Cuadernos de Historia

Gravelinas, la batalla en la que los arcabuceros españoles dejaron a Francia al borde del precipicio
Lamoral Egmont, que posteriormente sería ejecutado por orden de Felipe II, encabezó a las tropas españolas en una batalla donde Francia fue desarmada definitivamente y obligada a ofrecer un tratado beneficioso a España, lo cual no se había conseguido ni siquiera tras la célebre victoria en San Quintín



Detalle del cuadro de Augusto Ferrer Dalmau El Camino español


Detalle del cuadro de Augusto Ferrer Dalmau El Camino español




César Cervera

César Cervera
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13/07/2020




Aunque se considera que la victoria española en San Quintín dejó completamente noqueado al Reino de Francia, lo cierto es que todavía tuvo fuerzas para preparar un contraataque al siguiente año que casi da la vuelta a la contienda. Francia reclutó un nuevo ejército en la Picardía, que puso en manos de Luis Gonzaga-Nevers –duque de Nevers–, y pidió ayuda naval al sultán otomano para que mantuviera ocupada a la flota española. Pero el momento más peligroso para los intereses del Imperio español llegó cuando el señor de Thermes apuntó con otro ejército –formado por 12.000 infantes, 2.000 jinetes y mucha artillería– al corazón del mismísimo Flandes. Los esfuerzos por revertir la situación corrieron a cargo del Conde de Egmont, un general de Felipe II con un concepto idealizado y medieval de la guerra, propio de las novelas de caballería, que venció a las tropas francesas en Gravelinas empleando una táctica plagada de riesgos.

Es frecuente considerar la batalla de Gravelinas, ocurrida un 13 de julio de 1558, como un mero apéndice a la de San Quintín, celebrada como una de las mayores victorias del reinado de Felipe II, pero fue algo más: fue el verdadero desenlace de la guerra entre ambos países. En San Quintín, de hecho, no estuvo presente el mejor general francés del periodo, el Duque de Guisa, que se encontraba operando en Italia contra las acometidas del mejor general español, el Gran Duque de Alba. A las puertas del desastre, el Rey Enrique II reclamó esta vez sí la presencia de Guisa en Francia, quien ordenó al Duque de Nevers iniciar una ofensiva de distracción contra los Países Bajos mientras él se dirigía a la conquista de Calais, la última posesión inglesa importante en el norte de Francia.

Tras solo siete días de asedio, las tropas inglesas se rindieron y entregaron la ciudad a Guisa. La facilidad con la que se rindió lapoblación, no en vano, ha hecho sospechar tradicionalmente a los historiadores que los defensores habían pactado entregar la ciudad con el único pretexto de desprestigiar a la Reina María Tudor, que estaba casada con Felipe II y por ello aliada con España.


La caballería de Egmont se estrella
Ciertamente, la pérdida de Calais sacudió los pilares de la Monarquía inglesa y, en términos tácticos, dejó el flanco derecho, la costa de Flandes, a merced de los franceses. Fue entonces cuando ambos ejércitos pusieron sus ojos en Gravelinas, una posición clave en la entrada occidental a Flandes que fue rápidamente reforzada con tropas españolas y valonas. Mientras Guisa siguió atacando las posesiones inglesas en Francia y el Duque de Nevers lanzaba nuevas acciones de distracción, Paul de Thermes –gobernador galo de Calais– avanzó sin marcaje al frente de 12.000 infantes (entre ellos 4.000 mercenarios gascones y 5.500 mercenarios alemanes), 1.200 jinetes ligeros, 500 gendarmes (caballería pesada) y 300 arcabuceros a caballo, por la costa arrasando las poblaciones que encontró en dirección a Flandes.

Al toparse con Gravelinas, Thermes ordenó en un primer momento asediar la plaza, pero, al percatarse de que estaba mejor defendida de lo esperado, se limitó a bloquear la ciudad con una pequeña fuerza y siguió avanzando con el grueso del ejército.



El emplazamiento de Gravelinas en una pintura de Pieter Snayers de 1644


El emplazamiento de Gravelinas en una pintura de Pieter Snayers de 1644



Comprometido en diversos frentes, Felipe II levantó con los escasos recursos económicos todavía a su disposición un ejército a contrarreloj para hacer frente a la tercera incursión francesa. El vencedor en San Quintín, Manuel Filiberto de Saboya «Cabeza de Hierro», estaba ocupado siguiendo los movimientos del Duque de Guisa, que se encontraba inmerso en un amago de motín por parte de los mercenarios alemanes, y la responsabilidad de encabezar el nuevo ejército cayó en el experimentado Lamoral Egmont, primo de Felipe II por parte de madre y miembro asiduo de su Corte.

Las razones que avalaban la elección de Egmont pasaban por su brillante actuación al frente de la caballería imperial en la batalla de San Quintín, donde el veterano general ganó la partida a los poderosos gendarmes franceses a través de incisivas y rápidas cargas. No obstante, también tenía una importante desventaja: Egmont mantenía una fe ciega, para muchos caduca, en los principios caballerescos. Conforme avanzaba el siglo XVI, se hizo cada vez más patente, salvo para él, que aquellos ideales eran un estorbo para el desarrollo de la actividad militar moderna, donde la pólvora deslucía el intercambio de acero.

Las ordenes portadas por Egmont se limitaban inicialmente a hostigar la retaguardia francesa pero sin entablar un enfrentamiento directo con fuerzas que se suponían más poderosas que la amalgama reunida por los españoles: 500 herreruelos (caballería con pistolas), 2.000 jinetes flamencos, 500 reitres alemanes, 1.000 infantes españole, 2.000 milicianos alistados en las localidades cercanas, 7.500 mercenarios alemanes y 2.000 infantes flamencos y valones. La oportunidad apareció sobre la marcha.


Las razones que avalaban la elección de Egmont pasaban por su brillante actuación al frente de la caballería imperial en la batalla de San Quintín, donde el veterano general ganó la partida a los poderosos gendarmes


Tras atacar Neuport, las tropas francesas creyeron oportuno regresar sobre sus pasos, planeando conquistar de camino Gravelinas, probablemente al estimar que se habían alejado demasiado de su línea de abastecimiento y, en parte, porque la salud de Thermes –paralizado de las cuatro extremidades por la gota– recomendaba mostrar cautela. Esta vez sí, el movimiento en falso de los franceses fue aprovechado por los españoles. En una decisión más propia de un caballero andante que de un general, el Conde de Egmont abandonó los bagajes y las máquinas de guerra para cortar a tiempo el paso francés.

Sorprendido por la temeraria maniobra de Egmont, Paul de Thermes, que terminaría ese día bajo cautiverio español, se vio atrapado entre el río Aa y el ejército enemigo. La batalla era inevitable y los franceses buscaron sacar provecho de sus escasas ventajas: su artillería se encontraba intacta y los bagajes que cargaban les sirvieron como trincheras para su flanco izquierdo. Por su parte, el Conde de Egmont –incómodo con cada segundo ocioso– se arrojó en los primeros compases al frente de su caballería pesada sobre el centro francés.

La carga chocó con estrépito contra la artillería, los arcabuceros y los propios gendarmes franceses. Lo que tanto había padecido el Reino de Francia durante el siglo XVI, el decrépito de lo caballería pesada, lo sufrió por una vez el Imperio español a causa del osado mando del último caballero medieval de Europa. Pero una vez más en aquel siglo, el desatino de la caballería fue cubierto por la intervención de la disciplinada infantería.


Los arcabuceros de Carvajal rompen el empate
La caballería de Egmont se vio obligada a retroceder atravesando los cuadros de infantería y a reorganizarse tras ellos. Calculando posible la victoria, la caballería pesada gala se empecinó en perseguir a Egmont pero terminó compartiendo su mismo destino al estrellarse contra la infantería mercenaria. «El día es nuestro», se permitió gritar Egmont cuando consiguió reorganizar su fuerza de jinetes. Paul de Thermes decidió entonces que era el turno de que toda la infantería avanzara, con tan mala fortuna que acabó trabada con la caballería pesada francesa que huía de forma desordenada en ese momento. Una vez confrontadas las infanterías, la batalla pareció sumida en una lenta sangría sin que ninguno de los bandos fuera capaz de decidir el vencedor, sobre todo en las posiciones dominadas por los mercenarios alemanes, que se mostraron poco dispuestos a matarse entre sí.



Felipe II por Sofonisba Anguissola, 1565


Felipe II por Sofonisba Anguissola, 1565 - Museo del Prado


La contienda solo cambió de color cuando el capitán Luis de Carvajal –situado en el flanco derecho español– ordenó a una compañía de 200 arcabuceros colarse por el costado enemigo con la intención de disparar desde la línea de carruajes que protegía el campamento francés. Los españoles abrieron fuego sobre la retaguardia francesa buscando poner en fuga al grueso de la infantería.

Pero, el golpe de gracia a los franceses lo causaron los cañonazos de una flotilla –probablemente la flota guipuzcoana, aunque las fuentes anglosajonas defienden que eran barcos ingleses– que apareció por sorpresa en la espalda gala. Todo la línea enemiga se vino abajo y Egmont fue incapaz de frenar el sucesivo baño de sangre. Sin escapatoria y con el océano a la espalda, el número de bajas francesas fue muy elevado. La población local, afín al Imperio español, se recreó en la persecución con más de 7.000 muertos franceses. El mariscal Thermes –herido en la cabeza–, Jean de Monchy, el barón Jean de Annebaut y otra decena de nobles salvaron su vida solo con su rendición. Ahora sí, el día era de Egmont.

La primera reacción de Felipe II fue la de reprender al flamenco en sus cartas, pues había entablado combate sin su consentimiento ni el del mando superior,


La victoria de las Gravelinas reportó grandes recompensas a Egmont. A pesar de su temeraria estrategia, su capacidad de rehacerse le otorgó la gratitud del Rey. No obstante, la primera reacción de Felipe II fue la de reprender al flamenco en sus cartas, pues había entablado combate sin su consentimiento ni el del mando superior, el Duque de Saboya. De perder la batalla, el Imperio español hubiera quedado gravemente herido y con gran probabilidad habría perdido Flandes. Por el contrario, la brillante locura de Egmont había cambiado definitivamente el curso de la guerra y Enrique II –sin opciones de oponerse– ofreció un generoso acuerdo a los españoles en la Paz de Cateau-Cambrésis.

El Rey recompensó a Egmont con el cargo de estatúder de Flandes y Artois, en 1559, lo que le situó como uno de los más poderosos nobles de un país al borde de estallar en protestas religiosas. La postura de Egmont, como la de Felipe de Montmorency, Conde de Hornes, en las encendidas peticiones a Felipe II para que rebajara la persecución religiosa sigue siendo motivo de polémica. Desde el principio ambos nobles se alinearon – sin alcanzar la virulencia de Guillermo de Orange– en contra de la implantación de la inquisición en los Países Bajos y contra el que consideraban máximo instigador de dicha medida, el Cardenal Granvela, obispo de Arrás. En 1560, Egmont y Orange renunciaron a sus cargos en el Ejercito Imperial y exigieron la salida del país de los soldados de nacionalidad española.


La ejecución del héroe del Imperio
Sin excederse en sus quejas, Lamoral Egmont viajó en representación de la nobleza local hasta España para explicar su postura. En 1565, Felipe II le recibió en Madrid y fingió escuchar su petición por un cambio en la política religiosa en los Países Bajos. En resumen, se limitaron a entretenerle durante meses con falsas promesas y hacerle creer que sus gestiones estaban dando resultado. A su regreso a Flandes, el noble vendió las negociaciones con el Rey como fructíferas. Sin embargo, poco había conseguido más que advertir al Rey de que los tenidos por moderados incurrían en posturas inadmisibles desde su punto de vista.

Al frente de un gran ejército, el Duque de Alba se desplazó en 1567 a los Países Bajos con instrucciones muy claras, entre ellas, la orden de ejecutar a los tres líderes más visibles de la rebelión. Mientras Guillermo de Orange huía hacia Alemania al menor rumor de la llegada de tropas españolas, Egmont y el Conde de Hornes no mostraron ningún temor e incluso fueron a recibir al veterano general. El Duque de Alba era hombre severo e inquebrantable, pero siempre había mostrado deferencia en el trato con hombres de armas. Egmont era uno de aquellos, casi un monumento militar, y el noble castellano profesaba gran admiración por el conde, a pesar de la caduca ideología militar que representaba.



Las cabezas decapitadas de Lamoral Egmont y el conde de Hornes reciben honores tras su ejecución ordenada por Felipe II, en un cuadro de Louis Gallat (Museo de Brooklyn).


Las cabezas decapitadas de Lamoral Egmont y el conde de Hornes reciben honores tras su ejecución ordenada por Felipe II, en un cuadro de Louis Gallat (Museo de Brooklyn).



Con todo, las primeras palabras del castellano, producto de su humor amargo o, quizá, del largo viaje, han pasado a la historia de lo macabro: «Veis aquí un gran hereje». Fernando Álvarez de Toledo consiguió pasar aquellas palabras por una broma, simplemente, poco adecuada, pero en secreto aguardaba poner en marcha cuanto antes las órdenes del Rey. Así, el 9 de septiembre de 1567 invitó a Egmont y Hornes a un banquete en nombre del hijo de Alba, el Prior Hernando, que terminó con el capitán español Sancho Dávila deteniendo a los dos nobles católicos. Ambos fueron encarcelados en celdas separadas y, tras encontrar pruebas de rebelión contra la Corona en sus correspondencias con Guillermo de Orange, fueron decapitados en el Mercado de caballos de Bruselas ante los ojos de una multitud sollozante.

En términos políticos, la ejecución de Lamoral Egmont fue una decisión bastante controvertida. Enardeció los ánimos de la población moderada y puso sobre la mesa el cómo se gastaban las gratitudes españolas. Por mucho que hubiera levantado la voz, el noble católico no alcanzaba el grado de rebelde, ni de traidor, ni mucho menos de hereje. Ante un conflicto militar abierto se antojaba rocambolesco que Egmont se hubiera alzado del lado de los calvinistas.

Felipe II, además, debió advertir que la guerra en los Países Bajosiba a requerir concesiones para captar a los católicos moderados como Egmont. De hecho, el error provocó que hasta muchos años después los nobles católicos no se convencieran de que, efectivamente, el enemigo no era el Rey español. Hubo que esperar a la etapa de Alejandro Farnesio como gobernador de Flandes para encontrar a valones sirviendo diligentemente al Imperio Español contra la auténtico hidra de las mil cabezas, Holanda.


 
HISTORIA
El día en que Italia eligió entre monarquía y república
El referéndum en que los italianos decidieron la forma del estado el 2 de junio de 1946 es una experiencia única en la contemporaneidad



Foto: Celebración del 'Sí' a la República en Italia en junio de 1946


Celebración del 'Sí' a la República en Italia en junio de 1946



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JORDI COROMINAS I JULIÁN
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MONARQUÍA
19/07/2020



A veces intentar salvarse implica acelerar el colapso. La monarquía italiana estuvo contra las cuerdas desde el 25 de julio de 1943, momento en que el Gran Consejo del Fascismo se cobró la cabeza de Benito Mussolini tras el desembarco Aliado en Sicilia y el bombardeo de Roma. La relación entre el diminuto Vittorio Emanuele III, rey desde 1901, y Mussolini, en la cúspide del poder desde la Marcha sobre Roma de octubre de 1922, había sido siempre tirante, y con la destitución del Duce quizá la Monarquía albergó esperanzas de supervivencia al intentar desligarse de esas dos décadas de fascismo en territorio transalpino.

Pero la hemeroteca y el recuerdo eran demasiado brutales como para propiciar su aceptación. Cuando además, tras firmar el armisticio con los anglosajones, el 8 de septiembre de 1943 los alemanes invadieron el Bel Paese y Su Majestad huyó de Roma para recalar en Brindisi, paso previo a su instalación en Salerno, donde el antiguo Emperador de Abisinia simuló llevar la corona de un estéril Reino del sur, dominado por la Comisión Aliada y a expensas de los lentos avances militares hacia la liberación del país, inmerso en una Guerra Civil dentro de la Mundial, algo común en casi todo el Viejo Mundo.



Vittorio Emanuelle III y Benito Mussolini


Vittorio Emanuelle III y Benito Mussolini



En el caso italiano la bota se halló fragmentada en múltiples formas políticas. En el norte ocupado por los alemanes Benito Mussolini, tras su liberación en el Gran Sasso, autoproclamó la República de Salo, reconocida por el Tercer Reich, mientras los representantes de los partidos antifascistas constituyeron el Comité de Liberación Nacional del Alta Italia con la idea de extender su impulso reformista y democrático, algo discutible hasta cierto punto, a toda la geografía tricolor. Para lograrlo, la intervención de la Unión Soviética fue esencial, al comprender cómo para alterar el orden político italiano de cara al futuro convenía hacer concesiones, y así fue como en abril de 1944 surgió 'La svolta di Salerno', con el retorno de Palmiro Togliatti, Secretario General del PCI, la creación de un gobierno de unidad nacional desde las premisas del CLN y la transferencia de funciones reales de Vittorio Emanuele a su hijo Umberto, devenido Luogotenente tras la entrada de las tropas estadounidenses en Roma el 4 de junio de 1944, dos días antes del Desembarco de Normandía.


Calmar la lava incandescente
Ese junio fue fundamental. El cargo de Luogotenente se aplicaba en caso de impedimento o retiro a la vida privada del Jefe del Estado. Sin embargo, Umberto era un pelele maniatado por el curso de los acontecimientos y su padre seguía, al menos nominalmente, al frente. El retorno de Roma a la capitalidad se concatenó con la caída del último gobierno del Mariscal Badoglio. Durante este período Umberto, bajo presión Aliada, firmó el decreto legislativo 151/1944, según el cual tras la liberación las formas institucionales se elegirían desde el pueblo mediante sufragio universal, directo y secretopara configurar una Asamblea Nacional Constituyente.

La ruta hacia extirpar de Italia todo rastro de nazifascistas fue ardua y sólo cuajó el 25 de abril de 1945, pocas jornadas antes de la debacle hitleriana en Berlín. La participación de los partisanos en este cometido alteró el panorama de fuerzas y exigió un replanteamiento del mañana por parte del Comité Aliado, quien observó con inquietud cómo en junio de 1945 el CLN elevaba a presidente del Consejo a Ferruccio Parri, Maurizio para los partisanos, miembro del Partito di Azione, muy carismático pero débil por las disensiones internas de los suyos, la inercia de ocupaciones de fábricas en el norte y tierras en el sur y la mayor potencia organizativa de los otros integrantes gubernamentales, partidos de masa con más finura a la hora de manejar los eventos; así fue como en diciembre Alcide de Gasperi, a la postre uno de los padres de la reconstrucción europea, relevó a Parri para generar un giro al centro derecha, muy conveniente para calmar los ánimos aliados, sobre todo al ser secundado por el PSIUP, Partido Socialista de Unidad Proletaria, de Pietro Nenni y los comunistas de Togliatti.

La Democracia Cristiana logró apaciguar el volcán izquierdista, en plena ebullición por la euforia partisana del norte
De Gasperi y la Democracia Cristiana eran los herederos refinados del Partido Popular de Don Luigi Sturzo y no permitirían redundar en los errores previos al ascenso del fascismo. Contar sus sutilezas se aparta del objetivo de este artículo y requeriría una tesis doctoral; en ese instante crucial de la Historia europea supieron interpretar las múltiples teselas del mosaico desde una óptica personal y los consejos del Comité Aliado, de acuerdo con el proceso de refundación desde una serie de premisas bien marcadas para apaciguar el volcán izquierdista, en plena ebullición por la euforia partisana del norte.



De Gasperi en un mitin


De Gasperi en un mitin



Para leer este contexto intervenían muchos factores. De Gasperi barajó un sinfín de posibilidades. La primera radicaba en la previsible división entre socialistas y comunistas. La segunda, enfocada en el debate sobre Monarquía o República, estribaba en su propio partido, favorable en sus cuadros a la opción sin corona y reacio a la misma desde el incipiente electorado. Según los cálculos del estadista la clase media era más conformista y convenía gestionar sus miedos. El encaje de bolillos entre las rencillas internas progresistas y la zozobra burguesa se efectuó con dos jugadas magistrales: los anglosajones recomendaron convocar las elecciones administrativas antes que las constituyentes, y así fue como durante cinco semanas entre marzo y abril de 1946 muchos municipios italianos eligieron a sus consistorios en un primer turno. Para un español no deja de resultar curiosa esa elección desde el recuerdo del consejo de Henry Kissinger a Juan Carlos I en julio de 1976, cuando el belcebú de la Casa Blanca conminó al rey emérito a no cometer los desmanes de su abuelo en abril de 1931, cuando las municipales lo expulsaron del trono.

En esos comicios, completados en un segundo turno otoñal, comunistas y socialistas fueron de la mano y cosecharon numerosas alcaldías, entre ellas la romana. El segundo gran envite se fechó para el domingo 2 y el lunes 3 de junio de 1946, cuando la ciudadanía votaría para dilucidar la forma del Estado y los candidatos a la Asamblea Constituyente, encargada de elaborar la Carta Magna.


El referéndum de referéndums
Ese referéndum es una experiencia única de la contemporaneidad. Se determinó un voto obligatorio muy a la italiana. Los ausentes en las urnas recibirían una sanción moral al constar sus nombres en los Boletines Oficiales. Una nada en comparación con otro asunto de gran raigambre: la participación de las mujeres. Como en la España de 1933 aún se discute si su incorporación al electorado, con los curas acechando en su influencia, fue determinante para la suerte del resultado, aunque por lo acaecido quien escribe lo duda sin muchas cavilaciones.

Por primera vez en décadas, exceptuando los plebiscitos mussolinianos, los italianos se engalanaron para una campaña trepidante con las espadas en todo lo alto y la retórica populista llevada a la quintaesencia, incluso con la intervención del Papa Pío XII, quien en una de sus homilías recordó el peligro de hundir ese 2 de junio la civilización mediterránea al coincidir la cita con la francesa, donde asimismo se celebraban elecciones constituyentes. Los monárquicos avivaron el miedo al comunismo, tipificado con esos sambenitos delirantes, y efectivos, de comer niños y ser la barbarie diabólica por asesinar a Dios, romper matrimonios, igualar a la mujer y sustraer a los niños para darlos al Estado, según rezaba un opúsculo distribuido en el Lazio.
Papa Pío XII, quien en una de sus homilías recordó el peligro de hundir ese 2 de junio la civilización mediterránea

Para conservar el cetro los Saboya guardaban un último as en la manga. El 9 de mayo de 1946 Vittorio Emanuele III abdicó en favor de su hijo, a partir de entonces Umberto II. Con la renuncia se pretendía demostrar la sensatez real para enterrar el pasado relacionado con el Fascismo y aupar un falso aire fresco, tolerante y dispuesto a convivir con el socialismo si este resultaba triunfante en junio.

Llegado el gran día la participación fue masiva. Un 89% de ciudadanos acudieron al colegio. La República ganó con doce millones setecientos dieciocho mil votos, superando a los partidarios de la Monarquía en dos millones de papeletas. En el norte, industrializado y aún imbuido de abril de 1945, los republicanos doblaron a su oponente, mientras en el sur y las islas ocurrió justo lo contrario, con los acólitos de la corona bien afianzados desde el tradicionalismo, mayores tasas de analfabetismo y una siempre acuciante precariedad social. Los resultados se emitieron el 11 de junio y Umberto tomó 24 horas después el camino hacia su exilio portugués en Cascais. Los perdedores no aceptaron la derrota y alegaron fraudes electorales nunca demostrados pese a la mala fe vaticana en prolongar el bulo, hasta renunciar a recibir los presidentes republicanos durante más de tres lustros.



El rey Umberto II vota en el referéndum italiano de junio de 1946


El rey Umberto II vota en el referéndum italiano de junio de 1946



Las constituyentes encaramaron a la Democracia Cristiana al primer escalafón partidista, con los socialistas en segundo lugar y los comunistas a poquísima distancia porcentual. A partir de este hecho la Constitución se ancoraría a la izquierda, pero De Gasperi se salió con la suya. No sabemos si había leído Historia española, aunque en sus pensamientos el referéndum era un recurso magnífico para no complicar a la Asamblea Constituyente en la elección de la forma estatal, como hicieron nuestras Cortes durante el Sexenio Democrático con la Monarquía y la entrega del reino a otro Saboya, Amadeo.

Después de todo este vendaval la lava se congeló, los funcionarios fascistas mantuvieron sus empleos por absoluta necesidad de la configuración del Estado, la DC supo navegar entre aguas conservadoras y socialdemócratas, el mantra del Bienestar de posguerra, y los sucesos mundiales propiciaron en mayo de 1947 la expulsión de los comunistas y socialistas del gobierno, como en el resto de países del sector occidental del Viejo Mundo. La Guerra Fría condicionaba el tapete, y en Italia este terminó por definirse en las elecciones de abril de 1948, donde según la leyenda la Democracia Cristiana rubricó su hegemonía al ser más pesadas las maletas de la CIA en contraposición con la ligereza de las del KGB. Sea como fuere todo ello transcurrió desde cauces republicanos, con una presidencia institucional en el Quirinal y la lacra, positiva desde la pluralidad y negativa para la gobernanza, del crisol de partidos en Montecitorio. La estética depositó una metamorfosis republicana y un gatopardismo antes de Lampedusa en las instituciones. Washington respiró aliviada.


 
HISTORIA
Adiós al Antiguo Régimen: así cayeron los Borbones entre el vicio y el crimen
En la España intelectual del siglo XXI Stefan Zweig sirve tanto para un roto como para un descosido. Su palabra es un mantra inviolable sin reparar


Foto: Eugéne Delacroix, 'La Libertad guiando al Pueblo'. Óleo sobre tela, 1830


Eugéne Delacroix, 'La Libertad guiando al Pueblo'. Óleo sobre tela, 1830


AUTOR
JORDI COROMINAS I JULIÁN
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ROMANTICISMO
25/07/2020



En la España del siglo XXI Stefan Zweig sirve tanto para un roto como para un descosido. Su palabra parece un mantra inviolable sin reparar en sus posibles errores de juicio. Su apasionante retrato de Joseph Fouché se cierra tras la caída napoleónica con la siguiente frase: "Terminó el periodo de las aventuras heroicas, empezaba la era de la burguesía". Afirmar eso de 1815 obvia la clave de ese año crucial. El Congreso de Viena hilvanó un malabarismo histórico para configurar un nuevo orden europeo basado en lo viejo desde el retorno al Absolutismo. Fouché quiso salvar el pellejo con maniobras para devolver el trono francés a los Borbones, y como agradecimiento por los servicios prestados debió abandonar su sempiterno cargo como jefe de policía ante la presión de los ultras reales hasta quedar, en primera instancia, relegado a la embajada de Sajonia para, a la postre, finiquitar sus días en la austríaca Trieste.

El otro gran camaleón francés fue Talleyrand. El diablo cojo supo mover los hilos hasta ser primer ministro de Luis XVIII hasta su destitución al rehusar en septiembre de 1815 las condiciones estipuladas por los Aliados en el segundo tratado de París. Sin embargo, jamás desapareció de la escena, aunque sus trucos de magia nunca serían tan determinantes. Chateaubriand los definió como el vicio apoyado en el crimen. Su adiós suponía despedazar lo anterior para instalar un presente basado en principios previos a 1789. La Francia de la Restauración es una lucha titánica entre el imposible retorno del pasado y el apego de este al cetro sin comprender cómo los vientos viraban hacia lo anticipado con demasiada premura, pese a la mirada retrospectiva, por Stefan Zweig.


'Fouché' (Acantilado)


'Fouché' (Acantilado)



Si quisiéramos ser poéticos podríamos analizar los tres lustros entre 1815 y 1830 como la chispa del Romanticismo desde las premisas de un universo incierto. La nostalgia de la epopeya napoleónica, el año sin verano y los progresivos acelerones económicos, con el Reino Unido observado desde un nada discreto soslayo, planteaban unas dinámicas contrarias a las emanadas por las Tullerías, ocupadas por las reales posaderas de dos hermanos de Luís XVI. Luís XVIII ocupa un tramo central hasta 1824, reemplazado a su muerte por Carlos X. Ambos borbones destacaron por su alejamiento para con la realidad, empecinados en aumentar los privilegios de la aristocracia bajo la apariencia de un sistema, estipulado en la Carta de 1814, parlamentario con la corona en su cúspide.


El camino hacia el precipicio
Durante los años veinte el Antiguo Régimen redivivo pudo mantener la paz social desde la bonanza económica, demostraciones de fuerza como la intervención de los cien mil hijos de San Luís para terminar con el trienio liberal español y una sensación de bienestar económico usada desde el ascenso al trono de Carlos X para indemnizar a las víctimas de la Revolución Francesa, restaurar los privilegios de las congregaciones religiosas y aspirar a la elaboración de una ley de Mayorazgo para recuperar la concentración de las haciendas. El cuerpo legislativo consecuencia de 1789 y la era napoleónica no podía tumbarse con tanta facilidad pese a los vientos electorales manipulados durante el ministerio de Jean-Baptiste de Vilèlle, cuando los ultras monárquicos eran intocables y los liberales una porción minúscula en la cámara.




'Episodio de la intervención francesa en España en 1823' (1828), por Hippolyte Lecomte (Palacio de Versalles).


'Episodio de la intervención francesa en España en 1823' (1828), por Hippolyte Lecomte (Palacio de Versalles).



Como prueba de buena voluntad, y exceso de confianza ante el contexto, se convocaron elecciones en 1827 y la oposición cosechó la mayoría de representantes. Ello empujó a Carlos X a designar a un premier a medio camino entre ambos bandos, Martignac, impotente para encauzar el creciente malestar fruto de la crisis económica, con enormes carestías en provincias, aumento del precio del pan y muchos sectores, entre ellos el viticultor, en cólera por el proteccionismo y la imposibilidad de sacar al extranjero su producción.

Las empresas más modernas languidecían ante ese atraso mezcla de apego a lo pretérito e incapacidad manifiesta para leer las coordenadas del mapa internacional. Para consolidar su decálogo el rey creyó articular una jugada magistral en verano de 1829, cuando las cámaras estaban de vacaciones. Destituyó a Martignac y postuló al príncipe de Polignac en la cartera de Exteriores, jefe de facto de un consistorio de los horrores para el bando liberal por la designación del conde de Bourdounnaye, hediondo en su odio hacia lo napoleónico, en Interior y al general de Bourmount en el ministerio de Defensa. Este último era célebre al haber traicionado al emperador pocos días antes de la debacle de Waterloo.

Las malas cosechas aumentaban la precariedad, los incipientes obreros del textil engrosaban las filas del paro y la prensa acusaba de corrupción


Polignac, hijo de la amiga más íntima de Maria Antonieta, no pretendía cancelar el leve equilibrio parlamentario de la Restauración. Su condena fue ser un juguete de los anhelos de Carlos X, para quien el poder legislativo carecía de valor alguno ante el omnímodo bastón de mando borbónico. El monárquico quería hacer y deshacer como si Francia fuera un tablero gobernable desde sus estancias. En el exterior las malas cosechas aumentaban la precariedad, los incipientes obreros del textil engrosaban las filas del paro y la prensa acusaba con el dedo esos mecanismos corrompidos. En enero de 1830 Adolphe Thiers, quien daría para una serie de artículos, fundó Le National, periódico en la más extrema oposición al tomar la revolución inglesa de 1688 como modelo para establecer en Francia una democracia, censitaria, donde el rey reinara sin gobernar. Las cartas, con los liberales a la guerra en su omitida bancada, estaban sobre la mesa y el destino del país dependería de cómo enfocara Carlos X el envite.


Las tres jornadas gloriosas
Desde una visión ortodoxa de la Historia de esos meses los acontecimientos pueden sintetizarse en la cerrazón real ante la cámara, la amenaza de gobernar mediante ordenanzas y una nefasta ceguera al triunfar en la invasión de Argelia. Polignac gobernaba con minoría entre los representantes y el monarca no atendía a razones ni desconfianzas populares por sus éxitos y haberse convencido de la naturaleza del mandato divino de su dinastía. De este modo el 25 de julio de 1830, después de otros comicios harto desfavorables para sus designios, decretó cuatro ordenanzas, tumba de su reinado: la primera suspendía la libertad de prensa y sometía a cualquier publicación periódica a la autorización gubernamental; la segunda disolvía la cámara elegida poco antes para negar el aumento de los liberales de 221 a 274 diputados; en la tercera apartaba del censo a sus estratos burgueses, y en la cuarta convocaba las urnas para septiembre.




Alegoría de las Tres Gloriosas: la bandera de la Francia de la Restauración (blanca, con el escudo), se ve paulatinamente cambiada hasta transformarse en la bandera tricolor, manchada con el rojo de la sangre y recortada contra el azul del cielo. Óleo de León Cogniet


Alegoría de las Tres Gloriosas: la bandera de la Francia de la Restauración (blanca, con el escudo), se ve paulatinamente cambiada hasta transformarse en la bandera tricolor, manchada con el rojo de la sangre y recortada contra el azul del cielo. Óleo de León Cogniet




Suprimir el parlamento por decreto no suele ser una buena idea. Francia es especialista en reescribir su Historia, y por eso recurrir a las fuentes es aún más imprescindible, sobre todo en nuestro siglo. 'La Libertad guiando al pueblo' es el símbolo de todo revolucionario de sofá desde el desconocimiento del ímpetu de Delacroix, quien al situar a esa bellísima mujer como guía no escatimó en composición y estructura entre el precedente de Gavroche, el joven emblema de 'Los miserables' de Víctor Hugo, y el burgués medio asustado con su arma al acecho. La única certeza es la resolución victoriosa de 'Las Tres Jornadas Gloriosas' y la adopción de la tricolor como emblema nacional tiñendo el blanco inmaculado de los Borbones.

Thiers, otro camaleón marca de la casa, medró durante el siglo hasta ser presidente de la Tercera República Francesa y represor de la Comuna


Otro lugar común posiblemente cierto es aquel según el cual los supervivientes tienen ventaja a la hora de reformular los acontecimientos. Las cuatro ordenanzas atentaron contra las libertades y un primer ataque se cebó contra las rotativas de Le National. Thiers, otro camaleón marca de la casa, medró durante el siglo hasta ser presidente de la Tercera República Francesa y represor de la Comuna de 1870-71; era la otra cara de su moneda. En 1830, al ver atacado su negocio, lanzó la famosa réplica en torno a la nula legitimidad del gobierno y la incitación a la desobediencia ciudadana.

Fue sólo el detonante para encauzar algo inevitable. El gobierno Polignac había maltratado al pueblo de París al prohibir comerciar en el exterior de las tiendas, vetar los billares en las tabernas, suprimir bailes públicos, quemar café en los negocios y hasta expulsar a Polichinela de las plazas. Ante el abuso contra la prensa la reacción del pueblo no se hizo de rogar.


La revolución burguesa
El París de 1830 aún era ese laberinto de callecitas estrechas, insalubre y recargado por una demencial densidad demográfica. Carlos X encargó su defensa a Auguste Marmont, otro traidor a la causa napoleónico, y eso fue la puntilla para recrudecer la ira, apuntalada por la defección de muchas tropas monárquicas y su escaso número ante el empuje de los sublevados. Entre el 27 y el 30 de julio el pueblo de la capital francesa expulsó al opresor del centro mientras reclamaba República y abolir la monarquía para siempre jamás.



Luis Felipe I de Orleans


Luis Felipe I de Orleans


En este tipo de episodios la burguesía suele conspirar en sus domicilios para intervenir con el pescado vendido y colgarse la medalla definitiva. En esos bastidores Talleyrand recuperó bríos y con otros hombres, entre ellos Thiers, dio pie a la continuidad monárquica mediante la figura del Duque de Orleans, Luis Felipe. Su abrazo en el Hotel de Ville parisino con Lafayette, héroe de la independencia americana y actor de relieve en la Revolución, selló el cambio de régimen desde la defensa de la Carta y un difuso, aún a remodelar, constitucionalismo. Carlos X renunció a prolongar su agonía en provincias y la tricolor fue el consuelo para los desheredados de la tierra. Zweig quiso cerrar con un magnífico broche su biografía de Fouché anticipándose al futuro en tres lustros.

París volvió a rebelarse en 1848 hasta refundarse durante el segundo Imperio para, en vano, favorecer una represión inmediata. En 1830 el Duque de Orleans inauguró su propia dinastía y dio rienda suelta a la modernidad burguesa. Su primer ministro Guizot, otro artífice del derrumbe borbónico, prosperó en los libros gracias a su proverbial "Enrichissez-vous", pero ese elogio del bienestar material no era para todos y el siglo intuía un fantasma entre hollín y chimeneas. 1830 fue una revolución incompleta por menoscabar a su auténtica impulsora.


 
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Pintura de Israel Bernbaum, 1981, que representa a niños judíos en el gueto de Varsovia y en los campos de exterminio - Colección Permanente de la Universidad Estatal de Montclair (EE.UU)

El «milagro» de cómo doblegaron la curva del tifus en el gueto de Varsovia

Los judíos recluidos por los nazis sufrieron una epidemia que consiguieron extinguir con distancia social, la higiene y la formación


Laura Chaparro / SINC
Actualizado:28/07/2020 01:29h

En poco más de tres kilómetros cuadrados, las tropas nazis hacinaron en Varsovia (Polonia) a 450.000 personas, lo que suponía alrededor de un tercio de su población total. Ocurrió a finales de 1940 y con este gesto constituyeron el mayor gueto judío en la Europa de la Segunda Guerra Mundial.

Situado en el centro de la capital polaca, las malas condiciones de salubridad, la hambruna y una densidad de población de cinco a diez veces mayor que cualquier ciudad actual fueron el caldo de cultivo perfecto para que una epidemia de tifus se extendiera como la pólvora.

Se calcula que contrajeron la enfermedad unas 120.000 personas del gueto y que más de 30.000 murieron, a lo que se suman los fallecimientos por la escasez de comida. Sin embargo, en otoño de 1941, cuando la población experimentaba el mayor índice de contagios y se acercaba el frío invierno, la curva epidémica empezó a caer hasta extinguirse. ¿Cómo consiguieron doblegar la curva dentro del gueto?

La respuesta parece estar en las medidas de prevención que implementaron los epidemiólogos y el resto de médicos recluidos en el barrio y que sus habitantes siguieron a rajatabla. Es lo que concluye una investigación internacional publicada en la revista Science Advances y dirigida por el biomatemático Lewi Stone, que lleva décadas modelando enfermedades.

Las medidas iban desde el distanciamiento social a la cuarentena doméstica. También se fomentó la higiene general, la limpieza de los apartamentos y se habilitaron comedores sociales para frenar la hambruna.

Otra de las estrategias que pudo ser clave fue la formación, con cursos de capacitación sobre higiene pública y enfermedades infecciosas, además de cientos de conferencias públicas sobre cómo luchar contra el tifus e incluso una universidad médica subterránea para jóvenes estudiantes.

La pista de las cartillas de racionamiento
Stone encontró registros escritos de estas iniciativas en numerosas fuentes documentales. El investigador explica a la agencia SINC que ha podido tener una idea muy aproximada de lo que sucedió en el gueto, sobre todo gracias a dos fuentes: los supervivientes y los registros y diarios escritos que fueron escondidos y que hoy conforman los Archivos del Gueto de Varsovia.

“Mis mejores fuentes fueron los registros de epidemiólogos especialistas dentro el gueto. El profesor Jacob Penson, jefe del pabellón de enfermedades infecciosas, publicó varios registros sobre esta cuestión”, afirma Stone, que es investigador de la Unidad de Biomatemáticas de la Universidad de Tel Aviv (Israel).

Además de los testimonios, las cartillas de racionamiento han sido una pieza fundamental de la investigación. Impuestas por los nazis para limitar lo que comían los judíos, eran repartidas mensualmente y han servido para tener una idea aproximada de la población que había en el gueto.

“Como el número de cartillas de racionamiento disminuyó rápidamente después de marzo de 1941, podemos suponer razonablemente que gran parte de ese cambio se debió a una alta tasa de mortalidad”, apunta el biomatemático.

Como muestra la investigación, las cifras de las tarjetas y del número de casos concuerdan: la caída de estas cartillas coincidió con el mayor número de muertes por tifus entre abril y octubre de 1941.

De hecho, de acuerdo a estas tarjetas, el número de fallecidos por la epidemia de tifus en el gueto y la hambruna podría haber sido mucho mayor a lo reflejado en los registros oficiales y podría llegar a los 100.000 muertos en 1941 –casi una cuarta parte de los habitantes del barrio–, según los científicos.

Lamentablemente, aunque las medidas preventivas salvaron incontables vidas, la mayoría de los supervivientes murieron en los campos de exterminio a los que fueron deportados.

El tifus engloba a un grupo de enfermedades bacterianas propagadas por piojos y pulgas. En el caso del gueto de Varsovia, su población sufría el tifus exantemático, que está causado por la bacteria Rickettsia prowazekii transmitida por el piojo del cuerpo. Esta enfermedad tuvo un carácter epidémico en la Europa de la Segunda Guerra Mundial y en ciudades como Valencia, cuando en el gueto de Varsovia trataban de doblegar la curva, hacían lo propio en plena posguerra española.

“El denominador común de ambos escenarios fue la coyuntura epidemiológica, es decir, la convergencia de las coordenadas ideales para la irrupción y desarrollo del tifus exantemático y otras enfermedades infecciosas agudas: el hambre, el hacinamiento y la falta de higiene”, señalan a SINC Xavier García-Ferrandis y Àlvar Martínez-Vidal, profesores de la Universidad Católica de Valencia “San Vicente Mártir” y de la Universidad de Valencia, respectivamente.

Los dos expertos en historia de la medicina han estudiado la epidemia de tifus que sufrió Valencia entre 1941 y 1943. La diferencia entre lo ocurrido en Polonia y en la capital del Turia fue el contexto que provocó ambas crisis sanitarias. “El caso del gueto de Varsovia fue un confinamiento forzado con fines criminales. El caso español fue consecuencia directa de casi tres años de guerra y una política de represión contra los perdedores en la inmediata posguerra”, distinguen.

 
La verdad sobre el asedio de San Telmo, la epopeya que la Leyenda Negra robó a los españoles

En la fortaleza maltesa fueron situados finalmente 500 soldados españoles de las dos compañías del Tercio Viejo de Sicilia y alrededor de 100 caballeros y personal de «estado mayor»


La Valette y sus caballeros dan gracias a Dios tras la retirada otomana, cuadro de Charles-Philippe Lariviére


La Valette y sus caballeros dan gracias a Dios tras la retirada otomana, cuadro de Charles-Philippe Lariviére



César Cervera
César Cervera
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27/07/2020



El 23 de junio de 1565, el fallecimiento de los últimos defensores cristianos del fuerte de San Telmo, en la isla de Malta, dejó en manos turcas el valioso enclave después de un mes de asedio y 6.000 bajas entre los musulmanes. Los turcos habían estimado que San Telmo podría ser conquistado en cuestión de días, como previo paso para lanzarse a por la capital, pero el Gran Maestre de la Orden de Malta, Jean Parisot de la Valette, ordenó a sus hombres que no cedieran un centímetro de terreno mientras les quedara una gota de sangre.

El enorme número de bajas causado por los caballeros de Malta, que resistieron sin rendirse hasta la muerte del último defensor, supuso a la larga un sacrificio demasiado alto para los turcos, que quedaron desmoralizados a causa de lo que habían creído de forma equivocada como una conquista fácil. Sin que ninguno de los bandos lo pudiera imaginar entonces, la hazaña de San Telmo terminó sellando la derrota del Imperio turco en aquella campaña.

Frente a las escasas fuerzas que pudieron reunir los cristianos para defenderse del ataque turco, las huestes otomanas congregaron a una de las mayores flotas de invasión de la historia moderna (131 galeras y medio centenar de barcos de menor calado) y cerca de 30.000 soldados para borrar del Mediterráneo a la Orden de Malta, que tenía su sede en este archipiélago cercano a Sicilia. El 18 de mayo de 1565, los turcos iniciaron la invasión del lugar. En la disputa por seleccionar el primer objetivo se impuso el criterio del almirante Pialí Bajá, que compartía el mando con el visir Mustafa Bajá y con el corsario Dragut: atacar la fortaleza de San Telmo antes de centrarse en la ciudad principal.

Frente a las escasas fuerzas que pudieron reunir los cristianos para defenderse del ataque turco, las huestes otomanas congregaron a una de las mayores flotas de invasión de la historia moderna



El punto de inflexión que salvó Malta
Construida en piedra maciza, San Telmo era una fortaleza situada frente a la capital y defendida por solo 100 caballeros y 500 soldados, la mayoría españoles e italianos, que iban a recibir el fuego de piezas de artillería de unas dimensiones nunca vistas hasta entonces. El anterior Gran Maestre de la Orden, Juan de Homedes, había ordenado su creación según la traza italiana –que reservaba a la artillería un lugar predilecto y que también estaba preparada para defenderse de sus efectos– cuando precisamente la amenaza turca pareció inminente unos años atrás.

No obstante, como explica el historiador Rubén Sáez Abad, autor de «El Gran Asedio Malta, 1565» (HRM ediciones, 2015), su conquista «no era estrictamente necesaria pues solo era una fortaleza peligrosa porque funcionaba como punto artillero. De alejarse de su zona de disparo habría quedado como un simple espectador en la contienda». Los turcos cayeron en la trampa, y lo hicieron con estrépito.

Las tropas turcas pudieron haber atacar directamente, como propuso Mustafá, la Capital Vieja Mdina, en el centro de la isla, y desde allí dirigirse a los fuertes de San Ángel y de San Miguel, pero Pialí Bajá quería dar un golpe de autorizar que sirviera para quebrar el ánimo cristiano desde el principio. Y ciertamente, nadie podía imaginar que la resistencia fuera a ser tan encarnada. La guarnición cristiana tuvo que hacer frente a un ataque masivo de miles de turcos. Para ello, el Gran Maestre de la Orden reclamó aprovisionar fuertemente la posición y sustituir a los soldados muertos cada noche, dando la impresión de que se trataba de una fuente ilimitada de hombres armados.



El sitio de Malta. Llegada de la flota turca, por Mateo Pérez de Alesio


El sitio de Malta. Llegada de la flota turca, por Mateo Pérez de Alesio



Los disparos de la artillería turca fueron devorando cada centímetro de los muros de San Telmo, hasta el punto de que resultó imposible asomar la cabeza en algunos tramos del muro. Cuando fue evidente que solo en un asalto directo se podría terminar con la pesadilla –en lo que ya era más un amasijo de ruinas que una estructura fortificada–, los turcos decidieron iniciar la lucha cuerpo a cuerpo. El mejor equipamiento de los cristianos y su férrea disciplina propiciaron que los malteses pudieran soportar una lucha que, por momentos, alcanzó la proporción de cien a uno. Con el paso de los días, la desesperación empezó a cundir entre las filas turcas como había previsto Jean Parisot de la Valette, sabedor de que cada día que pasaba estaba más cerca el rescate que Felipe II planeaba desde Sicilia.

La guarnición pudo mantener la fortaleza, a pesar del lastimoso estado de los defensores, gracias al relevo brindado en el amparo de la noche por soldados que llegaban a nado cargados de suministros y dispuestos a resistir hasta el final. Sin embargo, los turcos consiguieron cerrar completamente el cerco a mediados de junio haciendo que cada baja cristiana fuera insustituible. Los defensores fueron cayendo uno a uno hasta que los últimos huyeron a nado cuando los turcos ya estaban sobre la fortaleza. Tras un mes de asedio, se hicieron con su anhelado objetivo: ¡Un amasijo de ruinas! Por el camino, además de conseguir un botín muy pobre y perder a miles de hombres, el bando turco extravió al legendario Dragut, que, empeñado en impedir la llegada de refuerzos, fue alcanzado en su galera por un proyectil desde San Ángel.

La guarnición pudo mantener la fortaleza, a pesar del lastimoso estado de los defensores, gracias al relevo brindado en el amparo de la noche por soldados

El socorro de Malta
preparado por el Rey de España no llegó hasta el día 8 de septiembre cuando una fuerza de 8.000 cristianos desembarcó en la bahía de San Pablo, pero desde la sangría sufrida en San Telmo todo fue cuesta arriba para los intereses turcos. A falta de efectivos, la Valette había llevado con éxito el combate a su terreno: el de las hazañas.

Una historia usurpada
La resistencia del San Telmo fue cantada durante generaciones en el Mediterráneo como una gran epopeya. Hoy apenas es conocida, pero menos lo es que tres capitanes españoles del Tercio Viejo de Sicilia tuvieron un protagonismo capital esos días. Hugo A. Cañete, uno de los mayores expertos en tercios embarcados, junto a la catedrática Magdalena de Pazzis Pi Corrales, considera que existió toda una Leyenda Negra para ocultar la participación española en ese episodio.



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Este destacado miembro del Grupo de Estudios de Historia Militar descubrió durante las investigaciones para su libro «Los Tercios en el Mediterráneo»(Colección. Historia de los conflictos) el proceso de tergiversación al que han sido sometidos, con el paso de los siglos, el asedio en general y el caso de San Telmo en particular. Como el propio Hugo A. Cañete cuenta en la web de GEHM, las compañías españolas de los capitanes Andrés Miranda y Juan de la Cerda «se distinguieron en la primera escaramuza con los turcos nada más comenzar el asedio frente a las puertas de Birgu». Precisamente por su buena actuación, el Gran Maestre La Valette pensó en estas dos compañías de españoles para enviarlas a San Telmo

El propio La Valette expresó en carta al virrey de Sicilia su admiración por Andrés de Miranda, que se trasladó a la fortaleza a supervisar sus defensas, y quedó tan satisfecho con él, «que si bien tiene poca esperanza de aquella fortaleza, por lo menos estoy cierto de que se tendrá algunos días más por su valor y experiencia; y no podré encarecer con el ánimo que ha querido meterse dentro…».

En San Telmo fueron situados finalmente 500 soldados españoles de las dos compañías del Tercio Viejo de Sicilia y alrededor de 100 caballeros y personal de «estado mayor». «Estos capitanes y estos soldados españoles no solo han sido olvidados a conciencia por las fuentes, principalmente francesas del siglo XVIII, de donde arranca la leyenda negra, sino que además han sido vilipendiados», destaca Hugo A. Cañete en el mencionado texto.

Como ejemplo de esta manipulación, el experto en historia militar apunta la crónica del francés ilustrado René-Aubert Vertot, «The History of the Knights of Malta», Vol II, 1728, de la que han bebido las grandes obras de ficción y no ficción sobre el asedio. Vertot ningunea de forma evidente el papel de los españoles en las operaciones y, para evitar dar demasiados nombres de oficiales castellanos, usa en todo momento la fórmula genérica de «caballeros», intentando así ocultar la presencia de soldados españoles.

«Estos capitanes y estos soldados españoles no solo han sido olvidados a conciencia por las fuentes, principalmente francesas del siglo XVIII, de donde arranca la leyenda negra, sino que además han sido vilipendiados»


El único español que cita como tal en su obra, el capitán español Juan de la Cerda, es presentado como un cobarde que se provoca heridas supuestamente para ser evacuado de la fortaleza y que fue encarcelado por su vileza, una versión de los hechos completamente falsa. «Investigando en el resto de las crónicas canónicas de la orden (Bosio, Funes, Salazar) no hay ni rastro de semejante hecho. Lo que sí dicen las crónicas es que el mismo día que fue evacuado herido Juan de la Cerda lo fue también su alférez, al que efectivamente manda encarcelar La Valette por no encontrar testigos que hubieran visto cómo había sido herido. Pocos días más tarde, ante las súplicas de los propios caballeros de la Orden presentes en San Telmo, el Gran Maestre puso en libertad al alférez y lo envió de nuevo a San Telmo», aclara el autor de «Los Tercios en el Mediterráneo».

Las crónicas de Balbi, soldado español que sí estuvo en el sitio, dan una visión muy alejada de Vertot sobre el capitán Juan de la Cerda y el resto de acontecimientos: «Este día fue herido el capitán Juan de la Cerda de un arcabuzazo y, retirados los turcos, apenas estaba acabando de curarse cuando dieron otra vez la alarma. De la Cerda se quitó los paños y fue a ponerse en su puesto como si no estuviera herido, con gran ánimo…».




 
El mercenario republicano y la vedete: el romance que enfureció a Franco durante la Guerra Civil
La nueva novela de Pedro Corral recrea la historia real de amor que vivió un piloto estadounidense que vino a combatir por dinero a España y acabó siendo derribado y condenado a muerte. La novia llegó a escribir al dictador pidiéndole clemencia y dicen que hasta adjuntó una foto suya en bañador
El culebrón fue ampliamente cubierto por los periódicos estadounidenses y Billy Wilder rodó una película sobre él



Imagen de Harold Dahl y Edith Rodgers, junto a una imagen de Franco (izquierda) y una de las cartas que el novio le envió a su pareja durante su cautiverio


Imagen de Harold Dahl y Edith Rodgers, junto a una imagen de Franco (izquierda) y una de las cartas que el novio le envió a su pareja durante su cautiverio - ABC




Israel Viana
Israel Viana
MADRID
27/07/2020



Miércoles, 21 de julio de 1937. «Mi amada querida: por fin tengo la oportunidad de escribirte. Lo he intentado varias veces, pero no me lo han concedido hasta hoy. Dios mío, ojalá sepas por ahora dónde me encuentro y que estoy vivo». La carta que así comienza, y otra fechada cuatro días después, se halla guardada en un cajón del Archivo Militar del Ejército del Aire, en el castillo de Villaviciosa de Odón, desde hace más de 80 años. Permanecía olvidada entre los documentos de un consejo de guerra contra varios pilotos republicanos capturados por los franquistas en la Guerra Civil.



Harold Dahl, de prisionero


Harold Dahl, de prisionero - ABC



Ambas están escritas desde la prisión provincial de Salamanca por Harold E. Dahl, un piloto estadounidense que había llegado a España, a finales de 1936, para servir como mercenario de la aviación de la República. Solo hacía nueve días que su avión Chato había sido derribado en el frente de Brunete y ahora, a sus 27 años, esperaba el juicio en el que podría acabar fusilado. «Estoy hundido por el giro que han dado las cosas para nosotros. Solo Dios sabe que estábamos empezando a vivir, pero no debíamos haber arriesgado tanto. Quiero decir que yo no debería haber hecho esto. Dios te bendiga. Sé que procuraste sacarme de estos jaleos, pero yo deseaba empezar una nueva vida de una manera económicamente decente. Te quiero tanto, querida, que si salgo vivo de esto con mi pelliza, terminaré de darte preocupaciones», prometía en la segunda misiva.

El 12 de julio de 1937, Dahl había intentado zafarse de sus perseguidores en el frente de Brunete, en Madrid, cayendo en picado a 450 millas por hora, mientras su avión era destrozado por el fuego de las ametralladoras enemigas. Al intentar remontar el vuelo, perdió el control del aparato, porque las balas habían arrancado la mayor parte del entelado de las alas. Fue entonces cuando tuvo que saltar en paracaídas desde los mil pies de altura, apenas unos segundos antes de ver cómo su nave se estrellaba contra el suelo. Era la segunda vez que era derribado. De las dos salió indemne, pero en la segunda fue apresado por los franquistas.


Billy Wilder
Ninguna de las dos cartas que pudo escribir llegó jamás a manos de su destinataria, Edith Rodgers, una cantante de vodevil de Seattle con la que se había casado en México pocos días antes de embarcar hacia España. «Fue un hallazgo inesperado e impresionante. En el expediente había un primer interrogatorio a Harold, luego otro ante el juez, después distintas indagaciones y, entre las páginas 41 y 45, las dos cartas manuscritas en inglés y requisadas por los sublevados, con una traducción jurada, por si aportaban alguna información al juicio», explica Pedro Corral, autor de «Con plomo en las alas» (Almuzara, 2019), una novela en la que ha recreado la correspondencia del matrimonio que protagonizó la gran historia de amor de la Guerra Civil. Un romance que les convirtió en la pareja de moda en la época previa a la Segunda Guerra Mundial, que cautivó al gran Billy Wilderpara escribir el guion de «Adelante mi amor» (1940) y que Franco«convirtió en una campaña de publicidad a favor de su régimen, dirigida al Gobierno y la opinión pública estadounidenses».



Edith Rodgers, en 1937


Edith Rodgers, en 1937 - ABC


«Cuando empecé a curiosear, descubrí que Dahl formó parte de una patrulla americana de las fuerzas aéreas de la República compuesta por mercenarios. Es decir, pilotos contratados de diferentes países por 1.500 dólares al mes, más otros 1.000 dólares de recompensa por cada avión derribado», cuenta el autor, para quien Dahl es uno de esos personajes «outsiders» que te dan otra perspectiva de la guerra. «En España, durante 80 años, hemos puesto etiquetas muy simples y maniqueas a todos los combatientes, como si todo fuera blanco o negro. No podemos desechar los miles de tonos grises que había, como Harold, que aporta una perspectiva insólitas y más interesante del conflicto», añade.

Efectivamente, Dahl no fue un piloto comprometido con la causa republicana. Corral lo califica de «antiépico, nada heroico. Un personaje curioso que vino a ganar todo el dinero que pudo derribando aviones italianos y alemanes, sin saber realmente por qué luchaban unos y otros. Pero se jugó la vida y eso no es nada fácil», advierte el autor, que no se olvida del pasado moralmente reprobable de nuestro protagonista.


Un estafador
Harold E. Dahl había huido a México porque en Estados Unidos estaba en busca y captura por pagar deudas de juego con cheques sin fondo. En el país vecino fue donde negoció su contrato con el Gobierno de Francisco Largo Caballero y donde conoció a su «amada» Rodgers, que estaba de gira. Desde allí viajaron juntos a Valencia, pero ella pronto se horrorizó de los bombardeos y se marchó a Cannes a esperarle. Por eso él, solo en su celda, con la vida pendiente de un hilo y sin un centavo en el bolsillo, insistía en lo que la República le debía por los servicios prestados. «Si puedes cobrarlo todo, son 6.500 dólares en total. Una razón para apresurarte es porque creo que la guerra va a terminar pronto y deberíamos tener el dinero cuanto antes», podía leerse en la segunda carta.

Pero se equivocaba. La guerra no acabó hasta la entrada de Franco en Madrid el 28 de marzo y la conquista, en los tres días siguientes, de Cuenca, Albacete, Ciudad Real, Jaén, Almería, Murcia, Valencia, Alicante y Cartagena. Dahl estuvo preso todavía un año más, hasta el 22 de febrero de 1940, después de haber pasado tres en la cárcel de Salamanca y haberse librado de la ejecución por deseo del dictador. «El juicio fue un espectáculo. Franco juntó a siete pilotos de diferentes nacionalidades e, inmediatamente después de condenarlos a muerte, indultó a los tres rusos y a Harold haciendo mucha propaganda sobre su magnanimidad, diciendo que había perdonado la vida a unos pilotos que habían venido aquí a matar españoles», comenta Pedro Corral.

Durante cuatro años, la historia de amor de Harold y Edith llenó las páginas de las revistas y periódicos norteamericanos y europeos. Durante la estancia en prisión de su marido, la vedete realizó una incansable gira para pedir su liberación, reclamando a las autoridades estadounidenses que no le abandonaran a su suerte. En algún periódico se la presentó como la «esposa heroína del año». Y en los anuncios de sus actuaciones la calificaban como «la valiente y adorable rubia que desafió al fascismo en defensa de la democracia». En parte, por la carta que le envió a Franco, en septiembre de 1937, pidiendo clemencia para Dahl y adjuntando una atractiva fotografía suya con vestido de noche. «Ahora que la victoria está a su alcance, la vida de un piloto norteamericano no puede significar mucho para usted», le decía, entre otras cosas.

Algún diario de la España republicana aseguró que, en la fotografía, Rodgers aparecía en bikini, lo que habría conmocionado al futuro dictador y a todos los jerarcas del régimen en Salamanca. La vedete confirmó el envió, pero no que fuera en bañador. Y la revista «Life» publicó después la susodicha imagen de la cantante con un vestido de noche. Aquello le reportó más fama y numerosos contratos, mientras los medios extranjeros destacaban la supuesta respuesta de Franco con una despedida nada protocolaria: «Su seguro servidor que besa sus pies». Juan Eslava Galán asegura en «Una historia de la Guerra Civil que no va a gustar a nadie» (Planeta, 2005) que quien contestó fue el general Millán Astray, pero un cable de Associated Press defendía lo contrario.

 
Agosto de 1945, el verano de la bomba

La guerra casi ha terminado. La fotografía de la reunión en Postdam lo dice todo. Junto a un Stalin relajado y satisfecho, Churchill es la imagen del abatimiento y Truman parece haberse tragado un palo.

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Churchill, Truman y Stalin en la Conferencia de Potsdam. Sus caras lo dicen todo.

Luis Reyes
PUBLICADO 02/08/2020 04:45
ACTUALIZADO 02/08/2020 04:50

El mejor sastre de Moscú había cortado aquella chaqueta blanca que convertía en un dandi al Hombre de Acero (eso quiere decir Stalin, de “stal”, acero en ruso). Era una guerrera del modelo que usaban en tiempos pasados los militares zaristas, de modo que el jefe del comunismo mundial parecía un aristocrático oficial de la Guardia Imperial. Su deslumbrante apariencia iba a tono con su estado de ánimo.
La cumbre de los Aliados se había convocado en un suburbio de Berlín, y había sido el ejército de Stalin el que tomara Berlín, lo que psicológicamente le hacía aparecer como el auténtico vencedor de Alemania, el triunfador que recibía a sus socios en su propio feudo recién conquistado.

La fotografía oficial de la reunión lo dice todo. Junto a un Stalin relajado y satisfecho, Churchill es la imagen del abatimiento, y el presidente americano Truman parece haberse tragado un palo.

Y es que el primer ministro británico Winston Churchill, traía clavado un rejón de muerte. El hombre que a nivel personal había hecho más que nadie en el mundo para derrotar a Hitler, el caudillo que a base de agallas se había mantenido en guerra cuando todos querían firmar la paz con Alemania, el líder carismático que era vitoreado por la gente cada vez que salía a la calle, había descubierto que los que le aclamaron en los días malos, no le votaban en los días buenos. Churchill había perdido las elecciones del 5 de julio, de modo que llegó a Postdam no como un vencedor, sino como un perdedor.

El tercer asistente era una figura insignificante comparada con las dos personalidades históricas de Churchill y Stalin, aunque en realidad fuese el más poderoso. Harry Truman había llegado a la presidencia de los Estados Unidos solamente porque resultó que Roosevelt no era eterno, como muchos creían. Roosevelt había muerto cuando ejercía su cuarta presidencia, caso único en la Historia de Estados Unidos, y le había sucedido su vicepresidente, Truman, un vendedor de camisas de la profunda América rural, con nula experiencia en política internacional. Sin embargo este hombre tomaría en unos días una decisión que cambiaría la Historia: tirar la bomba atómica.

La cumbre se celebraba en uno de los lugares de veraneo más encantadores de Europa, Potsdam, suburbio de Berlín. Allí veraneaba Federico el Grande, en el palacio de Sanssouci, un pequeño Versalles donde Voltaire tenía su propia habitación. En el Pabellón Chino tomaban el té y discutían las grandes cuestiones el rey y el filósofo, como en la Antigüedad clásica. Sin embargo los tres grandes no se reunieron en Sanssouci, sino en un sitio mucho menos histórico, Cecilienhoff. De hecho era el palacio con menos historia de Alemania, lo habían empezado a construir en 1914 como una residencia de placer del Kronprinz, el heredero del Imperio, y lo habían bautizado Cecilienhoff (palacio de Cecilia), en honor a su esposa, que se llamaba así.

La construcción se inspiraba en las mansiones Tudor inglesas, de modo que tenía muy poco carácter alemán. Además la princesa Cecilia lo había habitado hasta la llegada de los rusos a Berlín, sólo unas cuantas semanas atrás, con lo que disponía de comodidades modernas. No tenía majestuosos salones, pero sí un amplio vestíbulo, donde Stalin instaló la mesa fabricada en Rusia para la ocasión, llegada en tren especial. Era una enorme mesa redonda, por lo que no tenía lugar presidencial. Allí todos serían iguales, como los caballeros de la Tabla Redonda, aunque Stalin se sintiera el rey Arturo.

El este para Stalin

La Conferencia de Potsdam duró del 17 de julio al 2 de agosto y en ella se refrendó la suerte de Europa diseñada en Yalta. Es decir, que la Unión Soviética convertiría en satélites a los países del Este que había liberado-ocupado. Alemania se dividiría, para asegurar que no volviese a ser una potencia en lo que quedaba de siglo, y Austria recuperaba su independencia. Catorce millones de alemanes que vivían en Polonia, Hungría y Checoslovaquia serían deportados a Alemania.

La depresión personal de Churchill aumentó al ver que la guerra que Inglaterra había librado contra el totalitarismo terminaba entregándole media Europa al comunismo soviético. De todas formas Churchill no tendría que firmar nada, porque a mitad de la Conferencia fue substituido por el hombre que le había ganado las elecciones, el laborista Clement Attle, nuevo primer ministro.

Aparte de los asuntos europeos, los Aliados dictaron un ultimátum a Japón, exigiéndole la rendición incondicional. Era la última oportunidad de librarse del apocalipsis que se le venía encima, porque Truman había recibido en Potsdam un telegrama en clave que decía: “Los niños han nacido satisfactoriamente”. Significaba que las bombas atómicas estaban listas.

Cuatro días después de dejar Potsdam, Truman dio la orden. El 6 de agosto se lanzó la bomba sobre Hiroshima. El verano del final de la Segunda Guerra Mundial se convertía así en “el verano de la bomba”.

 
«Los españoles mueren, pero no se rinden»: los testimonios olvidados de la masacre de Annual

En el mes de julio de 1921 se produjo en el noroeste de Marruecos la mayor catástrofe de la historia del Ejército español, donde más de diez mil de nuestros soldados resultaron muertos y sus cadáveres olvidados por las hordas indígenas de Abd El-Krim

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Recogida de algunos cadáveres en el desastre de Annual, el 22 de julio de 1921 - ABC

Israel Viana
MADRID
Actualizado:02/08/2020 23:16h

El julio de 1921, hace cien años, se produjo en Annual la considerada por muchos como la mayor catástrofe de la historia del Ejército español. En aquella pequeña población al noroeste de Marruecos, a tan solo 60 kilómetros de Melilla, murieron más de diez mil españoles. Y sus cadáveres, muchos de ellos descuartizados con saña por las hordas indígenas de Abd El-Krim, olvidados sobre el terreno para siempre. Tan crítica y desesperada fue la situación que se vivió en los campos del Rif después de que las tropas del general Silvestre fueran desarboladas, que algunos de nuestros soldados se mataron entre sí para hacerse con un transporte en el que huir. Y mayoría cayó también en el intento.

De aquella tragedia hay información abundante, aunque algunos de los testimonios dejados por los testigos y protagonistas han ido cayendo en el olvido con el paso de los años. Por ejemplo, el del escritor Ramón J. Sender, que recordó posteriormente cómo las mujeres indígenas seguían a la retaguardia mora torturando y rematando a los españoles heridos. A muchos les arrancaron las muelas mientras estaban vivos para hacerse con el oro de las fundas y los empastes. A otros, incluso, los abrieron en canal a golpe de gumía.

La barbarie era su seña de identidad. Así lo confirmó otro superviviente español que consiguió escapar tras fingir su muerte. Eso sí, después de que le cortaran un dedo. «Los moros degollaban sin piedad a nuestros soldados con salvaje ferocidad», comentaba sobre las tropas de un Abd el-Krim que no solo trataba de ganar la guerra, sino que quería también aplastar, humillar y aterrorizar a nuestro Ejército para dejar constancia del odio que sentía hacia España. Así lo manifestó él mismo en cartas como la que envió en agosto de 1921, en la que especificaba las razones de su revuelta, que iban desde una presunta deuda millonaria como de los años que había pasado en prisión.

Annual conmociona a España
Hoy pocos lo recuerdan, pero este episodio conmocionó a la sociedad de la época. Sobre todo, porque las familias españolas mandaban a sus hijos a combatir a África de muy mala gana, tal y como había ocurrido dos décadas antes en Cuba y Filipinas. Un sentimiento que crecía cuando las padres, madres y mujeres de las víctimas iban conociendo los detalles del desastre en la prensa. De hecho, muchos historiadores identifican aquella matanza como uno de los factores para explicar el fin del modelo de la Restauración en España.

El origen de la tragedia se empezó a fraguar durante la primera mitad del año. El comandante general de Melilla, Manuel Fernández Silvestre, un militar audaz y afectuoso con la tropa, avanzaba por el territorio rifeño con la intención de llegar a Alhucemas y dominar la zona española del protectorado marroquí. La marcha, sin embargo, no se desarrolló como esperaba, porque trataba de cubrir un frente demasiado extenso y complejo. Silvestre, testarudo y temerario, decidió además continuar con el avance pese a las advertencias que le habían hecho algunos de sus hombres. A espaldas de su superior, el general Dámaso Berenguer, alto comisario de España en Marruecos, prosigue el insensato despliegue con unas tropas mal equipadas –con fusiles obsoletos y defectuosos– y calzadas con alpargatas no aptas para moverse por aquel accidentado terreno.

Los españoles, en principio, no desfallecen a pesar de todo y avanzan animados hasta que, en junio, llega el primer aviso. Siguiendo las órdenes de Silvestre, el comandante Villar avanza con cerca de 1.500 hombres hasta el mogote de Abarrán e instala allí un parapeto con 26 artilleros y 50 soldados españoles y 200 indígenas. Pero nada más retirarse Silvestre del inhóspito paraje con el resto de hombres y la intención de volver a Annual, las huestes de Abd El-Krim comienzan a tirotear la posición.

«Hasta que le mató una nueva bala»
El medio centenar de españoles verá con horror como muchos de los supuestos 200 aliados indígenas se van pasando al enemigo al ver que la catástrofe se acercaba. Así contó aquella batalla un telegrama del Rif recibido el 7 de junio y recogido en el libro «Morir en África: La epopeya de los soldados españoles en el desastre de Annual» (Crítica, 2014), de Luis Miguel Francisco: «El capital Huelva fue de los primeros en ser alcanzado por una bala rebelde. Sereno y animoso, a pesar de encontrarse herido, se mantuvo en el parapeto, del que solo se separó algunas veces para aprovisionar de municiones a sus hombres... hasta que le mató una nueva bala. Casi al mismo tiempo, cuatro proyectiles enemigos hacían blanco en el jefe de la posición, el capitán Salafranca, quien, a pesar de su gravísimo estado, no cesaba de animar a sus fuerzas».

La munición les duró solo cuatro horas. Después, fueron avasallados y pasados a cuchillo. Más de 140 bajas, incluyendo a los oficiales. El único que salvó la vida momentáneamente fue el teniente de artillería Diego Flomesta Moya. Le dejaron con vida para que arreglase los cañones y les enseñase a usarlos, pero como se negó, lo mataron también pocas horas después. Perdieron la posición y la artillería, una señal más de que la masacre se avecinaba. Y quedó de manifiesto tras la toma de Igueriben el 7 de junio por parte del comandante Julio Benítez y 350 hombres, ante lo que Abd el-Krim no iba a ceder con facilidad.

El líder rifeño inició el hostigamiento sobre dicho enclave el mismo día. La guarnición se defendió sin descanso durante las primeras horas. Los obuses rifeños caían sin descanso, pues africanos habían aprendido a usar los cañones con bastante puntería. En momento, los españoles no contaban ya con médico ni medicinas, por lo que los heridos no podían ser atendidos. Lo peor, sin embargo, era la sed, ya que el pozo más cercano se encontraba a varios kilómetros. La única esperanza era que el general Silvestre lograra romper el cerco y mandara refuerzos desde Annual. El teniente Casado Escudero, uno de los pocos supervivientes, refirió que «el comandante dirigió sin descanso la defensa […], elevando la moral, y su figura era admirada por todos los defensores, que desde el primer momento depositaron en él fe ciega por su bizarría»

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Monte Arruit, repleto de cadáveres españoles, en julio de 1921 - ABC

«Se han bebido los orines mezclados con azúcar»
Con el parapeto rodeado de cadáveres, sufrirán cuatro días de asedio sin una gota de agua. «Los oficiales de Igueriben mueren, pero no se rinden», escribirá Benítez a unos jefes, mientras asiste desesperado a la sangría de sus hombres. El 20 de julio, el comandante vuelve a escribir a su general: «Tenemos muertos y heridos, carecemos de agua y de víveres y la gente se ve precisada a permanecer día y noche en el parapeto para tener a raya al adversario». Silvestre contesta: «Héroes de Igueriben, resistid unas horas más. Lo exige el buen nombre de España». Y Benítez responde embravecido: «Esta guarnición jura a su general que no se rendirá más que a la muerte». Pero no tarda mucho en insistir: «La sed es horrenda; se han bebido la tinta, la colonia, los orines mezclados con azúcar. Se echan arenilla en la boca para provocar en vano la salivación. Los hombres se meten desnudos en los hoyos que se hacen para gustar el consuelo de la humedad. Se ahogan con el hedor de los cadáveres».

Silvestre acabó comunicándose encolerizado con su superior, Berenguer. Le dijo que, por «humanidad y dignidad», iba a salir de Melilla «con todo» para auxiliar a Benítez. Eso implicó dejar su plaza totalmente desguarnecida, con los habitantes de la ciudad aterrorizados ante el probable asalto rifeño. La ayuda, sin embargo, no llegó a tiempo a Igueriben y tan solo sobrevivieron menos de una decena de hombres. Una nueva masacre que lleva a Silvestre, totalmente desquiciado, a tomar la decisión de evacuar también el campamento de Annual.

La retirada fue caótica entre el intenso fuego de la tropas de Abd el-Krim. Las balas no dejaban de llover. Algunos soldados, incluso, se acuchillaron entre sí por hacerse con un puesto en alguno de los camiones que a toda velocidad corrían hacía Melilla. La mayoría murieron. También Silvestre, del que no se supo nunca nada más. Algunos testimonios aseguraron que, ante la debacle, optó por pegarse un tiro. «Las confidencias de la Policía Indígena señalaban que había entre 8.000 y 10.000 enemigos, demostrando estar espléndidamente armados y municionados. Asimismo, entre los españoles la posición es penosa, y no solo por lo que se refiere a la moral o al número de hombres, sino porque “de la batería ligera solo funcionaba una o dos piezas”», explicaba a ABC en 2016 Luis Miguel Francisco.

 
La verdad sobre la conjura de Venecia, un episodio inventado por los enemigos del Imperio español

Las autoridades venecianas arrestaron a cientos de soldados, que habían entrado en la ciudad de los canales disfrazados de labriegos, y registraron las embajadas de Francia y España, encontrando supuestamente en esta armas y munición



Pedro Téllez-Girón y Velasco, Duque de Osuna, por Bartolomé González y Serrano (1615).


Pedro Téllez-Girón y Velasco, Duque de Osuna, por Bartolomé González y Serrano (1615).




César Cervera
César Cervera
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30/07/2020



Los virreyes, alter ego de los monarcas, constituyeron la columna vertebral del sistema español de los siglos XVI y XVII, y permitieron hacer copartícipe a la nobleza española de la empresa «imperial» y evitar que se arruinara por completo a consecuencia de la inflación que se vivía en España. Mecenas, militares, gobernantes y pequeños monarcas embadurnados de opulencia italiana. Juan Fernández de Velasco, en Milán; García de Toledo, en Sicilia; Pedro «El Grande», en Nápoles. En la historia colectiva de éxito del gobierno español en Italia no faltaron dirigentes tan inclasificables como Pedro Téllez-Girón y Velasco, Duque de Osuna, que ejerció como virrey de Sicilia y luego Nápoles durante el reinado de Felipe III.

De un virrey se exigía, sobre todo, que recaudara impuestos y esquivar conflictos con la nobleza local. Crear una flota partiendo de cero, como hizo Pedro Téllez-Girón durante su estancia italiana, y mantener a los corsarios enemigos achantados no entraba en las tareas cotidianas. No desde luego en las deseadas por los desconfiados funcionarios madrileños o por las otras potencias mediterráneas como Venecia y el Imperio otomano.


Guerra fría con Venecia
Tanto en Sicilia como en Nápoles, «El virrey temerario» (apodo que recibió por sus métodos nada ortodoxos) estableció una flota privada para combatir el corso berberisco con las mismas armas que ellos utilizaban. En Nápoles, el virrey llegó a reunir un total de 22 galeras y 20 galeones, que se dedicaban a lanzar acciones piratas contra corsarios y buques mercantes musulmanes. Acciones muy lucrativas en el terreno económico y en el militar, pues una estrategia ofensiva permitía alejar a los corsario de las costas italianas, pero que ganaron al duque un sinfín de enemigos dentro y fuera de España.

A nivel político, Osuna estaba alineado con la facción más belicosa de la Corte. La que había conocido los años de gloria de Felipe II y sabía del daño que la Pax Hispánica estaba haciendo a la reputación del Imperio español. De ahí su actitud hostil desde el principio hacia Saboya, antigua aliada de España, y Venecia, antigua y constante enemiga. Para contrarrestar el apoyo veneciano a los enemigos de España en la zona, Osuna mantuvo con Venecia una guerra fría en el Adriático.

Casi al principio de su etapa en Nápoles, Pedro «El Grande»confiscó una nave mercante veneciana para compensar agravios anteriores, de manera que anunció su intención de atacar a la Serenísima obstruyendo su comercio. Incluso firmada la devolución de varios barcos con este país, el virrey se excusó para no hacerla efectiva. Según una anécdota novelada por el biógrafo Gregorio Leti, Osuna accedió, si acaso, a devolver los barcos vacíos porque las mercancías ya se habían vendido:

—De madera tiene bosques enteros la Señoría —afirmó con tono altivo el comisionado de Venecia.

—En ese caso —contestó el virrey— si los bajeles no le sirven, me quedaré con ellos.



Galeras y otros buques en un puerto italiano. Pintado por Jacob Knyff (1638-1681)


Galeras y otros buques en un puerto italiano. Pintado por Jacob Knyff (1638-1681)



Los galeones y las galeras de Osuna protagonizaron varios encontronazos favorables a los españoles frente a la cada vez más desfasa flota de la Serenísima. La guerra fría se convirtió por momentos en una caliente, pues, que la bandera negra, característica de los barcos particulares del duque, ondeara impunemente en el Adriático, desde hacía siglos un mar propiedad de Venecia, resultaba insoportable para los representantes diplomáticos de este país. Frente a las presiones venecianas, desde Madrid se sucedieron las peticiones para que frenara una guerra no autorizada contra Venecia, que estaba ganando España con gran perjuicio del comercio veneciano y a escaso coste. Así se produjo la anomalía de que las armadas de ambos países siguieran en guerra, mientras los diplomáticos no dejaban de prometerse paz y buenas intenciones. Las dobleces de la geopolítica…

En Madrid no faltaban también los partidarios de continuar con las hostilidades y dar manga ancha a Osuna, que prometía cortar los tentáculos de Venecia y Turquía en el Adriático. El gran duque se defendió con el mejor de los argumentos a las críticas venecianas: «Cuanto más se quejen de vuestros ministros los enemigos del Imperio, es cuando está Vuestra Majestad mejor servido».


La conjura contra el señor de la guerra
Desquiciada por la agresividad del duque, Venecia buscó desprestigiarle por otras vías que no fueran militares y sacar de la ecuación a la facción más belicosa de España, aquella que pudiera comprometer la Paz de Pavía, firmada en 1617. Se le atribuyó al duque ser el organizador sobre el terreno de la Conjuración de Venecia (1618), uno de los episodios más oscuros del siglo XVIII. Junto al gobernador de Milán y al embajador de España en Venecia, Osuna habría pagado a un grupo de mercenarios franceses asentados en la ciudad de los canales para provocar una sublevación.



Retrato de Francisco de Quevedo


Retrato de Francisco de Quevedo



Según las versiones venecianas, celosos de las glorias de la República, los tres planearon un golpe de mano en el que un grupo de soldados franceses debían incendiar el arsenal, estallar varios puentes y facilitar el desembarco de la infantería española en la ciudad. Veinte galeras españolas quedarían encargadas de iniciar el desembarco, una vez tomado el puerto. La conjura fracasó porque supuestamente fue descubierta en sus preparativos y los mercenarios franceses acabaron linchados por la muchedumbre, mientras el poeta Francisco de Quevedo, amigo y secretario del Duque de Osuna, se veía obligado a disfrazarse de mendigo para escapar de la ciudad.

O al menos esa es la versión italiana de la historia, difícil de creer y sin pruebas. Las autoridades venecianas arrestaron a cientos de soldados, que habían entrado en la ciudad de los canales disfrazados de labriegos, y registraron las embajadas de Francia y España, encontrando en esta segunda armas y munición para levantar un pequeño ejército. A consecuencia de ello, el embajador español tuvo que huir en un bergantín para salvar la vida frente a la turba, en tanto un muñeco con su cara y otro con la de Osuna fueron apaleados en las calles.

La Serenísima habría aprovechado la limpia para endosarle el muerto al virrey de Nápoles, como se puede apreciar en el hecho de que el Senado de Venecia publicara un bando prohibiendo que se osara hablar o escribir que España había estado involucrada

Sin embargo, varios detalles hacen intuir que la operación fue una purga encubierta de corsarios y mercenarios extranjeros, que llevaban un tiempo causando problemas en Venecia. Los mismos facinerosos y soldados protestantes que habían convocado para luchar contra la flota de Osuna. La Serenísima habría aprovechado la limpia para endosarle el muerto al virrey de Nápoles, como se puede apreciar en el hecho de que el Senado de Venecia publicara al momento un bando prohibiendo que se osara hablar o escribir que España había estado involucrada. Una cosa era dejar que se extendieran las murmuraciones y otra, muy distinta, acusar de una falsedad así a la Corte madrileña.

A ello se suma que ninguna de las supuestas cabezas del plan fue reprendida por su fracaso y que no haya constancia de movilización de tropas en esas fechas. Así las cosas, el plan era burdo y carecía de sentido en un momento en el que Osuna mantenía asfixiado el comercio veneciano. No se distingue su firma por ninguna parte.


Caída en desgracia
En 1619 se ordenó a Osuna regresar a Madrid a dar cuenta de sus supuestos desmanes en Nápoles, cuya nobleza tampoco estaba nada contenta con sus métodos. Tras demorar su salida todo lo posible, y algo más, pues incluso se negó a reconocer la autoridad de un virrey interino; Osuna arribó en España un año después. En contra de lo que esperaban sus enemigos, la caída en desgracia de su protector, el duque de Lerma, no afectó en un principio a Osuna, porque fue el propio Uceda (ten hijos y te sacarán los ojos) el que la orquestó y quien se hizo cargo de un Corte en ebullición. El embajador de Venecia se sorprendió de que «el duque, que salió de Nápoles como hombre al que todos creían perdido, parece haber hechizado a Madrid, en donde es ahora más grande que nunca».



Vista de la entrada al Arsenal por Canaletto, 1732.


Vista de la entrada al Arsenal por Canaletto, 1732.



Mientras zanjaba el asunto en la Corte, la súbita muerte de Felipe IIIperturbó todos los planes del antiguo virrey. Los representantes del nuevo rey pretendieron una limpia entre los elementos más insolentes del anterior reinado como escarmiento hacia los más notorios. Una política de pulcritud que iba a quedarse en amago, pero que colocó al duque en el punto cero de la explosión. Solo un mes después de la muerte del rey fue encarcelado y acusado de corrupción, parcialidad en la justicia, venalidad, aceptación de sobornos y otros tantos delitos.

Sus últimos años de vida fueron una lastimosa peregrinación por distintas prisiones españolas en las que mostraba cada día mayores quebrantos físicos. Gotoso, enfermo de cuerpo y mente (sus olvidos hacen intuir alguna enfermedad degenerativa), Osuna se acogió a la oración como si fuera el Don Juan hecho carne y hueso o, tal vez, una versión grotesca del mito.


 
Los 33 mineros de Chile, atrapados en el pozo del olvido diez años después
«Ganaron mucho con nosotros y nosotros no ganamos nada», lamenta uno de los trabajadores sobre la pasajera fama que vivieron a raíz de su dramático rescate en 2010

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Los trabajadores atrapados en la mina San José de Chile, en 2010 - AFP

Livio Pérez
CORRESPONSAL EN SANTIAGO DE CHILE Actualizado:06/08/2020 01:28 h


El ruidoso derrumbe de la mina San José, ubicada en una zona desértica a unos 800 kilómetros al norte de la capital chilena de Santiago, activó las alarmas esa tarde soleada del jueves 5 de agosto de 2010. Un turno completo de mineros, compuesto por 33 trabajadores, quedó sepultado a unos 700 metros de profundidad y en ese momento, hace diez años, no había ningún indicio de que estuvieran vivos o muertos. Solo la esperanza de quienes viven y trabajan en las minas del norte chileno, que cuando hay accidentes de ese tipo emprenden una rápida carrera por la vida de los sepultados. Una década después, los 33 mineros se sienten abandonados y varios de ellos, con sus vidas quebradas. La esperanza, para ellos, desapareció.

Todos los primeros intentos por acceder a través de la bocamina se frustraron por las enormes rocas que bloquearon el socavón, mientras los mineros sepultados también abandonaron sus primeros intentos por salir por un túnel de emergencia al que le faltaban las escaleras pues los dueños de la mina nunca las instalaron. Desde los primeros días comenzaron a llegar las mujeres de los trabajadores, quienes se instalaron en un campamento que llegó a albergar a tres mil personas, que con el correr de las semanas incluyó a familias completas, comerciantes, periodistas y rescatistas.

Esa fue una presión enorme para que el gobierno –por entonces a cargo del primer mandato de Sebastián Piñera- no abandonara la búsqueda y comprometiera crecientes recursos para la búsqueda y rescate.

El 22 de agosto –o sea 17 días después del derrumbe- un taladro que recorrió los más de 700 metros de profundidad hizo contacto con los mineros, quienes enviaron una nota con letras rojas, escueta pero precisa: «Estamos bien en el refugio los 33». El mensaje fue escrito por el minero José Ojeda, ahora de 57 años de edad, quien vive con una pensión que les entregó el Estado, de unos 350 euros, y agobiado por daños sicológicos, alteraciones del sueño y una diabetes avanzada que le dificulta caminar.

Desde que Ojeda escribió y pudo enviar el mensaje, el mundo se enteró que los 33 mineros estaban en un estrecho refugio en casi total oscuridad, altas temperaturas y humedad. Comían un par de cucharas de atún y un sorbo de leche al día. El hallazgo de los mineros desató una nueva carrera, ahora por sacarlos de las profundidades. Ingenieros en minas, técnicos en perforaciones, asesores de la Nasa, calculistas, soldadores y rescatistas se abocaron a diseñar hasta tres planes alternativos para el rescate.

Después de más de treinta días de perforaciones, una de las tres máquinas taladradoras logró romper el techo del refugio, los técnicos encamisaron el túnel de unos 90 centímetros de diámetro e introdujeron la cápsula Fénix, por la que bajó a la mina el primero de los cinco rescatistas que participaron en el rescate directo de los mineros. La madrugada del 13 de octubre salió a superficie el primer trabajador y luego los siguientes cada una hora. El último salió luego de 69 días, 6 horas y 51 minutos de sepultación.

Una audiencia global
El rescate fue transmitido por televisión en directo a una audiencia de 1.200 millones de espectadores en el mundo y comenzó una historia que muchos de ellos prefieren callar: giras por el mundo, programas de TV, contratos para un libro que nunca se escribió y hasta una película hollywoodiense de escaso éxito, protagonizada por el español Antonio Banderas. Pero muy pocos recibieron ayuda y dinero, la mayoría volvió a sus vidas de pobreza.

Jimmy Sánchez, que en el momento del accidente tenía 19 años, se queja: «Ganaron mucho con nosotros y nosotros no ganamos nada». Como sus compañeros, nunca pudo volver a trabajar en una mina, pero tampoco encuentra otros empleos y vive con la pensión del gobierno en el mismo barrio pobre en la nortina ciudad de Copiapó junto a su familia. «Una vez fui a buscar trabajo, pero supieron que era yo y me cerraron las puertas. No fue culpa mía quedarme encerrado», reclama.

Omar Reygadas, uno de los mineros más experimentados, tampoco pudo volver a las minas y ahora con 67 años cuenta que ha trabajado como chofer, pero ahora está desempleado como efecto de la pandemia viral.

La unidad y disciplina que les ayudó a sobrevivir bajo tierra se resquebrajó en la superficie. Ninguno de los proyectos colectivos que se propusieron –como crear una fundación– tuvo éxito. «Las familias provocaron toda esta desunión entre nosotros. Hubo un antes, un durante y un después. Y después que salimos ya se transformó en cada uno por su lado», dice Jimmy Sánchez, para agregar enseguida un punto clave: «Hubo muchos que se preocuparon de lo monetario y se olvidaron de todo lo que vivimos», según declaró a la agencia AFP.

La diferencia la hace el minero Mario Sepúlveda, el más histriónico de los rescatados, quien incluso desde el fondo de la mina relataba para la TV cómo vivían en la profundidad. Su fama la usó para hacer conferencias, apoyar candidaturas políticas y, sobre todo, estar en programas de televisión. Su participación en un reality show le permitió ganar un premio de casi 150.000 euros, con los que creó una fundación de apoyo a niños con síndrome autista, como su hijo menor de siete años.

Pero de proyectos colectivos, nada. Casi no se hablan entre ellos, menos se juntan. Ya pasó la fama y la mayoría de ellos regresó a una vida de carencias, como la de los mineros del norte de Chile.

 
Erzsébet Báthory, ¿monstruo o víctima de un complot?
LEYENDAS VAMPÍRICAS
La condesa húngara Erzsébet Báthory figura en el récord Guinness como la mayor asesina
en serie de la historia, pero ni siquiera los académicos se ponen de acuerdo sobre su historia
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Retrato de Báthory, también conocida como "la condesa sangrienta". Dominio público

Eva Melús -
07/08/2020 07:00
Actualizado a 07/08/2020 11:44


Ocurrió el 21 de agosto de 1614. Para entonces, la condesa Erzsébet Báthory ya había pasado tres años y medio recluida en su castillo de Csejthe, una deslumbrante fortaleza ubicada sobre una colina de la Real Hungría, en la actual Eslovaquia. La noche anterior ella había comentado que sus manos estaban heladas. “No es nada, señora”, contestó el carcelero. La condesa, resignada, puso la almohada bajo sus pies y se durmió. Ya no despertó.

A los 54 años recién cumplidos debía de conservar parte de la legendaria belleza que tanto empeño puso en cultivar. Los aldeanos aseguraban que se había bañado en la sangre de un centenar de doncellas vírgenes para preservar su juventud, niñas y jóvenes a las que había torturado hasta la muerte con sádica imaginación. La gente siempre exagera. O quizá no.


Cuando se confirmó que la condesa había caído en desgracia se multiplicaron las denuncias de quienes habían visto o habían oído a alguien que había visto. En cualquier caso, aquella mañana, la mujer cuyo nombre despertaba pavor por toda Hungría ya era solo un cadáver incómodo que nadie sabría dónde enterrar.

El número de niñas y mujeres que murieron a manos de Báthory es un enigma

La condesa Báthory, que inspiró pasajes del Drácula de Bram Stoker y ha dado nombre a un grupo de heavy metal, figura en el récord Guinness como la mayor asesina en serie de la historia. Pero el número de niñas y mujeres que murieron a manos suyas es un enigma. “Solo Dios lleva la cuenta de todos sus crímenes”, declaró un antiguo sirviente suyo durante la investigación. Otro testigo, una criada llamada Suzannah, declaró haber visto escrita la cifra de 650 víctimas en un libro de registros que, sin embargo, nunca apareció.

Sobre el papel, el juez acabó imputando a cuatro de los sirvientes de Báthory por 80 cargos de asesinato. El juicio dejaba al descubierto una red perfectamente organizada. János Újváry Ficzkó, apodado “el enano”, confesó que se había encargado de reclutar víctimas por los pueblos colindantes mediante la atractiva oferta de trabajar en el castillo. Al ser solo un adolescente durante el proceso, la justicia hizo la concesión de decapitarlo antes de que su cuerpo fuera arrojado al fuego.


En cambio, Ilona Jo, ama de cría de los hijos de la condesa, y Dorottya Szentes, la más sádica de todos los sirvientes de Báthory, según el resto de sus compañeros, ardieron vivas en la hoguera después de que les cortaran las manos. Ellas habían ejercido de torturadoras, y durante el juicio explicaron con detalle cómo transcurrían las sesiones en las que habían mutilado, clavado agujas en brazos y uñas, sumergido a las jóvenes en hielo o introducido hierros candentes en sus vaginas.

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Las representaciones sobre el mito de las orgías de sangre organizadas por Báthory han sido una constante en la época contemporánea.
Dominio público


La lavandera Katalin Beneczky, la cuarta de los servidores de Báthory que fue al estrado, admitió que se había encargado de deshacerse de los cuerpos y limpiar los restos de las periódicas sesiones de tortura. El juez la sentenció a cadena perpetua, aunque a los pocos años fue liberada y desapareció sin dejar rastro.

Los cuatro criados señalaron a un oscuro personaje, una dama croata llamada Anna Darvolya que llegó al castillo de Csejthe en 1601 y se convirtió desde entonces en la persona más próxima a la condesa. Según los testimonios, Darvolya, una experta en ocultismo, instruyó a Báthory y a sus cómplices en el arte de golpear y torturar un cuerpo hasta la muerte. Sin embargo, falleció de un derrame cerebral dos años antes del juicio, por lo que no pudo confirmar ni desmentir la historia.


La condesa, que fue señalada por sus cuatro colaboradores, nunca confesó uno solo de los crímenes, y después de su detención envió cartas desesperadas a cualquiera que quisiera leerlas para que le ayudaran a defender su honor en los tribunales. Nunca fue a juicio. El conde György Thurzó, príncipe palatino y, por lo tanto, la segunda persona más importante del reino después de Mátyás II, pactó con el hijo y los dos yernos de la condesa una reclusión de por vida en el castillo para zanjar el asunto.

Hoy resulta difícil explicar dónde acaba el mito y dónde empieza el personaje real

Báthory se sintió ultrajada. Sin embargo, el cierre en falso, solo al alcance de alguien con un linaje como el suyo, ofrecía ventajas importantes. La primera, la garantía de conservar la cabeza sobre los hombros, sin que el fuego consumiera su hermosa cabellera negra. La segunda, que explica el beneplácito de la familia, la de quitar hierro a un escándalo que amenazaba con pulverizar el honor de una de las estirpes nobiliarias más importantes de Hungría. Unos años después, un nieto de la condesa se casó con una Esterhazy, una familia de la más alta alcurnia. Parece, por lo tanto, que la maniobra funcionó.


Entre el mito y la realidad

Hoy resulta difícil explicar dónde acaba el mito y dónde empieza el personaje real. En 1760, en los albores del Romanticismo, un jesuita llamado László Turoczi descubrió las transcripciones del juicio de los cuatro criados de Báthory y escribió el primer monográfico sobre la condesa. Quizá a modo de licencia literaria, el religioso añadió los supuestos baños en sangre de hora y media que la dama tomaba de madrugada para preservar su belleza. La idea gustó, y otros la fueron repitiendo, añadiendo nuevos episodios de sadismo, brujería y depredación sexual en general. Nació una antiheroína.

Poetas surrealistas como la francesa Valentine Penrose, amiga de Pablo Picasso, o la argentina Alejandra Pizarnick, siguieron alimentando el mito de la llamada “condesa sangrienta”.

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La escritora Alejandra Pizarnik fue una de las muchas artistas del siglo XX que se inspiraron en Báthory en alguna de sus obras. Dominio público


Los académicos no prestaron atención a la condesa hasta la década de 1980. En 1983, el historiador norteamericano Raymond T. McNally publicó Dracula Was a Woman. La elección del título y el hecho de que McNally hubiera publicado ya para entonces cuatro libros sobre Drácula y Bram Stoker no ayudó a la condesa a escapar del mundo de los vampiros, pero todo era comenzar.

En la década de 1990, especialistas de diversos campos se lanzaron a reivindicar la figura de Báthory y a dibujar la idea de que pudo haber sido víctima de una conspiración, debido a que fue una poderosa viuda en un mundo de hombres y a que su inmensa influencia amenazó el poder de la Corona.

La abogada Irma Szadecsky-Kardoss, que ha comparado los juicios a los siervos de Báthory, es una de las abanderadas. Tony Thorne también defiende la idea de la conspiración machista en Countess Dracula (1997), un trabajo de referencia, a pesar de la condición de lingüista del autor, y con documentos traducidos por primera vez del húngaro.

Y, por último, Kimberly L. Craft, especialista en historia legal, ha abrazado la misma causa en diversos libros desde Infamous Lady (2009), donde recoge documentación inédita.

La revisión del personaje no sirve para refutar sus crímenes más allá del acto de fe, pero sí para desmentir mucho de lo que se ha escrito sobre él y para poner el foco en una época marcada por la violencia normalizada y en la que la justicia no era ciega.



La condesa nació el 7 de junio de 1560 con la suerte que dan varios de los apellidos más poderosos de la Europa del Este. Hungría era considerada en ese momento el granero de Europa, una potencia agrícola y ganadera, y las vacas húngaras se exportaban a todo el continente. Como los grandes propietarios que eran, los Báthory explotaron las posibilidades que brindaba el sistema de servidumbre. Las intensas revueltas antifeudalistas de 1514 darían como resultado un nuevo código legal conocido como el Tripartitum, que otorgó algunos derechos a los siervos y definió los de los nobles. Sin embargo, los cambios sirvieron principalmente para que todo siguiera igual.

La infancia de la condesa Erzsébet fue la típica y habitual de la alta aristocracia. Como solían hacer los calvinistas, los Báthory pusieron bastante empeño en dar a todos sus hijos una educación completa, que incluía el latín, el griego y, por supuesto, la formación religiosa. A la condesa le gustaban los juegos de chicos y montar a caballo, pero también los vestidos bonitos y la etiqueta. No está confirmado que recibiera otro tipo de educación, digamos, alternativa.

Las numerosas recreaciones noveladas sobre Báthory se regodean en su incestuosa relación con su tía Klara, supuestamente una bruja, sádica y bisexual, que introdujo a su sobrina en el lado oscuro siendo una niña. Parece difícil por una pura cuestión de agenda, ya que Klara se casó con un noble italiano y tuvo contacto con su sobrina en contadas ocasiones.

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Vista aérea del castillo Čachtice. Civertan / CC BY-SA-3.0)


También es complicado contrastar si tuvo efecto iniciático la ejecución pública de un gitano castigado por vender a su hija a los turcos, a la que Báthory presuntamente asistió durante su infancia. Al parecer, abrieron un caballo en canal, introdujeron en sus tripas la cabeza del gitano y, tras coser al animal, le azotaron para que corriera mientras el pobre hombre a rastras moría asfixiado. Según la leyenda, el placer que la niña sintió al verle agonizar fue una semilla diabólica que se materializaría años después.

Sí hay constancia, sin embargo, de que en 1570 la familia Báthory ofreció la mano de su hija a los Nádasdy. Si su único hijo y heredero, Ferenc, que acababa de cumplir 15 años, lo deseaba, podría casarse en un futuro con Erzsébet, que entonces tenía 10.

Los Nádasdy eran una familia de rancio abolengo que solía hospedar en su casa a prestigiosos artistas e intelectuales. En sus castillos se redactó, por ejemplo, la primera gramática húngara, y Tamás, futuro suegro de Erzsébet Báthory, era palatino. Es decir, el hombre de máxima confianza del rey Fernando I en Real Hungría. La reputación de la belleza y la inteligencia de la joven Báthory convencieron, y, según la costumbre, la condesa se trasladó a vivir con su futura familia al castillo de Sarvar.

Muy probablemente no le resultó fácil a Erzsébet aprender la gestión doméstica de las 20 haciendas de su nueva familia

Hoy sabemos que no es cierto que Erzsébet comenzara a matar como reacción a los conflictos con su tiránica suegra Ursula, como escribieron Penrose o McNally. Cuando Báthory se instaló en su nuevo hogar, la vieja señora poco podía importunarla, porque estaba muerta. Muy probablemente no le resultó fácil a Erzsébet aprender la gestión doméstica de las 20 haciendas de su nueva familia –que era lo que se esperaba de ella– sin nadie que la guiara.

Porque, a partir de los 10 años, los nobles iniciaban su formación especializada. Las chicas debían aprender a organizar castillos y negocios familiares. Más aún en una Hungría de maridos ausentes, debido a un estado continuo de guerra civil o batallas contra los turcos. Ferenc, por su parte, acudió a la corte para seguir los pasos de su padre. En el plano académico no tuvo mucho éxito; en entrenamiento militar era el primero de la clase. Volvió a casa con el rango de capitán, listo para contraer matrimonio.

 
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El historial médico del paciente Galdós: de la diabetes a la ceguera
Debo mis aproximaciones a la persona de Galdós al doctor Marañón, que le había conocido casi familiarmente siendo niño, en los veraneos en Santander


Foto: Fotografía de Galdós fallecido, de Victorio Macho


Fotografía de Galdós fallecido, de Victorio Macho



AUTOR
MARINO GÓMEZ-SANTOS
Contacta al autor
06/08/2020



Doña María Pérez Galdós, viuda de Verde, hija de Lorenza Cobián y de Benito Pérez Galdós, me recibió en su casa de Madrid, calle del Conde de Aranda,8. El piso, de primera época del barrio de Salamanca, era espacioso y de noble edificación. Doña María me recibió en un despacho decorado con muebles de familia burguesa y un buró vertical con bandejas que contenían obras manuscritas de su padre don Benito Pérez Galdós.
No sabría precisar los títulos de aquellas cuartillas atadas con balduque, en cuyos márgenes don Benito había dibujado cabecitas, peces y caracolas, con un virtuosismo de trazo propio de un gran dibujante, cuando el escritor aguardaba con la pluma y el ánimo suspensos, en invocación del adjetivo exacto, que Josep Plá aprovechaba para liar un cigarrillo.

Debo mis aproximaciones a la persona de Galdós al doctor Marañón, que le había conocido casi familiarmente siendo niño, en los veraneos en Santander por haber sido su padre el abogado de don Benito. En la biblioteca de la casa de Madrid conservaba don Gregorio una tablilla al óleo que representa la bahía de Santander y un dibujo del Pilar de Zaragoza, ambas obras de Galdós dedicadas “A don Manuel Marañón, su agradecido cliente…”.


Benito Pérez Galdós, nieto del escritor, solía comentar la ceguera de don Benito ocurrida “como consecuencia de dos operaciones de cataratas”. Lo cual me pareció inverosímil


En la librería Pérez Galdós de la calle Fuencarral, Benito Pérez Galdós, nieto del escritor, solía comentar la ceguera de don Benito ocurrida “como consecuencia de dos operaciones de cataratas”. Lo cual me pareció inverosímil, aún en tiempos de Galdós, cuando el postoperatorio aún resultando engorroso de una operación de cataratas no se moría nadie.


Diabetes y patologías oculares
Galdós era diabético—lo cual suponía un factor negativo--.Además, su organismo estaba afectado de una patología de gran complejidad que afectaba a los ojos de modo inexorable. Galdós ya trataba de ocultar su situación de la incipiente ceguera a los cuarenta años. Cuando Clarín le solicitó datos para una semblanza resolvió el trance con una evasiva: “Como usted ve, nada de esto merece que se le cuente al público; se lo digo por carecer de otras noticias de más valor, o porque las de verdadero interés son de un carácter privado y reservado, al menos por ahora y en algún tiempo” Es probable que en su respuesta incluía el problema de la ceguera y las incidencias de su vida amatoria que discurrían por el arroyo.

Autores diversos como Rafael de Mesa, Berkowitz y otros muchos, se han referido a la ceguera de Galdós con diversas versiones, pero hasta el monumental e imprescindible libro de Pedro Ortiz Armengol, 'Vida de Galdós', en 1995, no disponemos de un comentario más preciso de este hecho.

Hacia sus sesenta años, Galdós comenzó a tener dificultades con la vistadifíciles de conllevar que ocultó a su familia para seguir trabajando afanosamente, hasta que el “ojo clínico” del doctor Marañón, que seguía visitándole como entrañable amigo, alertó a su sobrino Hurtado de Mendoza de tan delicada circunstancia. El doctor Tolosa Latour, médico de cabecera, aconsejó la operación inmediata de las cataratas. Don Benito aún trató de prorrogar una situación que resultó insostenible en 1911. Don Manuel Márquez, catedrático de Oftalmología de la Universidad de Madrid, efectuó la operación en el domicilio, calle de Alberto Aguilera, del ilustre paciente. Refiere Ortíz Armengol que “el operador encontró al hacer la incisión, que el globo del ojo era muy grande, así como el cristalino, lo que no hizo posible la extracción completa, sino por partes”, quedando la catarata en posición que impedía ser extirpada en su totalidad.

Aunque el ojo izquierdo de Galdós estaba más en peligro de infección que de ceguera, continuó fumando tabaco fuerte, de hoja y se quitaba el vendaje


Se dijo entonces que el caso ocurre una vez entre mil. Aunque la oftalmología de la primera década del siglo XX tenía ciertas limitaciones, el doctor Márquez era un notable clínico, lo cual no siempre está implícito ser un gran cirujano. Parece que esa habilidad para el arte quirúrgico le asistía en mayor medida a su mujer, Trinidad Arroyo, notable oftalmóloga. Y aunque el ojo izquierdo de Galdós estaba más en peligro de infección que de ceguera, Galdós continuó fumando tabaco fuerte, de hoja y se quitaba el vendaje. Su situación generaba nuevos problemas: no soportaba la oscuridad, ni el aislamiento que le imponía su comunicación directa con sus amoríos mediante cartas, teniendo que supeditarse a la mediación de su criado Victoriano y del inefable Paco, que le servía de amanuense para continuar la obra en marcha.


Monumento en El Retiro
El dolor de sombríos pensamientos sería mitigado por la generosa intervención de Serafín Álvarez Quintero y el periodista Emiliano Ramírez Ángel, como promotores de un monumento a Galdós por suscripción popular, realizado por el escultor vanguardista Victorio Macho. Para su ejecución alquilaría este un estudio en el Paseo de Extremadura donde “el abuelo”, así llamado por el escultor, acudía a posar en su cochecito de caballos, llevado por el criado Paco. La última salida de don Benito fue para asistir a la inauguración de su estatua sedente en el parque del Retiro, en enero de 1919, donde recibió el gran homenaje de escritores y artistas, así como del pueblo de Madrid.



Galdós, sentado, en la inauguración de su estatua en El Retiro


Galdós, sentado, en la inauguración de su estatua en El Retiro



1920 se presentó aciago para el glorioso escritor, por la amenaza de la uremia y la presentación de una crisis cardiaca. Velaban al enfermo durante varias noches, su sobrino Hurtado de Mendoza y Rafaelita González, hija del torero Machaquito, ahijada de Galdós. Producida su muerte, llegaron de inmediato su hija doña María con su marido don Juan Verde, Victoriano Moreno, Mesa y pocos más. El doctor Marañón embalsamó a Galdós, ayudado por su ayudante Bonilla haciendo llamar a Victorio Macho para que hiciera la mascarilla, que no llega a hacer por respeto al maestro, aunque dibujó una cabeza del finado que al verlo Marañón comentó: ”Es un perfil asombroso. Todavía parece que don Benito tiene la oreja caliente.”

Lo recordaba Victorio Macho, emocionado, en su estudio de Toledo, mientras el doctor Marañón posaba para una estatuilla sedente.


 
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