Cuadernos de Historia

Así conquistó el Imperio español lo que hoy es Estados Unidos: la epopeya de Juan de Oñate
Juan de Oñate puso la primera piedra para el avance español sobre Texas, Nuevo México, Arizona, California y otras regiones estadounidenses



Detalle del cuadro conquista del Colorado, óleo de Augusto Ferrer-Dalmau


Detalle del cuadro conquista del Colorado, óleo de Augusto Ferrer-Dalmau



César Cervera
César Cervera 17/06/2020



La furia iconoclasta que ha seguido al movimiento Black Lives Matter contra las estatuas de personajes históricos tachados de racistas ha afectado a las representaciones de gente tan variopinta como Winston Churchill o el Rey belga Leopoldo II, poco acostumbrados a este tipo de controversias.

Los conquistadores españoles, empezando por Colón, tampoco se han librado en esta ocasión, entre otras cosas porque ellos nunca lo hacen. Juan de Oñate, que ya en 2007 protagonizo una polémica en torno a una estatua suya en El Paso (Texas), vuelve a estar en el epicentro de las acusaciones de genocida por parte de indigenistas radicales después de que un monumento suyo en Albuquerque, la principal ciudad de Nuevo México, se viera este lunes pintarrajeado y dañado.

Un hombre nacido en México
La conquista de México por Cortés precedió a una interminable lista de incursiones al interior de Norteamérica, entre ellas la que sirvió a Francisco Vázquez de Coronado para descubrir el Cañón del Colorado; sin embargo, pasaron muchas décadas hasta que se establecieran puestos de avanzada en un territorio denominado la «Gran Chichimeca» por los aztecas y otros pueblos sedentarios, que se veían a sí mismos como civilizados en comparación con la vida allí.

Bastante tenían los escasos castellanos con haber fundado asentamientos por toda Sudamérica, Centroamérica y México como para extenderse también al otro lado del Río Grande. Sin embargo, aquella frontera autoimpuesta se derrumbó en el siglo XVII. Juan de Oñate, un español nacido en México, asumió la tarea de establecer por primera vez asentamientos permanentes en lo que hoy es el sur de los Estados Unidos. Firme, temerario e incluso cruel, Oñate, el jinete, fundó en 1598 la ciudad de San Gabriel, hoy Nuevo México, en una tierra áspera que agradó a pocos de los colonos que le acompañaban.

La existencia de San Gabriel sería efímera, a causa de su pobreza y de la brutalidad de los indios pueblo. Aparte de los archiconocidos apaches y comanches, en el momento en el que Oñate se internó en el territorio que hoy ocupa Nuevo México la población nativa más importante era el grupo conocido como pueblo. La mayor parte de estas tribus se sintieron intimidadas por los caballeros de brillante armadura y accedieron a colaborar con los forasteros.

Un trampa mortal en Acoma
El afán de exploración internó a los españoles en las tierras de estas tribus. Confiado en lo fácil que estaba resultando someterlas, Oñate aceptó la invitación para subir a la que llamaban la aldea de las nubes a finales de octubre de 1598. Acoma o Hákuque (hoy al oeste de Alburquerque) estaba edificada por los indios queres en medio de una llanura rodeada de inmensos precipicios. Para alcanzar el asentamiento, que presumían inconquistable los indios, Oñate subió por una estrecha senda en las que un tropiezo suponía caer más de cien metros. La altura era un riesgo, pero más lo era que Oñate se acompañara de solo una decena de soldados, entre una hilera interminable de ojos indios inquietos, por mucho que Vázquez de Coronado hubiera sido recibido con gran hospitalidad medio siglo antes.

Tal vez porque olfateó el peligro, Oñate rehusó bajar a una cámara oscura en la sala del consejo de la aldea cuando así se lo pidió uno de los indios, Ninguno de los indios insistió en que bajara. Oñate se marchó de Acoma satisfecho de haber sometido a otra tribu a la autoridad real. Mientras se alejaba de la impresionante aldea en su caballo, valoraba la sencillez de su nueva conquista, sin ser consciente de que el mayor botín del día había sido conservar la vida. Los partidarios de un jefe indio llamado Zutucapán habían colocado una trampa para matar en esa sala a Oñate. Muerto su caudillo —creían con cierta candidez— que el resto de barbudos desandaría el camino por el que había venido. Coronado y Oñate se maravillaron con la aldea de las nubes.


Los siguientes españoles en poner pie allí arriba más bien sintieron terror. El 4 de diciembre de ese mismo año, Juan Zaldívar, sobrino de Oñate, se detuvo en Acoma para requisar harina cuando regresaba de explorar las llanuras del este. También él aceptó la invitación para subir a lo alto del valle. Mientras 14 de sus hombres se quedaban abajo vigilando los caballos, 16 españoles se dispersaron por las calles Acoma. De repente, el grito de guerra del jefe de la tribu activó contra los españoles una lluvia de flechas, cuchilladas, pedradas, golpes y todo lo que pudieron lanzarles los indios, niños, mujeres y ancianos incluidos.

Zaldívar y la mayor parte de sus hombres fueron masacrados en el ataque sorpresa. No así cinco soldados que se buscaron entre sí por las calles abriéndose paso a golpe de pólvora y de furia. Ya sin munición, los cinco usaron los mosquetes a modo de mazas para defenderse en un pequeño círculo formado al calor irregular de un sol de invierno.

Una resistencia que el transcurso de las horas haría insostenible. La superioridad numérica del enemigo, la gravedad de las heridas de algunos y la falta de un sendero por el que escapar a pie decantaron la opción más arriesgada. Con esa lógica tan aplastante y particular de los soldados de su época, los cinco determinaron que en la aldea de las nubes solo cabía volar, a lo que saltaron al vacío desde una altura de más de 40 metros.

Un salto de fe
Lo más insólito es que solo uno de los cinco perdió la vida en el salto, probablemente porque cayeron en una duna de arena. Los jinetes que permanecían abajo con los caballos acudieron espantados al observar la dantesca escena. Junto a sus compañeros, se hicieron fuertes en los riscos, donde permanecieron hasta que los heridos pudieran recuperarse. Su salida con vida de Acoma permitió avisar a Oñate y a las misiones de franciscanos aisladas de que estaba en curso un levantamiento de los indios pueblo.


Lo más insólito es que solo uno de los cinco perdió la vida en el salto, probablemente porque cayeron en una duna de arena.


Juan de Oñate respondió a la emboscada india con determinación, a pesar de que sus recursos humanos y militares eran casi irrisorios. El sargento mayor Vicente Zaldívar, hermano del fallecido, acudió con 60 hombres a asediar el inexpugnable asentamiento nativo, que estaba defendido por una fuerza de 500 indios entre queres y sus aliados navajos. En Europa una fortaleza de esa naturaleza, incluso cuando se trataba de defensas naturales, hubiera exigido un ejército al menos tan numeroso como el enemigo si no se quería entrar en un interminable cerco. No obstante, ni Acoma era un castillo europeo ni los indios pueblo iban a defenderse como normandos.



Monumento conmemorativo del paso de Juan de Oñate en el Río Norte


Monumento conmemorativo del paso de Juan de Oñate en el Río Norte



Los nativos hicieron acopio de alimentos y sus guerreros esperaron, como si se tratara de gárgolas en la montaña, a los europeos pintados de la cabeza a los pies de negro en lo alto de la aldea. Mientras los escasos hombres con armas de fuego realizaban un ataque de distracción en el norte, el 22 de enero de 1599 Zaldívar ordenó a doce españoles que escalaran la parte más afilada del talud en el norte para colocar en un saliente rocoso de la plataforma un pequeño cañón. El impacto de sus proyectiles destrozó las casas de adobe y madera como si fueran de cartón.

Desde esta posición los españoles pudieron improvisar un puente portátil con madera subida con cuerdas, a pesar de la constante lluvia de flechas y piedras. El grupo de asalto logró cruzar la pasarela hasta una zona que daba a las casas queres, y allí conquistaron calle a calle frente a un enemigo que les superaba diez a uno.

El incesante sonido de los tambores de guerra indios cesó de repente. Sin embargo, aún quedaba el grueso de Acoma por caer, lo que no sucedió hasta que el pequeño cañón fue tumbando, como bolos, las casas de los indios desde primera línea. Dos terceras partes de la aldea desaparecieron, hasta que cundió el pánico y fue el fin de su mundo.


Triste final de la Ciudad
El 24 de enero, muchos guerreros comenzaron a arrojarse al vacío al verse sin escapatoria. La medicina mágica de aquellos hombres blancos los hacía invencibles, estimaron, de modo que los ancianos de la tribu pidieron la rendición. Dado que la mayoría de los responsables del asesinato de su hermano habían perecido en el combate, Vicente Zaldívar no castigó con la muerte a ninguno de los queres rebeldes.

Las penas fueron igual de salvajes. Se condenó a todos los hombres y mujeres mayores de doce años a 20 años de servicio personal, una suerte de esclavitud, además de que a los guerreros se les cortó públicamente un pie. Los niños fueron entregados a los frailes para su educación, mientras que 60 niñas alimentaron los conventos de monjas de Ciudad de México, de manera que nunca más vieron a sus familias.

La rápida victoria, que costó dos muertos a los españoles, a pesar de la terrorífica desproporción de fuerzas, sirvió para pacificar al resto de tribus. En los siguientes años, ya sin Oñate, cesado con el cambio de reinado en España, se consolidó la presencia europea en Nuevo México y se trasladó la colonia a Santa Fe. San Gabriel murió para siempre, mientras Juan de Oñate se dedicó el resto de su vida a que la Corona le rehabilitara de las condenas por dureza excesiva con sus hombres y crueldad con los indios. Murió, ya anciano, en 1630, cuando ejercía el cargo de inspector de las Reales Minas.

 
80 ANIVERSARIO DE LA BATALLA DE FRANCIA
La hora en que el mundo tembló: la invasión nazi de Francia y el gran error alemán
El 14 de junio de 1940 el ejército nazi entró en una París desierta y acongojada



Foto: Hitler tras la toma alemana de París en 1940 posa con la Torre Eiffel a sus espaldas


Hitler tras la toma alemana de París en 1940 posa con la Torre Eiffel a sus espaldas



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JORDI COROMINAS I JULIÁN
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REINO UNIDO

23/06/2020



El 14 de junio de 1940 el ejército nazi entró en una París desierta y acongojada, con decenas de miles de sus ciudadanos perdidos en las carreteras de Francia en uno de los más tristes éxodos de la Historia del siglo XX. Era el trauma, la derrota y el fin de una esperanza cimentada en el sueño de la Tercera República, surgida de las cenizas del Imperio vencido tras el conflicto franco-prusiano de 1870-71, del que nuestro país vecino se resarció con el triunfo de 1918, vengativo e inapelable en la mesa de negociaciones. Todo empieza el 28 de junio de 1919. Para el mariscal Foch, uno de los grandes héroes de la recién terminada Primera Guerra Mundial, el Tratado de Versalles era un armisticio para los siguientes veinte años debido a su extrema dureza. Se equivocó por pocos días.

Ese toma y daca franco-germánico ha configurado la suerte del Viejo Mundo. Durante el periodo de entreguerras se establecieron las bases para repetir la eterna conflagración. Desde París se respiraba una cruel inseguridad, mientras en Berlín el maltrato sufrido en las cláusulas del Diktat empapaba la vida cotidiana, despedazada con la hiperinflación y el continuo tembleque hasta 1924 de la República de Weimar, más sólida tras el Plan Dawes, con sus créditos estadounidenses y el progresivo reconocimiento internacional hasta su ingreso en la Sociedad de las Naciones en 1926.
Entonces empezó una época de concordia entre ambos gigantes, simbolizada por la entente y la apuesta europeísta del dúo Briand-Stresemann, truncada en 1929 con la muerte del segundo y el estallido de la crisis económica mundial tras el crack otoñal de la bolsa neoyorquina.


Si quieres paz, prepárate para la guerra
Cuando acaece una tragedia los errores causantes de la misma se aprecian tras su eclosión. Para un idealista la Tercera República tiene algo de paraíso de meritocracia y progreso con su laicismo, educación obligatoria, gobiernos de quita y pon sin testas carismáticas y una habilidad bastante poco pulida a la hora de ocultar sus contradicciones, desde el caso Dreyfus hasta los escándalos de corrupción emulados generación tras generación, como si la clase política no supiera aprender de sus propios errores, un clásico imperecedero.

Durante los años veinte Francia optó por el pacifismo como axioma, algo muy criticado por varias escuelas de historiadores. Se ensalzaron los monumentos en los caídos, se aplaudieron los testimonios de la trinchera como muestras del horror y la educación aspiró a crear una sociedad contraria a las armas mientras se fortalecían las fronteras con Alemania con la, a priori, inexpugnable línea Maginot. La prueba más fehaciente del miedo al enemigo se materializó en 1923 con la ocupación de la cuenca del Ruhr para cobrarse con materias primas lo impagado monetariamente.




Soldados franceses en el Ruhr en 1923


Soldados franceses en el Ruhr en 1923



Alemania permanecía en una temerosa expectativa, desvanecida cuando el paro desenfrenado y el corte del grifo de dólares americanos relanzó el populismo, capó los formulismos democráticos y avivó la llama del revanchismo, culminado con el ascenso al poder de Adolf Hitler en enero de 1933. A partir de ese momento la partida tomó otro viraje. Francia se tiñó de odio entre semejantes y esterilidad para librarse del contexto y sus circunstancias. El país padecía un problema demográfico de primera magnitud y sus líderes cayeron en la retórica de enfrentamiento civil. Desde la mirada lejana los triunfos de la jornada de cuarenta horas y las dos semanas de vacaciones son un paso adelante para toda la Humanidad, pero las medidas del Frente Popular francés llegaban justo cuando los nazis decretaban el servicio militar obligatorio. Unos empuñaban libros y otros acero desde un crecimiento desacomplejado y un optimismo hacia el mañana bien untado por la propaganda del pensamiento único e indiscutible.

Las medidas francesas llegaban justo cuando los nazis decretaban el servicio militar obligatorio: unos empuñaban libros y otros acero


Los síntomas de la derrota invadían el cielo. Francia se escudaba en el miraje de su ejército, el mejor del planeta sobre al papel pese a la astracanada de teorizar sobre la excelencia del caballo para cualquier batalla en 1935, cuando sus oponentes pensaban en tanques y en acciones veloces para desballestar a sus rivales.

En 1936 Hitler reocupó Renania. En 1938 violó una de las cláusulas de Versalles al anexionar Austria al Reich. La penúltima puntilla fue el pacto de Múnich, con las democracias occidentales, sin contar a nuestra abandonada República, se bajaron los pantalones por puro pavor ante los dos dictadores fascistas. Esta cesión sin contrapartida era otra palada hacia una tumba futura, confirmada el primero de septiembre de 1939, cuando la Wehrmacht, tranquila por el reciente pacto germano-soviético del 23 de agosto del mismo año, se lanzó a por Polonia, sorprendiendo a propios y extraños con su Blitzkrieg, guerra relámpago de insultante modernidad.


La guerra de broma
Francia e Inglaterra debieron aprovechar los meses de calma en el frente occidental, y sin embargo sólo se atrevieron a realizar tímidas incursiones en los dominios de Hitler, retirándose como si sólo quisieran sacar pecho con un yo estoy aquí más bien patético. Este ridículo sólo afianzaba la ambición del Führer, desatado y con su mente obcecada por el anhelo de atacar cuanto antes mejor para forzar al frágil Reino Unido del Premier Neville Chamberlain, inmerso en una doble agonía política y vital, a una negociación para cerrar las hostilidades. Planificó más de veinte fechas para la gran ofensiva, todas ellas vacilantes para su alto mando, y al final el Plan Amarillo, 'Fall Gelb', se orquestó para el 10 de mayo de 1940, conservándose en secreto sus directrices hasta pocas horas antes del gran envite.

El Benelux se derritió en un santiamén y la armada francesa cometió el error de acudir en ayuda de los belgas


El mes anterior la alianza franco-británica, estigmatizada en su fuero interno por su apego defensivo, quiso purgar su apocamiento plantando cara en Narvik, Noruega, con el fin de cortar ese punto crucial para el suministro de las minas de hierro. Los tres duelos, decantados en su conjunto a favor de la esvástica, no amilanaron el optimismo hitleriano, y cuando el 10 de mayo explotó el infierno en la tierra su impacto fue inesperado por veloz. El Benelux se derritió en un santiamén y la armada francesa cometió el error de acudir en ayuda de los belgas al imaginar que sus fronteras, como en la Primera Guerra Mundial, serían trascendentales para la suerte de la Batalla de Francia.





'El gran delirio: Hitler, drogas, III Reich' - (Crítica)


'El gran delirio: Hitler, drogas, III Reich' - (Crítica)




Esta, como todas las de la Segunda Guerra Mundial, queda en la memoria como una retahíla de tópicos. En 'El gran Delirio' (Crítica), Ohler Norman atribuye parte de la fulgurante ofensiva de la Wehrmacht al contraste entre los efectos del Pervitin nazi y el vino galo. Puede ser. Sin embargo, las carencias de los soldados capitaneados por el arrogante general Gamelin eran estructurales y anquilosados al usar, como bien esgrimió William L. Shirer en su monumental 'Auge y caída del Tercer Reich' (Booket), tácticas de la Gran Guerra en una situación inédita, con los alemanes encaramados en la celeridad de sus tanques, el uso de la aviación y unos métodos insuperables a la vanguardia del arte bélico, más mordientes si cabe por la inferioridad técnica y estratégica del adversario.

El 15 de mayo, día de la capitulación holandesa, sólo un batallón francés separaba a la Wehrmacht de tomar París. La leyenda nos dibuja, sin errar, a Rommel desatado, pletórico con su división fantasma de panzers, cortando comunicaciones, dificultando el suministro aliado y maravillando a Hitler por su osadía, no tanto al gobierno francés de Paul Reynaud, una casa de los líos sin rumbo con el plus de mentir cuando mascó el desastre y no supo ni pudo reaccionar para evitarlo.

El gran error alemán y la caída francesa
Reynaud, un hombre digno, no era como el nuevo primer ministro británico, Winston Churchill, a quien le llegó su mejor hora cuando el mundo se hundía. Sus arengas a sus homólogos al otro lado del Canal de poco o nada sirvieron, no así el único episodio redentor de toda la debacle, narrado con prepotencia y demasiado patriotismo por Christoper Nolan en 'Dunkerque', filme notable con sobredosis de refinamiento en vez de explicar con didactismo, nadie se lo critica, esas jornadas de incertidumbre en el puerto donde los nazis y la Luftwaffe de Hermann Göring dilapidaron una oportunidad de oro para finiquitar todas las posibilidades de resurrección Aliadas.




'Dunkerque'
'

Dunkerque'



El reembarque heroico depositó en el último bastión de la democracia europea a casi todo el contingente británico y a decenas de miles de combatientes franceses, y no por ello debemos rememorarlos como mediocres en su cometido. Se batieron en medio de un caos agravado por las rencillas internas, la desbandada de la ciudadanía, con muchos funcionarios republicanos uniéndose a la millonaria estampida, y el drama intestino en el gobierno, a la fuga hacia Tours para dejar París como ciudad abierta para, a continuación, recalar en Burdeos, donde se consumó la traición perpetrada por los partidarios del Armisticio. El mariscal Philippe Pétain, emblema de 1918, asumió el cargo de primer ministro, y si su nombre evocaba un pasado glorioso ahora convertía su apellido en santo y seña de la bandera blanca desde su senilidad y odio a todos los significados positivos del republicanismo.

El 16 de junio, con Churchill empeñado en una unión nacional franco-británica, todos los fantasmas aparecieron en la sala. La paz no sería plácida. Algunos senadores y parlamentarios escaparon al norte de África para continuar la resistencia. Otros, como De Gaulle, escritor de su propia epopeya, fueron a Londres, mientras las cancillerías negociaban una serie de puntos innegociables, pues Hitler quería devolver la moneda de Versalles, y para ello hizo trasladar el vagón donde se firmó el Armisticio de noviembre de 1918 al mismo lugar donde se escenificó lo que consideraba no una derrota militar, sino una puñalada por la espalda.


El 16 de junio, con Churchill empeñado en una unión nacional franco-británica, todos los fantasmas aparecieron en la sala


Antes de ese 22 de junio de 1940, auténtica apoteosis de la Alemania Nazi, Pétain y los suyos vislumbraron un porvenir aún más negro si el tratado concedía a Italia, en guerra contra Francia y el Reino Unido desde el 10 de junio con absoluto oportunismo, injustas ventajas. Habría un gobierno francés en una zona libre, mientras la zona ocupada hasta el cese de los combates formaría parte íntegra del Reich, con París como víctima propiciatoria para contentar a Goebbels y su ansía de fulminar el domino cultural francés en Europa, no sin antes servir para esa foto corrosiva de Hitler en el Trocadero, con la torre Eiffel al fondo. Las fábricas debían permanecer intactas. Pétain recibió la medalla de Vichy, colaboracionista y ufana al mutar Libertad, Igualdad y Fraternidad por Trabajo, Familia y Patria. Sólo quedaba el Imperio Británico. El 3 de julio de 1940 la armada de Su Majestad arremetió contra la flota francesa atracada en el puerto argelino de Mers el-Kebir. De Gaulle se enfureció. Churchill, quien lo consideraba su gran cruz, se justificó porque esos acorazados pertenecían al Eje. La última letra de la partitura estaba por escribir.

 
La indestructible Reina Habsburgo que casi hereda España en vez de los Borbones
Sin imperio, sin aliados fiables ni buenos consejeros, María Teresa reformó por completo el Ejército austriaco y se enfrentó a las grandes potencias de su entorno en una lucha que cambió Europa



María Teresa sosteniendo una máscara (1744), por Martin van Meytens.


María Teresa sosteniendo una máscara (1744), por Martin van Meytens.



César Cervera
César CerveraSEGUIRActualizado:23/06/2020



Lo mejor que se puede decir de María Teresa como Monarca es que todas las instituciones que creó y todas las decisiones que tomó tuvieron un largo recorrido en el tiempo, algunas hasta la desaparición del Imperio austrohúngaro. Lo cual no es moco de pavo... A este mujer de hierro, pero de costumbres sencillas, la subestimaron demasiadas veces los reyes de su época y demasiadas veces sus enemigos perdieron la apuesta frente a su astudia y su carácter irrompible.

El padre de María Teresa, Carlos VI, el famoso archiduque de aspiró a la Corona española, fue educado para reinar en la Península ibérica y durante años conservó muchas de las costumbres hispánicas en un homenaje al que pudo ser su destino. No obstante, de su experiencia en la Guerra de Sucesión también volvió a Viena con un mal juicio sobre las razones por las que no acabó sentado en el trono. Convencido de que había perdido en los despachos lo que había ganado en los campos de batalla, el Emperador descuidó el mantenimiento de su ejército y apostó por resolver la mayoría de sus problemas por la vía diplomática, lo que, en ese siglo tan complejo, a veces suponía recorrer el camino más largo y enrevesado.


La maldición de su padre
Irónicamente el Rey que avivó la Guerra de Sucesión en Españatendría la suya propia en Austria debido a la falta de descendencia masculina. De los cuatro hijos que Carlos tuvo con su esposa Isabel Cristina de Brunswick-Wolfenbüttel, solo le sobrevivieron dos hijas. La condición de mujer de María Teresa impedía que en el futuro ostentara la dignidad imperial y obligó a buscar una solución para que, al menos como arquiduquesa, mantuviera el cetro en las posesiones propiamente Habsburgo.

La parte final del reinado de Carlos estuvo ocupada en intentar asegurarse vía diplomática el reconocimiento de su hija como heredera de los territorios Habsburgo y en lograr el nombramiento como «Rey de los romanos» (título que se daba al aspirante a emperador del Sacro Imperio Germánico) del marido de esta, Francisco Esteban de Lorena, lo que era una forma intermedia de que al menos la corona imperial quedara en casa. Los gasto en sobornos y concesiones que debió desembolsar Carlos para obtener este compromiso fue en detrimento de la inversión en sus fuerzas militares.



María Teresa, con sus hermanas María Ana y María Amalia junto a sus padres, por Martin van Meytens.


María Teresa, con sus hermanas María Ana y María Amalia junto a sus padres, por Martin van Meytens.



Una vez muerto Carlos, sin un ejército (apenas contaba con 30.000 hombres) en condiciones para presionar al resto de potencias, pocos de los países que se habían comprometido a apoyar la Pragmática Sanción secundaron a María Teresa. Como hienas, viejos rivales, nuevas potencias y olvidadizos aliados se lanzaron a obtener un trozo del pastel que, así creían, permanecía sin vigilancia en la ventana. La inexperta María Teresa, de 23 años, renunció a seguir los consejos de los hombres de su fallecido padre, que le reclamaban que cediera lo máximo para salvar aunque fuera una parte, y se lanzó a una guerra simultánea contra varias potencias con una hacienda prácticamente en la bancarrota.

Como relata el historiador Richard Bassett en el libro «Por Dios y por el káiser» (Desperta Ferro, 2018), durante esa crisis que a punto estuvo de destruir el imperio Habsburgo «María Teresa iba a revelarse como la monarca más brillante del siglo XVIII. Pese a su conservadurismo personal, fue una innovadora y modernizadora sin prejuicios que dejó su marca en todas las áreas de sus reinos. después de su reinado, no habría una sola institución económica, administrativa, de salud pública, legal, educativa o militar en Austria, o incluso en Europa Central, que no tuviera sus raíces de algún modo en su enérgico afán reformista».


Una lucha por la supervivencia Habsburgo
El primer obstáculo al que debió enfrentarse la pareja de monarcas fue al desafío de Carlos Alberto de Baviera, primo de María Teresa y su vecino más cercano, que se postuló para ser elegido Emperador del Sacro Imperio germánico con el apoyo de Francia y el de los electores de Colonia y el Palatinado.

El título imperial seguía siendo en pleno siglo XVIII de carácter electivo, pero la poderosa familia Habsburgo había conseguido desde hace varios siglos monopolizar una dignidad que era más simbólica que efectiva. En realidad, las distintas partes del territorio germano actuaban de forma autónoma como, de hecho, demostró el dirigente bávaro al postularse como Emperador de espaldas a María Teresa.


El mismo día que Carlos Alberto de Baviera fue elegido Emperador del Sacro Imperio, los reforzados ejércitos de María Teresa ocuparon la capital bávara e incendiaron su palacio

Sin imperio, sin aliados fiables ni buenos consejeros, María Teresabuscó ayuda en una parte de las posesiones Habsburgo hasta entonces descuidada que, en los siguientes siglos, jugaría un papel fundamental en la configuración del renovado imperio. Gracias a su fortaleza y tenacidad, la dirigente se ganó la estima de la nobleza húngara y, con ello, logró ser coronada Rey de Hungría (la Constitución de este territorio no reconocía Reinas) durante una impresionante ceremonia en la que María Teresa ascendió a lomos de un caballo, ataviada el manto de San Esteban y con la corona de la cruz torcida, hasta el Monte Real de Presburgo a jurar que defendería este reino de sus enemigos. Hungría le dio así a María Teresa no solo prestigio y una corona, sino el apoyo de su célebre caballería frente a las numerosas guerras que tenía por librar.

La venganza de María Teresa no se hizo de esperar. El mismo día que Carlos Alberto de Baviera fue elegido Emperador del Sacro Imperio, los reforzados ejércitos de María Teresa ocuparon la capital bávara e incendiaron el palacio del Monarca. El mensaje era claro: tardara lo que tardara, ya fuera Praga, la dignidad imperial o los territorios italianos que España había ocupado aprovechando el caos, María Teresa pretendía reclamar sí o sí todas sus herencias.

Federico II de Prusia, que ha pasado a la historia por su brillantez militar a pesar de sus numerosas derrotas, cayó también en el error de pensar que el imperio Habsburgo podía ser despedazado ahora que lo reinaba una mujer. El prusiano solía reírse de Francisco Esteban por entregarse a la caza, «feliz de dejar sus reinos, como si fuera una taberna, en manos de su esposa». Solo a finales de su reinado, cuando era evidente que María Teresa era un hueso duro de roer, al que se le podía vencer muchas veces en batalla pero jamás en una guerra, el prusiano admitió que guerrear contra ella era como «morir mil veces al día».




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Una vez ganado algo de terreno, la Reina reformó prácticamente todas los aspectos de las armas austriacas hasta lograr que fuera la propia existencia de Prusia, Baviera y el resto de sus enemigos la que acabara puesta en duda. La llamada Guerra de Sucesión austriaca, que según algunos autores costó más de cinco millones de vidas por todo el globo, demostró que la Reina no era ninguna «víctima pasiva», sino una «Mater Castrorum» que había convertido un ejército manirroto en un duro competidor.

María Teresa, que era una excelente jinete como demostró en Hungría, supervisó en persona cada modificación en las tácticas y uniformes de su ejército. «En cuanto a lo de que la caballería dispare desde la silla, no lo tomo muy en serio», comentó en uno de sus muchas anotaciones. La minuciosidad de la Monarca se materializó en la creación de instituciones para mejorar la formación de los oficiales. Siguiendo el ejemplo del Collegium Theresianum, pensado para que los nobles se formaran como administradores y funcionarios civiles, creó en 1751 la Academia Militar pensada más como campo de adiestramiento que como una escuela de élite al estilo británico o francés.


El mundo a sus pies
La meritocracia jugaba un papel importante en el ascenso militar que estableció María Teresa. Además, como reconocimiento al gran número de realidades que formaban su imperio exigió en esta academia que todos los oficiales hablaran con fluidez como mínimo cuatro idiomas: alemán, checo, francés e italiano.

Otra importante contribución de la Reina para reformar su ejército fue en lo referido a la asistencia sanitaria, de completa anarquía hasta entonces. Un grupo de médicos ilustrados, entre ellos su facultativo personal, Gerard van Swieten, reconstruyó por completo no solo el sistema médico militar, sino también la Facultad de Medicina de la Universidad de Viena, lo que dio origen a una reputación mundial durante siglos.



María Teresa en 1762, por Jean-Étienne Liotard.


María Teresa en 1762, por Jean-Étienne Liotard.



Pero más allá de cuestiones militares y brillantes movimientos diplomáticos (sustituyó a su tradicional aliado, Inglaterra, por su más acérrimo rival, Francia), María Teresa supo rodearse degrandes ministros y asesores ilustrados que la ayudaron a modernizar el derecho penal, abolir la tortura, derogar la servidumbre feudal de los campesinos, impulsar la industria, el comercio y a iniciar una profunda reforma educativa. Que fuera capaz de sacar adelante todas estas mejoras, a la vez que sostenía una guerra por la propia existencia de su imperio, la elevan a una de las mejores monarcas de todos los tiempos.

Frente al cinismo de Federico y otros ilustrado que veían la política como un juego de espejos, María Teresa mostró a lo largo de su reinado que era una persona de palabra, con principios fuertemente católicos a la que le gustaba presumir de que «si quieres impedir que intente hacer el bien, antes tendrás que matarme». «Por mi parte, no me gusta nada que me suene a ironía. Nadie mejora jamás con ella [...] creo que es incompatible con el amor hacia los demás», aseguraba en una indirecta muy directa hacia su hijo José II, antítesis de su madre y un gran admirador de las malas artes de Federico II.

Para asegurarse de que las siguientes generaciones de la dinastía no tuvieran problemas de descendencia como su antecesor, María Teresa y Francisco Esteban, el cual finalmente obtuvo la dignidad imperial tras la renuncia bávara, concibieron dieciséis hijos pues, según los palabras de ella: «Una nunca tiene bastante. En este asunto soy insaciable». En todo trató la Reina de alcanzar la perfección.


 
Los 10 mejores libros de historia recién publicados: pestes, mitos, romanos...
La Historia universal está llena de pandemias. También de grandes personajes y otros mafiosos. De guerras y enfrentamientos. También podría ser un resumen de este 2020


Foto: La peste en Londres de 1665, en el lienzo 'Le chevalier Roze déblayant la Tourette au plus fort de la peste', de Michel Serre (1658-1733).


La peste en Londres de 1665, en el lienzo 'Le chevalier Roze déblayant la Tourette au plus fort de la peste', de Michel Serre (1658-1733).



AUTOR
PAULA CORROTO
Contacta al autor
25/06/2020



La Historia universal está llena de pandemias como el cólera que asoló Londres en 1854 o la gran peste negra, que también arrasó esta ciudad entre 1665 y 1666. La Historia está repleta de grandes personajes y otros ignominiosos que han cambiado el rumbo, como los emperadores romanos y todas las mafias que se movieron entre ánforas y cortinajes. Ha ocurrido en todas las cortes, también en la española, a lo largo de los siglos.

La Historia también está llena de luchadores, como las feministas que ya empezaron en el siglo XVIII, con la Ilustración, a plantearse que las cosas debían mejorar bastante. La Historia se nutre de guerras y enfrentamientos, unos verbales y dialécticos y otros que acaban directamente en una cámara de gas. La Historia, como todos sabemos, no es igual cuando la miramos y debatimos desde el presente, y siempre surgen confusiones de términos y contradicciones. La Historia como un pasado que siempre está vivo (de ahí su grandeza y su lastre). Aquí traemos algunos títulos publicados en estos meses de 2020 sobre estos temas.



1. 'El mapa fantasma' - Steven Johnson

'El mapa fantasma'.


'El mapa fantasma'.


En 1854 se desató una epidemia decólera en Londres. La ciudad, cada vez más industrial y con notorios problemas de higiene, sufrió la enfermedad y la muerte. No era tan raro entonces en las ciudades, que no tenían sistemas de alcantarillado ni de limpieza como ahora. Y las viviendas tampoco estaban preparadas (eso sin contar el hacinamiento). En fin, un universo perfecto para virus y bacterias. El libro cuenta cómo se expandió la enfermedad y cómo el anestesista doctor John Snow y el clérigo Henry Whitehead la derrotaron mediante una combinación de conocimiento local, investigación científica y elaboración de mapas. Es decir, el rastreo, que es más o menos el sistema que (exceptuando las vacunas) seguimos usando hoy.

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2. 'La historia olvidada del liberalismo: desde la antigua Roma hasta el siglo XXI' - Helena Rosenblatt



'La historia olvidada del liberalismo'


'La historia olvidada del liberalismo'

Helena Rosenblatt es profesora de Historia en la Universidad de Nueva York y ha escrito este libro en el que desgrana la historia del liberalismo y el concepto en sí, que ha dado muchas vueltas y se ha colocado en distintos lugares. La historiadora defiende que el liberalismo no es la ultradefensa de los valores individuales tan propulsada por EEUU, sino que esta idea llegó después de la II Guerra Mundial. El liberalismo también es la creencia en un gran Gobierno democrático. Sin embargo, la confusión todavía continúa.

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3. 'Vestigios' - Santiago Muñoz Machado


'Vestigios'.


'Vestigios'.

En pleno debate sobre el significado de las estatuas y otros símbolos, es interesarse acercarse a este libro del actual director de la Real Academia Española en el que analiza el simbolismo político de las reliquias de mártires, santos, reyes y personajes célebres, las reacciones históricas contra el coleccionismo y la continuidad de algunos cultos civiles hasta la actualidad. En total, son 11 ensayos que indagan sobre las relaciones entre los individuos y el poder, en escenarios de opresión, de pobreza y de libertad. Un recorrido por nuestras creencias, valores, símbolos, los comportamientos de la sociedad y las instituciones.

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4. 'Los Benjamin: una familia alemana' - Uwe Karsten Heye


'Los Benjamin'.


'Los Benjamin'.

Esta es la historia de una familia alemana -que tampoco fue una familia cualquiera- pero también es la Historia del siglo XX en Europa. Walter, Georg y Dora son los tres hermanos Benjamin, pertenecientes a una familia judía burguesa, intelectuales —uno era escritor, el otro médico y la otra socióloga— y apasionados a los que les tocó lo peor del siglo XX: el nacionalsocialismo. Como se sabe Walter acabó suicidándose. Pero la familia continuó y Hilde, la mujer de Georg, acabó como ministra de Justicia en la RDA persiguiendo a nazis mientras que su hijo Michael se ocupó de la memoria familiar, que es la memoria de un país dividido durante casi todo el siglo pasado.

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5. 'Los europeos' - Orlando Figes


'Los europeos'.


'Los europeos'.

De Europa también trata este libro del historiador Figes. En concreto, de cómo se produjo la primera unión de los europeos, que llegó a través de las artes, la humanidades y el ferrocarril en el siglo XIX. Gracias a estas comunicaciones, a principios del siglo XX todo el mundo leía los mismos libros, se escuchaba la misma música… Casi como ahora (con la excepción del cine, que no se había inventado). Y hubo los primeros artistas superfamosos en toda Europa, como Dickens, Flaubert, Victor Hugo, Dostoievski, Chopin, Brahms o Delacroix. Y de ahí venimos, aunque luego se estropeara con las guerras.

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6. 'Galdós. Una biografía' - Yolanda Arencibia


'Galdós. Una biogafría'.


'Galdós. Una biogafría'.

El centenario de la muerte deBenito Pérez Galdós continúa con esta ambiciosa biografía escrita por la profesora Yolanda Arencibia, ganadora del Premio Comillas de Biografías. Este libro hace un recorrido por su vida y obra, pero a la vez es una Historia de España, ya que contextualiza al escritor en su época a finales del XIX y principios del XX. Un hombre que abrazó el republicanismo moderado durante la Restauración y que luego evolucionó hacia posiciones más radicales e impulsó discursos feministas y socialistas, tal y como sucedía con el país, lo que le valió la crítica acerada de los reaccionarios, que están en todas las épocas de la Humanidad. Galdós fue un representante de la España más liberal y progresista, y eso no gustó a todos.

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7. 'Feminismos europeos' - Karen Offen


'Feminismos europeos'.


'Feminismos europeos'.

Se reedita ahora esta obra de esta historiadora de la Universidad de Stanford que aborda la lucha de las mujeres y de los hombres en Europa para acabar con el pensamiento masculino estructural dominante que impedía a las mujeres votar, entre otras cosas. Así, parte desde la Ilustración hasta nuestra era —en total, unos 250 años de Historia— para comentar cómo los feminismos históricos tienen mucho más que ofrecernos que meras paradojas lógicas y contradicciones, que tienen mucho más que ver con la política sexual que con la filosofía.

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8. 'Rubicón' - Tom Holland


'Rubicón'.
'

Rubicón'.

No hay año sin un gran libro sobre el Imperio romano. En este caso, se trata de una reedición de Ático que no debe pasar desapercibida, puesto que Holland es uno de los mejores conocedores del mundo clásico. Y aquí cuenta la historia que más pasión sigue despertando hoy: cómo se enfrentaron personajes de la talla de César, Pompeyo, Craso, Cicerón. Cómo conspiraron y acabaron cargándose la República para traer el Imperio, con instituciones mucho más mermadas ante el poder del emperador. En este libro se observa cómo los movimientos mafiosos no son de antes de ayer, y cómo se organizaban fiestas (con más intereses que otra cosa). Los sablazos de la política ya estaban todos aquí

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9. 'Calomarde'- Sergio del Molino


'Calomarde'.


'Calomarde'.

Francisco Tadeo Calomarde no es hoy un personaje demasiado conocido, pero fue uno de los que movieron la política en la sombra en la época de Fernando VII. Era el hacedor de las cloacas del Estadode entonces. Y fue ministro, claro. De Gracia y Justicia, como se decía en el XIX. Fue un hijo de labradores que medró en la Corte gracias, en parte, a casarse con la hija del médico de Godoy, que era el valido de Carlos IV. Hay ascensores que siempre han funcionado, así que, a partir de ahí, como la espuma. También jugó bien sus cartas. Cuando cayeron Godoy y Carlos IV se separó de su mujer y se arrimó a los más absolutistas y reaccionarios, que fueron los que acabaron ganando frente a liberales y afrancesados. Fernando VII reinó y él se había colocado en el lado correcto. Más, en este libro de Sergio del Molino.

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10. 'Lenin. Una biografía' - Victor Sebestyen


Cuando se cumplen 150 años del nacimiento de Vladimir Ilich Ulianov 'Lenin', Victor Sebestyen publica esta biografía que se basa en fuentes primarias inéditas para recrear la vida del revolucionario. Pero este libro es algo más, ya que ahonda en otras cuestiones mucho más humanas de este personaje, Como que tenía explosivos ataques de ira, que era un enamorado de la naturaleza y que mantuvo una relación a tres con su mujer, Nadezhda Krúpskaya, y otra camarada bolchevique, Inessa Armand. Este libro se convierte en un retrato de la Revolución rusa y lo que pasó después con la Unión Soviética, pero a la vez es una enorme inmersión en los aspectos humanos de su líder.

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La peste emocional y la pandemia fascista
La reedición del ensayo de Wilhelm Reich sobre los movimientos totalitarios recupera la figura de un pensador maldito para los biempensantes



JUAN LUIS CEBRIÁN
27 JUN 2020



Discurso de Hitler en el congreso del partido nazi de 1936 en Núremberg. rn


Discurso de Hitler en el congreso del partido nazi de 1936 en Núremberg. GETTY IMAGES


Contrariamente a lo que el análisis tradicional sugiere, “fascismo no es sino la expresión políticamente organizada de la estructura del carácter del hombre medio, una estructura que no está ligada ni a determinadas razas o naciones ni a determinados partidos, sino que es general e internacional”. Este es el resumen, en sus propias palabras, de la tesis que Wilhelm Reich expuso en su Psicología de masas del fascismo, un libro fundamental para entender la naturaleza del movimiento nazi que no ahorra críticas a la deriva, a su juicio igualmente fascista, del comunismo soviético. La reedición de la obra, casi un siglo después de que fuera escrita y 40 años más tarde de su primera traducción al castellano, sirve para recuperar la memoria de un pensador maldito para todos los biempensantes pero que fue reivindicada, una década después de su muerte, por los jóvenes protagonistas de Mayo del 68.

En conversaciones con profesionales nacidos en los años setenta he comprobado que la huella de Reich, muy profunda en la generación que entonces ocupó las universidades de media Europa reclamando un cambio sustancial del orden establecido, es hoy casi inexistente para quienes ocupan los principales centros de poder y decisión. Gran parte de ellos desconocen sus teorías sobre la economía sexual, el orgón como principio energético, y la influencia de la inhibición y la represión genital en la conformación de la sociedad autoritaria. El tiempo no ha pasado en balde, claro está, y cuando se explica semejante tesis no son frecuentes las airadas reacciones que en su tiempo suscitaron, pero abundan las sonrisas irónicas y aun los comentarios sarcásticos sobre quien es tildado nuevamente de científico loco, sin atender al significado último de su pensamiento al margen los errores y extravagancias en que acabó incurriendo.



La peste emocional y la pandemia fascista


Nacido en el Imperio Austrohúngaro en el seno de una familia judía, Wilhelm Reich fue discípulo temprano de Sigmund Freud, de quien se distanció al tiempo de hacerlo también de la práctica del psicoanálisis clásico. Primero socialdemócrata decepcionado, más tarde comunista expulsado del partido, se exilió en los países nórdicos antes de recalar en Estados Unidos, donde murió en la cárcel condenado por desacato a la autoridad después de que la Administración Federal de Medicamentos se incautara de sus activos, quemara sus libros y apuntes científicos y le acusara de fraude sanitario como si de un vulgar curandero se tratara. En dicha operación el Gobierno americano se incautó además de cientos de ejemplares de una máquina de su invención, el orgonon o acumulador de orgones, y prohibió su venta.

Reich consideraba que “la energía específicamente biológica es el orgón, unidad de medida de la energía cósmica vital”. En el libro explica que la represión sexual es la base de la familia patriarcal, mitificada por la Iglesia y las religiones en general, pero también por otras ideologías políticas que sustentan al Estado. En su opinión, “las inhibiciones y el debilitamiento de la sexualidad”, singularmente en el caso de niños y jóvenes, “constituyen los presupuestos más importantes para la existencia de la familia autoritaria”, núcleo esencial en el que se apoya el poder de los Estados. La angustia religiosa y el sentimiento de culpabilidad que se genera entre quienes traspasan los límites de la decencia convencional no hacen sino potenciar los sentimientos y las emociones del mundo familiar. Estas permean las masas, no solo en el caso de la pequeña burguesía, sino también en el de la clase obrera.

La expansión de esa especie de peste emocional es utilizada por el caudillo de turno en busca del apoyo popular a su figura, deificada y admirada sin racionalidad alguna. En ese sentido, no es la superestructura política ni el poder dictatorial lo que adoctrina a las masas sobre las características del fascismo, sino que las masas mismas son responsables iniciales del movimiento que luego terminará por organizarse como partido político. La falta de libertad sexual es la causa y origen de la ausencia de libertad en general, asumida interiormente por los individuos debido al carácter estructural del autoritarismo que el Estado representa. Eso explica entre otras cosas que muchos integrantes de la clase obrera se sumaran a las filas del nacionalsocialismo. Menciona el ejemplo de “la sumisión de la mujer, aunque sea comunista, a la ropa decente de los domingos” que, junto con otras aparentes menudencias que se convierten en crónicas, tiene en ella una influencia reaccionaria mayor que la de los panfletos y proclamas de la revolución. Por todo ello la lucha contra la represión sexual debe ser “parte del combate total de los explotados contra los explotadores”,

Wilhelm Reich escribió más de una treintena de libros, algunos de gran éxito como La lucha sexual de los jóvenes o La función del orgasmo, del que publicó dos versiones complementarias con una diferencia de 20 años entre ambas. Fueron enormemente populares entre la juventud en los años sesenta del pasado siglo, cuando una auténtica revolución sexual se produjo en Occidente, animada además por el descubrimiento y distribución en masa de la píldora anticonceptiva, cuya reputación subió de tono gracias a las encíclicas papales que la condenaron. El libertarismo que Reich preconizaba reivindicó el derecho al placer y alimentó el movimiento feminista, que convirtió el sujetador en un símbolo de la opresión sexual. Como reclamo de una vida en armonía con la naturaleza, que alejara al hombre del animal sádico y mecanicista en que se había convertido desde su reprimida infancia, propuso también una democracia del trabajo que no se derivara de ideologías políticas o proposiciones demagógicas. “La democracia del trabajo natural”, escribe, “no es un programa político; es una función redescubierta biosociológica, natural y básica de la sociedad”. Son frecuentes también sus ataques a politicastros y demagogos, en expresiones que mucho recuerdan algunos de los comentarios de esta hora.

La edición actual se basa en la traducción del original al inglés y en la que hizo del alemán al castellano Roberto Bein en 1980, y ha sido validada por el Wilhelm Reich Infant Trust. En la portada luce el símbolo del orgón, que resume la unión del cuerpo (soma) y la psique. Hoy día se vende como abalorio y seña de identidad de la ciencia de la energía vital. En Internet he encontrado además anuncios de acumuladores de orgones que se comercializan por encima de los 5.000 dólares. Junto a institutos y fundaciones científicas que cuidan su legado, abundan chamarileros y mercaderes que lo rentabilizan. Él creía que el siglo XX podía marcar el comienzo de una era social libre de política. Los hechos demuestran cuán errado estaba y hasta qué punto la peste emocional origen de los fascismos emponzoña hoy día el ejercicio de la democracia.






Psicología de masas del fascismo
Wilhelm Reich
Traducción de Alfredo Bein
Enclave de Libros, 2020

502 páginas. 25 euros
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Los 10 mejores libros de historia de Roma antigua y la caída del Imperio romano
No hay mito, leyenda y realidad más apasionantes que las que trenzaron los antiguos romanos



Foto: La caída del Imperio romano (Thomas Cole, 1836)


La caída del Imperio romano (Thomas Cole, 1836)



AUTOR
DANIEL ARJONA
Contacta al autor
@elarjonauta
29/06/2020



"Los hunos se abalanzaron sobre los alanos, los alanos sobre los godos y los taifalos, los godos y los taifalos sobre los romanos. Y esto aún no ha terminado". Así se lamentaba el obispo Ambrosio de Milán, posteriormente santo y padre de la Iglesia, en el año 387 d.C., tras la desastrosa derrota del ejército romano en Adrianópolis en la que el propio emperador Valente cayó muerto en combate a manos de los godos tervingios comandados por Fritigerno. No había terminado, no, el Imperio aún lograría resistir un siglo pese a las constantes invasiones bárbaras que en el 410 llegarían a saquear la propia Roma pero su suerte estaba echada. Un milenio de historiacontemplaba estos penúltimos compases desde la mítica fundación de la monarquía en el 753 a.C., el nacimiento de la República en el 510 a.C. y la forja del Imperio por Augusto en los primeros años de la era cristiana. Una historia tan compleja como apasionante que nunca ha dejado de tener una fiel legión de lectores.

La bibliografía de la Antigua Roma es inabarcable. A continuación seleccionamos una combinación de los mejores clásicos y los más recientes estudios que han cambiado nuestra visión de más de mil años de historia, desde la República a la polémica caída del Imperio que tantas discusiones enconadas ha suscitado entre todos aquellos historiadores que le han prestado atención.


1. 'Historia de Roma'- Indro Montanelli


'Historia de Roma'


'Historia de Roma'


Casi siete décadas han transcurrido desde su publicación original en italiano en 1952 y este libro de Indro Montanelli conserva toda su frescura y su oportunidad como mejor introducción a la Historia toda de la Roma Antigua. Montanelli no fue historiador sino periodista, un plumilla legendario que ponía en práctica todo su conocimiento y talento —y también las trampas del oficio— para "instruir deleitando". Su libro está desactualizado en numerosos aspectos pero también se devora solo y es altamente recomendable como la mejor literatura de evasión veraniega. Si usted es de los que no se fijaba en cómo se les veía el reloj a los legionarios de los 'peplum' de Hollywood al alzar el brazo al grito de 'Ave, César', empiece por aquí que se lo va a pasar pipa. Y continúe después con el resto.


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2. 'SPQR'. Una historia de la Antigua Roma' - Mary Beard



'SPQR'


'SPQR'

No hace falta presentar a Mary Beard, ¿verdad? La profesora del mundo clásico de Cambridge es una fuerza de la naturaleza, una historiadora avasalladora, una presencia intelectual de primer orden en los medios de comunicación de su país, una feminista sin condiciones y, en fin, la autora de alguno de los mejores libros sobre Roma que puedan leer. 'SPQR' es tal vez su obra más célebre, no es muy extensa y es un librazo. Cómo escribió en El Confidencial González Férriz, "Si temen el aburrimiento en este verano que parece el fin de una civilización, piensen en su obra, escrita o audiovisual, como un entretenimiento instructivo. Quizá no les quitará el calor, pero descubrirán lo que pensaban sobre el estatus, el s*x*, la comida, el poder, la higiene o, si me lo permiten, cagar, nuestros viejos desconocidos, los romanos".

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3. 'Rubicón: auge y caída de la República romana' - Tom Holland


'Rubicón'


'Rubicón'

El espídico británico Tom Hollandes el divulgador de Historia más peliculero —en el buen sentido— y divertido de la actualidad, todo un 'experto' en transformaciones que se ocupó en el pasado de cruces de caminos fundamentales como las guerras médicas, la crisis del año mil, la irrupción del cristianismo o, como en este libro, del advenimiento de César, la disolución de la República romana y los primeros redobles del Imperio. Atención al arranque: "10 de enero del año 705 desde la fundación de Roma, el 49 antes del nacimiento de Cristo. Hacía mucho rato que el sol se había puesto tras los Apeninos. Los soldados de la decimotercera legión aguardaban en la oscuridad, en perfecta formación y en orden de marcha. Aunque la noche era fría, estaban acostumbrados a los sufrimientos. Durante ocho años habían seguido al gobernador de la Galia de una sangrienta campaña a otra, a través de la nieve y del abrasador verano, hasta los mismísimos confines de la Tierra. Ahora, tras regresar de las tierras salvajes del norte, estaban dispuestos a cruzar una frontera muy diferente. Frente a ellos fluía un pequeño arroyo".

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4. 'César: la biografía definitiva' - Adrian Goldsworthy


'César'


'César'

¿Otro historiador británico? No será el último y este es bueno. Muy bueno. Explica Adrian Goldsworthyque "la historia de julio César posee un intenso dramatismo que ha fascinado a generación tras generación: atrajo la atención de Shakespeare y Bernard Shaw, entre otros muchos novelistas y guionistas. César fue uno de los generales más capaces de todos los tiempos y dejó relatos de sus propias campañas cuya calidad literaria raramente —tal vez nunca— ha sido superada. Al mismo tiempo fue un político y hombre de Estado que, más adelante, asumió el cargo supremo de la República romana y se convirtió en un monarca de facto, aunque nunca llegó a adoptar el apelativo de rey. César no fue un dirigente cruel y mostró clemencia ante sus enemigos derrotados. Sin embargo, acabó muriendo apuñalado como resultado de una conspiración liderada por dos hombres que habían sido indultados por él y en la que también participaron algunos de sus propios partidarios".

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5. 'La revolución romana' - Ronald Syme


'La revolución romana'


'La revolución romana'

Atentos. No solo es que este libro de Ronald Syme revolucionara la historiografía en torno al primer emperador de Roma sino que además su edición española, descatalogada hace ya muchos años, vuelve a reeditarse esta mismísima semana. Publicado originalmente en 1939, 'La revolución romana' es ya un clásico de referencia en el que la imponente figura de Augusto se aborda desde las radicales transformaciones políticas y sociales que tuvieron lugar bajo su naciente Imperio y cuyo resumen es el abrupto traspaso del poder del puñado de familias aristócratas que lo habían detentado hasta entonces a manos de los nuevos héroes militares. De lectura indispensable.

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6. 'Vida de los doce césares' - Suetonio


'Vida de los doce césares'


'Vida de los doce césares'

Suetonio quizás no sea el más grande historiador de la Roma Antigua pero sí el que tuvo mayor influencia en la cultura de los siglos venideros, de Shakespeare aRobert Graves. También es el más entretenido. Su famosísima 'Vida de los Doce Césares', concluida alrededor del año 121 a.C. es un desparrame de chismes morbosos y anécdotas estrafalarias acerca de los once primeros emperadores de Roma, de Augusto a Domiciano, a los que añadió en primer lugar a Julio César. Y la edición que aquí recomendamos es, por supuesto, la de Gredos, la mejor Biblioteca en español de las grandes obras grecolatinas.

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7. 'Los emperadores de Roma' - David Potter


'Los emperadores de Roma'


'Los emperadores de Roma'

"Uno reveló ser un matricida, otro se dedicó a luchar como gladiador. Dos ejercieron de filósofos e incluso hay uno al que la iglesia ortodoxa tiene por santo y rinde veneración. Tan diversas personalidades comparten una circunstancia: la de ser emperadores romanos. Es ta versión 'actualizada' de la obra clásica de Suetonio a manos del estadounidense David Potter, autor también es una estupenda biografía de Constantino, persigue las andanzas, con ritmo y encomiable capacidad de síntesis hasta el último de los emperadores, un pobre chaval llamado Rómulo Augústulo depuesto en el 476 d.C. por Odoacro, el jefe de la tribu germánica de los hérulos.

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8. 'Historia de la decadencia y caída del Imperio romano' - Edward Gibbon


'Decadencia y caída del Imperio Romano'


'Decadencia y caída del Imperio Romano'

Una tarde de octubre de 1764, un joven viajero llamado Edward Gibbon "se sentó meditabundo entre las ruinas del Capitolio" y, abrumado por la curiosidad, la imaginación y la nostalgia, tomó la decisión de escribir la historia de la 'Decadencia y caída del Imperio romano', una ardua empresa que le llevaría décadas y acabaría dando a la imprenta no solo una obra histórica de incontestable magnitud sino también una de las mejores prosas inglesas de todos los tiempos. ¿El culpable? ¡El cristianismo, claro! No en vano el propio Gibbon había vivido una traumática conversión juvenil al catolicismo para repudiarlo más tarde y regresar a su anglicismo natal. Una conclusión que hoy nadie se toma muy en serio pero que no es impedimento para disfrutar de esta maravilla. Mejor leer sus cuatro libros en inglés, claro, pero, de no ser posible, la traducción recomendable es la más reciente en dos tomos de José Sánchez de León en Atalanta, más actual que la decimonónica de Turner pero también polémica al cercenar parte de las sabrosas notas al pie del británico. En fin, una está solo en papel y la otra, inencontrable ya en el formato habitual, solo en digital. Elijan.

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9. 'Emperadores y bárbaros'. Peter Heather


'Emperadores y bárbaros'


'Emperadores y bárbaros'

No podemos recomendarles como nos gustaría la espléndida 'La caída del Imperio romano', de Peter Heather porque desgraciadamente su descatalogada edición española apenas puede adquirirse en librería de viejo a precio de oro pero esta segunda parte de su trilogía sobre los últimos días imperiales es también excelente —como la tercera, 'La restauración de Roma'—. Heather es tan provocador como ameno, salta del detalle a la gran historia sin fundidos en negro y no puede resistirse a hacer un buen chiste de vez en cuando. El resultado no puede ser mejor.

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10. 'Constantinopla, 1453. El último gran asedio' - Roger Crowley


No, Roma no cayó en el siglo V de nuestra era sino en 1453 cuando los sorprendentemente poderosos cañones de Mehmed II logran abrir una brecha en los ciclópeos mundos de la que fuera capital oriental del Imperio que había resistido un asedio detrás de otroa lo largo de mil años. Esta serie puede discutirse pero es literalmente cierta. Y el mejor libro sobre aquel último gran asedio que cambió el mundo para siempre es esta emocionante y bien documentada narración de Roger Crowley.

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Así luchaban los temidos jinetes mongoles, el imperio que doblegó a China y al mundo árabe
Al contrario de la idea extendida, los mongoles no avanzaban sin ton ni son, sino planeando al detalle cada campaña e investigando previamente las características de su enemigo. La guerra psicológica era su especialidad


César Cervera
César Cervera
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03/07/2020



¡La mayor felicidad en la vida humana es vencer a los enemigos y perseguirlos! ¡Cabalgar sus caballos y quitarles todo lo que poseen! ¡Hacer que vean, bañados en lágrimas, los rostros de los seres que les fueron queridos y estrechar los brazos a sus mujeres e hijas!», afirmó en cierta ocasión Genghis Khan, el Hijo del Cielo, el caudillo mongol que declaró la guerra a las ciudades, lugares habitadas, según él, por seres humanos débiles y mediocres.

A pesar de la obsesión por ver en el choque entre Occidente y Oriente el gran motor de la historia, la realidad es que otras fuerzas centrífugas llevan los mismos siglos colisionando con misma y hasta superior intensidad. El norte contra el sur y, sobre todo, la periferia contra el centro. En definitiva, el mundo nómada contra las ciudades. En la mejor tradición de las hordas de jinetes venidas del centro de Asia, Genghis Khan protagonizó en el siglo XII una gran incursión contra China, el mundo árabe y Europa oriental, que hizo temblar el planeta y dejó en segundo plano eventos que, como las cruzadas, se estudian hoy al detalle.

Más inteligencia que brutalidad
Los jinetes que el Hijo del Cielo condujo a la batalla eran completamente distintos a los habitantes de las ciudades. Nunca se hartaban de la guerra o anhelaban asentarse en un lugar fijo. Si bien lo normal era que estas tribus se desangraran en guerras locales, Genghis Khan logró unificar a los pueblos mongoles y canalizar su furia para conquistar el mundo conocido. Su ejército llegó a estar formado por más de medio millón de hombres y contaba con un cuerpo de oficiales, con amplia experiencia, extraído casi en exclusiva de los mongoles-koko.




Retrato idealizado de Genghis Khan


Retrato idealizado de Genghis Khan



Ya que el cielo me ha destinado a reinar sobre todos los pueblos, ordeno que del tuman [una unidad social y militar compuesta por unos 10.000 hombres], de las divisiones de mil hombres y de las centurias, se elijan cien mil hombres para mi guardia personal. Esos hombres, que siempre estarán cerca de mí, tienen que ser altos, fuertes y hábiles, y deberán ser hijos de jefes, dignatarios o guerreros libres», dispuso Gengis Kan como método para formar una guardia de élite y, a la vez, asegurarse la fidelidad de los distintos caudillos, temerosos de que si no obedecían sus hijos podían sufrir las consecuencias. El Khan creó así una nobleza fiel a su persona y una infinita cantera de oficiales y funcionarios para su enorme imperio.

Al contrario de la idea extendida, los mongoles no avanzaban sin ton ni son, sino planeando al detalle cada campaña e investigando previamente las características de su enemigo. Su red de informantes y sus mensajeros, «las flechas», a los que estaba terminantemente prohibido retrasar, marcaban la diferencia en sus guerras. Mientras sus enemigos, al menos en los primeros cincuenta años de su rápida expansión, apenas sabían algo concreto de las hordas mongolas, los generales mongoles conocían las debilidades y puntos fuertes de sus presas, sus enemigos y sus aliados, sus desavenencias internas… Eso explica, en parte, cómo pudieron destruir sin apenas dificultad reinos que, como Hungría, habían soportado todo tipo de incursiones sin romperse nunca.


La guerra relámpago en la Edad Media
Los mongoles aplicaban a conciencia una estrategia de terror. Atacaban distintas partes del país enemigo y buscaban sacar provecho a la debilidad de la mayoría de estados medievales. Los mongoles, acostumbrados a moverse a gran velocidad por estepas eternas, podían atacar sin descanso, desde puntos muy distantes y pareciendo que eran más de los que eran en verdad.

Un comerciante que logró huir de Buchara, ciudad musulmana arrasada en 1219, relató el horror que arrastraba la horda con una sencillez heladora: «Vinieron, incendiaron, asesinaron, saquearon y se fueron». De ciudades que contaban con más de un millón de personas no quedó «perro ni gato con vida», pues únicamente artistas, artesanos y mujeres jóvenes se salvaban de la muerte a cambio de una vida de esclavitud. Los mongoles acostumbraban a asolar por completo las ciudades enemigas, transformarlas en desiertos ricas provincias y no dudaba para ello en matar a todo ser viviente que no les fuera de utilidad.

El gran número de caballos que acompañaba a cada jinete, entre tres y cuatro, hacía que tuvieran siempre refresco a tiempo y, a nivel visual, les hacía aparentar más efectivos de los que realmente eran. El hecho de que ellos y sus caballos, de una raza de pequeño tamaño, eran de naturaleza enjuta pero fibrosa hacía que pudieran sobrevivir largos periodos comiendo pocas provisiones. La leche de sus propias yeguasles permitía alimentarse en el curso de los combates y, en situaciones de necesidad extrema, los mongoles podían beber la sangre de sus caballos sin que éstos murieran. El guerrero mongol estaba demasiado acostumbrado a la vida nómada como para percibir las privaciones de la guerra.

«Vinieron, incendiaron, asesinaron, saquearon y se fueron»


El arma principal de los mongoles era, sin duda, el arco compuesto, superior en efectividad a los arcos occidentales de la época. Cada guerrero llevaba consigo dos arcos, uno para distancias largas y otro para distancias cortas, y varias decenas de flechas con distintos tipos de punta. Su pericia disparando a galope, valiéndose de los estribos que las tribus nómadas manejaban con maestría, les permitía que ni siquiera montados perdieran efectividad sus arcos. Como arma secundaria, usaban una lanza de 3,5 metros y solían ir armados también con sables, hachas de mano y mazas, aunque evitaban en lo posible el combate cuerpo a cuerpo.


Comparativa entre la extensión del Imperio mongol en el siglo XIII y la localización actual


Comparativa entre la extensión del Imperio mongol en el siglo XIII y la localización actual



A unas habilidades innatas en el manejo del arco a caballo, Gengis Khan añadió entre sus filas una disciplina que acostumbró a estos guerreros a realizar maniobras cerradas y a buscar siempre los flancos enemigos hasta introducirse como una cuña en el centro. Las emboscadas, las huidas fingidas y todo tipo de maniobras de engaño desesperaban a los ejércitos más convencionales, cuya infantería y caballería pesada no estaban preparados para aquel grado de velocidad. El Hijo del Cielo recorrió en cuatro años más de veinte mil kilómetros y se enfrentó prácticamente en todas sus batallas a tropas que le superaban en número.


Un imperio militarizado
La pericia como jinetes en campo abierto no le iba a la zaga de la capacidad destructiva de los mongoles en los asedios, donde contaban con máquinas de guerra procedentes de China, Persia y el mundo árabe. Precisamente de sus tropiezos contra la China de la dinastía Song aprendieron la importancia de dominar todos los aspectos del combate. Entre las primeras lecciones que recibían los oficiales mongoles estaba el uso de escaleras de asalto y de sacos de arena, así como la confección y empleo de gigantescos escudos para acercarse a las fortalezas. Cada tribu estaba encargada de fabricar el material de asedio, que era guardado en arsenales especiales bajo protección y solo era distribuido cuando empezaba la campaña.

El imperio de Gengis Kan, que inició una edad de oro a nivel cultural para China y abrió el comercio en Asia de punta a punta, se cimentó en importantes reformas y mezcló la brutalidad militar de las tribus nómadas con la cultura milenaria de los territorios conquistados. Como narra Michael Prawdin en su clásico libro «Gengis Kan y sus sucesores: Apogeo y decadencia del Imperio mongol», el Hijo del Cielo organizó a nivel legal, a través de la Yassa, una sociedad tribal totalmente militarizada y regida por un estricto código de conducta, donde el robo de ganado se pagaba con la muerte y la guerra lo dictaba todo. Los mismos que conducían a los guerreros en campaña se encargaban de dirigir e impartir luego justicia en su tribu.

Cualquier hombre desde los 15 a los 60 años estaba obligado a servir en la lucha


Cualquier hombre desde los 15 a los 60 años estaba obligado a servir en la lucha, mientras las mujeres gozaron de derechos inéditos en el resto de Asia para gestionar el patrimonio familiar y contribuir, a su modo, a las futuras campañas. La esposa debía cuidar de que las botas, las calzas y el material de guerra estuviera listo para que su marido pudiera cabalgar en cualquier momento. Asegurar las provisiones en invierno era algo fundamental. Con leche de vaca, que hervida y guardada en bolsas de piel de cordero nunca enranciaba, fabricaban grandes cantidades de manteca y de otros productos resistentes al paso de las estaciones.

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Morbus gothorum: el misterioso mal que condenó a los reyes visigodos de Hispania a la destrucción
Durante dos siglos, los asesinatos fueron habituales en la monarquía visigótica; tanto, que Gregorio de Tours acuñó un término para referirse a ellas



Manuel P. Villatoro

Manuel P. Villatoro
30/06/2020

Líbrenos quien nos tenga que librar de extender la Leyenda Negra que tanto mal ha hecho a nuestro país; pero consiga también que no caigamos en aquello del tropiezo doble con el mismo pedrusco. Sin llegar a replicar la falacia que un escocido Amadeo de Saboya musitó antes de marcharse por la puerta de atrás («Si fueran extranjeros los enemigos de España... pero son todos españoles»), sí es palpable que, en no pocas ocasiones a lo largo de la historia, hemos sido maestros en el innoble arte de las guerrillas internas. Valga como ejemplo el término «Morbus gothorum», acuñado para referirse a los recurrentes asesinatos que, durante la era visigótica, se sucedieron en la corte para deponer monarcas que habían logrado el trono por elección de sus nobles (una tradición de los pueblos germánicos).



Alarico I


Alarico I




Vayan por delante los datos, capaces siempre de alumbrar las tinieblas. De entre los 33 y 35 reyes visigodos (en efecto, todavía existe discrepancia entre los autores sobre cuáles deben incluirse en la famosa lista desaparecida ya de las escuelas), once de ellos fueron asesinados, uno envenenado y tres derrocados y obligados a abandonar el trono por las bravas. La peor de las etapas se sucedió entre principios y mediados del siglo VI, en el alumbramiento del Reino de Toledo. Fue en ese período cuando hasta cinco monarcas dejaron este mundo por culpa de un complot urdido contra su persona. A saber: Gasaleico, Amalarico, Teudis, Teudiselo y Agila I.

Fue también en esos años, allá por el 548, cuando el obispo Gregorio de Tours acuñó el concepto «Morbus Gothorum» (el mal de los godos) y dijo aquello de que «los godos habían adquirido la perversa costumbre de asesinar por la espalda a los reyes que no les complacían, sustituyéndolos por otros de su agrado». Aunque tan real como esto, y en descargo de los antepasados que pisaron nuestras tierras, es también que autores como el hispanista Roger Collins han equiparado este concepto a una suerte de broma macabra del religioso y han insistido en que los asesinatos no se extendieron más allá del siglo VII. Según explica el inglés en «La conquista árabe, 710-797», entre los años 642 y 710 las sucesiones fueron tranquilas y sin derramamiento de sangre.


Turbios inicios
En defensa de nuestra Hispania habría que decir también que los visigodos no adquirieron estas costumbres en la Península, sino que ya las traían consigo desde el centro Europa. La historia de este pueblo, una suerte de rama de los godos, nació a finales del siglo IV, aunque entró por la puerta grande en los libros en el 410, cuando Alarico Iestremeció al viejo continente al conquistar y saquear Roma. Basta con leer la carta enviada por el sacerdote y monje Jerónimo dos años después para entender cómo afectó este suceso a los intelectuales del momento:


«Oh Dios, los paganos se han hecho con tu herencia; han profanado tu sagrado templo […] La antigua ciudad que durante muchos cientos de años gobernó el mundo se desmorona».


Desde allí, los visigodos se establecieron en el sur de la Galia (a la postre, en Tolosa) tras negociar su marcha con el ya renqueante Imperio romano. A través de esta región accedieron al norte de Hispania poco a poco, sin prisa pero sin pausa, a costa de los pueblos afincados en la Península. Aunque no fue Alarico el guía de sus súbditos durante esta nueva aventura, pues falleció por causas naturales el mismo 410, sino Ataúlfo, su primo y cuñado. Y fue él también quien tuvo el triste honor de iniciar la tradición del «Morbus gothorum» cuando, cinco años después, fue asesinado por un sirviente a golpe de puñaladas mientras se hallaba en sus caballerizas de Barcelona. La razón se desconoce, pero se baraja un complot urdido por una facción enemiga o, incluso, por la misma Ciudad Eterna.



Sigerico


Sigerico


Su muerte supuso el estallido del «mal godo». No ya por el asesinato en sí, sino porque el siguiente en la lista de monarcas, Sigerico, acabó a sangre fría con la vida de los seis hijos de Ataúlfo para garantizarse su ascenso al trono. Por si fuera poco, mancilló el honor de la esposa de su predecesor, Gala Placidia, también hermana del emperador de Roma, Honorio. El nuevo líder, contrario al Imperio, no tuvo piedad con la viuda y la obligó a caminar más de 15 kilómetros delante de su jamelgo con varias esclavas más. Otras fuentes son partidarias de que, además, la violó.

Dice el refrán que, quien a hierro mata, a hierro muere, y eso fue lo que le ocurrió a Sigerico. Siguiente protagonista de la turbia lista del «Morbus gothorum», reinó solo durante siete días, tras los cuales fue asesinado por los partidarios de Ataúlfo. Tal y como confirma el Catedrático en Historia Antigua Luis Agustín García Moreno en un dossier sobre este personaje elaborado para la Real Academia de la Historia, es más que probable que los instigadores del regicidio fuesen generales locales vinculados de una u otra forma a Honorio. El siguiente noble en hacerse con el trono, Walia, rompió la tradición de los asesinatos, aunque no se han logrado esclarecer todavía las causas de su fallecimiento...


Más asesinatos
Después del largo reinado de Teodorico, muerto en la batalla de los Campos Cataláunicos en el 451 mientras se enfrentaba a los temibles hunos, el «Morbus gothorum» volvió a golpear a este pueblo mientras estaba a los mandos de Turismundo. A pesar de que fue uno de los primeros arquitectos de la expansión del reino visigodo, sus recelos y su separación del decadente Imperio romano provocaron que el general Falvio Aecio, encargado de la defensa de la Ciudad Eterna, llegara a un acuerdo con sus hermanos para asesinarle. Tras haber perseguido a Atila y haber puesto en jaque la ciudad de Arlens, falleció asfixiado en el año 453 por sus propios familiares después de haberse sentado con ellos en una larga cena.



Batalla de los Campos Catalaúnicos


Batalla de los Campos Catalaúnicos



El siguiente en llegar hasta la poltrona fue Teodrico II, hermano del fallecido y uno de sus asesinos. Algo habitual durante el período del «Morbus gothorum». El flamante monarca pagó su deuda con Roma sirviendo con sus ejércitos al Imperio en las Galias y en Hispania. Al menos sobre el papel, ya que, en realidad, la expedición que encabezó hacia la Península con su gigantesco ejército en el 456 fue orquestada bajo sus propios intereses en el territorio. La jugada le salió más que bien, pues, a pesar de las fricciones iniciales con varios gobernantes de la «urbs», se estableció por estos lares con el beneplácito de sus superiores. Sin embargo, su fulgurante ascenso se vio truncado cuando uno de sus hermanos, Eurico, le asesinó en el año 466.

La llegada de Eurico supuso un paréntesis en el «Morbus gothorum». Ni puñales, ni venenos. Este monarca falleció de manera natural en el 484 tras haber tenido el honor de vislumbrar la destrucción del Imperio romano. Aunque con él comenzaron unas nuevas tensiones hasta entonces enterradas bajo otros tantos problemas y conjuras: las diferencias religiosas entre la mayor parte de sus súbditos (católicos) y la clase alta y regente (que profesaban el arrianismo).

El relevo se lo tomó su vástago, Alarico II, quien se dejó la vida enfrentándose a los francos en el 507. Su fallecimiento fue también determinante, pues con él se marcharon la mayoría de las posesiones que los visigodos mantenían en el sur de Francia. A partir de entonces, por tanto, este pueblo quedó limitado a nuestra Península Ibérica, lo que supuso la fundación del futuro Reino de Toledo.


Tiempos sangrientos
Gesaleico, obligado a retirarse con su pueblo hasta Hispania ante el avance enemigo, fue el siguiente en ascender al trono. No murió en una conjura, pero sí de forma cruel mientras abandonaba una batalla en el 511.

Fue su sucesor, el ostrogodo Amalarico, quien inauguró el período más cruento del «Morbus gothorum». Según explica Fernando Mora en su concienzudo análisis «Morbus Gothorum, ambición y poder en el reino visigodo», dejó este mundo en Barcelona, mientras huía de los francos con parte del tesoro real. El puñal que le quitó la vida en el 531 fue el de un agente de sus enemigos con el beneplácito de parte de sus oficiales y de uno de sus principales generales: Teudis.

Como cabía esperar, fue Teudis el que asió el trono tras ser elegido por los altos oficiales del ejército. Para ser sinceros, no se le puede negar su buen hacer como monarca. Más bien lo contrario, pues consiguió detener el avance de los francos por el norte, cortó las alas a la poderosa aristocracia hispanorromana afincada en el sur y contuvo la invasión de Hispania protagonizada por el emperador bizantino Justiniano. Por si fuera poco, inició una centralización del reino alrededor de Toledo que, a la postre, marcó un hito en la historia de España. Por desgracia para él, una nueva conspiración, urdida presuntamente por facciones contrarias y protagonizada por un hombre que fingió estar loco, acabó con su vida en el 548. Fue la enésima víctima del «Morbo gothorum».



Agila I


Agila I



Teudiselo le cogió el testigo, aunque no supo replicar su bien hacer como líder. De hecho, cronistas como Isidoro de Sevilla recuerdan que el nuevo rey mancilló el honor de las esposas de muchos personajes poderosos al obligarlas a prostituirse de forma pública con un doble objetivo: humillarlas y ganar dinero para su tesoro particular. Aunque existen una infinidad de interpretaciones sobre este hecho, la realidad es que este tipo de comportamientos hicieron que se orquestara una conjura contra él por parte de la nobleza local. El asesinato se llevó a cabo, al parecer, mientras se celebraba una cena en su palacio andaluz. También se baraja la posibilidad de que participara en el mismo el que fue, poco después, su sucesor: Agila.


Agila I ascendió al trono en el año 549 tras ser votado por sus principales generales. El que se convertiría en la última víctima de la etapa más sangrienta del «Morbus gothorum» se vio obligado a hacer frente desde el principio a revueltas internas en el seno de la nobleza goda. Algo que, para su contrariedad, supo aprovechar a la perfección Bizancio. Su principal enemigo fue Atangildo, a quien Justiniano ayudó de forma esporádica con la intención de debilitar el reino de Toledo y poder extenderse a lo largo y ancho de la Península. El monarca resistió, sí, aunque no tardó en caer víctima de una daga. «Los nobles godos que apoyaban a Agila optaron por asesinarle en su cuartel general de Mérida en marzo del 555, reconociendo como rey a Atanagildo y uniendo sus fuerzas en la común lucha contra los imperiales», añade García Moreno.



Batalla del Río Guadalete


Batalla del Río Guadalete



Con su muerte se puso punto y seguido al tiempo más prolífico en lo que a regicidios visigodos se refiere. Sin embargo, los asesinatos continuaron años después. Así, a principios del siglo XVII fue asesinado Liuva II en una traición organizada por Witerico. Este, a su vez, fue el último monarca visigodo en fallecer víctima del «Morbus gothorum» (al menos, de forma oficial). Su asesinato se produjo en el 610, cuando su propia facción nobiliaria le quitó la vida durante un banquete celebrado en su honor.

Aunque existen otras tantas defunciones turbias entre los visigodos, estas son las que, en la actualidad, podemos demostrar en base a los textos de la época. Todas ellas, parte de un curioso y peligroso juego de tronos que terminó en el 711 cuando, durante la batalla del Río Guadalete, los invasores musulmanes provocaron la caída definitiva de Don Rodrigo. El resto, como se suele decir, es historia.

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«Felipe V fue capaz de reinar a pesar de que por momentos se creía una rana o que estaba muerto»
César Cervera, periodista de ABC, analiza en su nuevo libro el lado más personal de los monarcas de esta dinastía


Felipe V, proclamado rey de España

Felipe V, proclamado rey de España




Manuel P. Villatoro
Manuel P. Villatoro
08/07/2020




El 1 de noviembre de 1700 supuso el punto final para la dinastía Habsburgo en España cuando, a las puertas de la navidad, el hechizado Carlos II exhaló su último aliento antes de abandonar este mundo sin haber engendrado heredero. Las palabras que dedicó a los presentes antes de abrazar a la Parca resumieron una vida entera llena de achaques, dolencias y enfermedades: «Me duele todo». Testamento mediante, el sucesor elegido fue Felipe V, nieto del todopoderoso Rey Sol (Luis XIV de Francia) y el encargado de inaugurar en nuestro país el reinado de los Borbones; linaje que, de los Pirineos para abajo, unió el territorio y, doscientos años después, tuvo que hacer frente a una pandemia tan letal como el Coronavirus: la mal llamada Gripe Española.



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Hasta aquí, la versión que nos han repetido en las aulas. Cierta, nadie lo niega; pero también incompleta al no asomarse a la trastienda de la corte y olvidarse, en definitiva, del lado más personal de los monarcas.



Por eso, «Los Borbones y sus locuras» (La Esfera), el tercer ensayo del periodista de ABC César Cervera, supone una revolución en el mundo de la divulgación histórica. Porque, sin dejar escapar los grandes hitos que rodearon a los monarcas que reinaron en España desde la muerte del enfermizo Carlos II hasta la proclamación de la Segunda República, consigue mostrar también al lector su lado más desconocido y personal. Desde los males mentales que atormentaron a Felipe V, hasta el amor por el baile de Fernando VI o los secretos de alcoba de Carlos III.


Enfermos, pero eficientes
Al igual que la historia de los Borbones en España, Cervera arranca su narración con Felipe V; un joven de 16 años que supo acometer la famosa guerra de sucesión y logró vertebrar las diferentes regiones del país a pesar de sufrir unas dolencias (entonces llamadas «vapores melancólicos») que habrían acabado con la vida política de cualquier dirigente de la época.

«Tenía fama de ser muy impulsivo y hasta agresivo, pero eso solo era una pequeña parte de los síntomas derivados de un síndrome bipolar que le llevaba a alternar períodos de depresión con otros de euforia. Aquello le hizo desarrollar gran dependencia hacia sus esposas», afirma el autor a ABC. No separarse jamás de ellas hizo que los cortesanos extendieran la leyenda de que estaba obsesionado con las relaciones de alcoba. «No fue así. Adoraba a su primera mujer, María Luisa de Saboya, y durmió con ella hasta el final por cariño a pesar de que estaba muy enferma».

Luis I, el siguiente inquilino del trono, tampoco tuvo una tarea sencilla. Además de verse obligado a superar su timidez natural, se enfrentó a una reina extravagante famosa por recibir a algún que otro dignatario a golpe de eructos, por recorrer los jardines de palacio ligera de ropa y por comer hasta vomitar. «El comportamiento de Luisa Isabel era el resultado de una educación muy descuidada en Francia y de graves carencias afectivas. Todo ello se tradujo en una serie de locuras que sonrojaron a Luis I y a sus padres. Al final, la encerraron durante algún tiempo en el Alcázar, hasta que juró que cambiaría su actitud», desvela Cervera.



Cervera, junto a su segunda obra


Cervera, junto a su segunda obra



Aunque Luis no padeció los temibles «vapores melancólicos», a su hermanastro y futuro sucesor, Carlos III, le angustiaron durante toda su vida. «Se obsesionó con cazar y hacer deporte para evitar las enfermedades y no desarrollar adicciones. La realidad es que ni siquiera eran actividades que le gustaran», sentencia el periodista de ABC. No le costó, en todo caso, pues era metódico tanto en el ejercicio del gobierno como en su vida personal.

«Era disciplinado en todas las facetas de su vida, incluidas las que estaban relacionadas con engendrar hijos. Mantuvo una amplia correspondencia con sus padres explicándoles al detalle su vida sexual y pidiéndoles consejo sobre cómo proceder a cada momento. No hay que olvidar que los descendientes del Rey eran un asunto de Estado», completa. Aunque Cervera afirma que no fue tan ilustrado como la Historia nos ha hecho creer, sí confirma que fue uno de los mejores reyes de España gracias a su extensa experiencia. «Había reinado ya 25 años en Italia, conocía el oficio».


Leyenda Negra
Otra de las ideas centrales de la obra es que la dinastía ha portado su propia leyenda negra y ha lastrado a monarcas como un Carlos IVque, a pesar de impulsar expediciones científicas y ser fundamental para la cultura española, quedó manchado por culpa de la invasión francesa. «Se tuvo que enfrentar a una época de revoluciones que hizo temblar tronos que llevaban en pie siglos. Esas circunstancias acabaron con su imagen».

Algo similar sucedió con Fernando VII, aunque, en palabras del autor, con razón: «Más allá de las capas de mentiras vertidas por el carlismo y por los liberales, lo cierto es que se trata de un personaje bastante controvertido, un monarca que se pasó la Guerra de Independencia plácidamente en Francia enviando cartas a Napoleón felicitándole por sus victorias y delatando a los agentes que intentaban sacarle de su supuesta prisión».



Alfonso XII


Alfonso XII



Los siguientes monarcas en la línea sucesoria, por el contrario, demostraron «gran sensibilidad ante el sufrimiento ajeno». Desde Isabel II hasta su hijo, que sonó como candidato al Premio Nóbel de la Paz. «Se ha olvidado que Alfonso XIII ideó un gabinete diplomático para gestionar la libertad de centenares de presos durante la Gran Guerra y para enviar alimentos y material humanitario por toda Europa», completa Cervera. Durante el Coronavirus de la época, la Gripe Española, se preocupó también de los más desfavorecidos.

«Se mostraron paternalistas, como esperaba entonces que fueran los reyes, y con mayor sensibilidad por la gente que otras dinastías, aunque lo más llamativo de los Borbones es que fueron capaces de cambios políticos que no pudieron soportar algunas monarquías en teoría más inquebrantables. Su historia es la de España», finaliza.

 
Así promovió España los matrimonios mixtos con indígenas 500 años antes de que fuera legal en EE.UU.
En 1503, la Reina Isabel reclamó al gobernador Nicolás Ovando, hombre fundamental en los primeros años de presencia europea en América, que fomentara los matrimonios mixtos, «que son legítimos y recomendables porque los indios son vasallos libres de la Corona española»



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César Cervera
César Cervera
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09/07/2020



Los españoles que cruzaron el charco en el siglo XVI, el de la gran expansión por América, apenas supusieron un grano de arena en un mastodóntico continente de más de 40 millones de kilómetros cuadrados. Si los europeos consiguieron someter a imperios que, como los incas o los aztecas, tenían a su disposición a millones de súbditos, miles de ellos guerreros de élite, y fundar centenares de ciudades fue, simple y llanamente, gracias a la colaboración con los pueblos indígenas y a través del posterior mestizaje impulsado por la Corona.

Nueva España, germen de lo que hoy es México, conservaba en tiempos de la independencia al menos un 50% de la población indígena, y un 20%, mestiza. Cifra que, paradójicamente, no ha dejado de disminuir desde que se marcharon los malvados conquistadores. Solo el 23% de los mexicanos se considera indígena o descendiente de indígenas, según una encuesta interracial realizada en 2015 por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) de México.

Amancebarse
El mestizaje entre conquistadores e indígenas surgió desde los primeros años de la llegada de los europeos. Acostumbrados a un trato especial con el «otro» tras siglos de coexistencia entre cristianos, musulmanes y judíos, los aventureros españoles no mostraron ningún reparo racial a la hora de emparentarse con mujeres indígenas, en muchos casos coaccionadas para que accedieran a estas relaciones.

Según Cristóbal Colón, la destrucción del fuerte Navidad, fundado en su primer viaje, se debió al hábito de los castellanos de amancebarse con hasta «cuatro mugeres» y de apropiarse de las nativas a placer. Muchos capitanes desposaban a las hijas de caciques locales con el objetivo de heredar tierras y mano de obra.



Pintura de Dióscoro Puebla sobre la llegada de Colón, (Exposición Nacional (1862), Medalla de Primera clase)


Pintura de Dióscoro Puebla sobre la llegada de Colón, (Exposición Nacional (1862), Medalla de Primera clase)



Sin embargo, también fueron muchas las mujeres que se enamoraron sinceramente de aquellos hombres tan distintos a todo lo conocido en su mundo. Con el paso de los años, las relaciones mixtas fluyeron con total normalidad. Tecuichpo Ixcaxochitzin, una de las hijas del Emperador azteca Moctezuma, fue bautizada y llamada Isabel de Moctezuma por los españoles. Hasta tres veces se enlazó con españoles, teniendo con ellos en total seis hijos legítimos de ambos sexos y una más que no reconoció, Leonor Cortés Moctezuma, que engendró con el propio Hernán Cortés.

El conquistador de México tuvo, además, a su primogénito y queridísimo hijo Martín Cortés con la Malinche, Malintzin, quien fue intérprete del conquistador. El conquistador movió cielo y tierra para que Martín fuera declarado hijo legítimo por Bula papal de Clemente VII en 1528 y siempre veló por sus derechos.

El conquistador de México tuvo a su primogénito y queridísimo hijo Martín Cortés con Malintzin con la Malinche, Malintzin, quien fue intérprete del conquistador


En Perú, el soltero empedernido que fue Francisco Pizarro decidió en Cajamarca casarse con la hermanastra del Emperador Atahualpa, Inés Huaylas Yupanqui, y sentar ejemplo entre sus hombres. El nuevo Perú sería mestizo o no sería. Inés Huaylas Yupanqui, bautizada con este nombre en honor a una hermana de Pizarro, fue entregada como esposa al viejo conquistador cuando Atahualpa se encontraba preso de los españoles.


El Inca Garcilaso
El de Trujillo se casó por el rito inca y, en diciembre de 1534, tuvieron a su primera hija, Francisca Pizarro Yupanqui. A finales del año siguiente, Inés tuvo otro hijo, Gonzalo, que murió muy joven, en 1544. Ambos serían reconocidos posteriormente como hijos legítimos por el Emperador Carlos.

Los testimonios de los cronistas respaldan que Pizarro trató a su primera esposa india con total cordialidad y que la relación parecía consolidada, tanto por razones afectivas como político. A decir María del Carmen Martín Rubio en su biografía de Pizarro «El hombre desconocido», la ayuda militar de la madre de Inés, Contarhucho, salvó a Lima cuando un levantamiento inca amenazó con echar al traste todo lo conquistado por Pizarro en 1536.



Retrato del Inca Garcilaso de la Vega


Retrato del Inca Garcilaso de la Vega



Por razones desconocidas el matrimonio terminó por separarse y, poco después, se casaron con nuevas parejas: Francisco con otra Princesa inca, Angelina Yupanqui, también hermana de Atahualpa; e Inés con un apuesto conquistador llamado Francisco de Ampuero, esta vez por el rito religioso cristiano.

Otro caso de flagrante mestizaje fue el protagonizado por el Inca Garcilaso de la Vega. Nacido en Cuzco, Gómez Suárez de Figueroa recibió este nombre por decisión de sus padres, una pareja formada por un conquistador extremeño, Sebastián Garcilaso de la Vega, y una princesa del extinto Imperio inca, Isabel Chimpu Ocllo. El cargo de corregidor del padre, no obstante, impidió que se casaran para no perjudicar a su carrera política.

El Inca sentó plaza como soldado, viajó a España y se pasó el resto de su vida escribiendo, con gran brillantez, sobre los mundos de su padre y los de su madre. Su obra literaria es también prueba del gran mestizaje entre continentes.

En la Corte española, donde la belleza de la india encendió los mayores elogios entre los cronistas, Ojeda la presentó como su esposa de pleno derecho


Uno de los primeros conquistadores destacados en tomar a una indígena como esposa fue Alonso de Ojeda, famoso por dar nombre a Venezuela y ya presente en el segundo viaje de Cristóbal Colón a América. El explorador conquense halló a una indígena llamada Guaricha, a la que puso el nombre de Isabel, en las orillas del lago Maracaibo durante un viaje de exploración en la primavera de 1499. Su plan original era incorporar a la joven al servicio de su casa, pero finalmente la persistencia de ella, que se manifestó enamorada de su señor, le impulsó a casarse y a tener tres hijos con ella.

En la Corte española, donde la belleza de la india encendió los mayores elogios entre los cronistas, Ojeda la presentó como su esposa de pleno derecho. Durante sus últimos cinco años de vida, Ojeda vivió encerrado en el convento de los franciscanos en Santo Domingo y se negó a verse más con su mujer. El amor de Isabel fue tan grande a pesar de la actitud de su marido que, según las crónicas, fue hallada muerta sobre la tumba de Ojeda pocos días después del fallecimiento de este.


Leyes para promover los matrimonios
Según el historiador británico Hugh Thomas, se estima que ya a principios del siglo XVI la mitad de los colonos castellanos de La Española estaban casados de alguna manera con mujeres indígenas. El problema es que, aún en esas fechas, existía grandes vacíos legales sobre la situación de los indígenas y el tipo de matrimonio que autorizaba la Corona. Fray Bartolomé de las Casas criticaba que el grado de amancebamiento era tal que los colonos se referían a sus parejas con el término «criadas», de ahí que el Rey Fernando el Católico, gobernador de Castilla, aprobara en 1514 una real cédula que validó cualquier matrimonio entre varones castellanos y mujeres indígenas.

La ley dio verdadero estatus legal a algo que, igualmente, llevaba años fomentando la Corona como un método para facilitar la tarea evangelizadora. Ya en 1503, la Reina Isabel reclamó al gobernador Nicolás Ovando, hombre fundamental en los primeros años de presencia europea en América, que fomentara los matrimonios mixtos, «que son legítimos y recomendables porque los indios son vasallos libres de la Corona española».

Hay que recordar que en EE.UU. los matrimonios interraciales no fueron declarados completamente legales en todos sus estados hasta 1967, cuando la Corte Suprema consideró inconstitucionales las leyes «anti-miscegénicas» que aún sobrevivían en algunos lugares del país.

 
El Telegrama que dio lugar al imperio prusiano
El Telegrama de Elms, con el que Bismarck forzó la guerra con Francia, cumple hoy 150 años


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Rosalía Sánchez
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13/07/2020



«M. Benedetti me interceptó en el paseo a fin de exigirme, insistiendo en forma inoportuna, que yo le autorizase a telegrafiar de inmediato a París». Así comenzaba el telegrama que Guillermo I de Alemania envió hoy hace 150 años a Bismarck, cuya publicación desencadenó una guerra contra Francia que dio lugar al mayor triunfo de la historia de Prusia. El embajador de Francia en Prusia, Vincent Benedetti, exigía que Guillermo I evitase respaldar la candidatura de Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, hijo de Carlos Antonio, al trono de España.

«Rehusé hacer esto, la última vez con cierta severidad, informándole que no sería posible ni correcto asumir tales obligaciones para siempre jamás», seguía el telegrama, «Naturalmente, le informé que no había recibido ninguna noticia aún y, ya que él había sido informado antes que yo por la vía de París y Madrid, él podía fácilmente entender por qué mi gobierno estaba otra vez fuera de la discusión». Guillermo I no volvió a recibir al conde Benedetti y dejó a juicio de Bismarck si comunicar o no, «a nuestros embajadores y a la prensa, la nueva exigencia de Benedetti y nuestro rechazo a la misma».

La publicación de este, denominado «telegrama Elms» por partir del famoso balneario de Bad Ems, al este de Coblenza, fue motivo de indignación popular y la afrenta considerada casus belli, de manera que la guerra fue declarada el 19 de julio y la victoria prusiana dio paso a la fundación de un imperio alemán bajo el dominio prusiano. Hoy, sin embargo, no se celebra el aniversario en Alemania, a pesar de la creciente admiración por el imperio prusiano, que se materializa, por ejemplo, en la reconstrucción del Palacio Imperial de Berlín, en su ubicación original junto al Dom, después de que resultase bastante dañado por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y finalmente dinamitado por orden de las autoridades comunistas de la RDA. Alemania está calentando motores para celebrar tanto como lo permita la pandemia el trigésimo aniversario de la reunificación, en otoño, pero pasa por alto que la primera reunificación tuvo lugar hace 150 años y que por azares históricos estuvo enredada en sus acontecimientos con la sucesión al trono español.

Tras el exilio de Isabel II, en 1868, se produjo la vacante y el presidente del Consejo de Ministros, el general Juan Prim, visitó al príncipe prusiano Carlos Antonio de Hohenzollern-Sigmaringen, para ofrecerle la posibilidad de que su hijo Leopoldo aceptase el trono de España. Bismarck presionó para forzar una aceptación, lo cual levantó los temores de Napoleón III, porque con un Hohenzollern en el trono español y otro en el prusiano, Francia quedaría cercada. Napoleón III intentó que el rey Guillermo, jefe de la casa Hohenzollern, retirase la candidatura, pero Bismarck consiguió que la reactivara y la hizo pública el 2 de julio, empujando a Francia a la guerra.

Es en este contesto en el que el embajador de Francia, el conde Benedetti, habló nuevamente con Guillermo I en el balneario de Ems, y creyó haber logrado la retirada de la candidatura, retirada que anunció el 12 de julio el propio padre del príncipe. Esto, en principio, suponía el fracaso de los planes de Bismarck. No obstante, los partidarios antiliberales del imperio bonapartista autoritario, en torno a Gramont y la emperatriz, hicieron pedir a Benedetti una confirmación escrita por parte del rey de Prusia esa misma noche. El 13 de julio, Benedetti, siguiendo dichas instrucciones, volvió a encontrarse con Guillermo I en Ems, en una reunión informal, donde le presentó la petición. Guillermo rehusó cortésmente lo que se le pedía. Después, informó por telegrama a Bismarck de lo sucedido, por medio de su consejero diplomático Abeken. El telegrama de Ems llegó la noche del 13 de julio al palacio de Wilhelmstrasse en Berlín, lugar donde cenaban Bismarck, Moltke y Von Roon. Bismarck tomó la pluma y redactó personalmente el texto del comunicado, editando el texto del telegrama de Abeken de tal modo que transformó el encuentro en un emplazamiento y la respuesta del rey en una reacción que podía resultar insultante para Francia. Como consecuencia, Francia declaró la guerra a Prusia el 19 de julio de 1870.

«Después de que los informes acerca de la renuncia del príncipe heredero de Hohenzollern fueran oficialmente transmitidos por el Gobierno Real de España al Gobierno Imperial de Francia, el embajador francés presentó ante Su Majestad el Rey, en Ems, la exigencia de autorizarle a telegrafiar a París que Su Majestad el Rey habría de comprometerse a abstenerse de dar su aprobación para que la candidatura de los Hohenzollern se renueve”, resumió la mano de Bismarck. “Su Majestad el Rey, por lo tanto, rechazó recibir de nuevo al enviado francés y le informó a través de su ayudante que Su Majestad no tenía nada más que decir al embajador».


 
La amarga y olvidada pérdida en 1898 de la isla más recóndita del Imperio español

El 20 de junio de 1898, el pequeño destacamento que defendía Guam se rindió ante un gigantesco ejército estadounidense



Manuel P. Villatoro
Manuel P. Villatoro
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10/07/2020



Ni batallas hasta el último hombre, ni combates a ultranza para defender el que -por entonces- era uno de los últimos retazos del ya inexistente Imperio español. La forma en la que Estados Unidos arrebató Guam a los nuestros el 20 de junio de 1898 no fue heroica, al igual que tampoco lo fue la resistencia planteada por el minúsculo destacamento hispano de la isla. Al contrario de lo que acaeció en Filipinas, en este caso el peso de la realidad cayó de forma inexorable sobre los 58 militares encargados de proteger aquel perdido enclave. Los últimos de Guam eran hombres que no tenían ninguna posibilidad de victoria ante el inmenso ejército yanqui y que, sabedores de su inferioridad numérica, prefirieron capitular sin combatir. Todo, para evitar una matanza.

Pero la historia de la pérdida de Guam va más allá de una mera rendición. Habla de unos soldados totalmente olvidados por su gobierno. De unos combatientes españoles que, cuando los buques estadounidenses arribaron a la «Perla del Pacífico» (como era conocida la isla), no pudieron siquiera hacer fuego contra ellos debido a la penosa situación en la que se hallaban sus cañones.

Aquellos hombres fueron los últimos en la lista de prioridades de una España desvencijada que se agarró como pudo a las escasas posesiones de ultramar que todavía atesoraba. Un país en otros tiempos imperial que privó de armas, munición, refuerzos y hasta información a los combatientes afincados en regiones menores como Guam. No en vano, cuando los norteamericanos fondearon en el puerto de Guaján (nombre castellano de la isla hasta la aparición de los norteamericanos) los hispanos desconocían que se había iniciado la guerra entre ambos países. Nadie les había informado de ello. La situación llegó a un punto de ridículo tal que los oficiales españoles atrincherados en la isla pensaron que los primeros disparos que se hicieron desde los bajeles enemigos eran las salvas previas a una visita de cortesía.

Hacia el Pacífico
La presencia española en Guam comenzó a fraguarse allá por el siglo XVI. Más concretamente, cuando la expedición europea de Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano arribó a las Marianas en su viaje de circunnavegación del globo. Así lo desvela el Coronel del Ejército de Tierra en la reserva José Antonio Crespo-Francés en su dossier «Los olvidados de Guaján». En él, señala que los hispanos se detuvieron en la zona el 6 de marzo de 1521 para aprovisionarse de víveres y agua. Aunque aquel primer encuentro acabó en desastre (los nativos robaron una buena parte del cargamento a aquellos visitantes del otro lado de las aguas) sirvió para poner los primeros mimbres de la presencia hispana en la isla.

Fue necesario esperar casi cincuenta años para que otro navegante, Miguel López de Legazpi, tomase posesión de la isla (así como de todo el archipiélago) en nombre de España el 22 de enero de 1565. Otro siglo después se presentó en la zona el jesuita Diego de San Vitores con la intención de predicar el catolicismo ente los isleños.Este puso a aquellas islas su nombre actual de Marianas, para honrar a la reina regente, Mariana de Austria. En este punto existen controversias. Algunos autores afirman que nuestros compatriotas fueron bien recibidos, mientras que otros como el mismo Crespo-Francés son partidarios de que -aunque en un principio recibieron el cariño de los chamorros (o lugareños)- no tardaron en nacer diferencias entre ambos bandos.



Declaración de guerra


Declaración de guerra



Mosquete para arriba, espada para abajo, los españoles terminaron por imponer la paz en Guam. Al fin y al cabo, la isla (de solo 500 kilómetros cuadrados) era determinante para el Imperio, pues en ella podía hacer una parada el popular Galeón de Acapulco (más conocido como el Galeón de Manila); un bajel encargado de cubrir la ruta comercial entre Manila y Nueva España. Su importancia, así como las riquezas que transportaba, hizo que llegase hasta Guaján un destacamento español dedicado a su protección.

Guam sirvió a los marineros del Galeón de Manila como plaza en la que avituallarse hasta que la ruta comercial cayó en desuso. A partir de entonces, fue una isla accesoria para España. Un pedrusco olvidado guardado por unos pocos soldados al que, quizá como castigo, se solía enviar a políticos que habían demostrado sus ideas progresistas en la Península.

Traición
Mientras los españoles de Guam vivían de forma apacible, la tensión fue creciendo a nivel internacional. Cuando el calendario marcaba 1898 las cosas no pintaban, de hecho, todo lo rojigualdas que el gobierno penínsular hubiera deseado. Para empezar, porque las revueltas locales empezaron a generalizarse en las colonias. Pero también porque Estados Unidos (un país con menos de dos siglos de historia) decidió que el norte se le había quedado pequeño y empezó a mirar hacia el exterior en busca de nuevos territorios. ¿Cuáles fueron los seleccionados? Pues los nuestros. Entre otros, Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

Sabedores de la desesperación que generaban en la Península estas colonias y la cantidad de hombres y monedas que estaban costando a España, los norteamericanos entendieron que era el momento de apropiarse de ellas. O al menos, intentarlo. En principio los gobernantes de las barras y estrellas ofrecieron oro a nuestro país. Pero desde aquí les respondimos con una sonora negativa. Aquello cambió la forma de pensar de la nueva potencia mundial: si no podían hacerse con ellas por las buenas, lo harían por las malas. Así fue como Estados Unidos comenzó a ayudar de forma disimulada a las colonias con armas y dinero para fomentar su independencia.

La situación volvió a dar un vuelco el día 15 de febrero de 1898cuando, en mitad de la noche, el buque estadounidense Maine (el cual había llegado a las costas cubanas en misión de paz, aunque sin previo aviso y armado) voló por los aires. Sin mediar palabra, los norteamericanos culparon de la explosión a los españoles y nos declararon la guerra. Aunque no tardó en demostrarse que todo había sido un desafortunado accidente, a Estados Unidos le vino como anillo al dedo esta catástrofe, pues gracias a ella pudo iniciar las hostilidades y preparar a sus hombres para tomar las ansiadas posesiones hispanas al otro lado del globo. Había comenzado la contienda, y los militares de la rojigualda iban a pasarlo mal si querían mantener los últimos retazos de su antiguo Imperio.



Dewey


Dewey


La tensión, sin embargo, no alcanzó a la pequeña Guam. Mientras el mundo se caía a su alrededor, la guarnición española de la isla, formada por 54 soldados y 4 oficiales, desconocía la existencia de la guerra y permanecía ajena a cualquier noticia de España. Valga como ejemplo que el último mensaje con información patria les había llegado desde Manila 10 días antes y solo afirmaba que el gobierno pensaba acercarse de forma amistosa a los Estados Unidos para evitar un enfrentamiento directo.

Por descontado, los españoles tampoco eran conscientes de que se dirigía hacia Guam un gigantesco contingente norteamericano para tomar por las bravas la región. Un ejército al mando del capitán de navío Henry Glass y que, en palabras de Crespo-Francés, se había desviado hacia la «Perla del Pacífico» tras recibir «órdenes de dirigirse a Filipinas para reforzar al almirante George Dewey».

En la actualidad existe cierta controversia entre los historiadores a la hora de enumerar las tropas que partieron hacia la isla. Las fuentes anglosajonas nos hablan de un crucero protegido (el Charleston), tres transatlánticos (el City of Pekin, el Australia y el City Sydney), 2.386 soldados y 115 oficiales. La mayor parte de ellos, voluntarios procedentes de los estados de California y Oregón.

Salvas de... amistad
Glass llegó a Guam en la mañana del 20 de junio de 1898 y declaró sus intenciones con tres andanadas de cañón. A partir de aquí la historia varía atendiendo a las fuentes. La versión más extendida es la que ofreció el capitán Pedro Duarte, el primer oficial que, según su propio relato, avistó a los bajeles norteamericanos. Este afirmó que los buques maniobraban cerca de los arrecifes de coral que protegían el puerto al sur de Agaña, la capital de la isla y principal punto de desembarco de todo Guam. Tras percatarse de lo que se les venía encima, el militar avisó de la llegada de la flota al capitán del puerto, el teniente de navío Francisco García.

García no se mostró nervioso y consideró que aquellos disparos no eran más que las salvas habituales hechas por los bajeles extranjeros al entrar a puerto. En lugar de desesperar, se limitó a llamar al doctor Romero (cirujano naval), a un sacerdote chamorro y a José Portusach (hijo de un rico comerciante de la zona). Este último, por su facilidad para el inglés. Una vez reunidos, el militar pidió prestado un bote y se preparó para dirigirse hacia el Charleston a conversar con el oficial norteamericano. Allí fueron recibidos de forma muy cortés por Glass.



Acorazados estadounidenses, en la batalla de Manila


Acorazados estadounidenses, en la batalla de Manila



Uno de los primeros en dirigirse a los norteamericanos fue el doctor quien, en virtud del reglamento militar, preguntó si había alguna novedad sanitaria en el buque. Luego tomó la palabra el teniente español, que se disculpó por no haber respondido a las salvas de saludo. Según se excusó, porque los cañones del fuerte se hallaban en un estado deplorable y podían provocar una desgracia si eran disparados. Glass no salió de su asombro y tuvo que pasar el mal trago (a nadie le sienta bien dar una noticia así) de informar al enemigo de que había comenzado una contienda entre ambos países. También desveló que el bajel había disparado munición real, aunque no con demasiada buena puntería...

Aquel encuentro fue más fructífero, en lo que a información se refiere, que las noticias que habían llegado de España. Y es que, por si fuera poco, Glass también explicó al oficial que España había perdido la mayoría de su flota en el combate de Cavite el 1 de mayo. Una contienda en la que, en apenas seis horas, el almirante español Patricio Montojo y Pasarón sufrió de primera mano la potencia naval yanqui. La cara de García debió ser todo un poema. Más sabiendo que -hacía apenas unos meses- habían solicitado a la metrópoli el envío de seis centenares de fusiles para armar a los nativos en caso de conflicto. Petición que no fue siquiera respondida.

Mala pinta
Sin más noticias que darle (como si fuesen pocas) Glass preguntó sin rodeos a García cuántos españoles defendían Guam. El español respondió también sin florituras: apenas 54 soldados, 4 oficiales y algunos chamorros. Todos ellos con munición más que escasa. A su vez, informó al mandamás enemigo de que el cañón del fuerte estaba en una situación penosa debido al salitre y a la falta de mantenimiento.

A continuación, Glass escribió en un papel las fuerzas que estaban a su cargo:

«Crucero protegido Charleston, con 2 cañones de 20 centímetros, 6 de 15 centímetros y unos 14 de otros calibres, y 600 hombres, y transatlánticos, City of Pekin, Australia y City Sydney, conduciendo una División del Ejército americano al mando del general Anderson».

Hoy se cree que el militar engrosó las cifras de hombres. Una treta entendible si con ello conseguía que el enemigo se rindiese sin presentar batalla. Cuando terminó de hacer el recuento, el norteamericano pidió al teniente español que hiciese llegar aquel mensaje al mandamás de la plaza: el general Juan Marina. Y, ya que estaba, le solicitó que le transmitiese su invitación para subir al Charleston a parlamentar sobre aquel embrollo. Así acabó la entrevista.


Isla de Guam


Isla de Guam


Viaje va, viaje viene, Marina (al que le quedaban pocos meses para jubilarse) y Glass establecieron al cabo de unas horas que se reunirían en Punta Piti, ubicada en tierra firme, para discutir la situación. Lo harían de día y en persona. La noche que siguió fue más que toledana. En las siguientes horas, el oficial español reunió a su plana mayor para discutir si plantar cara al enemigo y morir como héroes, o rendir Guam sin combatir.

Hubo opiniones para todo. Los unos usaron como ejemplo Numancia. La idea de que sus nombres quedaran grabados en los libros de historia como sucedió con los celtíberos era agradable en sus mentes. Los otros se limitaron a hacer números y señalar la imposibilidad de defender la colonia ante un ejército que (según creían) podía desembarcar a más de 5.000 combatientes en la región. Al final triunfó la lógica y se estableció que tocaba plegarse.

Rendición sin condiciones
La mañana siguiente, con el rabo entre las piernas (pero sabedor de que no quedaba otro remedio) Marina acudió a la cita junto con Duarte, García y Romero. Los estadounidenses hicieron lo propio, aunque sin Glass, que temía una emboscada hispana. Así lo confirman León Arsenal y Fernando Prado en «Rincones de historia española». El militar llegó a eso de las nueve y media a la zona acordada portando en sus manos el siguiente mensaje:

«Al salir de América, mi Gobierno me ordenó que tomara posesión de esta isla. Es preciso que se rinda usted con todos los oficiales al servicio de España y que entreguen las armas, municiones y banderas. El oficial portador de esta carta tiene órdenes de esperar solo treinta minutos».

Marina trató de engatusar al norteamericano. Quizá pensaba que, en cualquier momento, llegaría ayuda de la misma metrópoli que les había olvidado. Pero nada de nada. Cuando pasaron los treinta minutos de rigor, entregó su rendición:

«Sin defensas de ninguna clase, ni elementos que oponer con probabilidad de éxito a los que usted trae, me veo en la triste precisión de rendirme, bien que protestado por el acto de fuerza que conmigo verifica y forma en que se ha hecho, pues no tengo de mi Gobierno de haberse declarado la guerra entre las dos naciones».

Lo que vino a continuación se sucedió en un abrir y cerrar de ojos. En cuestión de horas, los oficiales fueron detenidos y llevados como prisioneros de guerra al Charleston. A continuación, una compañía del regimiento de Oregón fue la encargada de desembarcar para desarmar primero a la guarnición española y a la fuerza de auxiliares chamorros, e izar luego la bandera estadounidense. Los nuestros fueron llevados poco después al buque City of Sydney, donde permanecieron hasta que fueron entregados a los rebeldes indígenas de Filipinas. Una vez firmada la paz, fueron liberados.

Así, de esta guisa, fue como perdimos la «Perla del Pacífico», vendida posteriormente cuando nos percatamos de que ya poco podíamos hacer allí. Aquel día, más de tres siglos de presencia española en la isla acabaron de un solo golpe.


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