Crónica Negra. Asesinos, atravesando siglos.

David Berkowitz: el vanidoso adorador de Satán que aterrorizó Nueva York en el verano del gran apagón
  • DAVID GISTAU
Miércoles, 31 julio 2019 - 02:08
"Soy el hijo de Sam, adoro la caza", dejaba escrito en el escenario de sus crímenes. Satanista y vanidoso, aterrorizó Nueva York a finales de los 70 con sus tiroteos, en los que mató a seis personas

David Berkowitz y las noches calientes del 77 (Vídeo: MIGUEL SOTO)

El de 1977 fue un verano de mierda en Nueva York. Ya de por sí sumida en uno de sus periodos de decadencia, la ciudad se quedó a oscuras por culpa del gran apagón del 13 de julio y se entregó a un frenesí de saqueos con el que ardieron los barrios. De las muchas tensiones soterradas que hicieron catarsis esa noche, la principal tal vez fuera un miedo que todo lo envenenaba durante esos días: el miedo al Hijo de Sam, el miedo al Asesino del calibre .44, en el cual basó Spike Lee su película El verano de Sam (1999). A ese Nueva York le frotabas un fósforo y todo explotaba.

El Hijo de Sam resultó ser David Berkowitz, quien todavía cumple varias cadenas perpetuas consecutivas y, en la cárcel, al leer una Biblia prestada, vivió tal epifanía que terminó asistiendo a los reclusos como capellán. «¿Por qué -se pregunta Berkowitz- no se me apareció Cristo antes de cometer esos asesinatos?». Pues, entre otras cosas, porque a un hombre que por experiencias vitales y por perfil psicológico encaja a la perfección en el arquetipo del cazador solitario -como el Midnight Rambler de los Stones, inspirado en el Estrangulador de Boston-, se le cruzó primero la Biblia equivocada, nada menos que la Biblia Negra de Anton LaVey, escritura sobre la cual fue erigida la iglesia satánica de San Francisco.

Berkowitz frecuentó a satanistas en Nueva York y experimentó una primera epifanía, ésta macabra, hasta el punto de sentirse tan conectado con el averno como para que un demonio de 6.000 años de edad poseyera el perro de su vecino sólo para comunicarse con él y le ordenara cometer los crímenes. Esta conexión satánica es importante porque la policía reabrió el caso -y aún no lo ha cerrado- después de que Berkowitz asegurara en una segunda confesión que él sólo perpetró algunos de los asesinatos, imputables en realidad, no a un predador estepario de manual, sino a una secta inspirada por Charles Manson de la que él formaba parte. Ello explicaría las incongruencias de los testigos al describir al tirador, lo cual hizo que la policía tardara mucho en dar la alarma de serial killer que anda suelto.

Sólo el calibre .44 de la munición, utilizada por otra parte por la mafia en sus ejecuciones a cañón tocante, ofrecía un patrón unitario. De ser cierta esta teoría de la autoría colectiva, Berkowitz habría asumido toda la culpa por pura vanidaduna vez que fue bautizado como el Hijo de Sam por Jimmy Breslin, otro de los padres oficiales del Nuevo Periodismo, y se hizo tan consciente de su propio papel estelar en la vida cotidiana de una ciudad acongojada como para empezar a dejar notas narcisistas y desafiantes en los escenarios del crimen: «Soy el hijo de Sam. Adoro la caza».

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Carta que envió al columnista Jimmy Breslin, firmada como 'Son of Sam'
Durante aquel verano del 77, y a partir del anterior del 76, Nueva York se mantuvo tan fascinada por el Hijo de Sam que se da la circunstancia de que una de sus últimas parejas atacadas por Berkowitz, la compuesta por Judy Placido y Salvatore Lupo, que acababa de salir de la discoteca Elephas de Queens, recibió los disparos mientras comentaba las últimas noticias aparecidas sobre el caso. Ambos sobrevivieron. En esto, no fueron una excepción. Berkowitz no fue infalible, dejó atrás más heridos que muertos -ocho y seis- incluso cuando perfeccionó la técnica, suponiendo que todo lo hiciera él solo.

Hijo adoptado, traumatizado en la adolescencia por la muerte de su madre adoptiva, la única felicidad que Berkowitz conoció durante esos primeros años fue la que le concedió el béisbol. Su primer asidero de huida fue el Ejército, donde sirvió cuatro años, con destino en el paralelo 38 de Corea, antes de buscar un nuevo sentido de pertenencia en los altares invertidos. Después de adquirir el revólver, un Charter Arms Bulldog, comenzó a vagar por las noches en un Ford Galaxie como olisqueando en la brisa el rastro de sus víctimas, siempre muy jóvenes: la mayor tenía 26 años.

Con alguna excepción, solía atacar a deshora a parejas que estaban metidas en un coche. Los primeros en sufrirlo -29 de julio del 76- fueron Jody Valenti y Donna Lauria, cuyo padre, alertado por los disparos, trató en vano de taponar el agujero en el cuello por el que se desangraba. A Carl Denaro y Rosemary Keenan los tiroteó de madrugada cuando prolongaban la noche juntos a bordo de un Volkswagen. A Donna DeMasi y Joanne Lomino, cuando charlaban sentadas en un soportal. A Virginia Voskerichian la mató en el acto de un disparo en la cabeza mientras caminaba sola por la calle. Ahí fue, en abril del 77, cuando la policía se decidió por fin a crear un grupo de búsqueda, la Operación Omega, comandado por el inspector Timothy Dowd, y a anunciar a la ciudad, como colgando un cartel de Wanted, la presencia en sus calles de un predador que hizo que nadie, durante ese verano del 77, volviera a besarse tranquilo en el interior de un coche.

El error de David Berkowitz, el que llevó a la captura del Hijo de Sam, fue dejar mal aparcado su Ford durante un ataque. La multa fue el hilo del cual tirar.
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CRÍMENES DE VERANO
Serie
Andrew Cunanan: el terror de la comunidad gay que liquidó a Gianni Versace
  • DAVID GISTAU
Jueves, 1 agosto 2019 - 02:15
Habitual de los círculos sexuales de baja estofa tras conocer la vida de rico, acabó suicidándose tras verse acorralado por el FBI y dejando un rastro de desconcierto por el asesinato del modisto

Andrew Cunanan: el pistolero que salpicó de sangre las escaleras de Gianni Versace Vídeo: Miguel Soto
La Casa Casuarina, en el 1115 de Ocean Drive (Miami Beach), es una villa colonial incrustada entre los colores vivos y los edificios como pasteles del art déco. Parece el Xanadú de Ciudadano Kane sólo que sin voluntad de aislamiento, pues fue levantada en medio del fragor playero y en la avenida, repleta de neones, en la que todos se dejan ver. En la actualidad es un hotel que, a cierta suntuosidad interior como de Tiberio en Capri, agrega un aliciente morboso. Fue la casa de Gianni Versace. Fue la casa, de hecho, en cuya escalinata de entrada, mientras introducía la llave en la cerradura de la cancela, Versace fue tiroteado dos veces en la cabeza el 15 de julio de 1997. Vestía polo y bermudas y regresaba, como tantas otras mañanas, de desayunar y leer la prensa en el News Café, un restaurante donde palpita la vida de South Beach. Versace ya estaba muerto cuando su pareja, Antonio D'Amico, llegó hasta él y lo abrazó roto por el llanto. Cuando visité Miami por primera vez, aún era frecuente ver ramos de flores en la escalinata.

La primera hipótesis policial sugirió la ejecución mafiosa. Gianni Versace había nacido en Reggio Calabria, en una atmósfera social penetrada por la 'Ndrangheta, y a raíz de su asesinato se propagó el rumor de que estaba en deuda con la 'ndrine de los De Stefano, hegemónica en su ciudad de origen, donde su padre tenía la sastrería. Todavía hoy, los herederos del imperio Versace dedican tiempo y esfuerzo a desvincular a su fundador de la mafia calabresa, cuya conexión nunca fue probada. La herencia de Versace, por otra parte, desmintió por sí sola el retrato de un hombre que estaría desbordado por las deudas contraídas con la 'Ndrangheta si hubiera cedido sus empresas a la ingeniería fiscal del blanqueo.

El asesinato, que no carece de algunos enigmas menores jamás resueltos, tuvo relación con un hecho ajeno a sofisticadas teorías del crimen organizado internacional: bastantes misterios tiene ya la historia criminal italiana a este respecto como para encima incluir a Versace, cuya muerte fue la última causada, ya al final de su escapada, por Andrew Cunanan. Una semana después de matar a Versace, Cunanan se suicidaría en una casa flotante cuando estaba cercado por la policía y el FBI. Terminaría así una de esas cazas del hombrepoliciales tan características de la mitología cinematográfica americana, en este caso desatada contra un asesino en serie que golpeó en el interior de la comunidad gay y dejó cinco cadáveres en lugares tan distantes los unos de los otros como Minneapolis y Miami Beach.

Cunanan, nacido cerca de San Diego, fue un joven guapo y brillante cuya definición sexual acarreó conflictos irresolubles con su familia. A raíz de la ruptura, se convirtió en un buscavidas que siempre trató de vivir de gays mayores que él y ricos. Entró, de esta forma, usando el nombre de Andrew Da Silva, en las agendas colindantes con la prostit*ción, siempre en ámbitos de la alta sociedad. Entonces podía verse a Cunanan acompañando a los eventos culturales de San Diego al millonario Norman Blachford, quien probablemente se salvó de ser una de las víctimas del arrebato sanguinario posterior.

La locura de Cunanan arrancó con un viaje a Minneapolis, donde primero mató a martillazos a Jeffrey Trail, una antigua pareja además de ex marine. Al arquitecto David Matchen, con quien también había tenido relaciones, lo mantuvo secuestrado dos días y después le pegó tres tiros. El cadáver apareció flotando en el lago Minnesota. A partir de ese instante, Cunanan comenzó a aparecer en las pantallas de los televisores como remedando un cartel de Wanted. La caza había comenzado.

Su tercer muerto se lo cobró en Chicago durante el cuarto día de escapada. Mató a Lee Migling, un viejo cliente de prostit*ción, por lo que cabía deducir que Cunanan estaba desahogando algún tipo de rencor por cosas que pudieran haberle obligado a hacer. A Migling lo cosió a puñaladas y lo dejó envuelto, casi momificado, en cinta adhesiva. El cuarto muerto, en Nueva York, fue el primero que no tenía nada que ver con su pasado sentimental: William Reese, un vigilante del cementerio de Finn's Point. Lo hizo sólo para robarle la camioneta Chevrolet roja con la que ya tenía decidido ir a Miami.

Los días que pasó allí, antes de matar a Versace y de suicidarse, son los que albergan dudas. Pese a ser el hombre más buscado del país, Cunanan hizo una vida abierta, se alojó en el Normandy, frecuentó círculos sexuales de baja estofa y hasta hay quien asegura que saludó al propio Versace en una fiesta pocos días antes del crimen. No se aclaró si se conocían de antes y también la elección de Versace tuvo que ver con un plan de venganza pasional o si lo mató porque era famoso y la conmoción le permitiría consagrarse como ídolo del reverso tenebroso.
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Carlos Monzón: el boxeador 14 veces campeón del mundo que tiró a su ex por la ventana
  • DAVID GISTAU
Sábado, 3 agosto 2019 - 02:09
¿Qué lleva a una estrella a estrangular a su esposa, tirar su cuerpo por el balcón y lanzarse detrás para simular un accidente? "En el ring lo comprendo todo. Es fuera donde se me complica", dijo el boxeador argentino más grande de todos los tiempos

Carlos Monzón: el boxeador 14 veces campeón del mundo que tiró a su ex por la ventana Vídeo: Miguel Soto
Durante el verano austral de 1988, una fotografía tomada en Mar del Plata, una ciudad vacacional en la costa de la provincia de Buenos Aires, conmocionó a la Argentina. En la imagen aparecía, muerta, una mujer rubia, tumbada boca abajo, vestida tan sólo con unas bragas, y con la pierna izquierda dislocada en una torsión imposible, como de muñeca rota. La mujer era Alicia Muñiz, uruguaya, antigua modelo, 32 años. Acababa de arrojarla desde un balcón el catorce veces campeón mundial del peso medio Carlos Monzón, la ex pareja con la que aún tenía acercamientos difíciles. La autopsia indicaría que no fue la caída lo que mató a Alicia Muñiz, que Monzón la tiró ya muerta porque antes la había estrangulado. Mientras el hijo de ambos, Maximiliano, de seis años, dormía en la misma habitación. Monzón se tiró detrás porque pensó que así haría más sólida la teoría de que se accidentaron juntos.

Cuando se enteró de lo sucedido, Susana Giménez dijo que Alicia Muñiz murió de la muerte que le estaba destinada. Se la traspasó al comprender a tiempo que era inevitable en el camino de perdición de Carlos Monzón cuando decidió justificar una de sus frases de boxeador en activo: «En el ring lo comprendo todo. Es fuera donde se me complica». Todavía hoy, Susana Giménez es una gran dama de la televisión argentina que conduce su programa de invitados. En los años 70, cuando era una de las actrices más famosas de su tiempo, completó como esposa de Monzón una pareja ideal para aparecer en la Costa Azul que enloquecía a la prensa. Monzón, con su bravura en el ring y la fuerza de sus rasgos aindiados, representó el arquetipo del macho, hasta el punto de que un rumor asegura que Úrsula Andress pidió que se lo llevaran cuando pasó por Buenos Aires contratada para dar brillo a la inauguración de una discoteca. Venía de la factoría de Tito Lectoure en el Luna Park y, después de su primera victoria por el título mundial al noquear a Nino Benvenuti en el Palacio de los Deportes de Roma (1970), se convirtió en el gran ídolo deportivo de los argentinos, recibido, al regresar de sus victorias, con multitudes que ni el fútbol convocaba. Además, muy pronto, sobre todo en Francia, lo adoptó el demi-monde, que quiso convertirlo en actor. La amistad más profunda que cultivó en ese ámbito fue la de Alain Delon. El actor no sólo organizó como promotor uno de los combates míticos contra Mantequilla Nápoles, para el cual levantó una carpa de circo en Puteaux, a las afueras de París: Cortázar estuvo e hizo aparecer la velada en un relato. Además, Delon fue de los pocos amigos europeos que no olvidaron a Monzón después del asesinato y viajó hasta la remota provincia de Santa Fe para visitarlo en el penal de Las Flores, donde se sentó a comer con los presos.

Cuando Monzón se retiró, Susana Giménez dijo que por fin dejaría de pasarlo mal al verlo encajar golpes. Tiempo después lo dejó, huyendo de algunos episodios de maltrato y de una obsesión celosa de Monzón que la vida de actriz famosa y de mujer libre de Giménez no contribuía a apaciguar. A ella siempre le quedó la duda de si no se salvó en ese instante de ser el cadáver con la pierna quebrada. A su siguiente pareja, Alicia Muñiz, Monzón la conoció muy joven durante un almuerzo en la Costanera de Buenos Aires, en uno de los restaurantes cercanos al Río de la Plata. Ya estaban separados cuando Alicia Muñiz viajó al veraneo de Mar del Plata con el propósito de recoger a su hijo. Pero, esa noche, salieron juntos. Acudieron a una fiesta organizada por el locutor Sergio Velasco Ferrero. Junto al actor Adrián Martel, en cuya casa estaban invitados, prolongaron la noche en el club Peñarol. Nadie vio venir lo que sucedió después. La discusión que, entre las cinco y las seis de la madrugada, desató la furia de Monzón pudo haber sido por el reproche de no cumplir las obligaciones económicas con el hijo. La teoría del accidente de Monzón quedó desmontada cuando apareció un testigo, Rafael Báez, alias El cartonero, un buscavidas de la calle -un ciruja, en argot argentino- que lo vio todo, incluso cómo el boxeador la arrojó al vacío «como si fuera una bolsa de papas». La policía notó luego a Monzón, con el cadáver presente, extrañamente tranquilo, conforme con lo sucedido.

El juicio de Monzón provocó un gran choque cultural. La prensa quiso proteger el prestigio del campeón, que recibió el apoyo de otros ídolos como Maradona. Al mismo tiempo, la sociedad se acostumbró a usar la palabra feminicidio y tomó conciencia del problema del maltrato, hasta el punto de que se crearon unidades policiales específicas.

Monzón murió en enero de 1995 mientras conducía un Renault 19 a velocidad excesiva hacia la cárcel después de un permiso. También perdió la vida su amigo Jerónimo Mottura. Se salvó la tercera persona a bordo, una mujer llamada también Alicia, Alicia Fessia. En la fotografía de su cadáver, tendido entre hierbajos, Monzón aparece quebrado y en ropa interior. Fue llorado como ídolo.

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LAS CARAS DEL MAL
‘Stupid Martin’, de joven heredero millonario a peligroso asesino en masa

Martin Bryant mató a 35 personas en la peor masacre registrada en Tasmania
Obsesionado con la por**grafía, la zoofilia y la violencia, le diagnosticaron esquizofrenia y síndrome de Asperger
“Todo el mundo me recordará por lo que haré”, dijo poco antes del tiroteo

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Martin Bryant, de joven heredero millonario a peligroso asesino en masa (AP)
MÓNICA G. ÁLVAREZ
01/03/2019 06:30
Actualizado a 09/04/2019 16:27

La infancia marca nuestro destino de por vida. Los acontecimientos felices pueden catapultarnos hacia el camino, digamos, correcto; pero los malos llegan a crearnos toda clase de frustraciones e inseguridades. Si a esto le añadimos bullying, malos tratos y algún tipo de anomalía física o psicológica, el cóctel es explosivo. Sin embargo, si los educadores y padres de Martin Bryant hubiesen puesto remedio a sus ataques de violencia y rabia, quizá la masacrede Port Arthur no se hubiese producido. ¿O sí?

Este joven heredero millonario, tildado por muchos como ‘Stupid Martin’, se convirtió en uno de los asesinos en masa más peligrosos de Tasmania (Australia). Sus actos costaron la vida de treinta y cinco personas y dejó heridas a otras veintitrés.

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Martin Bryant, de niño (YouTube)
Una ‘estupidez’ cruel

Ya desde su infancia Martin John Bryant fue un niño que destacaba por no encajar dentro de lo que consideramos “normalidad”.Podemos definirlo como poco común. Había nacido el 7 de mayo de 1967 en Lennah Valley, Tasmania, y su madre supo que su hijo era “diferente”.

La preocupación era constante y ésta aumentó cuando le diagnosticaron retraso mental. Poseía un cociente intelectual de sesenta y seis, cuando la media está entre noventa y ciento diez. Para que nos hagamos una idea, menos del dos por ciento de la población mundial tiene una puntación tan baja.

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Martin Bryant, con su padre Maurice y su hermana Lindy (YouTube)
Sus padres, Carleen y Maurice, tuvieron que prestarle una mayor atención. Para ello, su progenitor pidió la jubilación anticipada y así poder hacerse cargo del pequeño y cuidarlo. Aquella época fue muy dura para la familia, que, viendo cómo sufría su hijo, tuvo que soportar las burlas de sus compañeros de colegio.

Le apodaron Stupid Martin , lo que no le benefició en absoluto. Todo lo contrario. Provocó en él una rabia contenida. Era un niño diferente y las clases especiales a las que tenía que acudir para mejorar se lo recordaban a cada instante. Uno de sus profesores aludía que era un joven “totalmente aislado en su propio mundo”. La soledad se había convertido en su aliada y prefería estar solo a mantener relaciones sociales con el resto.

Con los años, su desapego social fue creciendo hasta generar situaciones problemáticas y violentas. No sentía ningún tipo de empatía por nadie. Ni siquiera el día en que su padre presuntamente se suicidó ahogándose en un dique propiedad de la familia. Cuando le pidieron que ayudase a encontrar el cuerpo, él no se conmovió, sino que dio evidentes muestras de disfrute y alegría.

Aquel extraño comportamiento se encauzó hacia una vertiente sádica que desembocó en la tortura de animales, sobre todo gatos. Durante una excursión de buceo incluso atacó a uno de sus compañeros clavándole una lanza en la cabeza. Nadie quería estar a su lado. Era un niño agresivo con un comportamiento violento. Rompía sus propios juguetes, apedreaba a sus vecinos, quemaba árboles, destrozaba los botes que estaban amarrados a la orilla, etc.

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Martin Bryant con un animal en brazos (YouTube)
El rico heredero
Alguien tenía que ponerle freno, así que en 1977 la dirección de la escuela decidió expulsarlo definitivamente. Lo trasladaron a una unidad de educación especial en la New Town High School. Sin embargo, su conducta empeoró tanto en lo académico como en lo psicológico.

Según los informes psiquiátricos, el deterioro se debía a la esquizofrenia que padecía. Así que lo único que podía hacer era dedicarse a leer o escribir, trabajar en jardinería o ver la televisión. Formó parte de una empresa de jardinería y mantenimiento, pero el trabajo no le duró mucho. Finalmente le concedieron una pensión de invalidez.

Entonces se enamoró. Ella se llamaba Helen Harvey y era una excéntrica heredera de mediana edad que le ofreció trabajo como encargado de mantenimiento. El vínculo entre ambos traspasó lo profesional e iniciaron una relación.

Aunque Helen le colmaba de regalos y caprichos, la realidad era que ella despilfarraba cantidades ingentes de dinero cuando en numerosas ocasiones no tenían ni para llenar la nevera. Además, Martin siguió siendo igual de errático, distante y violento. Merodeaba por las propiedades colindantes a altas horas de la madrugada y llegó a amenazar con un rifle a un vecino. Allí comenzó su obsesión por las armas de fuego y también por algunas mujeres. Agredió sexualmente a una joven universitaria y, cuando ella subió al autobús, él la siguió en un taxi.

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Mansión que Martin Bryant heredó de Helen Harvey tras su muerte (News Corp Australia)

La muerte de Helen en un accidente de tráfico dio un vuelco a su vida. Lo convirtió en el único heredero de una mansión y en torno a un millón de dólares. Los investigadores señalan que fue él quien provocó dicho incidente, pero nunca se encontraron pruebas suficientes.

Se obsesionó con la por**grafía, la zoofilia y las películas de violencia extrema. Ahora que tenía dinero en la cuenta corriente sólo le importaba el s*x*. Contrataba prost*tutas continuamente, pero ninguna quería regresar. Describían el entorno en el que vivía como “espeluznante”.

Grabando su ‘actuación’
En los días previos a la masacre, Martin compró una bolsa de deporte y acudió a una tienda de armas donde ni siquiera le pidieron la licencia. Allí se agenció el rifle semiautomático Colt AR15 con el que cometió los crímenes. Visitó varias veces el lugar de los hechos, Port Arthur, para trazar el plan. Al contrario de lo que en un primer momento se pensó debido a su discapacidad intelectual, Martin lo tenía todo planeado y calculado.

De hecho, cuando la policía le preguntó por qué decidió matar de aquella manera, su respuesta fue: “Sólo sentía que cada vez más gente estaba en contra de mí. Cuando trataba de ser amable con ellos, se alejaban”.

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Martin Bryant subiéndose a su coche poco antes del tiroteo (Sunday Night)

Había llegado el momento de vengarse de aquellos que se burlaban de él, aquellos que lo habían traumatizado. “Todo el mundo me recordará por lo que haré”, dijo a un vecino minutos antes de cometer los asesinatos.

Era la una de la tarde del 28 de abril de 1996 en el centro turístico de Port Arthur. Alrededor de quinientas personas paseaban por el lugar visitando las numerosas tiendas y restaurantes. Parecía un domingo tranquilo hasta que Martin Bryant entró en el café Broad Arrow. Era la hora de la comida y había tanto barullo que el asesino logró pasar completamente desapercibido. Se sentó en la terraza y, cuando acabó su almuerzo, se dirigió hacia la parte trasera de la cafetería.

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Café Broad Arrow en Port Arthur, tiroteado por Martin Bryant (Getty)
Colocó una cámara de vídeo sobre una mesa y empezó a grabar su “actuación”. Abrió la bolsa, saco el rifle y empezó a disparar. El primero en caer fue un hombre asiático que murió al instante; después mató a su esposa, a la que apuntó en la cabeza. Continuó recorriendo el local eligiendo los objetivos y ametrallándolos sin titubear. En pocos segundos había matado a veinte personas y herido a otra decena.

Salió del establecimiento y se dirigió al aparcamiento, donde siguió disparando. Cada paso era una muerte más. Decidió robar un vehículo para huir, pero en su camino se interpuso una madre con sus dos hijos pequeños, a los que también acribilló a balazos. Ninguno de los tres sobrevivió.

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La madre y los niños de la familia Mikac asesinados por Martin Bryant (news limited)

Logró escapar al volante de un BMW tras asesinar a sus cuatro ocupantes y se encaminó hacia la casa de huéspedes Marina Cottage. Sus dueños, David y Sally Martin, habían comprado la propiedad adelantándose al padre de Bryant, y éste les culpaba de la muerte de su progenitor. Parece ser que ése había sido el motivo por el que se había suicidado.

De camino a la casa, se topó con otro coche, hirió al conductor y mató al acompañante. No fue el único vehículo que sufrió la furia de Martin. Cuando llegó a la casa de huéspedes, esposé a David y Sally a una barandilla, vertió gasolina sobre el coche y le prendió fuego.

Apto para el juicio
Las autoridades se personaron en Porth Arthur minutos después de la masacre y varias llamadas de auxilio les alertaron de que el pistolero había escapado dejando una estela de muerte a su paso. Acordonaron la zona para evitar daños mayores y descartaron el envío de un equipo de asalto. La situación podría poner en riesgo la vida de los rehenes.

Durante las seis horas siguientes, un centenar de agentes rodearon la casa. Enviaron un negociador, el sargento Terry McCarthy, que habló con Bryant por teléfono. Su única exigencia era que le dieran un “paseo” en un helicóptero del ejército.

A las 8.25 horas de la mañana, Martin prendió fuego al edificio y se entregó. Corría con la ropa en llamas. Cuando las autoridades lograron sofocar el fuego, encontraron los cadáveres de los dueños de la casa y de uno de los conductores que había secuestrado durante su huida.

Puesto a disposición judicial, en un primer momento Bryant se declaró inocente de todos los cargos, pero su abogado le persuadió para que admitiera los hechos. Durante el proceso exhibió una risa maniática que desesperó a los testigos. Los cuatro exámenes psicológicos que le hicieron señalan que sufría esquizofrenia y el síndrome de Asperger, lo que lo inducía a perpetrar “acciones inapropiadas”. Pero, le declararon legalmente sano y apto para ser juzgado.

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Martin Bryant, el asesino en masa de Port Arthur (YouTube)
A mediados de noviembre de 2006 el tribunal le condenó a treinta y cinco cadenas perpetuas sin posibilidad de libertad condicional. Ya en prisión, intentó suicidarse seis veces, así que lo trasladaron a un centro de salud mental administrado por el Departamento de Salud y Servicios Humanos de Tasmania. Su aspecto actualmente nada tiene que ver con el chico rubio, atractivo y bien parecido. Ahora sufre de obesidad y su rostro ha cambiado por completo.

Mientras tanto, su familia no ha dejado de sufrir. La persecución a la que los medios de comunicación les sometieron, llevó a la madre de Martin a querer quitarse la vida. Y es que pese a que Carleen confesó en una entrevista que hubiese preferido que su hijo muriese durante el tiroteo; en verdad, sigue creyendo que Martin es inocente. Pese a las pruebas, para ella no hay “evidencia” alguna que señale al muchacho como el verdadero responsable de la matanza.

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Martin Bryant, en la actualidad, tras las rejas de la prisión de Risdon Hobart (Gary Ramage)

Reportaje original:
https://www.lavanguardia.com/suceso...smania-crimen-asperger-las-caras-del-mal.html
 
El atentado de rue de Rosiers, la matanza impune
Viernes, 9 agosto 2019 - 01:35
Se desvanecen las últimas esperanzas de llevar ante la Justicia francesa a los autores del atentado que tuvo lugar en 1982 en el barrio judío de París

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Momentos después del atentado en el restaurante de Jo Goldenberg.GETTY IMAGES
Medio centenar de clientes comía en el restaurante de Jo Goldenberg a las 13:15 del 9 de agosto de 1982, en el número 7 de la rue de Rosiers. Un comando de tres a cinco hombres enmascarados tiró una granada. Dos terroristas entraron en el local y dispararon a discreción. Luego huyeron a pie abriéndose paso a tiro limpio por la calle que era y es la arteria comercial del barrio judío de París.

Tres minutos duró el ataque terrorista. Hubo seis muertos y 22 heridos. Han pasado 37 años y se desvanecen las últimas esperanzas de llevar a juicio a los culpables. Francia, primero no quiso. Y cuando lo ha intentado, era demasiado tarde.

El pasado 28 de mayo un teletipo de France-Presse informaba de que el Tribunal de Casación de Jordania rechazaba el recurso contra la negativa a conceder la extradición de Nizar Tawfiq Mussa Hamada, uno de los presuntos autores identificados por los testigos 93 y 107 en... 2011.

Aunque el atentado no fue revindicado, la autoría estuvo clara desde el principio. Los casquillos recogidos en el lugar eran de 9 milímetros calibre corto tipo makarov disparados por un arma de fabricación polaca, la WZ 63. Era la 'firma' del grupo Fatah-Consejo Revolucionario, una fracción de la OLP que consideraba "derrotista" a su líder histórico, Yasir Arafat. El grupo disidente lo lideraba Abu Nidal y gravitaba en la órbita de Hafez Asad, dictador de Siria y padre del actual tirano, Bashar.

Dos días después del atentado, 'The New York Times' informaba que el ministro francés de Interior, Gaston Deferre, relacionaba el atentado con dos acciones previas del grupo palestino disidente: el ataque contra la principal sinagoga de Viena el año anterior en el que murieron dos personas y el tiroteo al embajador de Israel ante el Reino Unido, Shlomo Argov, el 3 de junio de aquel 1982. En las tres ocasiones, la munición fue la misma.

Sin embargo, varios testigos no prestaron nunca declaración ante la Justicia. La investigación policial fue encargada por el presidente de la República, François Mitterrand, a la célula antiterrorista del Elíseo y se perdió entre pistas falsas y montajes policiales groseros.

En 2018, Yves Bonnet que dirigió la DST, los servicios de información del ministerio de Interior, confirmó lo que era un secreto a voces: un acuerdo no escrito fue sellado el mismo 1982. Abu Nidal se comprometía a no volver a atentar en Francia a cambio de que sus hombres no fueran perseguidos por la justicia francesa.

El pacto lo fraguó el mítico general Philippe Rondot, al que la revista Jeune Afrique llamaba Rondot de Arabia por sus conocimientos de Oriente Próximo reflejados en varios manuales de referencia. Una brillante hoja de servicios a la que añadía un doctorado en Sociología además de hablar ruso, alemán y árabe. Llegó al mando supremo del espionaje francés en el 97. Rondot, ya fallecido, fue el hombre que capturó a Carlos, el terrorista venezolano, autor de varios atentados de los años 70 y huésped de las cárceles francesas desde 1994.

Un año antes, el jeque Hasan Turabi, líder islámico y hombre fuerte de Sudán, para congraciarse con Francia, le habría dado a escoger entre Abu Nidal y Carlos. Rondot no dudó. El venezolano había matado a dos miembros de la DST, al que perteneció Rondot. Por esas dos muertes -y la del delator que le denunció- Carlos fue condenado a perpetuidad.

Y así pasaron más de 30 años del atentado de la rue de Rosiers. Hasta que el juez Marc Trévidic emitió cuatro órdenes de detención internacional en 2015. La justicia jordana rechazó la mencionada de Nizar Hamada y la de Souhair Mohamed Hassan Jalid al Abassi, alias Amjad Atta, presunto cerebro.

El jefe del comando sería Mahmoud Abed Adra, alias Hicham Harb, residente en Ramala, hoy la capital de la Autoridad Palestina. Un limbo jurídico al que no se puede reclamar una extradición por no ser un Estado. El cuarto perseguido es Walid Abu Zayed, residente en Noruega y el único al que, según el semanario L'Express, aún hay alguna esperanza de echarle el lazo. Podría perder su nacionalidad noruega al haber facilitado una identidad falsa para obtenerla...

Jo Goldenberg murió hace años. Su restaurante cerró y fue sustituido por una tienda de ropa. El negocio dio paso a una tienda de bricolaje, Make It, de la cadena Leroy Merlin. A tono del proceso de invasión hipster del barrio. Una placa sobre la fachada de teselas recuerda los nombres de los seis fallecidos.

Abu Nidal fue encontrado muerto, acribillado a balazos, en su casa de Bagdad en 2002. Los iraquíes consideraron su muerte un su***dio. Se le atribuyen 900 muertos. Entre ellos, los seis de la rue de Rosiers del 9 de agosto de 1982.

Una pareja se besa en la esquina de la rue de Rosiers con la calle que durante cuatro siglos se llamó 'de los judíos' y ahora lleva por nombre Ferdinand Duval, prefecto. Hace calor en este verano parisino y la espera para cenar en el vecino L'As du Fallafel es de media hora. Es un local barato pero tiene aire acondicionado, una rareza en este París achicharrado. La panadería Murciano bajó hace horas la persiana.
https://www.elmundo.es/internacional/2019/08/09/5d4c2dedfc6c83af1d8b45a1.html
 
Palabra de ladrón

publicado por Álvaro Corazón Rural

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El Dioni en el aniversario del robo del furgón. Foto: Cordon Press

Leo que El Mundo entrevista al Dioni en el treinta aniversario de su golpe. Como muchos recordarán, trabajaba en una empresa de seguridad que recogía o repartía en un furgón blindado sacas con la recaudación de comercios, nóminas de empresa y dinerales varios de bancos. El Dioni, fingiendo un ataque de ciática, en un momento en que sus compañeros se bajaron del vehículo, aceleró y se largó con alrededor de trescientos millones de pesetas, casi dos millones de euros. Al cabo de unos meses lo encontraron en Brasil, donde fue detenido.

En la entrevista, de titular «Soy el menos hijo de put* de todos los que han robado en España», anunciaba la salida de un libro de memorias que recopilaba todos sus recuerdos de aquella, la gran peripecia de su vida. Es curioso porque yo ya tenía un libro de esas características. Se titulaba Palabra de ladrón (Colección Documentos, Prensa Siete) y apareció en 1994. A partir de conversaciones en Alcalá Meco con los periodistas de El PeriódicoJordi Gordon y Mariano Sánchez Soler, se había reconstruido toda la historia.

La verdad es que después de su paso por el mundo de la canción ligera y el cine por** el personaje ha quedado sobreexplotado, pero en los noventa ese libro estaba bastante bien. Había una historia de serie negra bastante cañí, pero con buenos tics literarios. No en vano, la obra venía recomendada nada menos que por el escritor y maestro del género Juan Madrid, que edulcoraba el suceso tal y como hace su protagonista actualmente: «En este país de ladrones nunca cayeron mal los ladrones que roban a otros ladrones sin matar a nadie ni hacer más daño que el que se hacen a ellos mismos».

¿Por qué cometió la apropiación indebida? Según contó en Palabra de ladrón, porque llevaba años en la empresa sin ver una hora extra y, a la hora de la verdad, después de tanto esfuerzo, le habían relegado a los furgones donde cobraba casi la mitad que como escolta; puestos que se habían cubierto con empleados que tenían enchufe. Como venganza, maquinó su plan.

Lo cierto es que si al leer lo mira uno en perspectiva, antes de tener el encuentro con su jefe en el que se planteó esta discusión, había tenido un incidente en una discoteca en el que le habían abierto la cabeza con un vaso y había terminado en comisaría porque le acusaron de sacar su arma en la pelea. En esas memorias se deja claro que le tendieron una trampa por una historieta pasada y bla, bla, bla… Pero por ese motivo, porque no podía ir de escolta de Miguel Durán, entonces director general de la ONCE, con la cabeza vendada por una trifulca, le apartaron de su puesto. Aunque él dice que fue cosa suya, que lo pidió. El lector, como en Elige tu propia aventura, puede hacer sus cábalas.

En el primer perfil que le dedicó El País justo después del suceso, el 4 de agosto de 1989, decía: «En 1980 ingresó como vigilante en Candi, pese a que la mayoría de sus vecinos pensaba que no duraría mucho en este trabajo debido a su afición a la vida nocturna (…) Cuentan en su barrio que Rodríguez había pedido presupuesto a un amigo manitas para que le fabricara una cama giratoria y un juego de luces adecuadas para un dormitorio de atmósfera excitante». En estas cuatro líneas está toda la esencia del personaje.

El motivo oficial, publicado en estas páginas, por el que decidió «hacerse un blindado» fue por los derechos laborales. De hecho, como alegó su abogado en el juicio, tuvo el detalle de no llevarse del furgón una de las sacas, que correspondía a la nómina de los trabajadores de una empresa. Siempre quiso dejar claro que no robó a trabajadores, dejando esas bolsas de dinero en el furgón, y se apropió del dinero del banco, como dice en esta última entrevista, con la intención de «meterle una preferente al banco antes de que ellos me la metieran a mí».

Sonar, suena bien, pero mejor pasemos a escenas irrepetibles. Cuando dio el golpe, se refugió en un piso de Vallecas. Ahí, rápidamente, presa de la angustia por la precipitación y falta de planificación con la que había realizado el robo, se arrepintió. Pensó que si huía al extranjero tal vez no volvería nunca a su barrio. Una verdadera lástima, porque la descripción que hace de aquel ambiente y años de juventud es única, es un mosaico imposible:

En el cuarto piso vivía Paco Valladares, en el portal de al lado, el Bombero Torero; y en casa de doña María, en régimen de pensión, vivían varios jugadores del Real Madrid. Fui muy amigo del actor Rafael Arcos, al que conseguía preservativos. Estudié hasta los catorce años en el colegio del Pilar, Santa Ana y San Rafael. Incluso formé parte de una tuna llamada Crisol de Arte, que dirigía el futurólogo Marqués de Araciel. Con todas aquellas imágenes en mi cabeza no pude evitar una sonrisa amarga.

Para que se le subiera un poco la moral en esos momentos críticos, pidió a sus amigos que le consiguiesen casetes de «Pink Floyd, Julio Iglesias, Police…» pero quien llegó al apartamento fue un tal Celso. La persona que consiguió su traslado a Brasil. Era un ladrón de guante blanco que solo entraba en chalés de lujo. Se ganó la confianza del Dioni mostrándole un reloj Omega Constelation robado en el domicilio de Pozuelo de Rafael Gordillo, jugador del Real Madrid.

Antes de iniciar su periplo, se dedicó a arrugar los billetes del botín. Estuvo dos días sentándose encima de ellos, pisándolos, haciendo papiroflexia. Cuando los turistas se lanzaron a las carreteras el 15 de agosto, salió él también en dirección a Portugal. Tuvo dos opciones en su huida a Sudamérica, la que le ofrecía un matrimonio de acompañarles a Chile y la de Celso, que le propuso Brasil.

Rechazó el país andino «por la dictadura de Pinochet» y se dirigió a Río de Janeiro atraído, entre otros motivos más prosaicos, por la corrupción policial. Le dijeron que allí podría comprar un cadáver humano calcinado para que la policía, previo pago, diera parte de su fallecimiento en accidente de tráfico. Simular su propia muerte.

La frontera con el país vecino la pasó con su propio DNI, aunque estaba en todos los telediarios, sonando casetes de Julio Iglesias y Los Panchos en el reproductor del coche. En la capital portuguesa, mientras falsificaba el pasaporte para cruzar el Atlántico, tuvo tiempo de inspirarse viendo a Roberto Carlos en directo en la plaza de toros de Lisboa y se las arregló para pasar la noche en compañía de prost*tutas dos veces. No hubo una tercera porque, desgraciadamente, antes de hacer un menage à trois, el sueño de su vida, el Chivas le pasó mala factura y las dos mujeres tuvieron que meterle en la bañera. Se bebía la vida de un trago, como se dice.

Con una resaca cósmica, atravesar el control de pasaportes era la parte más complicada. El relato de estas escenas sí que pertenece al pasado, hoy día nunca se haría, o no se debería hacer en esos términos, pero es otro de los momentos álgidos de una historia que llegados a este punto, el centenar de páginas, uno seguía leyendo enganchado más por lo inverosímil que por la crudeza:

Estaba un poquito pasado de copas, maquillado, con la peluca rubia de pelo largo, la mariconera cargada de billetes, un radiocasete estereofónico bajo el brazo y una ligera cojera causada por la ciática. Aparentaba cualquier cosa menos una persona normal; más bien parecía un gay, y yo me dispuse a interpretar mi papel (…) me armé de valor y, echándole un poco de humor al asunto, avancé con mi cojera y mi peluca rubia. Con un «hola» afeminado en los labios —que algunas veces usaba en broma con mis compañeros de Candi—, saludé al policía que sellaba los pasaportes. Este más que ninguno pensó que yo era un afeminado extremo, de los que rozan la locura. Con cara de pocos amigos y, quizá satisfecho de que un tipo semejante abandonara su país, metió un golpetazo sonoro al pasaporte y me dejó pasar.

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Foto: Cordon Press.
En el avión las azafatas se rieron de él cuando, durmiendo la mona, se le cayó la peluca. Al llegar, no recordaba cuáles eran sus maletas y, en la cinta transportadora, esperó a que todo el mundo recogiera las suyas a ver si eran las que quedaban. El viejo truco. Con el nuevo pasaporte no hubo problemas en entrar en Río de Janeiro. Respirando sus calles, gritó libertad:

«¡Esto es como La Manga, pero a lo bestia!» —exclamé.

En este segundo tercio del libro la trama detectivesca se difumina. Pasamos al relato de unos hechos muy difíciles de entender ni por la época ni por lo cañí. Después de haberle salido el plan de afanar trescientos millones de pesetas, un poco menos de lo que el FC Barcelona había pagado por Maradona en 1982, con su rostro en el telediario y en todos los periódicos y revistas de España, cuando la lógica más elemental conduciría a cualquiera a guardar cierta discreción, digamos que se le fue un poco el pinzón.

Alquiló un apartamento de lujo, según se publicó en este volumen, con vistas al mar y piscina. Iba en helicóptero, cuando no en avioneta. Realizó viajes en barco a las islas cercanas. Se hizo asiduo del restaurante al que iba a cenar su ídolo Julio Iglesias, se permitió el lujo de que una orquesta italiana tocase para él «Oh sole mío» en uno de los restaurantes más caros de la ciudad. Las amistades que hizo en los locales que visitaba le recomendaban «desparramar» cocaína por las sábanas de la cama para que cuando se acostase con alguien, al sudar, su cuerpo transpirase la droga y se pusiera en estado de «macaco nervioso». Para los trayectos cortos, alquilaba limusinas. Elegía el color del vehículo para que hiciera juego con el de la piel de la brasileña que le acompañaba «en cada momento». Porque, adornado o no, lo que queda claro en este texto es que en lo que gastó con más fruición fue en prost*tutas:

Sus culos parecían hechos de mármol de Carraca y sus pezones eran duros como castañas pilongas. Cada vez que me miraba una de ellas, los ojos se me ponían como el coche fantástico (…) Frecuentábamos Help y Barbarella. Era asombroso la gran cantidad de mujeres jóvenes y preciosas que había allí y la facilidad para llevárselas a la cama. A los pocos días, mi generosidad se hizo tan famosa que ellas esperaban impacientes su turno.

El pináculo del éxtasis de esta lectura se alcanza en las primeras cuatro palabras del capítulo diez. Podrían pasar fácilmente a los anales de la literatura universal. Pasaba uno la página suavemente, recorría con su vista la carilla en blanco y, al comenzar a leer el nuevo episodio en página impar, este se iniciaba así: «No todo era juerga».

Solo por ese instante merecía la pena experimentar esta lectura, aunque a partir de ahí fuese cuesta abajo. Contaba su visita a un cirujano para, según el plan, cambiarse la cara e iniciar una nueva vida con una identidad distinta tras, más o menos como se había anunciado antes, fingir su propia muerte. El problema es que un relato de esas características necesitaba, ya pasada la mitad del libro, un giro inesperado. Sin embargo aquí ya se habían acabado las sorpresas. Es más, lo que ocurría después era totalmente predecible. Un día cualquiera pasó lo que tenía que pasar y así lo narró:

Cuando abrí despreocupadamente la puerta, me quedé atónito. A la altura de mi nariz, seis o siete hombres, unos de rodillas y otros de pie, me encañonaban con sus revólveres y pistolones.

Efectivamente, era la policía. Lo que pasa es que esta tenía cierto interés en que confesase dónde ocultaba el botín. Se lo llevaron a una playa y simularon ejecutarle. Llorando, entre orines y sus deposiciones del susto, se lo llevaron a un local, donde le aplicaron descargas eléctricas en los testículos. No confesó. O eso dijo aquí. Lo mismo sí lo contó y esos ciento cuarenta millones de pesetas que todavía faltan y nadie saben dónde están quizá son la jubilación de un coronel Nascimento de turno. Nunca lo sabremos, o no por ahora.

Aquí es donde se acaba el pacto con el lector que puede ofrecer Palabra de ladrón estirando el chicle al máximo y siempre y cuando sea de los que no buscan prestigio con lo que leen. Lo que sigue es su diario de la estancia en la prisión brasileña, periodo que no estuvo exento tampoco de hazañas sexuales irreproducibles, mucha ansiedad y un instante de alivio, cuando le cuelan en la cárcel un walkman con su cinta de Julio Iglesias.

Extraditado a España, un violador de menores le robó el aludido reloj cuyo legítimo propietario era el futbolista del Real Madrid. En Alcalá Meco estuvo con Carlos Goyanes, dice que iba a misa con Celso Barreiros, detenido en la Operación Nécora, y andaban también por ahí varios miembros del GRAPO, ETA y Terra Lliure, con los que tuvo que mediar, confiesa, para que dejasen jugar al baloncesto con ellos a Ricardo Saenz de Ynestrillas:

No seáis piojosos —me atreví a decirles a los boicoteadores—. Lo mismo que se hacen selecciones de fútbol de diversos países, bien podéis hacer una selección de diversas siglas, o de distintas bandas armadas.

Esa es la traca final. Como es sabido, en el juicio fue condenado a tres años por apropiación indebida, lo que celebró como un éxito. La prensa, que alguna hubo que comparó su apropiación con los pelotazos que se pegan en los consejos de administración —habría tenido más éxito hoy la analogía— tampoco le consideró lo que se diría un Robin Hood, «subalterno resentido» (Interviu), «robamelones venido a más» (El Independiente), «cantimpalos con peluca» (Diario 16)… No obstante, ninguno de estos epítetos fueron óbice para que volviera a despreciar el peligro y tomase la decisión de presentarse a las elecciones municipales de El Molar (Comunidad de Madrid) que tenía tres mil trescientos habitantes en aquel momento. Obtuvo diez votos y, con ese crédito, se cerró la primera etapa de sus correrías.

https://www.jotdown.es/2019/08/palabra-de-ladron/
 
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