Cuadernos de Historia

Bombas, muertos y disparos por la jornada de ocho horas: el origen del Día del Trabajo
En 1829 ya se había aprobado en Nueva York una ley que prohibía trabajar más de 18 horas, «salvo caso de necesidad»
dia-trabajador-origen-3-k0RC--620x349@abc.jpg



Para que se hagan una idea de la situación de hoy con respecto a las reivindicaciones laborales que se hacían antes de aquel famoso 1 de mayo de 1886 –la jornada violenta que dio origen al Día del Trabajo–, baste este dato: en 1829, se aprobó en Nueva York una ley que prohibía trabajar más de 18 horas, «salvo caso de necesidad». Sin embargo, uno de los apartados de esta norma establecía que si esa necesidad era grande, un empresario podía obligar a trabajar a su empleado más de 18 horas pagando una multa de 25 dólares. Más tarde, en 1868, el presidente de Estados Unidos, Andrew Johnson, promulgó otra ley en la que se establecía la jornada laboral de ocho horas. Hasta 19 estados comulgaron con él y establecieron normas parecidas con un máximo siempre de 10 horas, pero la realidad era que casi ninguna empresa la cumplía.

Con esa situación, la tensión comenzó a crecer en la ciudad de Chicago en el último cuarto del siglo XIX. Desde hacía décadas, millones de obreros sufrían condiciones deplorables. En Europa, el número de horas de trabajo podía llegar a las 15 en, por ejemplo, las fábricas algodoneras. La duración de la jornada fue disminuyendo poco a poco y, hacia 1870, en Gran Bretaña ya se trabajaba una media de doce horas al dúa, aunque por lo general con ningún día de descanso.

En la década de los 80, la jornada se fue rebajando hasta las diez o nueve horas, aunque aún parecía lejos la reivindicación de las ocho horas diarias y seis días a la semana de máximo. En algunos países, de hecho, hubo que entrar en el siglo XX para conseguir estas condiciones, por no hablar de que buena parte de la mano de obra estaba constituida por niños de entre los 10 y 15 años. Estos y mujeres cobraban, además, mucho menos que los hombres.

Esa calma tensa que rodeaba a la ciudad de Chicago en los últimos años del siglo XIX terminó por estallar. La mayoría de los obreros de la ciudad estaban afiliados a la Noble Orden de los Caballeros del Trabajo, pero la organización que plantaba cara a las autoridades por sus derechos era la Federación Estadounidense del Trabajo. Fue esta la que acabó convocando la famosa huelga del 1 de mayo de 1886, el origen de todo, casi dos años después de que hubiera amenazado con ella. Y aunque no todas las organizaciones obreras estaban de acuerdo, se acabó celebrando y marcando un hito en la historia.

En aquel momento, Chicago era la segunda ciudad con más habitantes de Estados Unidos. Todo un centro económico, político y social cuyos habitantes secundaron ampliamente el paro. En total, 200.000 trabajadores salieron a las calles ese día para reivindicar la jornada laboral con mensajes como: « Ocho horas para el trabajo, ocho horas para el sueño y ocho horas para la casa», podía leerse en las pancartas. La Noble Orden lanzó un comunicado en el que pedía a sus adheridos que acudiesen a trabajar, pero fueron pocos los que hicieron caso. «Las huelgas tienden a generalizarse de una manera alarmante en Estados Unidos. Los obreros piden que las horas de trabajo se reduzcan a ocho diarias. Tanto en Nueva York como en Chicago se preparan grandes demostraciones para reclamar dicha reducción. La opinión pública se muestra seriamente preocupada del espíritu de resistencia de las clases obreras, que tratan de imponerse a los patronos», explicaba el diario español de « La República», el 2 de mayo de 1886.

Aquella huelga fue tan importante que, durante dos días más, se extendió a otras ciudades del país, donde se produjeron enfrentamientos con la Policía. «La cuestión obrera se agrava en los Estados Unidos. Ayer se celebraron grandes manifestaciones de huelguistas en Chicago y Nueva York, donde acudieron los principales jefes socialistas de la República. Se pronunciaron discursos violentísimos contra los capitalistas en inglés y alemán», informaba «El Siglo Futuro». El tercer día, muchos huelguistas de Chicago acudieron a la única fábrica que se permanecía abierta para tomar represalias. El enfrentamiento entre estos y los esquiroles fue muy violento. Un grupo de agentes apareció y comenzó a disparar sobre el tumulto. «Los huelguistas atacaron una fábrica con objeto de incendiarla. La Policía intentó impedirlo y se libró una verdadera batalla, de la cual resultaron muertos cuatro agentes y cinco obreros. Hubo, además, muchos heridos por ambas partes. La actitud de los obreros es cada vez más amenazadora. Se dice que será necesario el auxilio del Ejército para restablecer el orden», advertía el « Pabellón Nacional».

«Deplorables excesos»
Consciente del caos que reinaba en la ciudad, el alcalde demócrata Carter Harrison permitió la concentración que se había programado para el 4 de mayo en la plaza de Haymarket. Y tuvo la idea de acudir a ella para garantizar la seguridad de los trabajadores, aunque no sirvió para nada. Una vez terminada la manifestación, a la que se sumaron cerca de 20.000 personas, el inspector de Policía John Bonfield consideró que no debía haber nadie en la plaza y dio la orden a 180 agentes de intervenir. En ese momento, estalló una bomba y mató a un policía, lo que provocó que sus compañeros abrieran fuego contra la multitud. El número de víctimas superó con creces las del 1 de mayo, aunque nunca se supo con certeza cuántos.

Se declaró inmediatamente el estado de sitio y el toque de queda en Chicago. En los días siguientes, se produjeron centenares de detenciones y registros, en los que se encontraron arsenales de armas, municiones y escondites secretos. «Los principales autores de los desórdenes, donde los huelguistas se han entregado a deplorables excesos, son socialistas extranjeros. El Gobierno de Washington dispuso el envío de tropas federales a aquella ciudad para impedir que se vuelva a alterar el orden», contaba « La Época» el 5 de mayo.

Un mes y medio después, se inició el juicio contra los 31 presuntos responsables de los disturbios, aunque después el número se redujo a ocho. Se considera que fue una farsa, ya que no respetó ningún tipo de norma procesal. Lo acusados fueron declarados culpables de ser enemigos de la sociedad y del orden, a pesar de que no haberse presentado ningún tipo de prueba concluyente. Cinco de ellos fueron condenados a muerte y enviados a la horca, mientras que los otros tres acabaron en prisión.

1 de mayo
Tras estos sucesos, la Segunda Internacional impulsó la idea de convertir el 1 de mayo en un jornada dedicada a los trabajadores, pero no fue apoyada por la Casa Blanca, que trató de rebajar el fervor alrededor de esta fecha para que no se volviera a repetir. A pesar de ello, en 1889, el Congreso Obrero Socialista de la Segunda Internacional declaró el 1 de mayo como Día del Trabajo. Seis años después, el presidente Grover Cleveland firmó al fin la propuesta del Congreso que instauraba un festivo para celebrar esta jornada, pero no quiso que fuera el 1 de mayo, precisamente para evitar que se asociara con lo ocurrido en Chicago. Lo fijo en el primer domingo de septiembre.

La mayoría de los países, sin embargo, sí que fueron fijando sus respectivos días del trabajador el 1 de mayo, en recuerdo a los altercados violentos de Chicago, tal y como ocurre en España y en el resto de Europa. Sin embargo, no adquirió verdadero protagonismo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, gracias a los fastos de países socialistas como la Unión Soviética y el aumento del poder de los partidos de izquierda en los países capitalistas de viejo continente. Hasta el Vaticano se vio obligado a abrazar esta festividad en 1954, con papa Pío XII, que declaró el 1 mayo día de San José Obrero.

https://www.abc.es/historia/abci-bo...oras-origen-trabajo-201905010115_noticia.html
 
Bravuconadas de los españoles: las respuestas más fanfarronas de los Tercios de Flandes (parte I)
La palabra «rodomontade» no tenía el significado negativo que le vincula hoy a fanfarronería, sino que se entendía a cuando la altanería de palabra y acción se acompañaba de ingenio y agudeza. De ahí que al inicio de su texto Bourdeille proclame que «las fanfarronadas españolas superan a las de cualquier otra nación, tanto que la nación española es brava, bravucona y valerosa»


SeguirCésar Cervera@C_Cervera_M
Actualizado:02/05/2019 12:44h

El soldado, viajero y escritor Pierre de Bourdeille escribió diversos libros sobre su tiempo y sobre la potencia hegemónica de entonces. Este aventurero francés admiraba por muchas razones el carácter español y dedicó un texto a lo que él llamó las « Rodomontades Espaignolles», que se ha traducido de forma poco precisa como «Bravuconadas de los españoles». No obstante, en su momento «rodomontade» no tenía el significado negativo que le vincula hoy a fanfarronería, sino que se entendía a cuando la altanería de palabra y acción se acompañaba de ingenio y agudeza. De ahí que al inicio de su texto Bourdeille proclame que «las fanfarronadas españolas superan a las de cualquier otra nación, tanto que la nación española es brava, bravucona y valerosa, y de genio vivo y hábil para improvisar frases con ingenio».

«Mi espada cada paso daría prisa a sacarla fuera»
Un ejemplo de estas contestaciones bravuconas, recogida por Bourdeille, es la que él mismo escuchó durante el socorro de Malta, cuando Felipe II envió en 1565 una flota al rescate de la isla cristiana, defendida por la Orden de San Juan ante las acometidas del Imperio otomano. Al preguntar a un soldado español especialmente discreto sobre cuántos efectivos había mandado el monarca español para romper el asedio, contestó: «Señor, yo lo diré: hay tres mil italianos, tres mil tudescos (alemanes) y seis mil soldados». Dada la superioridad de la infantería española en aquellos siglos, el fanfarrón español no consideraba a los italianos y a los alemanes soldados; solo a los seis mil españoles.

En «Bravuconadas de los españoles» se cita otra conversación de Bourdeille con un bravo soldado gascón, aunque españolizado, que mantuvo en la corte de Madrid. Como iba sin espada, el francés interrogó al soldado por la razón de pasearse de esa guisa por las peligrosas calles madrileñas: «Porque mi espada está tan carnicera que a cada paso daría prisa a sacarla fuera; y, sacada una vez, no haría otra cosa que carne y sangre». Y es que la escuela de esgrima española, «la Verdadera Destreza» (un método global de lucha con espadas con un fuerte componente matemático, filosófico y geométrico), hacía de los castellanos los más habilidosos esgrimistas de Europa. Se les temía, sin duda.

«A más gente, más ganancia y gloria»

Más ejemplos de «rodomontade». Un soldado de las Islas Canariasestaba pálido y tembloroso antes de un asalto, a lo que un capitán castellano le reprochó su miedo. Con confianza, replicó el canario: «Treman las carnes porque como humanas y sensibles, el mi bravo, valiente y determinado corazón las lleva y las trae al postrero paso, donde mas no han de volver». Una respuesta ingeniosa y poética, para justificar que ante una amenaza mortal tiemble hasta el alma.

El miedo es un sentimiento natural, aún cuando el ingenio pueda adornarlo. Tras recorrer las ardientes y estériles arenas de Túnez, camino a tomar La Goleta, durante la ofensiva de Carlos V en 1535, un joven soldado español exclamó, asustado al ver aparecer a miles de enemigos: «¡Jesús! ¿Y con tantos Moros hemos de pelear?». Al momento le reprendió un veterano que marchaba a su lado: «Calla, bisoño; a más gente y moros, más ganancia y gloria».

Las bravatas de esta clase resultan un elemento habitual en los ejércitos de todos los tiempos y una forma de desviar tensión durante situaciones extremas. La diferencia respecto a otros países, al menos según Bourdeille, es que ninguna otra nación de su tiempo se manejaba también en ese tipo de frases ingeniosas, lo que no resulta sorprendente si se tiene en cuenta que la literatura castellana vivía su particular Siglo de Oro y algunos poetas, como Garcilaso de la Vega,Lope de Vega o Calderón de la Barca, pertenecieron a esa misma milicia.

«Son tantas las victorias que cada día sería fiesta»
Otro soldado español para jactarse de su fuerza aseguró, como si fuera Bud Spencer en una de sus terribles películas cómicas, que «en tomando a un hombre, dándole un puntapié, lo enviaré dos o tres leguas hacia arriba; y antes que vuelva, quiero que pase un año». Y si bien la exageración constituye buena parte de la esencia de estas «bravuconadas», lo que más admiración causó a Bourdeille cuando realizó su estudio es que las palabras estaban casi siempre respaldas por hechos grandiosos y personajes fuera de lo común.

Próspero Colonna, comandante italiano al servicio del Imperio español, fue informado de que entre sus tropas había un español llamado Lobo capaz de ganar a cualquiera en velocidad incluso cargando él con un carnero a la espalda. El italiano se propuso probar si era cierta la bravuconería, a lo que le encomendó que capturara a un soldado francés del campamento enemigo y lo trajera rápido cargando con él. Y como si fuera un carnero, lo cargó a hombros y lo llevó a su presencia para que le interrogaran los oficiales de Colonna. El comandante rió al ver la estampa y recompensó a Lobo por su hazaña.

Las «rodomontades» eran cosa de los soldados, pero también de cualquier español con lengua afilada. Cuenta el cronista francés que un franciscano visitó la corte portuguesa cuando se celebraba con gran algazara el aniversario de la batalla de Aljubarrota, una desastrosa derrota castellana acontecida a finales de la Edad Media. El Rey portugués preguntó al español si en Castilla se celebraban también fiestas tales por semejantes vencimientos. «No se hacen, porque son tantas las victorias nuestras, que cada día sería fiesta, y morirían los oficiales [artesanos] de hambre».

«Por muy ruin que sea, será mejor que vos»
Y sobre respuestas demoledoras, en cierta ocasión un soldado español retó a duelo a un noble italiano. No siendo de su mismo linaje, el italiano envió al envite a su mayordomo. «Yo lo otorgo porque, por muy ruin que sea, será mejor que vos», contestó el español con mala leche. Caso parecido, pero a la inversa, al de un noble castellano que queriendose batir con un soldado de un linaje muy bajo, lo que estaba explícitamente prohibido en Castilla, aseguró que estaba dispuesto a rebajarse la sangre: «Decidle que me hago de tan ruin linaje como el suyo, y que se salga a matar conmigo a tal parte».

La picaresca también estaba muy presente en estas bravatas recogidas por Pierre de Bourdeille. Un joven pícaro con bigote y una barba espesa respondió a los que preguntaban cómo tenía, siendo un adolescente, tanto mustacho: «Estos bigotes fueron hechos al humo del cañón, por eso crecen tan grandes y tan presto».

Otro soldado, al estilo del ciego del «Lazarillo de Tormes», iba golpeando y reprendiendo a su paje: «¿Dí, bellaco, cuantas veces te he mandado que no andes a cada paso publicando mi valor; porque, oyéndolo las mujeres no se pierden por mí, de suerte que más me cuesta mostrarlas la magnificencia de mi ánimo, que no en tomar ciudades y matar enemigos?».

Original y video inicial:
https://www.abc.es/historia/abci-br...rcios-flandes-parte-201709300247_noticia.html
 
HISTORIA

"Grecia admiraba el mundo y se admiraba ante él"



La italiana Andrea Marcolongo y el español Carlos García Gual contribuyen al renaciente interés por la cultura grecolatina con dos libros: 'La medida de los héroes' y 'Grecia para todos'




15568468284720.jpg


AKIRANT



El escaparate de las librerías también dice cómo está el mundo, dice lo que anhelan los lectores y hacia dónde dirigen sus ensoñaciones. El éxito de los libros de nostalgia rural es el ejemplo inevitable este curso. Menos visibles pero sostenidos en el tiempo aparecen los libros de divulgación sobre la cultura grecolatina, con sus portadas de letras epigráficas sobre Roma y Grecia, y una promesa, siempre parecida, de ofrecer el pasado como un lugar sereno y distanciado desde el que entender el presente.

Mary Beard es la gran referencia del género por su éxito y por su prestigio, pero no es el único relevante. Andrea Marcolongo, la escritora italiana que en 2017 publicó 'La lengua de los dioses' (Taurus) también ha tocado el corazón de cientos de miles de lectores. Esta primavera, presenta 'La medida de los héroes. Un viaje iniciático a través de la mitología griega' (de nuevo en Taurus), un libro difícil de explicar. En parte, La medida de los héroes es una guía muy personal de la historia de los argonautas, tan personal que a veces tiende a convertirse en diario íntimo, en viaje de autoconocimiento. Marcolongo habla de amor y de desamor y también del viaje y del conocimiento, como si todas esas experiencias fueran un todo que sólo le resulta comprensible gracias a Jasón, Argos, Telémaco y compañía.

"Después del éxito de 'La lengua de los dioses', vi que proliferaban libros fragmentarios sobre la cultura clásica: libros del tipo: El amor en la antigua Grecia, La gastronomía de los romanos, Cómo se divertían en la Antigüedad. Yo sentía la presión por escribir una segunda parte de 'La lengua de los dioses' y después una tercera y una cuarta y meterme en una serie de televisión. Ante la presión, hice lo que los griegos: me detuve, me alejé de todo y perdí el tiempo. Aparentemente perdí el tiempo para encontrar", explica Marcolongo. "Entonces pensé en la idea de héroe. Y no en términos de quiénes son los héroes en tal momento de la historia. Me parece más interesante la idea eterna de heroísmo que el quién fue un héroe porque esa idea es la que nos puede llevar a entender el alma humana, su sintaxis. En el héroe griego ya está retratada el alma humana, que nunca es blanca ni negra, es algo blanca y bastante negra, igual en Troya que en Madrid, 2019".

El resultado de esa búsqueda es un texto de prosa casi lírica que ronda lo inefable pero también lo más esencial de la experiencia humana. Y no está mal así, ojo: "Hay una frase de Esquilo: el conocimiento está en el dolor", explica Marcolongo. En su relato, todo el mundo siempre se está yendo, quizá para volver o quizá no. "En la Grecia Antigua tenían más sentido del 'hasta pronto' que del 'adiós'. Tenían una idea de nostalgia muy interesante. Nostalgia no es una palabra enteramente griega, pero sus raíces lo son; 'nostos' es el viaje de vuelta y 'algos' es dolor. De modo que ahí tenemos la tristeza pero también la idea de emprender una acción. Eso es lo que pasa con Telémaco y los argonautas: toman una decisión, salen en busca de algo, del conocimiento, aunque eso comporte dolor por partir".

Y eso es algo que todos tenemos que aprender en algún momento de nuestra vida adulta, ¿verdad? "Es algo que tenemos que descubrir y redescubrir todo el tiempo", responde Marcolongo.

Si 'La medida de los héroes' habla de lo insondable, 'Grecia para todos', de Carlos García Gual (Espasa) es su complemento perfecto. El académico de la RAE trata en su nuevo libro de identificar y explicar los rasgos de la civilización griega que siguen siendo relevantes en nuestro mundo: el sentido de familia, las matemáticas, el teatro...

"El afán del libro es subrayar lo verdaderamente esencial de Grecia", explica García Gual. ¿Y eso consiste en...? "Hay tres ideas: el descubrimiento de la libertad como una idea política central; el instinto de comprender al mundo y de comprenderse a sí mismos; y el deseo de abrir horizontes, ya sea a través del viaje o hacia dentro, que es lo que representa el teatro. Los griegos admiran el mundo y se admiran ante él".

¿Y qué lleva a los griegos a tener esa cultura crítica y propositiva? "La respuesta es compleja pero podríamos empezar por el hecho físico. Persas y egipcios vivieron aislados, en medios solitarios, y construyeron civilizaciones conservadoras y autoritarias. Los griegos vivían ante el mar y el mar lleva al individuo a hacerse preguntas".

En Grecia para todos hay también mucho espacio para la vida dulce de los griegos. "Los griegos eran más austeros que los romanos, pero en su cultura estaba el olivo, el vino y el mar, imágenes que hablan de un sentido del gozo. Lo interesante es que creo que esos rasgos también tienen que ver con la búsqueda del conocimiento como gran obsesión. En ese sentido, los griegos son muy modernos".

Lo inevitable es preguntar en este punto por la vieja cantinela sobre el olvido de las lenguas clásicas en los planes de estudios contemporáneos. "Ojalá hubiera una respuesta, ojalá supiéramos cómo hacer atractiva la cultura antigua a las personas de 2019", contesta García Gual. "No lo sabemos ni nosotros que estamos convencidos del valor de este conocimiento... Pero, en realidad, el problema no es propio de los que nos hemos dedicado a las lenguas clásicas; el problema es más amplio y tiene que ver con el atractivo de la palabra escrita en un mundo marcado por los medios audiovisuales".

https://www.elmundo.es/cultura/2019/05/03/5ccb9a3121efa0f3198b4579.html


image.png image.png

image.png
 
La extraña y desconocida charla entre el embajador de Hitler y un espía francés en un tren español
Este curioso episodio tuvo lugar en la Segunda Guerra Mundial entre el famoso responsable de los servicios de inteligencia galos, Alexandre de Marenches, y el máximo representante de Hitler en España durante un viaje a Madrid, en 1942
marenches-stohrer-620x349-k3IC--620x349@abc.JPG



La siguiente anécdota –entre sorprendente, divertida y misteriosa– podría haberle costado la vida a uno de los espías más célebres de la historia de Francia: Alexandre de Marenches. Se produjo en la España de la posguerra, durante un viaje en tren que cubría el trayecto entre el París ocupado por los nazis y la capital de la España franquista, que pasaba por Hendaya, San Sebastián e Irún.

Nuestro protagonista era entonces un joven soldado de 21 años nacido en una familia aristócrata, convencido de que los privilegios que conllevaba su apellido había que ganárselos. «Se merecen teniendo una vida conveniente y si es posible sirviendo», defendía. Por eso se alistó para combatir en la Segunda Guerra Mundial como soldado de segunda de Caballería nada más cumplir los 18. Y continuó con una vida de sacrificio hasta convertirse en el máximo responsable del espionaje galo durante la presidencia de Georges Pompidou, en plena Guerra Fría. Todo ello sin ser funcionario civil ni oficial de carrera, sino conde.

En 1940, muy poco después de enrolarse en el ejército, este fornido militar de 1,90 metros y cerca de 100 kilos –de ahí su sobrenombre de «Porthos», el más grande de los mosqueteros–, ya realizaba misiones de información entre la zona libre y la ocupada de su país. El norte y oeste de Francia habían sido ocupadas por la Wehrmacht (ejército alemán) a principios de julio, mientras que el tercio restante del país estaba gobernado por el gobierno del general Petain.

Hitler. Tras dos años trabajando como agente secreto, el valiente soldado decidió flanquear los Pirineos conduciendo solo y durante la noche en medio de una tremenda nevada, con el objetivo de huir de los nazis. Para ello utilizó documentos falsos que le identificaban como ciudadano estadounidense. Cabe resaltar que su madre era norteamericana de origen francés, que de niño había estudiado en un colegio de Suiza y que acabó dominando perfectamente el inglés, el alemán y el francés, lo que le ayudaba para su fingida identidad.

A pesar de ello, fue detenido por la Guardia Civil al levantar sospechas, sin ninguna acusación clara. No hay que olvidar que en aquel momento España simpatizaba todavía con el Tercer Reich aunque se hubiera mantenido neutral en la Segunda Guerra Mundial. Para sacarle información, fue torturado, ingresado en prisión y, más tarde, sometido a vigilancia en un hotel que estaba confiscado. Sin soltar una sola palabra, le llegó finalmente un salvoconducto de la Dirección General de Seguridad y fue liberado.

Pocos días después se subió en el mencionado tren que unía París con Madrid en una parada intermedia. Durante el viaje, se cruzó en el pasillo con un señor muy elegante al que tomó como un caballero británico, dado sus corteses modales y su acento de Oxford. Debió pensar que era uno de los suyos y acabó trabando amistad con él. Tras un rato de agradable conversación, confiado Marenches por la apariencia tan poco sospechosa de su interlocutor y teniendo en cuenta su escasa experiencia aun en los menesteres de agente secreto, empezó a contarle que había atravesado los Pirineos huyendo de la Francia ocupada por los nazis. Luego le confesó que era un soldado galo que había estado luchando por la liberación de su país del yugo de Hitler. Su compañero le escuchaba atentamente y este le detalló que había también sido detenido y sufrido las torturas, a pesar de lo cual había guardado silencio, no desvelando un solo dato que pudiera perjudicar a su ejército en la guerra. «¡Oh! ¿En serio? Menuda historia, es muy interesante. Todo eso que cuenta ha tenido que ser muy duro», interpelaba su compañero de charla, que también escuchó de Marenches su plan de enrolarse de nuevo en las filas del general De Gaulle, para echar de una vez a los nazis de su patria.

La comitiva inesperada
Cuando el tren llegó a la estación de Príncipe Pío, en Madrid, su compañero de viaje le comentó que había demostrado un gran valor al realizar semejante proeza. Después le estrechó la mano y se despidieron educadamente. Al bajar del vagón, la sorpresa del joven soldado galo que viajaba de incógnito, al ver una gran comitiva esperando en el andén, fue enorme. Extrañado, preguntó al encargado del coche-cama por quién era aquel señor a quien con tanta ceremoniosa deferencia recibían y al que no había preguntado el nombre. Este le respondió que el barón Eberhard von Stohrer, un importante embajador alemán.

Al conocer la verdadera identidad de su amable compañero de viaje se quedó de piedra. Pensó que le detendrían de inmediato o, peor aún, que le llevarían a un campo de concentración o le ejecutarían. Él era un confeso enemigo de los alemanes y su compañero de charla el máximo representante de Hitler en España. El hombre que se reunió con Franco, en 1940, dándole 24 horas para que entrase en la guerra del lado de Alemania o, en caso contrario, sería invadida. Y también el embajador que acompañó al «führer» en su encuentro con el Caudillo en Hendaya.

Lo peor es que Stohrer no iba solo. Aquel tren era un nido de enemigos para el joven Marenches. En la noticia de ABC donde se informaba del traslado de los restos a Madrid del Conde de Finat en aquel tren, publicada el 12 de marzo de 1942, podía leerse: «Ayer a las 10.00 llegaron a la estación de Príncipe Pío, en el expreso de Irún, procedente de San Sebastián, los restos mortales del conde de Finat. Esperaban al cadáver en la estación numeroso público, así como destacadas personalidades, autoridades y jerarquías. Colocados los restos en la carroza, se formó la comitiva y ocuparon la presidencia el ministro de Asuntos Exteriores, Serrano Suñer; el ministro de Agricultura, Miguel Primo de Rivera; el embajador de Alemania, Eberhard von Stohrer, y varios familiares del finado, así como su hijo, el conde de Mayalde». Este último, además, era José Finat y Escrivá, nada menos que el embajador de España en la Alemania nazi.

Complot
Sorprendentemente, a Marenches no le ocurrió nada. Stohrer no le delató y el galo salió de allí a toda prisa. Tuvieron que pasar dos años para que descubriría la clave de aquel milagro, cuando leyendo la prensa en julio de 1944 descubrió que el citado diplomático nazi formó parte del fracasado complot contra Hitler. Ocurrió el día 20, cuando explotó una bomba colocada en la sala de conferencias donde el «führer» estaba reunido con sus principales colaboradores en su cuartel general de Prusia Oriental. Aunque solo sufrió quemaduras leves, Stohrer y los demás conspiradores le creyeron muerto, poniendo incluso en marcha su plan para hacerse con el poder en Alemania. Fue el último de los cuarenta y dos intentos contabilizados de asesinar al líder nazi y el que más cerca estuvo de acabar con su vida y su régimen.

Pero la jocosa anécdota Marenches no queda ahí, ya que una vez salido a todo prisa de la estación de Príncipe Pío, no se le ocurrió otra cosa que elegir el hotel Florida para hospedarse, precisamente el mismo en el que solían alojarse los agentes de la Gestapo. Un error que esta vez pudo subsanar antes de llegar allí, puesto que un periodista norteamericano amigo suyo le dijo que ni se le ocurriera. Le mandó a otro lugar seguro.

https://www.abc.es/historia/abci-ro...unda-guerra-mundial-201806250118_noticia.html
 
La verdad tras el español que demostró la barbarie de los sádicos guardias nazis
Francisco Boix, preso en el campo de concentración de Mauthausen, logró esconder más de 20.000 fotografías que sirvieron para incriminar a los altos jerarcas nazis

SeguirManuel P. Villatoro@ABC_Historia
Actualizado:26/10/2018 19:14h.https://www.abc.es/historia/abci-se...ler-en-un-matarife&vli=noticia.video.historia

El idílico manto verde que cubre la región de Viena (al norte de Austria) en la que se encuentra el campo de concentración de Mauthausen contrasta radicalmente con la espantosa situación que vivió allí el fotógrafo Francisco Boix, uno de los más de 7.200 presos españoles que tuvo que soportar durante casi un lustro las tropelías y vejaciones de las tropas de las SS tras ser deportado desde Francia. Con todo, su paso por el lugar fue clave para la Historia. Y es que, gracias a que trabajó para los nazis revelando instantáneas en un barracón, este catalán pudo esconder más de 20.000 imágenes hechas por los alemanes en las que se retrataba la barbarie a la que fueron sometidas las más de 200.000 almas allí encerradas.

Las vivencias de Boix, testigo de los aliados tras la Segunda Guerra Mundial en los juicios de Núremberg y Dachau, son las mismas en las que se basa «El fotógrafo de Mauthausen», la última película protagonizada por Mario Casas. Un largometraje que recoge la historia olvidada que, en 2015, recuperó el historiador Benito Bermejo con su libro, «El fotógrafo del horror».

Exilio
La historia de Boix, tal y como señalaba Bermejo a ABC en 2015, comenzó el 31 de agosto de 1920 a las siete de la mañana, día en que España (y más concretamente Barcelona) le vio nacer. De familia republicana y catalanista, Paco no tuvo una mala infancia. De hecho, la capacidad económica de sus padres hizo que no pasara estrecheces y que pudiera comenzar el bachillerato (algo no muy usual por entonces). En los años siguientes, Bartolomé –su padre- despertó el interés del pequeño por la fotografía, lo que provocó que Francisco no tardara en empezar a hacer decenas y decenas de imágenes.

Con la llegada de la Guerra Civil en julio de 1936, Boix entró a formar parte de las Juventudes Socialistas Unificadas de Cataluña (de carácter republicano) sin dejar de lado su gran afición, Por ello, siempre solía viajar acompañado de su cámara «Leica», una de las mejores máquinas de la época.

boix-kPo--510x349@abc.JPG

Francisco Boix
Posteriormente, mientras republicanos y nacionales se enfrentaban en media España, Boix empezó a trabajar como fotógrafo para revistas como «Juliol» y comenzó a ser conocido gracias a los múltiples retratos que hizo de líderes políticos de la talla de Dolores Ibárruri(la Pasionaria) o Largo Caballero. «Pasionalmente fotógrafo», como se le definió a posteriori, Boix pasó por el frente de batalla, aunque se desconoce si cómo combatiente, cómo reportero gráfico o ambas cosas. Así continuó hasta que, en 1939, las tropas de Franco tomaron Barcelona. Ese fue el momento en el que, al igual que otros tantos republicanos, se vio obligado a abandonar la región y huyó a Francia.

Pocos meses después de asentarse en su nuevo hogar, la (mala) suerte quiso que el país entrase en guerra con Alemania. La necesidad de tropas hizo que tanto él como una buena parte de los republicanos exiliados fueran «reclutados» por los galos para realizar tareas logísticas. Boix, particularmente, pasó a formar parte de la 28ª Compañía de Trabajadores Extranjeros, un grupo de apoyo del ejército con el que fue enviado hasta el noreste del país. Tiempo después, en mayo de 1940, la « Wehrmacht» (las fuerzas armadas germanas) se abalanzó sobre las líneas de defensa francesas por sorpresa capturando a miles de presos. Entre ellos se encontraba nuestro protagonista quien, tras un periplo por la región, fue enviado por tren al campo de concentración junto a otros 1.506 republicanos.

Llegada al campo
El 27 de enero de 1941, Boix llegó a Mauthausen, un emplazamiento levantado en 1938 por presos que habían sido enviados, a su vez, desde Dachau. Curiosamente, la puerta que dio paso a este catalán a un encarcelamiento de casi cinco años es la misma que, actualmente, atraviesan miles de turistas al día.

Una vez en Mauthausen, fue trasladado al campo interior, el cual estaba formado por una plaza principal (Appellplatz) acompañada de una veintena de barracones destinados a albergar a los presos. Todo este complejo estaba rodeado, en principio, por una verja electrificada. Allí, Boix se encontró con que los presos hispanos ya habían formado un grupo bastante numeroso. No en vano, en la primavera de 1942 ya habían sido más de 7.200 los que habían portado en su ropa el triángulo azul invertido (signo de que eran «apátridas») rematado con una «S» de grandes dimensiones (la cual denotaba que eran españoles).

Aunque nuestros compatriotas sufrieron allí todo tipo de vejaciones en Mauthausen, algunos pudieron presumir también de tener algo suerte. Uno de ellos fue Francisco, quien, meses después de bajarse del transporte, entró a formar parte de la oficina del «Erkennungsdienst», un «Kommando» o grupo de prisioneros encargados de realizar las denominadas «fotografías de identificación» de los reos que llegaban al lugar.

boix1-kPo--510x349@abc.JPG

Boix, en una imagen antes de entrar en el campo de concentración
En su nuevo destino (ubicado en un barracón en el campo exterior de Mauthausen), Boix se toparía a lo largo de los años con varios españoles como Antonio García Alonso y José Cereceda. Este trío de presos fue el encargado, además, de fotografiar a todas las personalidades germanas que visitaban el campo y de dejar constancia gráfica de cualquier suceso extraordinario. Entre los mismos, se destacaban las muertes de los reos que se hubiesen producido por causas «no naturales» (muchas veces, asesinatos premeditados de los guardias nazis).

A Boix, cuyo talento quedó patente desde que comenzó a trabajar en este barracón fotográfico, los altos cargos de las SS también le solían encargar retratos personales. Este «trabajillo» extra lo solía realizar a cambio de unas monedas que se sumaban a las que ganaba por estar al mando del «Erkennungsdienst» (y las que canjeaba en Mauthausen por objetos como peines, jabón u otros «caprichos»).

Poco a poco, Boix terminó siendo un preso con ciertos privilegios, algo que –entre 1943 y 1944- sucedió a muchos de los reos de nuestro país. «Cuando los españoles llegaron a Mauthausen su mortalidad era altísima. Sólo eran superados por los rusos. Pero, de los que quedaron vivos, muchos terminaron integrándose en el sistema del campo y convirtiéndose en “funcionarios”. Se podría decir que, aquellos que resistieron los tres primeros años, tuvieron muchas posibilidades de sobrevivir hasta el final», señalaba en 2015 a ABC Christian Dürr, jefe de Archivos e Investigación Histórica del Memorial del campo de Mauthausen. Bermejo era de la misma opinión: «Llegado el año 42, los presos españoles no estaban, en general, mal ubicados. Todo aquel que superó esta fecha tuvo muchas cartas a favor para poder llegar hasta el final sano».

Fotografías del horror
Tras su entrada en el «Erkennungsdienst», Boix continuó haciendo y revelando cientos de fotografías por orden de su jefe inmediato, el suboficial de las SS Paul Ricken (quien podía presumir de ser, además de un miembro del NSDAP desde antes de la Segunda Guerra Mundial, un válido profesor de historia del arte). Su trabajo se extendió, según afirmó posteriormente el catalán, hasta 1943, año en que –tras la derrota de la «Wehrmacht» en Stalingrado ante el Ejército Rojo- las órdenes cambiaron. Al parecer, y ante el temor de que los aliados llegasen hasta Austria, los altos mandos del campo decidieron acabar con todas las instantáneas comprometedores que había archivadas con el objetivo de que no se descubrieran las atrocidades cometidas.

«Cuando el ejército alemán fue derrotado en Stalingrado, llegó una orden del Departamento Político de Berlín para que se destruyesen todas las películas. Mi anterior jefe de las SS cumplió esa orden hasta que se cansó y me dieron la orden de continuar», explicó Boix a los aliados. Aquel fue un craso error por parte de los germanos, pues el catalán empezó a guardar los negativos de las imágenes más comprometedoras que pudo hallar para que, llegado el momento, pudieran ser usadas contra los nazis. Para esta ardua tarea se ayudó principalmente de sus camaradas del «Erkennungsdienst» y de los españoles encarcelados en el campo de concentración. Éstos escondieron las instantáneas en todo tipo de emplazamientos como viejas chimeneas o bajo los barracones.

presos-kPo--510x349@abc.JPG

Algunos presos se suicidaban lanzándose sobre la alambrada electrificada
Boix también contó con la colaboración del «Kommando Poschacher», un grupo de españoles que, al trabajar en una cantera fuera de Mauthausen y disponer de régimen de libertad vigilada, podían deambular por el pueblo ubicado cerca del campo sin levantar sospechas. Aquella ventaja les permitió recibir de Francisco un paquete de negativos robados que, en otoño de 1944, entregaron a una mujer de la zona. Anna Pointner, como se llamaba la susodicha, quiso colaborar con ellos y ocultó aquel tesoro al abrigo de una pared de piedra ubicada tras su vivienda. El muro aún se conserva, aunque es imposible encontrar el lugar en el que se encubrieron estos documentos.

Con la llegada de los aliados el 5 de mayo de 1945, Boix comenzó a recopilar todos aquellos negativos hasta contar, como señaló posteriormente, con 20.000 de ellos (un tercio del total de las fotografías realizadas en el «Erkennungsdienst»). Las imágenes debieron ser bastante esclarecedoras, pues el catalán tuvo que presentar varias de ellas (las más crudas, todo sea dicho) en los juicios contra los jerarcas nazis realizados en Núremberg y Dachau. Y es que, con semejantes pruebas (en las que podían verse desde cadáveres tiroteados, hasta prisioneros famélicos) solo un estúpido se atrevería a decir que el Holocausto no había existido.

Su testimonio, determinante para enjuiciar y castigar a varios guardias de las SS, ha pasado, sin embargo, de puntillas en la Historia. Al menos hasta ahora. No es extraño, pues Boix falleció en la cama de un hospital cinco años después de la liberación de Mauthausen dejando tras de sí un gran nicho de información con respecto a su vida. Esta escasez de datos provocó, incluso, que algunos de sus compañeros como Antonio García afirmaran que el catalán no era más que un adulador de los nazis que se apropió de un plan (el de robar las fotografías) que no era suyo. Fuera como fuese, el fotógrafo español de Mauthausen dejó una marca imborrable en la Segunda Guerra Mundial.

Enlace original, incluyendo video:
https://www.abc.es/historia/abci-fo...icos-guardias-nazis-201810260235_noticia.html
 
El revolucionario navío español que hizo estremecerse de terror a los ingleses y a los piratas
Antonio Barceló ideó las lanchas cañoneras a finales del siglo XVIII, unos pequeños buques capaces de bombardear las posiciones enemigas y de batir a grandes buques enemigos en el mar

SeguirManuel P. Villatoro@ABC_Historia
Actualizado:06/05/2019 10:13hhttps://www.abc.es/historia/abci-en...-a-nuestros-heroes&vli=noticia.video.historia

Si hay algo más castizo que un botijo rebosante de vino o un cocido hecho en la capital, eso es despreciar al que te puede hacer sombra. Es lo que tiene el español, que puede soportar horas de batalla con una espada en la diestra y una daga en la siniestra, pero sufre como un recién nacido cuando aquel que se encuentra a su lado puede asomar la testa un poco por encima de la suya. Sirva como ejemplo un héroe tan ingenioso como despreciado: Antonio Barceló y Pont de la Terra. Marino de corazón, pero no de birrete, este mallorquín ideó un ingenio tan útil (y barato) como las lanchas cañoneras, pero fue vilipendiado y pisoteado por sus compañeros por no haber estudiado para oficial.

Por fortuna (aunque dicen que la suerte se busca, y no se halla por mera casualidad) el tiempo pone a cada uno en su lugar y, tres siglos después de que viniera a esta España desagradecida, ya son varios los historiadores que han desempolvado su figura y se baten por conseguir que ocupe el lugar que merece. El podio de los inventores de nuestro país. Y, para más inri, con un ingenio que -aunque no tenía palo cual fregona o Chupa Chups- sirvió para arrear un buen estacazo en la nuca tanto a los ingleses como a los piratas de Argel. Ya lo escribió el insigne historiador y marino Cesáreo Fernández Duro en su colosal«Historia de la Armada Española desde los Reinos de Castilla y Aragón» (fuente obligada): «Su efecto se ha de juzgar por […] el sentir de nuestros enemigos, que las sentían formidables».

De la nada a oficial
Pero vayamos al principio, como toda buena historia. Los libros nos obligan a fechar el nacimiento de Barceló en la Noche Vieja del año 1716 (la casualidad casi le predestinó para tener buena estrella). Así lo corrobora el doctor en Historia y colaborador del diario ABC Agustín R. Rodríguez González en su laureada obra «Antonio Barceló. Mucho más que un marino corsario» (Edaf, 2016). Narra el experto a este diario que nuestro protagonista fue afortunado, pues vino al mundo en el seno de una familia que se contaba entre la clase bien de la región gracias a su padre. Dicen que al César lo que es del César, y este hombre había logrado una patente de corso y el privilegio de prestar servicio de correo entre Mallorca y Barcelona tras demostrar que andaba sobrado de naso en la conquista de la isla de Cerdeña allá por julio de 1717. Para quitarse el morrión.

Carlos III organizó contra el nido de piratas de Argel. Una ciudad cuyo gobernante se nutría recibiendo dinero de los corsarios musulmanes que robaban a España. Desde la península se confiaba en conquistar la región a la velocidad del rayo... pero en esta vida no hay nada fácil. Y nuestro Barceló lo sabía. Él prefería apostar de forma segura y aplastar las defensas enemigas a golpe de cañón desde la lejanía. Pero ni caso. Su opinión fue despreciada. El desembarco fue una tragedia en la que murieron más de 5.000 de los nuestros y se perdieron 10.000 armas en la arena.

Barceló palió los daños disparando al enemigo a quemarropa para que los nuestros pudieran retirarse. Fue un héroe, y eso no gustó demasiado a sus superiores, a los que había dejado en ridículo. Con todo, no tardó en saberse que había combatido bien. Aunque los culpables del desastre no pudieron quejarse, pues la mayoría fueron ascendidos. Más allá de esta injusticia, su valor fue reconocido y, a la postre, le nombraron jefe de escuadra. Así fue como, en 1779, recibió el mando de las fuerzas navales encargadas de bloquear Gibraltar (ya en poder inglés). En palabras del experto no hizo un mal trabajo, pues apresó a una buena parte de los barcos que intentaban llevar alimentos a la zona. Sin embargo, su pequeña escuadra no fue rival para tres grandes convoyes organizados por la «Royal Navy» en los meses posteriores. Con tan solo unos pocos buques bajo sus órdenes tuvo que tirar la toalla y no plantar batalla.

barcelo-kgRH--510x349@abc.jpg

Antonio Barceló
En ese momento una buena parte de los oficiales de carrera se lanzaron contra él como buitres. «Mientras fue un corsario afortunado no molestó a nadie. Pero como jefe de escuadra creaba recelos. Además, se cargó contra él por ser sordo. Se decía que no podía mandar nada», completa Rodríguez. Al final, se trató de asediar Gibraltar mediante unos barcos brutalmente grandes y caros (lasbaterías flotantes, unas endebles plataformas de artillería) en septiembre de 1782. Todo ello, contra los consejos de Barceló. El ataque fue un desastre, pero se reconoció su buen hacer con un nuevo ascenso. Todo esto (y mucho más) engrosaba su hoja de servicios como militar. Pero a nuestro mallorquín todavía le quedaba mostrar sus dotes como inventor. Y vaya si lo iba a hacer...

Pequeñas y letales
Fue durante 1780, en mitad de la vorágine y la desesperación por hacerse con la plaza de Gibraltar, cuando Barceló -un hombre ilustrado a pesar de no contar sobre sus hombros con una carrera académica- ideó las pequeñas y letales lanchas cañoneras. Unos bajeles minúsculos cuyo principal activo era su tamaño (la escasa precisión de las armas de la época hacía que fuese casi imposible mandarlas al fondo de las aguas) y que portaban un cañón de 24 libras, el mayor que podían llevar sin hundirse. El resultado era un barquichuelo virtualmente invulnerable que, como señala Rodríguez, causaba más de un quebradero de cabeza a los posiciones enemigas. Y eso, por un precio minúsculo. Todo ventajas, oigan.

resizer.php

Asedio Gibraltar
Así define Fernández Duro las características de los primeros ingenios de Barceló en la mencionada obra: «Las primeras tuvieron 56 pies de quilla, 18 de mayor manga, seis de puntal; 14 remos por banda, un cañón de 24 de largo alcance sobre cureña de marina, parapeto alzado dos pies sobre la borda con forro interior y exterior de corcho y movimiento para alzarlo o abatirlo». En sus palabras, las construidas después se mejoraron con un «forro exterior de plancha de hierro hasta por debajo de la línea de flotación» y una «superficie curva» llamada reducto que «protegía por completo el flanco enfilado». Para su tamaño eran «verdaderos barcos de coraza, dotados de velas latinas, de gran marcha al remo» y cuyo efecto causaba terror en los enemigos.

Rodríguez (fuente también obligada en lo que a lanchas cañoneras y temas navales se refiere) afirma en su obra que, aunque estos barcos contaban con varios problemillas (su borda baja hacía que se pudiesen ir a pique con el mal tiempo), fueron revolucionarias. Tan convencido andaba nuestro Barceló de que revolucionarían la forma de combatir en pleno asedio de Gibraltar que sufragó de su propio bolsillo las dos primeras, así como las pruebas para demostrar su eficacia. El 29 de enero de 1870 tuvieron su bautismo de fuego cuando lograron salvar a una fragata española acosada por una pequeña flota británica. La efectividad fue tal que el mallorquín no tardó en escribir a Su Majestad Carlos III para comenzar su construcción a puñados. Y este, que de tonto no tenía un pelo, aceptó. Aunque, a la larga, varios problemas dilataron su producción en masa.

Contra tierra y mar
Cuenta Fernández Duro que, la primera vez que los ingleses las vieron desde Gibraltar, se burlaron de ellas. Pero, lo que son las cosas, no tardaron en pasar de la risa al llanto cuando se percataron de que atinarlas era un auténtico quebradero de mollera. Y no solo por su escaso tamaño, sino porque solían atacar como molestos moscones en plena noche y era «imposible apuntar a su pequeño bulto». En la ciudad causaron auténticos problemas al enemigo. «Noche tras noche enviaban sus proyectiles por todos lados de la plaza, haciendo cambiar de sitio los vecinos, sin dejarles un momento de reposo. Ni aún los hospitales se veían libres, que muchos enfermos fueron muertos en sus camas. Este bombardeo nocturno fatigaba a los soldados mucho más que el servicio de día», escribía el capitán de navío «british» Sayer en la época.

En Gibraltar, el cañoneo se hizo insoportable. A veces, «por casualidad o certeza de los artilleros», caía una bomba en un cuartel que obligaba a todos los ingleses a salir de sus casas. La única posibilidad que hallaron los defensores fue hacerlas saltar por los aires con sus cañones desde tierra, pero fue algo inútil. «Primeramente trataron las baterías de deshacerse de las cañoneras, disparando al resplandor de su fuego; después se advirtió que se gastaban inútilmente las municiones», completaba Sayer.

lancha-canoera-kgRH--510x349@abc.jpg

Lancha cañonera
Rodríguez explica de forma pormenorizada las ventajas que tenían las lanchas también en los combates navales. El autor es partidario de que, «de nuevo, su pequeño tamaño las hacía casi imposible de ser alcanzadas con los rudimentarios sistemas de puntería de los barcos de la época». Las cañoneras, por su parte, podían batir adversarios mucho más contundentes si el viento estaba calmado o «caía» ya que «las cañoneras, propulsadas a remo, se situaban por los sectores menos defendidos del enemigo (a proa y a popa) y podían batirle casi impunemente de enfilada». En palabras del doctor en Historia, la única respuesta de los bajeles contrarios era cargar sus bocas de fuego con metralla y rezar para que alguno de los balines impactara sobre el casco o la tripulación. Por desgracia, si el aire arreciaba, la movilidad del contrario aumentaba, lo que hacía que no hubiese mucho que temer de ellas.

No debieron funcionar más las lanchas de Barceló, pues los ingleses terminaron copiándolas con algunas modificaciones. La principal: sustituir el cañón por una pequeña pieza de desembarco. Pero amigo, se batían el cobre con sus inventores... «Aunque inferiores en poder artillero, las lanchas británicas, sin el peso de la enorme pieza, eran más rápidas y maniobreras que las españolas y contaban con mayor dotación, por lo que intentaban abordarlas por el costado eludiendo el mortal fuego del cañón de proa. Esta táctica dio algún resultado en situaciones excepcionales, pero lo regular era que la formación española, en la que cada buque cubría al adyacente, rechazara el ataque», añade el experto. Las copias, que jamás llegan a la altura del original.

«Machacó el nido de piratas de Argel sin apenas bajas, casi gratis»
Las cañoneras españolas demostraron su efectividad en 1783. Ese año, Barceló recibió el mando de la flota encargada de castigar el infame nido de piratas de Argel. Con una fuerza compuesta por 4 navíos de línea, 4 fragatas, 4 balandras, 2 galeotas, 10 jabeques, 2 bergantines, 4 brulotes y estos pequeños ingenios, el 1 de agosto comenzó el ataque. Desde entonces, se lanzaron más de 7.500 proyectiles contra el lugar. «Fue un coste terrible para Argel, que tuvo que construir defensas y destinar hombres a ellas», determina el historiador. El plan fue todo un éxito, pues la región pidió la paz a España tras un duro castigo, cientos de bajas y edificios destruidos, y tan solo 30 muertos del bando hispano debido a la explosión repentina del cañón de una lancha. «Barceló machacó el nido de piratas de Argel sin tener apenas bajas. Casi gratis», completa Rodríguez. Barceló regresó como un héroe a España, donde murió en 1797.

Video en el siguiente enlace:
https://www.abc.es/historia/abci-re...-ingleses-y-piratas-201905060134_noticia.html
 
El cruel destino de Pedro Mohíno, el militar que izó la tricolor en Sol y fue fusilado por la II República
Encaramado en lo alto de un vehículo, un hombre uniformado concentró las miradas y los objetivos mientras era sujetado por una pirámide humana y enarboló una bandera tricolor, que sería decretada oficialmente pocos días después.

SeguirCésar Cervera@C_Cervera_M
Actualizado:06/05/2019 10:36h

Las elecciones municipales celebradas el domingo 12 de abril de 1931provocaron un seísmo en el panorama político de España. Las candidaturas republicanas consiguieron la mayoría en cuarenta capitales de provincia y, en unas elecciones consideradas por las fuerzas de izquierda como plebiscitarias, la España antimonárquica se sintió legitimada para cambiar el sistema político del país. A las diez y media de la mañana siguiente, el presidente Aznar-Cabanas entró en el Palacio de Oriente de Madrid para celebrar el Consejo de Ministros rodeado de una nube de periodistas. Preguntado por si habría crisis de gobierno, Aznar-Cabanas contestó: «¿Que si habrá crisis? ¿Qué más crisis desean ustedes que la de un país que se acuesta monárquico y se despierta republicano?».

El 14 de abril los acontecimientos se precipitaron. A primeras horas de la tarde, unos funcionarios socialistas izaron una bandera tricolor republicana en lo alto del edificio de Correos y Telégrafos de la plaza de la Cibeles. Desde allí, la multitud se dirigió por la calle de Alcalá hacia la Puerta del Sol, donde se encontraba el Ministerio de la Gobernación. Entre cientos de personas con banderas republicanas y algunos retratos de los capitanes Fermín Galán y Ángel García Hernández, ejecutados por la sublevación de Jaca, se hizo una de las instantáneas más célebres de la historia de España.

Fue también Mohíno uno de los que entró el primero en el viejo caserón del Ministerio de Gobernación, hoy sede de la presidencia de la Comunidad de Madrid, para colocar la bandera tricolor en el edificio


Encaramado en lo alto de un vehículo, un hombre uniformado concentró las miradas y los objetivos mientras era sujetado por una pirámide humana y enarbolaba una bandera tricolor. Como explica Pedro María Corral Corral, autor de «Eso no estaba en mi libro de la Guerra Civil» ( Almuzara), aquel militar que se abrió paso entre la multitud era el teniente Pedro Mohíno, de 26 años. Y fue ese mismo oficial quien entró el primero en el viejo caserón del Ministerio de Gobernación, hoy sede de la presidencia de la Comunidad de Madrid, para colocar la bandera tricolor en el edificio.

Frente Popular. Finalmente, Mohíno logró izar la bandera republicana de su unidad y entrar en el edificio municipal, aunque Alcalá iba a cambiar muy pronto de manos.

Días después, Mohíno y su regimiento se rindieron ante los bombardeos de la aviación republicana y la llegada de la columna de fuerzas gubernamentales dirigida por el coronel Ildefonso Puigdendolas. Según el 2º Tomo de la Historia de los Ingenieros (Oct-2003), el capitán Mohíno se ofreció como único responsable de la rebelión para salvar a sus compañeros y pactó con Puigdendolas no inculpar al personal de tropa.

Con todo, durante el acto de rendición los milicianos mataron a dos oficiales de Ingenieros e hieren a un tercero, de modo que solo la intervención del coronel, pistola en mano, evitó una más que probable masacre. Un día después fueron conducidos a la cárcel Modelo de Argüelles en Madrid.

Sin gloria ni gratitud
El intento de ajusticiar sin juicio alguno a Mohíno y al resto de oficiales acuartelados en Alcalá de Henares se repitió incluso en prisión. El 22 de agosto se produjo una masacre organizada por los milicianos en la Cárcel Modelo. Los milicianos accedieron a la cárcel con la excusa de un incendio, y desde allí abrieron fuego contra cuantos presos encontraron en el patio. El capitán Mohíno sobrevivió de milagro a la masacre, lo que únicamente le dio dos días más de vida.

milicias-k02E--510x349@abc.jpg

Las milicias saliendo de Alcalá de Henares hacia Guadalajara, con un pan bajo el brazo y pobremente equipados. - José Díaz Casariego
El día 23 de agosto, los oficiales sublevados fueron juzgados de forma sumaria en la Cárcel Modelo de Madrid. Como recoge Corral en su libro, Mohíno defendió su rebelión en que se «habían sublevado contra el Gobierno, pero no contra el régimen» y –así lo confesaba– no había tenido contacto alguno con las autoridades de los sublevadas en Marruecos: «Aunque en espíritu estuvieron con ellas, por el deseo de que reinase el orden y la tranquilidad en España». «Mi actos los guía el corazón y no el cerebro», afirmó para justificar su papel en los sucesos de Alcalá de Henares.

A pesar de recordar que había empuñado el primero la bandera tricolor, Mohíno fue condenado por rebelión militar a muerte por un Tribunal Especial. Curiosamente, entre los otros acusados se encontraba un militar que había participado en la sublevación antimonárquica de Jaca, previa a la proclamación de la Segunda República.

El capitán y sus compañeros fueron ejecutados en la mañana del lunes 24 de agosto en la Universidad Complutense de Madrid. Ningún familiar se pudo hacer cargo de los restos de Mohíno y, durante tres años, nadie supo del paradero del cuerpo. En junio de 1939, sus restos fueron exhumados y entregados a la familia que enterró al capitán en el cementerio de la Almudena.

Enlace a video:
https://www.abc.es/historia/abci-cr...-fusilado-republica-201905060134_noticia.html
 
La guarida de la bestia nazi: así era el inexpugnable búnker de Hitler
El «Führerbunker» contaba con unas 30 habitaciones y estaba protegido por una espesa capa de hormigón de entre 2,2 y 4 metros de grosor
bunker1-ktF--620x349@abc.jpg


SeguirManuel P. Villatoro@ABC_Historia
Actualizado:07/05/2019 08:55hhttps://www.abc.es/historia/abci-un...ler-del-terror-rojo&vli=noticia.foto.historia

En febrero de 1945 la guerra estaba perdida para el nacionalsocialismo. Con los soviéticos camino a Berlín, los principales jerarcas nazis sabían que solo era cuestión de tiempo que las escasas fuerzas que defendían la urbe capitularan y el autorpoclamado Reich de los mil años se convirtiera en polvo. El mismoAdolf Hitler no albergaba, en parte, fe alguna en la victoria. Aunque él achacaba todo aquel desastre a la estupidez de sus subordinados. El mismo Heinz Guderian, uno de los generales más efectivos y racionales del frente del Este (además de arquitecto de la defensa de Berlín), tuvo que sufrir sus delirios. «¡Usted no supo valorar la situación ante Moscú durante el invierno de 1941 […], y tampoco sabe usted interpretar correctamente esta situación!», le increpó en una ocasión.

Tampoco tuvo piedad con sus tropas, apabulladas ante el empuje enemigo: «¡Mis divisiones de las SS se han olvidado de combatir! ¡Se han convertido en unos cobardes!». El peligro rojo hizo, en definitiva, que el Führer dejara de discernir entre amigos y enemigos. Su miedo era entendible. A finales de febrero los soviéticos alcanzaron el río Oder, lo que implicaba hallarse a menos de 80 kilómetros de la capital. El miedo se hizo entonces patente en un Führer apático y cuyo cabello había encanecido -en parte- debido a la presión. Por el pudo ser y no fue; por haber caído a los infiernos tras saborear victorias como las de Polonia y Francia. Todo ello hizo que, a mediados de febrero, Hitler decidiera retirarse a la seguridad del «Führerbunker», un refugio antiaéreo ubicado en los alrededores de la Cancillería en el que pasó sus últimos días antes de suicidarse el 30 de abril de 1945.

Mucho se ha hablado de aquel refugio, la última morada de la (en otros tiempos) altiva águila nazi. Pero la imagen que ha perdurado del «Führerbunker» es más mítica que real. Poco tenía aquel emplazamiento de gigantesca mansión subterránea, y mucho de inmundo agujero. El famoso historiador Joachim Fest así lo define en «El hundimiento», su obra más famosa hasta la fecha: «Cuando en días del inminente final faltó a veces el agua, tomó cuerpo, procedente sobre todo el antebúnker, un hedor casi insoportableen el que los vapores de los grupos electrógenos diésel, el penetranteolor a orina y el sudor humano formaban una mezcla repugnante». Así acabó el orgulloso Hitler sus días: en un hediondo agujero y acompañado de una botella de oxígeno que calmaba el terror que le daba ahogarse en aquella tumba de hormigón.

Ardenas. Hundido tras haber sido derrotado, abandonó su denominada «Oficina 500» (en la ciudad de Bad Nauheim) y regresó a sus dependencias en la Cancillería de Berlín. Allí vivió hasta mediados de febrero, entre reuniones constantes con sus generales, charlas con sus colaboradores más cercanos y mapas. Su única esperanza era que los soviéticos no cruzaran el río Oder, lo que supondría su llamada a las puertas de la capital. «Berlín se defiende en el Oder», repetían como un mantra el Führer y el ministro de Propaganda Joseph Goebbels. Por ello, en las semanas siguientes ambos se esforzaron en llevar todos los refuerzos que pudieron hasta la zona.

resizer.php

Hitler y Eva
Mientras, en Berlín, la situación era dantesca para los nazis. Los tiempos en los que los alemanes se presentaban voluntarios por centenares para acabar con el enemigo se habían acabado. Ahora, la población estaba desencantada y hambrienta. De hecho, se hizo popular un amargo chiste en la ciudad: «Se ofrece gran retrato de Hitler a cambio de pan pequeño de Wittler [el propietario de una popular panadería]». A pesar de ello, el Führer se empeñó en defender la ciudad hasta el último hombre. «Yo he derrotado al comunismo en Alemania. A los bolcheviques rusos también los aplastaré», afirmó en una ocasión. Fest es partidario de que «Goebbels no retrocedió ante nada para obligar al pueblo alemán a seguir derramando su sangre en la guerra». Y no le falta razón. Ejemplo de ello es que se prohibió a la población (bajo pena de muerte) izar banderas blancas o rojas cuando los soviéticos pusiesen un pie en la zona.

En la calle se llamaba a la lucha y a morir por Hitler. En la Cancillería, por el contrario, el ambiente era mucho más apático y desesperado. No había victoria posible. A mediados de febrero, el Führer decidió abandonar sus dependencias habituales y retirarse hasta la seguridad del «Führerbunker». Las fuentes difieren bastante sobre el momento exacto en el que tomó esta determinación. Algunos jerarcas nazis (cuyos testimonios se recogen en «El informe Hitler», Tusquets, 2008) especificaron que fue a mediados de febrero y que lo hizo acompañado de su amada Eva Braun y de su médico personal, el sucio y maloliente Theodor Morell. Fest, por su parte, fecha este momento entre enero y febrero. Otros (como la mítica revista «After the battle» -editada desde 1973-) retrasan este instante hasta el mismo abril.

Construcción
¿Cuándo comenzó la construcción del edificio al que Hitler se trasladó entre enero y abril? Fest afirma que, ya en el año 1933 (cuando el nazismo se hizo con las riendas de Alemania) el Führer «dio orden de hacer una serie de reformas en la cancillería, exigiendo, como uno de los proyectos indispensables en el edificio, la construcción [futura] de un subterráneo tipo búnker». Poco después, en 1936, su sueño se hizo realidad cuando se dotó de un refugio antiaéreo al salón de actos levantado por el arquitecto Leonhard Gall en uno de los jardines del área gubernamental. A su vez, y aprovechando la edificación de una nueva Cancillería por parte de Albert Speer, se añadieron varias salas más a este complejo. El resultado fue un fortificación subterránea de pequeñas dimensiones ubicada en las cercanías de la sede del gobierno.

Tras el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, se construyó un túnel que conectó los suburbios de la nueva Cancillería, diseñada por Albert Speer, con este pequeño búnker subterráneo ubicado en los jardines. Este complejo sería conocido como «Vorbunker», y lo cierto es que -a pesar de sus estrecheces- bien podía asegurar la vida del Führer. Sin embargo, el desastre sucedido en Moscú en 1941 reavivó el miedo del líder nazi por un posible ataque de Berlín. «Aunque, por aquel entonces, sus ejércitos mantenían ocupado el inmenso territorio que se extendía entre Stalingrado, Hammerfest y Trípolis, Hitler encargó a la oficina de Speer el proyecto de otras catacumbas con varios metros más de profundidad», añade Fest.

ruinas-ktF--510x349@abc.jpg

Ruinas del Führerbunker - ABC
Después de algunas reuniones, se decidió levantar este nuevo refugio a continuación del «Vorbunker» y utilizar este como una suerte de antesala. «Empalmó directamente con el refugio de debajo del salón de actos, que desde entonces recibió el nombre de “Antebúnker”», explica el reputado historiador. El complejo por edificar sería el «Führerbunker» como tal, y se estableció que se construiría a varios metros más de profundidad y que quedaría unido a su hermano mayor por una escalera de caracol. En total, la mole subterránea resultante estaría formada por 30 habitaciones cubiertas por entre 2,2 y 4 metros de hormigón (atendiendo a las fuentes). Las obras comenzaron ese mismo año.

«El jardín a espaldas de la arboleda, con su vetusta arboleda y sus silenciosos senderos […] se vio invadido por cuadrillas de obreros que talaron árboles, acarrearon material de construcción, máquinas de mezclar cemento, armaduras y pilas de tablas encofrado», desvela Fest. A principios de 1945, con la guerra tocando a su fin, la construcción como del «Führerbunker» estaba terminada. Al menos, su estructura principal, pues todavía quedaban detalles por pulir como una torre de vigilancia que jamás pudo ser levantada. Lo mismo ocurrió con una serie de trincheras ideadas para resistir un posible ataque. Con todo, la última guardia de la bestia estaba preparada para albergar el envite final del Ejército de Stalin. A él se sumaron otros tantos edificados para los gerifaltes del Reich.

«Vorbunker»
Al «Vorkbunker» se arribaba desde el recibidor de la cocina de la nueva Cancillería. Desde esta estancia se llegaba a un pequeño recibidor con una escalera. Si se giraba a la derecha, un pasillo conectaba con el Ministerio de Asuntos Exteriores y el Ministerio de Propaganda. Si se continuaba recto, y se bajaban los peldaños, el visitante entraba en un nuevo y largo corredor que, a su vez, contaba con dos puertas herméticas (para evitar el paso del agua y el aire). La primera se hallaba al frente y permitía salir al jardín del Ministerio de Asuntos Exteriores. La segunda, ubicada a la izquierda, era la comunicación con el refugio. El paso hacia la guardia de la bestia.

resizer.php

Estudio de Adolf Hitler
Los redactores de «After the battle» (que visitaron el búnker antes de que fuera demolido) afirman en «La última visita al escenario del su***dio del Führer» -editado en español por ABC durante los años 80- que la entrada daba acceso a un corredor del que salían doce habitaciones, «del tamaño de un armario grande de pared». Seis a cada lado. «Se empleaban para ocupar los ratos de ocio y como alojamiento del servicio», añaden. Fest es de la misma opinión. En sus palabras, dos eran utilizados para la cocina. En ella se preparaba la dieta vegetariana de Hitler, además de una ingente cantidad de pasteles y dulces. Se podría decir que el líder germano estaba obsesionado con ellos. De hecho, en sus últimos días podía comer hasta seis porciones de tarta por jornada.

Otros de los habitáculos sirvieron, además, de depósito de equipajes, cantina, bodegas y despensas. Todo dependía de las necesidades del momento. Ejemplo de ello es que, mientras que el resto de jerarcas tenían sus propios refugios, Goebbels se terminó instalando en tres de estas habitaciones con su mujer y sus hijos. En lo que sí coinciden todos los autores es que las estancias eran frías y desoladoras. La decoración brillaba por su ausencia y dejaba a la vista el gélido y triste hormigón. Y, por si fuera poco, los techos bajos hacían que la sensación de claustrofobia aumentara. Al final del corredor (que servía como comedor para los «habitantes» de la parte superior) se hallaba la escalera de caracol que permitía bajar al «Führerbunker».

«Führerbunker»
La descripción más exhaustiva del «Führerbunker» la dieron los soviéticos en un dossier que ofrecieron a Stalin tras finalizar la Segunda Guerra Mundial (el mismo que se recoge en «El informe Hitler»). Después de descender, se llegaba a una estancia presidida por una puerta acorazada, detrás de la cual comenzaba a extenderse un complejo que se dividía en dos mitades. Antes siquiera de avanzar el visitante podía hallar varios armarios ubicados en la pared derecha que albergaban «todo el equipamiento para la protección antiaérea», desde «trajes antigás», hasta «cascos de acero, mascarillas y extintores». A la izquierda, por su parte, había una mesa rectangular, varios sillones, un reloj de pared y una cabina telefónica.

La primera sala del flanco derecho era el cuarto de máquinas (en la que se hallaba también la instalación para la ventilación). A continuación, otra puerta daba acceso a varias habitaciones conectadas entre sí que albergaban la centralita telefónica (también despacho de Bormann); la sala de primeros auxilios (o consultorio médico, donde dormía también el médico de turno de Hitler); dos dormitorios más y un pequeño espacio de descanso. En la versión que ABC publicó en los años 80 (traducida de la revista ya mencionada) se especifica que dos estancias estaban reservados al ministro Goebbels. Por su parte, en el informe soviético se dejó escrito que pertenecían a Morrel y a Heinz Linge, ayudante personal del líder germano.

despacho2-ktF--510x349@abc.jpg

Despacho del búnker
En la pared izquierda había una puerta que permitía entrar en un cuarto destinado a los servicios (aunque en él se hizo un hueco también a Blondi, la hembra de pastor alemán de Adolf Hitler, y a sus cachorros).

Ya al final del pasillo, una puerta acorazada (custodiada siempre por un guardia personal) permitía llegar a la antesala del salón de reuniones. «Allí, los asistentes a las sesiones solían esperar la llegada del “Führer”. De las paredes colgaban grandes y valiosos cuadros, en su mayoría paisajes italianos. A lo largo de la pared se alineaban entre doce y dieciséis sillones. Delante de este se había instalado una mesa amplia y rectangular con varias sillas con almohadones», se explica en el dossier ruso. Desde esta estancia, lógicamente, se arribaba a la habitación dedicada a las conferencias; aunque también al alojamiento de Eva Braun y al despacho personal de Adolf Hitler. Al fondo de esta sala previa, un cuarto de basuras remataba el corredor.

A las tres últimas estancias solo se podía acceder desde el despacho de Hitler. Como cabía esperar, eran las más importantes de todo el complejo: la habitación del Führer, su baño y su salón privado.

El «Führerbunker» terminaba con dos salidas de emergencia. «De la primera subía una escalera de caracol revestida de losas. Por encima se había construido una torre de forma cúbica y gruesas paredes de hormigón», se explica en el informe soviético. Desde la segunda se ascendía a la superficie por una escalera de incendios metálica. Estaba protegida por una torre cilíndrica en la que se instalaron varias ametralladoras y puestos de observación.

https://www.abc.es/historia/abci-gu...nable-bunker-hitler-201905061638_noticia.html
 
Nelson: así forjó Inglaterra el falso mito del almirante que vapuleó al Imperio español
A pesar de que la historia habla de él como un revolucionario de las técnicas militares, el británico no inventó la táctica que usó contra la armada combinada y era demasiado arrojado
victory-ktaD--620x349@abc.jpg

SeguirManuel P. Villatoro@ABC_Historia
Actualizado:09/05/2019 01:10h

Un hombre valiente, de un ingenio desconocido para la época y un arrojo encomiable. Nadie lo niega. Pero también un adúltero (se acostaba con la mujer de un famoso noble que le creía su amigo), un marino que fue derrotado en repetidas ocasiones por los españoles, y un soldado demasiado temerario al que no le importaba poner en riesgo una flota entera si así lograba doblegar al enemigo. Horatio Nelson es considerado a día de hoy como uno de los grandes hitos de la historia naval de Gran Bretaña. Para ello tuvo a su favor el haber salido vencedor de batallas aparentemente imposibles y, sobre todo, el haber muerto heroicamente en la contienda de Trafalgar luchando contra la flota franco española de Churruca y Lucas. Y todo eso, después de haber servido a sus compañeros la victoria en bandeja de plata. Sin embargo, tan cierto como estos datos es que su leyenda fue engrandecida por los cronistas ingleses quienes, ávidos de encumbrar a este almirante de la «Royal Navy», le dieron a conocer ante el mundo como un experto en humillar a los buques de su majestad católica.

Ahora, desde ABC nos hemos propuesto revisar las batallas de este gran héroe británico. Un personaje cuyo entierro se celebró sin escatimar un céntimo y que se produjo después de que el marino falleciese combatiendo contra el navío de línea «Redoutable» deJean Jacques Etienne Lucas -más conocido por medir menos de 1,50 metros de altura- en la batalla de Trafalgar. Los ingleses, en 1805, hicieron de su fallecimiento una heroicidad increíble afirmando que había tenido la valentía de dirigirse a la cabeza de una columna de navíos contra la formación enemiga. No obstante, y aunque su táctica resultó revolucionaria para la época, tampoco es mentira que su vanidad le hizo lanzarse el primero contra los aliados y no cubrirse -a pesar de ser todo un icono para sus paisanos- mientras sus hombres luchaban a sangre y cañón contra galos y españoles.

Primeros años
Nuestro protagonista, cuarto hijo de Eduard Nelson (un conocido predicador) y Catalina Suchling, vino a este mundo el 23 de septiembre de 1758 en Burnham-Thorpe, un minúsculo pueblo ubicado en el condado de Norfolk (al oeste del país). Llamado Horatio en conmemoración del popular poeta romano, el futuro gran almirante inglés no se sintió nunca demasiado atraído por los estudios o por las artes, por lo que –después de haber terminado de aprender lo básico en la escuela de Norwich- entró en la marina de manos de su tío materno, un tal Suchling (según parece, los «enchufes» estaban a la orden del día en la «Royal Navy»). El calendario se había detenido por entonces en 1770, y su destino fue el navío de 64 cañones «Razzonable». Con todo, aquel primer trabajo era demasiado aburrido incluso para un nuevo grumete como Horatio, por lo que su familiar le acabó mandando a hacer las Indias Occidentales en un barco mercante.

«Volvió de allí en el mes de junio de 1772, y se unió otra vez en Chatan al Capitán Suchling, su tío, quien mandaba entonces el navío “Triunfo”, en donde le hizo instruir en el pilotage, trasbordándole unas veces a un paquebot o otras a una lancha que iba desde Chatan a Londres, y de Swin hasta Nort-Foreland», explica Juan López Cancelada (un periodista español contemporáneo de Nelson) en su obra «Vida del Vicealmirante Nelson», una traducción de las memorias del propio marino. Todo aquel viaje para arriba, y viaje para abajo, le valió al británico para ir curtiéndose en el manejo de las olas y en el manejo de un barco en costas peligrosas. Algunos historiadores, de hecho, se atreven a decir que Inglaterra le debe a estos trayectos el haber forjado a un marino de la pericia de Horatio.

resizer.php

Horatio Nelson
Su primera gran aventura la vivió pocos meses después, en 1773, año en que tuvo el honor de acompañar al capitán Phipps en un viaje a través del Polo Septentrional para hallar una ruta hacia el Norte de América. La decisión sorprendió soberanamente a su tío quien, cuando su sobrino entró en la marina, dijo lo siguiente de él: «¿Qué pecado habrá cometido Horace para que tenga que ingresar en la Marina? Lo mejor que le podrá pasar es que, cuando entre en combate, una bala de cañón le vuele la cabeza». Sus palabras no eran crueles, sino realistas, pues aquel niño era enjuto, extremadamente delgado y «debilucho». Con todo, el adolescente se hizo un hueco en la expedición. «En el momento más crítico del viage fue nombrado Comandante de un bote de cuatro remos para ir con 12 hombres a romper el hielo y reconocer las canoas», añade el experto español. Se dice, incluso, que mató un oso polar para enviar la piel a sus padres como regalo.

Con todo, hasta entonces Nelson solo había surcado las olas, pero no se había enfrentado a ningún enemigo borda con borda. Para eso hubo que esperar hasta meses después, en el momento en el que fue destinado al «Seahorse» en el Océano Índico. Sobre su cubierta entró en combate por primera vez y puso a prueba su entrenamiento. Para su suerte, mantuvo la cabeza sobre los hombros. Aunque poco después su penoso estado de salud (probablemente padeció malaria) provocó que tuviese que ser enviado de vuelta a casa. Se dice que en aquellos meses perdió tanto peso que, cuando llegó a las islas, tan solo era un saco de huesos andante (algo que, curiosamente, se repitió en varias ocasiones durante su vida debido a su precario estado de salud perpetuo). A su vez, y según explica la Academia Uruguaya de Historia Marítima y Fluvial en su dossier «Enfermedades y muerte y Horatio Nelson», durante su recuperación sufrió una fuerte depresión de la que nunca terminaría de salir.

Así lo denotan las palabras que él mismo escribió posteriormente en su diario: «Después de profundas meditaciones en las cuales deseé en más de una ocasión arrojarme por la borda, una racha súbita de patriotismo se encendió en mí y comprendí que pertenecía al Rey y a mi País. Mi mente se complació con la idea y exclamé: "Me parece muy bien, y con la ayuda de la Divina Providencia superaré todos los peligros hasta convertirme en un héroe"». Ese episodio se sucedió antes de recibir su nuevo destino el 24 de septiembre de 1776, cuando fue enviado al «Wolcester» bajo las órdenes del capitán Robinson. Según escribe el cronista español, nuestro protagonista se hizo tan conocido encima de aquel buque que el mismo Robinson solía afirmar que «estaba tan descansado quando Nelson entraba de quarto [hacía su guardia] como si entrase el más antiguo oficial que se hallaba a bordo de su navío».

nelson-art-ktaD--510x349@abc.jpg

Horatio Nelson
En apenas dos años vivió dos ascensos. El primero, en 1777, cuando fue elevado a la categoría de teniente. El segundo, en 1779 (el 11 de julio), año en que –con apenas 20 primaveras- se convirtió en el capitán más joven de la «Royal Navy». En los meses posteriores se dedicó a luchar contra la piratería y el contrabando que asolaban las posesiones británicas en las Américas. Un trabajo que –según dicen las malas lenguas- le costó ser licenciado con media paga allá por 1787. Y es que, molestó al oficial equivocado señalándole que hacerse rico en contra de las normas de Su Graciosa Majestad iba en contra de la corona. Oficialmente, sin embargo, se dijo que le apartaban debido a que la paz había llegado a las aguas. Con todo, aquel no fue el único disgusto que tuvo que aguantar su «carcasa» (como solía llamar a su cuerpo) ya que, durante aquellos días, padeció nuevamente una severa depresión acompañada de tensión nerviosa y ansiedad al ser rechazado por la hija de un clérigo. Regresó a la marina allá por 1792, cuando se le dio el mando del «Agamemnon», de 64 cañones.

San Vicente: la torpeza le hace Vicealmirante
Si existe una batalla reseñable de entre las decenas que libró Horatio Nelson, esa es la del Cabo San Vicente. Y es que, en ella se ganó sus galones como Vicealmirante gracias a su valentía y arrojo. No obstante, tan cierto como la gallardía que mostró aquel día fue la ineptitud del almirante español –José de Córdova- y su mal planteamiento de la contienda que se avecinaba. Una estupidez que, a corto plazo, favoreció que Horatio obtuviese sus medallas. Para entender esta contienda es necesario retroceder en el tiempo hasta el siglo XVIII. Por entonces España se había convertido ya en la «Espagne» debido a que –más por obligación que por interés- había tenido que ponerse a las órdenes de la «France» para no ser invadida por sus militares. A su vez, nuestro país se había visto obligado a sumar a su lista de enemigos a Gran Bretaña, eterna contraria de los galos.

Deseoso de lucir bien ante sus nuevos «amos», Manuel Godoy(Manolito para los ciudadanos, valido de Carlos IV y, según se rumorea, amante oficial de la reina) ordenó a la flota hispana salir viento en popa, y todo lo demás, hacia el sur de Portugal. El objetivo era acabar con un convoy de apenas 10 navíos de guerra británicos (según le habían dicho sus espías) al mando de John Jervis, un almirante sesentón muy «british» él. Para asegurarse la victoria puso al mando al tal Córdova de 27 navíos de línea y otros tantos buques menores. Pero, vaya con el preferido de los reyes, prefirió que salieran zumbando (o navegando) antes que pertrecharse adecuadamente, por lo que los bajeles adolecían de tripulación, víveres y entrenamiento. Fuera por lo que fuese, el hispano llegó a aguas de Cartagena a finales de enero y, en los primeros días del mes siguiente, partió hacia el Cabo San Vicente, donde esperaba hallar a su enemigo.

rescate-ktaD--510x349@abc.jpg

Rescate Santísima Trinidad (museo naval)
El 14 de febrero, día de San Valentín, las flotas se encontraron entre una espesa bruma frente al Cabo San Vicente. Sin embargo, no fue en las condiciones que Córdava hubiese preferido, Y es que, cuando se divisó la primera vela inglesa, la armada hispana navegaba en tres vagas columnas con muchos huecos entre barco y barco (la primera, de cinco bajeles, en vanguardia; la segunda, de dos buques escorados que habían sido enviados a explorar y, finalmente, la última y principal formada por el resto). Esto era algo sumamente peligroso para los españoles, pues impedía concentrar el fuego a la hora de cañonear al enemigo y permitía que los contrarios metiesen hasta la cocina (entre los cascarones rojigualdos) sus propias máquinas de matar. ¿La razón de tan absurda maniobra? El mandamás hispano dejó libertad a sus hombres para moverse sin orden alguno pensando que, con tanta gente como llevaba, era imposible que perdiese la contienda.

Los «british» aprovecharon el error y formaron para dar hasta en la toldilla a los españoles. Mal empezaban las cosas para los nuestros. Y todo, por la torpeza de Córdova. Un hombre, por cierto, que –según parece- debió hacerse aguas mayores cuando vio el desorden que reinaba en su armada y que el enemigo se dirigía hacia ella, pues ordenó a voz en grito hacer virar a sus buques en redondo para cubrir los huecos que había entre navío y navío. Esta inesperada solución fue todavía peor, ya que –debido a la niebla- los cinco navíos ubicados en vanguardia no vieron las señales y se alejaron todavía más (si cabe) del grupo principal. Jervis se relamió y, sabedor de que tenía las de ganar con aquel caos reinando, puso proa hacia el centro de las dos columnas restantes. A las 11 de la mañana comenzó el cañoneo con la siguiente estampa: la mayoría de los navíos británicos enfrentándose a solo 6 españoles del grupo principal que habían conseguido unirse para resistir a los contrarios.

santisimatrinidad-ktaD--510x349@abc.jpg

Santísima Trinidad
Además de todos los fallos que ya había cometido, cuando comenzó la batalla Córdova no logró enviar órdenes concisas a sus capitanes, lo que provocó que muchos barcos se estorbasen. El «San José» y al «San Nicolás» (dos de ellos) llegaron incluso a embestirse, algo que fue aprovechado por Nelson para lanzarse al abordaje del segundo sin oposición y ganarse sus medallas sobre el «Captain». «Habiéndose enredado en aquella confusión, desmantelados ambos, y habiendo caído los aparejos y velas por el costado, delante de las baterías, tuvieron que suspender sus disparos para no incendiarse con ellos, y quedaron sin defensas. (…) En esta disposición abordó Nelson con el“Captain” al “San Nicolás”, entrando por popa», explica el historiador y marino Cesáreo Fernández Duro en su recopilación de las principales batallas navales españolas.

Nelson acabó entonces con los defensores del navío y usó este como plataforma para pasar al siguiente, el «San José», que estaba a su lado. «Rendido el bajel, sirvió de puente a los ingleses para pasar al inmediato “San José”, no desembarazado aún, y que no estaba tampoco en estado de prolongar la defensa. El general Winthuysen, mutilado en el combate de la Leocadía por una bala de cañón, acababa de ser despedazado por otra, y siete oficiales y 149 individuos de todas clases, muertos o heridos, henchían la cubierta», completa el español. Aquellos dos combates le valieron la victoria a Gran Bretaña, además del ascenso a Vicealmirante a Horatio.

Aboukir y los errores galos
La segunda contienda que hizo que el apellido Nelson fuese reconocido en toda Inglaterra fue la acaecida en la bahía de Aboukir. Una batalla cuyo origen se remonta al 19 de mayo de 1798. Fue precisamente esa jornada cuando 32.300 hombres, 13 navíos de línea y más de 300 buques menores partieron del puerto de Tolón hacia Egipto comandados por el mismísimo Napoleón (entonces un prometedor general, pero aún no un Emperador). El objetivo de este gigantesco contingente era conquistar la tierra de los faraones y, una vez asentado en la región, tomar la India para fastidiar –cuanto más se pudiera mejor- la que era una de las colonias más prósperas de Gran Bretaña. Un plan que, sobre el papel, parecía impecable. Y es que, además de un gigantesco ejército, el «Pequeño corso» contaba con uno de los buques más grandes del mundo construidos hasta la fecha: el «L’Orient». Este coloso sumaba 120 cañones que podían disparar balas de hasta 15 kilos.

Sin embargo, Inglaterra no estaba dispuesta a permitir las correrías del enano francés, así que envió para contrarrestarle a su flota del Mediterráneo a las órdenes de un viejo conocido nuestro: Nelson. Este, armado con más paciencia que buques, se dedicó a buscar a la flota francesa para enviarla al fondo del mar pues, sin ella, Napoleón perdería el único enlace con su querida «France». «Durante semanas, la escuadra británica recorrió el Mediterráneo, tocando en posibles objetivos de desembarco, desde Siracusa hasta Morea», explica Julio Gil Pecharromán (Profesor de Historia Contemporánea de la UNED) en su dossier «Napoleón en Egipto. Sólo fue un sueño». Ola para arriba, ola para abajo –y mientras los «british» peinaban los mares- los galos llegaron a la costa egipcia a finales de junio y desembarcaron sus fuerzas en los tres principales puertos de la zona: Alejandría, Damietta y Rosetta.

batalla-abukir-ktaD--510x349@abc.jpg

Batalla de Abukir
Por su parte, y tras meses de búsqueda, Nelson recibió durante el verano noticias de que la flota gala se hallaba en Alejandría. Viento en popa dirigió sus barcos hacia allí y, ya sea gracias a la providencia o a la suerte, se topó de bruces con ella a finales de julio de 1798 en la bahía de Aboukir –al noroeste de la susodicha Alejandría-. La batalla estaba a punto de sucederse. «Nelson sabía que, sin su escuadra, el ejército expedicionario perdería todo contacto con la metrópoli y que ello comportaría en el fracaso de la estrategia oriental de Francia», añade el experto español en su dossier.

Al amanecer del 1 de agosto, los 13 navíos galos estaban anclados en el interior de la bahía de Abukir por orden de su almirante, François-Paul Brueys D'Aigalliers. La situación no era la idónea para mantener una contienda, pues Napoleón se había marchado tierra adentro con una buena parte de las tripulaciones de los navíos para reforzar sus fuerzas. Con todo, el mandamás gabacho había ideado un plan que consideraba perfecto para resistir cualquier posible ataque enemigo. «Brueys ordenó formar un semicírculo bastante regular, y nuestros 13 navíos formaban una línea semicircular paralela a la rivera», explica el cronista de la época Adolphe Thiers en su obra«Historia de la Revolución francesa». De esta forma, el marino lograba que uno de los lados de sus buques (el de babor, en este caso) no pudiese ser rodeado por los contrarios por estar protegido por la costa. A su vez, estableció que se echara el ancla para, así, evitar los bamboleos provocados por la marejada, los cuales solían derivar en errores fatales a la hora de apuntar.

¿Un plan infalible, verdad? Eso creía él. Sin embargo, la forma de llevarla a cabo, no. Y es que, el almirante francés cometió un error fatal al amarrar la flota, pues no lo hizo lo suficientemente cerca de la costa y dejó una gran área entre la playa y sus barcos. Un espacio en el que se podían «colar» los buques enemigos para rodear por ambas bandas a los «cascarones» franceses y atraparles entre dos fuegos. «Cuando fondeas y te defiendes al ancla sabes que tienes que cumplir dos condiciones: que no te envuelvan por la costa (que no haya calado entre tu barco y tierra) y que no se estorben unos barcos a otros. Los franceses no cumplieron ni una ni otra. Fondearon lejos de tierra pensando en que con eso va a ser suficiente para acabar con los ingleses», explica, en declaraciones a ABC, Víctor San Juan, autor de «22 derrotas navales británicas» (Navalmil, 2014).

Aquel imperdonable fallo le costó la batalla a los franceses pues, cuando Nelson hizo su aparición con su flota ese mismo día, se percató claramente de que, si envolvía a los navíos galos por su lado izquierdo en lugar de lanzarse contra ellos por el centro, lograría que dos de sus buques se enfrentasen únicamente a uno enemigo cada vez. Así lo hizo, y logró una victoria que fue sumamente aplaudida en su país al no perder ni un bajel y hacer estallar por los aires al «L’Orient». Sin embargo, autores como San Juan consideran que –aunque demostró gallardía y tenacidad en el ataque- simplemente se aprovechó de un error enemigo. «En Aboukir hizo algo de manual. Es cierto que Nelson les pasó por encima atenazándoles y solo dejó dos barcos vivos, pero venció más por errores franceses que por aciertos ingleses. Los franceses violaron las normas para combatir al ancla, y cuando el enemigo se dio cuenta ya era tarde. Se aprovechó de un error», completa.

Por otro lado, cabe destacar que Nelson sufrió en Aboukir un ataque de pánico después de que un proyectil le impactase en la cabeza, encima de su ojo bueno. De hecho, la herida fue de tales dimensiones que fue bajado –durante una buena parte de la contienda- a la enfermería para ser atendido. «Al conducir el ala que atacaba por fuera, resultó herido. Pero no era un cobarde, le bajaron para que le tratasen pensando que era una herida mortal, pero resultó que no le pasaba nada serio más allá de que era una herida muy fea, pero sufrió un ataque de pánico», destaca San Juan.

El falso mito de Trafalgar
Si en el Cabo San Vicente comenzó a ser conocido y en Aboukir demostró sus dotes como estratega, en la batalla de Trafalgar fue en la que Nelson logró convertirse en una leyenda para Gran Bretaña. El origen de esta contienda se remonta a la alianza entre Napoleón Bonaparte (Emperador de Francia desde 1804) y Manuel Godoy(valido de Carlos IV) que España no tuvo más remedio que firmar a comienzos del S.XIX. Por entonces, la que antes era una pequeña obcecación del «Pequeño corso» -desembarcar con su ejército en las costas británicas para acabar con su Graciosa Majestad- se había convertido ya en toda una obsesión que pretendía llevar a cabo. Por ello, el «Empereur» había ordenado formar una flota combinada gala e hispana de 32 navíos (15 «rojigualdos» y 18 napoleónicos) con la que pretendía trasladar, a través del Canal de la Mancha, un gigantesco ejército desde el norte de Francia al sur de Gran Bretaña.

Pero el plan salió horriblemente mal, pues Pierre Charles Jean Baptiste Silvestre de Villeneuve (el almirante al mando de la flota combinada) se vio cercado por Nelson en octubre de 1805 cerca del Cabo Trafalgar (en aguas de Cádiz) por los 27 navíos de nuestro protagonista, Horatio Nelson, quien estaba dispuesto a saltarse el té para no ver su país convertido en «gabaché». Ambas flotas se enfrentaron a cañonazos el día 21 desde buena mañana. La armada combinada, como era habitual, formó una extensa línea con la que cañonear por una banda a los buques enemigos que se aceran hasta ella. La lógica decía que Nelson tendría que hacer lo mismo. Es decir, alinearse en paralelo con ella para, borda con borda, darse de «zurriagazos» hasta el acabose. Sin embargo, el marino inglés prefirió apostar por una estrategia más novedosa: dividió sus fuerzas en dos columnas y se dirigió en perpendicular hacia el enemigo.

trafalgar-kzmF--510x349@abc.jpg

Batalla de Trafalgar
La idea de Nelson –que se puso a la cabeza de una de las dos columnas sobre su «Victory»- era cortar la línea enemiga por el centro y, así, hacerse que sus buques se enfrentaran en superioridad numérica a los de la armada combinada. Era un plan similar al que había realizado en Aboukir. Sin embargo, comprendía muchos riesgos. Para empezar, llegar en perpendicular desde la banda implicaba recibir una ingente cantidad de cañonazos antes siquiera de poder estar cerca del contrario. Con todo –y en parte debido a la ineptitud del almirante francés- el destino jugó a su favor y la estrategia salió a pedir de boca, pues las dos hileras cumplieron su objetivo sin sufrir daños severos y terminaron aplastando a la flota hispano francesa.

Aquella estrategia le convirtió en toda una leyenda e hizo que muchos le definieran como un genio de la táctica. Sin embargo, la realidad es que, por mucho que los británicos le hayan hecho pasar a la Historia como un revolucionario, Nelson usó una idea que ya existía y habían utilizado otros tantos marinos antes que él y que se vio facilitado por la torpeza de su contrario, el almirante francés. «Es cierto que el plan era letal, pero Villeneuve se lo puso en bandeja. Además, el francés le contestó con una buena maniobra, la de virada por redondo, que le permitió salvar a un tercio de la armada combinada. Pero hay que tener en cuenta que Nelson había copiado esta táctica naval de otros oficiales: Duncan (que era mejor y más veterano que él) y Lord Hood en Tolón. Estos ya la habían utilizado con éxito anteriormente», explica San Juan en declaraciones a ABC.

resizer.php

Muerte de Nelson en la batalla de Trafalgar
Por otro lado, el que Nelson muriese en Trafalgar debido a una bala de mosquete (la cual disparó un tirador desde la cofa del navío «Redoutable») permitió que fuese elevado a la categoría de héroe inglés. «La leyenda de Nelson se ha exagerado. Se le ha convertido en un elemento místico, pero no fue el almirante ingles de todos los tiempos. Quizá no esté ni siquiera entre los cinco principales. Sin embargo, todo ha colaborado para hacer que sea una leyenda: desde lo que cuentan los libros, hasta el lugar en el que fue enterrado y cómo. Los imperios necesitan mitos, y Gran Bretaña decidió que Nelson iba a ser su héroe nacional por una serie de casualidades. Tuvo suerte porque Inglaterra tiene otros grandes almirantes como Cunningham, que demostró ser mejor que él», completa el autor de «22 derrotas navales británicas» (Navalmil).

Para el experto español, está claro además el por qué estuvo tan bien considerado en el siglo XVIII Nelson en la «Royal Navy». «Era un capitán combativo, y eso se premiaba y se consideraba mucho en la marina inglesa del siglo XVIII porque anteriormente adolecía de ellos. Se buscaban oficiales agresivos, y él era uno de ellos. También tuvo la suerte de que coincidió en el tiempo con almirantes de gran valía como Duncan o Jervis. Estos inventaron muchas tácticas que él pudo aprovechar y mejorar y que le ayudaron en su carrera. Además, llegó en una época en la que contaba con unos subordinados muy preparados y geniales. Si juntas todo esto con que era un niño prodigio y con que tuvo una muerte gloriosa y heroica, te sale como resultado un personaje con bastante valía y te permite crear un mito. Pero no podemos olvidar que tenía muchos defectos. Entre ellos, era poco reflexivo y se arriesgaba mucho. Cantidad de veces su barco acaba desarbolado porque era demasiado arrojado», finaliza.

Tres preguntas a José Luis Olaizola, autor de «De Numancia a Trafalgar»
1-¿Qué opinión le genera, más de 200 años después, Horatio Nelson?

Nelson fue un almirante que tuvo momentos brillantes, pero también protagonizó actuaciones catastróficas. Algunas de ellas son muy conocidas, como Cádiz o Santa Cruz de Tenerife. Además no tuvo demasiado éxito en su obsesión de cortar el comercio que existía entre las colonias y la Península. Lo curioso es que tuvo la enorme suerte de haber triunfado y muerto en la batalla de Trafalgar, lo que le convirtió en un hito.

2-¿Se ha engrandecido demasiado su mito?

Nelson era un buen marino. Sabía lo que se hacía. Pero la leyenda que se ha creado sobre él es excesiva. Era bastante peor marino que algunos capitanes españoles como Churruca pero, desde siempre, los anglosajones han sabido vender mejor a sus héroes. Nosotros hemos tenido marinos insignes como Juan Sebastián Elcano, que atravesaron mares y conquistaron regiones, pero no sabemos darlos a conocer. Nelson no se merece el excesivo heroísmo que le atribuyen ahora.

3-¿Sabemos en España dar a conocer a nuestros marinos más relevantes?

El problema de España es que no intentamos desarrollar nuestra propia historia. Tenemos cierto complejo de inferioridad en lo que se refiere a estos temas. Un ejemplo es que no ensalzamos a los marinos vascos del XVI y el XVII por temas políticos. Los ingleses y los americanos, por el contrario, han sabido dar a conocer a sus héroes durante la historia. Siempre han vendido bien su imagen.
https://www.abc.es/historia/abci-ne...leo-imperio-espanol-201905090110_noticia.html
 
berlanga-azul-800x535.jpg

Un vagón de la División Azul partiendo hacia el frente oriental, julio de 1941. Luis García Berlanga es el segundo de abajo por la izquierda.

Fragmentos de una primavera.
Publicado por Carlos Caballero Jurado.

Alguien ha dado la voz de alto. Se detiene poco a poco la columna, y al borde del camino van surgiendo hogueras alrededor de las cuales se improvisan animados grupos. Uno de ellos lo formamos nosotros —«los bohemios» nos bautizaron en el campamento—, camisa azul con cisne blanco bajo el verde uniforme alemán. Junto al fuego, quizá un poco simbólico en esta fecha, 12 de octubre, hemos encendido las pipas y Carlos como de costumbre, ha iniciado una conversación intrascendente, saturada de chistes y alusiones. Pasa un enlace sobre una moto. Nos conoce; se detiene un poco y grita:

—¡Muchachos, nos quedamos aquí! ¡Estamos a tres kilómetros de la primera línea! Esta misma noche relevamos a los alemanes.

Nos saluda brazo en alto y reanuda la marcha. Al principio nos hemos quedado todos enmudecidos. Daniel es el primero en salir de su ensimismamiento. Se vuelve hacia nosotros y dice tan solo estas palabras:

—¡Ya era hora!

Parece como si la noticia hubiera eliminado de nuestro recuerdo la noción de los mil trescientos kilómetros recorridos hasta ese momento. Han desaparecido de nuestros rostros todas las huellas de sueño, fatiga y penalidades. Nos hemos puesto de pie y, como en todas las grandes ocasiones, hemos cantado. Y ha sido una desgracia no conocer ningún himno del SEU, porque aquí, en este instante y ante este paisaje, sus estrofas entonadas por nosotros hubieran tenido una emoción apasionada. (…)

Julio ha empapado de sangre esta retrasada primavera. Todavía queda nieve para grabar iniciales en su blanca superficie, pero ya han surgido rosas que han de dulcificar la sepultura. Cerramos los ojos a esta angustia que nos invade, porque ya no está con nosotros el mejor compañero. Sobre un carro, un carro de ruedas destartaladas y ejes que chirriaban, a contraluz con la estepa iluminada eternamente, llevamos ayer su cadáver a Motorowo, y en un jardín, la cabeza hacia España, lo enterramos (…)

Con él se fueron las medallas religiosas, el cisne blanco en la camisa azul, y aquella rosa de los Alpes que una estudiante alemana le regalara. Nos dejó, sin embargo, una antología de la buena muerte y una postura arrogante ante lo irremediable.

Caía la tierra sobre su cuerpo y descendía sobre nosotros el afán silencioso en la lucha. Así, sin gritos, proseguíamos, cada vez más acelerada, la marcha hacia los límites de nuestra conciencia. Se desangran, sí, los cadáveres de los falangistas, pero esa sangre entra en las venas de los que quedamos, para rejuvenecer nuestro ímpetu.

Tengo su diario entre mis manos. Es de tapas azules y sus páginas están llenas de una letra apretada y ágil. Todas sus confidencias están trasplantadas —y aquí con más pureza— a la blanca amistad del papel. Por todas partes, alusiones a su entrega eterna a la Falange. Se dictaba a sí mismo la violencia y la fe en la revolucionaria tarea. Leo…

«¡Que día más terrible aquel en que ninguna mano extendida nos señale el mejor camino hacia la muerte! Si en la constelación falangista no se esperasen refuerzos, ¿Cómo íbamos a justificar nuestra presencia en este campamento terrestre?».

«Se nos quiere llevar a la molicie ofreciéndonos como cebo y consuelo el fácil recuerdo de lo pasado. Y no: no se hacen revoluciones fundando un museo de añoranzas, sino buscando con el punto de mira el cuerpo enemigo».

«Las consignas no deben perderse entre las páginas tibias de revistas que nadie lee. Las consignas han de clavarse a gritos en las paredes enemigas».

Al terminar de leer me fijo en la última página, donde, a lápiz, pero con gruesos caracteres, había escrito:

«¡ARRIBA ESPAÑA!».

(«Fragmentos de una primavera» de Luis García-Berlanga Martí. Artículo premiado con el premio Luis Fuster del SEU de Valencia, y que fue reproducido en el periódico Hoja de Campaña de la División Azul, nº 61 (21 de marzo de 1943), pág. 9. Se reproducen varios fragmentos).

Cuesta trabajo creer que este Luis García-Berlanga Martí sea el mismo que hemos conocido como figura pública y que alardeaba de su hedonismo, se autocalificaba como erotómano y se definía como anarquista. Y, sin embargo, es la misma persona. Mucho se ha hablado, tras su muerte en noviembre de 2010, de su genialidad cinematográfica. Sin embargo hay algo de lo que se ha hablado mucho menos: su relación con la División Azul. ¿Cuáles fueron los motivos que llevaron a García-Berlanga a alistarse en esa unidad? ¿Cómo fue su paso por ella? ¿Qué vinculación mantuvo con sus camaradas del frente?

Dada su vinculación al mundo del cine, cada director de documental cinematográfico que se ha realizado sobre la División ha conseguido de él su testimonio para incorporarlo a su obra. Si repasamos esos documentales vemos una evolución. En los primeros, García-Berlanga hablaba de varios motivos: su solidaridad con un grupo de jóvenes amigos suyos, militantes falangistas radicales; su deseo de impresionar a una chica de la que estaba enamorado; su afán de aventura, propio de la edad; y su deseo de contribuir a evitar los peligros que se cernían sobre su padre, detenido y condenado como dirigente que fue del Frente Popular. En los postreros, este último era casi el único que se reflejaba.

Lo primero a tener en cuenta es que un documental cinematográfico suele ser, como testimonio histórico, de escasa o nula fiabilidad. Normalmente se filma al entrevistado muchos minutos, que después, en el montaje, quedan reducidos a muy pocos. El director, sencillamente, recorta por donde le place, de manera que al final el entrevistado dice exactamente lo que el director quiere que diga. Por eso, al final el testimonio de García-Berlanga quedó reducido a subrayar lo que los autores de esos documentales querían trasmitir: la idea de una División Azul compuesta por «víctimas del franquismo». Todo ello partiendo de una argumentación que sorprende por su infantilismo: si el padre de García-Berlanga era «rojo», él debía serlo también. En realidad, y como sabemos todos, muchos hijos de padres de ideas izquierdistas sirvieron en la División Azul, de la misma manera que muchos hijos de combatientes de la División Azul han profesado o profesan ideas de izquierdas o separatistas. Dado que los testimonios recogidos en documentales son —ya se ha señalado— de nula utilidad, parece conveniente utilizar alguna biografía de más solvencia para profundizar en la biografía del cineasta, como la obra de Antonio Gómez Rufo, Berlanga, contra el poder y la gloria. Escenas de una vida (Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1990) de la que extraeremos varios pasajes.

Nuestro personaje nació en Valencia, el 12 de junio de 1921. Contrariamente a lo que cabría imaginar en alguien que ha despertado tanto entusiasmo entre los progresistas, procedía de una familia de terratenientes de Camporrobles. Como se especifica en la obra citada: «la familia ejercía ese poder económico que la burguesía terrateniente y campesina del siglo XIX tenía sobre cosas y personas». Con su abuelo se inició la participación de la familia en la política, inicialmente en el Partido Liberal de Sagasta, siendo su antepasado diputado en las Cortes de Madrid y también presidente de la Diputación de Valencia. El padre heredó prácticamente su posición política. Por parte de madre, los orígenes eran más humildes, inmigrantes de Teruel establecidos en Valencia, pero que progresaron mucho (su tío materno llegó a ser presidente de la Caja de Ahorros de Valencia). Luis García-Berlanga Martí era lo que en la izquierda se define como un señorito.

En cuanto a su padre, desde la militancia original en el Partido Liberal, pasaría al Partido Radical de Lerroux y, más tarde, a Unión Republicana, el pequeño partido de izquierda burguesa de Martínez Barrios. Este partido fue uno de los que se integró en el Frente Popular, constituyendo su ala más a la derecha. Muchos de sus militantes no tardaron en comprender el error que habían cometido al integrarse en esa alianza política. El mismo García-Berlanga contaba a Gómez en el libro citado: «Y así fue que cuando llegó 1936 mi padre estaba en Unión Republicana, en el Frente Popular. Pero resultaba que era muy perseguido por determinadas facciones de la ultraizquierda, concretamente por aquellos con los que más simpatizaba yo, los anarquistas, a causa de no recuerdo qué follones en Utiel y en Requena, por lo que no le quedó más remedio que huir de Valencia para salvarse de la persecución. Y se fue a Tánger, donde vivió un año, hasta que le detuvieron los nacionales» (Pág. 94). Es un detalle de suma importancia, porque nos revela que si el padre fue víctima «de los nacionales», antes lo había sido de los frentepopulistas. Anotemos al paso que el «no sé qué follones» no era ni más ni menos que el afán de los anarquistas por erradicar a los terratenientes, y que si su padre se había refugiado en Tánger, ciudad internacional, difícilmente pudo ser detenido antes de 1940, ya que fue ese año cuando el enclave fue ocupado por las tropas franquistas.

García-Berlanga afirmó que su decisión de alistarse en la División Azul vino motivada en buena parte por sus amistades juveniles: «la mayor parte de nosotros éramos hijos de gente muy vinculada al poder en Valencia» le declaraba a Gómez Rufo. Tuvo algunos amigos anarquistas, pero «frente a esta minoría de amigos anarquistas, la mayor parte de ellos pertenecían a la Falange, falangistas algunos de ellos muy antifranquistas, hasta tal punto que entre bromas y veras hablaron incluso de preparar un atentado contra Franco» (Págs. 108-109). Hay que tener en cuenta que el impulso que generó la División Azul procedió exactamente del sector de Falange más a disgusto con la evolución conservadora que estaba registrando el régimen de Franco.

A García-Berlanga le costaba mucho reconocer que hubiera sido admirador y seguidor de José Antonio Primo de Rivera, pero aun así contó a Gómez Rufo lo siguiente: «Yo, antes de la guerra, me inventé una especie de simpatía política por una utopía que venía narrada por mi padre. Mi padre me contaba que por lo que él sabía en base a lo oído en los pasillos de las Cortes, los dos amigos que más se querían y más se admiraban entre todos los políticos que había en las Cortes eran Indalecio Prieto y José Antonio Primo de Rivera. Aquello coincidió con que los periódicos llegaron a publicar que había un intento por parte de José Antonio (y no solo los periódicos, a mí me lo contó gente como Amor Salvador, el político de Logroño que era diputado y amigo de mi padre, y que venía muchas veces a veces a Valencia, y también se lo oí a Martínez Barrios, que vino una vez a la finca de mi padre a una cacería, sin que Indalecio le dijera que sí) de crear una especie de frente nacional socialista español sindicalista. En fin, que hubo conversaciones, y alguna de ellas en Cuenca, que era el único sitio donde en el 36 se tenía que hacer una segunda vuelta. A las elecciones se presentó José Antonio, y también pretendían hacerlo con Francisco Franco; la derecha quería presentar a Franco, y José Antonio se presentó como falangista. José Antonio era un enemigo feroz de Franco. Bueno, el caso es que José Antonio tenía que ir a Cuenca. Mi padre me contó que hubo reuniones secretas entre José Antonio y Ángel Pestaña, que era el presidente del Partido Sindicalista, y que detrás de ellos estaban los contactos que a su vez José Antonio tenía con Indalecio Prieto, para intentar separar a Prieto del largocaballerismo que dominaba en aquel momento en el socialismo» (Págs. 109-110).

Cualquiera que conozca con cierto detalle esta época cae enseguida en la cuenta de que toda esta explicación es una elaboración a posteriori para tratar de justificar su militancia falangista, dándole el tono más izquierdista posible. García-Berlanga intentaba presentarse como antifranquista desde antes de que Franco fuera elevado al poder. Los hechos históricos son muy distintos a como García-Berlanga los narra a su biógrafo y desde luego causa sorpresa el ver que alguien que dice machaconamente que con quien en realidad simpatizaba era con los anarquistas, diga a la vez que prefería a Prieto en vez de a Largo Caballero. Esta reelaboración del pasado no tiene otra justificación que la de dar a su paso por Falange un contenido netamente antifranquista. En cualquier caso, García-Berlanga repetía ante su biógrafo que en su juventud detestaba a gente como Azaña y Gil Robles. «En cambio me gustaba la personalidad de Prieto y esa otra personalidad acompañada de un aura de violencia, de romanticismo, de José Antonio Primo de Rivera. Y luego los anarquistas», le decía a Gómez Rufo, añadiendo que finalmente se decantaría en su vida por el anarquismo, en cuanto que «libertad total y absoluta, que es lo que a mí me gustaba. Esa concepción de la libertad era difícil conciliarla con el falangismo de mis amigos, con esa especie de respeto personal que yo tenía por José Antonio Primo de Rivera y por Ramiro Ledesma Ramos» (Pág. 110). Aunque en su madurez García-Berlanga derivó a lo que él llama «anarquismo» (una visión del anarquismo que los ácratas genuinos definirían más bien como inclinación al libertinaje, por cierto) la realidad es que en su juventud estuvo identificado con el nacional-sindicalismo, con Falange, con José Antonio Primo de Rivera. Cuando trata de achacarlo a la «influencia de sus amigos», uno no puede dejar de sonreír: es el mismo argumento de las madres que dicen que sus hijos son buenos, y si se echan a perder, es por culpa de los amigos.

García-Berlanga elude dar detalles de su afiliación a Falange y al SEU, y se limita a decirle a su biógrafo: «Me echaron del SEU porque yo me ponía en los desfiles una camiseta de manga larga debajo de la remangada camisa azul, para miserabilizar la marcialidad y todas esas cosas» (Pág. 53). La realidad, como hemos visto, es que el SEU le concedió su premio literario Luis Fuster por un texto abiertamente marcial. Pero «Fragmentos de una primavera» no fue la única incursión de García-Berlanga en la literatura. De hecho, esa parece haber sido su primera vocación artística (llegó a presentarse a algún premio literario, como el Adonais, de poesía; y junto a un amigo falangista, José Luis Colina, editó una revista de poesía, Perfil, Revista de Contornos).

En la obra de Gómez Rufo, Berlanga, contra el poder y la gloria, Berlanga habla de José Luis Colina como un gran escritor malogrado por su militancia política y dice que fue director del periódico de Falange en Cuenca (Ofensiva), editorialista del Arriba, y ocupó importantes cargos en TVE (Pág. 145). Durante la guerra civil, había sido el amigo más íntimo de García-Berlanga en la Valencia de la retaguardia frentepopulista (Pág. 107). Volveremos sobre el personaje. Sigamos con los inicios de la frustrada carrera literaria de García-Berlanga. En una publicación falangista, del SEU, que llevaba el inequívoco título de Acción (la misma donde se publicó en primera instancia el texto «Fragmentos de una primavera»), publicó un soneto con nombre también revelador: «Soneto de la pistola». En la biografía que estamos usando en este artículo (pág. 124) se reproducen los dos primeros versos:

Contigo inauguramos en la esquina un mirador dulcísimo a la muerte…

No parece aventurado imaginar que el soneto en su conjunto debía ser una exaltación del activismo político que no rechaza el recurso a la violencia, en línea con la «suprema dialéctica de los puños y las pistolas» de la que hablara José Antonio Primo de Rivera.

El texto «Fragmentos de una primavera», o este «Soneto de la pistola», permiten afirmar que el joven García-Berlanga comulgaba con los valores de heroísmo y sacrificio hasta la muerte que eran la tónica entre los jóvenes falangistas de la época. Valores, es evidente, de los que García-Berlanga se distanciaría posteriormente. Pero valores, en definitiva, que estuvieron sin duda en la raíz de su decisión de alistarse en la División Azul. Hay que hacer constar que no era la primera experiencia militar de García-Berlanga. En los últimos meses de la guerra civil fue movilizado para servir en el Ejército Popular, donde según su testimonio sirvió en un botiquín en retaguardia.

El paso de García-Berlanga por la División Azul es un tema que aparecía en casi todas las entrevistas que se le realizaban, en lo que se escribía sobre él. Y con motivo de su muerte ha sido evocado por casi todos los autores de las notas necrológicas. Conocemos, por tanto, cual es la «versión» que se ha consagrado sobre el tema: que se alistó para salvar la vida de su padre, aunque en algunos casos se matiza con otras afirmaciones: que por influencia de sus amigos falangistas, que para llamar la atención de una chica de la que estaba enamorado, etc. En la biografía que le dedicó Gómez Rufo, el tema se aborda en un corto capítulo específico («La División Azul», págs. 113 a 119). Ya se ha señalado que la sañuda persecución de la que había sido víctima su familia por los radicales del Frente Popular (su padre, huyendo ante el intento de asesinarlo; su caserón en sus tierras, arrasado y saqueado) es un dato que García-Berlanga compartía con un elevado porcentaje de quienes se alistaron en la División Azul. Sin duda es cierto que su padre estuvo condenado por las autoridades del nuevo régimen, pero no es menos cierto que quienes más cerca estuvieron de acabar con su vida (y con su hacienda…) fueron los frentepopulistas, ¡pese a que lo habían elegido como diputado! Una muestra elocuente del desvarío que supuso aquel periodo negro de la historia de España.

Otro motivo de su alistamiento era su bien evidente alineamiento con los postulados falangistas a principios de los años cuarenta, reflejado en los textos que publicó y conocemos. Ambos datos desmienten los tópicos sobre los motivos del alistamiento. Igual que los desmiente tajantemente la «recomendación» que para alistarse en la División Azul le expidió el jefe de Falange en Valencia, Salvador Tomás Agulles, donde se leía: «El camarada Luis García-Berlanga Martí, perteneciente al SEU de Valencia, está considerado por esta Jefatura Provincial persona afecta y entusiasta, e idónea por lo tanto para poder marchar a luchar contra el comunismo. Por Dios, por España y por su Revolución Nacional Sindicalista». Este párrafo está al alcance de cualquiera en el Expediente Individual de Luis García-Berlanga en el Archivo Militar de Ávila.

Pero hay otros tópicos: los relativos a cómo vivió la campaña. En el capítulo indicado, García-Berlanga gusta de presentarse como un auténtico antihéroe, soldado desastrado y sin espíritu de lucha, en coherencia con la imagen que de sí mismo cultivaría. Sin embargo, la verdad es que hay testimonios que nos presentan una realidad muy distinta. Uno de sus compañeros en Rusia, el artillero manchego Ramón Pérez Caballero, me ha contado numerosos detalles sobre su servicio en la 4ª Batería del Regimiento de Artillería 250º y entre ellos, numerosas referencias a su camarada García-Berlanga. Lo conoció bien, porque Ramón ocupaba el puesto de cargador de la pieza en la que García-Berlanga tenía plaza de segundo artificiero. Dicho en lenguaje menos críptico para los poco versados en los secretos de la artillería: García-Berlanga era la persona que le pasaba a Pérez Caballero los proyectiles que este introducía en el tubo del cañón… y que segundos después caerían sobre las líneas rusas. Lo subrayo porque García-Berlanga siempre afirmaba enfáticamente que él jamás había disparado un fusil contra un enemigo… y es cierto: lo que les lanzaba eran cañonazos. Contaba Ramón Pérez Caballero que a él, genuino manchego de Ciudad Real, le costaba sintonizar con otros camaradas de la Batería que procedían de otras regiones, especialmente con catalanes y valencianos, pero siempre hacía dos excepciones, la del catalán Luis Romero, que después se convertiría en un gran escritor, y la del valenciano Luis García-Berlanga, destinado a la gloria como director de cine. La muy bien amueblada cabeza de Ramón Pérez Caballero le permitió trasmitirme vívidos recuerdos, en los que García-Berlanga aparecía como un excelente compañero de armas y un falangista al cien por cien, una realidad muy distinta a la que después el cineasta se empeñó en hacernos creer. Sí hay un punto en el que los recuerdos de Pérez Caballero coinciden con lo que García-Berlanga anota: su absoluto desinterés por la higiene personal… García-Berlanga no se recató de contar con detalle a Gómez Rufo que un teniente de su Batería, Roque Pro Alonso, había llegado a dar orden de que lo tiraran al Voljov porque fue el primero de su unidad en coger piojos.

En sus conversaciones con Gómez-Rufo, García-Berlanga identifica al camarada valenciano que le inspiró el relato «Fragmentos de una primavera» como Eduardo Molero. En los listados de caídos elaborados por la Fundación División Azul se le atribuye el nombre de Daniel, y como segundo apellido da el de Fernández, pero indudablemente es la misma persona —hay pequeños errores de detalle en los listados originales elaborados en Rusia—, ya que coinciden la unidad, las fechas y el lugar de enterramiento (8ª Batería, 7 de julio de 1942 y cementerio de Motorowo). La muerte de Molero causó un impacto especial en la Batería. El ya citado Ramón Pérez Caballero, en un emotivo libro que escribió y editó privadamente, «Vivencias y Recuerdos. Rusia, 1941-1943», lo evocaba así: «Molero era un muchacho valenciano universitario y simpático, querido de todos. Fue el primer muerto de la Batería (…) Al demolerse la torre donde estaba observando los movimientos del enemigo, por un obús, por impacto directo, quedó muerto al instante y encima de todos los escombros y ladrillos derrumbados».

García-Berlanga regresó, ya se ha dicho, en julio de 1942, fecha en que partieron con destino a España el 3º y 4º Batallones de Repatriación. A su regreso le tocó presentarse en un cuartel a hacer la mili, pese a que había estado en la División Azul, e incluso más tarde, ya licenciado, fue vuelto a movilizar, según él, «por el asunto de los maquis» (págs.. 120 a 122 del libro de Gómez Rufo). Una prueba más del tipo de privilegios que obtenían los veteranos de la División Azul.

Como cabe imaginar, el biógrafo de García-Berlanga recoge en su libro los denuestos que el cineasta lanzó contra estas dos nuevas fases de su vida militar. Sí, es muy posible que le irritara volver a vestir de caqui y a pisar los cuarteles, pero el Expediente de García-Berlanga en Ávila también refleja que el 27 de octubre de 1942 había solicitado oficialmente que se le concediera la condecoración conocida como Medalla del Invierno 1941-1942, instituida por el Alto Mando alemán para premiar a los que habían combatido en Rusia el espantoso primer invierno de aquella terrible campaña. Años después, el cineasta alardeaba de sus colecciones de fetiches sexuales… pero en 1942 lo que reclamaba poseer era una condecoración militar alemana (que sin duda merecía sobradamente, por otra parte).

En 1951 García-Berlanga entraba de pleno en el mundo del cine con Esa pareja feliz, formando equipo con Juan Antonio Bardem. Dada la indudable caracterización de este último como militante comunista, hay muchos que creen que a partir de ese momento empieza una deriva hacia la izquierda. Bardem intentó desde luego adoctrinarlo en la ortodoxia marxista. Gómez Rufo recoge en su libro (Pág. 37) un texto donde Bardem confiesa que sin embargo, pese a poner en ello todo su empeño en el año 1950, nunca logró convencer a García-Berlanga de las bondades del marxismo. Como a él mismo le gustaba repetir, para los de derechas se convertiría en un «rojo», mientras que para los de izquierdas siempre sería «un hombre de derechas».

Es evidente que Berlanga tuvo amigos de militancia falangista, o que habían pasado por la División Azul, muy bien situados. Entre los personajes que nombra en sus recuerdos ante Gómez Rufo, José Luis Colina Jiménez es uno de ellos, subrayando la amistad que les unía. Ya vimos algunos datos sobre él. Madrileño de nacimiento, se crio en Valencia, para regresar a la capital de España en 1941. Otros datos importantes: estudio en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (1951-1953). Y había sido corresponsal en Roma. Tras una larga colaboración en Radio Nacional de España, en 1956 fue nombrado director de programas de la naciente TVE. Fue miembro del Consejo Nacional de la Prensa, a partir de 1966. Si no fuese porque sabemos que la memoria de García-Berlanga es muy selectiva, nos debería sorprender que, al hablar de él a Gómez Rufo, no citara extensamente su prolífica faceta de guionista de cine. Estas son las películas de las fue guionista o coguionista. En 1952 La Hermana San Sulpicio, Gloria Mairena y Cerca de la ciudad; en 1953, Jeromín, Aeropuerto, Así es Madrid y Doña Francisquita; en 1954, La pícara molinera, Morena Clara, El torero y Novio a la vista (con García-Berlanga compartiendo con él la tarea de guionista); en 1955, Congreso en Sevilla, La lupa, La Fierecilla Domada, y La Hermana Alegría; en 1956, El Piyayo, Dos novias para un torero, La vida en un bloc, Esta voz es una mina. En 1957 fue el guionista de una de las películas de García-Berlanga, Los jueves, milagro. Y en 1958 García-Berlanga y él firmaron como coautores el guión de Familia provisional. En 1959 firmó el guion de Las dos y media… y veneno. Y en 1961 los de Ha llegado un ángel, Placido (dirigida por García-Berlanga) y Trampa para Catalina (dirigida por otro antiguo combatiente de la División Azul, el catalán Pedro Lazaga). Otros guiones suyos con los de El sol en el espejo, Las estrellas, Rocío de la Mancha, Tómbola, ¿Dónde pongo este muerto? (todas de 1962), La novicia rebelde (1971) y Entre dos amores. Hasta sus muerte en 1997 fue amigo íntimo de García-Berlanga, y era muy usual verlos juntos en el fútbol apoyando al equipo del que eran hinchas, el Valencia.

Mucho más fugazmente cita García-Berlanga a su biógrafo Gómez Rufo a quien fue su teniente en Rusia, Roque Pro Alonso, diciendo, como si de una casualidad se tratara, que volvió a coincidir con él en una cena homenaje que se le dio, tras haber recibido por vez primera un premio por un guion cinematográfico, dado que su antiguo teniente tenía a la sazón un alto cargo en el Sindicato del Espectáculo. Roque Pro Alonso, un salmantino nacido en 1912, era un joven estudiante que en 1936 se unió al alzamiento como voluntario; seleccionado para los cursos de alférez provisional de artillería, al acabar la guerra civil siguió en el ejército y como teniente marchó a Rusia. De su valor como soldado dan muestra sus tres Cruces de Guerra y dos Cruces Rojas. Abandonó el ejército ya como comandante y ocupó importantes cargos en los sindicatos franquistas con rango de inspector general, y en las Cortes como vicepresidente de la Comisión de Trabajo. En 1962 sucedió a otro miembro de la División Azul, José María Revuelta, en el cargo de director general de radio y televisión en el Ministerio de Información y Turismo. En la obra de Jordi Gracia García y Miguel Ángel Ruiz Carnicer, La España de Franco (1939- 1975. Cultura y vida cotidiana (Editorial Síntesis, Madrid 2001) se subraya (pág. 298) que los directores de radiodifusión y televisión fueron siempre de procedencia falangista, como Jesús Suevos y José María Revuelta, o «nítidamente franquistas» citando específicamente a Roque Pro, a quien califica sin más como «militar de carrera», ignorando al parecer que había sido un joven alzado contra el Frente Popular y voluntario en la División Azul. Otro personaje citado fugazmente por García-Berlanga a Gómez Rufo, como amigo falangista de su juventud, y con el que siguió manteniendo una buena relación, es José Rodríguez Lapuente, director de una importante agencia de publicidad… y sin citar que era otro destacado divisionario (de hecho, fue el presidente de la Hermandad de la División Azul de Valencia hasta su muerte).

Lo que desaparece completamente de la narración que García-Berlanga hace a Gómez Rufo de su vida es su estrecho contacto durante muchos años con otros camaradas de la División Azul. Y, sin embargo, hay huellas y evidencias de ese contacto. En Barcelona se editó durante muchos años una excelente revista bautizada como Hermandad, órgano de expresión de la Hermandad de la División Azul de Barcelona y, de hecho, órgano oficioso de los divisionarios de toda España. Durante muchos años, su última página incluía una especie de «galería de divisionarios ilustres», con retratos en plumilla realizados por un veterano de la División, Mario Triviño. Si se coteja la colección, se ve que en esa especie de «galería» no aparecen las figuras «históricas» (generales, oficiales, héroes condecorados, etc.) sino aquellos divisionarios que destacaban en lo que podríamos llamar «vida divisionaria». En el número 19º (2ª época) de Hermandad, aparecido en marzo de 1961, el honor de ser retratados le correspondió al padre Conrado Simonsen, un capuchino alemán que había servido en la División Azul y mantenía excelentes relaciones con sus antiguos camaradas españoles, a Ángel Fernández Picón, a José María Gutiérrez del Castillo (en su día alto responsable del SEU y soldado raso en la División Azul) y… a Luis García-Berlanga. Muchos divisionarios estaban muy orgullosos por entonces de que su camarada hubiera llegado tan lejos en el mundo del cine. Su película, Bienvenido Mr. Marshall, había sido acogida como una acertada crítica de la deriva del régimen de Franco hacia la órbita norteamericana (algo que los falangistas más ortodoxos repudiaban). Y además, por esas fechas desde luego García-Berlanga no le hacía ascos a codearse con sus viejos camaradas. Sí, el trago de que su padre estuviera encarcelado debió ser amargo. Pero el régimen franquista nunca tocó ni un céntimo de la fortuna familiar de los García- Berlanga, de manera que con su herencia pudo adquirir un soberbio chalet en la zona más exclusiva de Madrid, amén de seguir disfrutando de sus tierras en Valencia.

De la «buena prensa» que tuvo durante mucho tiempo Luis Garcia-Berlanga en los ambientes falangistas y divisionarios encontramos una huella evidente en una obra muy significativa: La rebelión de los estudiantes, del falangista, y también veterano de la División Azul, David Jato Miranda. Se trata de una historia del Sindicato Español Universitario (SEU), la más importante de las organizaciones falangistas. En la primera edición de esta obra (Editorial CIES, Madrid 1953) no se cita a García-Berlanga, pero sí en la segunda, de 1967, muy ampliada con respecto a la original. Hablando sobre las grandes aportaciones del SEU a la cultura española, en la página 462, Jato escribe: «El cine sería remozado por Juan Antonio Bardem, estudiante de Agrónomos, encuadrado en San Sebastián durante la guerra en la organización juvenil falangista, y Luis Berlanga, combatiente en la División Azul».

¿Sorprendente que en 1967 Jato aún catalogara a García-Berlanga como «seuista» y divisionario? Pues no es desde luego una opinión caprichosa de David Jato. En su obra El Sindicato Español Universitario (SEU), 1939-1965 (Siglo XXI de España, Madrid, 1996), Miguel A. Ruiz Carnicer nos informan detenidamente sobre como dentro del SEU se fraguó una corriente muy crítica hacia el cine español del momento, demasiado inspirado en la comedia convencional norteamericana. En la página 461, leemos: «Es importante recalcar que esta iniciativa está indisolublemente ligada a la obra de los cine-clubes del SEU y a otros hombres —jóvenes— del cine que en algún momento habían estado más o menos ligados al sindicato o a su sección cinematográfica. Algunos de ellos iban a ser protagonistas de la renovación cinematográfica de los últimos años cincuenta y sesenta. El órgano de expresión de este grupo sería la revista del cine-club del SEU de Salamanca, Cinema Universitario (…) La revista reseñaba las más notables novedades del cine mundial, y especialmente del neorrealista italiano, al que se toma como referencia. Buñuel, Bardem y Berlanga serán puntos de referencia». Que esta y otras publicaciones del SEU acabaran controladas por disidentes, cuando no enemigos políticos del régimen franquista, es ya sabido. Pero eso no permite olvidar quién la patrocinaba y editaba, y explica que García-Berlanga siguiese pareciendo a ojos de muchos «un hombre del SEU». La caracterización que hace Jato de Berlanga como divisionario no es intrascendente. Vale la pena recordar que en la segunda parte de los años cuarenta fue responsable del Sindicato del Espectáculo (que encuadraba entre sus actividades el cine) y debía saber de qué hablaba.

Con todo, la imagen que acabó consolidándose fue la de que García-Berlanga era un hombre de izquierdas. Muchos años después de haber regresado de Rusia, su viejo camarada Ramón Pérez Caballero se lo encontró un día en un restaurante madrileño. Fue un encuentro efusivo. García-Berlanga le dijo que habían cometido un «crimen imperdonable». «¿Cuál?» —le preguntó Ramón—. A lo que el cineasta le respondió: «Que con todos los años que han pasado los veteranos de la batería no nos hayamos reunido a comer ni una sola vez»… Ramón desdramatizó el tema diciéndole que sin duda ese era el caso de los veteranos de muchas compañías y baterías, pero García-Berlanga insistió en que lo consideraba una verdadera vergüenza. Ya entrados en confidencias, Ramón no se recató de preguntarle cómo era posible que ahora hiciera un cine tan de izquierdas. La respuesta de Luis García-Berlanga, que a Ramón Pérez se le quedó grabada, fue que «o hacía esas películas o se quedaba sin trabajo». ¿Tan grande era la hegemonía de la izquierda en el mundo del espectáculo incluso durante el franquismo? Parece ser que sí. Con motivo de la muerte, fueron innumerables las notas necrológicas que se le dedicaron. Alguna son muy llamativas como la firmada por Santiago Navajas en Libertad Digital el 13 de noviembre de 2010.

En el 2006 tuve la oportunidad de estrechar la mano de don Luis García-Berlanga. Participaba el cineasta, dentro del Congreso de Historia del Cine, como testigo de las que fueron las conversaciones de Salamanca de hace cincuenta años. Fue un placer escuchar de nuevo al viejo e insobornable director valenciano. De talante individualista y escéptico, nos contó cómo había conseguido burlar con humor y astucia la doble censura que en la España de la posguerra asolaba el panorama cinematográfico español: la franquista, claro, y ¡la comunista! Inmediatamente después de su intervención tuvo que torear el aquelarre comunista que algunos de los asistentes al congreso, profesores universitarios de rancias querencias en la extrema izquierda, le organizaron. Mi admiración por el viejo maestro alcanzó niveles galácticos.

Tras las divertidas e informativas charlas de Manuel Rabanal y Eduardo Ducayintervinieron Luis García Berlanga y el crítico Miguel Rubio. Luis García Berlanga estuvo como siempre: dicharachero, ocurrente y entrañable. Contó que fue a Salamanca con Fernán Gómez. Se perdieron y pararon en un pueblecito. Se bajó Fernán Gómez y a voz en grito se dirigió a los allí presentes al grito de «¡Oye, cazurros!». Y claro, los cazurros que no estaban habituados a los modales extremos del actor casi los linchan.

Pero también allí, en la misma filmoteca y delante de nuestras narices, tuvo lugar un intento de linchamiento cuando García Berlanga insinuó que la reunión de Salamanca había sido organizada por los comunistas. En la sala de la filmoteca comenzaron los resoplidos contra él. Posteriormente el crítico Miguel Rubio denominó la dominación cultural de los comunistas en aquel periodo franquista como «una dictadura dentro de una dictadura». Los resoplidos se convirtieron en bufidos de algún cazurro académico. En el turno de intervenciones del público, los bufidos se convirtieron en gritos de los que protestaban de la «mancha» que se intentaba echar sobre el glorioso pasado de los comunistas, los únicos que hacían algo contra Franco.

Berlanga hizo ver, de nuevo genial y demostrando una rapidez mental increíble y una ironía a prueba de zarpazos, que en realidad su adscripción de la responsabilidad de la reunión de Salamanca a los comunistas era un piropo, y una crítica implícita a los socialistas que no hacían nada, al menos en la Universidad. El historiador Perucha, que presidía la mesa, fue más lejos y caracterizó a la participación comunista como «conspiración» y de estar dirigida desde la Komintern. Además Bardem, que fue la cabeza visible del célebre diagnóstico de los cinco puntos, fue duramente criticado por sus modos estalinistas y sus ansias de gloria (soñaba, como buen antiamericano, con conseguir el Óscar).

Posteriormente Berlanga relató cómo la mafia comunista que actuaba dentro del franquismo, la dictadura dentro de la dictadura, le impidió trabajar durante seis años en España, saboteando sus proyectos, además de someterlo a un acoso terrible, llegando a influir en los responsable del Festival de Cannes que le dieron literalmente la espalda cuando Berlanga se dirigía a ellos para saludarlos.

Luis García Berlanga ha muerto pero su cine sigue tan vigente como cuando se estrenó (…) Enamorado de su sentimentalismo cero y su sensibilidad infinita, de su humor corrosivo que dejaba intacta una esencia de ternura y compasión por el sufriente animal humano me permito decir: Luis García Berlanga ha muerto. ¡Viva el cine!

Y es que, en definitiva, García-Berlanga era eso, «berlanguiano», y por tanto difícilmente clasificable dentro de los parámetros ideológicos normales.

En 1993 tuve ocasión de asistir a la Asamblea Nacional de las Hermandades de la División Azul, que se realizó en un céntrico hotel valenciano. Al regresar de una pequeña escapada de las sesiones para tomar café, me crucé con García-Berlanga. Y al entrar en el hotel me di de bruces con Luis Nieto, presidente de la Hermandad Nacional de la División, que charlaba con Rodríguez Lapuente, presidente la hermandad valenciana. No pude evitar el comentarles que me había cruzado con García-Berlanga. Conociendo a Luis Nieto, de un carácter exaltado e impulsivo, no sé por qué imaginé que se dispararía a lanzarle descalificaciones: «traidor», «chaquetero»… cosas por el estilo. En vez de eso, lo que me dijo Luis Nieto fue que García-Berlanga era amigo suyo, y que muchas veces les había prometido que deseaba hacer una gran película sobre la División Azul. Me quedé sorprendido de que tuviera esa amistad con él. Intervino también Rodríguez Lapuente, ratificando las palabras de Luis Nieto (en ese momento yo ignoraba completamente que él y García-Berlanga habían sido amigos desde la juventud).

Luis García-Berlanga nunca hizo esa película. Pero, en cambio, en cada documental que intervenía, en cada entrevista que se le hacía, al hablar de la División Azul, volvía a repetir los mismos tópicos: que si marchó a Rusia para salvar a su padre, que si por enamorar a una chica… El año 2001, en una entrevista en el diario valenciano Las Provincias, llegó a afirmar que «casi todos los que fuimos a Rusia buscábamos una recompensa». Aquello acabó colmando la paciencia de varios de sus excamaradas, y dos destacados exponentes de la Hermandad de la División Azul valenciana, Benito Sáez González-Elipe y Miguel Oltra Enguix, ya no pudieron contenerse más: «Muchos de nosotros —le decían— no pudimos rescatar a nuestros padres, porque habían sido masacrados en nuestra guerra de liberación por la horda roja». Y lo que más les molestó es que García-Berlanga pretendiera decir que su versión personal de los motivos que le llevaron a alistarse eran los comunes entre los divisionarios: «No puedes hablar generalizando a tu antojo en nombre de «casi todos» los cerca de cincuenta mil voluntarios que integramos la División Azul».

El problema era aún más grave de lo que denunciaban sus antiguos camaradas valencianos. En realidad, a lo que Luis García-Berlanga Martí no tenía derecho era a mentir sobre su propia historia. La vida es larga. Las ideas que profesamos con entusiasmo con veinte años pueden ser muy distintas a las que tenemos en nuestra madurez. Es normal, es humano, es legítimo. García-Berlanga podía haber contado que había perdido toda su fe en las ideas que le llevaron a Rusia a combatir contra el comunismo. Juzgar como erróneo el paso que dio. Afirmar que si volviera a nacer, no repetiría ese camino. No han sido ni uno ni dos, sino bastantes más, los divisionarios que han hecho algo análogo. Pero cada uno debe asumir su historia, no deformarla, ni inventarla.

Qué duda cabe que García-Berlanga era un hombre de una imaginación prodigiosa. De no haberla tenido, no hubiera sido un director tan genial como fue. Además, la memoria es a veces instintivamente selectiva, es tan «mentirosa» que a menudo nos engaña a nosotros mismos, haciéndonos recordar el pasado de una manera distinta a como fue. Pero la historia es otra cosa. Y lo que la historia nos puede decir sobre las razones de García-Berlanga para servir en la División Azul es algo muy distinto a lo que contó por activa y por pasiva; la verdad es que, como la inmensa mayoría de sus miembros, se alistó en ella como ardoroso falangista, compartiendo los valores de Eduardo Molero, caído en Rusia en julio de 1942, y que el mismo Luis García- Berlanga Martí nos trasmitió en «Fragmentos de una primavera».

https://www.jotdown.es/2019/05/fragmentos-de-una-primavera/
 
El revolucionario (pero olvidado) arquitecto español que cambió el «skyline» de Nueva York.

Un desconocido hasta épocas muy recientes, el constructor valenciano Rafael Guastavino es responsable de mil edificios históricos de Estados Unidos, de los cuales hoy todavía siguen en pie unos 600
guastavino-ny-4-kzlC--620x349@abc.jpg


Desde su nacimiento en Valencia el 1 de marzo de 1842 hasta su llegada a Nueva York en 1881, en la prensa española apenas encontramos seis pequeñas menciones del ilustre y desconocido protagonista de este reportaje. Que si «Rafael Guastavino ha recibido el encargo de arreglar el local de la Exposición Marítima de Barcelona» (« Gaceta de los Caminos de Hierro»), que si «los elegantes proyectos arquitectónicos de Rafael Guastavino son justamente elogiados» (« Almanaque de El Museo de la industria»)... y poco más.

Con Guastavino no parece que haya término medio en lo que a su reconocimiento histórico se refiere. O se le ignora por completo o se le atribuyen en exclusiva obras en los que participó más como constructor que como arquitecto. Pero lo que parece ignorar todo el mundo actualmente es que este valenciano que empezó a trabajar como arquitecto en su ciudad natal en 1866 –tras aprender el oficio en la escuela de Maestros de Obras de Barcelona– es el responsable de 360 edificios en Nueva York, más de un centenar en Boston y otros tantos en Baltimore, Washington y Filadelfia, además de algunas ciudades de Canadá y Cuba.

Llegó a la Gran Manzana a comienzos de 1881 con su hijo de nueve años, 40.000 dólares en la maleta y sin saber una palabra de inglés. Le acompañaban su ama de llaves y las dos niñas de ésta. Se cree que huyó de España y se refugió en Estados Unidos por una serie de problemas personales. En concreto, sus continuas infidelidades y el hecho de que, a raíz de estas, su mujer le abandonara y se marchara a Argentina con sus otros dos hijos. Aquello hizo crecer su descrédito social en Barcelona, donde ya era un arquitecto respetado y consolidado por las sensacionales obras de la fábrica textil Batlló y el Teatro La Massa, en Vilassar de Dalt. Pensó que su carrera se vería afectada por ello y se marchó. Guastavino nunca volvería a España, pero lo cierto es que encarnó como pocos el sueño americano.

McKim, Mead & White), a los que se ofreció para construir gratis la bóveda de la Biblioteca Pública de Boston con su técnica, la primera pública y municipal de América del Norte.

guastavino-ny-kzlC--510x349@abc.jpg

Estación de City Hall - ABC
Fue una hábil estrategia del arquitecto valenciano, puesto que sabía que aquello le daría la fama que necesitaba para que le surgieran más trabajos como aquel. Como revela el documental dirigido por Eva Vizcarra, « El arquitecto de Nueva York» (2016) –en referencia al calificativo que le puso «The New York Times» el día de su muerte en 1906–, Guastavino construyó aquella bóveda en un lugar público, llamó a la prensa y le prendió fuego para demostrar que era resistente a la llamas, para conseguir captar la atención.

Y lo consiguió, porque los contratos a partir de ese momento fueron cada vez más numerosos e importantes. Y las aportaciones tanto de Rafael Guastavino como de su hijo, que heredó la empresa que mondo (Guastavino Fireproof Construction Company) y siguió trabajando bajo el mismo nombre hasta 1962, impresionantes. Antes de que acabara el siglo XIX, montó también una fábrica a las afueras de Boston para elaborar los ladrillos y azulejos policromados y ya era la responsable de la espectacular Sala de Registro del edificio de inmigración de la isla de Ellis (1900), que se construyó para reemplazar el anterior de madera que habían sufrido un incendio en 1897. Resulta curioso pensar que aquel inmigrante español fuera el autor de la impresionante bóveda que se constituyó como puerta de entrada al país de millones de inmigrantes hasta hace no mucho.

A estas se sumaron otras mucha proezas, entre las que había bibliotecas, iglesias, edificios gubernamentales, museos, universidades, auditorios, estaciones de metro y ferrocarril, puentes, túneles, hoteles y edificios privados. Al final acabó superando los mil edificios en todo el continente americano, de los cuales hoy todavía siguen en pie unos 600. Para que se hagan una idea, en 1910 participaba simultáneamente en la construcción de 100 de estas construcciones en 12 ciudades diferentes de Estados Unidos.

Grand Central Terminal
La mayoría de ellos están en Boston y, sobre todo, en Nueva York. Dicen que resulta imposible escapar de la sombra de sus edificios si uno pasea por la Gran Manzana. El archiconocido Oyster Bar & Restaurant y la contigua «Galería de los Susurros» de la Grand Central Terminal de Nueva York, que cada año recorren millones de turistas, son suyas. Esta última, además, era el rincón preferido del mito del jazz Charles Mingus. También se puede ver su mano en la Sinagoga Emanu-El y en la la catedral de San Juan el Divino, que contiene muchas bóvedas y escaleras de Guastavino, además de la gran cúpula central de teja, con sus 33 metros de luz y 50 de altura aún imperturbable a pesar de las críticas en los periódicos de la época.

Se pueden destacar, asimismo, su intervención en la Iglesia Episcopal de San Bartolomé, ubicada en la Quinta Avenida; en el famoso Hospital Monte Sinaí, aquel que inmortalizó el escritor José Luis Sampedro en «Fronteras»; en la estación de metro City Hall, de 1904, hoy inactiva pero convertida hoy en un lugar de peregrinación para amantes de la arquitectura, y en las arcadas abovedadas bajo el famoso Puente de Queensboro, construido en 1909 y popularizado por Woody Allen años después en la película «Manhattan». Y no podemos olvidar la autoría de Guastavino de las bóvedas del mítico Carnegie Hall y las del Museo Americano de Historia Natural, en Nueva York, o las del edificio de la Corte Suprema de Estados Unidos, en Washington.

Las aportaciones de este arquitecto valenciano son tan impresionantes que sorprende su falta de reconocimiento. Hasta 1972 no es citado en ningún libro de arquitectura y la primera tesis sobre su obra no se realizó hasta 2004. En 2008 se le dedicó una exposición en el Massachusetts Institute of Technology (MIT). En 2014, otra en el Museo de la Ciudad de Nueva York, bajo el nombre de «Palacios para el pueblo: Guastavino y el arte del alicatado». Ninguna en España, donde por lo menos se rodó el documental de Eva Vizcarra, que recibió el Delfín de Oro en los Cannes Corporate Media & TV Awards.
https://www.abc.es/historia/abci-ca...l-brillo-nueva-york-201905130122_noticia.html
 
Back