunos fanáticos, diversos extranjeros y una compañía de cómicos; Napoleón ha triunfado, pero algo extraño sucede, los rusos no se han dado cuenta del triunfo o no quieren hacer algo tan correcto como firmar la paz.

De nuevo desde la perspectiva de los franceses, vemos lo que ocurre en los días y semanas que se suceden, cómo Moscú arde y cómo hay que empezar la marcha al oeste, tras muchas vacilaciones del propio Napoleón. Pero sobre todo vemos hambre, desesperación, miseria y frío a medida que esa retirada se va desintegrando, a través de diversos personajes, desde Napoleón y sus generales, hasta un manco oficial de caballería sin caballo, pasando por secretarios, los miembros de la compañía de cómicos…

La obra rebaja, pues, la gloria napoleónica, propia de cuadros y poemas, y pone su objetivo en las crueles realidades de miseria y muerte, mientras cae la nieve, y en los fallecidos a lo largo del camino hasta el Berezina y más lejos, convirtiendo a los supervivientes en unos muertos en vida atrapados aún por las consecuencias de lo sufrido.

De nuevo la ilustración de Iván Gil nos presenta un mundo muy real de uniformes raídos, ropas deshechas y personas que tratan de escapar de una nueva hecatombe realizada en nombre del emperador. Un emperador que ha creado un mundo nuevo que ahora se ha vuelto contra él, enfrentándose a naciones enteras como España, Rusia, Prusia, Austria… para poner fin a sus sueños de grandeza.
http://www.hislibris.com/berezina-frederic-richaud-ivan-gil-y-patrick-rambaud/
 
Institut Nova Història o cómo ignorar que Barcelona fue Aragón
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Una mujer con una estelada independentista en Barcelona GTRES
CÉSAR ALCALÁ
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PUBLICADO 25.12.2018 - 05:15ACTUALIZADOhace 5 horas

La historia de Cataluña ha sido sistemáticamente manipulada en beneficio de la española. Esta es la sensación argumental de muchos historiadores catalanes con respecto a lo que se ha explicado en libros y tratados de historia en los últimos 200 años. Por este motivo miembros de la ANCdecidieron crear el Institut Nova Història. Su misión era reconvertir todo lo publicado y darle un toque de realidad catalana.


¡La república no existe, idiota!¡La república no existe, idiota!
Los libros de historia han escrito, a lo largo de los años, aquello que pasó. Sin tergiversar una realidad que nunca es parcial, pues a no ser que hablemos de memorias, los historiadores se basan en manuscritos que, a su vez, han sido escrito parcial o imparcialmente por escribanos. Una realidad que no desean escuchar es que no fue hasta 1521 cuando aparece, por primera vez, el nombre de Cataluña. Tampoco les gusta recordar que, desde el 1151, el condado de Barcelona forma parte de la Corona de Aragón. Bajo esta premisa los historiadores del Institut Nova Història han construido un relato adecuado a las circunstancias actuales del momento. Esto es, que nunca Cataluña formo parte de España y que la guerra del 1714 sirvió para conquistar un territorio, hasta ese momento, independiente.

1714
La guerra de Sucesión -nunca de Secesión- tenía que estructurarse como un acontecimiento único. La gran lucha del pueblo catalán para no perder sus derechos. La batalla final no tuvo nada de romántica ni de gloriosa. A las 12 horas del 11 de septiembre los defensores de Barcelona pidieron un alto el fuego. Estuvieron peleándose durante muchas horas para ver qué hacían y, al final, a las 17 horas del 12 de septiembre se rindieron. Esta versión no satisface al independentismo. El pueblo catalán lucha, hasta la última gota de sangre, para defenderse. Teniendo en cuenta que Rafael de Casanovahabía caído herido, a primera hora de la mañana del 11 de septiembre, idearon heroico con este hecho luctuoso. Los defensores de Barcelona nunca se rindieron. Barraron que el coronel Tobar llamara al alto el fuego. En ese preciso momento Barcelona cayó heroicamente en manos del enemigo. La otra mentira de todo es que la fiesta se debería celebrar el 12 de septiembre y no el 11. Porque el 11 de septiembre del 1714 Barcelona aún estaba en guerra, pues hasta el día siguiente no se entregó la plaza al general Berwick.

Institut Nova Hostòria
Miembros de la ANC decidieron crear el Institut nova Història para aprovechar la coyuntura política del país. Sus fundadores Jordi Bilbeny y Victor Cucurull -ninguno de ellos historiador- se han dedicado a tejer unos episodios románticos alrededor de la grandeza de Cataluña y como ha sido ninguneada por España. Bilbeny ha teorizado, por ejemplo, con la catalanidad de Cristóbal Colón, Miguel de Cervantes o El Lazarillo de Tormes.

Según INH todo lo bueno que ha pasado en el mundo es gracias a Cataluña

Han buscado a ponentes aficionados a la historia para participar en simposios dedicados al descubrimiento de América por parte de catalanes. Gracias al subvencionismo han podido dar forma a una teoría que se aguanta con pinzas. “Cataluña es la artífice de todo lo bueno que ha pasado en el mundo”. La cultura catalana, para ellos, está a la misma altura que la griega y la romana. Gracias a Cataluña el mundo ha evolucionado. Y, al no ser cierto, tienen que reconstruir la historia para dar cuerpo a sus falsedades.

La catalanización
Algunos ejemplos de esta catalanización son estos. Hernan Cortés se llamaba Ferrán. Francisco de Pizarro era Francesc de Pinós de So i Carrós. Diego de Almagro era Jaume d’Aragó-Dalmau. Américo Vespuncio era Aymerich Despuig.

Artur Mas es descendiente directo de Cristóbal Colón

La guinda del pastel es la catalanización de Colón. En su tiempo existió un tal Joan Colom i Bertán. Teniendo en cuenta que la Generalitat siempre ha subvencionado al Instituto, este personaje era antecesor de Artur Mas. El tal Joan era hijo de Cristóbal Colón. Y el Joan, pariente lejano de Artur Mas, ha pasado a la historia como Erasmo de Rotterdam. Si Colón era catalán, era normal que saliera del puerto de Pals (Gerona) y no de Palos de la Frontera. Las falsedades del INH han sido desmontadas por el Centro de Estudios Colombinos.

Literatura catalana
Al no tener Cataluña, durante la Edad de Oro, a un literato de peso, se lo han tenido que inventar. El catalán no era la lengua vernácula de los escritores, sino el castellano. ¿Quién es el literato mas famoso? La respuesta es Miguel de Cervantes. Quizás no el mejor, pero si el más universal. Pues bien, el nombre es apócrifo. En realidad se llamaba Joan Miquel Servet. Este escritor tuvo ciertos problemas con el fisco o debido a correrías y fue perseguido por la inquisición. Para salvarse de todo esto huyó. ¿Dónde? A Inglaterra. En su nuevo país empezó a publicar obras en inglés. Para no ser descubierto se invento un nuevo nombre. El Joan Miquel Servet conocido en España como Miguel de Cervantes, empezó a ser conocido en Inglaterra como William Shakespeare.

Santa Teresa de Jesús nunca pisó Ávila y era abadesa del Monasterio de Pedralbes

Lo mismo sucede con el Lazarillo de Tormes. Su autor no es anónimo, sino que se llama Joan Timoneda. Este mismo autor escribió la Celestina. Garcilaso de la Vega se llamaba Galceran de Cardona. Francisco de Quevedo era un plagiador y toda su obra estaba basada en las obras de Francesc Vicent García, conocido popularmente como Rector de Vallfogona. Santa Teresa de Jesús nunca pisó Ávila. Se llamaba Teresa Enríquez de Cardona y era abadesa del Monasterio de Pedralbes.

Stars and Stripes
Finalizaremos con dos supuestos hechos históricos vinculados a Cataluña. Si durante siglos se ha especulado sobre quién era La Gioconda, en un breve lapsus de tiempo el INH dio con la clave. Se trata de Isabel de Aragón y las montañas que aparecen en un segundo plano son Montserrat. La inspiración le vino a Leonardo da Vinci visitando Cataluña.

Los Estados Unidos copiaron a los catalanes la Estelada para crear la suya

Jordi Bilbeny ha demostrado que “la bandera de Estados Unidos está inspirada en nuestra Estelada”. Y añade: “Gracias a mis investigaciones ahora sabemos que el Continente americano fue descubierto, conquistado, evangelizado y poblado por los catalanes, y que los escudos y banderas catalanas aparecen en multitud de planisferios, mapamundis y cartas de navegación del Nuevo Mundo”.

Bilbeny obvia que la bandera de los Estados Unidos se institucionalizó en el 1777. La estelada fue inventada en el 1908 por un tal Vicenç Albert Ballester, inspirándose en las banderas de Cuba y Puerto Rico.
https://www.vozpopuli.com/cataluna/...as-independentismo-cataluna_0_1202279960.html
 
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