Cuadernos de Historia

TEORÍA DE LA CONSPIRACIÓN. DECONSTRUYENDO UN MAGNICIDIO: DALLAS 22/11/63 – Javier García Sánchez
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“Deconstruyendo un magnicidio. 22/11/63”. Así reza el subtítulo de este nuevo libro del escritor y periodista español Javier García Sánchez, autor, entre muchas otras obras, de Ella, Drácula, la biografía novelada de la tristemente célebre Erzsébet Báthory, y la novela histórica Robespierre. Toda una declaración de intenciones, pues eso es lo que pretende desde el primer párrafo: un análisis exhaustivo del antes, el durante y el después del que probablemente sea uno de los más famosos y analizados asesinatos de la Historia, el del presidente John Fitzgerald Kennedy en Dallas, un luminoso día de noviembre. Sobre el magnicidio de JFK se ha escrito muchísimo, con lo cual añadir algo nuevo es ciertamente complicado. Tampoco es esa su intención; más bien, con la información disponible desde hace décadas más los documentos desclasificados más recientes, pretende demostrar precisamente lo contrario de lo que viene manteniendo la tesis oficialista, es decir, que Lee Harvey Oswald no fue el tirador solitario, marxista y desequilibrado, sino un peón que devino en chivo expiatorio dentro de un juego muchísimo más complejo con la CIA, la Mafia, el complejo militar/industrial, la ultraderecha y el FBI como actores principales. Ni qué decir tiene que el famoso Informe Warren es blanco de sus críticas más vehementes (“lengua muerta” es uno de los epítetos que le adjudica) desde el mismo comienzo, culpable de oficializar y mantener a lo largo de más de medio siglo uno de los mayores fraudes a la democracia moderna.

El volumen de información que maneja el autor es, a mi entender, demasiado grande para condensarlo en una reseña literaria, así que vayamos por partes. Hay que tener en cuenta que no se sigue un orden cronológico convencional a la hora de narrar los hechos; García Sánchez opta por grandes capítulos temáticos en los que habla libremente de los personajes y sus acciones, yendo y viniendo a lo largo de días, meses e incluso años, por lo que creo que es preferible para la comprensión del posible lector presentar los que son a mi juicio los tres principales propósitos del libro, a saber:

– En primer lugar, demostrar que Oswald no pudo de ningún modo ser el responsable de los disparos fatales ni del asesinato del agente Tippit. Las circunstancias que concurren en esta afirmación son muchas, la principal de las cuales es que Oswald fue un tirador muy mediocre, como atestiguarían sus escasas participaciones en prácticas de tiro en el cuerpo de marines. Era, a diferencia de lo comúnmente aceptado, una persona con una inteligencia por encima de la media cuyo CI rondaba los 120 puntos. Aprendió ruso en sus ratos libres y fue operador de radar, participando en misiones de inteligencia, un perfil de marine bastante alejado del habitual. Lo cierto es que nunca dejó de pertenecer a la contrainteligencia naval, siendo asimismo informante tanto del FBI como de la CIA. Su supervisor habría sido el agente Howard Hunt, participante en la operación de la CIA en Bahía de Cochinos, futuro “fontanero” de Nixon en el caso Watergate y estrechamente vinculado al magnicidio, y al que Oswald solicitó instrucciones en una supuesta carta poco antes del 22 de noviembre. Se conserva también el registro de una fallida llamada al oficial John Hurt de la ONI, la Inteligencia Naval, desde la comisaría de policía de Dallas una vez detenido, gestionada por la operadora de telefonía de la comisaría y que aparece registrada en el anexo de imágenes del libro. En cuanto a su presencia en el sexto piso del Texas School Book Depository en el momento de los disparos, testimonios de compañeros suyos lo contradicen situándole en el comedor del segundo piso. Si acaso, Oswald estuvo en dicho sexto piso para ocultar el famoso rifle Mannlicher-Carcano con el que supuestamente se hicieron los disparos, uno de los peores rifles utilizados en la Segunda Guerra Mundial al decir de muchos expertos y que, como se pudo comprobar en las pruebas periciales realizadas meses después del magnicidio, tenía la mira descentrada, entre otros defectos (la verdadera arma hallada en el TSBD sería un Mauser o un Remington, aunque este hallazgo fue ocultado posteriormente, como muchos otros, con la colaboración del FBI de J. Edgar Hoover ). Tampoco concuerdan los tiempos ni las declaraciones que le sitúan en el lugar y la hora del asesinato del agente Tippit, siendo ocultados los testimonios de quienes afirmaron ver dos hombres huyendo del lugar y el del agente que recogió casquillos de dos armas distintas. En resumen, si bien estuvo implicado en la trama, no queda claro de qué forma; lo que sí es seguro, según García Sánchez, es que fue utilizado como cabeza de turco (“I´m just a patsy”, como declararía a la prensa) y nunca debió haber escapado con vida del TSBD ni mucho menos estado dos días a disposición de las autoridades. Desde ese mismo momento fue un hombre marcado y alguien a quien había que silenciar a toda costa. El encargado de ello sería el mafioso Jack Ruby, a la vista de todo el país y colándose impunemente entre la multitud de agentes que debían salvaguardar la vida de Oswald. Según el autor, este siempre se comportó como lo que realmente era, un soldado.

– Segundo, desmontar el muro de silencio y desinformación que fue construyendo la CIA a lo largo de los años posteriores al magnicidio, mediante la supresión de una cincuentena larga de testigos y personas implicadas de una u otra forma en el mismo y que han sido sistemáticamente olvidados en los estudios del caso. El autor habla de hasta tres “cosechas de sangre”, la primera de las cuales comienza con las muertes del agente Tippit y Oswald, silenciado por Ruby, quien moriría pocos años más tarde en la cárcel, de cáncer y sin haber revelado lo que sabía. Posteriormente, desde 1966 a 1968, a raíz de la investigación del fiscal de Nueva Orleans, Jim Garrison, único magistrado que consiguió llevar a juicio a un acusado de conspiración, el empresario Clay Shaw, absuelto a pesar de que más tarde se demostró que colaboraba con la CIA, y de la llevada a cabo por la HSCA (Comité Selecto de la Cámara sobre Asesinatos) desde mediados hasta finales de los 70, se produjeron nuevas oleadas de muertes, a veces violentas como las de los mafiosos Sam Giancana y Johnny Roselli o el agente de la CIA David Morales; otras en forma de su***dio, como la de George de Mohrenschildt, empresario del petróleo y conocido de Oswald; y otras, en fin, aparentemente en circunstancias naturales, como la del investigador privado relacionado con la CIA y círculos anticastristas y asimismo conocido de Oswald, David Ferrie. Hubo también fallecimientos de testigos de la Plaza Dealey, como Lee Bowers, policías, periodistas como Dorothy Kilgallen o, en fin, el taxista William Whaley, quien llevó a Oswald a su barrio de Oak Cliff tras el asesinato, etc. Evidentemente, algunas de estas muertes podrían no tener nada que ver con el caso JFK, pero según el autor resulta estadísticamente muy improbable tal número de defunciones en personas relacionadas con el mismo. Según él resulta sorprendente el olvido a que se ha condenado a todas ellas por parte de la mayoría de investigadores, quienes suelen detenerse en Ruby e ignoran todo lo que vendría después.

– Por último, García Sánchez realiza una vehemente crítica de ciertas obras de gran éxito sobre el magnicidio, como Matar a Kennedy, de Bill O´Reilly, JFK: Caso Abierto, de Philip Shenon y la novela de Stephen King 22/11/63, aparecidas todas ellas con motivo del cincuenta aniversario. Estos libros, en lugar de arrojar luz sobre el caso, en su opinión lo que hacen es retrotraernos a los años 60, repitiendo las conclusiones de la Comisión Warren e incluso ponderando su labor en el caso del libro de Shenon, al que no obstante considera el más serio de los tres. Pero su decepción más grande quizá provenga de la obra Oswald, un misterio americano, publicada a mediados de los 90 y en la que Norman Mailer, teniendo todos los datos para considerar la inocencia de Oswald, no sólo recula y afirma que, al fin y al cabo, realmente pudo ser el responsable directo, sino que añade la fantástica teoría de otro tirador en la Plaza Dealey actuando al mismo tiempo y por su cuenta. Aunque considera la obra de Mailer una de las fundamentales, García Sánchez opina que a la postre ha servido para asentar aún más si cabe la tesis oficialista.

Por supuesto, no se olvida de citar y comentar los trabajos pioneros que apoyaron la teoría de la conspiración ya en los 60, como ¿Quién mató a Kennedy?, de Thomas Buchanan, Juicio precipitado, de Mark Lane o Inquest, de Edward Jay Epstein, al igual que Tras la pista de los asesinos, la obra del fiscal Garrison, la novela Libra, de Don DeLillo y, por supuesto, películas como Acción Ejecutiva de David Miller y la aclamada y polémica JFK de Oliver Stone.

En definitiva, este es un libro largo y denso y contiene mucho más, como la posible vinculación en el complot de la industria petrolera texana a la que Kennedy pensaba aumentar los impuestos catastróficamente, la implicación del propio vicepresidente Johnson a través del hallazgo en el año 2000 de una huella dactilar del agente de la CIA y hombre de confianza de Johnson, Malcolm Wallace, en el sexto piso del TSBD o las identidades de los francotiradores del 22 de noviembre, algunos de ellos sicarios extranjeros contratados por la Mafia. Toca, pues, todas las teclas de la Conspiración, que no la conspiranoia, ya que la documentación es completa y fiable, ofrece en todo momento nombres, apellidos y fechas y las hipótesis que maneja son verosímiles. La crítica principal que podría hacérsele al autor quizá fuera un exceso de implicación en el caso; ciertamente el tono del texto es, a menudo, de desencanto, a veces de ira contenida y de amarga ironía. Pero no se puede negar la pasión y el interés que ha puesto en el libro a fin de desvelar los mecanismos de la mentira sobre un crimen que alteró irremisiblemente el rumbo de la Historia.

TEORÍA DE LA CONSPIRACIÓN – Javier García Sánchez. Navona, 640 páginas, marzo de 2017.

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GUERREROS DE IBERIA – Benjamín Collado Hinarejos
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El mundo de los pueblos prerromanos y la conquista de la península ibérica por los romanos parecen seguir suscitando cierto interés lector y editorial, a tenor de las publicaciones que han ido llegando en los últimos meses, y la editorial La esfera de los libros continúa apostando por la temática tras publicar recientemente La conquista romana de Hispania y el libro aquí reseñado, Guerreros de Iberia, surgido de la pluma y del trabajo de investigación de Benjamín Collado Hinarejos, historiador y arqueólogo que cuenta a sus espaldas ya con varias publicaciones anteriores sobre esta misma temática.

Si el libro de Javier Negrete estaba enfocado a un público totalmente general, esta publicación es un escalón más alto, un paso intermedio entre el libro para especialistas y de divulgación, ya que recorre en sus páginas una gran cantidad de información adicional sobre el mundo de los pueblos hispanos relativa a excavaciones arqueológicas o trabajos y artículos de diversos autores, buscando una narrativa mucho más explicativa, que plantea hipótesis o señala la dificultad de conocer bien según que temas, que una narrativa apoyada mayormente en las fuentes escritas de la antigüedad, las cuales son usadas pero como una guía o apoyo y no como guías para narrar una crónica.

En sus diversos capítulos recorre no solo la conquista romana y sus diversas campañas militares, sino también la organización del mundo pre-romano, sus creencias y su mundo militar, tanto en tácticas como en equipamiento. El libro está salpicado aquí y allá de ilustraciones explicativas y posee en sus páginas centrales unas láminas con imágenes a todo color para añadir aun más detalle a las explicaciones.

Así, estamos ante un libro más completo que el de Javier Negrete, aunque para ello quizás peca de cierta aridez en algún momento y a veces apabulle al lector con una gran cantidad de datos. Sin embargo, parece un libro que pueda servir de apoyo a estudiantes universitarios o a aficionados al mundo íbero a un nivel más allá del inicial.

Cierto es que la propia editorial publicó hace ya unos años una obra de temáticas similar y que difícilmente iba a ser superada. Hablo de Armas de la antigua iberiade Fernando Quesada, y quizás en comparación este libro sale perdiendo en aquellos capítulos de temática similar, aunque también es verdad que trata temas que no recoge en de Quesada -centrado en el equipo y las tácticas militares creo recordar-, y es por ello que es un buen complemento para la biblioteca de los amantes de la Historia antigua de España y Portugal.

Título: Guerreros de Iberia: La guerra antigua en la península ibérica
Autor: Benjamín Collado Hinarejos
Editorial: La Esfera (2018)
Páginas: 419


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MEMORIA HISTÓRICA
¿Hay que derogar la Ley de amnistía de 1977? Hablan las víctimas del franquismo
El viernes se estrena 'El silencio de otros', el documental de Almudena Carracedo y Robert Bahar y producido por Pedro Almodóvar que reabre el debate sobre el pacto del olvido


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Una imagen de restos humanos de una fosa común en el documental 'El silencio de otros'. (BTeam)



MARTA MEDINA

15/11/2018

"Yo tenía seis años cuando fueron a por mi madre. Gentes del pueblo, todos los de Franco. La encontraron al día siguiente, a orillas de la carretera. No los pudieron meter en el cementerio; el pueblo no nos dejó. Ahí, en esos zarzales, tiraron la ropa. La dejaron desnuda. Lo injusta que es la vida… no la vida, los humanos son muy injustos". Habla María Martín López, una octogenaria de Pedro Bernardo (Ávila), que a principios de esta década se convirtió en una de las caras mediáticas del proceso que inició el juez Baltasar Garzón en 2008 para investigar las denuncias presentadas por las asociaciones de la Memoria Histórica por los crímenes del franquismo.


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Mujeres rapadas. (BTeam)

"Cuando fueron a por mi madre la metieron en la escuela, que era la cárcel para mujeres. Allí le cortaron el pelo al cero. Ella no había hecho nada. Eran segadores. Decían que era de rojos. La pasearon por todo el pueblo con tambor y gaitilla para que saliera todo el mundo. Detrás íbamos todo los muchachos del pueblo, pero no me dejaban arrimarme a ella. Aquella noche mataron 27 hombres y tres mujeres: la Lucia, la María y mi madre, Faustina López González. Nos apedreaban los chavales por los caminos. Y tú ibas por una calle y tenías que ir mirando por si me encontraba alguno y me hacía así [gesto de rajar la garganta] y me decían 'no teníamos que haber dejado ni simiente'", recuerda. "Y entonces mi padre me dijo: 'procura sacar los restos un día y a ver si me los traes'. Pero he estado siempre sola. Yo no pido venganza; yo pido los restos para meterla con su marido, nada más".





La relación de España con su pasado más reciente es, como cuenta el documental 'El silencio de otros' —que se estrena este viernes en cines tras su paso por Berlinale y Seminci, entre otros festivales—, cuanto menos sigular. Cuarenta años después del final de la dictadura, la memoria histórica sigue escociendo. Cuarenta años que son muchos para quienes quieren pasar página y que son pocos para quienes vivieron la represión en carne propia. A un lado, aquellos cuyos familiares fueron fusilados en la Guerra Civil, asesinados o torturados durante la dictadura, y cuyos bebés fueron robados y entregados a otra familia. Al otro, aquellos quienes consideran que es mejor olvidar para seguir adelante. Y aquellos, como Jaime Alonso, de la Fundación Francisco Franco, que reivindica que "lo más importante para recordar a Franco es que no se equivocó nunca" y que preservó "la civilización occidental y cristiana de la tiranía comunista".

'El silencio de otros' está dirigido por Almudena Carracedo y Robert Bahar y producido por Pedro Almodóvar

El documental dirigido por Almudena Carracedo y Robert Bahar y producido por Pedro Almodóvar analiza la singularidad del pacto tácito de la sociedad española para con los últimos 80 años de su historia y cuestiona la legitimidad de la Ley de amnistía pactada por el Parlamento en 1977, que contradice la Ley de justicia universal que persigue los crímenes de lesa humanidad. Lo que había comenzado a propuesta de la izquierda y partidos nacionalista para el indulto de presos políticos y presos de ETA, FRAP, GRAPO y el Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario (MPAIAC), acabó como una amnistía "de todos los hechos y delitos de intencionalidad política ocurridos entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de diciembre de 1976". El 'pacto del olvido', lo llamaron. "Ese olvido ha de bajar a toda la sociedad [...]; es la única manera de que podamos darnos la mano sin rencor", defendió entonces Arzalluz.



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Desde la comunidad internacional también se abogó por el 'pacto del olvido'. (BTeam)


"Nadie planteó que la amnistía se ampliara a los delitos cometidos bajo el paraguas y en defensa de la dictadura. En primer lugar, porque Alianza Popular, su legítima heredera, no quiso intervenir en la Comisión (...) En segundo lugar, porque los franquistas no creían que fuera necesario que les amnistiaran por las tropelías que habían cometido", defendió en 2010 el diputado del PCE Jaime Sartorius en un artículo para 'El País', atribuyendo a la Ley de Amnistía "una interpretación arbitraria y sin fundamento" para defender la impunidad del franquismo. Lo mismo que aduce en el documental la jueza argentina María Servini, instructora desde el país latinoamericano de la única causa en el mundo que juzga los crímenes del franquismo: "La Ley de amnistía que tiene España ha hecho que los jueces españoles ni la Justicia española pueda investigar. Pero los delitos que son de lesa humanidad no prescriben y no hay amnistía que los pueda tapar".

"Los crímenes de lesa humanidad deben ser perseguidos en cualquier tiempo y cualquier lugar por distintos tribunales del mundo"

Cuando en 1977 se votó la Ley de amnistía, la sociedad española la recibió como un peaje para conseguir una transición pacífica a un Gobierno democrático. Otros países de Latinoamérica recién salidos de régimenes dictatoriales —Guatemala, Argentina, Uruguay— incluso importaron el modelo español, pero en los últimos años gran parte de los países que transitaron a finales del siglo XX de una dictadura a la democracia han iniciado procesos de derogación de dichas leyes o han perseguido los crímenes de Estado, como en Guatemala, Ruanda, Camboya y Argentina. Incluso la ONU ha recomendado "privar de efectos la Ley de Amnistía de 1977 porque las víctimas, con razón, no olvidan". Sin embargo, en España, ninguno de los intentos ha fructificado salvo la llamada "vía argentina" iniciada en 2010 y que ofrece, de momento, la única esperanza de las víctimas, que sienten que no se les pide que perdonen, sino que se les "exige" que perdonen.



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Un cadáver tirado en medio de la carretera. (BTeam)


"¿Cómo es posible que se pueda hacer justicia en relación a este tipo de crímenes cometidos desde el Estado? A través de la implicación de distintos tribunales del mundo. Es la idea de justicia universal. Es decir, que los crímenes de lesa humanidad deben ser perseguidos en cualquier tiempo y cualquier lugar por distintos tribunales del mundo. El gran ejemplo es lo que ocurrió en Chile con Pinochet", explica en 'El silencio de otros' el abogado argentino Carlos Slepoy, uno de los abogados clave de la vía argentina.



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Cartel de 'El silencio de otros'



En el documental, los directores siguen el periplo judicial de cada vez más querellados que buscan encontrar a sus padres enterrados en fosas comunes, encontrar a sus hijos robados o enjuiciar al policía franquista Antonio González Pacheco, alias Billy 'el niño', recientemente condecorado por el Congreso, y el guardiacivil Jesús Muñecas Aguilar, acusados de torturar a disidentes políticos. Historias como la de Asunción, una anciana que busca exhumar los restos de su padre de una fosa común y enterrarlos en el panteón familiar, o la de José María Galante, torturado por Billy 'el niño' cuando tenía poco más de veinte años. O las de las madres a las que hasta principios de los 80 —¡hablamos de treintañeros!— les arrebataron los bebés recién nacidos para que los criasen familias adeptas al régimen según las teorías del psiquiatra del franquismo Antonio Vallejo-Nágera para erradicar 'el gen rojo'. Casos silenciados por el Estado y la sociedad, que quizá debe plantearse si una democracia efectiva puede sostenerse sobre el agravio a las víctimas silenciadas.


https://www.elconfidencial.com/cult...ria-historica-fosas-ninos-franquismo_1644888/
 
LAS VIUDAS DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA
Las viudas de la Guerra Civil Española: ejemplo de vulneración de los derechos más fundamentales. Pilar Molina García para Revista MoonMagazine.
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PILAR MOLINA GARCÍA12 JUNIO, 2018

Fotografía de Kati Horna
He poblado tu vientre de amor y sementera/ he prolongado el eco de sangre a que respondo/ y espero sobre el surco como el arado espera: / he llegado hasta el fondo. /…/ Y al fin en un océano de irremediables huesos/ tu corazón y el mío naufragarán, quedando/ una mujer y un hombre gastados por los besos.

Miguel Hernández

Las viudas de la Guerra Civil Española
España, abril de 1938. En plena Guerra Civil, Francisco Franco aprobó un decreto por el que se reconocía el derecho a cobrar pensiones extraordinarias a las viudas de la guerra y sus huérfanos, así como también a los padres de los militares sublevados muertos en cautiverio.

Puede apreciarse con diferencia la reparación moral y económica a una parte de las víctimas durante la dictadura, sin embargo, la otra parte, la republicana, quedó apartada, excluida y castigada. Durante la Guerra civil, los jornaleros de entre 20 y 39 años se convirtieron en el blanco principal de las matanzas. La mayoría eran cabeza de familia con mujer e hijos a su cargo. Por consiguiente, queda claro, que esta «purga política» tuvo como finalidad a los jornaleros casados y con hijos de corta edad.

Las viudas de la Guerra Civil sufrieron todo tipo de vejaciones. Además del dolor añadido por la pérdida de sus seres queridos, fueron objeto de un escarnio público sin precedentes. Rapadas, humilladas, paseadas por el pueblo, soportaron el desvalijamiento de sus casas además de tener que pagar multas inconcebibles, embargándoles tierras, aceite, sacos de harina…, vivieron un auténtico drama humano.

Una vida de amor y llantos, de privaciones y de guerra. Esposas de manos grandes y luto imperecedero. Viudas dolientes, víctimas de una lucha sin cuartel en la que el hambre fue el distinguido protagonista. No cabe exageración en afirmar, pues, que aquella España desapareció en gran medida debido a la ausencia de una civilidad imprescindible, obsesionada por justificar tantos y tantos crímenes en los que se vertió la sangre de hombres inocentes y las lágrimas agotadas de sus viudas: las viudas de la guerra.

La cebolla es escarcha
cerrada
y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.


Miguel Hernández

Se les ofrecía la oportunidad de vivir y morir por falta de medios, se les abría la opción de la mendicidad como única expectativa y se les condenaba, no solo a ellas, sino también a sus hijos, a los más terribles padecimientos. Durante cuatro décadas no se les otorgó ni pensiones ni ayudas, dejándolas totalmente desamparadas.

Tan pronto se produjo en España una situación democrática, se hicieron gestiones para conceder derechos a las viudas de republicanos muertos durante la guerra. En escritos a Adolfo Suárez, en diciembre de 1976, febrero de 1978 y mayo de 1980, se pedía que se les otorgara los mismos derechos que durante cuarenta años percibieron los «caballeros mutilados» y sus mujeres. En 1980 se promulga el decreto (Ley 35/1980, de 26 de junio) por el que se conceden pensiones a mutilados de guerra excombatientes de la zona republicana (BOE de 10/7). En enero de 1984, en pleno gobierno socialista, se remitió al Presidente González un documento que resumía las aspiraciones más acuciantes de ese colectivo, solicitando un plazo de seis meses para la resolución de todos los expedientes en curso de estudio, y relativos a mutilados e inválidos de guerra, mutilados civiles y viudas de guerra, teniendo en cuenta la avanzada edad de gran parte de los interesados, que, pese a las promesas hechas, todavía seguían esperando. En 1984 el decreto Ley 37/1984, de 22 de octubre, reconoce los derechos y servicios prestados a quienes durante la guerra civil formaron parte de las Fuerzas Armadas y de Orden Público y Cuerpo de Carabineros de la República (BOE 1/11). Entre 1976 y 1985 se promulgaron varios decretos —a modo de cuentagotas— con la evidente resistencia del legislador a equiparar plenamente a los militares republicanos con los miembros del ejército golpista.

El amplio movimiento memorialista, que hoy día constituye una seña de identidad de nuestra democracia, se ha ido forjando en torno al reconocimiento de los derechos de las viudas de la guerra: Verdad, justicia y reparación. El inmenso dolor causado por la dictadura al conjunto de las clases populares, nos hace tomar conciencia de que el Estado no solo trató de ocultarlas en el olvido sino que construyó un retrato surrealista sobre sus vidas para propiciar así la división entre las dos Españas.

El amplio movimiento memorialista se ha ido forjando en torno al reconocimiento de los derechos de las #viudas de la guerra. @pilar_moligar.CLIC PARA TUITEAR
Este artículo tiene como objetivo principal el protagonismo de las mujeres durante la guerra y la posguerra en su lucha particular por la supervivencia de la unidad familiar. Recordemos que muchas de ellas permanecieron solas. Con sus maridos en las cárceles o muertos, tuvieron que sobrevivir a una España rota donde ser viuda, pobre y republicana se convertía en sinónimo de repulsa. Imposible calcular las defunciones provocadas por el hambre, la desnutrición o la enfermedad impuesta por un sistema autosuficiente, caracterizado por el control extremo de la producción.

Las mujeres con sus hombres y padres en la cárcel o sin trabajo se vieron obligadas a realizar todo tipo de trabajos, duros y mal pagados, o no pagados, gratuitos a cambio de la comida: el campo, el ganado, ir a por agua, servir en las casas de los ricos del pueblo o en la ciudad.

Mª Carmen García Nieto. Historiadora española (Barcelona, 19 de julio de 1928- 1 de diciembre de 1997).

Las viudas de la guerra robaron en más de una ocasión para poder alimentar a sus familiares. Las cárceles se llenaron de mujeres condenadas por delitos económicos dejándolas a merced de un contexto difícil. En el fondo del delito, en muchos casos, había un «justificado» ataque contra la propiedad ya que consideraban irrazonable la distribución de la riqueza que las desamortizaciones no solo no habían corregido, sino que la habían evidenciado vendiendo sus propiedades a la alta burguesía. Estos datos nos hacen comprender la situación social que padecían, no resignándose a ser sujetos silenciosos de un país donde se vulneraba con impunidad sus derechos más fundamentales.

Más del 80% de las mujeres imputadas se dedicaban a las labores del hogar. Administraban los alimentos y en situaciones de necesidad rebuscaron leña, frutos, gallinas o cualquier otro producto para la subsistencia de su prole. Siempre tan silenciadas e ignoradas, las viudas de la guerra son un ejemplo de valentía y optimismo pese a los incontables obstáculos. No han tenido una voz propia y, sin embargo, aguantaron los golpes de la Guerra Civil con el asesinato, el encarcelamiento o la huída de sus maridos.

La muerte de Miguel fue un motivo de desesperación muy grande para mí. Estuve más de diez años con una desesperación terrible y eso no se puede olvidar… no puedo olvidar.

Josefina Manresa. Viuda de Miguel Hernández (Quesada, Jaén, 2 de enero de 1916-18 de febrero de 1987).

A través de mis palabras comparto su faceta más humana, acercándome a una realidad visible que trata de averiguar los males a los que las viudas de la guerra se enfrentaron. Nadie conocerá nunca su historia con exactitud, pero conocimiento y justicia es lo que busco en cada línea este artículo.

La muerte de Miguel fue un motivo de desesperación muy grande para mí. Estuve más de diez años con una desesperación terrible y eso no se puede olvidar… no puedo olvidar. Josefina Manresa. Viuda de #MiguelHernández. @pilar_moligarCLIC PARA TUITEAR


Tierra y algo más

Me dijeron que el pájaro recoge
sus alas mientras duerme.
Juventudes de paloma y mediodía
dibujarán puntos dorados
sobre algún objeto agradable,
asustándose al nacer en horas de almohada.

Vosotras que renegáis de la indefensión
imaginad caudales en reflejo contrario,
decid si ofrecen un aliento sin tregua.

¡Oh, tierra, oh, su***dio, oh, tiempo atronador!
Regaladme campechanía y pueblo,
canciones heroicas que agiten con bravura.
Concededme esperanza en diferente forma y estima.

Pilar Molina, El tramoyista de Lorca.


Artículo de Pilar Molina García
Portada: Foto de Kati Horna tomada en Vélez Rubio (Almería) en 1937. Archivo privado de fotografía y gráfica Kati y José Horna © 2005 Ana María Norah Horna y Fernández

https://www.moonmagazine.info/las-viudas-de-la-guerra-civil-espanola/
 
12 PERSONAJES NARRAN LA HISTORIA

Siete meses de revolución y tragedia: el episodio inédito de la Guerra Civil
El documental de ficción ‘Caleta Palace’ narra un paraíso convertido muy pronto en el mayor éxodo del siglo XX. Escritores, periodistas y fotógrafos extranjeros fueron testigos directos



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Una imagen histórico del hotel Caleta Palace (Archivo fotográfico UMA).



AGUSTÍN RIVERA. MÁLAGA
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    17/11/2018



    Caleta Palace fue un hotel donde veraneó Federico García Lorca. Ubicado en el barrio del Limonar, el cogollito burgués, frente al Mediterráneo sureño, y lleno de villas dotadas de exuberantes jardines. Caleta Palace luego fue hospital, más tarde centro de salud… y ahora es la sede de la Subdelegación del Gobierno en Málaga. Caleta Palace es también una metáfora y escenario de referencia en siete meses de revolución y tragedia. Un episodio inédito de la Guerra Civil narrado por 12 autores. Hay diplomáticos, escritores, fotógrafos y periodistas. Son extranjeros y entre el 18 julio de 1936 y el 8 de febrero de 1937 pasaron por Málaga ‘la Roja’.

    La ciudad quedó en un ‘impasse’. El Gobierno de la II República la dejó a su suerte. No la defendió y los franquistas no la quisieron conquistar en un primer momento. Y eso que Queipo de Llano anunció que enseguida la conquistaría. Espías e informadores relatan lo que sucede en una Málaga ajena al conflicto, parada en el tiempo, con noticias de las tropas de Franco, pero sin conciencia de lo que estaba a punto de ocurrir.



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    Actual entrada a la Subdelegación del Gobierno en Málaga, antiguo hotel Caleta Palace (MLK Producciones).




    “A menudo el episodio malagueño es dejado de lado. Frente a otros capítulos más brillantes de la Guerra: Guernica, el Ebro, la defensa de Madrid… parece menor… y también parece que haya algo de vergüenza en ambos bandos, por los desórdenes y la falta de escrúpulos en las primeras semanas de guerra”, apunta José Antonio Hergueta, productor y director de cine, responsable de MLK producciones, quien prepara un falso documental sobre esta historia de 100 minutos. Regina Álvarez es la guionista.

    Malraux, ministro de De Gaulle
    El avión de André Malraux defiende Málaga. Malraux ayuda a la República. Compra armas. Organiza una patrulla aérea, la Escuadrilla España, que actúa por su cuenta, solo ‘reportando’ al general Hidalgo de Cisneros. La misión de Malraux, que se convertiría en ministro de Cultura de Francia con Charles de Gaulle entre 1958 y 1969, derriba algún avión alemán e italiano. La patrulla se disuelve cuando sufren la baja de sus dos últimos bombarderos. Málaga está desahuciada.

    Empieza la Guerra Civil. Gerald Brenan y Gamel Woolsey están en su casa de Churriana. “Les pilla el golpe de Franco “por sorpresa” o, al menos, eso dicen ambos en sus relatos: ella en 'El otro reino de la muerte', luego convertido en 'Málaga en llamas' y él en su 'El laberinto español', mucho más teórico y elaborado”, explica Hergueta. El matrimonio disimula su escapada. Rechazan huir junto a otros británicos. No se querían ir, pero a finales de 1936 se marchan vía Gibraltar.

    Málaga no tenía ningún plan. Ninguno. No había ni plan B, ni tampoco plan A. Todo era improvisación. Ni siquiera había trincheras dignas

    Elizabeta Parshina es una joven soviética que se ha venido a España como voluntaria y ejerce de traductora. Como en el caso de Gerda Greep, una fotoperiodista noruega también de paso aquellos meses por Málaga, Elizabeta quiere acción. Mucha acción. El frente. Enviada especial a Málaga con un destacamento ruso que aterriza en enero de 1937. Málaga no tenía ningún plan. Ninguno. No había ni plan B, ni tampoco plan A. Todo era improvisación. Ni siquiera había trincheras dignas.

    Parshina, ‘La dulce dinamitera’, lo cuenta en ’La brigadista’ (La Esfera). “Es un primer capítulo fascinante en sus descripciones del frente (donde es enviada a dinamitar los puentes antes de que entren las columnas de tanques italianos) o las reuniones del general Kleber y asesores rusos en las últimas horas antes de la caída de Málaga, o en el improvisado cuartel general que montan en Almuñécar tras haber abandonado la ciudad”.

    Smerdou, el 'Schindler' español
    El diplomático Porfirio Smerdou es el ‘Schindler’ español, como escribió el periodista Diego Carcedo. En su chalecito Villa Maya del barrio del Limonar se refugiaron más de 60 personas. En la Navidad de 1936 Smerdou pierde su condición de vicecónsul (y el consulado honorario) de México por ayudar a escapar con un pasaporte mexicano a un empleado del ayuntamiento. “Permanece por su coraje y por estar sustituyendo al cónsul argentino”, narra el director en el guion de la obra. La mujer de Porfirio era Concha Altolaguirre Bolín, hermana de Manuel, el prestigioso poeta de la generación del 27, e impulsor de la revista ‘Litoral’.



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    Regina Álvarez y José Antonio Hergueta, guionista y director de 'Caleta Palace', en 2017 (Festival de Cine de Marbella).


    Arthur Koestler tiene 32 años en 1936. Los sueños de este seductor de origen húngaro pasaban por España. Espía, periodista y escritor de una obra clave: ‘Del cero al infinito’ sobre su experiencia en el comunismo. Koestler también está en Málaga. Fue condenado a muerte, pero la campaña que organizó la su esposa en Reino Unido con presiones de periodistas del mundo entero, incluido Hearst y Orwell, lograron que no se le fusilara. Salió meses después intercambiado por la mujer del piloto Carlos de Haya, Josefina Gálvez, que estaba en zona republicana. Hubo un intercambio en Gibraltar. Todo esto figura en el guion.

    Los 10.000 hombres de Roatta
    Y otra historia más. Al otro lado del frente, 10.000 hombres bajo el mando del general Roatta van a rodear Málaga desde todos los puertos que atraviesan los montes, entre el Guadalhorce y el Guadalfeo. Viajan también varios periodistas del ‘Uffizio Stampa’. Se trata del departamento de prensa creado para hacer llegar a Italia la propaganda sobre lo que están haciendo estos soldados en España.

    “Han llegado a Cádiz en barcos fantasma, muchos de ellos sin bandera ni nombre, pues desafían la No Intervención que ha suscrito Mussolini. Uno de los que escribe a su familia solo después de haber abandonado Milán es Bonaventura Caloro, un joven periodista que publicará sus experiencias en un panfleto titulado “De Málaga a Tortosa”, explica Hergueta, que intevendrá este viernes en la Casa Gerald Brenan de Churriana (Málaga), que capitanea Alfredo Taján, dentro del ciclo 'Las agendas secretas en la época de Brenan'.

    Esta cinta, con un presupuesto de 750.000 euros, se rodará en 2019, además de en la ciudad andaluza, en en Madrid, Oslo y París

    Periodistas que llegan a Málaga el 8 de febrero y envían a Italia la crónica de la primera conquista fascista gracias a que, nada más entrar en una ciudad abierta, que apenas se ha resistido, se encuentran con que funciona el cable, y ponen un telegrama desde Italcable, actual edificio Mena, sede de la Universidad Internacional de Andalucía de Málaga. Esa misma tarde el relato lo publica el periódico ‘Corriere della Sera’.



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    Una de las villas del Limonar (MLK Producciones).


    Málaga había pasado desapercibida como elemento cinematográfico de primer orden en el contexto de la Guerra Civil. Esta cinta, con un presupuesto de 750.000 euros y cuyo rodaje además de en la ciudad andaluza se trasladará en 2019 a Madrid, Oslo y París, pretende combinar las historias humanas con aquellos bombardeos en plan amateur que dan paso a los primeros bombardeos sistemáticos que sufre una ciudad en la contienda.

    Entender lo que pasa ahora
    Las imágenes dialogarán entre el pasado y el presente. “Lo más interesante es ver de qué manera vamos a intentar traer el espíritu de ese momento al tiempo actual. La docena de voces narrarán la historia como si fuera un documental grabado unos años después”, cuenta Hergueta. El cineasta resalta el poco valor que se le dio a la vida humana en el contexto social y, en general, un discurso excluyente que desarrollaron no sólo los golpistas, sino también quienes se defendían de ellos o iniciaban una revolución social.

    "Quienes asisten al baño de sangre se quedan asombrados no sólo se cómo se disponía de las balas y de las vidas con una naturalidad insólita, sino que se hiciera gala de aquel desprecio, abandonando cadáveres en las calles y llegando a hacer burla de los muertos. Es curioso que ambos bandos se sirvieron de los mismos lugares para estos "sacrificios": en Málaga hay una curva del Camino Nuevo, además de la tapia del cementerio de San Rafael y la cárcel provincial, ambos protegidos hoy como "lugares de la memoria histórica", relata el director.

    Tras esos siete meses llegó la ‘desbandá’ de la carretera de Almería. Y en medio, la historia del submarino C3, el primer ataque nazi en la Guerra Civil, ocurrido también durante este fatídico tiempo y que ya rodó Hergueta en ‘Operación Úrsula’. “Lo que pasó nos ayuda a entender un capítulo fundamental del siglo XX e incluso lo que está pasando ahora”, dice el director de ‘Caleta Palace’.

    De pronto aparecieron armas en muchas manos y casas, y la cosa acabó como sabemos. Hoy de poco vale dividir o separar

    "Estremece volver a oír hoy en algunos líderes políticos un lenguaje excluyente, donde se deja caer que "sobran otros" para hacer el propio proyecto, y se oye en varios extremos y espectros. Este pensamiento acabó abriendo el baño de sangre. Parecería lejano, como lo pareció en la Yugoslavia de los años 90, pero la línea que lo separa es increíblemente frágil: de pronto aparecieron armas en muchas manos y casas, y la cosa acabó como sabemos. Hoy son grandes las heridas que se tienen que curar y de poco vale dividir o separar, al final sólo es posible sanarlas y avanzar incorporando, emocionando y no eliminando", añade Hergueta.

    El proyecto original cuenta como referentes visuales la obra de Carlos Saura'Dulces horas', "una película poco conocida y donde propone una singular “deconstrucción” del relato personal o la memoria del sufrimiento. También el documental de Richard Dindo sobre el poeta Arthur Rimbaud.

    'Caleta Palace' se denominó en un primer momento ‘Paraíso en llamas’. Una intensa luz entre bombardeos y un Gobierno ausente. Y extranjeros viviéndolo en primera fila, testigos directos de un horror inédito; en El Limonar y La Caleta, entre salitre, jazmines y bombas.


    https://www.elconfidencial.com/cult...civil-malaga-revolucion-ii-republica_1645986/




 
EL RETORNO DE UN REY. LA AVENTURA BRITÁNICA EN AFGANISTÁN 1829-1842 – William Dalrymple
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Habéis traído vuestro ejército a Afganistán, pero ¿cómo pretendéis sacarlo de aquí?

Afganistán era un territorio desconocido para el mundo victoriano, un lugar exótico, salvaje…, pero para sus habitantes era donde se cruzaban las rutas de comercio del Asia Central, donde crecían abundantes frutas y se podía encontrar agua helada a diferencia de la ardiente India; era jardín de descanso de los emperadores mogoles, lugar de épica y, antaño, un centro artístico y cultural que se iba desvaneciendo a medida que el mundo timúrida iba desapareciendo en el Afganistán Durrani.

Así el autor ha decidido usar no solo las habituales fuentes británicas, sino presentar también las visiones afganas, iraníes e indias de la 1ª Guerra Afgana (la actual sería la 4ª para los británicos); lo cual nos permite comprender mejor lo que sucedió.

Presenciamos un Juego de Tronos particular donde las familias Sadozai y Barakzai se disputan el poder en una serie de enfrentamientos, conspiraciones…, provocando finalmente la expulsión del Sha Shuja, el cual, inquebrantable, tratará una y otra vez de retomar el trono sin éxito, mientras las potencias extranjeras empiezan a interesarse por la zona.

Comienza un absurdo partido de creciente paranoia, iniciado en Tiflis, que lleva a los británicos a empezar a investigar la zona e influir en ella por miedo a los rusos y a estos, en respuesta, por miedo al avance inglés a hacer lo mismo, naciendo el Gran Juego o el Torneo de Sombras, presentándonos el autor a pintorescos y sorprendes exploradores como Masson, Burnes o Vitkevitch que van a llevar a sus gobiernos a poner sus ojos en Afganistán.

De esa manera, en una mezcla de lucha funcionarial, ambición, incorrecta información, codicia…, la Compañía de Indias Orientales decide apoyar la restauración del Sha Shuja contra Dost Mohammad Khan. Y, mediante una campaña militar mal organizada y mal dirigida (salvo algunos mandos cipayos como Nott), se imponen. Pero a partir de ahí el autor nos presenta los problemas, algunos con eco 170 años después, de controlar un país que no se entiende y que en muchos casos no se quiere entender, y que tiene un modo de hacer las cosas distintas, dando como resultado una demostración de incompetencia manifiesta tanto de la administración como del generalato británico (enfermo como Elphinstone o sobrepasado por la soberbia como Shelton, en especial los “oficiales de la Reina”) que culminará en la rebelión general y la famosa y desastrosa retirada.

En conclusión es un libro excelente para conocer con un alto grado ese enfrentamiento y cuya única pega sería no tener algún mapa más que detalle la región.
http://www.hislibris.com/el-retorno...istan-1829-1842-william-dalrymple/#more-24051
 
YO, JULIA – Santiago Posteguillo
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«(…) Adso también me sirvió para resolver otra cuestión. Hubiese podido situar la historia en un Medioevo en el que todos supieran de qué se hablaba. Si en una historia contemporánea un personaje dice que el Vaticano no aprobaría su divorcio, no es necesario explicar qué es el Vaticano y por qué no aprueba el divorcio. En una novela histórica, en cambio, hay que proceder de otro modo, porque también se narra para que los contemporáneos comprendamos mejor lo que sucedió, y en qué sentido lo que sucedió también nos atañe a nosotros.

El peligro que entonces se plantea es el del salgarismo. Los personajes de Salgari huyen a la selva perseguidos por los enemigos y tropiezan con una raíz de baobab, y de pronto el narrador suspende la acción para darnos una lección de botánica sobre el baobab. Ahora eso se ha transformado en un topos, entrañable como los vicios de las personas que hemos amado; pero no debería hacerse (…)».

Umberto Eco, “Apostillas a El nombre de la rosa”, en El nombre de la rosa, DeBolsillo, 2017, p. 755.

Desde hace un tiempo, la novela histórica o, mejor dicho (no seamos presuntuosos), parte de la novela histórica tiene lo que considero un problema: el salgarismo. No es un problema grave, si uno es consciente de ello. La cuestión, sin embargo, no se circunscribe a lo que hace casi cuarenta años definiera con acierto Umberto Eco; el problema subyace en que, con la excusa del salgarismo, no se tenga claro qué se está realizando cuando se escribe una novela histórica. Un binomio con dos partes esenciales: novela, la parte literaria esencial, e histórica, el ámbito que trata. Con un equilibrio entre las dos partes una novela de este género funciona; el lector puede tirar de su memoria (o de su bagaje como lector) y mencionar grandes títulos (y grandes autores). Funciona porque, sin dejar de respetar el componente histórico, es una novela que literariamente está muy bien escrita; es de ese tipo de novelas que resisten una o varias relecturas pues, independientemente de que uno conozca la trama, esta se ha perfilado de tal manera que el disfrute puede ser incluso mayor que con su primera lectura.

Por supuesto, tratándose del género de la novela histórica, ese segundo componente, el netamente histórico, también es importante. Pero debemos tener claras algunas cosas cuando la escribimos (y, consecuentemente, cuando la leemos). Una novela histórica debe entretenernos al mismo tiempo que picar nuestra curiosidad; no debemos «aprender» con ellas, si acaso animarnos a indagar en obras dispuestas al caso (es decir, ensayos y monografías históricas) y de este modo «aprender» sobre unos hechos, unos personajes o un período histórico en concreto. Como texto literario que recrea un momento del pasado, debe ser verosímil, pero no veraz: su propósito no es demostrar que algo sucedió como se cuenta en sus páginas; debe ser plausible, más que estrictamente fiel (o fidedigna) a unos hechos históricos, y debe ser lo suficiente flexible en su voluntad de, echando mano de una ficción creíble, «rellenar» los intersticios y las lagunas que hay sobre unos acontecimientos históricos determinados, como para que nos «creamos» lo que se cuenta y nos resulte «posible». En el esfuerzo de suspender nuestra incredulidad, la novela histórica debe tener alicientes que consiga que ese empeño se realice sin que salten las alarmas en nuestra cabeza a medida que vamos leyendo. Añadamos a eso, y es algo fundamental, que una novela histórica debe ser entretenida, «didáctica» hasta cierto punto y equilibrada. Son reglas sencillas y que, bien llevadas, lograrán que una novela histórica funcione y concite el interés del lector del género.

Con las novelas de Santiago Posteguillo me temo que esas reglas saltan por los aires. Ya con su primera trilogía –Africanus: el hijo del cónsul (2006), Las legiones malditas (2008) y La traición de Roma (2009), todas en Ediciones B–, protagonizada por Escipión el Africano, y en una segunda trilogía –Los asesinos del emperador (2011), Circo máximo: la ira de Trajano (2013) y La legión perdida(2016), en Editorial Planeta–, con Trajano al frente, se perciben una serie de rasgos que han jalonado su obra. Se trata de novelas extensas (cada vez más extensas) y con capítulos breves. Novelas que abundan en un detalle por la secuencia de narración bélica, prolija en no muchos casos y, al mismo tiempo, reiterativa: un uso (y abuso) de latinismos y jerga especializada sobre armas, unidades y formaciones militares romanas que suele repetirse hasta la saciedad; un protagonista con tintes heroicos, «perfecto» pero al mismo tiempo plano, con escasísimos matices (que son los que nos forjan como seres humanos y nos hacen comprensibles y creíbles) y rodeado de una «leyenda rosa» que prácticamente lo santifica; por el contrario, uno o varios villanos pergeñados con rasgos tan marcadamente negativos que prácticamente se convierten en parodia se erigen en los rivales a batir, en «los malos de la película» que, siguiendo una línea claramente marcada desde el principio, obstaculizarán la labor del protagonista en la consecución de sus propósitos. La construcción más bien pobre de los personajes, especialmente de los femeninos, se acompaña de un salgarismo exacerbado: sin importar lo que esté sucediendo en la trama en un momento determinado o a qué deben enfrentarse los personajes, se «rellena» con datos y datos la acción, incluso en los diálogos, que el equilibrio entre lo literario y lo histórico salta en mil pedazos.

Se podría pensar que se trata de errores de novato en una primera novela publicada, y más en el género histórico: es tanta la documentación consultada durante su elaboración que casi resulta «necesario» incluirla en la trama. Esa necesidad de «demostrar» lo mucho que uno se ha documentado acaba por ahogar la novela y convertirla en un pastiche. ¿Qué objetivo tiene el autor? ¿Escribir una novela que fluya con naturalidad, pero sin olvidarse del contexto histórico o elaborar un ensayo, un «libro de historia», camuflado (escasamente) bajo los ropajes de una ficción histórica? ¿Qué es esa novela y qué acaba pareciendo?

Para valorar Yo Julia (Editorial Planeta, 2018), séptima novela histórica de Posteguillo –lo remarco: séptima novela–, el objetivo de esta reseña, me permitirá el lector que acuda directamente al final de la misma; o, mejor dicho, a lo que hay más allá del final: la «Nota histórica» con la que se abren los «apéndices» que complementan el volumen. Unos apéndices, por cierto, que son, cada vez más, una «seña de identidad» del género, por llamarla de alguna manera: prácticamente no hay novela histórica que se publique actualmente, especialmente aquellas ubicadas en el pasado más lejano (la Antigüedad), que no cuente con unos apéndices que incluyan mapas (necesarios, sí, sobre todo si los personajes se mueven por un espacio extenso), glosarios extensos (que traducen esa retahíla de latinismos que se han ido soltando en el texto), planos de batallas si se da el caso (no siempre aparecen, pero suelen ser bastante útiles para que el lector se haga composición de lugar de una batalla en particular) y, como colofón de un estado de cosas que se nos ha ido de las manos, bibliografía. Sí, bibliografía en una obra de ficción (quizá habría que resaltar en negrita esto último, pues no siempre «parece» quedar claro). No está de más, e incluso es un estímulo, que el autor aporte algunas sugerencias por si el lector quiere profundizar en un tema o unos personajes «más allá» de la lectura realizada (insistimos: lectura de una novela histórica): un par o tres de libros, si acaso, un hilo del que tirar. El problema está cuando se quiere «demostrar» la documentación que se ha realizado y para ello, como si de una monografía o un ensayo histórico, zas, se sueltan las decenas y decenas de obras, entre libros, artículos de revistas y ediciones de fuentes clásicas consultadas. Para el caso que nos toca, esta novela, la cosa se «reduce» a las 163 referencias bibliográficas. Repito el número: 163. Hay «libros de historia» que no tienen ni la mitad de esas referencias… y no son novelas. El «ser» y el «parecer», sobre ello volveremos a menudo en esta reseña.

Decía la «Nota histórica». Personalmente (aquí ya entran mis peculiaridades y cada lector tendrá las suyas), no necesito una nota del autor que me explique qué hay de «histórico» en lo que ha escrito y qué se ha inventado. Puede ser un extra para los lectores, pero no lo requiero: tengo claro que he leído una obra de ficción, por muy amplio que sea el componente histórico que la acompaña. Y tampoco necesito que me respondan todas las dudas que pudiera tener (si fuera el caso) en torno a la «historicidad» de lo leído; y básicamente porque de una obra de ficción no espero eso, «historicidad», sino verosimilitud y plausibilidad. La «historicidad» la busco en la sección de no ficción de una librería, no en la de ficción. Pues, bien, vayamos a esa nota final del autor. Déjeme el lector que le transcriba algunos párrafos. Por ejemplo:

«Pero tal y como se cuenta en Yo, Julia, Pértinax es asesinado antes de poder reorganizar el Imperio y la pugna entre Juliano, Severo, Nigro y Albino se desata en toda su virulencia. Como el lector ha podido ver, será Septimio Severo el que se impondrá estableciendo la que es la cuarta y última dinastía alto-imperial: la dinastía Severa. La duda que me surge, tras escribir Yo, Julia, es hasta qué punto es correcto referirnos a esta dinastía con ese nombre y no con el apelativo de la dinastía de Julia, pues como se ha visto, mucho tuvo ella que ver en el establecimiento de esta nueva estirpe de emperadores. Es muy probable que, sin el empuje de su esposa, Septimio Severo no se habría atrevido a desafiar a tantos en tan poco tiempo y con esa fortaleza y convicción» (pp. 647-648).

Fíjese en esas frases destacadas en negrita; quizá al lector habitual de este tipo de novelas –y me refiero explícitamente a este exacto tipo de novelas, las de Santiago Posteguillo y seguidores–, esto no le dirá gran cosa, pero yo me quedé pasmado al leerlo, una vez finalizada la novela (lo que es el texto, apéndices al margen, que a veces parece que si no te lo has leído «todo» en realidad no has leído la novela…). Leyendo esa nota me pregunté (quizá sea retórico decirlo, de hecho, me convencí) hasta qué punto el autor mezcla dos esferas distintas: el ensayo histórico y la novela histórica. Porque –y he escogido sólo unos fragmentos, pero la nota entera trasluce mucho más– se da a entender que los hechos «son» como se ha contado en la novela, como el lector ha podido ver (sólo faltaba decir «constatar»); de este modo, respecto a la última frase resaltada, queda implícito que es en la novela como el lector puede descubrir la verdad histórica.

Suele haber novelas de tesis (el siglo XIX estuvo poblado de ellas, por ejemplo), en las que «se plantea como objetivo principal el desarrollo de una determinada opinión o ideología» (la definición es del Diccionario de la Real Academia Española), pero me pregunto si es que el autor ha querido convertir su novela en lo que no es: un ensayo, una obra que analiza hechos a partir de unos datos y unas fuentes (que suelen contrastarse y a los que se debe imponer una pertinente crítica textual). ¿Es Julia Domna, para los lectores (quién sabe incluso si para el autor), tal y como se cuenta en la novela? (remito a la frase final de esa nota: «En suma, así, tal y como se narra en Yo, Julia, fue como Julia Domna consiguió, al lado de su esposo, el control absoluto de Roma», p. 654, el resaltado es mío). Yendo más allá en esta reflexión: ¿es consciente el autor de lo arriesgado y peligroso de su propuesta para lectores neófitos en la materia, aquellos que se acercarán al personaje por primera vez desde su novela? Porque aquí no es que se estén borrando las barreras entre lo que fue un personaje histórico y lo que puede ser un personaje de una novela: aquí es que se está induciendo a la confusión. «No, hombre, el lector es lo suficientemente maduro para distinguir una cosa de la otra», se me dirá: ¿de verdad?, me pregunto, ¿de verdad van a quedar los lectores de una novela, más aún si no tienen los conocimientos sobre ese personaje y su época, los suficientemente advertidos de que una cosa es una obra de ficción (histórica), por muy entretenida que les pueda parecer, y otra la «realidad» histórica? Y añado las comillas en esto último pues, ya sobre un personaje del que existen muchas lagunas y no pocas imágenes distorsionadas en su época y en las décadas y siglos posteriores, cuesta hacerse un «retrato» completo y contrastado desde la labor del historiador.

Tampoco es que la novela de Posteguillo, como sus seis anteriores, «invente» nada nuevo. No deja de ser una versión más o menos moderna de la «historia novelada», es decir, de ese género en el que a un episodio o para el caso unos personajes históricos se les añade una prosa más o menos «literaria», pero sin un aliciente o un aporte netamente literarios propios; sin creatividad, si me apuran, sin desarrollo más allá de lo que unas fuentes históricas dejaron escrito sobre ellos. Glosar y aderezar para un lector actual, pero sin que realmente haya una «recreación», una construcción literaria desde la imaginación y la inventiva. Leyendo las seiscientas y pico páginas de esta novela, apéndices al margen, uno se queda con la sensación –ya intuida en sus dos trilogías anteriores– de que estamos, en gran parte, ante eso: una historia novelada, pero no exactamente ante una novela histórica.

Y, también en gran parte (o en toda ella si tuviera que apoyarme en lo que subyace en el fragmento antes destacado) por parte del autor en la nota final, donde volvemos a la dicotomía entre ensayo y novela, entre «ser» y «parecer»: «(…) ya era hora de que alguien se tomara un tiempo y un espacio de cierta extensión para contar su vida, lo cual he intentado hacer con el máximo nivel de historicidad posible» (p. 653, el resaltado es mío). No puedo dejar de resaltar en negrita esa frase pues delata claramente un problema (uno más) de esta novela a nivel de concepción: la búsqueda (no diré de manera obsesiva, pues eso supondría añadir un matiz que descalifica a quien lo hace y esta reseña no es una argumentación ad hominem) de la historicidad. No de la verosimilitud (la apariencia de verdad) o siquiera de la veracidad (la cualidad del que dice, usa y profesa siempre la verdad; remito a definiciones del DRAE), con la que estoy en desacuerdo para una novela histórica, pero digamos que aceptamos pulpo. No, la palabra empleada es historicidad: la cualidad de histórico, es decir, aquello «perteneciente o relativo a la historia», «que ha tenido existencia real y comprobada», que son las primeras dos acepciones del DRAE sobre dicho adjetivo. Porque hay una tercera acepción que se refiere a lo dicho de una obra literaria o cinematográfica, «de argumento alusivo a sucesos y personajes históricos sometidos a fabulación o recreación artísticas», pero la verdad, esta novela es escasa justamente a ese aspecto; la fabulación o la recreación artísticas.

Y no es que lo diga yo porque sí: el propio autor menciona en esa nota que «la mayor parte de las acciones narradas en Yo, Julia son históricas» y refiere la relación de personajes y hechos, incluidas las guerras civiles y las batallas de Issus y Lugdunum, «recreadas con fidelidad a los datos que poseemos» (ibid.); «y así la mayoría de hombres y mujeres que desfilan por el relato son auténticos e hicieron lo que se dice aquí» (pp. 653-654). Queda en la estricta ficción inventar el nombre a las esposas de Clodio Albino y Pescenio Nigro, Salinátrix y Mérula, respectivamente, «pues no queda claro en las fuentes clásicas cómo se llamaban», y los esclavos Lucia y Calidia, quizá lo realmente más interesante, como lector del género que tiene su novela, aunque no se esconde (una vez más) de añadir el autor que «lo que se cuenta, pues sobre los esclavos en esta novela (forma de conducirse ante los amos, trato recibido, el tráfico legal e ilegal de seres humanos y otras cuestiones) es real» (p. 654, el resaltado es mío).

Lo demás, y no es poco, es lo mismo que en las otras seis novelas de Posteguillo. Más de lo mismo, se podría decir: personajes esquemáticos, maniqueos y con pocos matices, salgarismo a saco y en prácticamente cada página, cada diálogo incluso; tramas y subtramas que se ven venir de lejos, con capítulos de relleno y finales de los mismos a lo cliffhanger para mantener en tensión de manera artificial a la propia trama y a los lectores. Llama la atención que, siendo esta vez una mujer la protagonista, se repitan los mismos defectos de sus anteriores héroes (Escipión y Trajano), pero cayendo también en estereotipos que, curiosamente, el autor quiere superar en su novela. Comenta en su nota: «La igualdad de género ha de construirse en el presente y pensando mucho en el futuro, aunque la igualdad también se hace no ya reescribiendo la historia o la historia de la literatura, pero sí completando la que tenemos elaborada con el añadido de todas aquellas mujeres importantes que existieron y que tantas veces hemos pasado por alto, para perjuicio de todos» (p. 650). Pero su Julia se tiñe de, si no los mismos desde luego muy parecidos, defectos que se les solía achacar en las fuentes y en una visión patriarcal de la feminidad.

Julia es inteligente, mucho, en la novela; de hecho, la más inteligente de todos los personajes, la que tiene las cosas claras desde el principio: no su marido, Septimio Severo, no sus enemigos, no sus colaboradores. Ella. Puede y debe entenderse y aplaudirse, además, que se dote de matices a un personaje femenino, y más a la hora de recrear a personajes femeninos de la antigüedad, pero no a costa de perpetuar los mismos estereotipos que luego se critican en la novela. La belleza de Julia se repite constantemente cuando se la menciona o habla de ella, en boca o pensamientos de otros personajes; una belleza capaz incluso de «hechizar» a los muchos hombres que la escuchan o hablan con ella, incluso cuando estos no le dan importancia (y ahí sí está bien reflejada la mentalidad de la época) por ser mujer. Una belleza que «define» al personaje, constantemente, mientras que la inteligencia tiene que ganársela y de hecho no es hasta el final de la novela cuando prácticamente todos, incluso sus enemigos (Plauciano, por ejemplo), le conceden esa inteligencia; porque, claro, hasta entonces la visión de aliados y enemigos, de su marido incluso en algunos momentos, es que esa inteligencia «esconde» algo; como si la inteligencia de los hombres no escondiera nada. Luego están párrafos como el siguiente, al inicio del capítulo LVIII (“Resolviendo”):

«Su esposo yacía medio desnudo a su lado. Acababa de llegar al éxtasis y estaba a punto de dormirse, pero ella sabía que no había mejor momento para persuadir a su marido de algo que los instantes posteriores a haber yacido juntos. Y disfrutado. Ambos. Y ella ni siquiera tenía que fingir. La pasión era mutua. El objetivo final que anhelaban ambos también. Estaban unidos de tantas formas… De esa unión nacía su fuerza.

Julia se tumbó de costado, ella desnuda por completo, y pasó una de sus piernas de piel tersa y suave por encima de uno de los muslos de su esposo»

Dese cuenta el lector que la que yace desnuda en el lecho es ella, no su marido el emperador, cuando lo normal, tras haber mantenido relaciones sexuales, es que ambos estuvieran desnudos; o quizá es que él tuvo frío y se tapó, y ella, pues no, pero ya es casualidad. Pero remarcar esa desnudez para, en el recuerdo del espectador, mantener esa belleza ideal del personaje, no deja de reiterar clichés y lugares comunes que se pretende romper. Del mismo modo, no deja de ser también muy curioso (por emplear un adjetivo) que sea una mujer, y de manera constante y desde luego cansina, quien llame «zorra» y «put*» a Julia. No un hombre, ya sea Plauciano, que desde siempre le ha tenido ojeriza, ya sean los emperadores rivales de Severo que pueden intuir el papel que juega Julia en el auge de este personaje. No, una mujer: Salinátrix, la esposa de Clodio Albino, que, en su último diálogo (final del capítulo LXXII), repite ese mantra: «—¡Estáis todos gobernados por una zorra, por una put* extranjera! (…) ¡Y un día lo lamentaréis todos!». Desde luego las mujeres también tachan de «put*» y «zorra» a otras mujeres, pero ¿era necesario recargar tanto ese aspecto a la hora de construir a un personaje? Un personaje femenino que se construye desde una visión las antípodas de la protagonista, la heroína, que nunca utiliza esos calificativos en referencia a su archienemiga.

Julia, en aras de elevarla precisamente a esa perfección de la que hacen gala los héroes posteguillanos, es la que mueve los hilos, la que orquesta el camino que llevará a Septimio Severo a convertirse en el único e indiscutible emperador. Ella es la que tiene una idea determinada que desencalla una situación (también la que pergeña un plan que ya el lector sabe desde el principio que no conducirá a nada, sólo a engordar la novela con páginas innecesarias). «Tenías razón. En todo», concluye Septimio al final de la novela. Sólo ella tuvo la clarividencia de ver las cosas y anticiparse a los problemas. A estas alturas, los héroes perfectos cansan, suelen hacerlo en las novelas de Posteguillo y esta no es una excepción. ¿La diferencia? Ahora es una mujer. Bravo por ello. Pero una mujer pintada con los mismos toques que los héroes anteriores y, si acaso, con decisiones argumentales mucho más discutibles. Eso ya no es tan laudable: de hecho, no debería ser la igualdad de género que el autor demanda en su nota.

Cabría añadir muchos más detalles, como que resulta poco o nada creíble que un personaje, a sus 51 años de edad, y en la noche previa a la continuación de una batalla que quedó en tablas entonces, mantenga relaciones sexuales (y alcance «el éxtasis», dicho así, «varias veces») cuando al día siguiente, ya desde primerísima hora de la mañana, debe estar concentrado y darlo todo en una contienda en la que se jugará la vida. Llaman bastante más atención errores de bulto en una novela que, recordemos incluye 163 referencias bibliográficas para «certificar» esa documentación de la que se quiere hacer gala. Por ejemplo, en referencia a Septimio Severo, cuando el personaje dice en la página 470: «Mis aliados naturales en Roma son los equites, la clase inferior de los caballeros», demostrando no saber (tampoco el autor) que los equites SON los caballeros. O, previamente, en la página 160, en referencia a un oficial militar (que por el nombre intuimos que volverá a aparecer y ser determinante en el futuro): «(…) Su familia pertenecía a la clase ecuestre —intermedia entre los patricios y los plebeyos—, pero sin demasiados recursos. (…)»; la «clase» (de nuevo aceptaremos pulpo, pero debería decirse orden) ecuestre no tiene nada que ver con la distinción entre patricios y plebeyos.

Que además se diga que «Augusto nombró a dos césares» (capítulo LIV) o que a Livia «sólo le interesaba que Augusto nombrara césar, heredero, a uno de los dos hijos de su anterior matrimonio» (capítulo LXIV) es confundir al lector con una afirmación que no es cierta: en época de Augusto, el primer (valga la redundancia) Princeps, no había una clara aceptación por parte de todos de que su heredero sería su sucesor en el poder monárquico, pero aún revestido con ropajes republicanos; y mucho menos se le llamaba «césar», como así sería siglos después. Distan doscientos de Augusto a Septimio Severo, la concepción netamente monárquica del poder imperial se va modificando: no es la misma con el primero, que desea presentarse como el primer ciudadano de un régimen republicano «restaurado», que con el segundo, en cuya época esa farsa ya no es necesaria fingirla. También resulta cansina, hasta el punto de que uno está tentado de lanzar la novela contra la pared, una muestra (más) de ese salgarismo al que está tan abonado el autor: ese mismo capítulo LXIV en el que, entre las páginas 537 y 547) y como quien no quiere la cosa, dos personajes hacen un repaso de los emperadores que hasta entonces han estado en el poder y quiénes fueron sus esposas; se los menciona a todos y se habla de sus mujeres (y de con quien se casaron estas anteriormente). Curiosamente, el autor lo menciona en su nota final como parte de su argumento por la «igualdad de género»:

«Hace ya tiempo que, profundizando en la historia antigua de Roma, he llegado a la conclusión de que si bien es muy posible que, dada la estructura patriarcal de Roma, hubiera muchos más hombres que mujeres en posiciones de relevancia, no es menos cierto que con frecuencia el historiador hombre y el novelista hombre han dejado de lado a figuras históricas femeninas de enorme impacto tan solo por el hecho de ser mujeres. Por ejemplo, creo que esta debe de ser la primera novela histórica en donde el autor se ha molestado en siquiera mencionar a todas las emperatrices de los dos primeros siglos del Imperio romano (en el repaso que se pone en boca del senador Claudio Pompeyano en el capítulo LXIV). ¿Acaso no eran importantes, influyentes y poderosas las emperatrices de Roma?» (p. 648).

Sinceramente, hay (si es posible) argumentaciones a favor del salgarismo, pero esta es una de las más peregrinas que me he encontrado en mi larga vida de lector del género.

Concluyamos. Santiago Posteguillo ha vuelto a perpetrar otra de sus extensas novelas, que además ha recibido el plácet del mundo editorial (o el galardón a una «trayectoria») con la concesión del Premio Planeta de este 2018 (dejo a la consideración de cada uno valorar esto como prefiera). Y lo hace con una novela que no aporta nada nuevo a lo que ya conocemos. Una, matizo, séptima novela que incide en los mismos problemas y deméritos habituales en su obra, con el agravante de que además ya se asume que lo que se está haciendo va más allá de la mera etiqueta de novela histórica. La suya es la última muestra de una parte de la novela histórica que cada vez es menos novela y más otra cosa (¿historia novelada?), y en la que lo histórico se ha comido casi por completo a lo estrictamente literario. Una novela sin ambición literaria, sin inventiva, sin imaginación incluso. Una novela que hará las delicias de sus (muchos) seguidores, contamos con ello, pero que nos debería alertar, si no lo había hecho antes, acerca de los caminos que asume un género que, reconozcámoslo, murió de éxito y está mutando en gran parte, pero mantengamos una cierta esperanza, por débil que sea, hacia la inanidad y su propio su***dio. En la dicotomía entre los apocalípticos y los integrados que estableciera Umberto Eco en una de sus obras seminales en relación con la cultura de masas, me temo que en esta ocasión y por mucho que me pese, me adhiero en la bancada de los primeros.

http://www.hislibris.com/yo-julia-santiago-posteguillo/#more-24664
 
Jesús de Nazaret (I): El Jesús histórico
Publicado por E. J. Rodríguez
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La pasión de Cristo (2004). Imagen: Icon Productions.
No podemos usar luces eléctricas y radios o aprovecharnos de los modernos instrumentos médicos y clínicos cuando estamos enfermos y, al mismo tiempo, creer en el mundo maravilloso del Nuevo Testamento. (Rudolf Bultmann, teólogo alemán)

Jesús y sus discípulos fueron a las aldeas de Cesárea de Filipo. En el camino, Jesús les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista. Otros dicen que eres Elías. Y otros dicen que eres uno de los profetas». Jesús preguntó de nuevo: «Pero, y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro respondió: «Tú eres el Mesías». Y Jesús les advirtió con severidad de que no debían decirle esto a nadie. (Evangelio de Marcos)

Cuenta el historiador Tito Livio que Rómulo, fundador y primer rey de la ciudad de Roma, pasaba revista a las tropas que desfilaban ante su palco cuando se desató una pavorosa tempestad y fue rodeado por una espesa nube que ocultó su figura a la vista de todos, mientras un enorme torbellino se alzaba hacia el cielo. Cuando se despejó la atmósfera y volvió a brillar el sol, la silla de Rómulo estaba vacía: «No se lo volvió a ver sobre la faz de la Tierra», escribe el cronista. Los soldados, aterrados y desconsolados al principio, se tranquilizaron pensando que Rómulo se había convertido en «un dios, hijo de un dios, rey y padre de la ciudad de Roma». Un ser celestial a quien ahora podían implorar favor y protección.

Tito Livio también dice que no todos los habitantes de Roma quedaron convencidos y algunos hicieron correr la voz de que la ascensión a los cielos de Rómulo era una patraña. Afirmaban que la repentina tempestad había servido para que Rómulo fuese capturado por orden de un grupo de opositores del Senado; tras ajusticiarlo habrían desmembrado su cuerpo. Al oír sobre la posibilidad de que el rey hubiese sido asesinado de manera tan terrible, la plebe empezó a reunirse en las calles de Roma, presa de la indignación. Y también, lo más preocupante para el orden, en en el ejército volvía a cundir el nerviosismo.

Para acallar estos escandalosos rumores, el respetado prohombre Próculo Julio tomó la palabra ante la multitud: «¡Ciudadanos! Hoy, al despuntar el alba, el padre de nuestra ciudad bajó del cielo y se apareció ante mí. [Me dijo] “Ve y di a los romanos que la voluntad del cielo es que Roma gobierne el mundo”». El pueblo y el ejército escucharon el discurso con asombro, pero quedaron por fin tranquilos; aquello confirmaba la creencia de que su amado rey no había sido descuartizado como un animal, sino que había alcanzado la inmortalidad que merecía. Livio, no sin cierta sorna, comenta sobre aquella revelación: «Es maravilloso el crédito que se dio a la historia que contó aquel hombre».

No sería la última vez que el repentino anuncio de una resurrección serviría para resolver un problema imprevisto.

La milagrosa ascensión de Rómulo tuvo lugar, según la mitología romana, en el siglo VIII a.C. Mucho después, a mediados del siglo I d.C., otro relato similar empezó a circular de boca en boca entre pequeñas comunidades de diversas ciudades del imperio. El protagonista de aquel relato era un palestino de clase baja que había pasado casi toda su vida ejerciendo como carpintero en una insignificante población galilea llamada Nazaret. Este carpintero, llamado Yeshúa, había abandonado su trabajo y su hogar para recorrer Galilea anunciando el inminente cumplimiento de antiguas profecías recogidas en las escrituras sagradas del judaísmo. Después se había trasladado a Jerusalén, capital de Judea, donde tuvo un encontronazo con las autoridades romanas que por entonces ocupaban el país. Puesto que se había hecho conocer como el Mesías, los legionarios lo habían detenido bajo el cargo de sedición. Yeshúa fue ejecutado mediante el procedimiento más humillante y brutal empleado por el imperio: la crucifixión.

Algunos seguidores de Yeshúa, sin embargo, aseguraban que su tumba había sido encontrada vacía. Había resucitado y ascendido a los cielos y, mediante apariciones a sus discípulos, había prometido volver para cumplir las promesas mesiánicas que no había podido llevar a cabo durante su ministerio. Aunque Yeshúa había sido judío y también lo eran sus primeros seguidores, la creencia en su resurrección empezó a diseminarse entre pequeñas comunidades de gentiles. Tras unas pocas décadas algunos nuevos seguidores del culto a Yeshúa, que vivían en otros rincones del imperio, empezaron a escribir, en griego, las historias que habían oído sobre él. Estas nuevas comunidades aguardaban la παρουσία, «parusía» o «advenimiento», es decir, la segunda venida de Yeshúa. Bautizaron el anuncio de su resurrección e inmediato regreso o como εὐαγγέλιον, «evangelio», término que significa «buena noticia».

El Jesús real frente al Jesús histórico

Si usted sale a la calle y pregunta por Jesús de Nazaret casi cualquier persona, aunque no sea creyente, recitará un pequeño puñado de datos sueltos que tras casi dos mil años de tradición están impresos en la memoria colectiva de los occidentales. Cualquiera sabe algo sobre Jesús, porque el personaje ha estado en todas partes: la pintura, la escultura, la literatura, la filosofía, el cine. Todos tenemos una imagen mental prototípica sobre cómo era su carácter, sobre el tipo de cosas que hacía y decía. Todos podemos recordar algunas de sus frases: «Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra», «Ama a tu prójimo como a ti mismo», «Al césar lo que es del césar». Este es el Jesús de la tradición cultural y religiosa. Es el Jesús de Velázquez o el de Jesus Christ Superstar. Es el Jesús de casi todos los cristianos actuales. Pero no es el Jesús real. Tampoco es el Jesús histórico. Que no son, por cierto, la misma cosa.

El Jesús tradicional dominó la cultura occidental durante tantos siglos que a nadie se le ocurría pensar que no se pareciese al verdadero Yeshúa que vivió en la Palestina del siglo I. Hoy, los historiadores e incluso algunos teólogos contemplan esos otros dos conceptos: el Jesús histórico y el Jesús real. El Jesús real no dejó rastro material alguno, y de él no sabemos casi nada con absoluta certeza; más bien suponemos o deducimos cosas. No hay un sepulcro, ni un esqueleto, ni un mechón de cabello. Tampoco hay escritos firmados por él; ni siquiera textos escritos por otros, pero atribuidos a su nombre, ni testimonios contemporáneos, nada sobre él que fuese escrito por alguien que lo hubiese conocido en persona, ni siquiera alguien que viviese en su época y hubiese tenido noticia de sus andanzas.

Los primeros textos que mencionan a Jesús datan de unos veinte años después de su muerte y fueron escritos por Pablo de Tarso, san Pablo, que no conoció a Jesús y revela muy poco, o casi nada, sobre su biografía (más allá de que había sido crucificado y algún otro detalle). Los primeros relatos «biográficos» sobre Jesús, que en realidad eran textos de carácter doctrinal, fueron escritos medio siglo después de su muerte. Fueron redactados en griego, un idioma distinto al que Jesús hablaba, por personas que habitaban regiones alejadas de su tierra. Lo que sabemos sobre Jesús, pues, lo escribieron de oídas autores que manejaban información que había viajado de boca en boca durante décadas, con la distorsión de información que eso conlleva. Aun así, los historiadores actuales suelen coincidir en que existió un Jesús y que su figura no fue un invento; cosa distinta es cuánto se parecía o se dejaba de parecer al de aquellos textos que se han conservado.

El Jesús histórico es el campo de trabajo de esos historiadores, que admiten que nunca podremos recuperar al Jesús real, como tampoco podemos recuperar al Sócrates real. Como dice el estudioso Dale B. Martin, «para mucha gente supone un descubrimiento revolucionario el concepto de que el pasado ya no existe». La única manera de averiguar cómo era el Jesús real sería viajar en el tiempo. El Jesús histórico es, pues, un retrato imperfecto e incompleto que los historiadores tratan de componer mediante el análisis crítico de la única información más o menos cercana a su época de la que disponen: el Nuevo Testamento (y, en menor medida, algún que otro texto que no está en la Biblia cristiana). ¿Por qué usar el Nuevo Testamento como herramienta, si los propios historiadores son los primeros en afirmar que no es históricamente fiable?

Primero, porque otros textos son más tardíos y, cuanto más tardíos, más improbable encontrar en ellos un rastro de información fiable. En segundo lugar, porque creen que ciertas informaciones sobre Jesús eran inconvenientes, pero conocidas por todos los cristianos de entonces, y no podían ser omitidas en unos textos cuyos autores las recogieron precisamente con el fin de adaptarlas a su propia visión de cómo debía retratarse a Jesús. Las informaciones molestas están presentes en sus escritos de manera parecida a como los argumentos de un político están presentes en el discurso de sus opositores, que citan esos argumentos no para reforzarlos sino para intentar retorcerlos y conferirles un nuevo sentido. De hecho, el cristianismo nació como la justificación de la más molesta de todas las informaciones sobre Jesús: que había muerto colgado en una cruz de madera. Desde cualquier perspectiva de la tradición judía tal cosa era impensable cuando se hablaba de un supuesto Mesías. Había que explicar por qué el Mesías había sido ejecutado y por qué había hecho ciertas cosas que no gustaban a los creyentes de la segunda generación, los que escribieron el Nuevo Testamento.

El hoy llamado «Antiguo Testamento», la Biblia hebrea, era un conjunto de libros que durante siglos habían formado parte de la tradición del judaísmo previo a Jesús, pero de los que provienen muchas de las características que se atribuyen a su figura, como el mencionado título de Mesías. El Antiguo Testamento no gira en torno a ninguna figura en particular, exceptuando al propio Dios padre y creador del universo, y es una mezcolanza de libros muy diferentes entre sí. En el Nuevo Testamento, sin embargo, Jesús es la figura central. Ambos conjuntos de libros forman lo que hoy es la Biblia cristiana. Hasta aquí, nada nuevo. Pero no siempre fue así. Los veintisiete libros que hoy contiene el Nuevo Testamento eran solo una parte de los muchos textos cristianos que circularon por el Imperio romano durante cientos de años, hasta que en el siglo IV, después de mucho debate, las autoridades eclesiásticas seleccionaron esos veintisiete como parte del canon, esto es, del conjunto de textos inspirados por Dios en los que los creyentes debían centrar su atención. El resto de textos circulantes, incluyendo algunos que eran muy populares, empezaron a ser tachados como herejías o, con suerte, como errores bienintencionados, por una Iglesia cada vez más centralizada. Por suerte, unos cuantos de esos textos descartados han sobrevivido hasta hoy y copias antiguas han sido descubiertas por arqueólogos, o de manera accidental por otras personas, hasta tiempos muy recientes. Es posible que en el futuro aparezca alguno más.

En cualquier caso, los cuatro evangelios canónicos no fueron seleccionados de manera caprichosa. Están entre los textos cristianos más antiguos, ya que fueron escritos en el siglo I, entre cuarenta y setenta años después de la muerte de Jesús. Habían sido conservados con mimo por las diversas comunidades de creyentes y eran considerados piezas de autoridad. Uno de esos textos, el Evangelio de Marcos, es la narración biográfica más antigua de la que se tiene noticia: los expertos suelen datarlo en torno al año 70. No existe ningún otro texto anterior que narre la vida de Jesús, o no ha sido descubierto. Los dos siguientes, el Evangelio de Lucas y el Evangelio de Mateo, fueron escritos muy poco después, en torno al año 80, y son adaptaciones modificadas de Marcos que copian casi toda su estructura hasta el punto de que esos tres son conocidos como «Evangelios sinópticos» («sinopsis» significa que los tres textos pueden ser vistos el uno al lado del otro y parecen iguales). En el Nuevo Testamento está también el Evangelio de Juan, datado en torno al año 95, aunque los estudiosos actuales no se ponen de acuerdo sobre si su autor conocía alguno de los anteriores tres evangelios o si se basó en otras fuentes.

No sabemos quiénes fueron los autores de los cuatro evangelios canónicos. El Evangelio de Juan fue escrito por alguien que afirmaba llamarse así («Este es el testimonio de Juan»), pero sin aclarar con exactitud quién era. Había muchos Juanes en la época. La tradición atribuyó este texto a Juan el apóstol, uno de los doce discípulos de Jesús. Sin embargo, por varios motivos, los estudiosos actuales descartan esa atribución. Los otros tres evangelios canónicos ni siquiera están firmados, aunque la tradición los atribuyó a diversas personalidades bien conocidas entre los cristianos de entonces: Mateo (otro de los doce discípulos de Jesús), Marcos (intérprete y secretario de otro discípulo, Pedro) y Lucas(ayudante de Pablo de Tarso). Aunque hoy deben ser considerados textos anónimos, por cuestión de comodidad nos referiremos a sus autores como Marcos, Mateo y Lucas, siempre teniendo en cuenta que no fueron ellos quienes de verdad escribieron esos textos o que, en el caso de Juan, fue simplemente alguien que se llamaba así. El primero que mencionó esos cuatro libros asociados a esos cuatro nombres juntos fue el obispo Ireneo de Lyon, en el año 180.


Retrato de San Marcos en Los cuatro evangelios, 1495. Imagen: Wellcome Library.
Aparte de las fechas, otro de los motivos para descartar que los evangelios hubiesen sido escritos por discípulos de Jesús es que, pese a la creencia informal sostenida hoy por mucha gente, estos libros no fueron redactados en hebreo, sino en griego. Como el resto del Nuevo Testamento no son un producto de la Palestina judía, sino de comunidades cristianas mixtas formadas por judíos y gentiles, situadas en diversos puntos del imperio, que usaban el griego como lengua vehicular. El Antiguo Testamento sí había sido escrito en lenguas semíticas como el hebreo y el arameo, pero hacía mucho tiempo que no era un texto exclusivo de los palestinos. Los judíos de la diáspora, dispersos por el Mediterráneo y por lo general muy helenizados, habían traducido el Antiguo Testamento al griego mucho antes de que Jesús naciera (la traducción más famosa de la Biblia hebrea al griego es la llamada Septuaginta y data del siglo III antes de nuestra era). En una futura entrega hablaremos del judaísmo en el Imperio romano, algo que explica muchas cosas en cuanto a la temprana expansión geográfica del culto a Jesús.

Lo razonable es suponer que ni Jesús ni sus discípulos hablaban griego. Provenían de Galilea, una región pobre de campesinos y pescadores, donde se ha estimado que el analfabetismo afectaba a más del 95% de la población. Como en el resto del Imperio romano y del mundo antiguo en general, la educación (en la que era básico el conocimiento del griego, lengua del mundo intelectual) era un privilegio exclusivo de las clases altas; los pobres tenían que empezar a trabajar en la infancia y no disponían ni del tiempo ni del dinero para educarse. Más allá de las regiones donde se hablaba de manera autóctona solo hablaban griego los aristócratas y algunos individuos formados de manera especial para ejercer determinados trabajos. Si Jesús era un obrero y sus discípulos eran pescadores y gente humilde, es muy improbable que supiesen hablar griego, no digamos escribirlo. El único idioma que debían de conocer era su lengua materna, el arameo.

¿Por qué decimos que Jesús era galileo de clase baja si decimos que los evangelios no son fiables como documento histórico y es de allí de donde obtenemos ese dato? Porque suponemos que hay informaciones que no debieron de ser manipuladas durante la transmisión oral de las primeras décadas de cristianismo, puesto que no tenían implicación religiosa positiva ni negativa, y a nadie le habría interesado inventarlas o cambiarlas. El nombre «Jesús» carecía de significación especial; si alguien se hubiese inventado un profeta y hubiese querido rodearlo de un aura mesiánica, quizá hubiera usado un nombre con mayor peso en la tradición, como David, Daniel o Isaías.

El pasado laboral de Jesús es otra de las informaciones que la tradición oral pudo haber conservado de manera fiable, puesto que no hay motivos religiosos o simbólicos para que los primeros cristianos le asignaran el oficio de carpintero en vez otro más «idóneo» como el de pescador o pastor, que fueron oficios simbólicos con los que se lo representaría en el futuro. En el Nuevo Testamento Jesús es descrito como τέκτων, «tekton», que indica un trabajo relacionado con la construcción y que podríamos traducir como «obrero» o «artesano». El motivo por el que la tradición dice que fue carpintero es que otros trabajos que podrían ser incluidos en el término τέκτων, como herrero, albañil o cantero, solían ser mencionados con términos más específicos en los textos judíos traducidos al griegos (por ejemplo, en la Septuaginta), mientras que era más habitual emplear τέκτων por defecto para los carpinteros. En realidad, es indiferente que desempeñara cualquiera de esos trabajos, ya que el estatus social de Jesús no cambiaría fuese carpintero o albañil. Digamos que, por las mencionadas cuestiones lingüísticas, la carpintería es la que tiene más papeletas de haber sido su verdadera profesión.

El oficio de τέκτων sugiere que Jesús no recibió educación formal, así que es muy probable que fuese analfabeto. Algunos autores especulan con la posibilidad de que supiese leer el hebreo, dado que debió tener un buen conocimiento de las profecías judías de las escrituras, aunque también es razonable la posibilidad de que fuese iletrado, pero inteligente y dotado de buena memoria; si, como parece obvio, era un judío muy piadoso, podía haber aprendido mucho de las escrituras por las enseñanzas orales de los rabís. En cualquier caso, es casi seguro que, siendo un trabajador manual de familia pobre, no tuvo oportunidad de aprender el griego. Por ejemplo, en el Evangelio de Marcos, sus últimas palabras son recogidas en arameo, lo que indica que los cristianos grecorromanos eran muy conscientes de cuál había sido la lengua materna de su Señor. Todo esto puede aplicarse a sus discípulos, también galileos humildes, y, además de la datación de los textos, ayuda a descartarlos como posibles autores.

El problema de los manuscritos

Dice el consenso académico que los evangelios canónicos fueron escritos durante el último tercio del siglo I y se basaron en la tradición oral que habían iniciado los seguidores palestinos de Jesús, pero que pronto había empezado a ser transmitida en griego por creyentes no palestinos. También se habla de hipotéticas fuentes que quizá fueron escritas (como las llamadas Q, M o L, de las que ya hablaremos). En cualquier caso, aquellos textos empezaron a ser copiados a mano una y otra vez, puesto que los materiales de escritura tendían a deteriorarse con el uso. Durante siglos fueron sometidos a sucesivos proceso de reproducción artesanal con los errores, omisiones y manipulaciones que eso conlleva. En la Edad Media había miles de manuscritos del Nuevo Testamento en Europa, algunos en las manos de altos cargos eclesiásticos y de reyes o nobles, pero sobre todo en los monasterios, donde se ejercía el trabajo de copia en sí. Dada la dificultad para viajar y transmitir información nadie se preocupaba de comparar unos manuscritos con otros, así que las discrepancias producto de esta proliferación de copias se multiplicaban. Esto no era una preocupación para los creyentes, por varios motivos. El pueblo llano ni sabía leer ni tenía acceso a los evangelios más allá de lo que los eclesiásticos quisieran enseñarles de palabra o de lo que pudieran aprender de la tradición oral y artística. Hacía siglos que el latín había sustituido al griego como lengua franca del cristianismo y del mundo intelectual en general. Como en tiempos del propio Jesús, solo las clases altas podían permitirse el lujo de aprender la lengua en la que se escribía todo lo importante.

No fue hasta 1455 cuando Johannes Gutenberg editó la primera Biblia salida de una imprenta. Este invento y la Reforma luterana permitieron que la gente común pudiese empezar a acceder al texto. Era mucho más fácil producir copias y, al menos en algunas regiones europeas, empezaba a ser aceptada la traducción desde el latín al idioma local del pueblo. Mucha gente continuaba siendo analfabeta, pero, sobre todo en el ámbito protestante, ahora al menos podían entender lo que otros leían en las congregaciones. El texto bíblico ya no era un secreto reservado a los poderosos. Eso sí, desde la aparición de la imprenta los editores se encontraron con un problema inesperado, al descubrir que las Biblias que imprimían eran diferentes de las versiones impresas por otros. Diferencias textuales que no solo se debían a sutilezas de la traducción o errores fortuitos; en muchos casos había párrafos enteros que aparecían y desaparecían o frases que cambiaban de sentido. Esto resultaba particularmente incómodo en el caso de los evangelios. ¿Por qué no consultar los originales para asegurarse de imprimir la versión correcta? Porque ya no existían. No quedaba ni rastro de los originales de los evangelios. Ni siquiera quedaban copias tempranas completas o casi completas. Con la explosión arqueológica de los siglos XIX y XX se descubrieron más copias de los evangelios. Hoy se conocen casi seis mil manuscritos en griego, diez mil en latín y otros diez mil en otras lenguas antiguas europeas, africanas o de Oriente Medio, pero la mayoría son medievales, posteriores al siglo IX. Del siglo en que se escribieron los evangelios canónicos no queda nada, ni un mísero fragmento. De los siglos II o III solo se han encontrado trozos sueltos. El más antiguo es el llamado «Papiro 52», un pedazo triangular de papiro, del tamaño de un DNI, que contiene algunas líneas del Evangelio de Juan. Pertenece a una copia datada a mediados del siglo II, pero el resto de esa copia se ha perdido. La primera copia que sí se conserva completa data del siglo IV.

Con la llegada del racionalismo en el siglo XVII, la inquietud de los impresores empezó a trasladarse a los estudiosos y teólogos que poseían más de un volumen de la Biblia y encontraban también esas inquietantes discordancias entre distintas versiones de la vida de Jesús. Algunos quisieron comprobar hasta qué punto llegaba el problema. El trabajo más impresionante lo llevó a cabo el teólogo inglés John Mill, quien estuvo durante treinta años comparando los manuscritos antiguos a los que tuvo acceso (un centenar). Escribió un libro en el que contabilizaba todas las discrepancias dignas de mención que pudo encontrar. El título del libro, por cierto, era tan impresionante como el esfuerzo que había detrás: Novum testamentum græcum, cum lectionibus variantibus MSS. exemplarium, versionum, editionum SS. patrum et scriptorum ecclesiasticorum, et in easdem nolis. En total, John Mill encontró más de treinta mil discrepancias entre todos los manuscritos. Hoy se conocen miles de manuscritos y, aunque nadie ha contado todas las diferencias, lo que sería una tarea ingente, se calcula que podría haber más discrepancias que palabras contiene el Nuevo Testamento, en torno al medio millón.

Algunas de las discrepancias más importantes entre unas versiones y otras son explicadas como evidentes manipulaciones. Por ejemplo, en las biblias actuales el Evangelio de Marcos tiene un final que, hoy se sabe, no estaba en el original. De hecho muchas Biblias incluyen el final añadido porque forma parte de siglos de tradición, pero indican que se trata de una falsificación. En el desenlace original, tres mujeres (citadas como «María Magdalena, María la madre de Jacobo y Salomé») acuden a la tumba de Jesús para ungir su cadáver con hierbas aromáticas. Encuentran el sepulcro abierto y ven a un hombre vestido de blanco, cabe pensar que un ángel, quien les dice que Jesús ha resucitado y les ordena que vayan a avisar a los discípulos. Sin embargo las tres mujeres se asustan al ver al hombre de blanco y se marchan: «No le dijeron nada a nadie porque tenían miedo». Así acaba el evangelio más antiguo conocido. Es, desde luego, un desenlace difícil de entender: si las mujeres no dijeron nada, ¿cómo supieron los demás, incluido el autor de ese evangelio, que la resurrección se había producido? Para arreglar este extraño final, en algún momento alguien decidió añadir varios versículos, similares a los de evangelios posteriores, en los que Jesús resucitado se aparece a María Magdalena y a los discípulos. Esta nueva versión del final de Marcos es la que se generalizó, pero hay copias antiguas en las que no existe y por lo tanto sabemos que el final original era el otro, el más extraño (que quizá fue escrito así como apelación a la fe de quien leyese este evangelio).

Otro ejemplo es el famoso momento en que Jesús cura a un leproso. Al final del primer capítulo de Marcos un leproso se acerca a Jesús y le ruega que lo cure, diciendo: «Si quieres, puedes sanarme». En las Biblias modernas, el relato sigue así: «Jesús, conmovido, extendió la mano y tocó al leproso diciendo: “Así lo quiero. Queda sanado”». Nada llamativo aquí, puesto que un Jesús conmovido encaja bien con la imagen mental que tenemos de un hombre bondadoso hasta la mansedumbre. Sin embargo en algunos manuscritos antiguos la frase tiene un matiz inesperado y sorprendente: «Jesús, indignado, extendió la mano y tocó al leproso, diciendo: “Así lo quiero. Queda curado”». ¿Jesús indignado ante la petición de un leproso? ¿Qué clase de afirmación es esa? Quizá es incomprensible desde la concepción de Jesús que dos mil años de tradición ha creado en nosotros, pero en el cristianismo primitivo pudo tener mucho sentido. Algunos autores defienden que esta fue la frase original y que Jesús se mostró enfadado porque, para algunos judíos, la lepra era un castigo impuesto por Dios a quienes habían transgredido gravemente sus leyes. O quizá porque los leprosos tenían prohibido, según la ley mosaica, dejar sus lugares de confinamiento. Estos y otros pasajes que aparecen en distintas versiones requieren un cuidadoso análisis de la mentalidad que había detrás de quien las escribió, y también de la mentalidad de quien, en algún momento de la historia, decidió modificarlos.

Las nuevas manera de leer los evangelios

Estas manipulaciones o añadiduras para encajar el texto a la visión personal de quien lo transcribía (o de sus jefes) no son escasas, aunque la mayor parte de las discrepancias entre manuscritos son simples errores de traducción o descuidos comprensibles en una fatigosa tarea de copia a mano: omisiones, cambios de orden, nombres equivocados, etc. En cualquier caso, el trabajo de John Mill ayudó a impulsar una nueva disciplina, el análisis crítico del Nuevo Testamento, que iba a terminar con más de mil quinientos años de estudio exclusivamente teológico o doctrinal. Algunos teólogos empezaron un análisis crítico de los textos aplicando los mismos criterios que usaban para analizar otras crónicas históricas y no pudieron hacerlo sin socavar los cimientos de esa tradición. En 1835, el teólogo alemán David Friechmann Strauss publicó un libro titulado Das Leben Jesu, kritisch bearbeitet («La vida de Jesús, examinada críticamente»), donde afirmaba que los evangelios estaban repletos de sucesos mitológicos, como los milagros, que no podían ser considerados como elementos fiables en una narración histórica. Das Leben Jesu fue algo así como un best seller, traducido a varios idiomas, que provocó un gran escándalo en diversos países; un aristócrata inglés, el conde de Shaftesbury, ganó sin duda el premio a la indignación más florida cuando escribió que la obra de Strauss era «el más pestilente libro jamás vomitado por las fauces del infierno».

Pese a la furia de sus detractores, Strauss, como había hecho John Mill, marcó un antes y un después en el análisis del Nuevo Testamento. A su estela la teología alemana tomó la delantera en este campo. Ya en el siglo XX Martin Dibelius fue uno de los creadores de la Formgeschichte o «crítica formal», corriente hermenéutica que defendía un análisis de los textos cristianos no de acuerdo a las necesidades teológicas, sino de acuerdo a sus características literarias e históricas. Su discípulo Rudolf Bultmann llegó a ser considerado el principal experto sobre la figura histórica de Cristo en el ámbito protestante y en 1926 publicó un libro con el sencillo título de Jesús, en el que reconocía la imposibilidad de conocer con fidelidad los detalles concretos de la biografía del personaje central del cristianismo. Bultmann, pese a ser creyente, calificaba los evangelios como un relato mitológico repleto de afirmaciones que no podían ser demostradas ni siquiera bajo los criterios historiográficos poco exigentes que se empleaban para estudiar otros textos y sucesos de la antigüedad. Estos teólogos críticos concluyeron que los cristianos debían centrarse no en el relato biográfico de Jesús tal como era narrado en los evangelios, sino en el kerygma o «proclamación», en el contenido espiritual de dicho relato. En pocas palabras, admitían que les era más fácil creer en la resurrección de Jesús como verdad mística que intentar reconstruir los episodios de su figura humana. Lo importante para ellos no era la supuesta descripción «periodística» de Jesús, sino la aceptación de su mensaje de salvación tras la muerte física. Daban por buenos algunos elementos biográficos muy básicos de los evangelios: que Jesús predicó, que tuvo seguidores y que fue crucificado, pero poco más.

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Biblia de Gutenberg, 1390-1468. Fotografía: NYC Wanderer (Kevin Eng) (CC).
Los historiadores actuales que se especializan en el análisis del Nuevo Testamento continúan usando la crítica textual como principal herramienta, pero son algo menos pesimistas que los teólogos de la «crítica formal» y opinan, en su mayoría, que sí es posible obtener información histórica de los evangelios; algo irónico, porque entre los estudiosos actuales hay varios que se declaran ateos o agnósticos, pero son menos escépticos sobre este aspecto que los teólogos arriba citados. La tesis básica de los historiadores actuales es que el Nuevo Testamento es muy poco fiable como relato histórico, sí, pero pudo recoger más información verídica de la que suponía Bultmann. Esa información puede ser empleada para recomponer una breve cronología del desarrollo inicial del cristianismo. En una futura entrega veremos cómo se ha llegado a algunas de estas conclusiones, pero esto nos servirá como guía:

Años 23-36: El prefecto Poncio Pilato gobierna la provincia de Judea. Jesús empieza a predicar la inminente llegada del «reino de Dios», esto es, la restauración del trono de Israel y la salvación de los judíos que crean en su mensaje, que se librarán de la muerte y vivirán sin padecimientos para siempre. Dado que el encargado de establecer este reino en la mitología judía de la época era el Mesías, Jesús se presenta como el Mesías o sus seguidores lo toman como tal. Esto constituye una provocación para los romanos que ocupaban Judea. Si el Mesías era el futuro «rey de los judíos», eso puede significar que Jesús ha estado pregonando una rebelión contra el imperio. También es posible que influyese en su detención algún desorden público en el templo de Jerusalén. Los romanos detienen a Jesús y lo cuelgan de una cruz para que muera por una lenta asfixia, el más terrible castigo impuesto por el imperio. De cara a los judíos, esta ejecución desacredita a Jesús como posible Mesías.

Años 33-36 (aprox.): Tras la ejecución, sin embargo, un grupo de seguidores de Jesús continúa creyendo en en su naturaleza mesiánica. Para justificar la inexplicable ejecución de alguien que se suponía iba a vencer a Roma y restaurar la antigua dinastía de David, afirman que Jesús se ha entregado al martirio de manera voluntaria y que ha resucitado para anunciar que regresará en breve. Este grupo, que se estima no contaba más de unas pocas decenas de personas, inventa así una nueva vertiente de judaísmo. El grupo es conocido como la «Iglesia de Jerusalén» o la «Asamblea de Jerusalén», aunque también podría ser llamada «Sinagoga de Jerusalén», pues todavía es un grupo netamente judío que defiende el cumplimiento de las leyes mosaicas (circuncisión, descanso sabático, restricciones alimentarias, sacrificio en el templo, etc.) y se opone a que los no judíos, los gentiles, puedan optar a la salvación. Este es el cristianismo original, que no tiene todavía un nombre, puesto que sus miembros se ven como practicantes de un judaísmo bastante tradicional. El grupo está comandado por uno de los hermanos de Jesús, Santiago, y por Simón Pedro, quien había ejercido como su mano derecha. Ambos aparecerán nombrados unos veinte años después en las Epístolas de san Pablo, y medio siglo después en los evangelios.

Año 36-40 (aprox.): Entra en escena Pablo de Tarso. Es judío, pero no es palestino, sino que procede el ámbito helenístico. Al principio cree que puede ser considerada blasfemia la afirmación de que un presunto criminal crucificado por los romanos sea calificado como Mesías. Sin embargo cambia de idea. Aunque nunca ha conocido a Jesús en persona, afirma haber experimentado una visión en la que se le ha aparecido, resucitado, para convertirlo en su «apóstol», su mensajero. Aunque Pablo no deja de ser judío, empieza a defender la idea de que los gentiles no necesitan convertirse al judaísmo para optar a la salvación prometida por Jesús. Cree que es la fe en Jesús, no las «obras», el seguimiento de la ley mosaica, lo que garantiza la salvación. Su postura le hace entrar en conflicto doctrinal con el grupo cristiano original de Jerusalén, pero él continúa con sus planes. Empieza a fundar comunidades cristianas en diversas ciudades del Imperio romano, aceptando a gentiles, y decide situarse a sí mismo en el mismo nivel de autoridad que los líderes de Jerusalén. Afirma que, si Santiago y Simón Pedro son los «apóstoles de los judíos», él mismo es «el apóstol de los gentiles».

Años 50-60 (aprox.): Pablo escribe cartas a las diversas comunidades cristianas fundadas por él. En esas cartas, escritas en griego, responde a dudas teológicas y problemas doctrinales concretos. De este modo se convertirá en el principal impulsor del culto a Jesús fuera de Palestina y más allá del ámbito judío. De hecho, en la segunda figura más importante del cristianismo. Baste decir que el Nuevo Testamento contiene catorce epístolas paulinas que suponen la mitad del total de los libros y un tercio del total del texto (aunque en la actualidad se considera que solo siete de esas cartas fueron escritas por él, mientras que las otras siete son falsificaciones posteriores escritas por sus seguidores pero firmadas en su nombre para darles relevancia). A medio y largo plazo será el cristianismo paulino el que se imponga sobre el cristianismo judío original, que empezará a quedar arrinconado. En sus cartas Pablo no dice nada sobre la vida de Jesús, aunque sí narra algunas de sus propias interacciones con los miembros del grupo original de Jerusalén y habla a menudo de Pedro o Santiago.

Año 66: Los habitantes de la provincia de Judea se rebelan contra la ocupación romana y estalla la guerra en Palestina.

Año 70: Las legiones romanas, que están ganando la guerra, sitian Jerusalén y crucifican a cualquiera que intente escapar de la ciudad (algunos cronistas dicen que pudieron llegar a ser cientos de personas en un día). Tras varios meses de asedio en los que la capital de Judea estaba rodeada por campamentos militares y la tétrica visión de centenares de cruces, los legionarios consiguen irrumpir en la ciudad, sometiéndola a la destrucción y el pillaje. El templo de Jerusalén, el edificio sagrado de la fe judía, es destruido, lo cual tendrá un efecto decisivo en la evolución de las dos religiones bíblicas. Por un lado, el judaísmo sacerdotal centrado en el templo empezará a declinar en favor del judaísmo rabínico más similar al que conocemos hoy. Dentro del cristianismo, donde ha aumentado el número de creyentes gentiles, empieza a tomar forma la idea de que la destrucción del templo es un castigo divino por la supuesta (e indemostrada) colaboración de los judíos en la ejecución de Jesús. Pese a que Jesús había sido judío, pese a que su mensaje era judío, pese a que toda la mitología mesiánica y escatológica en torno a su figura tiene raíces judías, y pese a que los cristianos de segunda mitad del siglo I siguen considerando que buena parte de las escrituras judías son sagradas, empieza a crecer esta nueva vertiente cristiana de tintes antijudíos, aunque no se mostrará con auténtica fuerza hasta el siglo II.

Año 70 (aprox.): Se escribe el Evangelio de Marcos. Describe a Jesús como el Mesías humano de la tradición judía y como un personaje vivaz y elocuente. Sin embargo la Pasión, el relato de su detención, juicio y ejecución, tiene un tono deprimente que muestra a un Jesús hundido, sumido en un estado anímico de estupor y total abatimiento. Ya en la cruz, justo antes de morir, Jesús pronuncia un lamento que el texto, curiosamente, no reproduce en griego, sino en la lengua materna de Jesús: «¿Eloi, Eloi, lema sebactani?» («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»). Siguiendo con esa imagen humana, Marcos no menciona un nacimiento milagroso de Jesús ni la virginidad de su madre; de hecho no dice nada sobre su infancia. En el texto Jesús es humano por completo y no será elevado a un estatus superior hasta después de su muerte, cuando se supone que Dios lo resucita. Y digo se supone, porque recordemos que en el final original de Marcos, antes de ser retocado, la tumba de Jesús aparece vacía pero él no vuelve a manifestarse.

Años 80-90: Se escribe el Evangelio de Mateo y El evangelio de Lucas. Ambos copian la estructura de Marcos, aunque modifican ciertas cosas y añaden otras, como la narración del nacimiento milagroso de Jesús y su genealogía, para justificar que era el Mesías. El relato de Mateo insiste en el carácter judío de Jesús, quizá preocupado porque la tradición judía se pierda con el creciente número de creyentes gentiles, aunque, irónicamente, su Evangelio también contiene pasajes que han sido usados como arma contra los judíos en diferentes épocas de la historia. Mateo narra cómo los habitantes de Jerusalén habían sido partidarios de la ejecución de Jesús («Que su sangre caiga sobre nosotros y nuestros hijos»). Lucas contiene también un elemento antijudío y su Jesús, a diferencia del de Marcos, se enfrenta a la muerte con la confianza plena de quien sabe que en breve estará junto a Dios. En esta misma década se escribe el libro Hechos de los Apóstoles, donde se narra la actividad apostólica posterior a la muerte de Jesús, en especial las actividades de Simón Pedro y Pablo de Tarso, aunque su fiabilidad como relato histórico es tan dudosa como la de los evangelios, o acaso más dudosa, pese a estar escrito más cerca de los supuestos hechos verídicos que cuenta.

Años 90-100: Se escribe el Evangelio de Juan, donde el personaje de Jesús es muy distinto al de los tres evangelios sinópticos (que ya hacen retratos diferentes entre sí), como también es diferente el tono del libro, mucho más teológico y metafísico. Jesús ya no es un Mesías humano, ni siquiera un humano con toques divinos nacido de manera milagrosa de una madre virgen, sino la encarnación del propio Dios. Así, el Jesús de Marcos es humano; el de Lucas y Mateo es humano pero tiene una parte divina, aunque solo empieza a existir cuando María, su madre, da a luz. En cambio, el Jesús de Juan ha existido desde el principio de los tiempos y se presenta con una forma verbal que en la Biblia hebrea se usa para Yahvé («Antes de que hubiera un Abraham, yo soy»). Su nacimiento en forma humana, pues, ya no es un comenzar a existir, sino un simple rito de paso, porque ya existía desde siempre. Dicho de otro modo, Jesús es Dios .

Año 93: Aparece por primera vez el nombre de Jesús en un texto no cristiano, Las antigüedades judíasdel historiador fariseo Flavio Josefo. El texto menciona a Jesús solamente dos veces. Aunque los historiadores modernos discuten si esas menciones (en especial la conocida como Testimonium Flavianum) pudieron ser retocadas en tiempos posteriores por los cristianos, hay consenso en que Josefo sí habló de Jesús, aunque fuese de manera anecdótica. Lo cual no es extraño, pues por entonces ya había comunidades cristianas, si bien minoritarias, en unas cuantas ciudades del Imperio.

De toda esta cronología, en cuyos fundamentos ya nos extenderemos más, se extraen dos conclusiones: el culto a Jesús trasciende el ámbito de Palestina para extenderse por otras zonas del imperio de manera muy, muy temprana. La transmisión oral de su vida y mensaje pasa con mucha rapidez de un idioma local (el arameo) al idioma «internacional» (el griego). Entre los años 36 y 70, más o menos, los detalles de la vida de Jesús van de boca en boca sin que haya plasmación escrita de la que haya quedado constancia, pero conservando algunos elementos biográficos intactos (nombre, procedencia, profesión, muerte en la cruz, y el núcleo de su mensaje). La segunda conclusión es que, de manera paralela, el cristianismo pasó de ser una creencia judía a otra que se alejaba progresivamente del judaísmo, manteniendo los textos y terminología judíos, pero renunciando a casi todas sus normas y costumbres. Dicho de otro modo, el cristianismo empezó siendo una variante de la religión que había practicado el propio Jesús, pero terminaría siendo una religión distinta a la suya, aunque, cosa paradójica, lo tenía a él como elemento central.

El efecto de todo esto fue una atomización del cristianismo. Las primeras disensiones entre cristianos que conocemos —los debates entre la Iglesia de Jerusalén y Pablo de Tarso— datan, como mucho, de unos veinte años después de la muerte de Jesús. En apenas unas décadas, incluso antes de la escritura de los evangelios, ya habían surgido corrientes de todo tipo: judías, projudías, antijudías y otras ambivalentes. Los creyentes romanos se preocupaban de eximir al imperio de la responsabilidad de la crucifixión, como ejemplifica la muy improbable escena de Pilatos lavándose las manos, pese a que la crucifixión era un castigo imperial. Además, algunos pensaban que Jesús había sido humano, otros que había tenido carácter divino pero no comparable al de Dios padre, y otros que era la encarnación del propio Dios padre. Había, quizá, decenas de cristianismos diferentes y las pugnas ideológicas entre unos y otros se prolongarían durante siglos.

El cristianismo nunca fue uniforme, salvo quizá en su primera década de existencia, cuando todavía era un judaísmo típicamente palestino. Así pues se explica que los cuatro evangelios canónicos, considerados en su conjunto e incluso con independencia de las distorsiones en los manuscritos que citábamos antes, pincelen retratos de Jesús que no son compatibles entre sí. En una próxima entrega intentaremos explicar por qué la incompatibilidad de estos retratos casi nunca pareció incomodar a los cristianos, que se limitaron a fundir esos cuatro retratos en uno, conformando así el Jesús tradicional, y por qué los estudiosos actuales coinciden en que, pese a todo este galimatías, es posible extraer algo de verdad histórica sobre su figura de aquellos textos. También veremos algunos mitos generalizados pero erróneos sobre su personaje y sobre la propia evolución temprana del cristianismo, o sobre la relación entre el judaísmo y el mundo romano, sin la que el Jesús hubiese caído en el olvido.

(Continuará).

https://www.jotdown.es/2018/11/jesus-de-nazaret-i-el-jesus-historico/
 
HISTORIA
Lo que una partida que acabó a cuchilladas en casa del barbero en 1799 nos dice sobre la historia de España
Un estudio analiza la sociedad del siglo XVIII a partir de causas judiciales en una pequeña comarca cordobesa por saltarse la prohibición de apostar jugando a las cartas


J. A. AUNIÓN
Madrid 22 NOV 2018



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Dibujo anónimo del siglo XVIII. EUROPEANA


El día de Todos los Santos de 1799, Juan de Lanzas, un jornalero de 22 años, se estaba jugando el dinero a las cartas junto a su compañero Juan Cordón, contra José de Campos y Miguel Cuadrado. Estaban en la parte de atrás de la barbería de Domingo de la Luz, en el pequeño pueblo cordobés de Rute. Tal vez acababan de llegar o quizá llevaban jugando toda la noche, el caso es que sobre las nueve de la mañana la cosa se calentó, De Campos y Cordón se liaron a mamporros y, Lanzas, que se metió por medio a defender a su compañero, se acabó llevando una puñalada en el pecho que le dejó herido.


Esta reyerta podría parecer poco más que un suceso de hace 219 años, pero el joven historiador Miguel Mohedano se ha molestado en recomponer el relato —y el de otras ocho partidas de naipes que acabaron en los tribunales a finales del siglo XVIII— a partir de la documentación de la Justicia Local de Rute conservada en el Archivo Histórico Provincial de Córdoba, porque asegura que da muchas pistas sobre cómo era aquella sociedad, cuáles eran las relaciones de los individuos de la época, entre ellos y con los poderes y las leyes. “La primera conclusión es que todo el mundo jugaba a las cartas a pesar de que estaba prohibido jugar apostando”, señala Mohedano, estudiante ahora en Salamanca de un máster en Estudios Avanzados de Historia, que ha publicado su trabajo de fin de grado —Los juegos de naipes: resistencias cotidianas en Rute (Córdoba) en la segunda mitad del siglo XVIII— en la revista Ámbitos de Ciencias Sociales y Humanidades.

Mohedano describe un contexto social que navegaba entre las apariencias, representadas por esa prohibición legal, y la realidad cotidiana, con una extensión de la práctica tan grande que tenía que existir cierta permisividad: “En un contexto rural como aquel, donde predominaban las clases populares, los jornaleros, la gente necesitaba una válvula de escape, como las fiestas o el juego, para compensar un sueldo bajo y una vida miserable”, explica el historiador. Y destaca, además, otro de los casos que ha estudiado, en el que dos mercaderes jugaban en una taberna contra dos “ministros ordinarios”, algo así como policías de la época. “Eso pone de manifiesto que todo el mundo jugaba a los naipes y todo el mundo apostaba y todo el mundo incurría en delito. Es decir, que el delito en sí era absurdo, pero como era una tradición...”.

Una tradición que se remonta al Derecho Romano y que, ya en época medieval, vetaba el juego de los dados en muchos puntos de la península ibérica. “Ya en la Edad Moderna la legislación sobre los juegos de naipes irá ampliándose y evolucionando” y, con la llegada de la dinastía Borbónica al trono español, en el siglo XVIII, llegarían los cambios más importantes. Sobre todo, en 1771, con una pragmática sancionada por Carlos III en la que se insistía en los problemas del juego —ruina de muchas familias, distracción de los súbditos, conflictos y pendencias al mezclarse con el alcohol— y se admitía “la ineficacia de todas esas normativas precedentes”.



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'Bohemios jugando a las cartas', de J. Rougeron. J. LAURENT Y CÍA FOTOTECA DEL PATRIMONIO HISTÓRICO



Ambigüedad del texto legal
Sin embargo, esta norma tampoco llegó a solucionar las cosas, como ha podido comprobar Mohedano en el archivo de Justicia Local de Rute, cuyo fondo incluye también las villas de Benamejí, Iznájar, Palenciana y otros municipios adscritos como los malagueños Cuevas de San Marcos y Cuevas Bajas. Para empezar, por la propia ambigüedad del texto legal. “En la ley se prohibían ciertos juegos en concreto (la banca, el faraón, la gaceta…), pero luego se les sumaban ‘otros qualesquiera de naypes que sean de suerte y azar, o que se jueguen a envite [que se apueste], aunque sean de otra clase y no vayan aquí especificados’. Es decir, en principio, cualquier juego de cartas en el que se apostase estaba prohibido, pero más adelante se decía que estaba prohibido apostar más de dos reales, lo cual era absolutamente contradictorio”, explica.

Tampoco estaban permitidos los establecimientos que acogieran las partidas, con multas —que, de no pagarse, significaban cárcel— mayores para los dueños de los garitos que para los jugadores. En uno de los casos, un hombre admite que dejaba jugar en su casa, a cambio de que le pagasen una “coima”, por pura necesidad.

Sin embargo, a Mohedano le llaman la atención dos procesos, probablemente los más claros, en los que a los presuntos gariteros “apenas se les menciona, ni se les toma declaración ni se les castiga”. Son los de Pablo Valbuena —en cuya casa Juan Antonio de Campos, Pedro de Mangas y Juan Pulido estuvieron jugando al cané en septiembre de 1791— y el barbero Domingo de la Luz. “Suponemos, conociendo la Edad Moderna y la justicia rural de aquella época, que el corregidor o alguien vinculado al tribunal podía tener alguna relación con él, que era gente importante —quizá simplemente porque era el único barbero del pueblo—, y tendría alguna preeminencia social y económica. Vamos, que no convenía ni tomarle declaración ni castigarle”, aventura el investigador.

En su caso, lo que se deduce de todas las declaraciones, es que él estaba en la barbería, se supone que afeitando a muchos clientes en un día tan agitado como el de Todos los Santos. Mientras, en la parte de atrás, en alguno de los cuartos de la casa particular, estaban los jugadores, alguna persona más de miranda, así como la esposa de Domingo de la Luz y su hijo, “que parece ser que eran los que llevaban el negocio oculto de dar cabida a los juegos de naipes”. En ese momento, cerca de las nueve de la mañana, es cuando comienzan los gritos, los insultos —el expediente judicial habla de “palabras sucias”—, la pelea y la cuchillada a Juan de Lanzas, que fue expulsado de la casa por la mujer y el hijo del barbero, según algunos de los testigos. La herida, en todo caso, no debió ser terrible, ya que según otros el joven tuvo energías para tirarle unas cuantas piedras a la casa antes de retirarse.

https://elpais.com/cultura/2018/11/21/actualidad/1542818774_404885.html

 
STALINGRADO – Jochen Hellbeck
Publicado por Rodrigo | Visto 335 veces

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La batalla de Stalingrado suscita a menudo alusiones o caracterizaciones hiperbólicas, y la verdad es que casi no hay modo de sustraerse a ellas: difícilmente se puede exagerar la importancia militar e histórica pero también simbólica del acontecimiento. Stalingrado fue escenario de una lucha brutal, prolongada y de vastas proporciones, en que los contendientes sufrieron cuantiosísimas pérdidas, tanto humanas como materiales. El triunfo soviético volatilizó el aura de imbatibilidad de la Wehrmacht y representó un punto de inflexión en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, hasta entonces favorable al Tercer Reich. Stalingrado fue la piedra angular del prestigio militar del Ejército Rojo, que tanto incidiría en el amplio ascendiente de la Unión Soviética en los asuntos internacionales, ya iniciada la posguerra. Por una vez, tamaña repercusión presta legitimidad aun a las frases más rotundas y altisonantes. Sin embargo, no reflejan ellas -no de la mejor manera- el estremecedor drama humano que constituyó aquella colisión de las potencias totalitarias por antonomasia, ni lo hacen por lo general los muchos estudios abocados a la misma: premunida de objetivos, metodologías y enfoques específicos, la historiografía militar prioriza unos énfasis que hacen del aspecto testimonial apenas un aditamento, si acaso un valor agregado, mas no la faceta principal del discurso. Es cierto que el elogiado libro de Antony Beevor sobre Stalingrado recoge una serie de testimonios ilustrativos, aproximándonos a lo que cabe denominar -a inspiración de John Keegan- el “rostro humano de la batalla”, pero, aunque enriquecedor, sigue siendo este proceder un componente subalterno (además de parcial, en la medida que privilegia la perspectiva alemana, a cuyas fuentes tenía Beevor un mejor acceso). No es el caso de Jochen Hellbeck, historiador alemán que optó por poner lo tocante a la experiencia subjetiva de la guerra en el primer plano, concentrándose en las impresiones, los pensamientos y las actitudes de quienes se vieron involucrados en la batalla de Stalingrado, especialmente del lado vencedor. Para esto, Hellbeck sacó provecho ante todo de uno de aquellos tesoros que realizan el sueño de muchos historiadores: material de archivo, abundante, inédito y súbitamente revelado al mundo. Se trata de las transcripciones de 215 entrevistas a miembros del personal militar y sanitario del Ejército Rojo, participantes en lo que primero fue defensa y luego asedio de Stalingrado por parte soviética. (Cabe precisar que la batalla tuvo lugar entre fines de agosto de 1942 y el 2 de febrero del año siguiente.)

Las entrevistas, que incluyeron una porción de civiles -como algunos de los ingenieros de la gran planta siderúrgica Octubre Rojo- fueron realizadas mientras se desarrollaba la refriega o poco después de su finalización, y estuvieron a cargo de un equipo de historiadores y estenógrafas de la llamada Comisión de Historia de la Gran Guerra Patriótica, dirigida en aquel entonces por el historiador judeo-ruso Isaak Mints (catedrático de la Universidad Estatal de Moscú). Imbuido de propósitos testimoniales a la vez que propagandísticos, el magno proyecto editorial de Mints terminó en su casi totalidad sepultado en oscuros fondos archivísticos de la URSS, y solo recientemente salieron a la luz sus miles de páginas mecanografiadas, fruto de una iniciativa conjunta germano-rusa. Examinadas por un grupo de investigadores encabezados por Hellbeck, las “transcripciones de Stalingrado” (el nombre que les aplica nuestro autor) documentan la percepción de uno de los capítulos decisivos de la SGM por sus participantes directos. El libro resultante de la labor, publicado originalmente en Alemania en 2012, ofrece una cuidada selección de las entrevistas, complementada por algunos escritos adicionales (destaca entre ellos un artículo de Vasili Grossman publicado en noviembre de 1942 en Estrella Roja, periódico del ejército soviético) y un volumen menor de testimonios de soldados alemanes. Hellbeck no se limita a reproducir estas fuentes primarias sino que las comenta y las enmarca en su correspondiente contextualización histórica, abarcando tanto los antecedentes y consecuencias de la batalla como los de la comisión que recabó en su día el material. En conjunto, Stalingrado: la ciudad que derrotó al Tercer Reich nos depara una visión panorámica del episodio al calor de la experiencia concreta, dominada por ende por la inmediatez de la percepción subjetiva: por descontado, una visión de suyo sugestiva e impactante. Fuera de esto, las entrevistas tienen el mérito de cubrir una variedad de sectores de la sociedad soviética, con lo que el libro transmite en apreciable medida la perspectiva desde la que asumió su beligerancia la URSS.

Soldados rasos, marineros, enfermeras, médicos, comisarios políticos, oficiales de diversa graduación, funcionarios civiles, los mentados ingenieros: toda una gama de individuos implicados en la batalla tiene parte también en el multitudinario coro de voces captado por la comisión. Desde combatientes de ínfima categoría -encarnaciones del “soldado anónimo”- hasta verdaderas celebridades como el general Vasili Chuikov, principal responsable de la defensa de Stalingrado, o el francotirador Vasili Zaitsev: todos ellos vierten sus impresiones ante los entrevistadores, configurando una suerte de mosaico narrativo-testimonial que registra la atmósfera afectiva y moral -asimismo la ideológica- del momento. Sus relatos nos hablan del denuedo y el heroísmo frecuentemente desplegados por los guerreros de la emblemática ciudad al borde del Volga, pero también nos hacen partícipes de sus miedos, sus penurias y sus tribulaciones. No siempre se trata de historias virtuosas, no todos son relatos de proezas ejemplares. Habida cuenta del atroz contexto, las inhibiciones morales cultivadas por la civilización tendían a esfumarse, y no olvidemos que aquella era una tesitura en que la deshumanización del enemigo y la incitación al odio vengativo eran prácticas institucionalizadas. De cuando en cuando despuntan en las entrevistas los extremos de fiereza y crueldad que alcanzaban los hombres en la lucha sin cuartel que fue la conflagración germano-soviética (proclamada por ambos bandos como una “guerra de aniquilación”). Se dice a veces que el ser humano es capaz de adaptarse a todo tipo de contingencias. El que algunos de los testimonios informen de la posibilidad de acostumbrarse hasta cierto punto a la acción de la artillería antagónica, o que el ensañamiento en la matanza se tornara rutinario, son cosas que provocan estupor; semejantes calamidades no son sino un pálido atisbo de lo que con frecuencia nos induce a abominar de la guerra.

Las transcripciones dan cuenta en grado fehaciente de la relevancia que tuvo el factor anímico e ideológico, crucial en el esfuerzo bélico de la URSS. No es casualidad que uno de los problemas cardinales en la investigación de Hellbeck sea el de la motivación de los soldados soviéticos, clave a su vez en la cuestión de cómo pudo la URSS sobrevivir a lo que sin duda fue su mayor desafío existencial en tiempos de Stalin. ¿Se sostiene la imagen del Ejército Rojo como una simple masa de combatientes expuestos a una sistemática coacción, embrutecidos y empujados al sacrificio por el terror bolchevique? Los alemanes tenían un conocimiento sesgado de la URSS, su percepción de la sociedad soviética estaba notoriamente deformada por los prejuicios, creían por lo tanto que el gigante rojo se desmoronaría a poco de sufrir la embestida de la temible maquinaria militar del Reich. Aparte de minusvalorar las recursos materiales del enemigo, erraron el tiro a la hora de sopesar sus reservas espirituales, así como la habilidad del régimen estalinista para sobreponerse a una crisis mayúscula. Las entrevistas revelan que la coacción no era el factor primordial en la motivación del combatiente soviético. Tampoco fungían como principal acicate la camaradería o la lealtad al interior de las unidades militares primarias (la compañía, el pelotón o la escuadra) ni las solidaridades de la “patria pequeña” (elemento relacionado con el encuadramiento de los soldados según su región de origen, un uso habitual en el ejército alemán). La tasa de bajas en el Ejército Rojo era tan alta y fulminante que las unidades no alcanzaban a fraguar vínculos personales ni a propiciar un sentimiento de camaradería, máxime en las campañas iniciales. Por otro lado, la política gubernamental apuntaba a desalentar los particularismos identitarios, corrientes en el imperio multinacional que era la URSS, fomentando en cambio la identificación con la gran patria soviética.

Según Hellbeck, el eje de la cohesión y la combatividad en el Ejército Rojo era la ideología. En concreto, el patriotismo, el odio al invasor y el afán de venganza promovidos por todos los medios oficiales fueron vitales en su papel de fuerza motriz, lo cual pone de relieve el cometido del partido comunista. La actividad del mismo, intensa y protagónica como sólo puede ocurrir en un régimen totalitario, estuvo derechamente encaminada a movilizar la sociedad soviética instilándole un sentido de cohesión y de responsabilidad compartida en la defensa del país, sometido a una agresión que amenazaba su existencia entera. El que la mayoría de la población asimilara la idea del choque con el Tercer Reich como una Gran Guerra Patriótica, comprometiéndose -especialmente los rusos- en lo que aparecía como una genuina guerra del pueblo, habla a las claras del éxito de la labor propagandística del régimen, además de respaldar la penetración del partido en las fuerzas armadas soviéticas. Aunque el control del ejército por los comisarios políticos sufriera una relajación durante el conflicto (de hecho, fueron suprimidos en 1943), la presencia del partido fue un factor de primer orden en la pugna por Stalingrado. En términos generales, la institucionalidad soviética supo proveer al país de un horizonte emotivo e ideológico sobremanera eficaz, a la altura del enorme reto que supuso el asalto alemán.

Las publicaciones corales o recopilatorias de filiación testimonial suelen correr el riesgo de resultar reiterativas y agobiantes, sobre todo si su tema es sombrío: una sucesión ininterrumpida de relatos dominados por el sufrimiento o atestados de pormenores escabrosos puede embotar bien pronto la sensibilidad del lector, incluso la del mejor dispuesto. (Es lo que puede hacer de la lectura de obras como Archipiélago Gulag, El libro negro o Voces de Chernóbil una muy ardua experiencia.) Afortunadamente, el libro de Hellbeck sortea con destreza este riesgo, por lo que se lee de principio a fin con el más vívido interés.

– Jochen Hellbeck, Stalingrado: La ciudad que derrotó al Tercer Reich. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018. 635 pp.

http://www.hislibris.com/stalingrado-jochen-hellbeck/#more-23896
 
LA VIDA EN LAS CORTES DE EUROPA HACE 100 AÑOS, SEGÚN UNA INFANTA ESPAÑOLA

TIEMPO DE LECTURA: 4 MINUTOS

Eulalia de Borbón fue testigo excepcional de cómo vivía la realeza europea antes de la Primera Guerra Mundial, cuyo final se selló en noviembre de 1918 hace exactamente un siglo.
POR DARÍO SILVA D'ANDREA
25 DE NOVIEMBRE DE 2018 · 08:18

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Guillermo II de Alemania, el zar Nicolás II de Rusia y Francisco José de Habsburgo.© CORDON PRESS/ GTRES ONLINE/ GETTY IMAGES
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PRIMERA GUERRA MUNDIAL
KAISER GUILLERMO II

A través de sus viajes, la hija de la reina Isabel II conoció a los reyes de Suecia, Noruega y Baviera, al último emperador de Brasil, a la reina Victoria de Inglaterra y a los líderes de los grandes imperios que regían la Vieja Europa: se inclinó ante el emperador Francisco José de Austria, compartió diversiones con el último káiser de Alemania y conoció la vida íntima del último zar de Rusia.

Aquí, unos fragmentos de sus increíbles Memorias:


La vida en el palacio de Viena, como un reloj
A principios del siglo XX, antes del estallido de la Gran Guerra que acabó con los imperios europeos, la vida de la Corte de Viena giraba en torno a la poderosa figura de Francisco José de Habsburgo, que durante sus más de 60 años de reinado supo imprimir su propia huella de majestad y dramatismo en todo el imperio: “Aquel mundo nutrido, uniformado, elegante y mundano giraba todo en torno al emperador Francisco José, el hombre melancólico de los extraños destinos, a quien se trataba con respeto tan extremado que llegaba a la veneración”, escribe doña Eulalia de Borbón en su libro.

“El grado de parentesco no rezaba en las relaciones de los príncipes con Su Majestad Imperial y Real, que ceñía la doble corona austrohúngara. Su aparición en cualquier sitio obligaba, aún a sus hijos, a hacer una reverencia que era casi una genuflexión. La conversación debía concretarse con él, exclusivamente, a dar respuesta a las cosas que preguntara, sin extenderse en comentarios ni, mucho menos, haciendo preguntas. El tiempo que Su Majestad dedicaba a cada uno a quien hablaba estaba determinado por el grado de estimación, y ningún cortesano osaba dirigirse a su vecino mientras Francisco José permanecía en el salón (…) El protocolo no permitía la conversación, el cambio de impresiones, la amable charla ágil, ligera y suelta que hacían el encanto de otras cortes. En palacio estaba casi mal visto que un marqués hablara con un conde o que una duquesa sonriera a una baronesa”.



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Francisco José de Habsburgo© CORDON PRESS
La vida hogareña de los zares
“Contra todo lo que pudiera pensarse y lo que se ha escrito, en aquel escenario suntuoso la vida era sencilla“, relata doña Eulalia. “El zar Nicolás, la zarina Alejandra y sus hijas llevaban una existencia tranquila, casi burguesa, apartados todo el tiempo del exceso de ayudantes, de mayordomos y de cortesanos. Se almorzaba a las doce y media, y se cenaba a las ocho, aunque la velada solía prolongarse hasta la madrugada después de la retirada de sus majestades.

Los trajes de la familia imperial carecían del lujo que era frecuente entre los cortesanos. Excepto en las horas de audiencia, ni el emperador ni su familia acostumbraban a mostrarse en público, y pasaban a veces semanas enteras sin que se les viera trasponer las verjas altísimas de Tsarskoie Selo, residencia habitual y discreta en la que transcurrían con hogareña placidez las horas.

“El mismo Nicolás II vigilaba la educación de sus hijas, atento a su progreso, y, como buen padre burgués y complacido, se deleitaba a veces escuchando al piano una romanza ejecutada por una de sus hijas o entretenía las largas horas del invierno haciéndoles relatos históricos (…) Eran los soberanos gente sencilla. El lujo que los rodeaba era una necesidad en Rusia. Había que impresionar al pueblo, tardo de imaginación, con el fasto, porque no concebía la majestad sin esos aditamentos. En público, sí hacía la zarina derroche de pedrerías deslumbrantes, como Nicolás de cruces y condecoraciones. Todo lo que se refería al autócrata tenía que ser brillante y lujoso con derroche, llamativamente a lo oriental, es decir, sin medidas ni limitaciones de buen gusto”.



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El zar Nicolás II de Rusia© GTRES ONLINE
El káiser, un músico frustrado
Del emperador Guillermo II de Alemania, Eulalia cuenta que “se dedicaba a vigilar la limpieza de la ciudad, anotando en una libreta los lugares que hallaba descuidados para llamar la atención tan pronto regresaba a palacio”. “A veces”, continúa la infanta, “él mismo detenía el coche para ordenar al cochero que recogiera un diario abandonado, un papel arrastrado por el viento o un pedazo de tela descolorida que colgara de una ventana”. Una vez, detuvo su coche al escuchar a un músico callejero interpretar pésimamente una pieza de música clásica con un violín: ‘Es una infamia deshacer una obra maestra‘”, dijo.

“Descendió del carruaje y le pidió al ciego el violín, que apoyó en su hombro fuertemente, pese a su mano izquierda defectuosa, y con arco sabio comenzó a tratar de ejecutar en el modesto instrumento del ciego. Fue imposible escuchar aquella sinfonía, pues los dedos de la mano izquierda carecían del movimiento adecuado y las notas seguían desentonando aún más que antes”. “Yo no pude evitar una sonrisa ante aquel emperador que hacía templar a Europa y no podía someter medianamente a Bach”, dijo doña Eulalia. El humilde ciego fue más duro: “Démelo señor, él y yo nos llevamos mejor”.



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El último káiser de Alemania, Guillermo II.© GETTY IMAGES
https://www.revistavanityfair.es/re...on-testigo-vida-cortes-europa-cien-anos/34607
 
SIETE DÍAS EN EL MUNDO DEL ARTE – Sarah Thornton
Publicado por Danae | Visto 17118 veces

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Cada día cientos de personas deciden dejarse caer por los museos de arte, a veces de forma decidida a enfrentarse con la obra e intentar hacer un esfuerzo por entenderla, otras veces de manera casi obligada por amigos o profesores, pasando por delante de cada obra sin mayor detenimiento. En nuestro diálogo con ella podemos llegar a obtener su procedencia, autor y fecha, técnica, estilo, tema y función, aunque en muy pocas ocasiones sabremos algo acerca de su comprador, de su largo viaje antes de ingresar en dicho museo, de su precio en el mercado y su respectiva crítica. Se nos presenta de este modo un mundo muy desconocido para aquellos ciudadanos corrientes que deciden interesarse por el arte.


La autora Sarah Thornton nos introduce en este mundo tan enrevesado y desconocido para muchos de nosotros. Escritora de numerosos artículos sobre el mercado del arte, en este libro nos acerca a los integrantes del mundo del arte. Nos presenta siete ensayos, cada uno en ciudades de países distintos, en los que por medio de entrevistas aborda de forma directa y concisa el tema tratado, resolviendo todas las posibles cuestiones. Sarah se desplaza al lugar donde acontecen las distintas entrevistas y junto a ellas nos comenta la vivencia de su estancia. En tan solo siete días nos muestra un recorrido completo, que comienza con una subasta, seguido de una crit, pasando por una feria y una visita al estudio del artista, para terminar todo ello en la famosa Biennale.

En muy pocas páginas encontramos historias que normalmente pasan desapercibidas y todas las claves para poder llegar a entenderlas. En este libro se plantean cuestiones actuales sobre el campo del arte y sus sectores; sobre los artistas, marchantes, galeristas, curadores, críticos, coleccionistas y subastadores, que son los que hoy día marcan las pautas de lo que llamamos arte.

Finalmente un libro imprescindible para afianzar conocimientos sobre el mundo del arte y sus integrantes. Fácil de manejar.

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http://www.hislibris.com/siete-dias-en-el-mundo-del-arte-sarah-thornton/
 
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