Crónica Negra. Asesinos, atravesando siglos.

Tony Alexander KING

Tony-Alexander-King.jpg

El Estrangulador de Holloway

  • Clasificación: Asesino
  • Características: Agresión sexual - Sadismo
  • Número de víctimas: 2
  • Periodo de actividad: 1999 / 2003
  • Fecha de detención: 18 de septiembre de 2003
  • Perfil de las víctimas: Rocío Wanninkhof Hornos, de 19 años / Sonia Carabantes Guzmán (17)
  • Método de matar: Apuñalamiento / Estrangulamiento
  • Localización: Málaga, España
  • Estado: Condenado a 36 años de prisión por el asesinato de Sonia Carabantes y a otros 19 por el crimen de Rocío Wanninkhof. Las sentencias fueron dictadas por la Audiencia Provincial de Málaga en 2005 y 2006.
Índice

Interpol revela que King fue condenado en su adolescencia por dos intentos de violación
Walter Oppenheimer – El País

23 de septiembre de 2003

Interpol del Reino Unido ha confirmado al Ministerio del Interior español que Tony Alexander King, asesino confeso de Rocío Wanninkhof y Sonia Carabantes, fue condenado en su adolescencia por un intento de violación, un atentado frustrado contra la integridad física de una mujer y un robo con fuerza. El supuesto criminal viajó a España un año después de salir de la cárcel. «Cuando llegó aquí, era un ciudadano comunitario con libertad de establecimiento y no había contra él órdenes de busca y captura», declaró Agustín Díaz de Mera, director general de la Policía.

Anthony Alexander King se llama en realidad Tony Bromwich y en 1986 fue condenado a 10 años de prisión por dejar inconscientes a varias mujeres estrangulándolas para abusar luego de ellas, según publicaban ayer los tabloides británicos. Pero la policía británica no quiso confirmar que el británico detenido en Málaga sea el llamado «estrangulador de Holloway», el barrio del norte de Londres en que vivía y en el que cometió sus crímenes Tony Bromwich. La Interpol sí confirmó a la policía española que el supuesto asesino de Rocío Wanninkhof y Sonia Carabantes fue condenado anteriormente en el Reino Unido. Fuentes próximas a la investigación citadas por Efe aseguraron ayer que Tony Bromwich se cambió el nombre de forma legal en su país antes de venir a España.

En el Reino Unido todavía no es oficial que Tony Alexander King, el asesino confeso de Sonia Carabantes y Rocío Waninkhof, sea Tony Bromwich, condenado en 1986, cuando sólo tenía 19 años, a 10 años de cárcel por abusar de siete mujeres.

A cinco de ellas las estranguló primero con un cordón hasta dejarlas inconscientes. El entonces llamado «estrangulador de Holloway», recluido en un centro de jóvenes delincuentes, fue puesto en libertad en 1991, al cumplir la mitad de su condena. Pero seis semanas después fue arrestado de nuevo por robar a una mujer a punta de pistola.

La prensa británica relataba ayer algunos momentos del juicio que presidió en 1986 el magistrado Thomas Pigot, que describió al acusado como «Jeckyll y Hyde». Aludía con ello a la doble personalidad que le permitía ser devoto novio de su prometida, con la que estaba entonces a punto de casarse, para convertirse en perverso violador los lunes y los miércoles.

Esos eran los únicos días de la semana que no pasaba con su prometida, según el relato del Daily Mail, que dedica al caso su portada y una página en el interior.

Ataques de carácter sexual
Durante el juicio se reveló que los ataques de Bromwich tenían carácter sexual, aunque no violaba a sus víctimas, un dato que parece coincidir con el perfil del hombre que asesinó a Sonia y Rocío.

Bromwich trabajaba de aprendiz en una imprenta cuando fue arrestado en mayo de 1985 en el momento que acechaba a su próxima víctima. Según el relato de la acusación, pronunciado ante el tribunal un año después, abordaba a sus víctimas acercándose sigilosamente a ellas y les pasaba un cordón por el cuello para cortar su respiración hasta que se desvanecían.

«La presión se aplicaba con gran habilidad, lo suficiente para dejar a las chicas inconscientes o semiinconscientes de manera que eran incapaces de resistirse a sus intenciones sexuales. Es un sistema que se conoce comúnmente como garrote», relató entonces el fiscal Michael Sayers ante el jurado. Bromwich aplastó la cara de una las víctimas contra el pavimento, provocándole la rotura de la nariz y de la mandíbula.

El juez, que acabó sentenciándole a 10 años de cárcel, recordó que los ataques de Bromwich podían haber acabado con la vida de sus víctimas.

La policía española ha enviado a Scotland Yard las huellas dactilares de los dos británicos detenidos en España para confirmar su identidad. Pero los portavoces de Scotland Yard en Londres no quisieron a lo largo del día confirmar si Tony Alexander King y Tony Bromwich son la misma persona. La policía británica tampoco había querido confirmar la víspera las informaciones del dominical News of the World según las cuales estaba investigando la relación que podía haber entre el presunto asesino de las dos jóvenes españolas y los asesinatos nunca resueltos de 12 jóvenes inglesas que murieron en circunstancias parecidas a las que rodearon la muerte de Sonia y Rocío.

«Amo a mi hijo sin condiciones hasta el día en que me muera»
Walter Oppenheimer – El País

23 de septiembre de 2003

La puerta se abrió apenas un palmo, lo justo para dejar un antebrazo que cuelga en un santiamén una sencilla hoja de papel en la puerta del número 23 de Mulkern Road, Holloway, norte de Londres. Es la casa de Tony Bromwich, un hombre que en 1986 estranguló a cinco mujeres hasta hacerlas perder el conocimiento y que puede ser el británico detenido en Málaga.

En esa hoja de papel, la madre de Tony Bromwich le declara su amor para siempre, haga lo que haga. Harta del asedio de un puñado de periodistas ante la puerta de su casa, Lynda Bromwich escribió un mensaje para que la dejaran en paz. «Quiero decir lo siguiente», escribe. «Amo a mi hijo sin condiciones, hasta el día en que me muera. No me creo nada de lo se ha estado escribiendo, conozco muy bien las mentiras que se han dicho. Nunca diré ni una sola palabra más a la prensa. Lynda Bromwich».

Lynda no ha tenido una vida fácil. Su hijo Tony ha pasado muchos años en la cárcel y quizá pase muchos más. Su hija es heroinómana y ha dejado al cuidado de la abuela a sus dos críos, de 10 y 11 años. Lynda ya no vive con el padre de sus hijos. Su compañero salió ayer por la mañana del portal para subirse a su viejo coche, aparcado enfrente. No quiso hablar, más allá de decir que ella haría una breve declaración. Volvió un buen rato después, acompañado por dos jóvenes guardaespaldas en un pequeño utilitario que había salido poco antes de un complejo de viviendas de protección oficial, muy cerca de la casa de los Bromwich.

Dicen los vecinos que en ese otro bloque, en Buxton Road, justo en la esquina, vivía Celia, la joven chilena a la que Tony Bromwich dejó embarazada de su única hija, Charlotte, con la que dicen que viajó a España en 1997 convertido ya en Tony Alexander King. Los vecinos de Lynda Bromwich apenas quieren hablar. «Lo único que puedo decir es que son una pareja estupenda», acierta a decir una mujer.

Es un barrio humilde, pero la casa de los Bromwich tiene su encanto. Es una típica construcción victoriana con planta baja y un piso, con un jardín en la parte trasera.

Enfrente, casi todo son casas modestas, complejos de viviendas de protección oficial que acogen a una población que se queda perpleja al saber de las acusaciones que pesan sobre el hijo de Lynda.

Un vecino dice que vio a Tony hace apenas tres semanas. Una joven vecina no sabe muy bien de quién le están hablando. «Ah, sí, un hombre grande y fuerte», recuerda por fin. «Hace mucho tiempo que no le veo. Siempre estaba metido en casa. Sólo salía para coger el coche, un coche grande, un jeep», explica. «¿Y dicen que ha matado a dos chicas en España? ¡Qué horror!», acierta a decir.

King asegura que le dictaron las cartas de arrepentimiento para favorecer su defensa
Elpais.com

23 de septiembre de 2003

El presunto autor de los crímenes de las jóvenes malagueñas Sonia Carabantes y Rocio Wanninkhof, Anthony Alexander King, ha reconocido desde su celda haber escrito ayer las dos cartas de arrepentimiento por los asesinatos que hoy publica el diario sensacionalista The Sun. Según la versión de King, las escribió al dictado del periodista y abogado David Rojo, que le aconsejó que lo hiciera porque favorecerían su defensa. Tras la renuncia de la abogada de oficio a defender a King, Rojo se presentó ayer en la cárcel como letrado para ofrecerle sus servicios y hoy publica un avance de esta entrevista en la web Periodista Digital.

Según han informado fuentes penitenciarias, esta mañana King se lo ha comunicado al director de la prisión de Alhaurín de la Torre (Málaga), Jorge Castejón. Sobre la visita de Rojo, King ha explicado que, tras ofrecerle sus servicios como abogado de forma gratuita, le dijo que sería muy importante que hiciera un escrito de arrepentimiento, porque «en España se valora mucho» esta actitud. Cuidando al máximo los detalles, King redactó al dictado de Rojo una carta que luego suscribió no con su firma habitual sino con unos caracteres legibles aconsejado por el periodista y abogado, quien le señaló que así se entendería su rúbrica.

Posteriormente, Rojo le dijo que iba a traducir su carta de arrepentimiento al español, idioma que King no escribe y que el recluso firmó con una rubrica similar y que no coincide con la que estampó ayer en el acta de comparecencia ante Castejón, después de la visita de Rojo. En este acta, King explica al director que él tenía una abogada de oficio, Anabel Méndez, quien le comunicó que le visitaría otro letrado, sin precisarle su nombre. El pasado domingo, la letrada renunció a seguir ocupándose de su caso alegando que no tiene experiencia en causas graves. Además, se considera contaminada por el caso, ya que es vecina de Coín y participó en la búsqueda de Carabantes. De momento, el británico carece de defensor y el Colegio de Abogados de Málaga designará a uno nuevo del turno de oficio, según informó ayer su decano, Nielson Sánchez-Stewart.

«Ganar mucho dinero»
King ha asegurado que, durante la entrevista, Rojo le informó de que iría de nuevo a verle «dentro de una semana» con «su jefe». Según King, le hizo firmar «un papel en español y manuscrito que no entendía», diciéndole que se trataba de «un poder para personarse» en su causa. Además, ha señalado que no conocía a Rojo y que él no había llamado a ningún abogado, ni desde la prisión, ni desde el juzgado. El presunto asesino ha subrayado que en ningún momento Rojo le comentó que fuera periodista y que sólo le indicó sobre su entrevista que «cuando las diligencias no fueran secretas sería bueno publicarlas porque así podría ganar mucho dinero y poder pagar a su abogado».

El diario popular The Sun publica hoy las dos cartas del asesino de la costa, como denominan a King, en las que pide perdón a las madres de ambas jóvenes, al tiempo que asegura estar «enfermo» y necesitar «ayuda». Según este diario King, cuyo verdadero nombre es Anthony Bromwich, declaró a uno de sus reporteros que tuvo acceso «exclusivo» al recluso en la prisión, que estaba «aterrorizado». «Parece que todo el mundo quiere matarme. Estoy muy arrepentido de todo el daño que he hecho», añadió. «Yo también tengo una hija a la que quiero mucho y tengo el alma enferma por el daño y el dolor que he causado. Siento repugnancia de mí mismo», asegura King en la misiva dirigida a la madre de Wanninkhof.

«Mis más profundas disculpas para ti y para tu familia por la pérdida de su hija y también por no haber confesado el crimen y haber provocado desavenencias en su amistad con Dolores», en referencia a Dolores Vázquez, que pasó 17 meses en prisión por el crimen de Mijas, que las autoridades rconocen [reconocen] ahora que no cometió. «Estoy enfermo y necesito ayuda» reconoce King, al tiempo que «ruega por su perdón». «He confesado todo con la esperanza de que no tenga que pasar por otro juicio y sufrir más», añade. En una segunda carta, dirigida a la madre de Sonia, afirma sentirse «avergonzado» y asegura que la atropelló con su coche bajo los efectos del alcohol: «Estaba borracho y no sabía lo que estaba haciendo. Merezco estar en la cárcel».

«Sé que usted no quiere saber nada de mí o ni siquiera leer esta carta pero quiero que sepa que no quería atropellar a su hija con mi coche», comienza la carta. También le desea que no tenga que ir a testificar al juicio porque no quiere «que tenga que oír todos los hechos y sufrir más» y concluye: «Yo probablemente tampoco volveré a ver a mi hija [de siete años y fruto de su matrimonio con una mujer finlandesa que acabó en divorcio] por esto y entiendo parte de su pérdida. Nunca podré disculparme bastante». Las cartas fueron enviadas por fax ayer desde un hotel de cinco estrellas de Marbella, Don Carlos. El periodista británico Tom Worden, que firma la noticia, se aloja en este hotel.

El acta de comparecencia
Los responsables penitenciarios realizaron un acta de comparecencia al descubrir que Rojo había hablado con King como periodista. Éstas son las preguntas del director de la prisión y las respuestas de King:

P.- ¿Tuvo usted conocimiento de que en el día de la fecha iba a recibir visita de algún abogado?

R-. No, yo tenía una abogada de oficio, que me dijo que me visitaría otro abogado, pero no me dijo de que abogado se trataba.

P.- ¿Cómo se le presentó el letrado David Rojo?

R-. Me dijo que mi abogada de oficio había renunciado a mi defensa y que él se ofrecía para defenderme de forma gratuita, manifestándome que vendría de nuevo dentro de una semana él y su jefe. A la vez que me hizo firmar un papel en español y manuscrito que yo no entendía diciéndome que se trataba de un poder para personarse en mi causa y se lo firmé.

P.- ¿En algún momento tuvo usted contacto telefónico o de otro modo con el letrado Don David Rojo antes de su visita esta mañana?

R-. No. Yo personalmente no he llamado a ningún abogado ni desde la prisión ni desde el juzgado.

P.- ¿En alguno momento le manifestó el señor Rojo su condición de periodista?

R-. En ningún momento me comentó que era periodista.

P.- ¿En algún momento le solicitó su permiso para publicar o narrar a terceras personas lo manifestado en la entrevista?

R-. Me dijo que cuando las diligencias no fueran secretas sería bueno publicarla porque así podría ganar mucho dinero y poder pagar a un abogado.

Interior reconoce que recibió en 1998 un informe de la Interpol con el historial de King
Agencias – Elpais.com

24 de septiembre de 2003

El ministro del Interior, Ángel Acebes, ha reconocido a primera hora de la tarde que en el año 1998 se produjeron varias «comunicaciones» entre la policía española y la Interpol, en las que este organismo le informó de «algunos antecedentes» del presunto asesino Anthony King en el Reino Unido, aunque ha matizado que no se trataba ni de órdenes de búsqueda ni de extradiciones. La prensa sensacionalista británica ya publica hoy que la policía de este país alertó a la española de la presencia de King en la Costa del Sol y de su historial. King, de 38 años, se encuentra desde el lunes en la cárcel de Alhaurín de la Torre (Málaga), tras haber haberse reconocido autor de los crímenes de las jóvenes Sonia Carabantes, de 17 años, y Rocío Wanninkhof, de 19 años.

El ministro ha explicado que la policía británica se puso en contacto con la española para conocer el paradero de King, porque el asesino confeso de las jóvenes estaba siendo investigado por un delito sexual en su país. Acebes ha añadido la policía española solicitó a la británica las huellas de King para efectuar la comprobación de su identidad con plenas garantías, al tiempo que se comprobó su presencia en el sur de España, pero no se le detuvo, porque la comunicación no incluía una orden. Aunque este aviso era de intensidad «baja», se calificaba a King de «potencialmente peligroso». Al final, según el ministro, se descartó su implicación en el caso que se investigaba en Reino Unidos ya que King residía por aquel entonces en España.

Así, el ministro ha confirmado la información publicada hoy por el tabloide The Sun, que asegura que la policía española sabía que King era un delincuente sexual convicto que vivía en España bajo una identidad falsa, pero «no le tenía controlado». Este diario explica, sin citar fuentes, que las autoridades británicas informaron a las españolas de los antecedentes penales del presunto asesino y de que representaba «un peligro para las mujeres». El diario añade que la policía española «fue incapaz de seguir el rastro de la bestia, dejándole libre para matar».

La verdadera identidad de King
Según The Sun, tras cumplir condena, Bromwich fue investigado por la Policía de Surrey, a las afueras de Londres, por una agresión a una estudiante en la estación de tren de Leatherhead en agosto de 1997. La imagen de Bromwich antes de atacar a la chica, de nacionalidad húngara, quedó grabada en las cámaras de seguridad y fue difundida en el programa Crimewatch de la BBC, dedicado a la búsqueda de criminales. Pero el británico salió del país con la que era entonces su esposa un día antes de la emisión del espacio.

Aunque la fiscalía no reunió suficientes pruebas como para pedir su extradición, la Policía de Surrey envió, a través de la Interpol, un mensaje a las autoridades españolas, alertándoles de la presencia del sujeto en España. Tras su llegada, siempre según The Sun, algunos amigos informaron a la Policía de su nueva dirección. Por otro lado, la Policía británica ha confirmado esta mañana que Anthony Alexander King es, en realidad, Anthony Bromwich, el estrangulador de Holloway. Según ha informado Alastair Campbell, portavoz de Scotland Yard, las huellas dactilares de King son las mismas que las de este hombre, que aterrorizó a un barrio de Londres.

Campbell ha añadido que la Policía británica ha podido confirmar la identidad del detenido esta misma mañana, al finalizar el examen de las huellas dactilares que ha sido laborioso, ya que en el Reino Unido se destruyen las huellas de los delincuentes menores. La BBC ya informó anoche de que las huellas coincidían con las de Bromwich que, a los 19 años, fue encarcelado tras estrangular con un cable eléctrico a cinco mujeres en Holloway, un barrio del norte de Londres, y tratar de abusar de otras dos.

El detenido elegía a sus víctimas al azar, las estrangulaba hasta dejarlas incoscientes [inconscientes] y luego las agredía sexualmente, aunque no las violaba. El criminal, que cambió legalmente su identidad cuando se trasladó a España en los 90, fue condenado por estos delitos en 1986 a diez años de prisión, aunque sólo cumplió cinco. Tras salir de prisión en 1991, fue condenado por un robo a mano armada. Las autoridades británicas continuarán su investigación «al más alto nivel», ha precisado Campbell, para averiguar si Bromwich está relacionado con los asesinatos de 12 jóvenes en Reino Unido que murieron de forma parecida a Sonia y Rocío.

Se aplaza la publicación de la entrevista a King
La redacción de la web Periodista Digital ha decidido posponer «por el momento» la publicación de la conversación de dos horas que mantuvo la cárcel el director de este medio, David Rojo, con King, en calidad de abogado. Según asegura hoy este periódico digital, la decisión se ha adoptado por la «enconada polémica desatada» y por las «numerosas peticiones» por parte de sus lectores.

Rojo se presentó en la cárcel el lunes con el carné del Colegio de Abogados de Madrid y un volante del Colegio de Abogados de Málaga en el que el decano, Nielson Sánchez-Stewart, solicitaba que se le facilitase «comunicación letrada», según el director de la prisión, Jorge Castejón. En este escrito, se acreditaba que el letrado había sido llamado por el interno para su defensa y, dado que no existía incomunicación por orden judicial, se le permitió el acceso. Sin embargo, Rojo se ha defendido esta mañana en RNE y, aunque ha admitido que entró a la cárcel como abogado, ha asegurado que lo primero que le dijo a King fue que era reportero y director de un medio y que había ido allí para hacerle una entrevista «diga lo que diga King».

La actuación de Rojo ha llevado a los colegios de abogados de Madrid y de Málaga a la apertura de diligencias ante la posibilidad de que se haya vulnerado el secreto profesional, que está castigado con una pena de hasta cuatro años de cárcel. El colegio de Málaga ha designado ya a un nuevo letrado de oficio para King, después de que la asignada Anabel Méndez, renunciara a llevar su caso.

Robert Graham: «Aquella noche Tony me dijo: Creo que la he matado»
Montse Martín – ABC.es

29 de octubre de 2003

Robert Graham, detenido por encubrir el asesinato de Rocío Wanninkhof y posteriormente puesto en libertad al haber prescrito el delito, declaró ante la Guardia Civil y la juez de Fuengirola en el momento de su detención que su amigo Tony King se presentó una noche en su casa y que le contó que había cogido una chica en la carretera y que creía que la había matado. «Tony llegó muy extraño, hablaba de su mujer, de sus problemas, y empezó a decirme que había cogido una chica, que creía que la había matado o dejado inconsciente». Graham en su declaración dijo que se sintió «aterrorizado» y que le dijo a King que se marchara de su casa y negó rotundamente haber ayudado a su amigo a ocultar el cadáver de Rocío Wanninkhof.

Robert Terence Graham, de 39 años, natural de Saldford (Gran Bretaña), lleva seis años residiendo en España, primero en Lanzarote y luego en la Costa del Sol. En su país tiene antecedentes penales y estuvo en prisión por conducir ebrio. Graham asegura que conoció a King en España, en verano o Semana Santa de 1999, y que se lo presentó Cecilia, su mujer. Robert la conocía a través del cuñado de ésta, John, que era jefe de un negocio de multipropiedad en Mijas donde Graham era jefe de grupo. «Un día Cecilia me preguntó si podía darle trabajo a su marido. Tony es simple, extraño, se puede ver en sus ojos; se podía pasar horas sentado sin decir nada, pero es amistoso y obedece a todo. Normalmente la gente no quería ir a casa de Tony porque Cecilia no cuidaba la casa; y ella era la que se quejaba de que es Tony el que no la ordenaba», explica Graham.

La nueva cara del grupo
El británico reconoce que se hizo amigo de Tony en sus visitas conjuntas a los pubs para beber después del trabajo: «Toda la gente del timesharing (multipropiedad), incluido yo, tiene problemas con la bebida; es un trabajo muy complicado, de mentalidad muy inglesa: mucha bebida, mucho fútbol… Tony era la nueva cara del grupo. Era una calamidad; su relación de pareja se venía abajo».

La declaración de Robert Graham es, en un principio, confusa, no ofrece muchos detalles sobre la noche en la que Tony King se presenta en su casa. Sorprendentemente, al final del interrogatorio de la Guardia Civil, cuando los agentes le preguntan si quiere decir algo más, Graham, de forma espontánea -según se subraya en negrita en el folio número seis de su declaración- empieza a dar detalles de lo que ocurrió la noche del 9 de octubre de 1999, en la que desaparició [desapareció] Rocío Wanninkhof: «Tony me dijo que había salido entre la urbanización Torrenueva y La Cala (de Mijas), y me dijo: «Creo que la he matado». Yo no le quería escuchar». Añade que King llegó a su casa de forma imprevista, entre las nueve y las once de la noche, en un Ford Fiesta azul claro y que le dijo que había matado a una chica o la había dejado incosciente [inconsciente], que había sido cerca del camping entre Torrenueva y La Cala de Mijas: «No me dijo ningún nombre, pero recuerdo que sí dijo que iba a volver a echar un vistazo o a cubrir el cuerpo». Más adelante Graham añade: «Creo que dijo que vio a la chica cuando iba conduciendo, que le había recogido o cogido y le había dado «a good shagging» (la había dejado bien jodida), que la había dejado inconsciente o muerta; que había sido muy duro».

Más adelante Graham recuerda en su declaración que el coche que llegó conduciendo aquella noche Tony King pertenecía a Jane, la amiga de Cecilia. El amigo de King asegura que vio bolsas de plástico negras llenas de ropa en el coche: «Me dijo que eran de la chica y que no sabía qué hacer. Yo le dije que se marchara, y Tony me rogó e insistió para que le acompañase, pero yo no fui. Le dije que se marchase y lo cubriese (el cuerpo)». A lo largo de su declaración Robert Graham asegura que no vio ningún cuerpo, «porque tendría alguna imagen» en su mente, pero da algún detalle más del coche: «Vi un martillo viejo con el mango de madera en el maletero, pero no vi sangre ni ningún cuerpo».

Lagunas en su memoria
Robert Graham presenta algunas lagunas en su memoria durante su declaración. De hecho, aproximadamente media hora después de explicar de forma muy vaga si acompañó o no a Tony King a deshacerse de las ropas (asegura que posiblemente debido al estado de terror en el que estaba hubiese acompañado a Tony a destruir las ropas), dice recordar de «forma muy nítida» que después de ordenar a King que se marchara subió a su casa a consumir de nuevo cocaína y niega haberse montado en el coche.

Graham afirma que se enteró de la desaparición de Rocío dos o tres días después de la visita de Tony, cuando vio carteles de la chica en la urbanización Riviera del Sol. El británico asegura que cuando se enteró de la detención de King «me vino un flash de aquella noche en que Tony se presentó en su casa y me di cuenta de que quería hablarme de esto, pero que no le dejé hablar. Aquella noche tenía una cara que no había visto antes».

Graham asegura al final de su declaración que sabía que Tony había estado en la cárcel en Gran Bretaña, porque él mismo se lo había confesado. El amigo de King, que en un determinado momento solicita al juez ayuda psiquiátrica para recordar su lagunas de memoria, también fue interrogado por Dolores Vázquez. Primero afirma que ni él ni King la conocen, luego con palabras muy ambiguas se contradice: «Yo no la conozco; no tengo conocimiento de que Tony la conozca. Tengo la sensación de que Tony sí tiene relación con ella, pero es sólo una sensación; Dolores trabajó también un tiempo en Lubina del Sol (apartamentos) donde también trabajó Tony y la madre de Rocío».

Tony King: «La jefa del grupo es la put* de Dolores Vázquez, que es la que ha pagado todo»
Libertad Digital (Agencias) – Libertaddigital.com

17 de octubre de 2005

Tony Alexander King proclamó su inocencia durante el juicio que comenzó este lunes en la Audiencia Provincial de Málaga por la muerte de Sonia Carabantes en agosto de 2003 -por el que se enfrenta a una petición fiscal de 34 años de cárcel-, y se retractó de su primera declaración en la que confesó el crimen debido a que fue «torturado en todo momento».

A preguntas de la defensa, King dijo: «La jefa del grupo es la put* de Dolores Vázquez, que es la que ha pagado todo, y Robert Graham es un profesional» e implicó a los dos en las muertes de Sonia Carabantes y Rocío Wanninkhof, así como en la desaparición de María Teresa Fernández en Motril (Granada), informa Efe.

El imputado, que se negó a responder a la acusación particular y al fiscal, habló sobre una «conexión directa» entre el asesinato de Rocío en octubre de 1999, la desaparición de María Teresa en agosto de 2000 y la muerte de Sonia Carabantes tres años después. En este sentido, apuntó que Sonia fue asesinada «un mes antes del juicio contra Dolores Vázquez», quien pasó diecisiete meses en prisión por la muerte de Rocío Wanninkhof y fue exculpada tras la detención del británico.

El procesado recordó que la noche en la que falleció Sonia consumió gran cantidad de bebidas alcohólicas, parte de ellas en la feria de Coón [Coín], además de una pastilla para conciliar el sueño, y que cuando se dirigía a su coche para marcharse del municipio «veía doble». Al dar marcha atrás con su vehículo, señaló que golpeó algo «fuertemente», que creyó que era la puerta abierta de otro coche, y al salir vio a Sonia Carabantes en el suelo y que «había un charco de sangre delante de su cara».

Sólo recuerda haber estado sentado junto con Sonia
Dijo que después recibió un par de golpes y que sólo recuerda haber estado en el asiento trasero de su vehículo junto a Sonia, y posteriormente que apareció en un paraje con rocas, del que se marchó a casa, si bien en el trayecto reconoció que arrojó el pantalón de la joven porque quería que la encontraran.

King justificó la coincidencia de su ADN con los restos encontrados en las manos de la joven en que ambos estuvieron sentados en el asiento trasero del coche, y que él tenía una herida abierta en la mano, y añadió que más tarde cuando la vio en el suelo «parecía que estaba muerta». Negó haber agredido a Sonia y subrayó que resultaba «físicamente imposible» para una sola persona trasladar las rocas que había encima del cadáver debido a su tamaño. Dijo que al llegar a su domicilio en la localidad de Alhaurín El Grande tenía «grandes heridas en la nuca, la muñeca torcida, rodillas sangrientas y sus manos sangraban».

Su pareja le vio llegar «con toda la cara destrozada»
Su compañera sentimental en esas fechas, María Luisa Gallego, declaró en calidad de testigo que King llegó a casa sobre las 8.30 horas con «toda la cara destrozada», heridas en la mano y piernas, y que le dijo que había tenido un accidente de circulación, pero no que había estado en Coín. Gallego, que convivía desde hacía seis meses con el acusado, manifestó que no lo notó muy bebido y que nunca había observado en él ningún comportamiento agresivo.

Respecto a la relación que King mantenía con Graham, comentó que eran «como de hermanos», y que el segundo tenía «influencia» sobre su pareja. Durante la primera sesión de la vista oral también comparecieron en calidad de testigos los padres de la joven, José María Carabantes y Encarnación Guzmán, quienes respondieron a las partes sobre la iluminación que había en las inmediaciones de su casa, donde la mañana siguiente se encontró sangre y objetos personales de su hija.

La Fiscalía mantiene que Sonia Carabantes, de 17 años, se dirigía a su domicilio caminando sola, sobre las 5 horas del 14 de agosto de 2003 tras haber estado en el recinto ferial de Coín con unas amigas, cuando el procesado la abordó para satisfacer sus deseos sexuales. Después, la introdujo en el maletero de su coche, le causó numerosas lesiones y la estranguló con la propia camiseta de la joven, tras lo que trasladó su cuerpo y lo ocultó en una oquedad existente entre unas rocas, según la calificación fiscal.

Tony Alexander King fue detenido el 18 de septiembre de 2003 y tres días después fue encarcelado como presunto autor de las muertes de Rocío Wanninkhof y Sonia Carabantes, en cuya investigación se hallaron restos que coinciden con su perfil genético.

El británico Tony King, condenado a 36 años de prisión por la muerte de Sonia Carabantes
Elmundo.es

15 de noviembre de 2005

El británico Tony Alexander King ha sido condenado por la Audiencia Provincial de Málaga a 36 años de prisión por el asesinato de la joven Sonia Carabantes, que murió estrangulada y golpeada en agosto de 2003 después de asistir a la Feria de Coín (Málaga).

Tony King -cuyo nombre originario es Anthony Alexander Bromwich- está acusado también del asesinato de Rocío Wanninkhof, la joven de Mijas (Málaga) muerta en 1999.

En la sentencia, el tribunal condena al procesado por el delito de asesinato con alevosía a 23 años, por agresión sexual a ocho años y cinco más de cárcel por detención ilegal, y le impone una indemnización de 300.000 euros para los padres de la joven -150.000 para cada uno de ellos-, informaron fuentes judiciales.

Además, no podrá acercarse en 15 años a la localidad de Coín o a aquel municipio donde residan los padres o hermanos de Sonia Carabantes.

King, que ha sido absuelto del delito de lesiones que pedía la acusación particular, cumplirá un máximo de 30 años de prisión.

La defensa ha anunciado que presentará un recurso contra la sentencia ante el Tribunal Supremo, que calificó de «corta» al ser de «doce folios para tantos años» de condena. El abogado defensor, Javier Saavedra, aseguró que está en «disconformidad absoluta» con la resolución.

Sonia Carabantes, de 17 años, desapareció en la madrugada del 14 de agosto de 2003 cuando regresaba a su casa tras asistir a la Feria de Coín, y su cadáver fue encontrado semienterrado en el término municipal de Monda (Málaga), tras cinco días de intensa búsqueda en la que participaron centenares de personas.

Agresión sexual
Tony Alexander King fue detenido el 18 de septiembre de 2003 después de que su compañera sentimental informara a la Policía de que había visto restos de sangre en su ropa en la noche en la que desapareció Sonia. Tres días después fue encarcelado como presunto autor de las muertes de Rocío Wanninkhof y Sonia Carabantes, en cuya investigación se hallaron restos que coinciden con su perfil genético.

El auto estima que a King, al que califica de «obseso», no le importó producir un «extraordinario» dolor a la víctima para satisfacer sus deseos sexuales

La sentencia considera probado que el 14 de agosto de 2003 Tony King esperó a Sonia en las proximidades de su domicilio. Cuando la joven se despidió de sus amigos, «salió súbitamente de su escondite de un árbol y la abordó con el propósito de hacerle objeto de tocamientos lascivos, la golpeó en el rostro, en la cabeza y en todo el cuerpo hasta dejarla semiinconsciente», reza la sentencia.

Continúa el auto explicando que King introdujo a la joven en el maletero de su coche y se trasladó a Monda; allí buscó un lugar «oscuro y solitario», colocó a Sonia en el asiento trasero del vehículo y la agredió sexualmente, mientras continuaba golpeándola, lo que le provocó graves lesiones internas y externas «capaces por sí solas de causarle la muerte» además de «grandísimo sufrimiento», según el testimonio de los médicos forenses que recoge la sentencia. Posteriormente, cogió la camiseta de Sonia y la estranguló hasta la muerte.

Posteriormente, ocultó el cadáver entre unas rocas de una explanada cercana y tiró parte de la ropa a un contenedor de basura.

«Sin compasión»
En opinión del tribunal, resulta evidente que el acusado, al golpear «salvajemente» a la joven hasta dejarla semiinconsciente, aceptó que podría matarla, «pero al proceder a su estrangulación buscó de manera directa el desenlace final, con todo lo que aparece su indudable ánimo de matar como elemento subjetivo del homicidio».

Además, considera probado que golpeó a su víctima «sin compasión» hasta reducirla a «alguien pasivo y sin posibilidad más que de una leve e inútil defensa» y que la estranguló cuando estaba «totalmente extenuada».

El tribunal cree que en este caso concurre la circunstancia específica de ensañamiento y muestra su convencimiento de que el fin último de King era el de buscar una satisfacción sexual «y seguidamente la muerte», para lo que no le importó producirle un «extraordinario» dolor que la mantuviera indefensa.

Respecto al delito de agresión sexual, la sentencia ve «evidente» el propósito «lúbrico» del procesado, al que define como un «verdadero obseso» que atentó contra la libertad sexual de la joven «tocando todas las partes íntimas de su cuerpo tras desnudarla».

No obstante, afirma que no es posible apreciar el delito de lesiones que imputaba la acusación particular, «ya que las lesiones producidas eran por sí capaces de producir la muerte», como aclararon en el juicio los médicos forenses.

Pruebas de peso
El testimonio de dichos expertos y las pruebas halladas en la calle y en el vehículo y otros objetos del británico «son prueba circunstancial pero de gran peso» para entender que Sonia «fue agredida primero, secuestrada después, agredida de nuevo, sometida a la agresión sexual y estrangulada como episodio final del relato».

Durante el juicio, Tony King reconoció que estaba en Coín el día que se produjo la muerte de la joven, aunque aseguró en que él no la agredió.

El británico afirmó que los asesinatos de Rocío Wanninkhof y Sonia Carabantes y la desaparición de la María Teresa Fernández en Motril (Granada) en 2000 están relacionados y responsabilizó implícitamente de ellos a su compatriota Robert Graham. Además, acusó a Dolores Vázquez de «pagarlo todo».

Moderada satisfacción en la familia
La familia de Sonia Carabantes ha acogido con alegría la noticia de la condena, a pesar de que habían solicitado 44 años de cárcel. Encarnación Guzmán, madre de la joven, ha reclamado que King cumpla la pena íntegra.

No obstante, reclamará responsabilidad civil al Estado porque el británico, «siendo un criminal con condena» en el Reino Unido «estaba aquí y ni lo sabían, ni estaba controlado».

Tanto Encarnación como su marido, José María Carbantes [Carabantes], y un hermano de Sonia, acudieron al juicio de este caso y la madre, que junto al padre compareció como testigo, aseguró tras una sesión que estaba convencida de que King era culpable y admitió haber sentido un poco de odio hacia el procesado cuando se enfrentó a un testigo.

King asegura: «Vi a Dolores Vázquez apuñalar a Rocío y a Robert Graham cortarle el cuello»
Marta Sánchez / EFE – Elmundo.es

21 de noviembre de 2006

El británico Tony Alexander King ha declarado que vio cómo Dólores Vázquez apuñalaba a Rocío Wanninkhof en la espalda cuando ambos se encontraban en un vehículo en compañía de su amigo Robert Graham, quien posteriormente le cortó el cuello porque la joven seguía con vida.

King, que el lunes fue expulsado del juicio tras insultar al juez, fiscal y peritos, a los que llamó «delincuentes», ha podido declarar ante el jurado popular que le juzga en la Audiencia Provincial de Málaga después de que el presidente de la Sala le diese una segunda oportunidad.

El acusado ha reiterado su inocencia y ha alegado que, tras su detención en septiembre de 2003, confesó el crimen ante la Guardia Civil y el juez porque temía que lo matara el instituto armado.

Tony King ha pedido al tribunal ser sometido a una hipnosis para que se conozca la verdad del caso. Según su versión, su amigo Robert Graham le hipnotizó la noche en que murió Rocío Wanninkhof. Después, fueron a casa de Graham, quien dos días antes le dijo que lo visitara porque «solucionaría sus problemas de dinero». Allí, bebieron vino y consumieron drogas.

Después, casi a medianoche, se prestó a que su amigo le hipnotizara porque éste llevaba mucho tiempo sin hacerlo y quería practicar.

Cuando «empezaba a sentir el efecto de la hipnosis», mientras la luz estaba apagada, dijo que se presentaron tres personas en la vivienda: Dolores Vázquez, un conocido y otra persona, y que Graham le pidió que fuese al balcón, y cuando regresó ya se habían marchado. A continuación, el acusado ha explicado que recuerda que estaba sentado en el asiento del copiloto de un coche británico, con el volante a la derecha, y en él fueron hasta el lugar donde fue encontrado el cadáver de la joven. En los asientos de atrás, ha declarado, vio a Vázquez «apuñalando en la espalda a Rocío mientras se reía».

El acusado, que pidió al juez que le quitaran las esposas porque le molestaban -sólo se las aflojaron-, ha añadido que «obviamente ella (Rocío) no tenía nada en la parte de abajo porque Dolores (Vázquez) tenía las bragas en su mano».

Ha asegurado que el cadáver fue depositado cerca de Elviria en Mijas, y que él no participó en el traslado del cuerpo al paraje de Marbella en el que fue encontrado el 2 de noviembre de 1999.

King únicamente ha reconocido que estuvo en el lugar donde fue hallado el cadáver, aunque ha mantenido en todo momento su inocencia.

Implicación de terceras personas
Tanto la defensa como la acusación particular sostienen que en la muerte de Rocío Wanninkhof intervinieron terceras personas, y por ello han pedido la inclusión de informes periciales derivados del hallazgo en agosto de 2005 de una bolsa con las bragas de la joven a las puertas de la casa de su madre, Alicia Hornos, petición que fue denegada.

Sobre la posible intervención de terceros, King ha respondido a la acusación particular: «No soy responsable de nada», y ha aseverado que es «un cabeza de turco», si bien sólo ha relatado los hechos de los que culpa a Dolores Vázquez y Graham a preguntas de la defensa.

Éste es el segundo juicio por la muerte de Rocío Wanninkhof, tras el celebrado contra Dolores Vázquez, que pasó 17 meses en prisión por esta causa y fue exculpada tras la detención de King, cuyo perfil genético coincidía con las muestras halladas en el lugar donde desapareció la joven y en el que fue encontrado el cadáver de Sonia Carabantes cuatro años después.

King fue condenado a 36 años de cárcel por este último crimen, y también a siete años de prisión por el intento de violación de una joven en Benalmádena (Málaga).

Tras la intervención de King, ha sido citada a declarar Alicia Hornos, la madre de la víctima, quien ha reiterado que siempre ha pensado que el asesino de su hija «no es Tony King, sino Dolores Vázquez».

Hornos mantuvo en su comparecencia que las bragas que encontró en la puerta de su casa en agosto de 2005 eran las que llevaba su hija el día del crimen, el 9 de octubre de 1999, y «contienen el ADN de Dolores Vázquez y de Rocío».

La madre de la víctima, que prestó declaración como testigo en la segunda jornada del juicio, reiteró que su hija no conocía al británico Tony King, único acusado del crimen, y que «nunca se hubiera parado con alguien desconocido, porque era muy sensata».

El juicio comenzó este lunes con la selección del jurado. Poco antes, King llegaba a la Audiencia Provincial de Málaga y reiteraba su inocencia. Más de 130 periodistas de 40 medios de comunicación están acreditados para seguir este proceso, que está previsto se prolongue durante dos semanas, hasta al menos el día 1 de diciembre.

Un testigo dice que King conocía a Dolores Vázquez porque fue su jardinero
ABC.es

27 de noviembre de 2006

Un testigo que declaró hoy en el juicio por el asesinato de la joven de Mijas Rocío Wanninkhof el 9 de octubre de 1999 dijo que el británico Tony Alexander King le contó que conocía a Dolores Vázquez, porque fue su jardinero durante un tiempo.

Ronald William Pettit, citado a declarar por la defensa y vecino de Vázquez, confesó ante el jurado popular que el procesado se refirió a ella durante una conversación con otras dos persones, en la época en la que ésta estaba siendo juzgada por el crimen.

Sin embargo, los otros dos interlocutores, una mujer y un hombre que trabajaron con el testigo en una empresa de la Costa del Sol, no recordaron estos hechos ante la Guardia Civil.

Por su parte, el acusado ha confesado en el juicio que no conoce a Dolores Vázquez, exculpada de la causa tras pasar diecisiete meses en prisión, aunque ha mantenido que ella apuñaló por la espalda a Rocío mientras viajaban en un coche.

Tanto la defensa como la acusación particular coincidieron en que con estas declaraciones se confirma el vínculo entre el británico y Vázquez.

En la jornada de hoy también prestó declaración María Luisa Gallego, ex compañera sentimental del británico, quien señaló que King «se ponía muy nervioso» cuando quedaba con su amigo Robert Graham, que «le dominaba e influía».

Según su relato, convivió con sus hijas y el acusado durante seis meses, en los que se mostró «tranquilo» y en ningún momento le habló de sus antecedentes por agresión sexual y robo en Reino Unido.

La testigo comentó que el británico en alguna ocasión abandonó la casa por enfado, pero negó que llevara cuchillos cuando saliera, pese a que en su coche se hallaron tres armas blancas y se le intervino una escopeta de caza sin licencia.

Agregó que Tony King apenas le hablaba de su familia, aunque sí le confesó que había sufrido malos tratos por parte de su padre.

En la sexta jornada del juicio, un comandante de la Guardia Civil admitió que en la primera investigación que incriminó a Dolores Vázquez «pudo haber errores» de enfoque, aunque se desarrolló de manera «concienzuda».

El testigo manifestó que si las muestras de ADN que se tomaron en la colilla encontrada donde desapareció Rocío hubieran conducido en 1999 a Tony King, «las conclusiones de la investigación hubieran sido distintas».

El investigador insistió en que todas las pruebas objetivas y los restos orgánicos hallados tanto en el lugar del crimen, como en la zona donde se halló el cadáver inculpan a King, al tiempo que descartó cualquier relación con Dolores Vázquez.

También habló de un posible móvil sexual en el asesinato, al referirse a la confesión de King, quien reconoció que se acercó a Rocío porque «la vio atractiva y tuvo deseos de tocarla».

El británico, encarcelado desde el 21 de septiembre de 2003, se enfrenta a una petición fiscal de 26 años y nueve meses de prisión por los delitos de asesinato y agresión sexual en grado de tentativa, mientras que la acusación particular pide que se le imponga una pena de 20 años de cárcel.

El jurado concluye que Tony King asesinó a Rocío Wanninkhof pero que no lo hizo solo
Fernando J. Pérez – El País

14 de diciembre de 2006

Tony King asesinó con alevosía el 9 octubre de 1999 a Rocío Wanninkhof, pero «no fue la única persona» que participó en el crimen. Tras 11 días de vista oral y 13 horas de deliberación, el jurado del segundo juicio del caso Wanninkhof concluyó que el británico mató a la joven de Mijas, aunque el veredicto asume gran parte de las tesis de la acusación particular, que ha mantenido durante el juicio la implicación de Dolores Vázquez, condenada sin pruebas en el primer juicio y que pasó 17 meses en prisión. El jurado descartó que King intentara agredir sexualmente a Rocío.

El jurado se había encerrado a deliberar en un hotel malagueño el pasado martes a las 11.00. Encima de la mesa, las seis mujeres y cinco hombres tenían un documento redactado por el presidente del tribunal, el magistrado José María Muñoz Caparrós, con nueve tesis acerca de la implicación de Tony Alexander King en los hechos.

La poca cantidad de preguntas y la concisión con que estaban redactadas indicaban que la discusión no se prolongaría mucho. Sin embargo, la deliberación se interrumpió el martes a las 20.00, para reanudarse ayer a las 10.00. Esta falta de acuerdo dio ciertas esperanzas al abogado de King, Javier Saavedra, que ha basado su defensa en sembrar «dudas razonables» sobre el papel de su cliente en crimen.

Finalmente, el jurado comunicó sobre las 14.00 de ayer que tenía el listo el veredicto. A las 14.15 entró King en la sala del jurado de la Audiencia Provincial de Málaga y el portavoz del tribunal popular comenzó a desgranar uno a uno los puntos de la deliberación.

La sorpresa llegó en el primer punto, que consistía básicamente en el relato de hechos del fiscal, Antonio González. El representante del ministerio público sostuvo durante toda la vista que King era el autor único del apuñalamiento de Rocío Wanninkhof en Mijas y el traslado del cadáver. Según el fiscal, King llevó el cuerpo en primera instancia a un descampado de Mijas y finalmente al paraje marbellí de los Altos del Rodeo, a 32 kilómetros del lugar del crimen y donde fue hallado el cuerpo 24 días después, el 2 de noviembre de 1999.

«Una persona conocida»
El jurado, con siete votos a favor y dos en contra, aceptó esta versión, pero introdujo una modificación fundamental: King «no fue la única persona» que participó en el crimen. Los miembros del tribunal basan este veredicto en primer lugar en un pañuelo de papel con manchas de sangre de Rocío hallado en el lugar del asesinato. Según el jurado, este pañuelo le fue ofrecido a la joven «por una persona conocida».

Además, el reguero de sangre que dejó el cadáver al ser llevado a un montículo próximo al lugar del crimen indica, para el jurado, que otras personas arrastraron el cadáver junto con King, cuyos restos de ADN fueron encontrados tanto en el sitio del asesinato como en el lugar donde fue abandonado el cuerpo sin vida de Rocío.

Precisamente, el jurado estima que, en la zona de Los Altos del Rodeo, el cadáver fue arrojado por encima de una valla, lo que requirió el concurso de más de una persona. Además, en ese lugar, un tío de Rocío pensaba abrir un negocio de hostelería. Según el tribunal popular, el hecho de que el cadáver de Rocío fuera abandonado en esa zona, de difícil acceso, indica que los autores del crimen querían hacer daño a la familia.

Esta modificación sustancial se vio reforzada en el punto séptimo. Por cinco votos contra cuatro el jurado se mostró de acuerdo con la tesis expuesta por el abogado de King de que el británico actuó «acompañado de otras personas». La familia Hornos, que durante la vista oral ha mantenido que Rocío fue asesinada por Dolores Vázquez, ex compañera sentimental de la madre de la víctima, acogió con alborozo este veredicto.

El jurado fue unánime al señalar que King cometió el crimen con alevosía, ya que se aprovechó de que Rocío estaba aturdida después de que el británico la golpeara, y estuvo de acuerdo sin fisuras en considerar un agravante que el ataque se produjera en un descampado poco iluminado. Además, todos los miembros rechazaron que el acusado tuviera las facultades mentales alteradas en el momento del crimen. Finalmente, el tribunal popular se opuso a la solicitud de un indulto para King.

Después de que el jurado desechara la acusación de tentativa de agresión sexual que imputaban a King tanto el fiscal como la acusación, llegó el momento de fijar las peticiones de pena para el británico, en prisión desde el 18 de septiembre de 2003 por el asesinato de la joven Sonia Carabantes. El ministerio público solicitó 20 años de cárcel, al igual que la acusación, que insistió en que King cumpla íntegramente su condena «como los terroristas». Por su parte, el abogado solicitó la pena mínima en caso de asesinato, 15 años, ya que «no es lo mismo ser autor de un delito que ser coautor».

El Supremo confirma la condena de 36 años a Tony King por el asesinato de Sonia Carabantes
EFE – ABC.es

14 de diciembre de 2006

El Tribunal Supremo ha confirmado hoy la sentencia de la Audiencia Provincial de Málaga que condenó a 36 años de prisión al británico Tony Alexander King por el asesinato de la joven Sonia Carabantes, que murió estrangulada en agosto de 2003 después de asistir a la feria de Coín (Málaga).

Así lo acuerda la sala de lo penal del Alto Tribunal en una sentencia notificada hoy que desestima el recurso de casación que King interpuso contra la dictada por la Audiencia malagueña en noviembre de 2005, que le impuso esa pena de prisión además de la prohibición de volver a esta localidad durante quince años.

Un jurado popular declaró ayer a King culpable del asesinato de la joven de 19 años de Mijas (Málaga) Rocío Wanninkhof, cometido el 9 de octubre de 1999, aunque apuntó que este crimen contó con la participación de terceras personas.

El Supremo rechaza todos los argumentos del recurso, en el que alegó, entre otras cuestiones, que no hubo ensañamiento ni alevosía en la actuación delictiva de King. Establece que «el acusado causó a Sonia males objetivamente innecesarios» para matarla «aumentando el dolor o sufrimiento de la víctima, lo cual integra los elementos objetivos del ensañamiento».

El tribunal le condena a 23 años de cárcel por un delito de asesinato, a 8 por agresión sexual y a 5 años por detención ilegal, además de al pago de una indemnización de 300.000 euros para los padres de la joven -150.000 para cada uno de ellos- por daños morales.

Cómo se cometió el crimen
Sonia Carabantes, de 17 años, desapareció en la madrugada del 14 de agosto de 2003 cuando regresaba a su casa tras asistir a la Feria de Coín, y su cadáver fue encontrado semienterrado en el término municipal de Monda (Málaga) tras cinco días de intensa búsqueda en la que participaron centenares de personas.

Según el fallo, King esperó escondido a la joven en las proximidades de su casa de Coín y la abordó y golpeó «en todo el cuerpo» hasta dejarla semiconsciente, tras lo cual la introdujo en el maletero de su vehículo y la trasladó hasta un paraje solitario del término municipal de Monda.

Una vez en el lugar, sentó a la joven en el asiento trasero del coche, la desnudó y realizó tocamientos a la vez que la golpeaba en la cabeza y tronco, ocasionándole numerosas lesiones «capaces por sí solas de causarle la muerte».

Posteriormente, y según los hechos probados, la estranguló con la camiseta que llevaba la joven ya inconsciente, lo que le produjo la muerte, y trasladó su cadáver a una explanada próxima, donde lo ocultó entre unas rocas.

Culpable también del asesinato de Rocío Wanninkhof
El británico Tony Alexander King escuchó ayer el veredicto del jurado popular por el crimen de Rocío Wanninkhof, que concluyó que asesinó a la joven en 1999 con la participación de terceras personas. En este caso, el jurado ha excluido la agresión sexual en el crimen, por lo que la fiscalía y la acusación particular solicitaron una pena de 20 años de cárcel y la defensa la mínima de 14 años.

Tony King, condenado a 19 años de cárcel por el asesinato de Rocío Wanninkhof
EFE – ABC.es

21 de diciembre de 2006

El británico Tony Alexander King ha sido condenado hoy por la Audiencia de Málaga a 19 años de cárcel por el asesinato de la joven de Mijas Rocío Wanninkhof, que murió tras sufrir nueve puñaladas cuando regresaba a su casa el 9 de octubre de 1999.

En la sentencia se le impone la pena de 19 años por el delito de asesinato con la agravante de despoblado y una indemnización de 210.000 euros para la madre de la víctima, Alicia Hornos, y de 42.000 euros para los dos hermanos de la joven.

Este fallo se produce ocho días después de que un jurado popular declarase a King culpable del crimen de Rocío Wanninkhof, que murió tras recibir ocho puñaladas en la espalda y una en el pecho izquierdo, en un descampado que estaba oscuro y ubicado en el núcleo de población de La Cala de Mijas.

El juez considera como hechos probados que King se acercó a la joven con un arma blanca que se la puso en el cuello para amedrentarla y la condujo a una explanada para que no fueran vistos; pero como ella se resistió, le propinó un fuerte golpe en la cara, le hizo un corte en el cuello y posteriormente la apuñaló en el abdomen.

Tras inmovilizarla, y sin que la joven pudiera defenderse debido a su situación de debilidad, «le asestó al menos ocho puñaladas en la espalda, cinco de ellas muy agrupadas», que al afectar a órganos vitales le causaron un hemoneurotórax masivo y shock hipovolémico que determinaron su muerte.

Otras personas presenciaron el crimen
En la sentencia, el magistrado indica que el acusado, «en compañía de otras personas que habían estado presentes y que han quedado indeterminadas, arrastraron el cuerpo por un terraplén hasta una explanada».

Posteriormente, se dieron a la fuga, pero regresaron para coger el cuerpo y trasladarlo hasta la zona de «Elviria» de Marbella, donde permaneció un tiempo hasta que «en fecha no determinada» lo depositaron en la urbanización «Altos del Rodeo», lugar donde fue descubierto el cadáver el 2 de noviembre de 1999.

En el fallo se señala que el británico se acercó a Rocío «con el ánimo de matarla», que se evidencia por el empleo del arma y los diversos golpes que le propinó aprovechando la indefensión de la víctima. Para avalar el extremo de que el acusado «no actuó solo», el jurado entendió que el pañuelo de papel manchado de sangre que apareció en el lugar del crimen fue ofrecido por una persona conocida por la víctima y que el reguero rectilíneo de sangre hacía pensar que el cuerpo fue transportado por varias personas.

Segundo juicio por la muerte de Rocío
El juicio contra Tony King es el segundo que se celebra por el asesinato de la joven de Mijas, después de que el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía declarase nula una primera sentencia por este caso, debido a la falta de motivación del veredicto que declaró culpable en septiembre de 2001 a Dolores Vázquez, que quedó exculpada de la causa tras pasar diecisiete meses en prisión.

El británico se declaró inocente en el juicio, y pese a las distintas versiones que dio sobre el crimen, nunca negó que estuviera presente en el lugar donde fue asesinada Rocío. King, preso desde el 21 de septiembre de 2003, está condenado a 36 años de cárcel por el asesinato de la joven de Coín (Málaga) Sonia Carabantes en agosto de ese año y a siete años más de prisión por el intento de violación en 2001 de una joven en Benalmádena (Málaga).

El tribunal confirma la condena a Tony King por el «caso Wanninkhof»
Fernando J. Pérez – El País

28 de abril de 2007

Al criminal más conocido de la Costa del Sol le ha vuelto a fallar la estrategia de defensa. El Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) desestimó íntegramente el pasado jueves el recurso de apelación presentado por el abogado de Tony Alexander King contra la condena a 19 años de prisión por el asesinato de la joven de Mijas (Málaga) Rocío Wanninkhof que le impuso la Audiencia Provincial de Málaga tras un juicio con jurado en diciembre de 2006. El alto tribunal andaluz, en una sentencia que puede ser recurrida ante el Tribunal Supremo, rechazó uno por uno los argumentos del letrado de King, Javier Saavedra, quien, entre otras alegaciones, acusó de «falta de imparcialidad» al magistrado presidente del jurado, José María Muñoz Caparrós.

El pasado diciembre, el jurado consideró probado que la noche del 9 de octubre de 1999, King, de nacionalidad británica, abordó a Rocío Wanninkhof, de 19 años, en una carretera solitaria, aislada y mal iluminada y la amenazó con un cuchillo en el cuello para forzarla a ir a una explanada alejada de la carretera. La joven se resistió y King, de 41 años, le propinó un puñetazo en la cara y, una vez aturdida, le asestó ocho puñaladas en la espalda que resultaron mortales. El británico ocultó el cadáver de Rocío en un descampado cercano, y días después, tras formarse cuadrillas para buscar a la joven, lo volvió a trasladar a una zona vallada y de difícil acceso en la urbanización marbellí de Altos del Rodeo. El cuerpo de la joven fue encontrado la mañana del 2 de noviembre de 1999.

Opiniones gratuitas
El abogado de King interpuso un recurso en el que denunciaba que la Audiencia había infringido las normas y garantías procesales y había vulnerado el derecho a la presunción de inocencia de su cliente. El letrado pretendía que se declarara nulo el juicio oral por «contaminación y falta de imparcialidad del magistrado-presidente del Tribunal del Jurado», que, según él, había dispensado «desigualdad de trato (…) a la defensa respecto de las otras partes». El TSJA reprocha a Saavedra la «gratuidad de tal opinión» ya que en su escrito no concreta ninguna situación de presunta desigualdad. Además, el alto tribunal andaluz, tras visionar los siete DVD del juicio, considera «irreprochable» la actuación de Muñoz Caparrós.

Otro argumento de Saavedra para anular la sentencia era que un miembro del jurado había alegado su «prejuicio sobre la culpabilidad del procesado», lo que implicaría una «falta de imparcialidad». El TSJA, tras hacer constar el «hecho sorprendente» de que Saavedra no identifica en su escrito al miembro del tribunal popular sospechoso de parcialidad, afirma que en el acta de constitución del jurado, suscrita por el propio letrado, «no es posible hallar ninguna anomalía». El TSJA rechaza finalmente que se vulnerara la presunción de inocencia de Tony King, condenado también a 36 años por la agresión sexual y el asesinato de la joven de Coín Sonia Carabantes, en 2003.

La hija de Tony King muere tras ser rescatada de una piscina de Mijas
Juan Cano – Diariosur.es

5 de septiembre de 2007

La hija del británico Tony Alexander King -condenado por los asesinatos de Rocío Wanninkhof y Sonia Carabantes-, y su ex mujer Cecilia Matilde ha fallecido en el Hospital Materno Infantil tras ser rescatada de la piscina privada de una vivienda en Mijas. La pequeña sólo tenía 10 años, según confirmaron a este periódico fuentes cercanas al caso.

Los hechos ocurrieron el pasado sábado sobre las 14.00 horas en una vivienda de la zona de Calahonda. El servicio de emergencias sanitarias 061 recibió una llamada de auxilio en la que se informaba de un ahogamiento. El aviso se transmitió también a la Policía Local de Mijas, que envió a una patrulla.

Los dos agentes que llegaron a la casa pudieron comprobar que se trataba de una niña que, al parecer, había caído a la piscina de la vivienda, según apuntaron otras fuentes consultadas. La menor estaba inconsciente. De su nariz emanaba un pequeño hilo de sangre. En la casa se encontraban la madre de la menor y un hombre.

Los policías intentaron reanimarla mientras llegaban los efectivos del 061. Ante la gravedad de su estado, los médicos del servicio de emergencias solicitaron su inminente traslado a un hospital en un medio más rápido que la ambulancia, por lo que se dispuso su evacuación en un helicóptero del 061.

La aeronave aterrizó junto a la venta La Butibamba y trasladó a la pequeña al Hospital Materno, donde ingresó en estado crítico. No pudo salir adelante. La niña murió durante la madrugada del domingo al lunes. Fuentes cercanas al caso señalaron que la madre, Cecilia Matilde King, autorizó la donación de órganos de la menor.

Causa de la muerte
Fuentes del servicio de emergencias 112 informaron el sábado de que la menor presentaba aparentes signos de disnea -insuficiencia respiratoria-, por lo que el ahogamiento se baraja como la hipótesis más probable de la muerte, aunque la causa del óbito está pendiente del resultado final de la autopsia. La Guardia Civil se ha hecho cargo de la investigación del suceso.

La pequeña nació en Inglaterra en 1997 fruto del matrimonio entre King y Cecilia Winfield Pantoja, que tomó el apellido de su marido. La familia se asentó en la localidad de Sutton, al sur de Londres, y poco después se trasladó a la Costa del Sol, donde la pareja se separó.

Fue precisamente Cecilia King la que denunció a su ex marido el 12 de septiembre de 2003 por los crímenes de Sonia Carabantes y Rocío Wanninkhof, primero a la policía inglesa y luego, a la española. Tony King fue detenido una semana después. Ahora, acumula condenas de 36 años de cárcel por el asesinato de Sonia Carabantes, 19 por el de Rocío Wanninkhof y siete por un intento de violación en Benalmádena.

La hija de Tony King y otros misterios
Francisco Pérez Abellán – Libertaddigital.com

7 de septiembre de 2007

Me informo en Libertad Digital de la sorprendente muerte de la hija del asesino Tony King. Es una noticia triste e inquietante. King es, como todos recuerdan, ese criminal que vino de un barrio de Londres con sus maneras de estrangulador. En su tierra natal llevaba a las mujeres hasta los umbrales de la asfixia, pero no se sabe que diera muerte a ninguna. En cambio, en España se transformó en «matador», y se le imputan los asesinatos de Sonia Carabantes y Rocío Wanninkhof.

King cumple condena en la cárcel, y no ha podido asistir al entierro de su hija de diez años, extrañamente ahogada en la piscina de su casa de Mijas, donde vivía junto a su madre, Cecilia.

En Londres, King era Tony Bromwich. Se cambió el nombre para despistar y comenzar una nueva carrera de crímenes sin el peso molesto del pasado. También era el Estrangulador de Holloway, un barrio pequeño burgués donde las chicas eran asaltadas por la espalda y se rendían a la acometida de un cable eléctrico que hacía lazo en el cuello.

King salió libre gracias a la comprensión de los hombres buenos y empezó una nueva vida casándose con Cecilia, a la que hizo una hija, ahora ahogada en un charco de cloro. Viajaron a España en una luna de miel y de sangre, y casi enseguida King volvió a las andadas, sin que le descubrieran, ebrio de tóxicos y sacudido por la insatisfacción.

Le descubrieron por una confidencia que se atribuye al entorno de la ex mujer. De pronto, Cecilia, separada del asesino, recordó una noche de agua revuelta, ropa inusualmente lavada y arañazos en la piel. King había necesitado doble centrifugado para quitarse la pringue del crimen la noche en que murió Rocío Wanninkhof.

Lo más misterioso es que King, cuando fue interrogado y acusado de tanta muerte, gritó que temía por la vida de su hija, la que ahora descansa en el pabellón de la muerte. La Guardia Civil investiga su fallecimiento por si hubiera intervención de terceros, pero entre tanto el cadáver ha sido licenciado por el juez, tras ceder su madre los órganos para trasplantes. Así, esa muerte, dentro del dolor, obrará el milagro de dar vida a un puñado de niños.

La hija de King ha muerto, como las víctimas de su padre, y su estela la pisan los investigadores en busca de posibles tramas ocultas. En el crimen, la casualidad no existe.

Pensemos en esa Cecilia de origen hispano casada con el guapo monstruo de Holloway, que vive angustiada la gestación de una criatura y acaba separada del padre por una convivencia imposible. Da a luz una niña que crece en un matrimonio que se hace pedazos mientras las jóvenes andaluzas, en un perímetro exagerado con centro en Mijas, sufren agresiones, abusos, violaciones, desapariciones y asesinatos.

King dice amar a su hijita, pero no actúa como un padre. Finalmente, se pierde como un perro callejero en los refugios de los coches abandonados, en las noches de alcohol. Encuentra nueva pareja con hijas de otro, adolescentes que tienen la misma edad que las víctimas.

King probablemente miente cuando dice tener miedo por la vida de su hijita, pero sin embargo acierta, porque la niña muere casi una mocita, en la piscina bien conocida de su propia casa. Volvamos a esa Cecilia atormentada por tanta muerte. Cae sobre ella el terror de las chicas asesinadas por el que fue su marido, y ahora se le va el propio fruto de sus entrañas, en este verano de misterios.

¿Por qué decía King que temía por la vida de su hija? ¿Manejaba algún dato en su jerga incoherente? King sabe y calla de varios crímenes. ¿Ha dejado un cabo suelto que le amenaza?

Raro asunto el que un cómplice torture al criminal en el cuerpo de su hija, pero el caso Wanninkhof ha demostrado sobradamente que sólo es la punta de un iceberg. La ex esposa tuvo el valor de casarse con el joven King, que cambió de nombre, convencida de que todo se arreglaría en España, que fuera la tierra prometida. Ahora se ve envuelta en la vorágine que ella ha exigido blanca y rosa, como en un entierro surrealista, en un nuevo giro del destino. Impresiona el valor de repartir los órganos que salvarán a otros niños. Pero resulta increíble la acumulación de tanta tragedia: casarse con un estrangulador, divorciarse del asesino y asistir a la muerte de la hija. El caso Wanninkhof se retuerce en su sepultura de papel.

Con todo, ha sido un verano de cosas insólitas, como la del atraco madrileño, en pleno día, en la calle Serrano, donde cuatro asaltantes, uno de ellos en bañador y con gafas de sol, intentaron un salvaje alunizaje. Hemos tenido un agosto en el que se peinó la Península en busca del rastro de Ylenia, otra niña de cinco años desaparecida en Suiza, mientras no se apagan los ecos del misterio Madeleine. Y se emite en Austria la nueva entrevista de Natascha Kampusch, la chica que pasó ocho años en manos de su secuestrador, que, al escaparse ella, se tiró al tren.

Natacha ha engordado, suspira por la amistad y descubre miradas de deseo. En su país apenas puede pasear sin sufrir el acoso de la curiosidad, por eso la entrevista contiene imágenes de la secuestrada paseando por Barcelona, confiada en las Ramblas, haciendo fotos en la Sagrada Familia. Una joven con un punto de sobrepeso que todavía se mueve como un buzo fuera del agua.

El misterio que nos atenaza forma parte de la imprevisión. Un atraco con un agresivo ladrón golpeando el cristal de la joyería con una maza mientras se coloca las gafas negras de Reservoir Dogs; la muerte en la piscina, que es demasiada muerte, donde mueren los niños en verano; el rastro de cadáveres que olfatean los perros del caso Madeleine entrenados en Inglaterra; la joven delicada que combate la ansiedad con dulces catalanes. Natascha ha visitado la tumba de su secuestrador, y cada vez siente más pena por su alma frágil. Quiere quedarse con la casa donde estuvo encerrada, y los rumores la señalan como liberada de necesidades económicas gracias a los beneficios de la publicidad.

Extraño mundo éste, en el que lo único seguro es que a la hija de King no la ha matado su propio padre.

El Supremo confirma la condena a Tony King por el caso Wanninkhof
Elcorreoweb.es

14 de septiembre de 2009

El Tribunal Supremo (TS) ha confirmado la condena de diecinueve años de cárcel impuesta al británico Tony Alexander King por el asesinato de la joven de Mijas (Málaga) Rocío Wanninkhof, quien murió tras recibir nueve puñaladas el 9 de octubre de 1999.

Así lo ha acordado la sala de lo penal del Alto Tribunal en una sentencia, a la que ha tenido acceso Efe, en la que desestima el recurso que King interpuso contra la dictada por el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA), que confirmó la condena a diecinueve años que le había impuesto en diciembre de 2006 la Audiencia de Málaga tras el veredicto de culpabilidad de un jurado.

El TSJA estableció el pasado mes de abril que el veredicto de culpabilidad del jurado estaba «suficientemente motivado», al existir «una carga incriminatoria tan nítida y tan fácilmente identificable» que no cabe duda de cuáles fueron las razones por las que se llegó a la conclusión de que los hechos sucedieron tal y como se narraron en la sentencia.

Según el TSJA, la «trascendencia» de la declaración de King durante la instrucción, en la que confesó ser autor directo del crimen, viene corroborada por hechos o indicios «de gran relevancia» como los restos biológicos del acusado en el lugar del crimen, el conocimiento exacto de los lugares donde se perpetraron o el paralelismo de los hechos con otros por los ya que había sido condenado.

El 13 de diciembre de 2006 King fue declarado culpable del asesinato de Rocío Wanninkhof, quien recibió nueve puñaladas, ocho de ellas en la espalda, que le causaron la muerte.

El británico fue condenado en el segundo juicio por este caso, después de que la primera sentencia se declarara nula por falta de motivación del veredicto, que consideró culpable a Dolores Vázquez, exculpada después tras pasar diecisiete meses en prisión.

La sentencia de la Audiencia de Málaga recordaba en los fundamentos de derecho la tesis del jurado de que el acusado «no actuó solo, sino en compañía al menos de dos personas, a pesar de que le atribuye la autoría fundamental del crimen».

Al respecto el TS indica que «con independencia de la presencia o participación de otras personas se describe (en el objeto del veredicto considerado probado por el jurado por mayoría de 7-2) una actuación del acusado de autoría en sentido estricto del artículo 28 del Código Penal, al señalarse al mismo como la persona que asestó a Rocío las puñaladas que ocasionaron su muerte».

El condenado también alegó ante el Supremo que uno de los miembros del tribunal del jurado no debió formar parte del mismo al haber reconocido a preguntas de la defensa su prejuicio sobre la culpabilidad del acusado, lo que no estima el TS.

La sentencia del Alto Tribunal, de la que ha sido ponente el magistrado Juan Ramón Berdugo, añade que «la existencia de una cierta presión social, más o menos intensa, que puede acompañar a numerosos crímenes a causa de sus especiales y a veces morbosas características, no puede entenderse que constituye, en todo caso y sin más aditamentos, un impedimento para la emisión de un veredicto imparcial por parte de los jurados siempre que éstos se encuentren en condiciones de decidir con libertad».

King está condenado además a 36 años de cárcel por el asesinato de la joven de Coín (Málaga) Sonia Carabantes en agosto de 2003 y a siete años más de prisión por el intento de violación en 2001 de una joven en Benalmádena (Málaga).

Tony King, el asesino que nadie olvida
A. Salazar / J. Cano – Diariosur.es

18 de agosto de 2013

Es posible que los lectores no recuerden a Anthony Bromwich, pero seguro que no olvidan a Tony Alexander King. Una década después de la muerte de Sonia Carabantes y de la investigación policial que acabó relacionando su crimen con el de Rocío Wanninkhof, el nombre del británico resuena aún en la memoria de los malagueños. King sigue cumpliendo condena por los asesinatos de las dos jóvenes y por el intento de violación de una mujer. Pero su macabra historia, más propia de una rocambolesca película de terror, forma ya parte de la crónica negra de la provincia.

La noticia de su detención y los posteriores juicios que protagonizó levantaron una expectación mediática sin precedentes hasta el momento, acaparando las primeras planas de la prensa nacional y del Reino Unido. Las pruebas de ADN que lo situaron en la escena del crimen de Rocío Wanninkhof también dieron un vuelco al caso de la joven mijeña, y sirvieron para exculpar a la que hasta entonces era la principal acusada y que ya había sido condenada por un jurado popular, Dolores Vázquez. Aunque esto no le sirvió para resarcirse del escarnio público al que fue sometida y de un calvario en los tribunales que la llevó a pasar 17 meses en la cárcel. Y todo, gracias a una serie de casualidades.

Sonia Carabantes (17 años) desaparece en la madrugada del día 14 de agosto después de acudir a la feria de Coín, hace ahora diez años. Sus padres la vieron por última vez a las diez de la noche del día anterior, mientras se peinaba para salir. Nunca volvió a casa. Al día siguiente, los padres dan la voz de alarma y se temen lo peor al encontrar a pocos metros de su casa un charco de sangre junto a su bolso, un zapato y su móvil.

Después de seis días de búsqueda, hallan el cuerpo sin vida de la joven desnudo y semienterrado por unas grandes piedras en un barranco entre Coín y Monda. Los restos de piel bajo las uñas de Sonia sirven para sacar la información genética del asesino.

La clave de la colilla
Cuando los investigadores pasan los rasgos de ADN por la base de datos policial se encuentran con la sorpresa más inesperada: Coincide con el de una colilla de la marca Royal Crown encontrada junto al cuerpo de Rocío Wanninkhof cuatro años atrás. Pero aún no tenían un nombre al que vincular las pistas. Las noticias de los hallazgos en el caso de Sonia ayudan a que la exmujer de Tony King confirme sus sospechas. Acude a la policía para contar que la noche en la que murió Rocío Wanninkhof volvió con la ropa manchada de sangre y cree que también podría estar relacionado con la muerte de la joven de Coín. En esos momentos, King vivía con una nueva pareja en Alhaurín el Grande, donde trabajaba de camarero, aunque ella nunca desconfió de él. Durante los últimos seis años en España había llevado una doble vida.

La Policía Nacional arresta a Tony King el 18 de septiembre y confiesa el crimen de Sonia. Días más tarde, al ser interrogado por la Guardia Civil, también se declara culpable de la muerte de Rocío Wanninkhof y asegura que actuó solo. En ambos casos, todo apunta a que el móvil fue sexual, aunque ninguna de las chicas fue violada. Empiezan a surgir datos de una personalidad psicopática y un pasado de violencia en el que fue a prisión en el Reino Unido por la muerte del hombre que violó a su hermana.

Durante los juicios posteriores -el de Sonia, en octubre de 2005 y el de Rocío, en noviembre de 2006- King se retracta de las confesiones y cambia de versión sobre su implicación en varias ocasiones. Incluso intenta inculpar a su amigo, Robert Graham, a quien contó que había matado a Rocío Wanninkhof, y de vincular de nuevo a Dolores Vázquez en los dos crímenes. Pero la Guardia Civil encuentra una nueva prueba de ADN de King en unos plásticos cerca del cadáver de la joven mijeña.

55 años por asesinato
King es condenado en total a 62 años de prisión, 36 por el asesinato de Sonia Carabantes, 19 por el asesinato de Rocío Wanninkhof (55 en total) -aunque la sentencia sostiene que no lo hizo solo- y 7 más por el intento de violación de otra joven en Benalmádena. Pese a la exculpación judicial de Dolores Vázquez, la madre de Rocío, Alicia Hornos, defiende que la que fuera su pareja sentimental está relacionada. Las cartas de King a Hornos desde la cárcel mantienen viva su hipótesis.

King lleva entre rejas desde que fue arrestado en septiembre de 2003. Tras pasar unos meses en la prisión de Alhaurín en el módulo de aislamiento para evitar posibles agresiones tras recibir amenazas, fue trasladado a la de Albolote (Granada) en julio de 2004. Allí recibe el mayor mazazo personal en estos años. Su hija menor de diez años, fruto de su primer matrimonio, fallece ahogada en una piscina en septiembre de 2007. Es la única ocasión en la que se le permite salir de la cárcel para acudir al funeral que tiene lugar en Parcemasa, en Málaga.

En julio de 2008 le trasladan a la cárcel de máxima seguridad de Herrera de la Mancha, en Ciudad Real. Su abogado, Javier Saavedra, asegura que lleva una vida normal en la prisión y que mantiene su inocencia. «Piensa que está allí por algo que no ha hecho», explica. En el caso de Rocío no entiende cómo en la sentencia se dice que no actuó solo y sin embargo es el único que está condenado; mientras que en el de Sonia, afirma que no recuerda nada, pero que piensa que no lo hizo. Lo que sí es cierto es que aún le queda por delante una larga estancia a la sombra.

Tony Alexander King
Datos extraídos del programa radiofónico «La Noche» de Cadena COPE.

Esta noche vamos a hablar de dos asesinatos separados en el tiempo y en el espacio, dos asesinatos que en un primer momento no parecían tener vinculación alguna, pero sorprendentemente al final se descubrió que había un nexo de unión entre ambos crímenes; ese nexo no es otro que el británico Tony Alexander King, el asesino.

Vamos a conocer la historia de manera cronológica, y por tanto, ordenada. El primer nombre propio, el de la joven Rocío Wanninkhof. ¿Cómo se produce su desaparición? [El presentador, Adolfo Arjona, al periodista José Manuel Frías]

Rocío, una chica de diecinueve años, vivía con su madre en una casa en Mijas, un municipio a pie de playa en la provincia malagueña. El 9 de octubre de 1999, por la tarde, la muchacha fue a visitar a su novio. Él vivía en un núcleo cercano a la cala de Mijas. A eso de las nueve y media de la noche, Rocío salió en dirección a su casa. Desde ese momento se le perdió la pista.

Sería a la mañana siguiente cuando su madre, Alicia Hornos, empezaría a preocuparse al notar que su hija no había vuelto. Aún así, la situación no fue desesperante porque la noche anterior había habido feria y la chica pensaba ir, por lo que cabía la posibilidad de que a la vuelta se hubiera quedado a dormir en casa de alguna amiga.

La tragedia llegó cuando esa tarde, estando Alicia paseando por las inmediaciones, encuentra unas zapatillas deportivas que reconoce como las de su hija. Lo peor es que había manchas de sangre en el suelo.

A partir de ese momento entró en juego la investigación por parte de la Guardia Civil, ¿no?

Alicia Hornos pone rápidamente el asunto en conocimiento de la Benemérita y se comprueba que, efectivamente, tanto las zapatillas como la sangre corresponden a Rocío Wanninkhof.

La investigación fue arrojando luz en algunos aspectos. La agresión se pudo producir a eso de las diez de la noche. El encuentro de la chica con el criminal habría sido en la calle. Este debió golpearla, lo que produjo una marca de sangre desde esa zona hasta el descampado, donde apareció el calzado. Sobre las huellas de sangre aparecieron las de un vehículo de mediano tamaño con el que habría sido trasladado el cuerpo de Rocío a otro lugar. De hecho, esta hipótesis coincide con el testimonio de un taxista que aquella misma noche, a las diez, escuchó un grito espeluznante mientras paseaba por aquella zona en la que un todoterreno se encontraba mal aparcado sobre la acera. Aquel grito, casi con toda seguridad, era el de Rocío Wanninkhof.

El 17 de octubre de 1999 comenzó con un rastreo organizado por la Guardia Civil en el que participó un buen número de voluntarios. La operación terminó con la peor de las noticias. El 2 de noviembre aparecía el cadáver de Rocío en un descampado situado entre Marbella y San Pedro de Alcántara. El cuerpo, en avanzado estado de descomposición, mostraba marcas de repetidos apuñalamientos. Junto al cadáver se encontraron dos bolsas de basura conteniendo las prendas de la muchacha, y sorprendentemente una pegatina de las repartidas durante los rastreos, por lo que se empezó a sospechar de que el asesino o de que la asesina era alguien cercano a la familia.

¿Cómo trascurrió la investigación posterior al descubrimiento del cadáver?

Rápidamente empezaron a realizar interrogatorios a las personas de las que se podía sospechar. La primera fue el propio novio de la víctima, Antonio José Jurado. De él resultaba extraño que la noche de los hechos no acudiera a la feria y se quedara dormido, pero finalmente se pudo demostrar que él no tenía culpa y quedó libre de todo cargo. Y la siguiente persona sospechosa fue Dolores Vázquez, expareja de Alicia Hornos. A ella sí que se le hizo un seguimiento intenso, con vigilancia, con intervención telefónica, porque Alicia estaba convencida de que ella era la asesina. Aquello provocó que todas las miradas de la justicia se centraran sobre ella.

¿Tú crees que quizá el problema radicó en que fue tal la alarma social que provocó este crimen que se aceleraron demasiado los protocolos a la hora de culpabilizar en este caso a Dolores Vázquez?

Sí, sin duda. El asesinato de Rocío Wanninkhof fue tan mediático que posiblemente el asunto se les fue de las manos a las autoridades. Dolores, sin más pruebas que la de ser expareja de Alicia y de llevarse mal con ella, fue detenida y pasó a prisión preventiva. Durante los interrogatorios que se le realizaron ella no sólo negó los hechos, sino que dio una coartada sobre aquella noche en la que estuvo al parecer a cargo de su madre realizando llamadas desde su domicilio que podían comprobarse mediante la factura telefónica.

Pero poco después, la Fiscalía aportó una prueba asegurando que en el cadáver de Rocío Wanninkhof se encontró un par de fibras que eran idénticas a las de la ropa de deporte que solía usar la acusada. Aquello supuso no solo la denegación de la libertad provisional, sino una acusación rotunda por parte de los medios de comunicación y de la opinión pública.

Para resolver el enrevesado enigma, el laboratorio de investigación criminalista de la Guardia Civil decidió hacer un segundo análisis de las fibras, descubriendo que había existido un error. Ahora, el ADN evidenciaba que dichas fibras, las de la ropa de Dolores y las del cuerpo de Rocío, eran diferentes. Aún así, el juez instructor volvió a denegar la petición de libertad de la acusada, poniéndose en marcha los entresijos del polémico juicio a Dolores Vázquez. ¿Cómo fue aquel juicio?

Este juicio contó con un jurado popular posiblemente contaminado por la avalancha de información mediática en la que ya se había condenado prácticamente a Dolores y en el cual la Fiscalía no llegó a exponer más pruebas que la de la anterior relación entre la acusada y la madre de la víctima. Pero ni las fibras encontradas en el cuerpo de la muchacha pertenecían a Dolores ni las huellas halladas en las bolsas de plástico eran de ella. Tampoco las del vehículo correspondían a su Toyota. Se acreditó además por medio de testigos y del recibo telefónico que la mujer había estado en casa toda la noche, exceptuando el momento en que salió a tirar la basura y a comprar tabaco en un establecimiento cercano.

Da la impresión de que todas las pruebas apuntaban precisamente a la inocencia de Dolores Vázquez…

Sí, eso parece. Los únicos testimonios adversos fueron, por ejemplo, los de una empleada que trabajaba en el domicilio de Dolores y que aseguró que la acusada clavó un cuchillo en el cartel de búsqueda de Rocío. Otra persona que testificó en su contra fue la dueña del restaurante en el que compró tabaco; comentó que Dolores aparentaba estar muy nerviosa, casi sin aliento.

Recuérdanos esas conclusiones del Ministerio Fiscal…

La conclusión, a modo de escena, sería la siguiente: Dolores salió a las diez de la noche a hacer deporte por las inmediaciones, tropezándose con Rocío. Entre ellas hubo una discusión, la acusada la apuñalaría allí mismo con algún objeto punzante y después la arrastraría hasta la zona en la que se hallaron los zapatos y el rastro de sangre. Según esta hipótesis, Dolores fue después a comprar tabaco y marchó a su domicilio para después robar el coche de algún vecino y trasladar en él a Rocío hasta el enclave en el que fue hallado el cadáver.

El jurado popular del caso Wanninkhof apoyó plenamente la tesis de la Fiscalía y la mujer fue declarada culpable de asesinato en el año 2001, siendo condenada a 15 años de prisión y a hacer frente a una indemnización económica.

Vamos a olvidarnos por un momento del crimen de Rocío Wanninkhof. Ella desapareció a finales de 1999. Vamos a dar un salto en el tiempo para situarnos en agosto del año 2003 cuando otro acontecimiento trágico se cebó con un pueblo también en la provincia de Málaga, un pueblecito que se llama Coín. Allí desapareció otra chica: Sonia Carabantes. Lo que nadie podía imaginar es que este caso, cuatro años después, terminaría relacionándose con el de Rocío. ¿Qué es lo que ocurrió?

Fue algo que cambió por completo el resultado del juicio contra Dolores Vázquez.

Fue el 14 de agosto de 2003. Sonia Carabantes, una chica de diecisiete años residente en Coín, desapareció. La última vez que se la vio regresaba de la feria del pueblo con una amiga, a eso de las cinco de la madrugada. La compañera se despidió de ella a pocos metros de la vivienda de la víctima y parece que la desgracia ocurrió en ese pequeño tramo.

A la mañana siguiente se hallaron en el lugar varias manchas de sangre, un mechón de pelo y elementos reconocidos por los padres de la chica: su teléfono, un zapato, un bolso.

Al principio, la investigación se centró, como siempre, en la gente cercana, principalmente en el exnovio de Sonia. Pero pronto se descubrió que no tenía nada que ver con la desaparición. Rápidamente se iniciaron labores de rastreo en la localidad en las que participaron más de 700 voluntarios.

Los padres de Sonia Carabantes esperaban ansiosos una buena noticia, pero la esperanza se dio de bruces con una terrible realidad. El 19 de agosto, al borde del camino de un monte del cercano pueblo malagueño de Monda fue encontrado el cadáver semidesnudo y semienterrado de la muchacha, que fue trasladado inmediatamente al Instituto Anatómico Forense de Málaga. ¿Cuál fue el resultado de la autopsia?

El resultado reveló que la chica había sido estrangulada y en su cuerpo se hallaron pruebas de un ensañamiento inhumano, innecesario. En su cuerpo se encontraron restos de la piel del agresor, una contundente muestra de ADN que sería fundamental en las investigaciones. Y fue entonces cuando saltaron las alarmas. Fue una sorpresa del todo inesperada. Al introducir en la base de datos el perfil biológico de esa piel encontrada bajo las uñas de Sonia Carabantes, una alarma alertó a los agentes: coincidía con el ADN encontrado en una colilla que había aparecido cuatro años antes junto al cadáver de Rocío Wanninkhof. No podía ser una casualidad. Se trataba del mismo agresor, del mismo asesino, de una especie de depredador de jóvenes. Por otro lado, el descubrimiento ponía patas arriba la condena de Dolores Vázquez, que ahora pasaba a ser inocente, al menos a priori.

El siguiente punto imprescindible fue la declaración de una mujer. Aparece en escena Cecilia Pantoja. Ella puso en entredicho el comportamiento de su exmarido, un británico llamado Tony Alexander King. Casualidades de la vida, recuerda el día de la muerte de Rocío, ¿no?

Efectivamente. Cecilia, ya divorciada de él, al ver en televisión lo sucedido y la vinculación entre ambos casos, recordó el comportamiento de su exmarido años atrás, cuando Rocío desapareció en Mijas. Tony había aparecido en su casa con arañazos en un brazo y con el coche embarrado, y puso a su mujer varias excusas que eran cuanto menos sospechosas. Cecilia lo dejó pasar, pero tras el nuevo crimen empezó a atar cabos y delató a su exmarido.

En 2003, Tony, padre de una hija y con un pasado oscuro, residía en Alhaurín el Grande. Un dispositivo judicial secreto lo fue cercando y los agentes lograron su ADN por medio de la sustracción de una prenda de vestir, y como ya se esperaba, era el mismo que el de la colilla y el de la piel hallada. Aquello situaba a Tony King en los dos escenarios de los crímenes. Era, por lo tanto, el asesino de ambas: Rocío y Sonia.

King era el conocido en Inglaterra como el Estrangulador de Holloway, un cruel asesino que ya había sido encarcelado en el año 1986 bajo el nombre de Tony Bromwich y había sido detenido por estrangular [sin resultado de muerte] a cinco mujeres en un barrio al norte de Londres cuando aún era un veinteañero. ¿Cómo llega este monstruo a Málaga?

Tras cinco años de cárcel se le concedió la libertad condicional, pero le fue rebocada al amenazar a una mujer con una navaja para que tuviera relaciones sexuales con él. Ya liberado definitivamente en 1996, vino a España, donde vagó a sus anchas pero con otro apellido. Definitivamente se instaló en la provincia de Málaga.

El perfil psicológico de Tony King es inquietante. Según los especialistas, su problema de impotencia sexual y la frustración que ésta le causaba, lo empujó a cometer sus crímenes y a rendir un culto al cuerpo que lo convirtió en un hombre corpulento, en un hombre fuerte, pero bastante retraído. Además, el constante consumo de alcohol lo transformaba a ratos en una persona violenta.

¿Nunca hubo un control de este sujeto teniendo en cuenta sus antecedentes?

No, y eso fue un gran error. Cuando Tony llega a España, Scotland Yard pone en conocimiento de la Policía de nuestro país esos antecedentes como estrangulador. En ese informe, además, se indica claramente que era «un peligro potencial para las mujeres españolas». Aún así no se le hizo ningún seguimiento. Las autoridades se olvidaron de él.

Tanto Tony Alexander King, el asesino, como Alicia Hornos, la madre de Rocío, siguieron poniendo en el punto de mira a Dolores Vázquez. ¿Por qué estaba tan convencida de ello la madre de Rocío?

Supongo que porque Tony King siempre aseguró que los crímenes no los había cometido solo, que fue cómplice en ellos, eso sí, pero que se había convertido en el cabeza de turco de una operación más compleja. King situaba a Dolores Vázquez en ambos crímenes junto a él, e incluso la señaló como la persona que apuñaló a Rocío Wanninkhof por la espalda. Esta tesis fue mantenida también por Alicia Hornos, incluso fue expulsada durante el juicio por asegurar a voz en grito que Dolores era culpable.

Tony explicó que no fue autor material de los asesinatos y que si había confesado al principio fue por miedo a las represalias de cierta mano negra a la que nunca identificó. De hecho, cuando ya en prisión su hija falleció en circunstancias un tanto extrañas, ahogada en una piscina en su vivienda, muchos vieron ahí algún tipo de complot.

Es aquí donde aparece una tercera persona. Tony Alexander King apunta a que junto a Dolores Vázquez y él, en el momento del asesinato de Rocío, estaba el también británico y amigo suyo Robert Graham. ¿Qué pasó con esta tercera persona?

Robert fue detenido y puesto después en libertad, pero su interrogatorio arrojó algo más de luz al suceso. Él reconoció que en la época de la muerte de Rocío, Tony acudió a su casa muy alterado, asegurando que había secuestrado a una chica y que no sabía si la había matado, si estaba inconsciente. Al parecer Robert no le creyó del todo y le dijo que se marchara inmediatamente de su casa. Algo después, Robert Graham continuó diciendo que había visto en el coche de Tony King algunas bolsas de plástico negras con ropa y un viejo martillo con el mango de madera. En todo caso, con Robert Graham no termina el desfile de sorpresas de última hora.

En el juicio contra Tony King declaró un testigo, Ronald William Pettit, citado por la defensa, que explicó que el acusado le había narrado una vez que había sido jardinero de Dolores Vázquez. Según este testimonio, Dolores y Tony se conocerían. Esta circunstancia fue aprovechada por Alicia Hornos para continuar por esa línea, llamando a declarar a su hermana Josefina. Ésta contó que Dolores había llegado a golpear en varias ocasiones a su sobrina y que Rocío Wanninkhof le tenía mucho miedo. Pero nada de esto se pudo demostrar con pruebas fehacientes, entre otras cosas porque no existía ninguna denuncia por aquellos presuntos malos tratos a los que se hacía referencia.

El caso es que tanto Robert Graham como Dolores Vázquez fueron exonerados de cualquier culpa y el único condenado por los dos asesinatos fue Tony Alexander King.

El británico Tony Alexander King, tras un complejísimo juicio, fue condenado a 36 años de prisión por el asesinato de Sonia Carabantes. El tribunal repartió la condena de la siguiente manera: por el delito de asesinato con alevosía, veintitrés años; por agresión sexual ocho años, y cinco años más por detención ilegal. A la vez, a King se le impuso una indemnización de trescientos mil euros. Posteriormente, en un juicio celebrado en 2006, por el asesinato de Rocío Wanninkhof, la Fiscalía solicitó otros veinte años de cárcel.

En la actualidad, y para alivio de las familias de las víctimas y del resto de la ciudadanía española, el asesino está donde debe estar: en la cárcel.



Tony-Alexander-King-victimas-Rocio-Wanninkhof-y-Sonia-Carabantes.jpg

Rocío Wanninkhof y Sonia Carabantes, las víctimas de Tony Alexander King.

http://criminalia.es/asesino/tony-alexander-king/

AUDIO: LA HISTORIA NEGRA – TONY ALEXANDER KING
Todavía recuerdo el linchamiento a Dolores Vazquez y era inocente , subo el ultimo por hoy en un rato, un clásico ;)
 
La matanza de PUERTO HURRACO

  • La matanza de Puerto Hurraco
    Francisco Pérez Abellán

    El viejo odio de los «Amadeos» y los «Patapelás». Muertes y amores desventurados. Nueve asesinados y seis heridos. El sospechoso incendio de la casa de los «Patapelás». Un pueblo amenazado. La extraña muerte de la madre, desencadenante de la horrible tragedia.

    A 150 kilómetros de Badajoz, en la llamada «Siberia Extremeña», está Puerto Hurraco, una aldea de la comarca pacense de La Serena, pedanía de Benquerencia, cercana a Castuera, que en 1990 tenía unos 200 habitantes, muchos de ellos con los linajes entreverados: Cabanillas-Cabanillas, Rodríguez-Rodríguez, Izquierdo-Izquierdo, lo que dicen que es abono para la locura.

    Pasadas las diez de la noche del domingo 26 de agosto de aquel año, dos hombres vestidos con ropas de cazador, cruzados de cananas con abundante munición y armados con escopetas repetidoras del calibre 12 se mueven como sombras por detrás de las casas hasta situarse en un callejón en el centro de la aldea que da a la calle principal.

    Durante unos minutos quedan a la espera. Muy cerca de allí, en la calle Carrera, que hace las veces de gran paseo, unas niñas se despiden de un amiguito, unos vecinos hablan sentados en la terraza de un bar, otros toman el fresco después de un día caluroso en la puerta de sus casas. Entre hombres y mujeres reina una calma apacible y serena, en un pueblo en el que se conocen todos, al final de una jornada de asueto. Pero la tranquilidad aparente oculta viejas desavenencias entre dos familias, los Cabanillas, conocidos como «los Amadeos» y los Izquierdo, a los que llaman los «Patapelás».

    Puerto Hurraco vive de la aceituna, el grano, el cerdo y la oveja. Ha estado durante mucho tiempo en el atraso y la miseria, como una de las zonas más depauperadas de España, pero la llegada de la electricidad en los años setenta y la implantación del agua corriente en los ochenta, elevó la calidad de vida de sus habitantes.

    De repente, los dos hombres que se ocultan en las sombras obedeciendo a una señal convenida irrumpen en la calle principal abriendo fuego con sus escopetas. Lo disparos son de postas, lo que significa que cada cartucho de caza contiene nueve gruesos perdigones de plomo.

    Las primeras en caer son las niñas Antonia y Encarnación Cabanillas Rivero de catorce y doce años respectivamente. Les disparan en el pecho a corta distancia hiriéndoles de muerte. Encarna apenas puede hablar y Antonia grita pidiendo ayuda a Isabel, la otra hermana, que salva su vida arrojándose al suelo.

    Manuel Cabanillas, de cincuenta y siete años, sale del bar vecino gritando «estáis locos, que las vais a matar: no veis que son unas niñas», cuando recibe los disparos que lo matan. Se produce una primera descarga de cinco tiros que crea confusión, carreras y miedo en la calle. Antonio Cabanillas, veinticinco años, hijo de Manuel, intenta en un primer momento hacer frente a los que disparan, pero estos rápidamente vuelven las escopetas contra él y le alcanzan por la espalda cuando intenta ponerse a cubierto. Los impactos que recibe le dejarán para siempre en una silla de ruedas.

    Los vecinos que pueden escapar se ocultan en sus casas o se parapetan tras árboles y mesas. Los agresores cargan sus armas y siguen disparando sobre todo lo que se mueve. Araceli Murillo Romero, de sesenta años, que está sentada a la puerta de su casa ve caer heridas a las dos niñas y sin pensarlo va hacía ellas para prestarles ayuda. Los hombres armados le disparan matándola en el acto.

    José Penco Rosales, de cuarenta y tres años, primo del alcalde pedáneo, que juega a las cartas en el bar, recoge a dos de los heridos en la primera descarga y los traslada en su coche a un centro asistencial en un pueblo vecino. Cuando regresa para hacerse cargo de otras víctimas, los dos hombres que no han dejado de disparar sobre la gente del pueblo, le salen al paso y apuntando de frente a los cristales de su coche lo matan al volante.

    Algunos intentan escapar del pueblo. Así Manuel Benítez, Antonia Murillo Fernández y su cuñado, Reinaldo Benítez, suben a un automóvil. Los agresores les disparan agujereando la chapa y los cristales. Los impactos siegan las vidas de Antonia, cincuenta y siete años y Reinaldo, de sesenta y dos.

    En medio de la calle, disparando para todos los lados, los agresores no dejan descansar sus escopetas. Algunos vecinos logran dar aviso a la Guardia Civil en el puesto de la localidad vecina de Monterrubio de la Serena. Un vehículo con dos agentes entra en el pueblo. Los criminales les apuntan y disparan sin permitirles salir del vehículo. El agente Juan Antonio Fernández Trejo, de treinta y un años, recibe un disparo en el pecho; el agente Manuel Calero Márquez resulta herido en la pierna izquierda.

    Además de los siete muertos en el acto que los dos asesinos dejan tras de sí antes de darse a la fuga, quedan heridos otros nueve, dos de los cuales fallecerán a consecuencia de la gravedad de sus heridas. El balance final de la matanza será de nueve muertos y seis heridos.

    En el hospital Infanta Cristina de Badajoz son ingresados Guillermo Ojeda Sánchez, de ocho años, con un disparo en el cráneo, muy grave, en coma profundo, quedaría hemipléjico; Andrés Ojeda Gallarde, treinta y seis años, herido en el pecho y el vientre, con shock hemorrágico, muy grave. En el hospital Don Benito de Villanueva de la Serena quedan ingresadas: Isabel Garrido Dávíla, de setenta años, herida en el pulmón derecho, muy grave; Vicenta Izquierdo Sánchez, herida en el brazo izquierdo y Felícitas Benita Romero, con el impacto de un proyectil en un hombro.

    Todo había ocurrido muy deprisa. El plan consistía en matar a un número indeterminado de habitantes de Puerto Hurraco. Los criminales cruzaron el pueblo descargando sus escopetas. Con los cadáveres en charcos de sangre, los heridos quejándose del dolor de sus heridas y el resto de los vecinos atemorizados, los agresores huyeron al monte cercano.

    Rápidamente se organizó la caza de los fugitivos. Un fuerte dispositivo de más de doscientos agentes de la Benemérita, a pie, a caballo, en vehículos todo terreno y apoyados por un helicóptero, peinaron toda la zona. Vecinos y guardias pasaron la noche en vela. Quizá la peor de sus vidas. Sentían la amenaza de los francotiradores muy próxima.

    Entrada la mañana del día siguiente dieron con los asesinos. ¿Quiénes eran aquellos desalmados? ¿Por qué mataban indiscriminadamente? Como muchos sabían ya, se trataba de Emilio, cincuenta y ocho años, y Antonio Izquierdo, cincuenta y tres, los hermanos «Patapelás» que habían empezado por asesinar a las «níñas Cabanillas» y habían saciado sus ansias de venganza contra todo el pueblo.

    Emilio fue sorprendido apostado cerca de la vivienda de dos de sus víctimas y Antonio descubierto por el helicóptero cuando huía monte arriba. Uno de ellos llegó a decir en su captura, aún caliente con la excitación de la sangre: «Si no me hubierais detenido, habríamos vuelto a disparar durante el entierro de los muertos.» Lo dijo como si tal cosa.

    Emilio, el jefe del clan, y Antonio, el hermano menor, llamado «el Tuerto» porque de niño perdió un ojo que le destrozó un gallo a picotazos, los dos solteros, vivían en la localidad vecina de Monterrubio con sus hermanas Ángela y Luciana, también solteronas. Ángela y Luciana huyeron después de la masacre y fueron localizadas cuatro días después en la estación de Atocha, en Madrid. Serían acusadas por el sordo clamor popular de inductoras del crimen, pero nada podría probarse. Se les descubrió una grave dolencia mental que las recluyó en el manicomio de Mérida.

    Los «Patapelás», nacidos en Benquerencia, de familia de labradores que se trasladó a Puerto Hurraco con seis hijos, tres varones y tres mujeres, abandonaron el pueblo, resentidos y cargados de odio, cuando murió la madre, Isabel Izquierdo Caballero, que falleció carbonizada en un extraño incendio del que algunos dicen que fue provocado, el 18 de octubre de 1984. Isabel era una mujer fuerte en torno a la cual giraban las vidas de sus hijos, prueba de ello es que cinco de los seis se quedaron solteros. Sólo se casó Emilia, que reniega de la macabra herencia familiar.

    Emilio, su hermano homónimo, explica así la matanza: «Ya estoy tranquilo, ahora ya estoy tranquilo. Después de seis años, ya he vengado la muerte de mi madre; ahora que sufra el pueblo lo mismo que he sufrido yo durante seis años.»

    El líder indiscutible de los «Patapelás» hacía culpable al pueblo entero de Puerto Hurraco. Y había preparado cuidadosamente la venganza. A uno de los psiquiatras le confesó que eligió agosto porque es friolero y en invierno se le entumecen los dedos y no puede disparar.

    La enemistad entre «Amadeos» y «Patapelás» había empezado treinta años antes entre Manuel, el padre de los asesinos, y el abuelo de Antonio Cabanillas, padre de las niñas de doce y catorce años primeras víctimas de la masacre, por un desacuerdo sobre lindes. Continuó con los amores no correspondidos de Luciana Izquierdo por Amadeo Cabanillas que se saldó con el homicidio de Amadeo, tío de las niñas asesinadas, muerto a puñaladas por el mayor de los Izquierdo, Jerónimo, el 22 de enero de 1967.

    Era tal la idea obsesiva de venganza de Jerónimo contra los «Amadeos» que luego de cumplir catorce años de condena por el asesinato, apuñaló a Antonio Cabanillas, padre de las niñas muertas -«no pudo matarme y ahora me matan a mis hijas», lloraba Antonio en el funeral-, por lo que fue ingresado en el Psiquiátrico de Mérida donde murió.

    Tres años después de la matanza, . Antonio escuchó la sentencia con camisa blanca, sin corbata, traje mil rayas, jersey, borceguíes negros y calcetines negros. Emilio llevaba camisa blanca, sin corbata, traje azul, jersey del mismo color, mocasines de estreno y calcetines blancos. Emilio estaba mucho más canoso que cuando las fotos de su detención dieron la vuelta al mundo.

    La matanza de Puerto Hurraco
    Margarita Landi

    El domingo 26 de agosto de 1990, fecha que quedará para siempre grabada en sangre, fue un día muy caluroso; el sol abrasador obligaba a extender toldos, echar persianas y correr cortinas, al invadir calles y plazas pegándose a las fachadas de las casas. Eran las nueve de la noche cuando salí a mi terraza, en un piso 23, para contemplar una vez más la hermosa vista que ofrece Madrid con sus luces encendidas y me encontré con la luna, que estaba en su fase de cuarto creciente, mostrando en su centro una coloración ocre, lo que significaba que al asomar por el horizonte había sido roja como la sangre.

    Por experiencia sé que esa luna es la que ejerce una nefasta influencia sobre algunas personas, generalmente paranoicas. Me estremecí y, de inmediato, le pregunté: «¿Cuántas vidas te vas a llevar tú?» Y es que, en los treinta y siete años que llevo de reportera de sucesos, he conocido crímenes espantosos cometidos por los que vulgarmente llamamos lunáticos, o sea, por quienes padecen «lunatismo», locura intermitente e ideas delirantes.

    Cuando el lunes día 27 me desperté y puse la radio, supe que hacia las diez y media de la noche anterior dos hermanos, Antonio y Emilio Izquierdo, vestidos con ropas de caza, habían disparado indiscriminadamente contra los habitantes de la pedanía pacense de Puerto Hurraco, con un trágico saldo de siete muertos y diez heridos, entre ellos dos guardias civiles.

    La población de Puerto Hurraco, pedanía de Benquerencia de la Serena, en la provincia de Badajoz, es de doscientos cincuenta habitantes, pero en los meses de verano se incrementa considerablemente al llegar numerosos nativos, residentes en el País Vasco y Navarra desde hace muchos años, deseosos de disfrutar sus vacaciones con familiares y amigos. Aquella noche era para algunos la de su despedida, porque pensaban emprender el regreso para incorporarse en septiembre a sus puestos de trabajo tras descansar un par de días del largo viaje. No podían presentir la tragedia que se iba a desarrollar en la calle Carrera, la principal de Puerto Hurraco, donde se hallaban numerosas personas, unas sentadas a la puerta de su casa y otras fuera o dentro del Salón Social, un bar recientemente abierto.

    Después del calor padecido durante el día, la gente disfrutaba refrescándose en la calle, en animada charla, comentando lo que se habían divertido en las pasadas fiestas locales y lo que disfrutaron en tan pacífico y cordial lugar de la tierra extremeña; bebían, fumaban y charlaban los hombres; las mujeres, sentadas o paseando, hablaban de sus cosas y la «gente menuda» jugaba. Reinaba la paz…

    De pronto, dos cazadores con escopetas repetidoras en las manos, procedentes de un estrecho y oscuro callejón, se presentaron en la calle Carrera; todos les conocían: eran los «pata pelá», Emilio y Antonio Izquierdo Izquierdo, de cincuenta y ocho y cincuenta y tres años respectivamente, residentes desde hace varios años en Monterrubio de la Serena, localidad que se encuentra a 12 kilómetros de la pedanía, distancia que habían recorrido en su Land Rover con un solo propósito: matar a todos los habitantes de Puerto Hurraco. Esa noche iba a su culminación la carga de odio almacenada desde hacía treinta años.

    Situándose en el centro de la calle y al grito estentóreo de uno de ellos: «¡Vamos a matar al pueblo, vamos a matar a todos!», su repetidora comenzó a «vomitar» plomo, alcanzando a un grupo de niñas que se hallaba en lo más alto de la cuesta, casi al final de la calle Carrera; los cartuchos de posta acabaron en el acto con dos de ellas, las hermanas Antonia y Encarnita Cabanillas Rivera, de catorce y trece años, hijas precisamente de uno de los hombres más odiados por los Izquierdo, Antonio Cabanillas; otra hermana de las dos niñas asesinadas, Carmen, de dieciséis años, pudo escapar viva de milagro. Se podría haber pensado que ése era el único objetivo de los «vengadores», pero no: siguieron disparando a hombres, mujeres y niños, sin parar más que para meterse alguna vez en el callejón con objeto de recargar el arma.

    Cundió el pánico, la gente corría a refugiarse en sus casas, pero cinco personas quedaron muertas en la calle: Araceli Murillo Romero, de sesenta años, que se hallaba sentada ante su puerta y se levantó para auxiliar a una de las niñas, fue inmediatamente alcanzada por los plomos; Manuel Cabanillas Rivera (sin parentesco con las dos víctimas), de cincuenta y ocho años, recibió un disparo mortal por el mismo motivo, y su hijo Manuel Cabanillas Benítez, de veinticinco años, fue gravemente herido; el niño de ocho años, Guillermo Ojeda Sánchez, cayó al suelo con el cráneo atravesado por una posta, y su padre, Andrés Ojeda Gallardo, de treinta y seis, que salió presuroso del bar para auxiliarle, se derrumbó a su lado, herido gravemente en el abdomen; lo mismo le ocurrió a su abuela, Isabel Carrillo Dávila, de setenta años, y a su tía Ángela Sánchez Murillo, así como a Vicenta Izquierdo Sánchez, de cuarenta y dos, y a Felicitas Benítez Romero, de cincuenta y nueve.

    Así, la calle Carrera quedó sembrada de cuerpos muertos y heridos más o menos graves, bajo los que corría la sangre para deslizarse por la pendiente. Pero los Izquierdo aún querían más, llegando a golpear las puertas de las casas, con la pretensión de que salieran los que habían logrado esconderse para salvarse.

    Entre los que ya terminaban sus vacaciones estaba José Penco Nogales, de cuarenta y tres años, que regentaba una agencia de seguros en la población guipuzcoana de Zumaya, donde residía como la mayoría de las cincuenta familias de Puerto Hurraco, y que al producirse la matanza se hallaba en el club social jugando una partida con sus paisanos; mientras los «pata pelá» perseguían a los fugitivos, José Penco recogió a dos heridos en su coche y los trasladó velozmente al centro de asistencias de Castuera, pero al regresar, preocupado por lo que hubiera podido ocurrirles a sus hijos, y con el deseo de auxiliar a más heridos, se encontró con los dos asesinos que le estaban esperando a la entrada de la calle; no le dio tiempo a salir del coche, dispararon contra él y murió sobre el volante.

    Manuel Benítez Romero, otro vecino de la pedanía emigrado hace muchos años a Pamplona, nunca podrá olvidar el horror de aquella noche, cuando conducía su coche llevando a su derecha a su hermano Reinaldo, de sesenta y dos años, y en el asiento trasero a Araceli Murillo Romero, de sesenta. Se disponían a ir hacia el ambulatorio para interesarse por los heridos cuando el vehículo fue acribillado por los disparos de los Izquierdo. Manuel se agachó bajo el volante y pisó a fondo el pedal del acelerador; cuando al fin pudo detenerse, sus acompañantes eran cadáveres y él, sorprendentemente ileso, tuvo que llevarlos a Castuera, de donde no regresó hasta la mañana siguiente, cuando en Puerto Hurraco los gritos y la sangre en fachadas, calzada y aceras daban fe de la tragedia rural que habría de estremecer a toda España.

    Pero antes del regreso de Manuel Benítez había pasado algo más que él ignoraba: atendiendo a la llamada de algún vecino, un Land Rover de la Guardia Civil había acudido a la pedanía, pero los dos guardias que lo ocupaban no pudieron apearse de él, ya que los agresores les recibieron a tiros y resultaron heridos. Uno de los guardias, Juan Antonio Fernández Trejo, de treinta y un años, presentaba traumatismo torácico de pronóstico muy grave; su compañero, Manuel Calero Márquez, de cuarenta y nueve, recibió sólo una posta de plomo de 12 milímetros de diámetro en una rodilla y su estado no revestía gravedad, «salvo complicaciones». Se comentaba que «mientras eran trasladados al hospital advertían al conductor: «Que no vengan nuestros compañeros, que los matan.»

    Pero llegaron más, catorce guardias civiles, cuando los hermanos Izquierdo huían entre los cerros del Gibe y Los Castillejos. Después llegarían a doscientos los miembros de la Benemérita que tomaron parte en la búsqueda de los autores de la matanza, quienes al amanecer, con la valiosa ayuda de un helicóptero, fueron detenidos y puestos a disposición del titular del Juzgado de Instrucción n.º 1 de Castuera, Casiano Rojas, que decretó prisión provisional para ellos, después de tomarles declaración por espacio de tres horas; luego ordenaría que fueran sometidos a examen psiquiatrico, así como que la Policía y la Guardia Civil localizaran a las hermanas Luciana y Ángela Izquierdo Izquierdo, que se hallaban en paradero desconocido, ya que en el vecindario se las acusaba de haber instigado a Emilio y Antonio para que «vengaran los agravios inferidos a la familia».

    Treinta años de odio
    Por increíble que parezca, las diferencias entre los Cabanillas y los Izquierdo empezaron hace treinta y un años. De lo ocurrido entonces, y de los motivos, hay dos versiones.

    La primera es que el 21 de enero de 1959, cuando Amadeo Cabanillas araba en su finca Las Peliscanas, colindante con una de la familia Izquierdo, se pasó unos metros y labró parte de la tierra en la que se hallaba el mayor de los hermanos varones, Jerónimo Izquierdo Izquierdo, quien le recriminó por ello. Discutieron airadamente y se insultaron, sin llegar a más; los ánimos se serenaron, pero horas después llegó la primera de las hermanas, Luciana, para llevarle la comida a Jerónimo y le indujo a que se vengara, por lo que él llegó a clavarle una navaja de gran tamaño en la espalda, sin tener en cuenta que las dos familias se habían llevado siempre bien. Amadeo, tendido sobre su mulo, alcanzó su casa, ante la que se desangró. Por aquel crimen, Jerónimo fue condenado a veintisiete años de reclusión mayor, de los que cumplió catorce.

    Mientras, sus hermanos y hermanas, con su madre, se fueron a vivir a Monterrubio de la Serena, a 12 kilómetros de Puerto Hurraco, donde se quedó una de las hermanas, que se había casado con un pastor primo de los Cabanillas.

    Varios años después murió la madre en un incendio que se produjo en su casa. En Monterrubio se dice que «cuando la casa estaba ardiendo, Luciana y Ángela se afanaron en sacar algunos electrodomésticos a la calle y que, al preguntarles que dónde estaba Isabel Izquierdo, su madre, respondieron que ella estaba dentro, lo que dejó al vecindario perplejo». ¿Por qué no la salvaron antes?

    Los Izquierdo acusaron a los Cabanillas de haber provocado el incendio, pero la justicia sobreseyó y archivó las diligencias instruidas sobre el fuego y la muerte de la matriarca de los «pata pelá». Jerónimo, que al salir de la cárcel emigró a Barcelona, estaba seguro de que «eso era una venganza de los Cabanillas por haber matado él a Amadeo» y se indignó porque la Policía lo desmentía, ya que no había ninguna prueba de que pudiera inculpar a nadie de esa familia.

    En consecuencia, Jerónimo Izquierdo salió de Barcelona para dirigirse a Monterrubio a vengar la muerte de su madre, de la que sus hermanos y hermanas también culpaban a todo el pueblo, porque «nadie les había ayudado a apagar el fuego». Lo que es absolutamente falso, según se nos aseguró reiteradamente en dicha localidad por los vecinos, hombres y mujeres que habían colaborado en las tareas de extinción mientras llegaban los bomberos.

    Impulsado por el odio y el deseo de venganza, Jerónimo apuñaló a Antonio Cabanillas (el padre de las dos niñas que serían las primeras víctimas en la matanza de Puerto Hurraco); le atacó con alevosía cuando estaba eligiendo los alimentos que iba a comprar en la Cooperativa de Monterrubio, hiriéndole en un costado, pero no le mató, y tuvo que volver a la cárcel, de la que luego sería trasladado al Hospital Psiquiátrico de Mérida el 8 de agosto de 1986, donde murió nueve días después a causa de un infarto de miocardio.

    Las hermanas Izquierdo, Luciana y Ángela, siempre maliciosas y desconfiadas, se negaron a aceptar el diagnóstico dado por el director del Centro y exigieron que le fuera practicada la autopsia al cadáver de su hermano, «para que se pusieran en claro las causas de su muerte».

    Según la segunda versión de esta larga historia, que se nos ofreció tanto en Puerto Hurraco como en Monterrubio, Luciana, la mayor de los Izquierdo, que «siempre fue más fea que Picio», se enamoró «perdidamente» de Amadeo Cabanillas hace más de treinta años, sin ser correspondida por él, que era diez años más joven que ella, por lo que el despecho convirtió el amor en odio y Luciana, de carácter dominante, que manejaba a sus hermanas y hermanos a su antojo, indujo a Jerónimo a matar al muchacho que la había desdeñado; años después, al producirse el incendio cuyas causas no han sido aclaradas todavía, implantó en ellos la idea de que había sido provocado por los Cabanillas, así como que nadie les había ayudado a salvar la vida de su madre.

    Se piensa que, al morir su hermano Jerónimo, arrastró a Ángela siempre subyugada por ella, hasta plantarse ante el cuartel de la Guardia Civil de Monterrubio para insultar e inculpar a todos los miembros de la Benemérita, por lo que ambas fueron ingresadas en el Hospital Psiquiátrico de Mérida, por el que también pasaron Emilio y Antonio, por cierto. En consecuencia: resulta que de los seis hermanos Izquierdo, excepto Emilla -la que se casó con el pastor-, cinco han sido por más o menos tiempo huéspedes del manicomio con un diagnóstico de paranoia.

    Pero el caso es que, según la opinión generalizada en Monterrubio, Emilio y Antonio se comportaban normalmente en el pueblo; eran pacíficos, jugaban cada día su partida de cartas con un grupo de amigos en un bar y nadie tenía queja de ellos, por lo que se suponía que habían cometido la matanza en Puerto Hurraco instigados por sus dos hermanas, «hurañas, insaciables y malignas» que el día anterior, sábado, se habían marchado del pueblo, al parecer para visitar a un oculista en Puertollano (Ciudad Real), porque Luciana, más conocida por «la Chata», necesitaba unas gafas.

    Pero el lunes se presentaron en el palacio de La Moncloa, pretendiendo ser recibidas por Felipe González, para interceder por sus hermanos, militantes del PSOE desde junio de 1986; la Guardia Civil les impidió la entrada y por la noche fueron encontradas por un periodista en la estación de Atocha, cuando se disponían a tomar un tren hacia Badajoz con ánimo de visitar a sus hermanos, Emilio y Antonio, en la cárcel.

    Avisada la Policía, fueron trasladadas en el tren hasta la ciudad pacense de Castuera para declarar ante el titular del juzgado de Instrucción n.º 1, Casiano Rojas, que ya había decretado la prisión provisional de los autores materiales de la matanza tras escuchar sus declaraciones, en las que se autoinculpaban con pasmosa serenidad, la misma de la que habían hecho gala al ser detenidos, diciendo a los guardias: «Si no nos hubiérais cogido, habríamos disparado contra el pueblo cuando todos estuvieran en el cementerio enterrando a sus muertos»; y también: «Nosotros ya nos hemos vengado, ahora que sufra el pueblo»; además de: «Nosotros sabíamos que en Puerto Hurraco había niños, pero eso no nos importaba.» o sea, que no se mostraron arrepentidos ni por un momento. En consecuencia, el juez, además de enviarles a la cárcel, ordenó que se les practicaran exámenes psiquiátricos.

    Luciana y Antonia, de sesenta y tres y cuarenta y nueve años respectivamente, solteras ambas como sus hermanos, fueron entrevistadas en el tren por reporteros del diario El Mundo. Dijeron que «se habían enterado de lo ocurrido al oír la noticia difundida por la radio», afirmando que: «Vamos medio muertas. ¿No se nos ve en la cara? Llevamos el estómago revuelto y todo. Dejamos a nuestros hermanos el sábado muy tranquilos, como siempre.»

    Al comentar los periodistas que en Puerto Hurraco era creencia generalizada que ellas habían sido las instigadoras de la matanza, dijeron que si la gente les acusaba era «porque no tienen amor de Dios. Van a misa, casi todas van a misa y no son cristianas. Salen por la puerta de la iglesia y comienzan a criticarse unas a otras, que lo digan delante de nosotras si se atreven».

    Durante la entrevista, no dejaron de comentar continuamente la muerte de su madre, carbonizada en el incendio de su casa, que aseguran fue provocado, y repetían: «Nuestra madre era una santa, ¡una santa!» Y anunciaron que: «Cuando veamos a nuestros hermanos les diremos que nos tienen muertas. Nos tienen sin vida y les queremos mucho. Siempre hemos estado muy unidos. Toda la familia.» Se mostraron serenas, afirmando que no temían la reacción del pueblo cuando ellas volvieran allí, porque: «Nosotras somos creyentes. Que se cumpla la voluntad de Dios y no tenemos miedo, porque lo que Dios quiera, que sea.»

    Agotadoras jornadas para el juez
    La madrugada del 27 de agosto de 1990 quedará para siempre grabada en la memoria del titular del juzgado de Instrucción, n.º 1 de Castuera, don Casiano Rojas, porque a raíz de la matanza cometida por los Izquierdo en Puerto Hurraco se le vino encima una montaña de trabajo que debió atender, a plena dedicación, en jornadas de diez o doce horas. Los criminales comparecieron ante él a las pocas horas de ser detenidos por numerosos efectivos de la Guardia Civil, mostrándose muy tranquilos y hasta un tanto satisfechos de sus fechorías, manteniendo en todo momento la suficiente sangre fría como para almorzar con buen apetito unos montados de lomo y una ración de calamares, en las mismas dependencias judiciales.

    Ante el juez, los dos hermanos fueron «desgranando la mazorca» de sus antiguos «agravios», por lo que, al parecer, habían llegado a la conclusión de que para seguir viviendo en paz «tenían que eliminar a todos los vecinos de Puerto Hurraco» y para ello se habían vestido sus ropas de caza, y para «alimentar» sus escopetas repetidoras hicieron buen acopio de cartuchos de postas; al ser reducidos les fueron ocupados sesenta a uno y setenta a otro.

    Cuando salieron de Monterrubio, dijeron a sus amigos: «Nos vamos a cazar tórtolas.» Y como estaba la veda abierta nadie se extrañó, ni en su lugar de residencia ni en la pedanía, ya que los que se hallaban tomando el fresco en la calle Carrera, al verlos llegar por el callejón, pensaron que venían de cazar. O sea, que lo prepararon bien, o sea, que están locos, pero no son tontos.

    Cuando se llevó a cabo el registro de la vivienda de los Izquierdo por orden judicial y ante varios testigos, se encontraron 3 grandes cuchillos de 25 centímetros de hoja -1 de ellos nuevo-, 2 hachas, 3 escopetas, 500 cartuchos (cada uno cargado con 10 bolas de plomo), 15.000 pesetas en billetes y muchas cruces, rosarios y amuletos, que las hermanas, que los tenían dominados, utilizaban para sus extraños ritos, para los que encendían numerosas velas cuyos cabos habían quedado pegados sobre la tapa de un baúl.

    El lunes y el martes el juez dedicó todo su tiempo a los dos hermanos, el miércoles por la mañana a tomar declaración en su despacho a siete testigos, entre ellos Antonio Cabanillas, padre de las dos niñas asesinadas, que tiene en su cuerpo las cicatrices para no olvidar el día que Jerónimo Izquierdo trató de matarle en la Cooperativa de Monterrubio.

    A las tres menos cuarto de ese mismo día, el juez ofreció una rueda de prensa en la sala de juicios del Palacio de justicia de Castuera, en el transcurso de la cual se fueron aclarando algunos puntos interesantes que hasta aquel momento sólo parecían rumores. Por ejemplo, que, en efecto, esta dramática historia pudiera derivarse de un rechazo amoroso por parte de Amadeo Cabanillas hacia una de las hermanas Izquierdo, lo que recuerdan los más ancianos del lugar. No obstante, al ser preguntado sobre si existían indicios para sospechar que las dos mujeres hubieran influido en sus hermanos para cometer la matanza, el juez Rojas contestó rotundamente que no, y en cuanto al incendio de la casa en que pereció la madre del clan Izquierdo, la respuesta fue que existía un sobreseimiento provisional del sumario, que no pensaba abrir por el momento.

    Comentó también que durante la matanza hubo tres tandas de disparos, y que entre la primera y la segunda los agresores hicieron un alto el fuego para cargar las escopetas en el callejón, señalando que uno de los hermanos (Emilio) hizo más uso de su arma. Habló asimismo de los antecedentes psiquiátricos que tenía Luciana, que cinco años antes había sido condenada a dos meses de prisión condicional por desacato a la Guardia Civil y a la autoridad judicial.

    Tenía previsto el juez interrogar a Luciana y a Ángela al día siguiente, ya que habían sido localizadas en la madrileña estación de Atocha, y aunque en la comisaría de El Retiro habían sido advertidas del peligro que corrían si regresaban a Puerto Hurraco, decidieron viajar a Badajoz. Sobre el comentario acerca de que, a causa de una paliza que le habían dado los reclusos, Emilio había sido atendido en el Hospital Infanta Cristina de la capital pacense de una fractura de húmero, el juez de instrucción aclaró que tal lesión ya la padecía Emilio cuando ingresó en prisión. Al parecer, se había fracturado el brazo al tratar de escapar a su detención.

    La detención de Antonio Cabanillas
    El jueves 30 de agosto, desde muy de mañana, cientos de personas se agrupaban ante el Palacio de Justicia de Castuera debido a que Luciana y Ángela Izquierdo se encontraban en el interior siendo interrogadas por el juez Casiano Rojas; fuerzas de la Guardia Civil velaban para mantener el orden, aunque bien es verdad que el gentío se mantenía en silencio, expectante. Yo estaba allí; había tanta tensión en el ambiente que me asaltó un presagio: «Aquí va a ocurrir algo.» Y pasó.

    Hacia las tres de la tarde hubo un cierto revuelo entre la multitud. ¿Qué sucedía? Pues ni más ni menos que allí se encontraba Antonio Cabanillas, el padre de las dos niñas asesinadas en Puerto Hurraco; el hombre a quien trató de matar Jerónimo; el que el día que fueron enterradas sus hijas en el pequeño cementerio de la pedanía, mientras enjugaba sus lágrimas, había declarado al enviado especial de Tiempo, Emilio Jaráiz: «Odio hacia los Izquierdo es poco, ésos tienen que ser ahorcados, colgados y desmenuzados, porque si les sueltan de la cárcel, que les soltarán, algún día harán lo mismo, o más, que han hecho ahora.» Y al ser preguntado si mantenía rencillas con los Izquierdo dijo: «No, por mi parte, no. Han venido a matar a todo el pueblo. Estos son unos criminales profesionales y se acabó. Siempre han estado intentando matar y hacer daño dondequiera que estén.»

    Alertada la Guardia Civil de la presencia de Antonio Cabanillas en la plaza, procedieron a cachearle, mientras protestaba y se resistía diciendo: «Yo no he hecho nada. Estoy como un ciudadano más y tengo derecho a estar aquí.» Entre sus ropas llevaba un gran cuchillo de los usados para sacrificar cerdos y dos navajas, con cachas negras de madera, mientras decía: «Estoy tranquilo y si llevo esto es porque lo uso en las faenas del campo.» Lo esposaron y, cuando era conducido a presencia del juez, iba diciendo entre risas y lágrimas: «Tranquilos, tranquilos, yo no he hecho nada, tranquilos, tranquilos, aquí no pasa nada.» Esa misma tarde, el juez decretó el ingreso en prisión provisional sin fianza para Antonio Cabanillas por un «delito contra la vida en grado de tentativa», y éste pasó a ocupar en la cárcel una celda bastante alejada de la de los hermanos Izquierdo.

    El juez también ordenó la prisión provisional de las hermanas Luciana y Ángela Izquierdo, que ingresaron tras unas once horas de interrogatorio en el Hospital Psiquiátrico de Mérida, donde habían de ser sometidas a exámenes psiquiátricos, cuyo resultado sería diagnóstico de «trastornos paranoicos». Se dijo que posteriormente podrían ser trasladadas a un centro penitenciario ordinario.

    La otra hermana
    El miércoles, día 5 de septiembre declararon en el juzgado de Castuera Emilia Izquierdo, su marido y sus dos hijas, una de las cuales había dicho a los periodistas: «Me avergüenzo de llevar el apellido Izquierdo.» A ninguno de los cuatro se les pudo encontrar la menor relación con los autores de los hechos ni con las que eran señaladas como instigadores de la matanza.

    Tras el interrogatorio, que duró cinco horas, el juez comentó a los periodistas que Emilia mantenía muy poca relación con sus hermanos y hermanas; que ella y su marido se encontraban en la pedanía la noche del tiroteo y se marcharon al campo al oír los disparos, por miedo a que se tratara de un enfrentamiento entre su hermano Emilio y Antonio Cabanillas; en cuanto a sus hermanas dijo que «podrían estar mal de la cabeza», pero el juez Rojas agregó que «en ningún momento se las ha inculpado de instigar el asesinato».

    Cuando el matrimonio salió del juzgado iba protegido por un cordón de diez guardias civiles. Emilla, al llegar, había manifestado que recibió amenazas, a lo que añadió su marido que esas amenazas de la familia Cabanillas habían sido hechas también contra sus dos hijas.

    Murieron dos de los heridos
    Doce días después de aquella inolvidable noche en la que Puerto Hurraco se convirtió en un matadero, fallecía Andrés Ojeda Gallardo en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de Badajoz, a causa de una septicemia, consecuencia de sus heridas; tenía treinta y seis años y era padre del niño de ocho, Guillermo Ojeda Sánchez, que fue alcanzado por un disparo en la cabeza; al verle caer en la calle, corrió hacia él para auxiliarle y fue abatido también por varios disparos que le produjeron gravísimas lesiones: rotura de bazo, del riñón izquierdo y del colon. Sus restos mortales fueron trasladados a San Sebastián, lugar en que tenía fijada su residencia; era uno de los veraneantes que habían ido a disfrutar de sus vacaciones a la pedanía pacífica y siempre alegre.

    Isabel Carrillo Dávila, de setenta años, herida también cuando se levantó de la silla en que estaba sentada, para acudir a socorrer a una de las niñas asesinadas, falleció cuarenta y ocho horas después que Andrés Ojeda, a causa de los disparos recibidos en el pulmón y el diafragma. Fue enterrada el 12 de septiembre en el cementerio de Alza, en San Sebastián. Con la muerte de esta anciana se elevó a nueve el número de muertos por la agresión de los hermanos Izquierdo.

    En cuanto al pequeño Guillermo Ojeda, salió del coma en que había permanecido el 4 de septiembre, y varios días después pudo ser trasladado con su madre a San Sebastián; salvó la vida, pero según pude saber a finales de octubre, se teme que su capacidad mental haya quedado muy disminuida.

    Otro de los heridos, Antonio Cabanillas Benítez (que nada tiene que ver con la familia Cabanillas, tan odiada por los Izquierdo), de veinticinco años, permanecía en el hospital aquejado de paraplejía irreversible en los miembros inferiores y neumotórax, que le obligaba a recibir respiración asistida. Su padre, Manuel Cabanillas Rivera, de cincuenta y ocho años, cayó fulminado por los disparos de los Izquierdo cuando al ver muertas a las dos niñas les increpó diciendo: «Pero ¿qué hacéis? ¿Estáis locos?» Esas fueron sus últimas palabras.

    El resto de los heridos, menos graves, fueron siendo dados de alta poco a poco, mientras el vecindario seguía sobrecogido; en la calzada de la calle Carrera, unas grandes manchas oscuras daban fe de la sangre derramada en la inolvidable matanza, de la que pocos quieren hablar, aunque, eso sí, tanto en la pedanía -ya para siempre marcada por la tragedia- como en Monterrubio se pide a las autoridades que jamás permitan el regreso de los hermanos y las hermanas Izquierdo Izquierdo.

    Pasaron los días; Antonio Cabanillas fue puesto en libertad condicional, tal vez para alejarle de sus dos encarnizados enemigos, a quienes, por cierto, fue preciso instalar en una celda de seguridad debido a que -según pudimos saber- Antonio había recibido una paliza administrada por varios reclusos de los que no perdonan la violencia contra mujeres y niños.

    La última noticia sobre este caso fue facilitada por la agencia Efe y publicada el sábado 22 de septiembre en estos términos:

    «El director del Hospital Psiquiátrico de Mérida, José Gómez Romero y un médico forense designado por el juez de Castuera, Casiano Rojas, practicaron el jueves un examen psiquiátrico conjunto a los cuatro hermanos Izquierdo, con el que se pretende conocer cómo se interrelacionan en el ámbito familiar.

    »Antonio y Emilio Izquierdo permanecen recluidos en la cárcel de Badajoz como presuntos autores materiales de la matanza de Puerto Hurraco, mientas que Ángela y Luciana están en el Psiquiátrico de Mérida, en calidad de detenidas como presuntas inductoras.

    »Gómez Romero explicó que el examen conjunto ya está concluido en su primera parte de recogida de datos, mientras que aún resta la más importante, a su juicio: la interpretación y valoración de esta información.»

    Sólo me queda decir que a mí me deja perpleja ese calificativo de «presuntos autores materiales de la matanza» referido a Emilio y Antonio Izquierdo… ¿Es que no bastan los testimonios de tan numerosos testigos, entre ellos los dos guardias civiles heridos, para establecer su culpabilidad sin lugar a dudas? Incluso los dos «presuntos» se declararon autores del delito, añadiendo que su deseo era «matar a todo el pueblo». La verdad: no lo entiendo.

    La matanza de Puerto Hurraco
    Juan Madrid

    El 26 de agosto de 1990 la localidad pacense de Puerto Hurraco se convirtió en el escenario de una de las más salvajes matanzas de la España rural. Nueve personas asesinadas y varias gravemente heridas fue el demoledor balance de una triste historia de odio y venganza.

    Apostados en la calle principal del pueblo, los hermanos Emilio y Antonio Izquierdo dispararon sus escopetas contra todos los que allí se encontraban. Pretendían vengarse de la familia Cabanillas, a la que acusaban de haber quemado la casa en la que murió la madre de los Izquierdo.

    Las dos primeras víctimas fueron las niñas Antonia Cabanillas, de catorce años, y su hermana Encarnación, de trece, hijas del máximo rival de los Izquierdo, Antonio Cabanillas. Resultaron muertas tras recibir a bocajarro varios escopetazos.

    Al ir a socorrerlas también fueron asesinados en iguales condiciones Manuel Cabanillas Carrillo, de cincuenta y siete años, Reinaldo Benitez Romero, de sesenta y dos, Antonia Murillo Fernández, de cincuenta y siete, José Penco Rosales, de cuarenta y tres, y Araceli Murillo Romero, de sesenta años.

    Pocos días después fallecían, a consecuencia de las gravísimas heridas producidas, Andrés Ojeda Gallardo, de treinta y seis años, y la anciana Isabel Carrillo Dávila.

    Asimismo resultaron heridos de diversa consideración otros habitantes del pueblo y varios guardias civiles que acudieron a reducir a los hermanos Izquierdo.

    Tras ser detenidos en una arboleda cercana al pueblo los autores de la masacre, se procedió posteriormente a la detención de Luciana y Ángela Izquierdo, hermanas de los mismos, como posibles inductoras del crimen.

    Una frustrada historia de amor entre Luciana y Amadeo Cabanillas, tío de las niñas asesinadas, varios contenciosos por la linde de las propiedades de las dos familias y la muerte en 1984 de la madre de los Izquierdo en el incendio presuntamente provocado de su casa pudieron llevar a los hermanos a saciar su sed de venganza.

    El 30 de agosto de 1990 Antonio Cabanillas, padre de las niñas asesinadas, fue detenido en posesión de un cuchillo y dos navajas con las que pretendía atentar contra las hermanas Izquierdo a la puerta de los juzgados de Castuera.

    El juez Casiano Rojas decretó prisión sin fianza para Cabanillas.

    El pasado 8 de enero el juez instructor del sumario dictó auto de procesamiento contra los cuatro hermanos Izquierdo: Emilio, Antonio, Luciana y Ángela. Los dos primeros están procesados como presuntos autores de nueve asesinatos consumados y seis en grado de tentativa. A las hermanas se las considera inductoras del mismo delito. Una quinta hermana, Emilia, no ha sido inculpada. Aún no se ha celebrado el juicio.

    Matanza en Puerto Hurraco
    La brutal matanza de Puerto Hurraco (Badajoz), suceso que conmovió el verano pasado, es uno de los exponentes más descarnados de la España inextinguible y profunda. El escritor Juan Madrid recrea hechos y personajes a partir de las primeras investigaciones.

    Aquí la comía es buena, pero no me dan calamares, bueno, el otro día me dieron calamares y huevos fritos y ensalada y arroz con leche. Era el santo de alguien o la fiesta de la patrona de aquí, algo así. Yo les digo, cuándo me vais a dar calamares? y se ríen y me dicen: a ti sólo te gustan los calamares. Yo no digo nada, ¿para qué? Luego no me hacen caso, ya sé que no me van a dar calamares y por eso no les digo nada. También me gusta mucho el queso de oveja, ¿sabe usted? Ese queso que está muy duro. Me gusta rasparlo con la navaja y comerme las virutas. Una vez me comí un queso entero en una sentada, yo solito. Me fui para los olivos, me senté en la sombra, abrí el zurrón y empecé a comerme el queso, despacico, mirando para el cielo, sin tener prisa. Cuando me cansaba, lo bajaba con una Fanta limón y luego vuelta a empezar. Así estuve hasta que se me acabó el queso y vino la anochecida. Me acuerdo mucho de eso, sí señor. Me acuerdo como si fuera ahora mismo. Yo espatarrao bajo un olivo, venga a darle viajes al queso y a la botella de Fanta, que era una de esas grandes de a dos litros, que me acuerdo que la compré en el supermercado ese nuevo que abrieron en Castuera. Ha visto usted el supermercado ese? ¿Que no lo ha visto? Pues es de esos modernos… Bueno, a lo que iba, me fui para el supermercado y compré la Fanta limón de dos litros, que allí la venden tres durillos más barata que en la tienda del Olegario. El queso se lo había comprado a un pastor que los hace el mismo con mucha maña, un pastor de la parte de la Vera, que le llaman el Chato. Lo menos pesaría sus dos kilos y medio, el jodío queso, y se lo compré por nada, unas perrillas, y me lo tuve en el zurrón tres días para que se me fuera curando, que todavía soltaba agüilla. Y no le dije nada a la Luciana ni a la Antonia, porque a ellas también les gusta mucho el queso y seguro que me lo quitarían. Yo no me separaba del queso, que hasta dormía con él, y la Luciana venga a decir, aquí huele a queso, lo lista que es la Luciana que huele y siente como las mismas bestias del campo, la jodía. Y yo le contestaba, vete a dormir, hermana, que son los pies del Antonio. Pero ella como si nada, de manera que decidí aquella misma noche que a la mañana siguiente me iba a comer yo solito todo el queso. No dormí aquella noche, se lo juro, y un poco antes de que clareara ya me estaba yendo para fuera. ¿Adónde vas, Emilio?, me dijo la Luciana. A ver el campo, le digo yo, y arramplo con la botella de Fanta limón y me quito de en medio. Ya le digo, me senté bajo un olivo y me tiré todo el día bocao de queso viene bocao de queso va, echando tragos de Fanta limón, para tirarlo para abajo. De vez en cuando miraba para el cielo y me parecía que estaba en la misma gloria de nuestro señor Jesucristo. Hasta un águila vi, si señor, que daba vueltas alrededor, seguro que olfateando el queso, y yo que le decía, anda ven por esto, verás lo que te encuentras. Algunas veces me pongo a recordar esas cosas, ¿sabe usted?, los momentos felices, las cosas de gusto que uno ha tenido, ¿no? que aquí pocas distracciones tiene uno, porque aunque hay su televisión y todo, a colores, grande y su vídeo y arradios, que hay varias, no se si dos o tres, pues la distracción no es mucha. Algunas veces hasta echamos unas partiditas y es como una alegría, verdad, como una fiesta, pero lo que más echo de menos son los calamares, como ya le digo, y el queso, curado, puro de oveja, ese que sólo saben hacer los pastores de esta parte. Yo, antes, una vez a la semana, me acercaba para Castuera, que es como una ciudad con sus bancos, sus cafeterías y todo eso y me iba a un bar que le llaman el del catalán y me zampaba una o dos racioncitas de calamares yo solito con buches de agua, porque los calamares están caros, muy caros, no se crea. Si fueran baratos, no comería yo otra cosa. Aquí como la comida es gratis, de balde, pues me jincho a comer, hasta que ya no puedo más, que aquí no escatiman, pero calamares no hay, ya les digo, hasta ahora, dos veces sólo los he catado y por ser fiesta de algo, digo yo . ¿Qué? ¿Los ruidos? Sí señor, me siguen los ruidos en la cabeza, esos ruidos que nunca paran, que están dentro y siempre sonando. Ya casi me he acostumbrado, no se crea, pero siguen sonando los ruidos, no paran nunca, no señor.

    Primero fue el ruido. Un ruido sordo y persistente dentro de la cabeza. Un ruido que no dejaba dormir, que acompañaba siempre, que no cesaba de sonar. Un ruido que duraba ya desde que en 1984 muriera carbonizada, dando alaridos, la anciana de noventa años Isabel Izquierdo, madre de la camada Izquierdo, allí en Puerto Hurraco, una pequeña aldea extremeña acostada en la falda de un monte desnudo.

    Aquel ruido acompañó desde entonces a los cinco hermanos Izquierdo: a Luciana, apodada la Víbora, a Angela, Emilia, Antonio y Emilio. Los cinco con la cabeza llena de ruidos y con la imagen de la madre abrasándose entre las llamas, gritando. Y seis años después, el 26 de agosto de 1990, volvieron los gritos. Aunque fueron otras gargantas las que los emitieron.

    La mañana de aquel fatídico domingo de agosto Emilio y Antonio Izquierdo se vistieron con cuidado. Se colocaron los cartuchos en los bolsillos de los chalecos, de las camisas y de los pantalones. Luego las cananas. En total trescientos cartuchos del calibre 70, suficientes para acabar con una aldea de doscientos habitantes. Durante un año, los dos hermanos Izquierdo habían estado recargando cartuchos. La munición es cara y si se puede ahorrar, pues se ahorra.

    Más tarde cogieron las escopetas. Dos Franchi automáticas, de cinco tiros cada una. Armas ilegales, porque la Guardia Civil y las autoridades no permiten escopetas de esa repetición. El límite se encuentra en los tres tiros.

    Se colgaron las escopetas y salieron de su casa de dos pisos de la calle Constitución, antes avenida del Generalísimo, y se encaminaron despacio a Casa Soriano, en la carretera de Puerto Hurraco.

    El bar estaba vacío a esas horas de la mañana de aquel domingo. La parroquia no acude al bar hasta la hora del aperitivo, del momento de las voces y las palmadas en el mostrador de madera.

    Doña Pilar, la dueña, se puso las gafas cuando escuchó la puerta y dejó el desayuno del niño sobre la mesa. Fue a ver quien era a esas horas.

    Los hermanos Izquierdo se apoyaron en el mostrador.

    -¿Adónde vais a estas horas? -les preguntó doña Pilar.

    -Ya ves -contestó Emilio.

    Antonio, su hermano de cincuenta y tres años, habla menos. Si alguien tiene que decir algo, que lo diga Emilio, el mayor. Para eso tiene cincuenta y ocho años.

    -Bueno -doña Pilar limpió el mostrador, para hacer algo, algún gesto-. ¿Qué os pongo?

    -Dos cafelitos -dijo de nuevo Emilio.

    -Y piña colada -añadió Antonio.

    A Antonio le gustaban desde siempre las cosas dulces. Contra más dulces, mejor. Los botellines esos nuevos estaban muy ricos, muy dulces y daba gusto tomarlos.

    Doña Pilar se dio la vuelta para preparar los cafés. El marido, el Cosme, tuvo que salir de amanecida a Don Benito, al hospital, para ver a ese amigo suyo que es practicante, que le tiene que dar unos análisis. Por eso encendió la cafetera.

    Por decir algo, volvió a preguntar.

    -¿Vais a Castuera?

    -No -contestó Emilio.

    -Lo decía porque si vais por allí, me podías subir un vestido que me está arreglando la Visitación. Es nada más acercarse por su casa y recogerlo. Luego yo os invito a algo. ¿Hace?

    -Vamos a por tórtolas -contestó el Antonio y miró a su hermano que asintió.

    -Sí, a por tórtolas.

    -Bueno, qué le vamos a hacer. Le diré luego al Cosme que se acerque él.

    Puso los dos cafelitos con leche delante de los dos hermanos y, sin preguntar, dos bolsitas de azúcar complementarias al lado del Antonio. Luego se dirigió a la nevera a por dos botellines de piña colada.

    Estaban bien fríos, daba satisfacción bebérselos. Cae bien al estómago por las mañanas y es agradable sentirlo bajar por el gaznate. El Antonio se bebería tres o cuatro botellines de piña colada. Hasta cinco de un golpe, los que fueran. Pero los botellines esos nuevos cuestan sus cuartos y no hay que pasarse.

    -Entonces vais a por las tórtolas, ¿no?

    -Sí, eso -contestó Emilio.

    -Pues que tengáis suerte

    -Gracias. ¿Cuánto te debemos, Pilar?

    Parecían contentos los dos hermanos, con el ánimo ligero y hasta saltarín. Era verano y ya apretaba el calor en el campo extremeño, pero ellos no parecían sentirlo.

    Tenían el cuerpo forrado de cartuchos del 70, pero ellos como si nada. Parecían haber engordado de repente, hinchados con tanto cartucho alrededor del pecho y la barriga.

    Doña Pilar, dueña del bar Casa Soriano, se percató de un pequeño detalle. No se va por tórtolas con escopetas Franchi, ni con esa munición. Si se alcanza a una tórtola se la convierte en papilla, en un amasijo de jirones de carne que no se puede aprovechar para nada.

    Pues ya lo ve usted, aquí nada. Dar vueltas y vueltas y luego al cuarto a dormir. La televisión no la veo, no, algunas veces los ciclistas y esas cosas que me gustan, pero ya le digo, poco. A mí la televisión me aburre, no me acuerdo mucho de que he visto antes, me hago un poco de lío y luego salen unas mujeres que… Je, je, cuando salen, uno que anda por aquí, Paco se llama, empieza a gritar, está en pelotas, está en pelotas, y entonces yo me acerco a la sala y meto la cabeza. Casi siempre ya se han ido, no puedo ver nada. Este Paco es que es la.. pero algunas veces sí que las he visto, ¿no?, y es un poco de distracción. Las ves, ahí, en pelotas canta que te canta y se distrae uno un poco… ¿Los médicos?… Sí, sí que me ven, y me miran, me preguntan cosas y aluego se van. Me dan pastillas, inyecciones, me hacen mirar cosas raras, manchas que hay en unos papeles, y yo tengo que decir lo que me viene por la cabeza. ¿Qué que digo? Pues eso, lo que me viene a la cabeza, no me acuerdo, casi siempre veo escarabajos peloteros, de esos, yo de pequeño me entretenía arrancándoles la cabeza y viéndoles las tripas, que parecían moco.. Je, je, je… ¿Mujeres? …. no, no señor, yo no veía guarrerías en esas manchas, yo veía lo que le he dicho, lo que me pasaba por la cabeza, eso lo que me decían los doctores. Yo he tenido pretendientes, no se crea, cuando era mozo y después, también, pero no encontré a ninguna buena, a ninguna decente ¿sabe?, a ninguna que fuera cristiana y como Dios manda. Ahora las cosas están revueltas, las mujeres son hombres y los hombres mujeres, que parecen… bueno, parecen eso, como si no se supiera quien es varón como Dios manda y quién hembra. No digo que no haya mujeres buenas, cristianas, decentes, pero yo no las he encontrado y por eso no me he casado, está uno más a gusto, ¿no cree? Si no se casa uno como es debido, luego pasa lo pasa. Mi hermanilla, la Emilia, es la única de la familia que se ha casado, con un hombre formal y trabajador que le ha dado coche y todo. Una vez nos vinieron a ver por las Navidades y nos trajeron turrón y esas cosas. Al Antonio le regalaron un cinturón, pero como aquí no dejan llevar cinturones, pues se lo llevaron y dijeron que iban a traer otra cosa, que lo iban a descambiar en la tienda y buscar otro regalo. A mí me regalaron esta camisa, ya ve… No, no me preocupa eso que dice usted, las mujeres a su aire y yo al mío. Además, a mí nunca me han gustado las guarrerías, mirar a las mujeres y esas cosas. Eso, lo que hacen los perros en medio del campo, que parece que se vuelven locos. Una vez los vi a la salida de Monterrubio venga que te dale, venga que te dale, delante de todo el mundo, ¿no?, de un montón de criaturitas, de niños y me entró un no sé qué por la cabeza, como un arrebato, y descargué la escopeta contra eso animales del demonio y los reventé allí mismo. Luego se lo dije a la Luciana y me dijo que muy bien hecho, los perros son el demonio, están endemoniados. ¿Qué dice de la Luciana? Pues me parece que está bien, eso me han dicho, también está bien mi otra hermana, la Angela. Me lo dijo mi cuñado que es un buen hombre, decente trabajador, me dijo que la justicia las había molestado y también los periodistas esos embusteros me cago en…

    Un día antes Emilia, su marido y sus hijos abandonaron Puerto Hurraco en su coche, donde pasaban el verano. Casi a mismo tiempo, Luciana, la Víbora, de sesenta y tres años, y Angela, de cuarenta nueve, ambas solteras, ambas de negro las dos siempre juntas, tomaron el tren de Madrid. En Monterrubio dijeron que iban a Don Benito a que les miraran la vista y ponerse gafas, pero desembarcaron en la estación de Atocha y se fueron derechitas a la pensión Alegría, que está al ladito y que les fue recomendada por alguien. Las dos hermanas Izquierdo iban a ver al Presidente del Gobierno, a denunciar un plan diabólico, fraguado contra ellos, contra la familia Izquierdo, dirigido por todo el pueblo de Puerto Hurraco, la familia Cabanillas y la Guardia Civil. Un complot que se cernía sobre todos ellos como una manta húmeda y viscosa, desde treinta años atrás.

    Quizás también para hablarle del ruido que todos ellos, sentían en la cabeza. Ese ruido que exigió que cortasen los cables de la luz que alimentaba la casa de la calle Constitución, antes Generalísimo, en Monterrubio. Creyeron que el zumbido de la luz era el causante de aquel rumor sordo dentro del cerebro.

    Tuvieron que vivir con velas, a oscuras, sin radio ni televisión, aguardando que cesaran aquellos zumbidos, mascullando entre los cuatro hermanos la venganza que daría fin a aquel tormento.

    El señor Presidente del Gobierno, ese chico tan guapo, tendría que escuchar a Luciana, la Víbora, y a Angela. Para eso, Emilio y Antonio se habían afiliado al PSOE en 1984, después de que su madre muriera carbonizada, y eso permitía una audiencia. Se lo iban a explicar todo, con pelos y señales.

    Iban a decirle al señor Presidente del Gobierno que muchos años atrás, el 21 de enero de 1959, el Amadeo Cabanillas se pasó de sus lindes y aró dos metros de las tierras de los Izquierdo con las pretensiones de que aquellas lindes no eran justas. Iban a decirle, también, que era mentira que ella, la Luciana, apodada por mal nombre la Víbora, se hubiera enamorado de moza del Amadeo Cabanillas que, justo era decirlo, era entonces un mozo juncal y reidor. La Luciana, ahora de sesenta y tres años, no fue despreciada por el Amadeo, no señor, eso eran habladurías, chismes de Puerto Hurraco.

    Tenían todo eso en la cabeza las dos hermanas. Y el señor Presidente del Gobierno sabría, por fin, cómo el pueblo de Puerto Hurraco se había confabulado contra la familia Izquierdo. Llegando, incluso, a meter fuego a su propia casa, en 1984.

    Un fuego que quemó a la madre y que tuvo que ser provocado por los Cabanillas. No cabía otra explicación.

    En el momento en que los hermanos Emilio y Antonio Izquierdo trasegaban piña colada en el bar Casa Soriano de Monterrubio, la Luciana y la Angela se detenían junto a la puerta de entrada del Palacio de la Moncloa, en Madrid.

    El cabo de la Guardia Civil Teodoro Ramírez acababa de cumplir treinta años dos días antes y, sin embargo, ya estaba acostumbrado a ver cosas raras con la gente que se acercaba a la mole de granito de la residencia presidencial.

    Las dos mujeres, vestidas enteramente de negro, con un extraño fulgor en los ojos, parecían de otra época, aunque el cabo no sabía de que época, como surgidas de un mal sueño.

    El hombre no podía saber de los zumbidos y del ruido en la cabeza de las dos hermanas, ni que se llevaban catorce años entre ellas. Ambas parecían de la misma edad indefinida. Viejas desde siempre.

    -Buenos días, señoras. ¿Qué desean?

    -Buenos días -contestó Luciana, la única que hablaba-. Queremos ver al señor Presidente del Gobierno.

    -¿Al presidente? ¿Tienen ustedes audiencia, señoras?

    -¿Audiencia? -las dos hermanas se miraron.

    Luciana sacó de un bolso negro con cierres dorados cuatro carnés nuevos, apenas sin tocar, y se los tendió al guardia civil.

    -Somos del partido. Nos hemos apuntado -manifestó Luciana-. Vea usted.

    -Sí, sí señora. Ya lo veo. Son del partido. Pero yo no puedo dejar pasar a nadie que no tenga cita previa con la Secretaría del presidente. ¿Comprenden?

    -El señor Presidente nos tiene que hacer justicia -dijo Luciana.

    -Sí, señoras. Claro. Pero yo no las puedo dejar pasar sin la autorización de la secretaría del Presidente. Vamos, que si no tienen audiencia no pasan. ¿Por qué no le escriben ustedes una carta, señoras?

    ¿Una carta? ¿Cómo se podría explicar todo su calvario en una carta? Eso era imposible. Hay cosas que no se pueden escribir. Como por ejemplo, el principio de esta historia de venganza y de sangre, de odio acumulado.

    Dos años después de que el Amadeo Cabanillas siguiera arando aquellos dos metros de las lindes de los Izquierdo, aquel año nefasto de 1959, el Jerónimo Izquierdo, el mayor de la camada, le tuvo que reventar el hígado de catorce puñaladas, para que aprendiera. La Guardia Civil, siempre la Guardia Civil en el horizonte de la familia Izquierdo, condujo al Jerónimo Izquierdo a la cárcel de Badajoz con condena de veintisiete años de cárcel. Pero el Jerónimo salió a los catorce años por buena conducta y las cosas continuaron igual. Puerto Hurraco es nada más que una calle larga y limpia y en cuesta y las casas de los Izquierdo y los Cabanillas están una frente a la otra.

    La autoridad desterró al Jerónimo fuera de la comarca y el Jerónimo se marchó a Barcelona a trabajar en la construcción, destino inexorable de tantos y tantos campesinos andaluces y extremeños. Pero el destino es el destino y lo escrito escrito está. En el tórrido verano de 1984 una humareda de fuego se alzó de la casa de los Izquierdo en Puerto Hurraco.

    El Emilio y el Antonio andaban en las faenas del campo y en la casa sólo se encontraban las mujeres: la madre, Isabel Izquierdo Caballero, de noventa años, y la Luciana y la Angela. Y las dos mujeres no pudieron hacer nada. La madre se convirtió en yesca, en carbón retorcido, aquel aciago verano de 1984.

    ¿De quién era la mano que prendió el fuego? Todos los Izquierdo lo sabían. No hacía falta juicios ni abogados ni autoridad alguna. La mano que prendió el fuego era una mano de los Cabanillas, que así se vengaban de la muerte del guapo Amadeo Cabanillas, uno de los suyos. ¿Para qué buscar más?

    El Jerónimo Izquierdo, el hermano mayor, a quien correspondía la venganza por derecho, bajó de Barcelona en secreto y se fue a buscar al Antonio Cabanillas, hermano de aquel otro Cabanillas, el Amadeo, muerto a navaja mientras araba lindes inconcretas.

    El Jerónimo encontró al Antonio Cabanillas en la cooperativa de Monterrubio haciendo las compras y le asestó cuatro puñaladas en la espalda sin mediar palabra. El Jerónimo siempre fue muy bueno a la hora de manejar el cuchillo.

    Nuevamente fue a la cárcel el Jerónimo. En esta ocasión por intento de asesinato, porque el Antonio Cabanillas no murió. Pero esta vez no salió de la cárcel de Badajoz. En 1986 un infarto lo tiró al suelo y le explotó el corazón.

    Luciana y Angela Izquierdo iban a contarle también eso al señor Presidente del Gobierno. Que su hermano mayor, el Jerónimo, no murió de muerte natural en la prisión de Bajadoz, sino con veneno suministrado por los Cabanillas. Las cosas estaban tan claras que no cabía otra explicación. El complot contra los Izquierdo se cumplía paso a paso.

    Por todo eso, a nadie debería extrañarle que el Emilio y el Antonio llevaran aquella mañana del 26 de agosto de 1990 las escopetas Franchi, automáticas, y trescientos cartuchos del calibre 70. Iban a hacer lo que tenían que hacer. ¿Es que acaso el señor Presidente del Gobierno no lo entendería?

    Claro que lo entendería. El señor Presidente del Gobierno lo entendería perfectamente. Nada se puede hacer cuando hay un complot de esas dimensiones. Un cerco en contra de la familia Izquierdo.

    Precisamente fue a partir de 1984, del incendio pavoroso de la casa de los Izquierdo en Puerto Hurraco, cuando comenzaron los ruidos en las cabezas de los cuatro hermanos supervivientes. Antes había habido como un zumbido, una premonición de ruido. El fragor en la cabeza vendría después, cuando los enemigos prendieron fuego a la casa con la madre dentro.

    Pero había más cosas que decirle al chico guapo ese, el señor Presidente del Gobierno, cosas que no se le podían decir al guardia civil de la puerta del Palacio de la Moncloa. Y era que la Guardia Civil era añada de los Cabanillas en el complot. Para eso los Cabanillas eran los caciques del pueblo. ¿Es que no estaba claro?

    Los hermanos Izquierdo sabían a ciencia cierta que la Guardia Civil había metido material de guerra en la casa pasto de las llamas, para que explotara y el incendio fuera más rápido y contundente.

    Los vecinos de Puerto Hurraco aún recuerdan las llamas que salían de las ventanas de la casa, los alaridos de la anciana y a las hermanas Luciana y Angela sacando a la calle la televisión, la cocina, la bombona de gas butano y la nevera. Todas cosas de valor que no se podían dejar a merced de las llamas. La madre se quedó dentro achicharrándose.

    Y entonces se mudaron de Puerto Hurraco a Monterrubio, distante diez kilómetros por carretera recta. Allí compraron casa en la calle Constitución, antes Generalísimo Franco. Allí vivirían los cuatro: Luciana, Emilio, Antonio y Angela. Los cuatro solteros, viejos ya desde su niñez, vestidos de negro, escuchando los terribles ruidos en la cabeza.

    ¿Eran aquellos ruidos el eco desgarrador de los gritos de su madre quemándose viva?, ¿o tenían otro origen? ¿Quién provocó aquel incendio? ¿Las manos asesinas terribles de los enemigos de los Izquierdo o fueron las dos hermanas? En el último caso se debe a un accidente, a una mala planificación, olvido quizás. ¿Quién lo sabe? –

    -Mi madre era una santa, ¿sabe usted? – le dijeron al cabo Teodoro Ramírez.- Una santa que ahora está en el cielo. Por eso mis hermanos, ahora…

    -¡Cállate! -gritó Luciana.

    -¡No, lo tengo que decir! Que ustedes pasaban por la puerta de la casa sin hacer nada y… el material de guerra… las cosas que ustedes… ni el pueblo entero, nadie ayudó y…

    -¡He dicho que te calles, Angela!

    La Angela tenía que haberle hecho caso a su hermana mayor, porque la Guardia Civil es la Guardia Civil, esté donde esté. Por eso, ellas mismas se fueron delante del cuartel de Monterrubio, días después del fuego, y se pusieron a insultar a la Guardia Civil, llamándolos cabrones, hijos de put*, sin hacer caso al sumario que abrió el señor juez por si lo del incendio fue intencionado o no, quedando claro y sobreseído juicio. No hubo mano criminal.

    Sin embargo, a ellas (veáse cómo continuaba el complot) las condenaron a dos meses de arresto y a examen psiquiátrico. ¿Había derecho a tanta ignonimia contra los Izquierdo?

    -Esperen ustedes un momentito, señoras – les dijo el cabo Teodoro Ramírez, ese día de guardia en la puerta Palacio de la Moncloa.

    El cabo se dirigió al telefonillo interior y llamó a la policía. Las dos mujeres vestidas de negro, pálidas y con los rostros hinchados por la falta de luz y aire, estaban escandalizando a los visitantes de La Moncloa que sí tenían audiencia.

    La policía tardó dos minutos en llevarse a las hermanas Izquierdo a la pensión Alegría, cercana a la estación de Atocha.

    De ese modo se enteraron de la extraña misión que les había llevado al Palacio de la Moncloa.

    Yo siempre me he dedicado a lo mío, ¿sabe usted?, a las cosas del campo, a recoger la aceituna, a arar para la siembra, la recogida del trigo… ya sabe, esas cosas. Teníamos nuestras tierrillas, no se crea, no éramos pobres, tampoco ricos, todo hay que decirlo, íbamos tirando con fatigas, con mucho trabajo. Allí había que arrimar el hombro. Todos trabajábamos desde que eramos niños, ya pequeños, ¿entiende? Un poco de escuela y para el campo, que hacen falta brazos, muchos brazos para el campo. No sé si usted entiende de estas cosas, pero en el campo, antes, no había infancia, ya se estaba con las faenas del campo desde pequeño. Uno ya era hombre cuando todavía no tenía edad para serio. Ahora es un poco diferente con eso de las cooperativas y los créditos agrarios y esas cosas. Ahora la vida en el campo es un poco más regalada, digo un poco más, no que sea como en la capital, pongo por ejemplo, que ahora los jóvenes no quieren saber nada del campo, van al servicio militar y se quedan en las capitales, que no quieren ni asomarse al campo. Al campo no quieren ni verlo. Y las mozas… bueno, las mozas jóvenes con esto de las discotecas y la televisión y todas esas cosas, tampoco se quieren casar con un hombre del campo como no sea rico , digo, como no tenga sus peonadas y sus tierras. Que si no, nanay, de criadas a Mérida o a Cáceres o hasta Barcelona y Madrid, que hay mozas de este pueblo en las casas, sirviendo. Bueno, también en las fábricas, de obreras, que eso les da más dinero y menos trabajo y más libertad para el… bueno, para lo que sea , que las mozas se malean en cuanto salen del pueblo, eso es verdad como que hay Dios, y el Gobierno tendría que hacer algo. Bueno, a donde van más los de Puerto Hurraco y Monterrubio es a País Vasco, a la parte de Zarauz, Amaya esos sitios… también a Bilbao, a las fábricas. Yo algunas veces me ponía a pensar que a lo mejor algún día me iría para allá a ver un poquillo de mundo, ¿no? Bueno eso es lo que se piensa de joven, pero me duró poco, cuando murió mi padre, pues todos tuvimos que arrimar más el hombro, todavía más. Y cuando murió el Jerónimo, que lo envenenaron aquí mismo, en la cárcel de Badajoz, pues lo mismo. Más trabajo, todavía mas… Pero es que… o sea, ya antes, cuando el Jerónimo tuvo que matar al Amadeo Cabanillas, se tiró catorce años en la cárcel y yo tuve que ser el hombre de la casa, si el trabajo antes era diez, pongo por ejemplo, pues entonces veinte, el doble. Así ha sido mi vida, ya le digo. Yo lo que se dice infancia, no he tenido nunca, siempre que echo la vista atrás me veo trabajando si parar. Primero ayudando a mi padre y a mi hermano mayor, el Jerónimo, y después yo solo con hermano Antonio. Pero ya ve, salimos adelante, que otros tienen menos que nosotros. Nosotros tenemos casa y coche, televisión, radio y esas cosas y comemos todos los días. Ahora no tenemos tierras porque las vendimos cuando lo del incendio, pero nos compramos la casa ahí en Monterrubio y todavía nos sobró algo, un milloncejo o así, que lo tenemos en el banco y que nos da nuestros dividendos, unas perrillas para ir tirando… No, trabajar no. Desde hace seis años ya no trabajábamos, ya le digo, vendimos las tierras. Yo ya no tenía salud, tenía una edad, y mi hermano Antonio, aunque es más joven, es un poquillo más… no sé, como más flojo, más dado al regalo.

    Bueno, mire, yo estoy como más tranquilo, como si me hubiera quitado un peso de encima. Aquí me dan de comer de balde, no tengo que trabajar y me tratan bien. Casi estoy mejor que antes, qué quiere que le diga… ¿Eh? ¿Mi hermano, el Antonio? Bueno… hablar no nos hablamos mucho, ésa es la verdad, él está en su sitio y yo en el mío. El por su lado y yo por el mío… a cada uno lo suyo… No, no se lo voy a decir, las cosas nuestras son nuestras, usted no tiene por qué enterarse. Si yo me enfado con el Antonio es cosa mía.

    La idea de la venganza se convierte pronto en una charca de agua oscura que se va pudriendo lentamente, y en donde bebe un pájaro carroñero. Y entonces ya no se puede disimular el olor a podrido. Un olor nauseabundo y helado, triste, que invade el cuerpo, llenándolo de razones para matar.

    Después del zumo de piña colada y de los cafetitos, los dos hermanos Izquierdo, llamados también “Los Pata Pelás”, caminaron con dificultad, bamboleándose por el peso de los cartuchos, hasta dirigirse a su furgoneta Citroén, blanca y sucia, y enfilaron la carretera recta que conduce desde Monterrubio a Puerto Hurraco. El calor ya apretaba y los dos hermanos, con los cartuchos cubriéndoles el cuerpo como una coraza, sintieron cómo las nuevas oleadas de sudor cubrían las viejas capas de sudor antiguo y retestinado.

    No eran pobres. Vivían de los intereses de una cuenta de dos millones y medio de pesetas y de los subsidios del paro por incapacidad laboral. Hay quien dice que los hermanos Izquierdo tienen más dinero escondido, fruto del seguro contra incendios. Pero eso son habladurías y ganas de liar las cosas.

    La vida de los cuatro en la calle Constitución de Monterrubio, antes avenida del Generalísimo Franco, era metódica e irreal, como la vida de los sueños. Desde que cortaron los cables de la luz, pensando que ése era el origen de los ruidos en sus cabezas, vivían sin televisión, sin radio, a oscuras, apenas alimentados con unas cuantas velas que diseminaban por entre los pobres muebles.

    Tampoco se les conocían amigos, distracciones o alguna risa perdida. Parece que ya nacieron adultos, reservados y desconfiados.

    Sólo algunos vecinos muy próximos tenían un vago recuerdo de ellos dos jugando la partida en el bar Casa Soriano, después de la siesta, sin que jamás probaran el alcohol o visitaran el único puti-club de la zona que se encuentra en el próximo pueblo de Zalamea y que cuenta con dos marroquíes, dos negras, una portuguesa, una dominicana y una española, todas regentadas por un vasco dicharachero con un pendiente en la oreja y el cuerpo tatuado.

    Los dos hermanos conocían Puerto Hurraco como la palma de sus manos y sabían que los domingos, con la fresca, no habría nadie en las casas. Todo el pueblo, más los emigrantes que habían regresado a la aldea desde las fábricas del País Vasco, se encontrarían en la calle, sentados en sillas y a las puertas de sus casas.

    Había una bala para cada uno de ellos. Trescientos cartuchos rellenados cuidadosamente con perdigones aplastados, bolas de acero que salen al rojo vivo y destrozan aquello que encuentran a su paso. Más de la mitad de aquellos cartuchos habían sido rellenados con cuidado y paciencia por los dos hermanos Izquierdo para que hicieran más daño y la posibilidad de error fuera mínima.

    Esa munición para jabalíes es ilegal, aunque se puede comprar en cualquier ferretería de la comarca. Son cartuchos de siete centímetros de largo que destrozan a las bestias del campo: zorras, lobos, jabalíes, águilas, y que ningún cazador prudente usaría o pensaría usar. Los destrozos son tan grandes que el animal queda inservible para la cocina.

    El radio de acción y la capacidad de destrozo de aquel instrumento mortífero desaconsejan su utilización excepto para matar por matar. Podría herir a cualquiera en un radio de veinte metros.

    Si mi hermano habla, yo no hablo. Que hable él, que le gusta mucho el chuchuchu, pregúntele a él, le gusta mucho salir en los papeles… No, le he dicho que no… ¿Esto es para mí? ¿Pasteles?.. Bueno, pues muchas gracias, pero ya me manda mi hermana pasteles, la Emilia… Bueno, cojo uno, uno nada más, pero no pienso… ¿Son de Madrid? Se nota… como más finos, ¿no?… Oiga, que no le voy a decir nada, ya se lo avisé… ¿Eh?…

    Nosotros hicimos lo que teníamos que hacer y nada más. Eso no lo entiende nadie. ¿Y usted quién es? ¿Quién le ha enviado aquí? ¿Es usted de los Cabanillas?… Ya, usted. puede decir lo que quiera, a ver qué va a decir.

    Desde la mañana temprano hasta las diez y media de la noche, el Emilio y el Antonio Izquierdo, alias “Los Pata Pelás” se quedaron a la vista de Puerto Hurraco, mirando el ir y venir de la gente en silencio, sin necesidad de hablar más de lo que ya estaba hablado y dicho, reconocido y claro.

    A la sombra de un olivo vaciaron sus zurrones de cazadores de tórtolas y comieron despacio lo que habían traído: dos hogazas de pan moreno, cecina y un pedazo de queso como de un kilo. El Antonio añadió media tableta de turrón de cacahuetes, tan frecuentes en Castuera, donde hay cinco fábricas turroneras.

    Como ninguno de los dos fumaba, después de comer sólo les cupo echarse la siesta, viendo las calles desiertas de la aldea, quizás escuchando a alguna madre llamar a su hija y el sonido tamizado de algún aparato de televisión.

    Hacía cuarenta y dos grados a la sombra. Y los dos hermanos Izquierdo esperaban.

    A las diez y media de la noche rodearon la aldea y entraron por detrás, por las casas apagadas que daban a los campos, cerca de los olivos.

    Había ruido en la calle Carrera de Puerto Hurraco. Los vecinos, en las puertas de sus casas, veían pasar, arriba y abajo, a los jóvenes y a los paseantes y hablaban. Todo el mundo hablaba a la vez. El sonido de las voces broncas de los hombres y los muchachos que bebían en los tres bares con que cuenta la aldea se mezclaban con las risas de los niños. Debieron escuchar las risas de los niños, apostados en el callejón que llega hasta la única calle de la aldea.

    A las diez y media de la noche de aquel 26 de agosto de 1990, los dos hermanos Izquierdo avistaron al fin a Antonia y a Encarnita Cabanillas, de trece y catorce años, sobrinas de aquel Amadeo Cabanillas, muerto a puñaladas treinta años atrás por Jerónimo, el primer vengador de la familia. Las niñas se tapaban la boca con las manos y se reían mientras paseaban.

    Entonces asomaron las cabezas y empezaron a apretar los gatillos de sus escopetas Franchi, automáticas.

    “Cohetes”, pensó el alcalde pedáneo del pueblo, Braulio Nogales.

    “¿Una fiesta ahora?”, pensó a su vez Ricardo Izquierdo, antiguo emigrante y ahora empleado del Ayuntamiento.

    Sin embargo, hubo mucha gente que no pudo pensar nada. Las primeras en caer fueron Antoñita y Encarnita Cabanillas, sobrinas del Amadeo e hijas de Antonio Cabanillas, el que no pudo ser asesinado por Jerónimo. Carmen, de dieciséis años, escapó con vida de la matanza por milagro.

    Araceli Murillo, de sesenta y dos años, murió en el acto, alcanzada en la cabeza, lo mismo que Manuel Cabanillas. Su hijo Manuel, de veinticinco años, fue alcanzado de gravedad. El niño de ocho años Guillermo Ojeda Sánchez cayó con el cráneo partido como una nuez. Su padre, Andrés Ojeda, corrió en su auxilio desde el bar y le dieron en el vientre, lo mismo le ocurrió a su abuela, Isabel Carrillo Dávila de setenta años, y a su tía Angela Sánchez Murillo, de cuarenta y dos años. Vicenta Izquierdo y Felicitas Benítez que estaban sentadas charla que te charla, también fueron alcanzadas por los cartuchos de las Franchi.

    José Penco recogió a dos heridos de la calle y se los pudo llevar en su coche a Castuera, al centro asistencias. Luego volvió a seguir ayudando y en la entrada del pueblo se encontró con los dos hermanos Izquierdo que parecían esperar a los que iban saliendo. A José Penco no le dio tiempo de salir del coche, dispararon contra él y murió en el acto, sobre el volante.

    Igual le ocurrió a Manuel Benítez, que intentó salir del pueblo llevando en el coche a su hermano Reinaldo, de sesenta y dos años, y a Araceli Romero, de sesenta. Los hermanos Izquierdo apretaron los gatillos y acribillaron el coche. Manuel Benítez tuvo el reflejo de agacharse y por eso salvó la vida. Los demás ocupantes del coche perecieron.

    “La calle se llenó de sangre y de cuerpos tendidos. Los heridos gemían y lloraban” , cuenta el alcalde pedáneo, “la sangre corría como si fueran arroyos después de las lluvias. Los heridos se arrastraban intentando salvarse y la gente se refugiaba en sus casas, atrancando las puertas”.

    Después de disparar cada uno tres cargadores de cinco cartuchos, los dos furtivos abandonaron el callejón y bajaron la calle, golpeando las puertas de las casas. “¡Salir, cabrones, os vamos a matar!”, dicen que gritaban los dos hermanos. De esa forma se dirigieron hasta la entrada del pueblo sin que nadie les molestara o les hiciese frente.

    En la entrada del pueblo se dedicaron a disparar a los coches que llegaban o intentaban salir. No corrían, no se precipitaban. Caminaban con esa sangre fría y determinación que da la decisión, la práctica y una idea fija en la cabeza. Parecía un plan metódicamente planeado y ejecutado con suma precisión.

    A las once de la noche llegó el primer Land Rover de la Guardia Civil de Monterrubio. Ni siquiera les dio tiempo de apearse del coche. Los hermanos Izquierdo destrozaron el pecho del guardia civil Juan Antonio Femández Trejo y la rodilla del otro guardia, Manuel Calero Márquez.

    Los hermanos Izquierdo, entonces, dieron de nuevo la vuelta al pueblo y se dirigieron hacia los cerros del Jibe y los Callejos. A las once treinta, llegaron catorce guardias civiles que encontraron la calle Carretera desierta y cubierta de sangre de cuerpos que se movían, pidiendo ayuda. Hasta las doce llegó un contingente fuerte de guardias civiles. Alrededor de doscientos al mando de teniente coronel que ordenó registrar la zona. Ya se había acabado todo: los treinta años de rumiar venganza, los gritos, las maldiciones en silencio, el odio viejo. No hubo demasiado ruido, ni demasiado estrépito, si se exceptúa el sonido de las escopetas repetidoras. La venganza exige silencio y degustación. La alharaca sobra en estos casos. En apenas hora y media la camada Izquierdo había cumplido el viejo de que la sangre con la sangre se paga.

    Dejaron en la calle Carrera de Puerto Hurraco un saldo nada despreciable: nueve víctimas y seis heridos y un sueño de espanto y de sangre que jamás se olvidaría. Tardarían tres largos días en limpiar los regueros de sangre espesa que jalonaban la calle en cuesta y, probablemente, mucho más tiempo en limpiar la cabeza de tanto espanto.

    A la mañana del otro día, justo cuando Luciana y Angela mascullaban imprecaciones por no haber sido recibidas por el Presidente del Gobierno, fueron encontrados los hermanos Izquierdo.

    No habían ido demasiado lejos, no pretendían esconderse.

    Emilio fue encontrado durmiendo a las afueras del pueblo, a menos de un tiro de piedra de las casas del pueblo. Antonio se desperezaba entre los olivos como si no hubiese pasado nada, quizás hasta un poco asombrado de que tal contingente de guardias civiles fuera a por él. Las imágenes de los fotógrafos de prensa los muestran aún abotargados por el sueño, un poco confusos y hambrientos.

    Nada más ser conducidos a las dependencias carcelarias del Juzgado de Castuera, los hermanos Izquierdo pidieron de comer. El estómago es el estómago y ahí sí que no valen subterfugios. Del restaurante La Ideal les trajeron montados de lomo, ración de calamares bien abundante y tarta de manzana.

    A los guardias civiles que vigilaban la comida se les hizo un nudo en la boca del estómago. Los dos hermanos Izquierdo comían como si tal cosa: degustaban la comida y efectuaban esos ruiditos de satisfacción que produce un estómago agradecido y bien tratado.

    El joven juez Casiano Rojas estuvo con ellos más de tres horas, mientras los periodistas y cámaras de televisión alborotaban el pueblo, instruyendo el sumario más extraño e importante de su corta carrera en Magistratura.

    Dicen que el joven juez les preguntó:

    -¿Por qué lo habéis hecho?

    Emilio, que es el que habla siempre, se encogió de hombros. Los dos hermanos se encontraban tranquilos y reposados, como si estuvieran viendo una película. Al juez le pareció que aquello no tenía nada que ver con la sangre fría. Era otra cosa. Algo impalpable y viscoso.

    -Ya nos hemos vengado -contestó al fin Emilio-. Ahora que sufra el pueblo.

    Y su hermano Antonio asintió, cabeceando.

    -Pero habéis matado a nueve personas y…

    Emilio le interrumpió.

    -Que sufran. También sufrió mi madre.

    A Luciana, apodada la Víbora, y su hermana Angela, la policía las hizo subir en un vagón de primera y las acompañó a Badajoz. Allí estaba previsto que un coche de la Guardia Civil las acompañara a Castuera, donde el juez Casiano Rojas las interrogaría.

    La estación se encontraba llena de periodistas, curiosos y la Guardia Civil. Entre los curiosos se encontraba Antonio Cabanillas, cuyo hermano Amadeo, el guapo, requerido en amores inútilmente por Luciana, la Víbora, fue asesinado a cuchilladas por Jerónimo Izquierdo en 1961. Ese mismo Antonio Cabanillas fue también cosido a puñaladas por el mismo Jerónimo, el mayor de la camada Izquierdo, en 1986.

    Y ahora, en 1990, ese mismo Antonio Cabanillas había perdido a dos hijas, Antoñita y Encarnita, bajo la metralla de otros Izquierdo.

    La Guardia Civil le encontró entre sus ropas un cuchillo de monte. Contestó, cuando le preguntaron por qué llevaba eso encima:

    -Por nada, siempre lo llevo.

    Emilio y Antonio descansan ahora en la prisión de Badajoz y sus hermanas Luciana y Angela en el Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Mérida.

    No se ven, ni se escriben, ni parecen echarse de menos los unos a los otros. Cada uno. debe seguir sintiendo los mismos zumbidos, los mismos ruidos en las cabezas. Ese crepitar dentro del cerebro que no abandona a uno ni de día ni de noche y que surgió en el mismo momento en que la anciana Isabel Izquierdo gritaba achicharrándose en su casa de Puerto Hurraco, allá en 1984.



    VÍDEO: LA MATANZA DE PUERTO HURRACO
  • MATANZA PUERTO HURRACO
    Cuestión de sangre
    La periodista Mónica González Álvarez investiga la cruenta venganza de los hermanos Izquierdo, que asesinaron por las calles de su pueblo natal, Puerto Hurraco, a nueve personas. Un caso que conmocionó a España.
    1486328032_956483_1486328807_noticia_normal.jpg


    Vista de Puerto Hurraco durante los años noventa. / Miguel Gener (Diario Hoy)

    DANIEL MARÍN
    Madrid
    05/02/2017 - 21:53 h. CET

    Una nueva historia de la periodista, escritora e investigadora Mónica González Álvarez. Escucha nuestro último caso real.

    inRead invented by Teads


    Con sus escopetas cargadas y bien surtidos de munición, los hermanos abrieron fuego contra todo lo que se movía. El objetivo: vengar un asesinato y décadas de odio acumulados. Un rencor forjado a sangre entre dos familias rivales: Los izquierdo –apodados los ‘Pastaspelás’– y los Cabanillas –los ‘Amadeos’–.

    Una tragedia que tiene su origen en disputas por unas tierras que se remonta a 1961y que también acabó en crimen. Antonio Cabanillas era el enemigo acérrimo de los Izquierdo.

    El hermano de Antonio, Amadeo, penetró con su arado en un terreno de Manuel Izquierdo, por cuyas lindes se peleaban ambas familias. Para más deshonra, rehusó casarse con Luciana, una de las hermanas de los Izquierdo.

    El historial de odio no hizo más que comenzar. Jerónimo Izquierdo, el mayor de los hermanos, mató a Amadeo Cabanillas. Tras cumplir su pena en prisión, apuñaló gravemente al hermano, Antonio, que pudo sobrevivir. Lo acusaba de provocar el incendio en el que murió la madre de los Izquierdo, Isabel.

    Había que culminar la venganza. Tras el episodio de furia, los hermanos se escondieron en la Sierra. Poco después fueron detenidos sin plantar resistencia.Ninguno de los dos mostró jamás muestras de arrepentimiento. Antonio Izquierdo manifestó que si no hubieran sido detenidos, hubieran continuado masacrando a la familia rival.

    Contamos con las voces de: Francisca González, Prado Rivera, Rafael de la Rica,Carlos Piñeiro, Carlos J. Pérez, Fernando Incera y Nacho Gijón. Guión de dramas deSergi Moral y Mona León Siminiani.
    http://play.cadenaser.com/audio/001RD010000004444733/
  • La Masacre de Puerto Hurraco
    ReleasedSep 01, 2016

    Puerto Hurraco se hace conocido tras los sucesos acaecidos el 26 de Agosto de 1990 pero tras esto y mucho tiempo después de los sucesos, se fueron descubriendo que aquella pelea entre la familia Izquierdo ( conocidos también como los Pataspelas ) y los Cabanillas ( llamados Los Amadeos) venia desde hacia muchos años atrás. Unos sucesos en el que la mayoría de los muertos y los heridos no tenía que ver con los Cabanillas ni mucho menos con las rencillas entre éstas dos familias.

    http://www.ivoox.com/masacre-puerto-hurraco-audios-mp3_rf_13341181_1.html




 
Y para terminar hace poco escuché este audio en el programa de Iker Jimenez en su "Universo Iker", trata sobre los bajos fondos y el hampa patriode mediados del siglo XIX a comienzos de la guerra civil ya en el XX:

Iker Jiménez nos invita a un viaje hacia una de las páginas desconocidas de nuestra historia. A los bajos fondos donde gobernaban los apaches, las ratas de hotel, los trogloditas, los espadistas, los sirleros y demás fauna alucinante del hampa. Una época turbulenta y terrorífica que supera cualquier ficción, donde abundan las sectas secretas y las cofradías de asesinos. Además, volveremos a estremecernos con la tercera historia inmersiva de la temporada: 'La cabeza'.

http://www.ivoox.com/universo-iker-t3x05-la-mala-vida-audios-mp3_rf_21569430_1.html
 
Por qué matan los asesinos seriales
admin 3 noviembre, 2017 0
por-que-matan-portada.jpg


Más allá de los motivos concretos de cada asesino están los motivos profundos que impulsan a obrar a todo asesino serial. “¿Por qué matan?” se constituye así en una pregunta que por mucho tiempo ha ocupado las mentes de los investigadores científicos, quienes en la actualidad piensan que la respuesta, más que en la sociedad y el medio, está en oscuras particularidades innatas.

por-que-matan-control.jpg



La necesidad de poder y control es esencialmente lo que conduce el accionar de los psicópatas, quienes ven el mundo en términos de tomadores y dadores, justificándose siempre para ser tomadores…

Un investigador internacionalmente destacado en el tema de la psicopatía, el Dr. Robert Hare, cree que es poco probable que alguna vez se llegue a una teoría unificada sobre las causas de la violencia en general, sin embargo plantea que nos estamos acercando hacia una mayor comprensión de ciertos tipos de violencia depredadora atribuibles a los psicópatas. Las respuestas no estarían dentro de los factores sociológicos o de entorno sino más bien dentro del individuo.

Tal y como el asesino Berdella demostró, los psicópatas son arrogantes, narcisistas, superficiales, manipuladores y grandilocuentes. No tienen consideración alguna por el sufrimiento que pueden causar y en general no establecen fuertes vínculos emocionales con los otros. El trastorno de la psicopatía aparece en todas las culturas y se manifiesta tempranamente con desordenes de conducta, cruel indiferencia y desordenes de déficit de atención e hiperactividad. Aunque no todos los psicópatas violan la ley, muchos manifiestan comportamientos antisociales como manipular emocionalmente, agredir y ser crueles. La necesidad de poder y control es lo que conduce el accionar de los psicópatas, quienes son sujetos que ven el mundo en términos de dadores y tomadores, sintiéndose justificados de ser los tomadores. Su violencia, como una vez dijo el asesino serial Arthur Shawcross, es solo un negocio usual. En otras palabras, su agresión es instrumental, no reactiva, y está encaminada hacia alguna oscura ganancia.

En términos de tratamiento[1], Hare nota que los agresores sexuales que son psicopáticos presentan problemas especiales. Las agresiones de los agresores sexuales psicopáticos —dice Hare citando la literatura médica— serán probablemente más violentas y sádicas que las del resto de agresores sexuales.

Los psicópatas también reinciden más, diversifican sus crímenes, y fallan a la hora de aprender de los castigos. Al parecer sufren de cierta angustia personal, aparecen mal con sus actitudes y conducta, y buscan tratamiento solo cuando va con sus intereses.

Aparentemente fallan en procesar las emociones de la manera en que la gente normal lo hace, de forma tal que no tienen empatía. Por ende, en ellos son débiles las inhibiciones emocionales típicamente socializadas en relación a la agresión. Así, cuando a Bob Bardella se le preguntó sobre su propósito luego del segundo asesinato, él dijo que no tenía un propósito, al menos no conscientemente. La primera vez era más que todo un asunto de no ser atrapado, así que…¿qué diferencia habría realmente si mataba de nuevo?.

por-que-matan-cerebro1.jpg



La psicopatía se presenta en cualquier cultura y sociedad. Adriane Raine, investigador de la Universidad de Southern California, ha encontrado que en el cerebro del psicópata existen déficits a nivel del sistema límbico (el centro emocional) y del cortex prefrontal, gracias a los cuales el psicópata, entre otras cosas, sería impulsivo, carente de empatía y menos sensible a los estímulos negativos.

Adriane Raine, de la Universidad de Southern California, ha estado interesado por mucho tiempo en los correlatos neurológicos del comportamiento psicopático. Él ha encontrado déficits cerebrales en diversas áreas que parecen contribuir a la violencia, específicamente el sistema límbico (el centro emocional) y el cortex prefrontal. Dichos déficits harían a los psicópatas menos sensibles a la estimulación aversiva y menos capaces de tomar decisiones apropiadas en torno a la agresión hacia los demás, así como también harían que éstos sean impulsivos, arrojados y buscadores de actividades que comporten sensaciones fuertemente estimulantes. Consecuentemente los asesinos predadores serían sujetos carentes de afecto y mucho más propensos a atacar a extraños que la gente normal cuya violencia es más reactiva y emocional.

Al evaluar los procesos emocionales en el verdadero psicópata, Patrick Christopher hace eco de Raine y Hare cuando afirma que el comportamiento predatorio del psicópata está relacionado con una debilidad en el sistema defensivo del cerebro. Se cree pues que, tanto en el psicópata como en la persona normal, las emociones activan uno de los dos procesos básicos del cerebro, produciendo así la aversión-evasión o el deseo-aproximación. En el caso de los psicópatas, dice Patrick que el estímulo desagradable tiene que ser, para los mecanismos de acción defensiva, lo suficientemente fuerte como para activar un bloqueo o interrupción en el comportamiento de búsqueda de la meta. En otras palabras, en ellos no hay ideas a largo plazo sobre el aprisionamiento que podría detenerlos ni el dolor o la angustia de sus víctimas: solo y únicamente los frena la posibilidad de un castigo inmediato[2]. Ellos tienen una meta definida y usarán la fuerza y la violencia para conseguirla a menos que esto pueda lastimarlos de alguna manera como, por ejemplo, en el caso de que tuviesen, para conseguir su meta, que intentar apuñalar a alguien mucho más fuerte y con la capacidad suficiente como para vencerlos o causarles daños de suma gravedad.

Todavía más profundo resulta el que los asesinos seriales utilizan la cadena de sus asesinatos como una forma de dar sentido y propósito a sus vidas. Candice Skrapec, de la Universidad Estatal de California en Fresno, ha tratado de comprender qué es lo que conduce a los asesinos seriales y ha encontrado necesidades humanas básicas, aunque exageradas[3]. A partir de entrevistas, ella ha descubierto que los asesinos seriales masculinos de tipo predador se sienten víctimas y, en consecuencia, su ira les lleva a devolver el golpe y a hacer pagar a otros[4]. En definitiva ellos se sienten libres de sus propios códigos morales y acreditados para hacer lo que están haciendo.

Complementariamente, los asesinos seriales alimentan sus ímpetus con las oscuras fantasías que les hacen sentirse más grandes de lo que en realidad son, siendo así fantasías que parecen completarlos. De ese modo, representando y fomentando esas oscuras fantasías ellos escapan de cuestionar su autoconcepto y de enfrentar con ello su imagen de impotencia, sintiéndose así especiales por hacer algo que pocas personas podrían hacer. Así, asesinar incrementa su sensación de vitalidad, lo cual produce una euforia que es seguida por una sensación de calma o alivio de la tensión. Por otro lado, el que los medios de comunicación den atención a sus asesinatos es algo que afirma y refuerza el sentimiento de poder que existe en ellos.

por-que-matan-sentido-existencial.jpg



Ciertos estudios han mostrado que el asesinato reconstituye el sentido del yo fragmentado del asesino serial, transformándolo en un todo integrado. Complementariamente, los asesinos seriales experimentan el enojo como vacío (sensación de vacío existencial), por lo cual exteriorizan su agresividad para sentirse mejor e incluso para, a través de esas experiencias que viven al exteriorizar su enojo-agresividad, concebir una sensación de sentido y significado dentro de sus vidas…

Siguiendo con esto de la relación entre los asesinatos y la búsqueda de significado existencial, se tiene que, si bien la agresión no es difícil de sexualizar, aún así la depredación sexual no es el motivo original en los asesinos seriales. Y es que en ellos se expresa el asesinar como algo que envuelve algo más grande que la mera muerte: la necesidad de destruir por completo, necesidad ésta vinculada al limitado rango con que los asesinos evalúan la realidad, juzgando todo como blanco o negro y, a consecuencia de eso, actuando de forma tal que sus actos tienden a seguir la ley del “todo o nada”.

Por último, en los asesinos seriales el asesinato reconstituye un sentido del yo fragmentado, transformándolo en un todo integrado. Tal y como postuló Skrapec, al fin y al cabo lo que exteriormente parece un comportamiento ofensivo es, en realidad y en esencia, un comportamiento defensivo. En este marco, se tiene que los asesinos seriales experimentan el enojo como vacío (sensación de vacío existencial), por lo cual exteriorizan su agresividad para sentirse mejor e incluso para, a través de esas experiencias que viven al exteriorizar su enojo-agresividad, concebir una sensación de sentido y significado en sus vidas…

.

.
NOTA: El artículo expuesto es el producto de la reescritura de un texto sacado de la sección Crime Library de trutv.com
[1] Tratamiento psiquiátrico y psicológico, o médico en términos generales

[2] Esto quiere decir que el psicópata no se detiene considerando daños posibles (para él) a mediano o largo plazo, sino únicamente a actual o corto plazo.

[3] En otras palabras, necesidades humanas básicas que, sin variar en su naturaleza, se presentan amplificadas e intensificadas a nivel del protagonismo que tienen en la vida del sujeto.

[4] Es pues en este afán revanchista donde opera el llamado mecanismo de desplazamiento, aunque evidentemente, en la cadena de asesinatos donde tantos inocentes pagan, puede terminar pagando quien realmente infringió el daño real o imaginario al asesino: así, como ejemplo de esto último está Edmund Kemper, quien asesinó a su madre ya que la odiaba pues ésta lo castigaba injustamente de pequeño.

http://www.asesinos-en-serie.com/por-que-matan-los-asesinos-seriales/
 
Por qué matan los asesinos seriales
admin 3 noviembre, 2017 0
por-que-matan-portada.jpg


Más allá de los motivos concretos de cada asesino están los motivos profundos que impulsan a obrar a todo asesino serial. “¿Por qué matan?” se constituye así en una pregunta que por mucho tiempo ha ocupado las mentes de los investigadores científicos, quienes en la actualidad piensan que la respuesta, más que en la sociedad y el medio, está en oscuras particularidades innatas.

por-que-matan-control.jpg



La necesidad de poder y control es esencialmente lo que conduce el accionar de los psicópatas, quienes ven el mundo en términos de tomadores y dadores, justificándose siempre para ser tomadores…

Un investigador internacionalmente destacado en el tema de la psicopatía, el Dr. Robert Hare, cree que es poco probable que alguna vez se llegue a una teoría unificada sobre las causas de la violencia en general, sin embargo plantea que nos estamos acercando hacia una mayor comprensión de ciertos tipos de violencia depredadora atribuibles a los psicópatas. Las respuestas no estarían dentro de los factores sociológicos o de entorno sino más bien dentro del individuo.

Tal y como el asesino Berdella demostró, los psicópatas son arrogantes, narcisistas, superficiales, manipuladores y grandilocuentes. No tienen consideración alguna por el sufrimiento que pueden causar y en general no establecen fuertes vínculos emocionales con los otros. El trastorno de la psicopatía aparece en todas las culturas y se manifiesta tempranamente con desordenes de conducta, cruel indiferencia y desordenes de déficit de atención e hiperactividad. Aunque no todos los psicópatas violan la ley, muchos manifiestan comportamientos antisociales como manipular emocionalmente, agredir y ser crueles. La necesidad de poder y control es lo que conduce el accionar de los psicópatas, quienes son sujetos que ven el mundo en términos de dadores y tomadores, sintiéndose justificados de ser los tomadores. Su violencia, como una vez dijo el asesino serial Arthur Shawcross, es solo un negocio usual. En otras palabras, su agresión es instrumental, no reactiva, y está encaminada hacia alguna oscura ganancia.

En términos de tratamiento[1], Hare nota que los agresores sexuales que son psicopáticos presentan problemas especiales. Las agresiones de los agresores sexuales psicopáticos —dice Hare citando la literatura médica— serán probablemente más violentas y sádicas que las del resto de agresores sexuales.

Los psicópatas también reinciden más, diversifican sus crímenes, y fallan a la hora de aprender de los castigos. Al parecer sufren de cierta angustia personal, aparecen mal con sus actitudes y conducta, y buscan tratamiento solo cuando va con sus intereses.

Aparentemente fallan en procesar las emociones de la manera en que la gente normal lo hace, de forma tal que no tienen empatía. Por ende, en ellos son débiles las inhibiciones emocionales típicamente socializadas en relación a la agresión. Así, cuando a Bob Bardella se le preguntó sobre su propósito luego del segundo asesinato, él dijo que no tenía un propósito, al menos no conscientemente. La primera vez era más que todo un asunto de no ser atrapado, así que…¿qué diferencia habría realmente si mataba de nuevo?.

por-que-matan-cerebro1.jpg



La psicopatía se presenta en cualquier cultura y sociedad. Adriane Raine, investigador de la Universidad de Southern California, ha encontrado que en el cerebro del psicópata existen déficits a nivel del sistema límbico (el centro emocional) y del cortex prefrontal, gracias a los cuales el psicópata, entre otras cosas, sería impulsivo, carente de empatía y menos sensible a los estímulos negativos.

Adriane Raine, de la Universidad de Southern California, ha estado interesado por mucho tiempo en los correlatos neurológicos del comportamiento psicopático. Él ha encontrado déficits cerebrales en diversas áreas que parecen contribuir a la violencia, específicamente el sistema límbico (el centro emocional) y el cortex prefrontal. Dichos déficits harían a los psicópatas menos sensibles a la estimulación aversiva y menos capaces de tomar decisiones apropiadas en torno a la agresión hacia los demás, así como también harían que éstos sean impulsivos, arrojados y buscadores de actividades que comporten sensaciones fuertemente estimulantes. Consecuentemente los asesinos predadores serían sujetos carentes de afecto y mucho más propensos a atacar a extraños que la gente normal cuya violencia es más reactiva y emocional.

Al evaluar los procesos emocionales en el verdadero psicópata, Patrick Christopher hace eco de Raine y Hare cuando afirma que el comportamiento predatorio del psicópata está relacionado con una debilidad en el sistema defensivo del cerebro. Se cree pues que, tanto en el psicópata como en la persona normal, las emociones activan uno de los dos procesos básicos del cerebro, produciendo así la aversión-evasión o el deseo-aproximación. En el caso de los psicópatas, dice Patrick que el estímulo desagradable tiene que ser, para los mecanismos de acción defensiva, lo suficientemente fuerte como para activar un bloqueo o interrupción en el comportamiento de búsqueda de la meta. En otras palabras, en ellos no hay ideas a largo plazo sobre el aprisionamiento que podría detenerlos ni el dolor o la angustia de sus víctimas: solo y únicamente los frena la posibilidad de un castigo inmediato[2]. Ellos tienen una meta definida y usarán la fuerza y la violencia para conseguirla a menos que esto pueda lastimarlos de alguna manera como, por ejemplo, en el caso de que tuviesen, para conseguir su meta, que intentar apuñalar a alguien mucho más fuerte y con la capacidad suficiente como para vencerlos o causarles daños de suma gravedad.

Todavía más profundo resulta el que los asesinos seriales utilizan la cadena de sus asesinatos como una forma de dar sentido y propósito a sus vidas. Candice Skrapec, de la Universidad Estatal de California en Fresno, ha tratado de comprender qué es lo que conduce a los asesinos seriales y ha encontrado necesidades humanas básicas, aunque exageradas[3]. A partir de entrevistas, ella ha descubierto que los asesinos seriales masculinos de tipo predador se sienten víctimas y, en consecuencia, su ira les lleva a devolver el golpe y a hacer pagar a otros[4]. En definitiva ellos se sienten libres de sus propios códigos morales y acreditados para hacer lo que están haciendo.

Complementariamente, los asesinos seriales alimentan sus ímpetus con las oscuras fantasías que les hacen sentirse más grandes de lo que en realidad son, siendo así fantasías que parecen completarlos. De ese modo, representando y fomentando esas oscuras fantasías ellos escapan de cuestionar su autoconcepto y de enfrentar con ello su imagen de impotencia, sintiéndose así especiales por hacer algo que pocas personas podrían hacer. Así, asesinar incrementa su sensación de vitalidad, lo cual produce una euforia que es seguida por una sensación de calma o alivio de la tensión. Por otro lado, el que los medios de comunicación den atención a sus asesinatos es algo que afirma y refuerza el sentimiento de poder que existe en ellos.

por-que-matan-sentido-existencial.jpg



Ciertos estudios han mostrado que el asesinato reconstituye el sentido del yo fragmentado del asesino serial, transformándolo en un todo integrado. Complementariamente, los asesinos seriales experimentan el enojo como vacío (sensación de vacío existencial), por lo cual exteriorizan su agresividad para sentirse mejor e incluso para, a través de esas experiencias que viven al exteriorizar su enojo-agresividad, concebir una sensación de sentido y significado dentro de sus vidas…

Siguiendo con esto de la relación entre los asesinatos y la búsqueda de significado existencial, se tiene que, si bien la agresión no es difícil de sexualizar, aún así la depredación sexual no es el motivo original en los asesinos seriales. Y es que en ellos se expresa el asesinar como algo que envuelve algo más grande que la mera muerte: la necesidad de destruir por completo, necesidad ésta vinculada al limitado rango con que los asesinos evalúan la realidad, juzgando todo como blanco o negro y, a consecuencia de eso, actuando de forma tal que sus actos tienden a seguir la ley del “todo o nada”.

Por último, en los asesinos seriales el asesinato reconstituye un sentido del yo fragmentado, transformándolo en un todo integrado. Tal y como postuló Skrapec, al fin y al cabo lo que exteriormente parece un comportamiento ofensivo es, en realidad y en esencia, un comportamiento defensivo. En este marco, se tiene que los asesinos seriales experimentan el enojo como vacío (sensación de vacío existencial), por lo cual exteriorizan su agresividad para sentirse mejor e incluso para, a través de esas experiencias que viven al exteriorizar su enojo-agresividad, concebir una sensación de sentido y significado en sus vidas…

.

.
NOTA: El artículo expuesto es el producto de la reescritura de un texto sacado de la sección Crime Library de trutv.com
[1] Tratamiento psiquiátrico y psicológico, o médico en términos generales

[2] Esto quiere decir que el psicópata no se detiene considerando daños posibles (para él) a mediano o largo plazo, sino únicamente a actual o corto plazo.

[3] En otras palabras, necesidades humanas básicas que, sin variar en su naturaleza, se presentan amplificadas e intensificadas a nivel del protagonismo que tienen en la vida del sujeto.

[4] Es pues en este afán revanchista donde opera el llamado mecanismo de desplazamiento, aunque evidentemente, en la cadena de asesinatos donde tantos inocentes pagan, puede terminar pagando quien realmente infringió el daño real o imaginario al asesino: así, como ejemplo de esto último está Edmund Kemper, quien asesinó a su madre ya que la odiaba pues ésta lo castigaba injustamente de pequeño.

http://www.asesinos-en-serie.com/por-que-matan-los-asesinos-seriales/
Muchas gracias @Serendi por compartir estas lecturas tan interesantes, cuando tenga tiempo me pongo con ellas :)
 
01.jpg

Daniel Camargo Barbosa - La Bestia de los Manglares

Entre diciembre de 1984 y febrero de 1986 una ola de terror sacudió Ecuador. Los cadáveres, desnudos y usualmente desmembrados a machetazos, aparecían en lugares solitarios, apartados y boscosos. Según las investigaciones, todas las víctimas eran chicas jóvenes, muchas de ellas vírgenes y algunas tenían tan sólo ocho o nueve años.

Nadie imaginó que detrás de semejantes atrocidades se escondía Daniel Camargo Barbosa, un hombrecillo cincuentón, flaco y de piel morena, un psicópata misógino obsesionado con la virginidad, un individuo que, con apenas 1,65 de estatura, había conseguido violar y estrangular a 71 víctimas en el tiempo que estuvo en Ecuador y, según se presume, a unas 150 en la totalidad de su trayectoria criminal… Sus víctimas, por aparecer en su mayoría en las vías Perimetral y Nobol (dos lugares rodeados de manglares), le dieron a este asesino en serie el sobrenombre de “La Bestia de Los Manglares”.

Los orígenes de la bestia

Daniel Camargo Barbosa nació un 22 de enero de 1930 en algún lugar de los Andes Colombianos (no se conoce con certeza su procedencia exacta). Antes de cumplir un año su madre murió y, posteriormente, su padre se casó con una mujer que tenía problemas de fertilidad y un obsesivo e insatisfecho deseo de tener una hija, deseo que, al no poder cumplirse, le ocasionó trastornos mentales y un comportamiento anómalo del cual el pequeño Camargo fue víctima. Así, su madre lo vestía de mujer frecuentemente, lo obligaba a ir de esa forma al colegio (donde todos se burlaban de él) y a veces lo castigaba atrozmente clavándole alfileres. Su padre no fue de manera alguna un refugio para Camargo: era alcohólico, violento y nada afectuoso, su mayor y casi único interés era el dinero y, como figura paterna, era muy distante, despótico y severo. Las pocas veces que trataba con su hijo solía ser para propinarle brutales palizas ayudado por el tío del niño…

Con respecto a la conducta de su madre y el daño que le ocasionó, años después Camargo nos diría lo siguiente: "A mi madrastra no le gustan los niños, pero le encantan las niñas. La prueba es que ella consentía hasta el extremo a mi hermana. Ella tiene que haber sufrido algún trauma en su niñez, que hizo que no le gustaran los niños. Cuando ella me ponía vestidos de mujer, pienso yo que lo que estaba tratando era convertirme en una mujer. Puede ser que no me odiara, puede ser que me amara, pero no me podía amar como un niño". En gran parte por ello, Camargo llegó a acumular el inmenso cúmulo de odio, resentimiento y misoginia (odio a las mujeres) que posteriormente le transformarían en un despiadado criminal.

Pese a todo, Camargo consiguió ser un estudiante destacado en el colegio León XIII de Bogotá, aunque posteriormente tuvo que dejar sus estudios y dedicar sus esfuerzos a ayudar económicamente a su familia; lo cual, según declaraciones de él mismo, habría contribuido a aumentar su amargura y resentimiento.

Ya de adulto, Camargo conoció a una mujer llamada Alcira con la que tuvo dos hijos, a la cual terminó abandonando cuando conoció a Esperanza, una chica de 28 años con la cual se había hecho muchas ilusiones llegando incluso a desear casarse con ella; esto sería el detonante del lado criminal de Camargo, no sólo porque Esperanza no era virgen sino que, además, sin que hubiera pasado mucho tiempo en su relación la descubrió en la cama con otro hombre.

Frustrado, dolido y decepcionado de las mujeres en general, Camargo no hizo lo que alguien normal habría hecho sino que, en vez de cortar definitivamente su vínculo con Esperanza, él astutamente la convenció, utilizando la culpabilidad que ella sentía por decepcionarlo, para que ésta le ayudase en su vil plan de conseguir chicas jóvenes e “inmaculadas”. Sobre eso, en declaraciones posteriores a su detención, Camargo se justificó diciendo que fue:

02.jpg

Camargo era un asesino misógino que violaba y descuartizaba a sus víctimas para evitar que le delatase. A pesar de su baja estatura y poca fuerza consiguió asesinar al menos a 72 niñas y mujeres.
"Por no encontrar virgen a mi prometida, con la que me iba a casar. Yo no fui capaz de dejarla, porque estaba locamente enamorado. Había momentos en que yo decía 'Sí, yo la dejo', pero otros no era capaz, porque realmente estaba enamorado. Esto dio por resultado que, como yo no había tenido experiencias con mujeres vírgenes, y al mismo tiempo era incapaz de dejar a, esa muchacha..., yo acepté como lo más correcto que ella me ayudara a conseguir unas chicas que estuvieran vírgenes".

Así Esperanza, a través de engaños, llevaba chicas al apartamento de Camargo, dándoles allí cápsulas de seconal sódico para que se durmieran y Camargo pudiese desflorarlas.

Cinco fueron las violaciones (sin muerte todavía) que Camargo logró con el seconal sódico y la ayuda de Esperanza hasta que la quinta víctima, que era apenas una niña, descubrió que había sido violada mientras dormía en el departamento de Camargo e, indignada y asustada, contó lo sucedido y Camargo y su novia fueron denunciados y enviados a distintas prisiones en 1964.

03.jpg

Todo parecía indicar que Camargo sería sentenciado a sólo tres años, aunque después la causa subió en grado y el nuevo juez, más severo que el anterior, le condenó a ocho años tras las rejas, lo cual destruyó el propósito inicial de Camargo de regenerarse (había jurado regenerarse) y le llenó de rabia y odio hacia la sociedad y su justicia, desencadenando así una profunda y hostil rebeldía interior que junto al hecho de que su quinta víctima hubiese hablado, sería la causante de que Camargo decidiera en la cárcel que en el futuro no dejaría con vida a una sola de sus víctimas, esta era la única forma de evitar que le delataran.

Nace el asesino

Tras ser liberado, Camargo se dedicó a trabajar como vendedor ambulante de pantallas de televisión. Un día, mientras pasaba frente a una escuela, Camargo vio una jovencita de nueve años cuyo aspecto le volvió loco, le “enamoró”. Decidido a hacerla suya, la llevó con engaños a una zona poco transitada en donde le arrebató la virginidad sin tener piedad de sus lágrimas y, no contento con eso, la estranguló para evitar ser delatado y luego, sin enterrarla, la dejó junto a las pantallas de televisión que llevaba. Fue su primera violación con muerte.

El error de abandonar las pantallas, tras el miedo inicial y huída por su primer asesinato, le costaría caro; ya que, cuando al día siguiente (3 de mayo de 1974) regresó para ver los televisores que dejó y enterrar al cadáver, un agente de la policía sospechando de su comportamiento decidió seguirle e interrogarle, descubriendo finalmente el lugar donde había abandonado el cadáver de la niña. Gracias a la acción policial Camargo fue detenido en Barranquilla ese día.

Ésta vez la justicia colombiana no sería suave con Camargo. El castigo debía ser ejemplar. En efecto, se lo condenó a permanecer 25 años en la prisión de la isla Gorgona, una especie de versión colombiana de Alcatraz de la cual, hasta la fecha, ningún criminal había escapado. Díez años estuvo Camargo en esa isla volcánica de 28 kilómetros cuadrados situada en el Pacífico de Colombia, diez años en los que se entretuvo leyendo a autores del calibre de Nietzche, Freud o Dostoievsky, diez años en que también, preparándose para el gran día, leyó libros de navegación y estudió con detalle las variaciones de las corrientes en torno a la isla.

Cuenta al respecto Juan Antonio Cebrián, en su obra Pasajes del terror: Psicokillers, asesinos sin alma, lo siguiente: ‹‹En ese aislado paraje estuvo encerrado diez años, pues lo cierto es que la isla por inhóspita apenas tenía vigilancia y los presos deambulaban a sus anchas por la pequeña extensión insular. La tarde del 23 de noviembre de 1984 Camargo, en uno de sus paseos, descubrió una pequeña barca abandonada, y no se lo pensó dos veces; empezó a remar con la desesperación del superviviente. Sin alimentos ni agua remó sin descanso durante tres días hasta que divisó las costas continentales. Milagrosamente se había salvado aunque su aspecto y situación anímica daban a entender que sus días estaban contados. Pero Daniel Camargo era inteligente y tenía capacidad para generar recursos que le permitieran seguir adelante››

Al enterarse de su fuga y desaparición, las autoridades colombianas —firmemente convencidas de que su Gorgona era una prisión de máxima seguridad en que las corrientes y los tiburones hacían las veces de un sistema de guardia secundario— le dieron por muerto y la Prensa se aventuró a publicar que el “monstruo” había sido devorado por los tiburones. Lo habían subestimado y el tiempo se los demostraría.

04.jpg

Cárcel de Gorgona, una pequeña isla/prisión de la que Camargo escapó remando durante tres días sobre una pequeña barca. Sin comida ni agua .
Fue así que, aprovechando el hecho de que se lo creía muerto, Camargo cruzó a Brasil y, como cuenta Francisco Febres Cordero (periodista ecuatoriano que lo entrevistó): “recorriendo el continente vino a dar por acá, llegó a Quito, durmió una noche en los portales de Santo Domingo y a la mañana siguiente preguntó: "¿No hay un sitio más caliente en este país?, aquí me voy a morir de frío". Así llegó en bus a Guayaquil, el 5 ó 6 de diciembre de 1984. Y allí comenzó su dantesca, horripilante historia…

05.jpg

Restos de algunas de la víctimas de Camargo en Ecuador.
Las atroces cifras que le llevaron a la fama

La ola de terror que sacudió a Ecuador inició un 18 de diciembre de 1984 con la desaparición de una niña de nueve años en la ciudad de Quevedo, al día siguiente continuó con la desaparición de otra niña (de diez años) y luego vino desaparición tras desaparición…

Poco a poco los cadáveres de las jóvenes vírgenes fueron apareciendo con huellas de machetazos, cuchilladas, estrangulaciones y signos de violación. Aparecían desnudas, en parajes llenos de vegetación, generalmente en la vía Perimetral, en la vía Nobol y en la Avenida de Los Granados. Los forenses no podían determinar con exactitud la causa de la muerte y además se sabía que, por la zona de la provincia del Guayas en que operaba Camargo, había una banda de sádicos violadores, de modo que también resultaba difícil la labor policial para determinar al autor.

Sólo después de ser arrestado se supo que los asesinatos con violación sumaban un total de 71, y que los lugares habían abarcado Guayaquil, Quito, Ambato, Machala, Nobol, Quevedo y Ventanas y, sobre todo, que su autor había sido un enclenque cincuentón de apenas 1,65 de estatura. Sus víctimas, normalmente fueron campesinas, colegialas, escolares, universitarias, empleadas domésticas, incluso una de ellas era un experta en karate, eso tampoco la sirvió para defenderse del asesino…

Su Modus Operandi

En Guayaquil, Camargo sobrevivía como un indigente que cargaba bultos en un mercado público, ganando apenas un sueldo de 40 sucres diarios (algo menos de un dólar) con esto se mantenía a base de seco de chivo (una comida típica muy económica) y cola. Además tras cada asesinato vendía bolígrafos, ropa, joyas y otros objetos de sus víctimas. Aún así su situación económica era tan precaria que debía dormir en el banco de algún parque.

Siendo feo, viejo y pobre como era, Camargo no seducía a sus víctimas sino que hábilmente utilizaba su fealdad y vejez a favor de un sutil método de engaño y persuasión. Él, que casi siempre seleccionaba niñas, púberes y jovencitas de estratos sociales bajos, se acercaba con la Biblia en la mano y les decía que era extranjero, que estaba buscando al pastor George Winchester, a su fábrica e iglesia, que debía entregarle una fuerte suma de dinero a dicho pastor y que les daría una buena cantidad de dinero si le acompañaban y le mostraban el camino. Incluso, a las que no eran niñas las engañaba diciéndoles que les podía conseguir un buen empleo en la fábrica del pastor, la cual siempre quedaba a las afueras de la ciudad… Así y aprovechando su vejez y aspecto para que nadie (incluyendo las chicas) sospeche de él, Camargo tomaba un bus con la chica y, una vez que el bus se adentraba por parajes solitarios, él les decía que por allí había que bajar.

Llegaba luego el momento crucial, para lo cual él siempre hacía que la chica caminase atrás de él y a una distancia prudencial, de modo que así ella se sintiese confiada. Entonces era cuando él, con la excusa de buscar un atajo, decía que debían adentrarse en el paraje: si la chica se rehusaba, él la dejaba ir y ella se salvaba; si la chica lo seguía, él la llevaría al lugar propicio para violarla y matarla impunemente.

Una vez adentrados en el paraje solitario (en los casos en que le seguían), él se giraba con una mano detrás a modo de quien sostiene un revólver, le decía a la chica que el pastor no existía y que él la había llevado allí para “hacer el amor” y, tras insinuarle que si no cedía usaría el revólver (lo que tenía era un cuchillo), la sometía y la violaba. “Yo optaba por la persuasión antes que por la amenaza”, dijo alguna vez Camargo con respecto a su método…
Como consideraba que la violación con muerte era un acto irrepetible y único, Camargo se esforzaba por retener todos los detalles sobre sus víctimas, memorizando siempre sus nombres y, cuando era posible tomaba objetos de su víctima para preservar un "recuerdo", aunque muchas veces acababa vendiéndolos para sobrevivir.

06.jpg

Camargo tras ser detenido.
Finalmente, Camargo solía darle machetazos a los cuerpos, arrancarles los órganos a veces…Todo con el fin de despistar a la Policía, de dejar la menor cantidad posible de huellas. Dijo por ello lo siguiente de sí mismo: ‹‹mataba sin dejar huellas. Siempre llevaba una camisa de más, y cuando las manos se me manchaban de sangre, las limpiaba orinando sobre ellas››

El perfil de un monstruo

Físicamente era flaco, trigueño, pequeño (1,65), con poco pelo y la frente amplia, curva y despejada. Tenía las manos grandes, vestía bien y andaba pulcro dentro de sus limitadas posibilidades. Frecuentemente un cigarrillo adornaba su boca acrecentando esa imagen de frialdad, dureza y sequedad que su rostro y mirada traslucían.

Le gustaba un tanto el deporte. De joven jugaba fútbol y baloncesto y, cuando estuvo en la prisión de la Gorgona, aprendió a bucear y a jugar ping-pong.

Era inteligente y culto. Las pruebas de los interrogatorios mostraron que tenía un coeficiente intelectual de 116 (el promedio es 100) y la cultura que poseía era casi imposible de encontrar en alguien que dormía en parques y cargaba bultos en el mercado. El periodista Francisco Febres Cordero (F.F.C) llegó a decir de él lo siguiente: “como todo psicópata, brillante. Tenía una respuesta para todo y podía hablar, con igual soltura, de Dios y del Diablo. Buen lector (su formación literaria parece que la adquirió en la isla prisión Gorgona), citaba a Hesse, Vargas Llosa, García Márquez, Guimaraes Rosa, Nietzche, Sthendal o Freud. Cuando lo capturaron, encontraron en el maletín de mano que portaba, junto con una prenda íntima de la última niña a quien acababa de matar y violar, "Crimen y castigo", de Dostoievky. Además, pintaba, aunque sus cuadros tenían tonos oscuros”

07.jpg

Francisco Febres Cordero periodista que entrevistó varias veces a Camargo.
Sexualmente era un trastornado marcado por una machista obsesión por la virginidad y la idea de pureza. Por eso detestaba a las prost*tutas y despreciaba a las mujeres (no vírgenes) en general. Cuenta F.F.C. que Camargo nunca buscó saciar sus impulsos en prost*tutas ya que: “las odiaba. Le causaban asco. Tenía pavor de las enfermedades venéreas y sus estragos. Él quería mujeres puras, vírgenes. Eso explica porque violó y mató también niñas”. También era un gran sádico, siendo así que, según confesó, él buscaba vírgenes en gran parte “porque ellas lloran”, lo cual a Camargo le proporcionaba un enorme placer a la hora del acto carnal.

En lo que respecta a la atracción que le hacía seleccionar a sus víctimas, Camargo era algo complejo ya que además de guiarse por la posible pureza de estas (elegía las que creía vírgenes), obedecía a una cierta atracción emocional, a una atracción orientada a aspectos internos de la víctima que él, al no poder comprender con claridad, situaba vagamente como un “algo” capaz de reflejarse en la mirada y otros aspectos, dice así F.F.C. lo siguiente ante la pregunta de qué veía Camargo en las mujeres antes de violaras:

“Algo, que él mismo no sabía explicar bien. A veces era su forma de mirar, su manera al andar, su pelo. Un "algo" indefinible que le obligaba a pensar: "Tengo que hacerla mía". Él explicaba eso como un “demonio” que tenía dentro de su cerebro”


Emocional y psíquicamente, Camargo era un ser marcado por la rabia, el odio y el rencor, patrones estos que en la dinámica psicológica de su conciencia moral actuaban en conjunción con una baja responsabilidad moral, con una tendencia extrapunitiva según la cual él tendía a ver en los otros la responsabilidad total o parcial de sus conductas. Muestra de esas actitudes son las siguientes palabras de Camargo. El primer caso es cuando reconoce su odio y dice del odio que: “aquí está y lo estoy combatiendo, pero solito no se puede. Se necesita la ayuda de los profesionales para combatirlo, el esfuerzo del paciente y la acción consciente y científica del profesional”; admitiendo luego que la sociedad tiene derecho a defenderse en su caso, pero que: “eso no justifica que (la sociedad) haga caso omiso de esos casos y diga: 'Como lo hizo, es culpable, y que se le condene a 16 años y listo'.” El segundo, cuando en medio de los interrogatorios y asombrado ante la repercusión mediática de sus crímenes, Camargo se justifica diciendo: “Estaba vengándome de muchos años de humillación”.

Camargo era también un gran cínico y sinvergüenza que, a través de una cierta arrogancia, manifestaba el aborrecible cinismo con que de cierta manera se vanagloriaba de la oscura fama que sus crímenes le habían dado, dice por eso F.F.C.: “Durante muchos días Marco y yo intentamos hablar con Camargo. La tarea parecía imposible no solo por el cerco policial que le rodeaba sino, además, porque él exigía una fuerte suma de dinero por hablar, pago que nos repugnaba”. O también, para comprender lo descarado que era Camargo, podemos ver estas palabras de Del Castillo, quien durante un tiempo fue psicólogo del asesino: “Era un sinvergüenza. No tuvo reparos en contarme cómo realizó sus crímenes y el lugar en donde enterró a sus víctimas. Camargo era una persona antisocial, que se jactaba de las fechorías que hacía. Era renuente a todo cambio”. A Del Castillo, igual que a F.F.C., Camargo intentó cobrarle. Así, un día llegó con actitud jactanciosa al despacho del psicólogo y le pidió 250.000 sucres para continuar con las consultas: como Del Castillo se negó, Camargo nunca volvió… Finalmente, podemos ver cómo el cinismo de Camargo se conjuga con el sarcasmo en este fragmento de Pasajes del terror: Psicokillers, asesinos sin alma: ‹‹En una ocasión la Policía le preguntó por qué había arrancado los pulmones, riñones y corazón de una muchacha, a lo que él respondió fríamente: “Eso es mentira. Como mucho le saqué el corazón porque es el órgano del amor”››

Detención, arresto y muerte

Un 26 de febrero de 1986, minutos después de violar y asesinar a Elizabeth Telpes de 9 años de edad, una patrulla de la Interpol lo vio mostrando un comportamiento sospechoso a la altura de la avenida de Los Granados, una calle de Quito. Cuando los dos policías se bajaron para examinar al sospechoso, lo que hallaron los dejó sorprendidos: allí, en la bolsa de pertenencias de Camargo, estaban las ropas ensangrentadas de quien evidentemente había sido una pequeña e inocente niña…

Inmediatamente lo detuvieron. Posteriormente María Alexandra Vélez, una chica guayaquileña que se salvó del violador, identificó a Camargo cuando fue llamada a testificar. Aunque no sería complicado condenar a Camargo ya que él mismo se declaró culpable sin cómplices un 31 de mayo de 1986, admitiendo 71 asesinatos y violaciones y mostrando con espantosa frialdad a la Policía los sitios en que dejó los cadáveres de sus víctimas.

08.jpg

Penal García Moreno donde el asesino fue encarcelado y asesinado.
Después de su detención fue inmediatamente llevado a la cárcel de Guayaquil hasta que en 1989 fue trasladado al Penal García Moreno de Quito para cumplir la máxima pena que existía y aún existe en Ecuador: 16 años, un castigo insignificante para la escalofriante trayectoria criminal de Daniel Camargo Barbosa.

Desde el principio de su encarcelamiento en la cárcel de Guayaquil Camargo tuvo que ser especialmente vigilado para evitar que los otros presos le asesinaran. Finalmente Camargo fue trasladado al Penal García Moreno, donde los primeros días compartió celda con Pedro Alonso López alias “El Monstruo de Los Andes”, otro psicópata colombiano del cual se dice que cometió más de 300 asesinatos. No obstante La Bestia de Los Manglares no duraría muchos años más encarcelado pues el 13 de Noviembre de 1994 moriría asesinado por el recluso Luis Masache Narváez de 29 años (familiar de una víctima de Camargo).

Cuentan que era un tranquilo domingo de visita cuando, estando Camargo sentado en su celda, Luis Masache entró súbita e inesperadamente, lo agarró con violencia del pelo haciéndolo arrodillarse, lo miró y le dijo: “llegó la hora de la venganza”. Acto seguido le dio ocho puñaladas. Ya muerto el violador de vírgenes, Narváez bebió cuanto pudo de su sangre (antes de que lo detuvieran) inspirado en la creencia de que así el espíritu maldito de la víctima no lo seguiría. Ese fue el fin de Daniel Camargo Barbosa, cuyos huesos yacen en la fosa 798 del cementerio El Batan.
http://www.escalofrio.com/n/Asesinos/Daniel_Camargo_Barbosa/Daniel_Camargo_Barbosa.php
 
Buenos días @Serendi . Con tu permiso, ya que has creado este estupendo hilo, añado un interesante artículo que nos informa como está el tema en España actualmente. Feliz domingo para tod@s

"En España hay más asesinos en serie de lo que se piensa"

Conéctate
Conéctate

JUAN CARLOS GALINDO
28 NOV 2014 - 08:39 CET
1417160358_141716_1417160358_noticia_normal.jpg

Los dos autores


Elemental es un blog eminentemente literario, pero muchas veces me da rabia no tener la oportunidad de adentrarme en otras facetas del mundo del crimen. Vicente Garrido y Nieves Abarca acaba de publicar El hombre de la máscara de los espejos (Ediciones B)un entretenido thriller con el que se puede aprender mucho de este submundo y, sobre todo, de los procedimientos policiales y criminológicos.

Garrido es profesor universitario, una eminencia criminológica y el primer experto en España en elaborar un perfil criminal para ayudar a capturar a un asesino. Abarca es especialista en perfiles criminales y ha realizado estudios de anatomía patológica y medicina legal. Con estos currículos se pueden imaginar sus respuestas a preguntas como cuáles son los cinco grandes asesinos de la historia o sobre la psicología del serial killer. Hablamos con ellos, por mail y con respuestas elaboradas por los dos como si fueran uno, sobre su libro y sobre la realidad del crimen en España. He aprendido mucho. Espero que disfruten.


PREGUNTA : ¿Los criminales son estúpidos?
RESPUESTA: Desde luego, hay criminales estúpidos, y otros inteligentes, como en cualquier otro ámbito de la vida. Pero si la pregunta se refiere a los asesinos, la mayoría son relativamente fáciles de descubrir. El 90% de los homicidios en España son aclarados por la policía. Los asesinos en serie con una dosis alta de inteligencia son escasos. Cuando son difíciles de detectar normalmente es por la dificultad intrínseca de atrapar a alguien que mata a desconocidos sin un motivo lógico o aparente. Dicho esto, es seguro que existen asesinos en serie, en cualquier país, que incluso logran evitar que se detecte que existe una vinculación entre sus diferentes asesinatos… lo que constituye el mayor éxito de un asesino de esta naturaleza.

P: ¿A qué se debe ese furor en la novela negra española por los asesinos y los psicópatas si vivimos en un país con un historial pobre en este sentido?

R: Hay más asesinos en serie de los que se piensa en este país. Pero en realidad ese tipo de criminales fascinan a toda la sociedad occidental por lo que tienen de transgresor, del mito del lobo feroz que surge de la nada y te destroza sin que puedas hacer nada para evitarlo. El psicópata es el gran villano desde que la civilización se trasladó del campo a la ciudad. Los psicópatas —que, obviamente, no tienen por qué ser asesinos en serie— se mueven como serpientes en la política, en la banca, en el trabajo, arte, en el amor, y no son fáciles de detectar. Los asesinos en serie nos fascinan porque alimentan nuestro morbo, lo prohibido, el miedo a regresar a casa de noche y no llegar a meter la llave en la cerradura a tiempo. Porque a casi todos nos fascina el mal, y la representación del mal en esta etapa está protagonizada por el psicópata. Y literariamente dan mucho más juego que cualquier otro tipo de delincuente.

Russell Williams, el asesino en serie con la mayor graduación militar en la historia, jefe de la base de la OTAN en Trenton, Canadá. Después de años de robar ropa interior de las mujeres, pasó a violar y finalmente matar de forma sádica a mujeres que vivían cerca de su casa. En España el caso de la niña Asunta encierra interrogantes angustiosos para todo criminólogo, donde se mezcla el terror y secretos de familia.

P:Michael Connelly explica así el fenómeno de los asesinos en serie en EE UU: “No sé por qué se da en esta medida. Supongo que es porque este es un país grande, con mucho sitio para esconderse. Tiene muchos espacios abiertos y en esos espacios abiertos crece el miedo.”. ¿Están de acuerdo? ¿Cómo explican que el fenómeno se dé más en EE UU que en el resto del mundo?

R:EEUU es un país, en efecto, muy grande, pero también muy competitivo y despiadado; mucha gente se ve privada de apoyo humano y camina sin rumbo por la vida…, donde el materialismo y el consumo tienen un profundo efecto despersonalizador. Hay muchos mundos en Estados Unidos, pero es fácil pensar que ese particular culto al dinero y al placer excite a sujetos psicológicamente poco empáticos, sin un grupo social que le dé estructura y hábitos saludables de vida. Por otra parte, piénsese en la facilidad de conseguir armas de fuego, lo que aumenta el potencial destructivo de los sujetos inclinados a la violencia, y los asesinos en serie no tienen por qué despreciar esa ventaja.

P:¿Qué le pasa a una sociedad que genera en sus entrañas a tipos como Ted Bundy?

R:Bundy pertenece a la época dorada del asesinato en serie en EEUU: los años 70…, representa al killer que puede ser nuestro vecino, simpático e inteligente, y es un reflejo de la profunda ansiedad y desconcierto que vivió ese país después de los esperanzadores años sesenta… no se olvide que un film como Taxi Driveres de aquella época, y simbolizaba bien la paranoia y el miedo que corrió libre en aquellos años.


P:Una maldad : Digan los cinco grandes asesinos en serie de la historia y por qué ocupa cada uno ese lugar.

1. Ted Bundy. Es el asesino en serie moderno, inteligente, cruel y pervertido, viajero, escurridizo. Inspiró a Thomas Harris el Lecter de sus novelas.

2. Erzsébet Báthory. La condesa sangrienta de Europa, que se bañaba en la sangre de innumerables doncellas de la villa… Un icono del asesino en serie histórico, ¡y además mujer!

3. Jack el destripador. Inicia el asesinato serial en la ciudad industrial que alumbra la sociedad del siglo XX. Y porque es un mito imperecedero.

4. El doctor Holmes. Construyó una casa del horror como nadie nunca hizo después, en los albores del siglo XX, donde perecieron un número indeterminado de mujeres que acudían a vivir la vida en un Chicago que se preparaba para la Exposición Universal del fin de siglo. Con pasadizos, suelos que se abrían, laberintos y cámaras selladas, construyó un auténtico parque temático del terror.

5. Charles Manson. Marcó una época, y su sombra todavía es alargada, desafiándonos desde la cárcel. Nos recuerda el poder hipnótico que pueden llegar a tener los asesinos sobre otras personas.

P:¿Se han encontrado cómodos escribiendo a cuatro manos? ¿Cómo han planteado la novela?

R:Todas nuestras novelas presentan una estructura compleja, como ríos que al final confluyen en cierto modo.

P:En El hombre de la máscara de espejos hay violencia. No hay recreación malsana en esa violencia, pero sí pasajes crudos. ¿Cómo han tratado este aspecto? ¿Se han puesto algún límite?

R:Siempre tenemos miedo e intentamos controlarnos. Necesitamos encontrar el punto exacto: no ser demasiado blandos, pues es una novela negra y tiene que mostrar lo peor de la sociedad, pero ha de mostrar la violencia de un modo casi atrayente, y no caer jamás en el gore, que a ambos nos desagrada. Nos gusta sugerir más que mostrar, aunque a veces tengamos que ser crudos. Y lo que más nos gusta es crear incomodidad en el lector, ese momento en el que está leyendo algo que le gusta a la vez que le parece aborrecible.

P:En España, al menos todavía, no se mata a gente para colgarla de un puente como le ocurre uno de los personajes. ¿No tuvieron miedo de alejarse de la realidad, de parecer demasiado ‘peliculeros'?

R:Lo de ese personaje (NOTA: en la entrevista surgió el nombre, que eliminamos para evitar spoliers) está basado en el caso de Roberto Calvi, el banquero del Ambrosiano que apareció colgado de un puente en Blackfriars. No es un lugar muy lejano, es Londres...No, nosotros pretendemos hacer que parezcan reales fantasías oscuras y enfermizas, no tenemos miedo de parecer peliculeros, estamos escribiendo novelas, no haciendo documentales. La trama y la escritura han de tener un ritmo que no le permita al lector plantearse ese dilema. ¿Están siendo muy imaginativos? No me puedo imaginar a Dumas preguntándose si estaba siendo demasiado fantasioso. Por ejemplo, la trama del prólogo, la del Peluquero...¿es muy peliculera? Luego vimos el caso del Pederasta de Ciudad Lineal y se nos pasaron las dudas.

P:¿Cómo les ha afectado o influido su perspectiva profesional a la hora de escribir la novela? Está claro que da realismo a algunos aspectos pero, ¿Tuvieron reticencias a la hora de utilizar mucha información? ¿Miedo a que fuera una novela de criminólogos?

R:Lo cierto es que no. Siempre pusimos por delante las características literarias del thriller o de la novela negra; teníamos claro que la criminología debería limitarse a la aportación investigadora de los protagonistas y nunca debería ocupar el lugar de una buena trama o de la correcta creación de los personajes.

P:Valentina Negro es uno de los grandes valores de la novela. ¿En qué se han basado para crearla?

R:Nos basamos en personas normales y corrientes. Trabajé (Garrido) muchos años en la Policía Local y en la comisaría había mujeres atractivas, fuertes, de gran belleza. Consideramos que es muy machista que casi sea obligatorio que una policía tenga que ser fea o madre, como si una mujer hermosa y soltera no pudiera empuñar una pistola como cualquier otro miembro de las fuerzas de seguridad.

P:¿No creen que hay un déficit de personajes femeninos potentes en la novela negra española?

R:Creemos que hay bastantes personajes femeninos potentes, pero a veces puede que los autores no arriesguen más para no parecer políticamente incorrectos.

P:¿España es un país violento?

R:No. Es muy poco violento. Si hablamos de homicidios, está en el 25% inferior de la lista de países que contabilizan fiablemente este delito. Si hablamos del robo con violencia en la calle, del atraco, entonces sí, España está entre los primeros de Europa.

P:Garrido fue el primero en elaborar un perfil psicológico de un ‘malo’ ¿Cuánto se ha evolucionado la criminología en ese sentido?

R:La criminología vive un momento de gran expansión universitaria que, por desgracia, no se corresponde con la rentabilidad que las instituciones extraen de los alumnos graduados. Por diferentes razones, hay pocos puestos de trabajo en las diferentes policías o en las Administraciones para los criminólogos, lo que es un hecho lamentable. Por lo que respecta al ‘profiling’ el adelanto en los últimos 15 años ha sido notable, y hoy en día existen unidades de Ciencias de la Conducta (donde se realiza esta labor) en la mayoría de los países del mundo Occidental y también empieza con fuerza en América Latina y Asia.

P:¿Cuánto daño les ha hecho C.S.I?

R:No mucho… Avivó el interés por la Criminología, aunque sea confundiendo ésta con la Criminalística…
https://elpais.com/cultura/2014/11/28/elemental/1417160358_141716.html
 
H.H. Holmes, el asesino que construyó una autentica mansión del horror.
Asesinos en serie

.

“Nací con el maligno como mi patrón a un lado de la cama cuando vine al mundo y ha estado conmigo desde entonces…”. H. H. Holmes
Herman Webster Mudgett, también conocido de H.H. Holmes, o Dr. Holmes fue uno de los primeros asesinos en serie de Norteamérica. Capturó, torturó y asesinó a unos doscientos huéspedes en su hotel-trampa de Chicago, un lugar que se le llegó a conocer con el nombre de “The Murder Castle”, el castillo de la muerte. Su oscura mente ideó una mansión llena de trampas propia de una retorcida novela de terror.

Holmes nació en 1861, en el seno de una honrada y muy puritana familia de New Hampshire. De pequeño padeció del abuso de los demás niños por ser solitario. El mismo Holmes contó que una vez los chicos lo forzaron a ver y tocar un esqueleto humano. Tras lo cual nació en el la fascinación por los cadáveres y la muerte que lo llevó posteriormente a estudiar medicina.
Pronto comenzó a robar cadáveres de la universidad con un doble fin, usar los cuerpos para experimentar y defraudar a los seguros, ya que previamente los aseguraba con nombres falsos. También comenzó a vender una supuesta cura contra el alcoholismo.

.


Muy pronto manifestó hacia las mujeres, sobre todo hacia las mujeres con fortuna, un interés poco corriente que lo enmarcaría como un Don Juan del crimen, era joven guapo e inteligente, así que no tenía problema en seducir a las mujeres.

.



.

Con 18 años se casó con Clara Lovering, una joven de familia rica que costeó sus estudios de medicina. Cuando se gradúo como doctor en la universidad de Michigan, abandonó a Clara y se fue a vivir con una viuda joven y guapa, quien tenía una serie de hostales que le daban grandes beneficios. Cuando la hubo arruinado, se marchó hacia Nueva York, donde trabajó como médico un año, y después fué a Chicago. Allí decidió abrir un hotel, ya que el 1 de Mayo de 1883 se inauguraría la Exposición Universal de Chicago. Al llegar a su nueva ciudad no tardó en seducir a una joven encantadora y millonaria, Myrta Belknap. Aquí adoptó el nombre de Holmes, se casó con ella y, gracias a unas falsificaciones de escrituras, se apresuró a estafarla 5.000 dólares para hacerse construir, en Wilmette, una casa suntuosa. Consiguió entonces la titularidad de una farmacia propiedad de una viuda millonaria en Englewood. Convirtiéndose en su amante logró hacerse dueño de todos los bienes de la mujer, después la hizo “desaparecer” y fue entonces cuando puso en marcha su gran proyecto: el Castillo Holmes.

.



.

Para construir su castillo, Holmes recurrió a varias empresas, a las que siempre ponía toda clase de excusas para no pagar, y se acababan marchando sin haber cobrado ni terminado su trabajo. De esa manera, Holmes era el único que conocía detalladamente un edificio cuyo extraño diseño, obra de él mismo, habría podido impresionar a más de uno.

.



.

El “castillo Holmes” fue terminado en 1892 y la exposición de Chicago abrió sus puertas el 1 de mayo de 1893. Durante los seis meses que duró, la fábrica de matar del Dr. Holmes estuvo a pleno rendimiento por la cantidad de visitas que recibía la ciudad. El verdugo escogía a sus “clientas” con mucha precaución. Tenían que ser ricas, jóvenes, guapas, estar solas y, para evitar las visitas inoportunas de amigos o familiares, su domicilio tenía que estar situado en un estado lo más alejado posible de Chicago.

La planta baja estaba conformada por negocios y era relativamente normal, sin embargo sus sótanos y pisos superiores estaban plagados de cientos de trampas, escaleras que no llevaban a ningún lado, habitaciones secretas, puertas correderas, laberintos y pasillos secretos desde los cuales, por unas ventanillas visuales disimuladas en las paredes, el doctor podía observar a escondidas el vaivén de sus clientes y sobre todo de “sus clientas”.Disimulada bajo el entarimado, una instalación eléctrica perfeccionada le permitía por otra parte seguir en un panel indicador instalado en su despacho el menor desplazamiento de sus futuras víctimas. Con sólo abrir unos grifos de gas, podía finalmente, sin desplazarse, asfixiar a los ocupantes de unas cuantas habitaciones.
Utilizando la gran variedad de máquinas de tortura y habitaciones “especiales” que su mansión poseía algunos de sus “juegos” más pervertidos se basaban en atar a sus victimas colgando de los brazos y bajarlas lentamente a un pozo lleno con ácido; o encadenarlas a una prensa rotatoria que lentamente iba triturando sus huesos. También era normal también que practicara “autopsias” o desollara a la persona estando ésta aun con vida.

.



.

Un montacargas y dos toboganes servían para hacer bajar los cadáveres a una bodega ingeniosamente instalada, donde eran, según los casos, disueltos en una cubeta de ácido sulfúrico, reducidos a polvo en un incinerador o simplemente hundidos en una cuba llena de cal viva. El castillo también poseía habitaciones con paredes que se cerraban aplastando a sus victimas, cámaras de gas, trampas que al ser pisadas activaban todo tipo de dardos venenosos, pinchos y disparos. En una habitación, bautizada como “el calabozo”, estaba instalado un impresionante arsenal de instrumentos de tortura. Entre las máquinas sádicas instaladas por el ingenioso doctor, una de ellas llamó particularmente la atención de los periodistas. Era un autómata que permitía cosquillear la planta de los pies de las víctimas hasta hacerles literalmente morir de risa.

.



.

Con el final de la Exposición Universal, las rentas del hotel acusaron una caída brutal, y Holmes se encontró pronto necesitado de dinero. El medio más sencillo que imaginó para procurarse ingresos fue incendiar el último piso de su inmueble y reclamar a su asegurador una prima de 60,000 dólares, sin pensar un instante que la compañía podría muy bien hacer una investigación antes de pagárselos. Descubrieron que el fuego había empezado en seis puntos distintos de la planta y Holmes huyó a Texas, donde vivió a base de estafas que lo llevaron a la cárcel.

.

casa_asesino.jpg


.

Liberado bajo fianza, volvió a idear otra estafa. Un cómplice, llamado Pitizel, debía hacerse un seguro de vida en una compañía de Filadelfia. Se presentaría luego como suyo un cadáver anónimo desfigurado por un accidente. No habría más que repartir la prima que cobraría la Sra. Pitizel, mientras que el “muerto” escaparía durante algún tiempo para no levantar sospechas. Para su desgracia, Holmes tuvo la mala idea de cambiar su plan y de matar realmente a Pitizel para ahorrarle la búsqueda peligrosa de un cadáver y, sobre todo, permitirle quedarse él solo la totalidad de la prima, deshaciéndose después de la Sra. Pitizel y de sus hijos.
Acudió a la morgue para reconocer el cuerpo de su amigo, fue a Boston a buscar a la desdichada viuda y la trajo a Filadelfia para que cobrara su dinero. La denuncia de un antiguo compañero de celda, Marion Hedgepeth, vino a sembrar la duda en los aseguradores, y la policía abrió una investigación. Holmes confesó primero la estafa a la compañía aseguradora y, ante las pruebas abrumadoras reunidas en su contra, incrédulamente declaró haber asesinado a tan solo 27 personas de las 200 que se le imputaron, ya que entre las maderas calcinadas de la casa las autoridades hallaron los restos de cerca de doscientas personas.

.



.

Tras un escandaloso juicio en 1896, y con 35 años, fue condenado a muerte por el tribunal de Filadelfia y el 7 de mayo del mismo año fue colgado. Al estar mal colocada la soga, su cuello no se rompió instantáneamente, provocando una dolorosa agonía durante 15 minutos.

Para evitar que su cuerpo fuera mutilado o robado el mismo Holmes pidió que fuera enterrado en un ataúd lleno de cemento. De hecho hubo guardias presentes durante su entierro en una fosa del doble de profundidad igualmente rellenada con cemento y sin lápida que identificara su lugar. Los abogados de Holmes rechazaron una oferta de $15,000 dólares que un instituto médico les ofreció por el cerebro de uno de los primeros asesinos en serie de la historia de Norteamérica.

.

Posteado por Dragonerrante.

.

.

Fuentes:

http://weirdchicago.blogspot.com/2008/10/hh-holmes-in-loop.html

http://www.anfrix.com/2007/02/la-ma...a-de-un-asesino-serial-con-mucha-creatividad/

http://matase.wordpress.com/2009/10/30/doctor-holmes/

http://www.asesinatoserial.net/holmes.htm

http://viajeradeltiempo.files.wordpress.com/2007/12/52-holmes-castle-article-copy.jpg
https://www.elpensante.com/h-h-holmes-el-asesino-que-construyo-una-autentica-mansion-del-horror/
 
Higinio SOBERA audio: http://www.ivoox.com/higinio-el-pelon-sobera-audios-mp3_rf_21629680_1.html
ATRÁSNUEVA BÚSQUEDA
Higinio-Sobera.jpg

El Pelón
  • Clasificación: Homicida
  • Características: Necrofilia
  • Número de víctimas: 2 +
  • Periodo de actividad: 11 - 12 de marzo de 1952
  • Fecha de detención: 13 de marzo de 1952
  • Fecha de nacimiento: 1928
  • Perfil de las víctimas: Armando Lepe Ruiz / Hortensia López Gómez
  • Método de matar: Arma de fuego
  • Localización: México, D. F., México
  • Estado: Condenado a 40 años de prisión en 1952. Puesto en libertad en 1982. Muere en 1985

Higinio Sobera
Wikipedia

Higinio Sobera de la Flor (n. Ciudad de México; 1928 – f. íb; 1985), popularmente conocido como el pelón Sobera debido a su costumbre de afeitarse la cabeza; fue un asesino en serie de México que en 1952 escandalizo a la conservadora sociedad mexicana de la época. Aunque soló se le conocieron 2 víctimas, por lo que sería más acertado clasificarlo como un doble homicida; popularmente, se cree que tuvieron que haber sido más, esto en base a fundamentos no tan descabellados.

Sus crímenes estuvieron marcados por la impulsividad, y la necrofilia presente en su segundo homicidio conocido fue el principal factor de escándalo en la sociedad. Su caso fue tratado por el mismísimo Alfonso Quiroz Cuarón y planteó una polémica sobre la imputabilidad en el código penal mexicano.

Todos los excesos y abusos del “pelón Sobera”, eran siempre solapados por su familia, que los excusaba como simple excentricidad, muy común en cualquier joven de alta sociedad. Debido a este constante encubrimiento por parte de su familia es por lo que se cree que su número de víctimas fue mucho mayor de lo que se tiene confirmado; a esto se le suma el testimonio de supuestas empleadas domésticas que trabajaron para la familia Sobera de la Flor, que decían haber presenciado hechos que pudieran hacer sospechar la existencia de más asesinatos, como que en muchas ocasiones la ropa sucia de Higinio Sobera (que ellas mismas “lavaron o desecharon”) se encontrara manchada de sangre. (Aunque estos “testimonios” jamás se pudieron certificar y pasaron a ser parte de las leyendas urbanas que rondan a este personaje).

Primer homicidio conocido
Con toda la luz del día, Higinio Sobera comete su primer crimen que se ha confirmado, el cual agresivo y muy violento.

Esa tarde, Higinio conducía por las calles de Ciudad de México, presumiendo su lujoso auto último modelo, como era de costumbre. Fue un pequeño incidente víal el que detono un brote psicótico, un desdichado conductor tuvo la desgracia de encontrarse en su camino: el mencionado conductor, que resultó ser Armando Lepe capitán del ejército y tío de la actriz Ana Bertha Lepe y hermano del Gral. Lepe (padre de la actriz), se le atravesó al vehículo de Sobera.

El enardecido Sobera, lo siguió hasta cerrarle el paso en la intersección de la avenida Insurgentes y calle Yucatán. Se bajó de su coche y sin mediar palabras le disparó. Sobera se dio a la fuga, llegó a su casa donde le confesó todo a su madre que rápidamente ideó un plan para que su hijo pudiera escapar del país. Mientras tanto la noticia del crimen y la intervención policial no se hizo esperar, debido a las circunstancias de hecho, así como a la importancia de los involucrados.

El plan de escape fue que Sobera se trasladara a un hotel, (así lo hizo se hospedó en el Hotel del Prado bajo un nombre falso y después su familia lo trasladaría lo más pronto posible a España donde seria internado en alguna institución psiquiátrica (este último paso debió haber sido ejecutado por la familia desde mucho tiempo antes). Y en un acto difícil de entender su madre le intercambia el arma por otra.

Segundo y último crimen confirmado
Ya instalado en el hotel del Prado, cegado por los efectos de su enfermedad (que posteriormente se diagnosticara como esquizofrenia) y por su apetito sexual, salió en busca de s*x*. Eran las 8 pm. del 12 de marzo de 1952, cuando Sobera encontró a su segunda víctima conocida: Hortensia López, que esperaba el autobús en una esquina de Av. Reforma.

Higinio se acercó para hostigar a la mujer, quien lo rechazó y pidió la parada a un taxi, lo cual hizo enfurecer a Sobera. Entró junto con ella al vehículo y le disparó en 3 ocasiones causándole la muerte. Ordenó al chofer que condujera hacia la carretera Vieja a Toluca.

En el trayecto fueron interceptados por un policía de tránsito (y en una muestra de total incompetencia policiaca), el problema se solucionó fácilmente con la actuación de Sobera y 5 pesos de soborno. Después del incidente Sobera ordenó al taxista que bajara del vehículo y él mismo condujo hacia un motel que se encontraba sobre la carretera fuera de la ciudad, en donde sostuvo relaciones sexuales con el cadáver (necrofilia). Posterior a eso dejó abandonado el taxi y el cuerpo en un campo agrícola cercano a la carretera, y regresó hacia el Hotel del Prado.

Reclusión y polémica desatada
Higinio Sobera fue diagnosticado con una aguda forma de esquizofrenia y una grave serie de formas del trastorno de personalidad del grupo de los trastornos emocionales (poseía marcados rasgos antisociales, limítrofes y narcisistas). Aparentemente, él no tuvo ningún control sobre sus actos al momento de los homicidios, pero también era cierto que dichos eventos no le representaban ningún remordimiento y siempre se mostró frío y cínico al respecto; posterior a su detención, estando en el Ministerio Público rindiendo su declaración, Sobera mencionó: “Tengo hambre… ¿Porqué no toman el dinero de los que maté y se van a comprar unas tortas?…

A pesar de su estado mental fue sentenciado a 40 años de prisión (debido al vacío legal que existía en esa época en materia de imputabilidad), fue remitido a la máxima penitenciaria del país, en esa época el Palacio de Lecumberri; donde permaneció hasta el cierre de ésta en 1976 (25 años), fue trasladado al Reclusorio Sur de la Cd. de México donde permaneció sus últimos 5 años de reclusión.

En 1954, el afamado criminalista Alfonso Quiroz Cuarón, publica su obra “Criminalia, siglo XX” basado en el caso de Sobera. A pesar de que la familia de Sobera le proporcionó todos las comodidades en prisión que el dinero pudiera pagar (como una celda individual), el estado en que vivía era deplorable debido a que no recibía tratamiento para su enfermedad; “Se encontraba viviendo sobre sus propias heces, permanecía sobre ellas durante largo tiempo en estado de catatonia y en ciertas ocasiones presentaba episodios de coprofagia (se comía sus heces)”.

Fue gracias a Quiroz que Sobera fue trasladado a un manicomio temporalmente hasta que su estado mejorara. En el artículo 5 del capítulo VII del código penal mexicano sobre imputabilidad del anteproyecto de 1949 (regente en esa época) se mencionaba que los infractores con un “trastorno mental permanente” debían recibir una reclusión ordinaria y sólo se les permitiría salir de ella para ser tratados durante los episodios psicóticos después de salir de ellos debían regresar a la prisión.

El caso del pelón Sobera, más allá del escándalo mediático que causaron sus crímenes nutrido por la amarillista nota roja, desencadenó una polémica sobre cómo se abordaba el tema de la imputabilidad en México. En palabras del propio Quiroz: “La política criminal aún no tiene la suficiente madurez, por lo menos no en México, como para poder razonar contra este tipo de conductas, por lo que la única alternativa que tiene es recluir al trastornado y siendo vigilado para ejercer control sobre su conducta…”

Su vida después de prisión
En 1982, después de 30 años de reclusión el pelón Sobera salió en libertad, ya nada quedaba del joven soberbio y prepotente, y mucho menos del peligroso criminal; ya solo quedaba un senil, lento e inofensivo hombre maduro de 54 años. Sus últimos años de vida los paso en un total ensimismamiento, muchas veces se le vio alimentando a los patos en Xochimilco. Falleció de causas naturales en 1985.

Higinio «El Pelón» Sobera, El Asesino Impulsivo
Claudia Fuentes – El Sol de Mazatlán

31 de enero de 2009

Mazatlán, Sinaloa.- El 12 de marzo de 1952 la noticia del homicidio de Armando Lepe Ruiz aparecía en todos los periódicos: un artero asesinato por una disputa de tránsito. Los testigos describieron el automóvil y el peculiar rostro del sospechoso, su fotografía apareció en las primeras planas de los diarios. Era difícil que existiera confusión, la cabeza rapada, los grandes ojos oscuros e impacientes, el cuerpo desgarbado. Todo apuntaba a Higinio “El Pelón” Sobera.

Higinio Sobera de la Flor, mejor conocido como “El Pelón” Sobera, nació en la Ciudad de México. Inició su vida criminal en la década de los cincuenta. Desde pequeño mostró trastornos de la personalidad muy marcados, sin motivo, hacía extraños ademanes con las manos y ruidos anormales con la garganta. Creía que todo aquél que se le acercaba, lo hacía con la finalidad de lastimarlo.

Ya de adolescente, Sobera gustaba de raparse completamente la cabeza de manera obsesiva ya que, según él, el crecimiento del cabello le provocaba intensos dolores de cabeza. “El Pelón” Sobera estuvo internado en el Hospital Floresta en donde los médicos le diagnosticaron esquizofrenia.

Pese a su enfermedad, trataba de llevar una vida de placeres; era poseedor de una gran fortuna heredada de su familia y podía darse muchos lujos. Tenía un automóvil último modelo, en el cual se trasladaba a los sitios que frecuentaba por las noches.

De su padre, un español establecido en Villahermosa, Tabasco, heredó un apetito sexual difícil de saciar. Pasaba las noches recorriendo los cabarets de moda del Distrito Federal buscando prost*tutas. “El Pelón” Sobera era aficionado al alcohol y le gustaba la mariguana. Había estudiado Contabilidad en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

A la 1:00 de la tarde del 11 de marzo de 1952 los asesinatos de “El Pelón” Sobera comenzaban tras un simple accidente de tránsito. Cuando daba uno de sus acostumbrados paseos en auto, otro automóvil conducido por el capitán del ejército mexicano, Armando Lepe Ruiz, accidentalmente le cerró el paso,

“El Pelón” Sobera se sobresaltó y frenó mientras Armando Lepe pasaba frente a él. Tras los claxonazos se hicieron de palabras; preso de la furia, siguió a Lepe. Lo alcanzó en la Colonia Roma, el semáforo estaba en rojo, Sobera se estacionó junto al coche de Lepe, se bajó y sacó la pistola escuadra que siempre portaba y abrió fuego acribillándolo, posteriormente se dio a la fuga.

Tras cometer el homicidio, Sobera se fue al Bosque de Chapultepec, donde un vigilante le llamó la atención por escandalizar, pero no fue detenido. De vuelta en su casa, “El Pelón” Sobera se encerró en su cuarto. Su madre lo halló sentado en su cama, pensativo y con la mirada fija en el arma con la cual había matado a Lepe. Permaneció encerrado el resto del día. No comió, tuvo varios accesos de llanto, después se reía a carcajadas y luego pasaba lapsos en total silencio.

Pero su camino hacia el crimen había comenzado un día antes; la tarde del sábado 10 de marzo de 1952, en el departamento de perfumería de un lujoso hotel, amenazó con su pistola escuadra a una empleada sin motivo aparente. La joven, aterrorizada, observó a continuación cómo Sobera se sentaba en un sofá de la recepción del hotel recitando un monologo interminable, en el cual repetía varias veces que “tenía que matar a alguien”.

Más tarde, tras caminar sin rumbo fijo durante un par de horas, entró a un bar ubicado en la Avenida Juárez; a la entrada un camarero le pidió que se quitara la gorra, Sobera se enfureció; fuera de sí, sacó su pistola mientras profería improperios al mesero. Después bebió una copa de ginebra de un solo trago, arrojó unos billetes sobre la mesa y salió corriendo del bar, como si alguien lo persiguiera. Su mente se había derrumbado.

Un día después del primer asesinato, el lunes 12 de marzo, Sobera se fue a la calle. Se encaminó a Paseo de la Reforma. Allí estaba Hortensia López Gómez, una joven que acababa de salir de su trabajo y estaba esperando que pasara el camión que la llevaría a su casa.

“El Pelón” Sobera se le acercó haciendo uso de un lenguaje soez. La chica se molestó y, al ver que el autobús no pasaba y que Sobera no cesaba en sus avances, decidió parar un taxi. Uno se detuvo y Hortensia se subió. Pero Sobera hizo lo mismo. Pese a las quejas de la joven, el taxista no hizo caso y arrancó con ambos en el asiento trasero del automóvil.

Sobera ordenó al taxista que enfilara hacia la Avenida Chapultepec. Luego le propuso a la chica que tuvieran relaciones sexuales, quiso tocarla y besarla, pero ella se opuso. Hortensia comenzó a llorar y a suplicar. Preso de la furia, “El Pelón” Sobera sacó la pistola y le disparó a Hortensia tres veces a quemarropa, matándola en el acto.

El taxista trató de llamar la atención acerca de lo que ocurría: se pasó un alto y un agente de tránsito lo detuvo, recogiéndole la licencia. Pero “El Pelón” Sobera, abrazó el cadáver para ocultarlo de la vista del agente, mientras le daba un billete de cinco pesos le comentaba entre risas que su novia estaba un poquito tomada. Después partieron a la carretera a Toluca; en la entrada, Sobera le apuntó al taxista; hizo que se orillara y lo obligó a bajarse del vehículo.

El taxista se llamaba Esteban Hernández Quezada se presentó a la medianoche en el Ministerio Público. Presa del miedo narró lo que había ocurrido argumentando que no había ayudado a la chica porque pensó que era una pareja novios peleándose.

El agente en turno lo tomó por un borracho que le estaba inventando un cuento y le aconsejó que se fuera a su casa a dormir. Mientras tanto, Sobera había conducido hasta un motel ubicado en el poblado de Palo Alto, donde rentó una habitación y se metió con el coche. La gente pensó que era un taxista ligándose a una pasajera alcoholizada. Nadie notó que la chica estaba muerta.

La cargó en sus brazos y la subió al cuarto. Tras desnudarla, le limpió la sangre, la colocó sobre la cama, se desnudó él mismo y tuvo s*x* con el cadáver. Tras terminar, se quedó dormido abrazando a la muerta toda la noche. Al despertar, nuevamente tuvo relaciones sexuales con el cuerpo inerte de la chica.

María Guadalupe Manzano López quien acompañaba a Lepe cuando fue asesinado, rindió la declaración correspondiente. Describió al atacante como un hombre joven, de barba crecida, aspecto desaliñado y con una cachucha de cuadros. Un testigo pudo dar la matrícula del auto: 76-115 del Distrito Federal.

Esa misma matrícula fue apuntada por un agente de tránsito apostado en la esquina de Insurgentes y San Luis Potosí, cuando “El Pelón” Sobera se pasó un alto durante su huida. Por el número de la placa, la policía averiguó que el automóvil estaba a nombre de Higinio Sobera de la Flor. Hallaron su fotografía en los archivos de Tránsito y comprobaron que efectivamente se trataba de un joven de veinticuatro años de edad.

La familia de Higinio lo puso sobre aviso, pero él no quería escapar sin su pistola, sólo se sentía seguro con ella. Su madre lo registró en el Hotel Montejo, ubicado en el Paseo de la Reforma, para después trasladarlo a Barcelona y recluirlo en el hospital psiquiátrico donde estaba recluido su hermano. Pese a las recomendaciones de su madre salió del hotel.

El martes 13, a primera hora, los familiares de Hortensia acudieron a denunciar su desaparición, el cadáver fue hallado horas después por unos campesinos, fue identificado por el bolso que traía las iniciales H.L. Al ser arrestado en el Hotel Montejo por el coronel Silvestre Fernández, entonces jefe del Servicio Secreto, no opuso resistencia, incluso se entregó, riéndose a carcajadas. “El Pelón” Sobera fue recluido en Lecumberri. Su familia pagaba 600 pesos (de aquella época) al mes para que su celda tuviera todas las comodidades.

Su celda era un desastre, pero lo peor era su apariencia, no se aseaba, su barba estaba crecida, las uñas estaban negras por la suciedad alojada debajo de ellas. Aparte de beber sus propios orines, se untaba y se comía su excremento.

“El Pelón” Sobera fue luego trasladado al Centro Médico. Allí, quedó un tiempo en estado catatónico. Luego fue llevado a la casa de su familia, donde permaneció al cuidado permanente de una enfermera. Años después, se le podía ver algún fin de semana a orillas del Lago de Chapultepec, llevando su vieja gorra a cuadros, eternamente atado a una silla de ruedas, arrojando migajas a los patos.

Higinio Sobera de la Flor: Bon vivant y asesino brutal
Mario Villanueva S. – Operamundi-magazine.com

5 de febrero de 2010

Higinio Sobera de la Flor nunca recibió tratamiento para su enfermedad mental, pese a que con su actitud la pedía a gritos. Una tarde, simplemente, algo sucedió en su cabeza y comenzó un periplo de violencia que culminó en asesinato y necrofilia.

—¡Mary, recuerde que no puede asomarse al ropero de la recámara del joven Higinio, todo lo que hay que lavar está en la cama!

—Está bien señora, nomás lo que está en la cama…

Mary, María López González, era una joven como de 20 años nacida en Nicapa, Pichucalco, Chiapas, que trabajaba en la casa de la familia Sobera de la Flor, en la colonia Roma Sur; estaba de entrada por salida y embarazada de la primera de las dos hijas que tuvo.

—Señora, ya me voy, terminé con todo lo que me encargó; vengo pasado mañana, ¿está bien que llegue a las 7 de la mañana?

—No Mary, acuérdese que es sábado y mi hijito se levanta más tarde; mejor la espero a las 9 y media… se viene desayunada, ¿eh?

—Está bien señora, nos vemos el sábado, Dios mediante…

Mary siempre se preguntó por qué los fines de semana había una bolsa con ropa de mujer para lavar –manchada de tierra o de un verde desteñido, como cuando uno se hinca y arrastra en el pasto—, y nunca lo hacía ella sino la señora de la casa en un hermetismo lacónico; le era más extraño que, frecuentemente, esos vestidos paraban en el ropero del joven Higinio… Le llamaba aún más la atención, pero nunca se detuvo en meditar, que algunos de esos vestidos tenían manchas de un rojo carmesí vivaz.

Mary vivía muy cerca de la casa de los Sobera de la Flor, en las calles de Bajío, cerca de Obrero Mundial.

—Mary, sólo a ti se te ocurre trabajar con esa gente, eres la única que se atreve, son personas muy raras, sobre todo el muchacho ése, siempre con su mirada perdida, profunda, con la locura saliéndosele como fuego de los ojos… ya ves todo lo que dicen de ellos, quién te manda…

—Ay Teresita, ¿qué puedo hacer con esta panza? La señora es bien buena gente, nadie me aceptaba así, en cambio ella hasta seis cincuenta me da cada que voy y luego hasta me convida de comer…

Más loco que una cabra
Higinio Sobera de la Flor nació en la Ciudad de México; su padre, de origen español, se dedicaba al comercio. Desde la infancia, Higinio mostró una personalidad inestable y extraña: de pronto hacía ademanes raros con las manos y ruidos guturales lúgubres, o bien emitía sonidos incomprensibles y presentaba una actitud defensiva porque creía que la gente quería atacarlo.

—Buen día, joven Higinio.

—Mmmm… burrsjamdi mmm ¡shhhhh!…

—Mary, no moleste al niño, mejor venga acá y póngase hacer algo de provecho. Por cierto, ya le dije que no se ande asomando en ese ropero.

—Sí señora, está bien.

—¡Bishito, bishito, bishito! Ven, ven chiquito… (risas incontrolables, tenebrosas y sin razón).

Su madre restaba importancia a todo eso y acusaba a sus vecinos de “mal nacidos que no tienen nada qué hacer más que inventar cosas de la gente de buena familia, como nosotros”.

—Pobrecito de mi hijito, lo que pasa es que la gente es mala, él es incapaz de hacerle daño a alguien, es muy tranquilo y cariñoso… la gente dice cosas feas de él porque le tienen envidia y porque él no es convencional, como los hijos prietos de toda esta chusma.

De por ahí de 1950, el reportero de nota roja Alberto Ramírez Aguilar, recordaba una anécdota acerca de Higinio Sobera de la Flor. Se refería a él como un personaje pintoresco, letal y más loco que una cabra. El reportero atesoraba como garbanzo de a libra un acontecimiento que hablaba más que arrojaba más información que cualquier test psicológico aplicado a El Pelón Sobera. Ramírez Aguilar gustaba de relatar que, en una ocasión, tal como acostumbraba, Higinio Sobera se fue de juerga. Ya de madrugada, acompañado de unos amigos casuales, al salir de una fiesta y subir a su auto convertible del año, comenzó una plática poco común mientras pisaba el acelerador a fondo:

—Tú eras piloto, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y no te da miedo volar?

—Al contrario, en el aire es cuando mejor me siento.

—Ah, ¿sí? Pues entonces vamos a volar todos…

Y en una curva pronunciada enfiló hacia el vacío; el auto volcó y los pasajeros sufrieron fuertes golpes; sorpresivamente, no hubo decesos. La policía no hizo más que decir que había sido una puntada de borrachos y una extravagancia de Sobera.

Noches de cabaret
Higinio Sobera ganó el mote de El Pelón porque se rapaba la cabeza, pues, decía, cuando le crecía el cabello le causaba fuertes dolores de cabeza; por eso también acostumbraba usar una gorra a cuadros. Reportes de la época, luego de que fue capturado por la policía capitalina, indicaban que Higinio estuvo internado en el Hospital Floresta, donde los médicos le diagnosticaron esquizofrenia Un hermano de él también padeció trastornos mentales, por lo que estuvo recluido por años en un manicomio de Barcelona.

Aunque estudió contaduría en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Higinio no necesitó trabajar, pues disfrutaba de la fortuna de su familia y se daba una vida de lujos. Herencia de su padre, El Pelón era un hombre lascivo, por lo que no resistía la tentación de pasar las noches en los centros nocturnos y cabarets de moda (uno de sus favoritos era el Waikiki), acompañado de prost*tutas, a las cuales, de acuerdo con declaraciones de personas que lo conocieron y que fueron interrogadas tras la captura de Sobera, “era atento con ellas, con excepción de una, a la que lanzó desde su auto cuando éste iba en movimiento”. Gustaba del alcohol, del s*x* y de todo tipo de drogas, aunque su favorita era la marihuana.

Vértigo homicida
La historia criminal de Higinio Sobera de la Flor fue vertiginosa. Cuando menos la conocida y registrada por las autoridades. Sucedió en un lapso de cuatro días. Arrancó la tarde del sábado 10 de marzo de 1952, cuando El Pelón Sobera apuntó con su pistola a la dependiente de perfumería de un hotel; luego se sentó en un sofá de la recepción y dialogó consigo mismo en un discurso repetitivo en el que sólo se le escuchaba decir: “Tengo que matar a alguien”.

Abandonó trastornado el lugar, salió tranquilamente, como si nada hubiera sucedido. Después de unas horas de deambular, entró a un bar de avenida Juárez; pidió una bebida. El mesero le pidió que se quitara la gorra. Higinio enloqueció: “¡Tú mejor te callas, meserito hijo de la chingada!”, mientras con la pistola le apuntaba a la cara. Sobera fue invadido por un delirio de persecución, tomó su trago apresuradamente, aventó el dinero en la mesa y corrió hacia la calle sin dirección ni sentido. Volteaba hacia un lado y otro, con las pupilas dilatadas, transpiraba frío, la gorra lucía desarreglada.

Domingo 11 de marzo. Después del mediodía. La rutina semanal se mantenía. El auto cruzaba las calles marcadas por el habitual recorrido. Era muy temprano aún para encontrarse con las amigas públicas que le ofertaban caricias y “amor desinteresado”. Desafortunado encuentro para otro automovilista al interrumpir accidentalmente el trayecto de Sobera de la Flor.

El capitán del Ejército mexicano, Armando Lepe Ruiz, tío de la actriz Ana Bertha Lepe, al escuchar cómo Higinio pitaba desesperadamente, le gritó: “¡Le estoy pidiendo el paso, idiota!”. El Pelón Sobera reaccionó encrespado, siguió el auto de Lepe hasta alcanzarlo en la esquina de Insurgentes y Yucatán. El semáforo se iluminaba con la luz roja. Higinio bajó de su convertible, desenfundó la escuadra y gritó: “¡Chinga tu madre!”. Se escucharon las detonaciones de cada bala que entraba en el cuerpo del militar; la acompañante de la víctima, María Guadalupe Manzano López, no pudo hacer más que cubrirse el rostro con las manos, un proyectil lesionó su dedo anular derecho.

Sobera huyó del lugar. El capitán fue llevado a un hospital, donde murió unos instantes después de ser ingresado. Ante el Ministerio Público de la Octava Delegación, Manzano López rindió su declaración y describió al homicida como “un hombre joven, de barba crecida, aspecto desaliñado y con una cachucha que le tocaba la cabeza”.

Apareció un testigo ocular. Señaló las placas 76-115 como las del auto conducido por el agresor. Un oficial de tránsito del crucero de Insurgentes y San Luis Potosí confirmó el dato, porque Sobera de la Flor se pasó el alto en su huída. Los registros de la oficina de Tránsito señalaron que las placas pertenecían a Higinio Sobera de la Flor. La fotografía archivada correspondía a un hombre de 24 años.

Fuera de la realidad
Antes de ser apresado, Sobera de la Flor tuvo incidentes con la policía, pero nunca fue detenido. Luego de matar a Lepe, El Pelón Sobera condujo hacia el Bosque de Chapultepec, donde un vigilante lo amonestó por escandalizar. Después regresó a casa y se recluyó en su habitación. El cuadro era tétrico. Su madre entró y se topó con Higinio aturdido, con la mirada perdida, sentado a la orilla de su cama, con el arma homicida en la mano, fuera de la realidad. Parecía que las sensaciones y las emociones se habían escapado de aquel cuerpo y que sólo daba cabida a impulsos: gritos sin sentido, risas descontroladas, silencios fúnebres… La señora De la flor hizo caso omiso, pensó que se trataba de uno de esos momentos de desequilibrio repentinos.

Por la prominencia del personaje asesinado, la muerte de Armando Lepe Ruiz acaparó los espacios de los medios de comunicación. La policía publicó la fotografía de El Pelón Sobera. Su identidad no se podía esconder. La madre de Sobera solapó a su hijo, escondió la pistola asesina y le dio otra. El plan era recluir a Higinio en el mismo psiquiátrico que su hermano en Barcelona. Un hotel de avenida Reforma fue un escondite temporal para Higinio quien, inquieto, lo abandonó para continuar saciando su hambre criminal.

—Mary, Mary, ya vio, es el joven Higinio que está en todos los periódicos, lo busca la policía, parece que hizo algo muy grave, ¡qué bueno que usted se fue de esa casa a tiempo! ¡Le debe la vida a su niña!

Era lunes. Mientras caminaba, en una parada de camión, Sobera de la Flor vio a Hortensia López Gómez, una jovencita que se dirigía a su casa. La atacó con palabras vulgares. Hortensia, agobiada por el acoso, paró un taxi. Lo abordó, pero él también tras ella. Esteban Hernández Quezada, quien conducía el taxi, le pasó inadvertida la situación, al creer que solo era una pareja en riña. Higinio le decía que fueran a tomar algo e indicaba al chofer tomar avenida Chapultepec; Sobera de la Flor subió el tono de sus proposiciones, ahora indecorosas, la invitaba a tener s*x*, trataba de tocarla y besarla, Hortensia se resistía y contenía los ataques. Ya no soportaba la situación, soltó en llanto, impotente, suplicaba que aquello terminara.

Furioso, El Pelón Sobera disparó tres ocasiones sobre Hortensia, quien falleció inmediatamente. El taxista se pasó un alto para que lo detuviera un policía. Detuvo el auto tras la indicación del oficial de tránsito. Astuto, Sobera abrazó el cuerpo frío de la joven, guiñó el ojo y sobornó al policía, en tanto justificaba que su novia había bebido de más. El taxista no tuvo más alternativa que seguir las órdenes de Higinio y lo llevó rumbo a Toluca. Los papeles cambiaron. Todo indicaba que él sería la nueva víctima.

Antes de llegar al lugar indicado, Sobera de la Flor ordenó detener el auto, obligó a bajar al chofer y huyó en la unidad robada. El taxista intentó denunciar antes las autoridades lo que había vivido, pero el Ministerio Público lo creyó alcoholizado y le respondió que se fuera a su casa a descansar, que al día siguiente tendría despejada la memoria y sabría dónde encontrar su auto.

Necrofilia
En un motel, El Pelón Sobera metió a la joven muerta. La desnudó, quitó todo rastro de sangre, la acostó, él se desnudó y tuvo s*x* con el cadáver. Abrazó a la difunta, se quedó dormido. Despertó y repitió el ritual.

La mañana del martes 13 de marzo de 1952, después de que unos campesinos dieron aviso a la policía de Cuajimalpa de que un taxi abandonado tenía dentro a una joven asesinada, el coronel Silvestre Fernández, jefe en turno del Servicio Secreto, aprehendió a Higinio El Pelón Sobera de la Flor en el Hotel Montejo de avenida Reforma. Hacía alarde de haber asesinado a Hortensia e incluso hacía bromas de mal gusto sobre la situación.

Sobera de la Flor fue recluido en Lecumberri, El Palacio Negro. Los días que pasó fueron deplorables: totalmente fuera de sí, comía su excremento, dejó de asearse y bebía sus orines. Un día fue llevado al Centro Médico, pues se encontraba en estado cataléptico. Tiempo más tarde regresó a la casa de su familia, una enfermera lo vigilaba día y noche, sus últimos días de vida los pasó amarrado a una silla de ruedas.

“No era feo”, me decía Mary, mi abuelita, cuando la imagen de El Pelón Sobera le vino a la memoria en una ocasión en que fui a visitarla y platicábamos de su juventud. Pero también decía de mí: “El gordo es hermoso”.

Luego de un breve silencio, dijo: “Nunca noté nada raro, parecía amable, casi no hablaba; lo veía poco en la casa…”, fue lo último que Mary recordó de aquélla época. Comenzamos a hablar de su pueblo natal. Dos meses después, el 30 de noviembre de 2007, Mary cerró sus ojos para no volverlos a abrir.
http://criminalia.es/asesino/higinio-sobera/
 
01.jpg

Fotografía de Mullin en prisión.
Herbert Mullin - El Hippie Asesino

A principios de los años setenta, durante el fin del movimiento hippie, Herbert Mullin se convirtió en un asesino en serie de California. El joven tuvo una infancia normal, pero secretamente estaba convencido de que los niños recibían señales telepáticas de sus padres para que no jueguen con él, este fue el primero de los desordenes mentales que lo convirtieron en el escalofriante y excéntrico asesino de 13 personas.

Herbert y su Locura

Herbert Williams Mullin, nació el 18 de abril de 1947, en Salinas, California, sin embargo, creció en Santa Cruz. Su padre Martín Mullin, un veterano de la Segunda Guerra Mundial, era muy estricto y frecuentemente comentaba su heroísmo durante la guerra, su madre Jean le enseñó a tener buenos modales. Desde temprana edad el padre de Herbert le enseñó a manejar un arma de fuego. En 1963, la familia Mullin se mudó a Santa Cruz, donde Herbert de 16 años consiguió un empleo en la oficina de correos.

En el colegió Mullin sobresalió como estudiante y deportista. Era popular, tenía muchos amigos, una novia estable y hasta fue escogido por sus compañeros como el alumno que tendría más posibilidades de éxito.

Por aquel entonces todo en su vida parecía estar bien e incluso era un experto tirador que en varias ocasiones había ganado los premios de la Asociación Nacional de Tiro. Sin embargo, poco después de su graduación, uno de sus mejores amigos, Dean, murió en un accidente de moto y Herbert quedó devastado y su estabilidad mental comenzó a desmoronarse.


Según ciertos psiquiatras que estudiaron a Herbert, aquel incidente fue el gatillo que detonó el progresivo deterioro de su cordura. De hecho, Herbert quedó tan afectado por la muerte de su amigo que le levantó un santuario en su habitación y comenzó a pasar horas enteras encerrándose en su cuarto mientras, sumido en la más honda depresión, rememoraba a su amigo. Fue allí que, tras preguntarse si la muerte de Dean era una especie de sacrificio cósmico, Herbert empezó a obsesionarse con la idea de la reencarnación, llegando incluso, pese a su crianza católica, a estudiar religiones orientales para hallar respuestas a la pérdida de su amigo y a las voces que hablaban en su cabeza (padecía trastornos esquizofrénicos).

Tras dejar sus estudios, recién comenzados, en Ingeniería de Caminos —disciplina que había estudiado porque quería entrar al Ejército—, en 1967 Herb ingresó en un instituto sobre Religiones Orientales en San José, y permaneció allí por tres meses, tiempo en el que consumió LSD regularmente y empezó con su extraño comportamiento y sus trastornos mentales. No obstante el consumo de drogas ya había empezado antes (en 1966) gracias a Jim Gianera, un ex amigo de Dean que, tras conocer a Herbert en la playa, le introdujo al movimiento hippie y a las drogas. Este abuso le empezó a crear ideas descabelladas como que iba a haber un terremoto en California y que él tenía que mudarse a Canadá para evitarlo, u otras locuras más que asustaron a su novia (la misma que tenía desde secundaria) y, junto a la declaración que él le hizo de que quizá era gay, acabaron con su relación.

Posteriormente, tras un preocupante episodio en el cual Herbert visitó a su hermana (a la cual tiempo después le pediría tener relaciones sexuales) e imitó todos los movimientos y lo que decía su cuñado por cuatro horas seguidas, como si se tratara de un niño tratando de molestar. Él mismo se preocupó de su locura y en 1969 permitió que su familia lo interne en una institución mental.

Durante los siguientes años, Herbert entraría y saldría de varias instituciones mentales tras pasar poco tiempo en estas. De acuerdo con los reportes, Herbert solía apagar cigarrillos en su propia piel. Llama la atención la crisis de identidad que desde su juventud acompañó a Herbert: quiso ser militar, luego se involucró con el movimiento hippie y veneró el pacifismo, la meditación y la naturaleza; después dejó la heterodoxa y rebelde contracultura hippie y se unió a un grupo de lectura bíblica llegando incluso a querer convertirse en sacerdote católico.

Al parecer nunca se encontró del todo a sí mismo; pero, pese a eso, ha habido ciertas constantes que le acompañaron a través de sus transformaciones. Así encontramos la creencia en la reencarnación, la práctica de la meditación, la creencia de origen bíblico en los sacrificios de seres vivos (como se ve en Levítico y otros libros del Pentateuco) para proteger a la colectividad de grandes desastres naturales, creencia que él, como producto de sus delirios esquizofrénicos y megalómanos, distorsionó llegando a pensar en sacrificios humanos que servían para evitar desastres.

02.jpg

Es pues en el marco de esos trastornos de identidad que, en conjunción con la esquizofrenia paranoide que le diagnosticaron los psiquiatras y el prestigioso Robert K. Ressler (un perfilador del FBI), Herbert llegó a pensar que tenía una posición especial en el sistema de reencarnaciones (ya que Einstein murió en su cumpleaños) y que, debido a haber nacido en el día del aniversario del terremoto de San Francisco acaecido en 1906 (él interpretaba eso como una señal), su misión era la de prevenir un gran terremoto en California a través de sacrificios humanos que, según decía, estaban dados por el consentimiento de sus víctimas pues estas se le ofrecían telepáticamente para ser tributos. Mullin creía que la guerra en Vietnam había producido suficientes muertes de americanos para aplazar el terremoto, como una especie de sangriento sacrificio para la Naturaleza, pero cuando la guerra comenzaba a terminar a finales de 1972, él tendría que comenzar a matar personas para mantener el terremoto bajo control.

03.jpg

Su primera víctima era un indigente que Herbert pensaba que era Jonás, el personaje bíblico que fue devorado por un gran pez y que sobrevivió durante tres días en su estómago. Un tributo magnífico.
Los Asesinatos de un Demente

El 13 de octubre de 1972, Herbert asesinó brutalmente a un indigente de 55 años llamado Lawrence White. Según Herbert, el vagabundo era Jonás, un profeta de la Biblia que pasó tres días en el vientre de un enorme pez y predicó en Nínive. “Mátame para que otros puedan salvarse”, había escuchado Herbert a manera de mensaje telepático que “Jonás” le enviaba. El tributo era magnífico, de modo que Herbert no dudó en sacar su bate de béisbol y en darle una y otra vez en el cráneo hasta dejárselo como una amasijo de huesos, sangre y masa encefálica; un horrible cuadro que, días después fue encontrado.

La siguiente víctima fue Mary Guilfoyle de 24 años. Herbert Mullin la recogió tras verla hacer auto-stop y cuando sintió que había ganado su confianza y la chica se había relajado, detuvo el automóvil con alguna excusa, le pidió que saliera un momento y entonces la apuñaló frenéticamente hasta extinguir su vida. Después llevó el cadáver a una colina, lo desmembró, le abrió el estómago, inspeccionó sus vísceras y permaneció un rato estudiando sus órganos para luego marcharse y dejar los pedazos del cadáver yaciendo sobre la colina.

Cuando el cuerpo de Mary fue encontrado, se creyó erróneamente que era víctima de Edmund Kemper, otro asesino en serie que atacaba en el área en aquel entonces. Debido a que los restos de la víctima no fueron encontrados hasta después de varios meses, la Policía no relacionó su muerte con la del vagabundo. En cuanto a los motivos que le impulsaron a realizar el asesinato, además de lo de los sacrificios, había algo especial: su madre, hace no mucho, le había obsequiado un libro del pintor Miguel Ángel para inspirarlo a canalizar sus problemas psicológicos a través del arte. Desde pequeño, Herbert había mostrado habilidad para el dibujo y la pintura. Allí, a través de las páginas del libro sobre el arte de Miguel Ángel, Herbert llegó a la conclusión de que Miguel Ángel había alcanzado tal grado de excelencia en la representación del cuerpo humano como una consecuencia del estudio meticuloso de la anatomía humana que el gran pintor efectuaba en todas aquellas horas en que diseccionaba cadáveres. Eso, para él, era una señal muy clara: en su próxima misión, él debía diseccionar un cadáver…


Tras sólo cuatro días, el jueves 2 de noviembre, Herbert cobró su tercera víctima. Esta vez se trataba del Padre Henri Tomei, un sacerdote católico de 65 años. Aquel día, un Día de Difuntos, Herbert había aprovechado para, después de estar bebiendo y drogándose, ir a confesar sus pecados en la Iglesia Santa María y, de una vez, pedir fuerzas para no volver a matar. En un inicio creyó que la iglesia estaba vacía pero luego, tras darse cuenta de que había un cura en el confesionario, fue y empezó a confesar sus pecados. Al comienzo todo fue normal; pero, apenas hubo transcurrido un corto tiempo, Herbert tuvo alucinaciones auditivas en que el sacerdote le decía que debía honrar padre y madre, que su padre le pedía que mate gente y que él se ofrecía como sacrificio. Entonces Herbert perdió el control, le forzó a salir del confesionario y lo apuñaló salvajemente (tan salvajemente que, tras hallarse el cadáver, muchos pensaron en la obra de un culto satánico).

El único testigo fue una mujer que, mientras se dirigía a la iglesia, vio salir corriendo a un hombre vestido de negro (Herbert) en la lejanía. Luego la mujer encontró el cadáver e informó a la Policía aunque nunca obtuvieron nada contundente que fuera previo a lo extraído en el juicio de Herbert.

Según el psiquiatra Donald Lunde, el asesinato del Padre Tomei fue el que más afectó a la cordura de Herbert, él había querido desfogar la ira que tenía acumulada contra su padre (que era muy católico y severo) y, para eso, había decidido matarlo de manera simbólica en la persona del Padre Tomei. Pero eso, en opinión de Lunde, habría de generarle posteriormente una crisis de culpa que le llevaría a querer restituir la deuda de conciencia con su padre. Por lo anterior, ya que su padre era un héroe de guerra, y también porque al entrar a las Fuerzas Armadas él podría desfogar su agresividad matando bajo el amparo del Estado, Herbert Mullin decidió unirse a los Marines de Estados Unidos.

04.jpg

Dibujo de Mullin en el que representa sus cálculo sobre un posible terremoto.
El asesino logró pasar los exámenes físicos y psiquiatricos, pero se le negó su adminisión debido a su historial delictivo, ya que tenía arrestos menores y un extraño comportamiento. Este rechazo reforzó los delirios conspiratorios en la mente de Mullin, el cual estaba convencido que sus oponentes eran un grupo de poderosos hippies [1].

En enero de 1973, Herbert llegó a pensar que eran las drogas las que habían llevado su vida a la ruina y las que le habían impedido honrar a su padre, ya que fue por los delitos que había cometido en la época en que consumía por lo que no lo dejaron ingresar a las Fuerzas Armadas. Pero, en la mente de Herbert, las cosas no se podían quedar así: su vida había sido destruida por los trastornos que las drogas le habían causado y existía un culpable principal, alguien que debía pagar con el máximo precio posible: Jim Gianera, su amigo que le había introducido en las drogas años atrás. Gianera, sea cómo fuera, debía morir.

05.jpg

Mullin años despues de su detención, ya en la cárcel.
Cuando Herbert llego a la casa de Gianera el 25 de enero de 1973, descubrió que su “amigo” se habia mudado y la cabaña [2] estaba ocupada por Kathy Francis. Ella le dio la dirección de la nueva casa de Gianera.

El crimen fue una atrocidad digna de llevarse a la Gran Pantalla. Herbert tocó la puerta y Gianera lo recibió. Sin darle tiempo a reaccionar, Herbert lo increpó por haberlo introducido al mundo de las drogas y, tras gritarle con los ojos vidriosos y la voz quebrada por el llanto que se estaba burlando de él y lo estaba engañando (la frase exacta que usó fue “¡You're claptrapping me!”), le disparó a Gianera por detrás mientras aquel corría intentando escapar. Entonces, aún con vida y con parte de la escalera recorrida (la casa era de dos plantas), Gianera se arrastró gimiendo y goteando sangre por los escalones, empujó la puerta de su cuarto y, antes de que su mujer consiguiera refugiarse con él en el baño (la mujer se estaba duchando previamente), Herbert les disparó a ambos en la cabeza. Sin estar satisfecho con matarlos, el asesino dejó fluir toda la ira y el rencor que tenía guardado hacia Gianera y sacó su puñal y lo introdujo una y otra vez en las cabezas de Jim Ralph Gianera de 25 años y su esposa Joan Gianera de 21 años…Horas después, la madre de Joan —que se encargaba de cuidar al hijo ( por suerte no estaba en el momento del crimen) de los Gianera— encontró el cadáver de su hija y de su nuero…

Pero la misión de venganza aún no estaba completa. Kathy Francis sabía que él había ido a la casa de los Gianera y podía hacer que la Policía lo capture demasiado pronto: ella, aunque inocente, estaba condenada a ser una víctima más en la venganza del desquiciado Herbert Mullin. Determinado a cumplir cada punto del plan, el asesino regresó en su coche a la cabaña de los Francis, estacionó su vehículo en la carretera para que no se bloqueara en el barro que rodeaba la cabaña, tocó la puerta y esperó.

Kathy Francis, al abrirle, se desplomó en un charco de sangre tras recibir un disparo en el pecho y otro en la frente. Implacable, Herbert se dirigió rápidamente al cuarto en el que supuso que los dos hijos (Daemon de 4 años y David de 9) de la pareja estaban, abrió la puerta con violencia y los fulminó a tiros y, en un arrebato de ira y bestialidad, comenzó a apuñalar los cadáveres de los tres inocentes.

Las autoridades, que sabían que Katy y su esposo estaban metidos en el mundo de la droga, sospecharon que podía tratarse de una venganza pero a fin de cuentas no supieron bien qué hacer con el crimen. En primera instancia, aunque contra natura, se sospechó de Bob Francis ya que la Policía lo tenía fichado como traficante. Lo llevaron a un interrogatorio y le hicieron dar una lista exhaustiva de traficantes de droga, rivales, enemigos personales y todo inadaptado social o delincuente que él conociera y considerase relevante para el caso. Herbert Mullin, al no constar en la lista, logró una vez más escabullirse de la Policía. Por esa misma fecha Edmund Kemper (otro asesino en serie) andaba cometiendo crímenes atroces en la misma zona y alguno de los crímenes de Herbert se le adjudicaron incorrectamente a Ed Kemper.

Un mes despues, a principios de febrero de 1973, Mullin paseaba por el parque estatal Henry Cowell Redwoods, cuando encontró cuatro adolescentes hippies acampando. Herbert se hizo pasar por un guardabosque del parque y dijo que estaban contaminando el bosque, pero ellos se rieron cuando les pidió que se fueran. Mullin se les quedó mirando lleno de ira ya que ellos representaban todo cuanto había echado a perder su vida. En su mente, las alucinaciones auditivas se dispararon y se creó un diálogo en que él le preguntaba a cada uno de ellos si aceptaba ser ejecutado. Todos aceptaron. En realidad, después de reírse un rato de la cara enfadada de Herbert, los chicos regresaron a sus cosas sin pensar que, en cuestión de segundos, el asesino sacaría su revólver para ejecutarlos uno por uno. Nadie sobrevivió: el último, que pudo haber escapado, se enredó en su tienda de campaña mientras intentaba correr y, antes de alcanzar a desenredarse, fue ejecutado. Herbert inspeccionó un poco en las pertenencias de los chicos, tomó un rifle y 20 dólares y se marchó. Una semana después se encontraron los restos de David Oliker de 18 años, Robert Spector de 18, Brian Card de 19 y Mark Dreibeldis de 15.

06.jpg

Mullin al ser detenido, en una foto policial.
El último homicidio sucedió tres días después, el 13 de febrero. Herbert no tenía planeado asesinar a nadie ese día, simplemente iba a llevar leña a casa de sus padres cuando de pronto en su cabeza oyó la voz de su padre diciéndole:

“No entregues un solo palo de madera hasta que no hayas matado a alguien”

En primer lugar la voz le había solicitado la muerte del tío Enos pero, tras la negativa de Herbert, la voz decidió contentarse con la muerte de cualquiera. Cansado de sus misiones de asesinatos pero a la vez sabiéndose incapaz de parar por su cuenta, Herbert Mullin decidió cometer un crimen imprudente y estúpido para ver si todo acababa. Así, en medio de una mañana tranquila y nublada, Herbert vio a un anciano en la calle, se le quedó observando un rato desde su coche, se bajó, le disparó con el rifle que había robado del campamento de los cuatro jóvenes hippies, se subió de nuevo, dio marcha atrás con su coche con calma y se marchó. Muchos vieron cómo mató a Fred Perez, un boxeador retirado de 72 años. Incluso, alguien que vio el crimen desde su ventana alcanzó a ver el número de la matrícula y llamó a la Policía. Momentos más tarde, Herbert fue capturado por la Policía mientras se desplazaba en su camioneta Chevy cargada de leña. Aquel fue su último crimen.

07.jpg

Juicio y Descubrientos

Una vez en prisión, Herbert confesó sus crímenes y dijo que todo lo que había hecho se lo habían pedido las voces en su cabeza para así prevenir un terremoto. Herbert aseguró que la razón por la que no sucedió un terremoto recientemente se debía a su labor. Herbert Mullin fue acusado de diez homicidios y su juicio comenzó el 30 de julio de 1973, debido a que el acusado admitió sus crímenes, el juicio sirvió para determinar si era demente o culpable de sus acciones.

Como evidencia a favor de la hipótesis según la cual Herbert no estaba cuerdo y había sufrido un serio menoscabo en sus facultades mentales, los oficiales presentaron una carta (encontrada en la habitación de Herbert) escrita por el asesino durante el día en que mató a Perez:

‹‹Que se sepa a las naciones de la Tierra y las personas que lo habitan, este documento tiene más poder que cualquier otro medio escrito antes. Una tragedia como lo que ha sucedido no debería haber ocurrido y debido a esta acción que tomo de mi propia voluntad estoy haciendo posible que se produzca de nuevo. Mientras pueda estar aquí tengo que guiar y proteger a mi dinastía››

De hecho, cuando el jurado llamó a los psiquiatras para que dieran su veredicto, la opinión fue unánime: Herbert Mullin era un esquizofrénico paranoico y su caso, como el de la mayoría de sujetos que presentan dicho trastorno, implicaba alucinaciones auditivas (las voces que lo incitaban a matar), pensamiento fragmentado, sistemas de creencias delirantes (los sacrificios humanos para evitar desastres) que incluían un patrón de importancia (él, por su fecha de nacimiento, creía que tenía una misión especial) y delirios de posesión de facultades psíquicas (él se creía telépata). En respaldo de lo anterior, el psiquiatra Donald Lunde puso una cinta en la que Mullin, a través de una canción hecha por él mismo, describía su delirante filosofía. La canción se llamaba “Die Song” y decía lo siguiente:

‹‹Ya ves, la cosa es que la gente se reúne, digamos, en la Casa Blanca. A la gente le gusta cantar la Canción de La Muerte, tú lo sabes, a la gente le gusta cantar la Canción de La Muerte. Si yo soy presidente de mi clase cuando me gradúe de la secundaria, yo podría nombrar dos, posiblemente tres jóvenes homo sapiens que morirán. Yo podría cantarles la canción a ellos y ellos tendrían que matarse a ellos mismos o ser asesinados —un accidente automovilístico, una puñalada, una herida de bala. ¿Tú me preguntas por qué es esto? Y yo digo, bueno, ellos tienen que morir con el fin de proteger la tierra de un terremoto, puesto que todo el resto de la gente en la comunidad ha estado muriendo a lo largo del año, y mi clase, nosotros tenemos que contribuir en eso para hablarle a la oscuridad, nosotros tenemos que morir también. Y la gente preferiría cantar la Canción de La Muerte que asesinar.

Yo creo que el hombre ha creído en la reencarnación conscientemente, verbalmente, por quizá unos diez mil años. Y, cuando ellos instituyeron esta ley…ellos solían practicarla, unos diez mil años atrás…Bueno, ellos dejan que un chico vaya a matar desaforadamente, tú sabes, el habrá matado desaforadamente quizá veinte o treinta personas. Luego ellos lo lincharan, tú sabes, o ellos tendrán otro asesino desaforado que lo mate. Porque ellos no quieren que él se vuelva demasiado poderoso en la próxima vida, tú lo sabes…››

Sin embargo, como Mullin cubrió las huellas de los asesinatos de los Gianera con el homicidio de Kathy Francis, la defensa descartaba la posibilidad de que estuviera completamente demente. El veredicto fue entregado el 19 de agosto de 1973: Herber Mullin fue declarado culpable por homicidio de primer grado tras asesinar a Jim Gianera y Kathy Frances, por ser crímenes premeditados. Mientras que los ocho asesinatos restantes terminaron con una sentencia de homicidio de segundo grado por ser crímenes impulsivos cuya naturaleza irreflexiva fue perfectamente expuesta en palabras del propio Herbert Mullin: “Una roca no toma una decisión mientras está cayendo, cae y eso es todo”

08.jpg

Mullin ha envejecido en prisión pintando y componiendo canciones.
Herbert Mullin fue sentenciado a cadena perpetua y tendría opción de salir bajo palabra en el 2025, momento en el que tendrá 78 años. Actualmente es un convicto de la prisión estatal de Mule Creek, en Ione, California. Según reportes, en su tiempo libre suele pintar y escribir poesías, además de que aún preserva bastante de su esencia hippie pues medita con relativa frecuencia…

[1] Herbert odiaba a los hippies porque, junto a Jim Gianera, eran para él los culpables de que su mente se haya alterado a causa de las drogas.

[2] Gianera, por sus actividades ligadas a las drogas, vivía en una cabaña de madera ubicada en un bosque por el que en general solo pasaban turistas.

Fuentes: 1 - 2 - 3 - 4 - 5
 
Edmund Kemper, el gigante asesino

Edmund-Kemper.jpg


Edmund Kemper mató a sus abuelos, a seis estudiantes, a su propia madre y a una amiga de esta. Era necrófilo y caníbal. Jamás le apresaron, se entregó él porque nadie estaba contando lo que había hecho por la radio.
http://www.ivoox.com/2017-11-07-los-asesinos-del-pais-horrores-audios-mp3_rf_21923760_1.html
http://www.ivoox.com/edmund-kemper-el-asesino-mixto-audios-mp3_rf_390467_1.html
http://www.ivoox.com/edmund-emil-kemper-el-gigante-corta-cabezas-audios-mp3_rf_108013_1.html



El Gigante de Santa Cruz
  • Clasificación: Asesino en serie
  • Características: Necrofilia - Canibalismo - Parricidio
  • Número de víctimas: 10
  • Periodo de actividad: 1964 / 1972 - 1973
  • Fecha de detención: 24 de abril de 1973
  • Fecha de nacimiento: 18 de diciembre de 1948
  • Perfil de las víctimas: Su abuelos, seis mujeres jóvenes, su madre y una de sus amigas
  • Método de matar: Arma de fuego - Puñaladas con cuchillo - Estrangulación - Golpes con martillo
  • Localización: Varios lugares, Estados Unidos (California)
  • Estado: Condenado a cadena perpetua en noviembre de 1973
  • Edmund Kemper – El gigante «asesino de colegialas» de Santa Cruz
    Stéphane Bourgoin – Asesinos

    Cuando uno se encuentra frente a Ed Kemper, lo califica en seguida de hombrachón impresionante: tiene 44 años, mide más de dos metros y pesa alrededor de 160 kilos. Su cociente intelectual pasa de 140.

    Con motivo de la filmación de un documental, Serial Killers: Investigación de una desviación, tuve ocasión de hablar con Ed Kemper durante varias horas en compañía de Olivier Raffet, el realizador de nuestra película. Con ocho condenas por asesinato en primer grado, Kemper escapó de la pena de muerte porque acababa de ser abolida en el estado de California (donde más tarde fue restablecida). Purga su condena en Vacaville, no lejos de San Francisco, la prisión más poblada del mundo occidental, con cerca de diez mil huéspedes.

    Ed Kemper pertenece a la categoría de los asesinos en serie organizados. Todas las citas de Kemper proceden de esta entrevista efectuada en noviembre de 1991. Interrogarlo no fue tarea fácil. Unos días antes, John Douglas, jefe del departamento de análisis criminal del FBI, me había relatado la siguiente anécdota: a finales de los años setenta, su colega Robert Ressler visitó a Kemper, por tercera vez, en la prisión de alta seguridad. Al cabo de cuatro horas, Ressler aprieta el timbre para llamar al guardia. Llama tres veces en un cuarto de hora. Sin respuesta. Kemper advierte a su entrevistador que no sirve de nada ponerse nervioso, pues es la hora del relevo y de la comida de los condenados a muerte. Con un toque de intimidación en la voz, Kemper agrega, haciendo una mueca, que nadie contestará a la llamada antes de otro cuarto de hora por lo menos: «Y si de repente me vuelvo majareta, vaya problema que tendrías, ¿verdad? Podría desenroscarte la cabeza y ponerla encima de la mesa para darle la bienvenida al guardia … »

    Nada tranquilo, Ressler le contesta que esto volvería aún más difícil su estancia en la cárcel. Kemper le responde que tratar así a un agente del FBI provocaría, al contrario, un enorme respeto entre los demás prisioneros: «No te imagines que he venido aquí sin medios de defensa», dice el agente del FBI. «Sabes tan bien como yo que está prohibido a los visitantes llevar armas», responde Kemper mofándose.

    Conocedor de las técnicas de negociación en los casos de rehenes, Ressler trata de ganar tiempo. Habla de artes marciales y de autodefensa. Finalmente, el guardia aparece y Ressler lanza un suspiro de alivio. Al salir de la sala de entrevistas, Kemper le dirige un guiño y, poniéndole el brazo sobre el hombro, sonríe: «Y sabes que solo bromeaba, ¿no?”.»

    Desde este incidente, los agentes del FBI no tienen derecho a interrogar a solas a los asesinos en serie.

    *****

    Un enorme deseo de venganza
    Criado por una madre terrible, que no vacila en encerrarlo en el sótano de su casa, Edmund Kemper se vuelve muy tímido y se aisla más y más. Sueña con vengarse, imagina juegos mórbidos en los cuáles tienen un papel esencial la muerte y la mutilación. Consciente de su insuficiencia, admira a su padre ausente y al actor John Wayne. Por lo demás, es curiosa la fascinación que ejerce el Duke sobre otros muchos asesinos en serie, como John Wayne Gacy o Herbert Mullin, aunque éste odiaba ferozmente al actor. Kemper explica:

    «John Wayne se parecía mucho a mi padre, a la vez físicamente y en su modo de obrar. Mi padre era forzudo y hablaba alto y fuerte. Como John Wayne, tenía los pies pequeños. Cuando estuve por primera vez en Los Angeles fui a poner mis pies en las huellas de los de John Wayne, inmortalizadas delante del Teatro Chino. Me enorgulleció ver que mis pies eran mayores que los suyos.»

    A Ed Kemper le hace falta el padre, pues no se entiende en absoluto con su madre Clarnell. Le enfurece que ésta vuelva a casarse, aunque sus sucesivos padrastros lo trataron generalmente con mucha afabilidad. Pero Ed les reprocha que hayan tomado el lugar de su padre natural:

    «Era un niño inquieto y nunca me acostumbré a la idea de la separación de mis padres. Detestaba pensar que nuestra familia se rompiera. Quería a mis padres por igual. Discutían mucho y mi madre solía llevar la mejor parte, rebajaba constantemente a mi padre, le repetía sin cesar que era un desgraciado sin futuro. Finalmente, mi padre se hartó y se marchó. Yo, por la noche, a menudo lloraba oyéndoles insultarse a gritos. Se divorciaron. Mi madre bebía mucho y cada vez más. Yo tenía dos hermanas. Mi madre me trataba como si yo fuese una tercera hija, me taladraba los oídos diciéndome que mi padre era un mal bicho. Hubiera debido identificarme con él, pero no lo lograba. Mi hermana mayor, que tenía cinco años más que yo, me pegaba a menudo, y mi hermana menor mentía y muchas veces me castigaban en su lugar. Tenía la impresión de que el mundo entero estaba contra mí, que había agarrado el mango por el extremo equivocado. Se me iban acumulando las frustraciones y el deseo de venganza.»

    *****

    «Jugábamos a la silla eléctrica y a la cámara de gas»
    Al llegar a los ocho años, Kemper jugaba desempeñando el papel de víctima de una ejecución mientras sus hermanas hacían el papel de verdugos:

    «Vivíamos en Montana, en una casa con un sótano inmenso, casi parecía un calabozo medieval. Tengo ocho años y mi imaginación funciona a todo tren. Hay un enorme horno de calefacción central, con radiadores y tuberías que hacen mucho ruido. Este horno me cautiva, tengo la impresión de que en él vive el Diablo. Esos ruidos inquietan a un crío de mi edad. El diablo comparte mi dormitorio y habita en ese horno. A veces, me despierto y miro, fascinado, el horno, que resplandece de modo extraño. De noche, mi madre y mis hermanas suben al primer piso, donde tienen sus dormitorios, pero yo duermo en el sótano. ¿Por qué voy al infierno cuando ellas suben al cielo… ? Con mi hermana menor inventamos juegos morbosos. Jugábamos a la silla eléctrica o a la cámara de gas. Era la época en que Caryl Chessman había sido condenado a muerte. Como no tengo muchos juguetes, eso rompe la monotonía ambiente. Me dejo atar con una cuerda a un sillón, finjo retorcerme de dolor cuando mi hermana hace como que pone el contacto…»

    Ed Kemper cuenta este juego de la cámara de gas como si se tratara de algo normal para un niño de su edad, un medio de «romper la monotonía ambiente». Ni su madre ni sus profesores toman en serio estas fantasías morbosas. La mayoría de los asesinos en serie dan desde la infancia signos de su comportamiento anómalo, pero ningún padre piensa que su hijo es Jack el Destripador. Cuando se habla con asesinos en serie, confiesan que desde la infancia querían matar y que los mataran. No es una fantasía que surja bruscamente en la adolescencia a causa del alcohol o de las drogas. Piensan en ello ya a los siete u ocho años, como en el caso de Kemper. Fascinado por un truco de magia, sus fantasías toman un carácter más macabro:

    «Un día, en unos almacenes, asisto a un juego de magia, el de la falsa guillotina. Se pone una patata debajo de la cuchilla mientras alguien mete la cabeza en una abertura preparada a tal efecto. La cuchilla cae y sólo la patata queda cortada en dos. El mago pide un voluntario y una hermosa muchacha rubia se presenta, empujada por su novio. Todos ríen. Yo, en ese instante, me descontrolo, pierdo el contacto con la realidad. No hubiera debido sucederme. ¿Cómo imaginar que se pueda cortar la cabeza a alguien en unos almacenes? Estaba fascinado, esa idea de la decapitación era tan excitante para mí que me acosó durante semanas. Mucho antes de mi primer crimen ya sabía que iba a matar, que todo acabaría así. Las fantasías son demasiado fuertes, demasiado violentas. Sé que no seré capaz de contrarrestarlas. Vuelven a la carga sin cesar y son demasiado elaboradas… A veces se habla de la cara oscura de tal o cual persona. Todos piensan en cosas que guardan enterradas en lo más profundo, porque son demasiado crueles, demasiado horribles para expresarlas: “Me gustaría volarle la cabeza o matar a ese tipo”. Todos lo pensamos, un día u otro. Yo pensaba en ello constantemente. Tenía constantemente pensamientos negativos. En un momento dado, a medida que se crece, se logra superar esta fase morbosa. Yo, no. Un adulto puede guiar a un niño, enseñándole otro camino. Mi madre estaba, al contrario, para humillarme y pegarme. Me enseñaba hasta qué punto los varones eran insignificantes. En cierto modo, precedió en varios años a los movimientos feministas. Ya sé que no es justo hablar así de una muerta que no puede defenderse. Su padre había sido alguien insignificante y ella tuvo que ocuparse de todo desde la infancia. Mamá se ocupaba de todo. No sabía cómo actuar de otra manera.»

    *****

    Fascinado por la decapitación
    Constantemente en conflicto con su madre, Kemper no se entiende mejor con su hermana:

    «Tengo celos de mi hermana. Tiene muchos amigos y yo ninguno. Mi madre le muestra afecto y respeto, le presta atención. A mi me riñen cada dos por tres. Como regla general, tiene todo lo que yo no poseo. Un día me dan una pistola de pistones que traigo de Nueva York. Mi hermana detesta esa pistola porque no tiene una. Y además está furiosa porque no ha ido a Nueva York. Unos días después de mi regreso, con el pretexto de una disputa toma mi juguete y lo arroja contra mis pies. No solamente la pistola se rompe, sino que tengo una herida en un dedo del pie. Para vengarme, me voy a su cuarto y con unas tijeras decapito su muñeca Barbie y luego le corto las manos; después le devuelvo su muñeca mutilada.»

    Kemper trata de racionalizar su fantasía de mutilación de la muñeca: se venga de su hermana porque rompió su pistola. Esto expresa una característica importante del asesino en serie, o sea, su deseo de aparecer normal. Cuando habla de las mutilaciones de sus víctimas, Kemper indica que les corta la cabeza y las manos para hacer imposible su identificación, lo cual, a primera vista, puede parecer normal para un asesino que trata de escapar de la policía. Sin embargo, este acto queda anulado por los métodos modernos de investigación, que permiten identificar una víctima por su dentadura y sus huellas dactilares. La separación de los miembros y del tronco no altera nada, pero satisface una fantasía que Kemper tiene desde su infancia. Finge matarse en ceremonias rituales antes de mutilar a una muñeca simbólica. La etapa siguiente exige que mate a un ser vivo para poseerlo, palabra clave en la carrera de asesino de Ed Kemper. Unos meses más tarde, el gato de la familia se convierte en su primera víctima. Entierra vivo al animal, y le corta la cabeza, la cual lleva orgulloso a casa, donde la exhibe en su cuarto como un trofeo. Pese a su corta edad, fantasea sobre el amor y el s*x*. Y sus sueños eróticos se acompañan inevitablemente de violencia:

    «Llegada la noche, salgo subrepticiamente de casa para pasearme por las calles, al azar. Me encanta espiar a las muchachas y seguirlas desde lejos. Me imagino que las amo y que me aman, aunque sepa que esto nunca será posible. ¿Qué fantasías tengo? Pues poseer las cabezas cortadas de esas chicas. Los hombres no me gustan.»

    *****

    Un necrófilo perfecto
    Casi nunca habla. Es incapaz de expresar de modo normal cualquier sentimiento de afecto. Kemper presenta los signos premonitores de una perfecta necrofilia. Un día, su hermana le hace una broma sobre su maestra, por la que se siente atraído. Le pregunta por qué no la besa y el joven Ed contesta: «Tendría que matarla antes de besarla.» Está a punto de realizar semejante fantasía, pues una noche se dirige a casa de su maestra llevando la bayoneta de su padrastro. Imagina que la mata, la decapita, se lleva a casa su cabeza y la besa y le hace el amor. Sus compañeros de clase se sienten inquietos en su presencia, pues Kemper no les habla y se contenta con mirarlos fijamente.

    Este ostracismo se acentúa cuando Kemper cumple los trece años, pues se sospecha que mató a un perro del vecindario. Otro gato, que prefiere la compañía de su hermana mayor, es la segunda víctima de sus experimentos. Esta vez mata al animal a machetazos y la madre de Kemper descubre los pedazos de la bestia ocultos en el armario del muchacho. Le había cortado el cráneo para exponer el cerebro y luego lo apuñaló innumerables veces. En la operación quedó rociado de sangre.

    Durante un tiempo, Ed quiere vengarse de sus condiscípulos. Uno de sus padrastros, que lo trata con mucha afabilidad y lo lleva de caza y pesca, no está tampoco protegido contra las fantasías asesinas de Kemper. Un día, el adolescente se coloca detrás de él con una barra de hierro en la mano. Lo matará y le robará el coche, en el cual se irá a California del Sur para reunirse con su padre natural. Renuncia a este proyecto, pero lo sustituye por la fuga:

    «A los 14 años, me marché de casa. Y ¿por qué? Pues para reunirme con mi padre. Quiero alejarme de mi madre. Sueño y fantaseo constantemente con el asesinato. Sólo pienso en eso. No consigo pensar en nada más. Mi madre mide un metro ochenta y pesa más de más de noventa y cinco kilos, pero no es obesa. Es una mujer que me aterroriza. Posee unas cuerdas vocales inimaginables. Vence siempre a los hombres en los juegos de muñeca. Siempre domina a sus maridos. Lo mismo que con mi padre. Un día, él se hartó. No diré que todo fuera culpa de ella. Pero mi madre me pegaba a menudo, cuando le parecía que yo no hacía lo que era debido. Un día me pegó en la boca con su cinturón, que se rompió. Me dijo que me callase, no fueran los vecinos a creer que me pegaba. ¡Imagínese! Encima… A sus ojos soy una mierda. No me opongo a ella de frente. Trato de resistir sin dar la cara. Cuando no me da mi dinero para la semana, me lo tomo de todos modos. Pero no lo robo, cojo cinco cents por ahí, cinco por allá; una vez, veinticinco. Espero a que regrese borracha por la noche, porque no contará su calderilla. Pero ella se da cuenta y se complace en contar delante de mí su dinero. Así jugamos al gato y al ratón durante casi un año. Después de haber ido a visitar a mi padre, decido no volver a tocar el portamonedas de mi madre, lo cual le da miedo. Suele decir: «Ahora cenaremos y después te daré una buena tunda.» ¡Imagínese! Trataba de humillarme por todos los medios.»

    Edmund Kemper parte a California, para vivir un tiempo con su padre:

    «Me entusiasma marcharme de Montana y volver a California, donde nací. Montana es el estado natal de «Ella», pero no el mío. Hace frío en invierno y calor en verano. La gente es simpática, pero no es mi gente. Me quedé un mes con mi padre y mi hermanastro. Nos trató muy bien, como si fuéramos hombrecitos. Él también venía de una familia muy matriarcal. La clase de familia cuyo hijo va en busca de una imagen maternal y acaba casándose con ella. Pero yo tenía abuelas dominantes en ambos lados de la familia. Con mi padre, las relaciones eran excelentes, con él hubiese podido tener una infancia feliz. Esos treinta días que pasamos juntos me abrieron los ojos. En aquella época, me sentía paranoico. En cuanto entraba en una habitación, cesaban las conversaciones y todos me miraban, porque era, con mucho, el tipo más alto que habían visto jamás. Los bajitos y los de mediana estatura me envidiaban porque hubiesen querido que la gente se fijara en ellos. Creían que era formidable. Yo, no. Almaceno muchas frustraciones y odios. No sé cómo canalizarlos o cómo deshacerme de ellos. Me imagino a menudo que soy el último hombre en la Tierra. ¿Qué pasaría si estuviera solo con todos esos buques, esos autos y aviones sin nadie con quien compartirlos? ¿No sería terrible? Esta idea me obsesiona y elaboro toda una novelería con este concepto. La gente está todavía presente, pero inanimada. No puede afectarme ni hacerme daño. Cuando llegué a la pubertad, una amiga de la clase me deseó, no sexualmente, sino físicamente, emocionalmente, y yo no sabía qué hacer. No estaba preparado. Ella estaba más adelantada que yo, bella y agresiva. Me asusté y ella me dejó de lado. Ella deseaba una relación física, quería besarme, pero tuve miedo.»

    «Tengo constantemente la impresión de ser un extraño, de hallarme al margen. Tengo tendencias suicidas. Juego con la muerte. Uno de mis pasatiempos favoritos consiste en tenderme en medio de la carretera, como si acabaran de derribarme, y esperar a que pase un coche. Deseo que un conductor esté lo bastante borracho como para pasarme por encima, pero todos frenan y se detienen antes de llegar a mí. Se ponen furiosos cuando me levanto para salir corriendo. Es un juego. Ahora me río de esto, pero indica mi estado de ánimo en aquella época, y hasta qué punto tenía poco respeto por mi propia vida.»

    *****

    «Sólo quería saber lo que sentiría matando a mi abuela»
    Las relaciones entre Kemper y su madre continúan empeorando. Cree que su hijo está chiflado y lo manda a casa de sus abuelos paternos, que viven en un rancho de California. Es allí, el 24 de agosto de 1963, a los 16 años de edad, donde mata a sus abuelos con un rifle del 22. Luego, apuñala a Maude Kemper con un cuchillo de cocina. Desconcertado, telefonea a su madre para informarla. Cuando la policía le interroga sobre sus motivos, contesta: «Sólo quería saber lo que sentiría matando a mi abuela.» Lamenta no haber tenido el valor de desnudarla. Sus declaraciones incoherentes determinan que se le interne en el hospital de alta seguridad de Atascadero:

    «Paso la Navidad en compañía de mi padre, que acaba de casarse, pero esta vez las cosas van muy mal con mi madrastra y mi hermanastro. Tratábamos de atraer la atención de mi padre y su amor. Pero ahora tiene una nueva familia. Busco desesperadamente un hombre adulto para que me guíe. Mi padre no puede soportar esta tensión y me envía a casa de mis abuelos para deshacerse de mí. Me consideran un fracasado, de modo que trasladan al engorroso a la montaña. Bueno, no me lo dijeron así, pero como si lo hubiesen dicho. Me quedo varios meses, y todo marcha bien al principio, sobre todo porque estoy lejos de Montana. Pero, al cabo del tiempo, el barniz se resquebraja, pues mi abuela quiere criarme con dureza, como a sus tres hijos. Espera librarme de la influencia negativa de mi madre, pero de hecho la sustituye por la suya. Y yo soy completamente incapaz de comprender relaciones psicológicas tan complejas. No me da un respiro. Cuando me ausento, en el rancho, grita mi nombre cada hora para saber qué hago. Me habla siempre de la tranquilidad del campo, de la paz y del amor a los animales. La finca tiene unas cuatro hectáreas, y me atosiga constantemente gritando: «No te lleves la carabina y no hagas daño a nuestros amiguitos.» ¿Y saben lo que hice? Pues que tiré contra todo cuanto se movía. Los pájaros tenían la costumbre de sobrevolar la finca. Al cabo de algunas semanas de esta matanza, debieron darse cuenta, pues eludían el rancho. Me río, ahora, pero entonces no era nada divertido. Tiraba contra todo lo que se movía. Ganaba 25 cents por cada conejo o roedor que mataba. Destruía seres vivos para saber si podía hacerlo. Los psicólogos adoran estos trucos: un chico mata pájaros y se convertirá en un maníaco. Todo esto hierve dentro de mí. Las pasiones, las tensiones, las frustraciones. Fantaseaba sobre la muerte de mi abuela. Pensaba ya en cortarle la cabeza, pero el crimen fue espontáneo, como una explosión. No lo premedité.»

    En 1969, contra el parecer de los psiquiatras, confían a Edmund Kemper al cuidado de su madre:

    «El 30 de junio de 1969 al mediodía salgo de Atascadero. Me esposan para tomar una avioneta hacia el condado de Madera, donde me juzgará un tribunal de menores. Me encarcelan con el número 5100, un número de código que significa que estaba enfermo al cometer mis crímenes pero que soy legalmente responsable de ellos. Represento un peligro para mí mismo y para la sociedad. Debo seguir un tratamiento. Durante mi estancia en Atascadero mi código pasa del 5100 al 5567, es decir, me convierto en mentalmente peligroso e irresponsable de mis actos. En este caso, basta con mejorar para que te dejen regresar a tu casa. Creo que soy el único asesino que salió de esa institución sin antecedentes penales. En realidad, los psiquiatras no querían liberarme, estaban a punto de trasladarme al Hospital Estatal de Agnew, del cual no me habrían dejado salir hasta muchos años después y para someterme siempre a estrecha vigilancia. No se olvide que no tenía todavía 21 años, sin ninguna experiencia amorosa o sexual, y que nunca había trabajado. En resumen, que me llevan ante el comité que debe decidir si me dan la libertad bajo palabra. Pido que me confíen a un centro de rehabilitación, lejos de mi madre. No lo consigo. Me envían a casa de mi madre en libertad condicional por dieciocho meses. Hubiese debido mandarlos a paseo. Mi madre, alcohólica, resulta ser así, oficialmente, mi amiga y mi consejera. Me digo que las cosas serán distintas ahora que me he convertido en duro, que habrá cambiado y se sentirá orgullosa de mí. Mientras estaba encerrado, estudié.»

    «En Atascadero, me había encontrado, yo, menor, en un hospital psiquiátrico para criminales muy duros. En 1964, allí la edad media de los presos era de 36 años. Según la ley, yo hubiese debido estar en el Hospital Estatal de Napa, una institución de mínima seguridad, pero el juez estaba tan escandalizado por mis crímenes que declaró que no quería «enviar a este joven a Disneyland». Por eso me llevaron a Atascadero, con gente que, de promedio, tenía veinte años más que yo. Créame, crecí muy deprisa. Hasta salvé la vida de un chico al que un adulto quería estrangular.»

    «De los 16 a los 21 años estoy en la prisión. Es la época de los hippies y del final de la guerra del Vietnam. Cuando quedo en libertad se supone que me mezclaré con la vida de los adultos, que me integraré en la sociedad. Los adolescentes han cambiado completamente mientras yo estaba encarcelado. Todo acabó mal. ¿Por qué? Mi madre trabaja en la universidad pero se niega a que yo conozca a muchachas estudiantes porque soy un botarate como mi padre y no merezco conocerlas. Me dice que son demasiado para mí. Yo destruyo iconos, hago daño.»

    «A causa de mi madre, no llego a determinarme como hombre. Mi vida sexual es inexistente y sólo puede llegar a ser aberrante. Nunca fui a un espectáculo de mirones, tenía miedo. Me masturbo enormemente mientras vivo mis fantasías. Pero, de todos modos, tuve tres breves relaciones y dos veces pillé blenorragias. No empleaba condones. Ahora, sería un hombre con la muerte en suspenso, a causa del sida.»

    *****

    «Quiero herir a la sociedad donde más le duela»
    Clarnell Kemper se ha instalado en Santa Cruz, en cuya universidad trabaja. A comienzos de los años setenta, su hijo da la impresión de integrarse en la sociedad. Después de algunos empleos menores, como en una gasolinera, lo contratan en el departamento de Puentes y Carreteras del Estado de California. De noche, recorre las autovías y perfecciona su técnica para establecer contacto con autoestopistas, que transporta a docenas. Kemper sabe ahora tranquilizar a sus posibles víctimas, que no sospechan que las somete a un cuestionario escrupuloso, pues no las elige al azar. Confiesa al psiquiatra Donald Lunde que preparó con cuidado una lista de las características físicas y morales de sus futuras víctimas. No deben ser «puercas hippies», sino jovencitas de buena familia. Entre las preguntas de su lista figuran la ocupación del padre, el lugar de residencia, si va a la universidad, etc. Es absolutamente necesario que su víctima corresponda a la imagen que Kemper tiene de las estudiantes que su madre le prohibe frecuentar.

    Después del asesinato de Aiko Koo, tiene dudas sobre la respetabilidad de su víctima, hasta el punto de que pasa en coche por delante de su domicilio para comprobar la clase de casa donde habitaba. En dos años, Kemper estima que tomó en autoestop de trescientas a cuatrocientas muchachas. Como otros asesinos en serie, Kemper planea minuciosamente sus fechorías, escoge su tipo de víctimas y hasta prepara su coche: la puerta del lado del pasajero puede bloquearse gracias a un sistema que él mismo elabora y que se acciona con una palanca situada debajo de su asiento.

    «Sabía cómo encontrar a mis víctimas, pero no quería tener nada que ver con las sucias hippies que se veían en todas partes en aquella época. Habría sido demasiado sencillo. Hubiera podido matar fácilmente a un montón, pero éste no era mi objetivo. Quería herir a la sociedad donde le hiciera más daño, quitándole lo que tenía de más precioso, los futuros miembros de la élite, las hijas de los ricos, con sus aires superiores de zorras altivas.»

    Otras noches, frecuenta un bar local donde conoce a policías, algunos de los cuales llevarán la investigación de sus crímenes futuros. Mientras los comete, Edmund Kemper sale incluso con la hija de un jefe de la brigada criminal de Santa Cruz, que lo invita varias veces a cenar considerándolo un buen partido para su hija.

    «¿Qué habría pasado si hubiese aceptado su invitación? Hubiera ido a su casa, me habría sentado a su mesa, y en mi mente me imaginaba sacando mi revólver y abatiéndolos uno tras otro. Habría colocado sus cabezas, después de cortarlas, en platos, y me habría marchado tranquilamente no sin haberme lavado. Al día siguiente, el poli no acude a su trabajo. Sus colegas se inquietan. No hay noticias de él. Van a su casa y descubren la matanza. Se quedan patitiesos. En fin de cuentas, es él quien dirige las investigaciones. Éste es el estado de ánimo en que me encuentro permanentemente en esa época. ¿Y por qué no pasó nada? Él mismo me hizo la pregunta después de mi detención. Le contesté que porque me había tratado con consideración, lo mismo que su hija.«

    El 7 de mayo de 1972, Kemper recoge a dos autoestopistas de 18 años, Mary Ann Pesce y Anita Luchessa. Después de dar muchos rodeos, las lleva a un callejón sin salida y las apuñala.

    «Algo me atrae hacia Mary Ann, algo que me obsesiona. No quiero decir que sienta compasión por ella cuando hablo de ella. De hecho, representa precisamente lo que me impulsa a cometer esos crímenes… Es altiva, algo desdeñosa. Veo a una joven, ni bonita ni fea. Una californiana. Y se muestra distante conmigo… Mary Ann era experta en autoestopismo. No quería subir al coche cuando me detuve, pero yo había perfeccionado una técnica infalible. Miro siempre mi reloj, con el aire de alguien que se dice: «¿Tengo tiempo de detenerme?» Es increíble lo bien que esto funciona. Mary Ann sube con su compañera. Mientras rodamos, la observo por el retrovisor. Me mira a los ojos. Llevo gafas de sol que no son completamente opacas. Nuestras miradas se cruzan y en vez de preguntarme por qué la miro y de decirme que sería mejor que me detuviera para dejarlas apearse, continúa examinándome. Eso es parte del juego, de ese intercambio que surge cuando un hombre y una mujer se miden. Era parte de mis fantasías eso de recoger a autoestopistas para matarlas, pero hasta entonces siempre había ido aplazando la realización. Maldigo mi debilidad. Me digo que debo decidirme a actuar. Es algo así como la ruleta rusa, excepto que no arriesgo mi vida. Flirteo constantemente con el peligro, es excitante. Sé que si saco mi arma tendré que matarlas. No puedo dejarlas escapar. Demasiado peligroso. Mary Ann Pesce me hace caer en el crimen a causa de su refinamiento, de la distancia que establece entre nosotros. No puedo soportarlo. Hace cinco años que no he foll*do. Estaba demasiado impaciente.»

    «Cuando actúo, es un choque terrible. Multiplico las tonterías. Quiero estrangularla y no lo consigo. Se agita y empieza a gritar. Me siento frustrado. Tomo mi cuchillo y la apuñalo. No se muere. En las películas se supone que la gente muere en seguida. En la vida, las cosas no son así. Cuando se apuñala a alguien, brota sangre, la tensión sanguínea disminuye. Continuó apuñalándola en la espalda. Se vuelve y mi mano roza uno de sus pechos. Apunto el puñal a su estómago, tengo miedo de darle en el pecho. Me siento turbado. Quiero reducirla al silencio. Acaba con la garganta cortada de una oreja a otra. Y créame que sé lo que esto quiere decir. Pierde el conocimiento y muere probablemente unos segundos después. Salgo del coche, con las manos cubiertas de sangre y repitiéndome: «Ya está, ya lo he hecho, ya está, ya lo he hecho.» Ahora debo matar a la otra. Me quedo un momento sentado, con el revólver en la cintura. Habría podido permanecer dentro del coche si me hubiese motivado el s*x*. No está todavía completamente muerta, su cuerpo se halla aún caliente. Me habría bastado con darle la vuelta para follarla. Estoy todavía conmocionado y tropiezo al salir del auto. Por poco me caigo al suelo.»

    «Mientras mataba a Mary Ann, sé que su compañera oyó los gritos. En un momento dado le cubrí la boca y la nariz con mis manos, pero seguía gimoteando. Esto me saca de quicio, no lo soporto. Es algo que no se olvida. Los pulmones de Mary Ann están tan llenos de agujeros que las palabras y los sonidos salen como burbujas que gorgotean. Tengo la impresión de que me va a estallar el cerebro. Es como una pesadilla psicótica. Y le corté la garganta. Al salir del auto, dejé el cuchillo en el interior. Abro el maletero y la otra muchacha me ve con las manos ensangrentadas. Murmuro una vaga excusa para tratar de explicárselo. Siento que, desea con todas sus fuerzas creerme, pues es su única esperanza de sobrevivir. Le ordeno que salga del maletero. Ni siquiera se da cuenta de que tengo el cuchillo en la mano. Y empiezo a apuñalarla. Se defiende con uñas y dientes, gritando. La agarro por el brazo y le doy dos cuchilladas en los flancos. Espero que caiga, pero continúa gritando y de la boca le sale sangre que me rocía la cara. Le grito que se calle y lo hace. Dice varias veces: “No, no.” Le cubro la boca con una mano. Me muerde los dedos. Le hundo los dedos en la boca y en este momento pierde el conocimiento. Se está muriendo. Sus brazos se agitan en todos los sentidos. Es insensato, pero recobra el conocimiento y me pregunta: «Por qué?» Yo también quiero saber por qué y me acerco a ella. Unos segundos después, se convulsiona, sus brazos baten el aire, hay sangre en todas partes y ella continúa hablando. Repite alternativamente “No, no, no” y “¿Por qué ¿Por qué? ¿Por qué?” Es una locura. No siento nada, ya no formo parte de la raza humana. Unos instantes después, muere.»

    *****

    «La fantasía de las cabezas cortadas es como un trofeo»
    Kemper lleva a su casa los dos cadáveres y los fotografía con una cámara Polaroid. Los diseca, sin dejar de gozar con algunas partes de los cuerpos:

    «Regreso a mi apartamento con los dos cuerpos en el coche. El maletero está lleno de sangre, pues una de las víctimas está cubierta de puñaladas. El otro quedó en el asiento trasero. El propietario del edificio está en casa, con dos amigos. Discuten y me imagino su sorpresa si les hubiese arrojado a los pies los dos cuerpos. La idea de hacerlo hasta me excita… Después de cortar las cabezas, me las llevo a mi dormitorio. Las coloco en un sillón y me quedo un largo rato contemplándolas antes de ponerlas sobre mi cama, donde juego con ellas. Una de las cabezas rueda al suelo, sobre la alfombra, y hace bastante ruido. Mi vecino de abajo me detesta, pues hago mucho ruido hasta muy entrada la noche. Toma una escoba y golpea el techo. Le contesto gritando: “Compañero, lo siento mucho, he dejado caer mi cabeza. Lo siento…”»

    «Vivas, las mujeres sé muestran distantes conmigo. No comparten nada. Trato de establecer una relación pero no la hay… Cuando las mato, sé que me pertenecen. Es la única manera que tengo de poseerlas. Las quiero para mí solo. Que hagan una sola persona conmigo. La fantasía de las cabezas cortadas es como un trofeo. Es la cabeza lo que hace a la persona. Una vez cortada la cabeza, el cuerpo ya no es nada. Bueno, esto no es del todo exacto. Con las mujeres, quedan todavía muchas cosas interesantes, incluso si falta la cabeza, pero la personalidad ha desaparecido.»

    Al día siguiente, Kemper entierra los cadáveres en las montañas de Santa Cruz y arroja las cabezas a un barranco:

    «Algunas veces he vuelto al lugar donde enterré a Mary Ann… La quiero cerca de mí… Porque la amo y la deseo.»

    Como ya no le bastan las fotos de Mary Ann y de Anita, el 14 de septiembre Kemper toma a bordo de su coche a la joven Aiko Koo. Tiene 15 años. Kemper cuenta:

    «Por un momento, pienso abandonar mis crímenes satisfaciéndome con las fotos, pero su efecto dura alrededor de dos semanas. Para mí, la víctima tiene también su papel, el de la californiana a la que se promete todo y que puede permitírselo todo. Una sonrisa deslumbradora en los labios. El hecho de que suba a mi coche es más bien trágico, pues es como si llevara un cartel a la espalda indicándome que debo matarla. Esas chicas son bastante mayorcitas para saber lo que hacen y, sobre todo, lo que no hay que hacer, como es el autoestop. Siempre me asombró que siguieran haciendo autoestop aún después del descubrimiento de los primeros cadáveres. Me desafían por el hecho de otorgarse el derecho de hacer lo que les venga en gana. Esto me demuestra que la sociedad está tan chiflada como me lo parece. Es algo que me molesta: se sienten seguras en una sociedad en la que yo no lo estoy.»

    «He leído que en el Oeste americano se curtía la piel de los ahorcados para hacer con ella botas o que se utilizaba su cráneo como tintero. Corté el cabello de una de mis víctimas para hacer una trenza. Al cabo de dos o tres semanas la tiré porque me provocaba demasiada tensión. Me recordaba demasiado la realidad. Fantaseaba mucho pero con la trenza era como un trip malo. Conocí a asesinos que conservaban pedazos de cadáver en jarras con una solución de formol. Tuve miedo, porque sabía que poco a poco llegaría a esto. Debía detenerme si no quería llegar a ser un nuevo Ed Gein. Pruebo los límites de mi universo. Demuestro que puedo llegar a hacerlo en el seno de mi comunidad. Todos me consideraban una buena persona.»

    Kemper estrangula a Aiko Koo antes de violar su cadáver y de llevárselo a su casa.

    «Trato primero de asfixiarla apretándole la nariz, pero se debate con violencia. Creo haberlo logrado, pero ella recobra el conocimiento y se da cuenta de lo que pasa. La domina el pánico. Finalmente, la estrangulo con su bufanda… Después de matarla, estoy agitado, tengo calor y mucha sed. Me detengo en un bar para tomarme unas cervezas con el cadáver todavía en el maletero de mi automóvil. Al llevar el cadáver a mi casa estuve a punto de que unos vecinos me sorprendieran. Desmembrarlo fue un trabajo meticuloso con cuchillo y hacha. Me tomó unas cuatro horas de trabajo. Cortar los miembros, deshacerme de la sangre y lavar completamente la bañera y el cuarto de baño.»

    A la mañana siguiente, Edmund Kemper visita a sus dos psiquiatras, que lo consideran curado, cuando la cabeza cortada de Aiko se encuentra en el maletero de su coche. Ed consigue que su historial penal siga virgen gracias a la recomendación de los dos psiquiatras. El informe de esos especialistas concluye que «no veo ninguna razón psiquiátrica para considerarlo peligroso. De hecho, el único peligro que representa reside en su modo de conducir su moto o un coche».

    «La mato un jueves por la noche. A la mañana siguiente comunico a mi patrón que estoy enfermo. Desmiembro el cuerpo de la chica. El viernes por la noche me deshago del cadáver pero conservo la cabeza y las manos, fácilmente identificables. El sábado por la mañana salgo de mi casa llevándomelas. Busco un lugar para enterrarlas. No es fácil deshacerse de esas cosas. Estuve varias veces a punto de que me sorprendieran mientras enterraba los cuerpos y si se descubre un cadáver los testigos pueden acordarse de un auto color crema parado no lejos de allí. El sábado por la mañana visito a mi psiquiatra en Fresno y por la tarde visito al otro. El sábado por la noche voy con mi novia y su familia a Turlock y el domingo por la noche regreso a mi casa.»

    *****

    «El asesino de estudiantes»
    Transcurren cuatro meses antes de que «el asesino de estudiantes» vuelva a matar. El 9 de enero de 1973 la estudiante Cindy Schall se ve obligada, ante la amenaza de un revólver, a meterse en el maletero del auto de Kemper, donde la mata en seguida. De regreso a casa de su madre, Kemper coloca el cadáver en su cama y lo viola. Una vez satisfechos sus deseos necrofilicos, desmiembra el cuerpo en la bañera. Arroja los restos al mar y entierra la cabeza al pie de la ventana del cuarto de su madre.

    «Cuando la policía me detiene descubre un sable en mi casa y no duda de que es el arma con que corté las cabezas. Lo envían al FBI para someterlo a análisis, pero la respuesta es que no hay restos de sangre en la hoja del sable. Se comprende su malhumor cuando se sabe que esta clase de análisis cuesta decenas de miles de dólares. Les había dicho que ese sable sólo sirvió para golpear un árbol, pero no me creyeron. Y el hombre que lo utilizó fue justamente el jefe de policía, el padre de mi novia, al que había enseñado el sable. Lo había afilado a menudo, lubricando la hoja. Es verdad que había pensado utilizarlo para cortar cabezas. Formaba parte de mis fantasías. Otro experto se equivoca igualmente y afirma que una sierra eléctrica sirvió para cortar las cabezas: a causa de las marcas en los huesos. No. Empleé un simple cuchillo de bolsillo con una hoja de apenas diez centímetros. Primero debo hundir la hoja en la carne y luego darle vuelta para desbloquear la vértebra. Se dijo que siempre corté las cabezas entre la segunda y la tercera vértebras cervicales. ¿Ha tratado alguna vez de cortar entre dos vértebras? Es casi imposible. Los polis eran imbéciles.»

    Desde finales de diciembre se fueron descubriendo cuerpos. Gracias a su costumbre de ir al bar donde van también policías, Ed Kemper se entera de cómo marcha la investigación. Y reincide. El 5 de febrero de 1973 les toca a Rosalind Thorpe y a Alice Lin caer bajo los golpes del gigantón de Santa Cruz:

    «Thorpe tiene una frente muy ancha y trato de imaginar cómo debe de ser su cerebro dentro de su cráneo. Quiero que mi bate dé justo en medio del cerebro. Un segundo antes todavía se mueve y un segundo después está muerta. Un ruido y luego el silencio, un silencio absoluto… Lin, sentada en el asiento trasero, se cubre la cara con las manos. Me vuelvo y disparo dos veces seguidas a través de sus manos. Fallo. La tercera vez es la buena, en plena sien… Pasamos por delante de la garita de la policía del campus y oigo a Lin que se está muriendo en el asiento trasero. Una vez fuera de la ciudad, voy muy despacio antes de volverle la cabeza y de dispararle a bocajarro.»

    Kemper amontona los dos cadáveres en el maletero y regresa a casa de su madre, donde cena tranquilamente. Luego, baja a decapitar los cuerpos, pero no está satisfecho y regresa a buscar el tronco de Alice Lin, al que viola en el suelo de la cocina. Más tarde, en el maletero, le corta las manos:

    «Ya sé que es peligroso hacer subir al coche a una estudiante en el mismo campus. Coger a dos multiplica, pues, el peligro, pero sabía que podría hacerlo. Una vez, en pleno día, tomé a tres en la University Avenue de Berkeley y por poco las mato. Hubiera podido hacerlo sin problemas gracias al ruido que hay en la autopista, que habría cubierto el sonido de los disparos. Debo detenerme, pues pierdo todo control de mí mismo. Bebo cada vez más. Los polis me conocen como un gran bebedor y tal vez por eso no sospecharon de mí. En público casi siempre estoy ebrio de vino o cerveza, o bajo la influencia de diversos barbitúricos, pero estoy sobrio cuando cometo los crímenes. ¿Por qué? Cuando estoy borracho no consigo actuar. Por eso bebo constantemente, porque quiero detener esta locura. Pero es dificil estar siempre borracho. He llegado a tragar entre veinticinco y treinta litros de vino a la semana, dos veces más que mi madre.»

    «Alrededor de un mes y medio después de matar a las últimas estudiantes, me impuse una prueba. Recojo a dos muchachas, que me hacen pensar en mis víctimas precedentes, y nos dirigimos por la autopista A-13 en dirección a la 580. Me piden que las lleve hacia Palomares Drive, donde ya maté. La universidad se encuentra al otro lado y no me creen cuando les aseguro con energía que debemos cambiar de dirección. “Pero si queremos ir por allá…”, dicen. Incluso si no llegamos a Palomares Drive, por allí hay ese camino sin salida que… Y morirán si mis impulsos me dominan. Si seguimos en esa dirección la prueba irá demasiado lejos. Ya hemos ido demasiado lejos. Tengo la misma impresión que con las dos primeras. Siento miedo de tener que matarlas. Intento deshacerme de mis impulsos, algo así como quien intenta dejar de fumar o de beber. Seguimos discutiendo. Si se ponen a gritar estoy jodido, pues alguien telefoneará a la policía. ¡Y yo que les estoy diciendo lo que hay que hacer para salvar sus vidas!»

    «Desgraciadamente, no sirve de nada y se asustan. Les digo que no se inquieten y que esperen al próximo cruce. “Si me equivoco, tomaremos el otro camino. Confíen en mi”. Y me digo: “Mierda”. El revólver está debajo de mi asiento. Llegamos a la autopista y un cartel anuncia la salida para Mills College. Ellas continúan con miedo. No he seguido sus indicaciones, su camino, y esto las aterroriza. Dejo a las dos muchachas a la entrada de la universidad y estoy dispuesto a apostar que se lo pensarán dos veces antes de volver al autoestop. Estoy casi seguro de que aún hoy ignoran hasta qué punto estuvieron cerca de la muerte. Ese día comprendí que no podría detenerme. No consigo ya controlarme. Sé que voy a matar otra vez. Es ineluctable.»

    *****

    «Deseaba destruir a todos mis vecinos»
    Kemper bebe enormemente y se pelea sin cesar con su madre. Pierde todo el control y traza proyectos insensatos:

    «Quería encararme con las autoridades de Santa Cruz. Demostrarles que iba en serio, que se trataba realmente de un monstruo. Deseaba destruir a todos mis vecinos, una docena de familias. Mi ataque habría sido lento, metódico, sistemático. Sabía que podía hacerlo.»

    Finalmente, en la madrugada de un sábado santo mata a martillazos a su madre dormida antes de decapitarla y de violar su cadáver.

    «La semana que precede al asesinato de mi madre me monto en la cabeza todo un cine. Mi madre morirá. La mataré. Luego, me dirigiré a la policía con la esperanza de que me maten en medio de la calle. Y se encontrarán metidos en la mierda, les tocará explicarlo todo, puesto que yo ya no estaré allí para hacerlo. Durante toda la semana esta idea me invade más y más. El viernes santo sólo trabajo por la mañana y regreso a Santa Cruz por la tarde. Bebo durante toda la velada. Cuando mi madre regresa, estoy dormido. Los acontecimientos tienen lugar como los había previsto. Me despierto después de su llegada. Las últimas palabras, la última disputa. Voy a su cuarto para discutir. No busco excusas para explicar mi gesto. Quiero simplemente decir que en el fondo de mí mismo deseaba pronunciar la palabra apropiada, o que ella dijese algo que detuviera de golpe toda esa locura. Tenía esta pequeña e ingenua esperanza. Pero nada… Está leyendo, deja su libro para decirme: “Vaya por Dios, ¿te quedarás de pie toda la noche para hablarme?” Era una de sus frases favoritas cuando iba a hablarle a su cuarto. La mayor parte de las veces yo contestaba que no y me marchaba. Ella sabía entonces que me había herido, que a la mañana siguiente todo volvería a ser normal. Esa noche yo había decidido que no hablaríamos. Regreso a mi cuarto para tenderme un rato. Dos o tres horas sin poder dormirme. Deben de ser las cuatro o las cinco de la madrugada. Voy a su cuarto con el martillo en la mano y le hundo la sien, le corto la garganta, le levanto el mentón y le rajo la laringe antes de arrojarla a la basura. Desde que era niño nunca dejó de gritarme y de regañarme. Siempre consideré a mi madre como alguien muy impresionante, un ser casi indestructible. Tuvo una enorme influencia en mi vida. Me sorprende mucho darme cuenta de hasta qué punto es vulnerable, tan humana como mis demás víctimas…. Esto me sobrecoge un buen rato, y todavía me conmueve aunque su desaparición me alivie.»

    La cabeza de la madre, sobre la repisa de la chimenea, sirve de blanco a las flechitas que Kemper lanza mientras la insulta. Al día siguiente encuentra un amigo que le debe diez dólares desde hace bastante tiempo. Kemper se dispone a matarlo, pero el hombre le paga la deuda y eso le salva la vida.

    *****

    «Siento que pierdo todo control»
    Presa siempre de un frenesí asesino, Kemper telefonea a Sally Hallett, una amiga de su madre, y la invita a una cena sorpresa. Tan pronto como se sienta, la golpea, la estrangula y la decapita:

    «Apenas llega, se deja caer en un sillón y dice que está muerta de cansancio. En fin de cuentas, le tomé la palabra.»

    Kemper coloca el cuerpo sobre su cama antes de irse a dormir al cuarto de su madre. Al despertarse, el domingo de Pascua, se marcha de su casa en coche y deja esta nota:

    Sábado, 5.15 de la mañana. No es necesario que ella sufra a causa del horrible «carnicero sangriento». Fue breve -ella dormía-, yo quise que fuese así. Muchachos, no es un trabajo incompleto y descuidado. Simplemente, falta de tiempo. ¡¡¡Tengo cosas que hacer!!!

    Al cabo de 48 horas de camino, Kemper se sorprende de que no lo hayan detenido por los asesinatos, aunque lo han hecho, pero para imponerle una multa por exceso de velocidad. Se atiborra de pastillas de No-Doz para no dormirse y sigue su ruta hacia el Estado de Colorado.

    «Temía que el menor incidente me hiciera perder por completo la cabeza. Nunca había sentido una impresión así. Tuve miedo.»

    Telefonea a sus amigos policías de Santa Cruz para entregarse, pero, chiste inútil, nadie le cree. Le cuelgan varias veces el teléfono. Consigue convencer por fin a uno de los policías y lo detienen. En su confesión, muy detallada, Ed Kemper reconoce su canibalismo:

    «Devoré una parte de mi tercera víctima. Le corté pedazos de carne, que puse en el congelador. Veinticuatro horas después de disecarla, hice un guisado con la carne, macarrones, cebolla y queso, como una carroña. Un buitre o un oso. ¿Conoce la sangre negra? Es sangre no oxigenada, se la ve por un instante antes de que entre en contacto con el aire. Luego, se vuelve roja. Cuando está en el cuerpo, la sangre es negra como el alquitrán. Comí un pedazo de pierna que había remojado en sangre negra durante casi un día entero. ¿Por qué lo hice? Como había cazado animales en Montana, sólo continuaba una experiencia de canibalismo. Cuando eran ustedes niños, estoy seguro de que se hicieron esta pregunta: ¿Qué hacer en una isla desierta con otras tres personas y sin nada que comer? ¿Si uno de ustedes está enfermo? Todo eso viene de los relatos de la segunda guerra mundial. Había oído hablar de eso a antiguos marinos. Además, en cierto modo vuelvo a poseer a mi víctima, al comérmela… Hacia el final, estaba cada vez más enfermo, sediento de sangre, y sin embargo, esos chorros de sangre me cabrean. No me gusta verlos. Lo que deseo ardientemente, en cambio, es asistir a la muerte, y saborear el triunfo que asocio con ella, mi propio triunfo sobre la muerte de los demás. Es como una droga, que me empuja a querer cada vez más. Quiero triunfar de mi víctima. Vencer a la muerte. Ellas están muertas y yo estoy vivo. Es una victoria personal.»

    *****

    Santa Cruz: «Murdertown, USA»
    En la época en que Ed Kemper prepara su cruzada de asesinatos, Santa Cruz vive bajo una oleada de asesinatos sin precedentes que le vale el título de Capital del Asesinato de los Estados Unidos, de Murdertown, Ciudad del Asesinato. El 19 de octubre de 1970, John Frazier, un asesino psicótico aficionado al ocultismo, asesina a los cinco miembros de la familia del doctor Otah dejando el siguiente mensaje en el parabrisas de su Rolls Royce:

    Halloween 1970. Hoy comienza la Tercera Guerra Mundial declarada por el pueblo del Universo Libre. A partir de hoy, quien contamine el medio ambiente o lo destruya, sufrirá la pena de muerte infligida por los miembros del Universo Libre. Yo y mis camaradas lucharemos hasta la muerte contra quien se oponga a la vida natural en este planeta. El materialismo debe morir o la humanidad desaparecerá.

    REY DE BASTOS – REY DE COPAS – REY DE ESPADAS

    Paralelamente a los crímenes de Kemper, actúa en Santa Cruz y sus alrededores otro asesino en serie, Herbert Mullin. Como Kemper, tiene una madre superposesiva que lo ha educado en los principios más estrictos de la religión católica. Físicamente, Mullin es casi lo opuesto de Kemper: bajito, frágil, enfermizo. Su camino se cruza con el del gigantón cuando son vecinos de celda.

    En su infancia Mullin no manifiesta ningún signo inquietante. Tiene éxito en sus estudios y, a la vez, se dedica al deporte. En 1964, a los 17 años de edad, lo eligen «el mejor atleta» de su escuela secundaria. En junio de 1965, la muerte en accidente de su mejor amigo transforma, ensombreciéndola, la personalidad de Mullin. Convierte su dormitorio en una capilla en memoria de su amigo difunto y confía a su novia que teme ser homosexual.

    A finales de 1969, su interés por las religiones orientales le aparta de la realidad, hasta el punto de que sus padres lo mandan al hospital. Su negativa a colaborar con ellos obliga a los psiquiatras a darle de alta al cabo de unas semanas. Mullin toma sin cesar LSD, oye voces cuyas órdenes sigue ciegamente, se afeita la cabeza o se quema el pexx con un cigarrillo encendido. De vuelta al hospital, escribe cartas delirantes a desconocidos, cuyo nombre encuentra en el directorio de teléfonos, y firma sus diatribas «Herb Mullin, un sacrificio humano». En septiembre de 1972, sus voces le ordenan que mate.

    El 13 de octubre de 1972, Mullin asesina a Lawrence White, un viejo sin domicilio fijo. Le destroza el cráneo a golpes de bate de béisbol. El 24 de octubre le toca el turno de caer apuñalada a la joven estudiante Mary Guilfoyle. Como Ed Kemper, la eviscera antes de arrojar los restos cerca de una carretera abandonada, donde no los encontrarán hasta febrero del año siguiente. El 2 de noviembre de 1972, se confiesa con el padre Tomei, al que apuñala en la iglesia de Saint Mary. El mes siguiente se compra una pistola y se pone en busca de Jim Gianera, un «camello», al que cree responsable de un complot destinado a destruirle el cerebro. Gianera se ha mudado y Kathy Francis, la nueva inquilina, le da su nueva dirección, a la que se dirige Mullin. Mata a la pareja Gianera y luego regresa para asesinar a Kathy Francis y sus dos hijos menores.

    Cuando se pasea, el 6 de febrero de 1973, por las colinas de los aledaños de Santa Cruz, Mullin oye la voz que le ordena matar. Abate a tiros a cuatro jóvenes excursionistas acampados. El 13 de febrero, en el centro de Santa Cruz, Mullin detiene su coche junto a la acera y asesina a Fred Pérez, que cuidaba de su jardín. Unos testigos logran anotar el número de la placa del automóvil de Mullin y minutos más tarde una patrulla lo detiene. Ante el tribunal, reconoce sus crímenes y afirma que «los asesinatos eran necesarios para evitar unos terremotos que habrían destruido California».

    *****

    Big Ed y Little Herbie
    Cuando dos asesinos en serie del calibre de Ed Kemper y Herbert Mullin se encuentran, ¿qué se cuentan? Lo sabemos gracias a este relato de Kemper:

    «Mullin fue mi vecino de celda durante varios años. Hasta le conseguí un empleo en la cocina de la prisión donde yo trabajaba. Uno de los guardias me pidió que lo hiciera con el fin de proteger a Herbie. Siempre lo llamé así. Es corno yo, que nunca me presenté como Edmund Emil Kemper III antes de que las autoridades lo hicieran por mí. A Herbie los demás presos lo detestaban, pues les cabreaba sin cesar. A menudo le rompían la cara. Un día me lo encuentro en las duchas y me doy cuenta de que se ha guardado la barra de jabón, aunque ya se ha lavado. “Perdone, señor Mullin, ¿tiene usted jabón? Ya no queda por aquí.” “No.” Ese individuo corto de talla me detesta, pienso, siempre le intimidan los que son más altos que él. Es así como nos conocimos. Me dije: “Pequeñajo, no pierdes nada con esperar.” Y luego descubro que adora los cacahuetes de la marca Planters. Compro una veintena de paquetes, le doy algunos y debe de decirse: “Vaya, ese tipo me ofrece cacahuetes y no he hecho nada por él. Ni siquiera lo conozco.” Se acerca a mi celda, le tiendo el paquete y veo esa manita, una mano de mono, vacilar entre los barrotes. La retira, sin duda porque cree que voy a arrancarle el brazo. Coloco el paquete encima de uno de los barrotes horizontales y me retiro al fondo de la celda. Coge el paquete y continúo dándole otros. Herbie se queda horas enteras en su celda, escribiendo. Pero fastidia a los demás presos, sobre todo los sábados por la noche, cuando miran en la tele los programas de rock. Entonces, Herbie se levanta y lee los discursos que ha escrito durante el día. Son interminables, quiere demostrar con ellos que la tele es muy mala y los grita a todo pulmón. Lo hace mientras dura el programa. Los otros le arrojan a la cara lo que encuentran a mano, para que se calle, pues están furiosos. A veces canta con una horrible voz de falsete. Hasta los guardias se ponen nerviosos. Uno estuvo a punto de descargarle un chorro de la bomba de gases lacrimógenos una vez que Herbie y yo estábamos encadenados juntos. Le pregunto: “Herbie, ¿por qué haces esto?” Y me contesta que tiene derecho a hacer lo que le parezca. En ese momento decido cambiar su comportamiento.»

    «Cuando se porta bien, le doy cacahuetes, y cuando se porta mal me las arreglo para lanzarle un cubo de agua a la cabeza, dejándole completamente mojado en su celda. Cuando no lo consigo, pido la ayuda de los demás presos, que gritan de alegría cada vez que mojo a Herbie. Tarda unas tres semanas en mejorar su conducta. Pide permiso para cantar y no lo hace en las horas de la tele, pero ya no le divierte y se detiene en general al cabo de dos o tres minutos. Había encontrado un medio de hacerlo cambiar. Los guardianes están fascinados por mis resultados. Herbie coopera, ahora. Le he explicado por qué no le aprecian. Una vez estuvimos juntos en el calabozo y continué mis experimentos. Estaba perpetuamente angustiado y sufría. Le hice una serie de preguntas por el estilo de “¿Cuando empleas tu arma tiras a toda velocidad?” Se quedó muy sorprendido. “¿Cómo lo sabes?” “Porque yo hacía lo mismo.” Le fascina constatar que leo sus menores pensamientos, cosas que nunca confesó a los polis. Veo a un semejante, a un tipo que hace las mismas cosas que yo hacía de niño. Había pasado mucho tiempo en los hospitales psiquiátricos, se sentía rechazado por la raza humana. Teníamos muchos puntos en común. Le hablo de lo que ocurre cuando se mata a alguien. “Ya sé, cae muerto”, dice Herbie. “No, Herbie, escupe sangre, trata de hablar y alguno todavía se mueve cuando le has disparado; y vuelves a empezar.” “¿Cómo lo sabes, si no estabas allí?” “Lo sé porque yo hice lo mismo. Y sobre todo, Herbie, no me hables más de tus bobadas de los terremotos o de que Dios te ordena esto o aquello. Todo eso es un cuento chino y lo sabes muy bien.” “Tienes razón, Ed, pero nunca se lo dije a nadie.” Así eran mis relaciones con Herbie Mullin.»

    Después de su condena en 1973, Ed Kemper enseña informática y participa activamente en un programa de transcripción en Braille de obras literarias para los ciegos, lo que le vale varias recompensas de la administración. Esos trofeos, muy distintos de los que coleccionaba antes, se exponen en el vestíbulo de recepción de visitantes de la prisión de Vacaville. Desde hace años, Kemper puede legalmente obtener la libertad bajo palabra, pero es casi imposible que se la concedan. Además, se muestra muy lúcido sobre este punto y prefiere quedarse en la cárcel.

    El doctor Donald T. Lunde, que trabaja en la Universidad de Stanford, es el psiquiatra que mejor ha conocido a Kemper. Tras la detención de éste, le encargaron muchas veces que lo examinara. Después de ver el vídeo de mi entrevista con Kemper en la prisión de Vacaville (vídeo que realizó Olivier Raffet), el doctor Lunde, que no había visto a su paciente desde hacía casi veinte años, aceptó decimos lo que pensaba de él:

    -Kemper es muy inteligente. Su cociente intelectual lo coloca en una categoría en la que solamente está del 1 al 2 por ciento de la población. Hay que ser muy inteligente para cometer una serie de asesinatos como los suyos sin que lo capturen. Recuerden que él mismo se entregó a la policía. Para Kemper y los asesinos en serie en general es muy importante, con referencia a su ego, sobrepasar en listeza a la policía. Algunos se burlan de la autoridad en cartas, como Jack el Destripador, el Hijo de Sam o esas extrañas misivas codificadas del Zodíaco que contienen pedazos ensangrentados de vestidos. Kenneth Bianchi, uno de los estranguladores de las colinas, siguió cursos para policías en la universidad y trabajó a las órdenes de un sheriff. Esos asesinos se sienten fascinados por la policía. Cuando Kemper telefoneó para denunciarse, el policía que tomó la llamada se echó a reír. «¿Big Ed, Big Ed Kemper?… ¿El mismo con el que bebemos en el Jury Room? ¡Vamos, hombre!» El sargento le cuelga varias veces el teléfono, convencido de que es una broma. De igual modo, cuando sale con la hija del jefe de policía y la devuelve sana y salva a casa de su padre, lo que le importa es demostrar que él es el más listo. Cuando me contaba esto, Kemper se echaba a reir cada vez. Estas características se encuentran en la mayoría de los asesinos en serie, pero todavía no tenemos bastante información sobre ellos. Pasaron por experiencias similares con la madre en su infancia, una mezcla de agresión y de conductas extrañas, muy alejado todo de una infancia normal. Madres que pueden pegarles y cinco minutos más tarde acostarse con ellos. s*x* y agresión. Es la edad en que el niño debe aprender a separar el s*x* de la agresión, pero esos individuos aprenden precisamente lo contrario.

    Cuando Kemper declara que quería hacer daño a su madre, pone el dedo en la llaga. Kemper asesina a mujeres a las que asocia con su madre. Como ésta trabaja en la universidad, escoge a estudiantes. Finalmente, el sábado santo mata a su madre al amanecer, le corta la cabeza y la pone en la repisa de la chimenea. Pasa el día gritándole insultos: «Le grité cosas que quise decirle toda mi vida y, por primera vez, sin que me interrumpiera.» Asesinada su madre, ya no siente la necesidad de volver a matar. Kemper, por las imágenes del vídeo tomadas en la cárcel, parece más bien relajado y como en su casa. Su misión consistía en destruir a su madre, pero no actuó de manera consciente.

    -¿Por qué Kemper diseca sus primeras víctimas y luego ya no lo hace?

    -Siente curiosidad -dice el doctor Lunde-, pero luego pierde esta curiosidad. Existe igualmente otra razón, mucho más desagradable. Conserva en su nevera pedazos de carne. Posee un montón de fotos Polaroid que muestran los cadáveres mutilados de sus primeras víctimas. Ese mismo Kemper que habla con voz mesurada y parece tan sensato, me describía recetas caníbales. «Preparaba un excelente guiso con esos pedazos de carne y macarrones.» Me indicaba las proporciones de queso y cebolla, me describía el gusto de ese plato. Sentía un verdadero placer comiéndose a sus víctimas y mirando las fotos. Al cabo de tres o cuatro semanas, los impulsos asesinos volvían a hacerse demasiado poderosos y tenía que matar de nuevo… Cuando no se captura a un asesino en serie, este intervalo entre cada crimen se acorta a lo largo de los años. Algo así como una droga…

    -Kemper le cuenta, sin ocultar nada, los detalles más atroces de sus crímenes, pero se muestra reticente respecto a su madre. Confiesa su canibalismo pero niega haber utilizado la cabeza de su madre como blanco de un juego de flechitas. Se esfuerza en parecer sensato, pero explica que cortó la laringe de su madre y que le costó decapitarla.

    -Su madre -puntualiza el doctor Lunde- tenía una personalidad muy fuerte, lo humillaba constantemente. Poseía una voz tonante y le regañaba muy a menudo. Kemper se quejó de esto durante años. Se tomó la molestia de cortar ese órgano de la voz para triturarlo y echarlo a la basura. El símbolo es evidente, incluso para un psiquiatra primerizo. Los asesinos en serie tratan de racionalizar su conducta después de cometer sus crímenes. A Kemper siempre le costó confesar la necrofilia. Acepta que se le considere como asesino, hasta como asesino caníbal, pero no que se le tenga por un pervertido sexual.

    -Durante nuestra entrevista, doctor, se contradijo dos veces al evocar la elección, deliberada o no, de un tipo dado de víctimas. ¿Cómo explicarlo?

    -Kemper escoge sus víctimas con minucia. He visto una lista, escrita por él, de las características que debían reunir necesariamente sus futuras víctimas. A las muchachas que tomaba en su coche en autoestop las asediaba a preguntas. El oficio de su padre, su residencia, la descripción de su casa, la universidad en que estaban matriculadas, si su madre le repetía que las hijas de buena familia, educadas, bellas, inteligentes, se negarían siempre a salir con un pobre sujeto como él. Era justamente este tipo de mujeres el que Kemper buscaba. Cuando las autoestopistas no encajaban en esos criterios estaban a salvo. Según él, Kemper recogió entre tres y cuatrocientas autoestopistas.

    »Por lo demás, prepara cuidadosamente sus asesinatos, como hacen casi todos los asesinos en serie que no son psicóticos. Había arreglado su coche de manera que podía bloquear la puerta del lado del pasajero accionando un mecanismo colocado debajo de su asiento. Una vez entraba en el coche, la muchacha había caído en una trampa. Lo prueban las huellas de raspaduras y de uñas descubiertas en la puerta de la derecha. Ted Bundy, Kenneth Bianchi y Angelo Buono habían instalado sistemas similares en sus automóviles.

    -¿Cree que Kemper es hoy todavía peligroso?

    -Allí donde está, no. Lo que le interesa es matar a mujeres. En la prisión de Vacaville sólo hay presos varones. Los impulsos asesinos que motivaban a Kemper iban dirigidos contra su madre. Ésta está muerta y no creo que fuera peligroso, ahora, ni siquiera si se topase con mujeres.

    Ed Kemper
    Última actualización: 15 de marzo de 2015

    Con sus dos metros de estatura y ciento treinta kilos de peso, Ed Kemper ansiaba convertirse en un héroe tan varonil como su ídolo John Wayne. Pero era un inadaptado social, tarado emocionalmente por una madre dominante. A los quince años saltó la tapa de los sesos a sus abuelos e, inexplicablemente, causó una impresión tan favorable a los psiquiatras, que cinco años después quedó en libertad. Pero los demonios continuaban rugiendo en su interior y planeó una venganza espantosa contra la sociedad que le había rechazado.

    Los asesinatos
    Aquel muchacho, encerrado en una granja aislada en compañía de unos parientes a los que aborrecía, llegó a abrigar extraños pensamientos. Según su familia, el joven Ed no era un chico normal… Una irresistible explosión de cólera, unos pocos disparos certeros de un rifle del veintidós y todo acabó para el abuelo y la abuela Kemper.

    Ya a los quince años, Ed Kemper era distinto. Medía 1,90 y era proclive a ciertos melancólicos mutismos y a ausencias, y los chicos de su edad procuraban evitarlo.

    Su madre lo consideraba «un auténtico misterio» y, en realidad, no lo quería tener a su lado. Su padre le había dicho que el niño no podía vivir en Los Angeles con él y con su nueva esposa. Se lo habían peloteado de acá para allá y Ed terminó viviendo con sus abuelos en el fin del mundo, una casa de campo al pie de las montañas de Sierra Nevada, en California.

    La abuela era más estricta y le imponía aún más castigos que su propio padre. Le molestaba el modo de mirar de su nieto y siempre estaba amenazándole con llamar al padre para contárselo. También se quejaba con frecuencia de lo caro que le resultaba alimentarlo y alojarlo.

    La abuela de Ed manejaba a su marido y el chico le consideraba un tipo gris, insignificante, posiblemente algo senil, aunque abuelo y nieto se llevaban bastante bien.

    El 27 de agosto de 1964, a última hora de una calurosa mañana de verano, Ed Kemper y su abuela estaban sentados a la mesa de la cocina. Ella trabajaba; su marido había ido a comprar.

    Súbitamente Ed se levantó y sacó el rifle del calibre veintidós -regalo del abuelo- del armero situado junto a la puerta de la cocina, y comentó que salía a matar unos pocos conejos. Su abuela, sin levantar la vista de la labor, le advirtió que no tirara a los pájaros.

    Kemper se detuvo en el porche. De repente, preso de una cólera irresistible, se dio media vuelta y, encarándose el rifle, apuntó a la cabeza de su abuela desde la ventana de la cocina y disparó.

    Según explicó luego, era como si hubiera perdido el control de su cuerpo. Su mente se mantenía alerta pero indiferente, de modo que aunque percibía cada detalle, se sentía incapaz de detenerse.

    La señora Kemper cayó hacia adelante. Ed le disparó en la espalda dos veces más y luego, echando mano a un cuchillo, la apuñaló una y otra vez hasta que desahogó toda su rabia. Después le enrolló una toalla a la cabeza para empapar la sangre y arrastró el cuerpo hasta el dormitorio de los ancianos.

    Entonces oyó detenerse en el exterior el viejo coche del abuelo. Ya no podía volverse atrás. Volvió a encararse el rifle y, mientras el anciano sacaba del asiento delantero una caja de víveres, lo mató de un solo disparo en la cabeza. Encerró el cadáver en el garaje y trató de limpiar con una manguera la sangre que empapaba la tierra del patio, pero fue en vano. No había posibilidad de ocultarla.

    Indeciso, telefoneó a su madre diciendo: «La abuela ha muerto. El abuelo, también.» Al principio trató de achacarlo a un accidente. Su madre, sospechando inmediatamente que Ed tenía algo que ver con aquellas muertes, se sintió sobresaltada, aunque no realmente sorprendida. Ya había advertido a su ex marido que podía ocurrir algo parecido.

    Ordenó a Ed que llamara al sheriff de la localidad, quien se dirigió a la granja para detenerle. El muchacho confesó libremente ambos crímenes, pero cuando le interrogaron sobre los motivos sólo pudo decir: «Me preguntaba lo que sentiría al matar a mi abuela.» Insistió en que había asesinado a su abuelo solamente para ahorrarle la visión del cuerpo de su esposa.

    Un tribunal psiquiátrico interrogó al chico en el Juvenile Hall y lo diagnosticó como un esquizofrénico paranoide. Aunque no todos estuvieron de acuerdo con el diagnóstico, el California Youth Authority decidió enviarle al Hospital del Estado, en Atascadero, especializado en agresores sexuales y en criminales dementes. Ed Kemper ingresó en la institución el 16 de diciembre de 1964.

    *****

    Falto de cariño
    Víctima de la ruptura del matrimonio de sus padres, Ed Kemper quedó a merced de su abuela, la cual lo encerraba en el sótano por las noches para endurecerle. Refugiándose en sus fantasías de venganza, el adolescente comenzó matando animales y terminó por disparar contra sus abuelos.

    Ed Kemper (Edmund Emil Kemper III) nació, un 18 de diciembre de 1948, en Burbank, California. Fue el segundo hijo y el único varón del electricista E. E. Kemper hijo y de su esposa Clarnell. La pareja tenía ya una hija de seis años, Susana. En 1951 la familia se completó con el nacimiento de una segunda hija, Allyn.

    Los padres de Kemper eran fornidos: ella medía más de 1,80 y su marido dos metros. Tenían voces sonoras, sobre todo cuando discutían, y discutían con mucha frecuencia.

    Clarnell se sentía decepcionada porque su marido no tenía estudios y creía que no ganaba bastante dinero. Pensaba que era demasiado duro con las niñas y muy poco exigente con el pequeño Ed.

    La pareja se separó. Entre 1953 y 1955, E. E. Kemper estuvo en el Pacífico trabajando en centros de experimentación de la bomba atómica, después volvieron a reunirse y se pelearon de nuevo.

    Por último, E. E. Kemper, que, a pesar de su tamaño y su hoja de servicios era un hombre fundamentalmente débil y bastante pasivo, no pudo soportar la tensión. En 1957 abandonó a su mujer y a sus hijos volviendo con ellos solamente en algunas ocasiones. Clarnell Kemper se trasladó con los niños a Helena, en Montana, donde consiguió trabajo en un banco.

    El joven Kemper -llamado Guy en el círculo familiar- veneraba a su padre, quien le obsequiaba con relatos de sus hazañas guerreras en una Unidad de Servicios Especiales en Europa. Lo consideraba el típico héroe americano al estilo de John Wayne y se sentía profundamente afectado por la separación. Reprochaba a su madre el que se los hubiera llevado a vivir lejos de él.

    Clarnell Kemper, que en aquella época bebía en exceso, pensaba que Ed era un blando. El hijo de un pariente había resultado homosexual y ella decidió que su chico necesitaba endurecerse.

    Con este objeto le obligaba a dormir en el sótano de la casa. Todas las noches lo encerraba con llave y arrastraba la mesa de la cocina hasta cubrir la trampilla, y todas las noches, en aquella absoluta oscuridad, el muchacho alimentaba sus sueños de venganza.

    Aquel rito se prolongó durante ocho meses hasta que llegó a oídos de su padre, quien le puso fin. El joven Ed creció profundamente trastornado, siendo un niño aprendió a tirar en un campamento de verano y a los trece años mató a tiros al perrito de uno de sus compañeros de clase, incidente que le hizo aún más impopular. Todos los chicos le rehuían, al tiempo que se burlaban de él. Ed los evitaba con un pavor insoportable a la violencia física.

    No era la primera vez que mataba a un animal. A los nueve años enterró viva la gata de la familia en el patio trastero, poco después sacó el cuerpo, le arrancó la cabeza, la ensartó en un palo y la colocó en la cabecera de la cama para dirigirle sus oraciones.

    Posteriormente, a los trece años, mató a su propia gata siamesa porque al parecer prefería la compañía de su hermana. Hirviendo de cólera se abalanzó sobre el animal, le rebanó la tapa del cráneo con un machete -siempre tenía armas en la casa, herencia de su padre- y luego lo apuñaló. Enterró parte del cuerpo en el jardín y ocultó el resto en el armario de su cuarto.

    En el otoño de 1963, Ed se fue a vivir con su padre, que se había casado de nuevo con una ahijada de casi su misma edad. El chico entró en una escuela de Los Angeles, pero no encajó. Todos sus compañeros de clase lo evitaban y su madrastra le temía. Una semana después lo mandaron de nuevo a Montana.

    Mientras tanto, su madre había descubierto los restos del gato en el interior del armario, aunque él negó saber nada de la cuestión.

    Seguía sintiéndose muy desgraciado, siempre refugiado en sus fantasías. En noviembre, antes de cumplir los quince años, robó el coche de su madre y se dirigió a la cercana ciudad de Butte. Desde allí tomó un autobús y volvió al sur para ver a su padre, que consintió en quedarse con él.

    El breve idilio terminó en la Navidad de 1963, cuando su padre lo llevó a la granja de los abuelos en North Fork, donde lo dejó al acabar las vacaciones.

    Empezó a estudiar en la escuela de la cercana localidad de Tollhouse y la historia se repitió. No hizo amistades y sus calificaciones escolares fueron mediocres a pesar de su inteligencia, ya que las pruebas daban un coeficiente de 130.

    Al terminar el curso, Kemper pasó unos días con su madre antes de volver, el 12 de agosto de 1964, a North Fork. Dos semanas después agarró el rifle y asesinó a sus abuelos.

    *****

    El padrastro
    Clarnell Kemper se divorció en septiembre de 1961. Poco después se casaba de nuevo con un fontanero de 45 años llamado Norman Turnquist, el cual comenzó haciéndose amigo de Ed, con quien iba de pesca, su principal diversión.

    El muchacho correspondía a este amable trato, pero, aún así, recordaba que en una ocasión estuvo dudando en romperle la crisma con una barra de hierro mientras el otro pescaba. Tenía medio preparado un plan para robar el coche de su padrastro y dirigirse con él a Los Angeles, a casa de su padre.

    Turnquist y Clarnell se divorciaron en 1963, a los 18 meses de la boda.

    *****

    Demonios entre rejas
    Ya en el hospital psiquiátrico, Ed Kemper daba rienda suelta a sus violentas fantasías sexuales… y hacía creer a los doctores que respondía a la terapia. Pero al mismo tiempo que adquiría conocimientos psicológicos, aprendía, del trato con violadores, que para no caer en manos de la justicia había que eliminar a la víctima.

    La ciudad de Atascadero iba a ser el hogar de Ed Kemper durante los cinco años siguientes, cinco años en los que adquirió una gran experiencia. Rápidamente se convirtió en un recluso de confianza y a las órdenes del director de Investigaciones, el doctor Frank Vanasek, empezó a hacer los test psicológicos de otros presos. Estaba orgulloso de su trabajo y cumplía bien.

    Al mismo tiempo, adquirió el dominio de los conceptos y terminología psicológicos, llegó a adivinar lo que los doctores querían que dijera, y lo dijo.

    Su aprendizaje abarcó también otros aspectos. Al tratar con violadores comenzó a dar rienda suelta a sus fantasías sexuales. Observó que a muchos violadores los detenían a raíz de la identificación de las víctimas y decidió que el mejor modo de salir triunfante de una campaña de agresiones sexuales era asegurarse de que ninguna quedaba con vida.

    Naturalmente, ocultaba tales ideas a los doctores, ante los que sólo presentaba su mejor faceta. A pesar de todo, ellos lo consideraban «inmaduro e inestable», con una «considerable carga de creciente hostilidad». Sin embargo, aunque apuntaron «que la posibilidad de estallido es sin duda evidente», el paciente se esmeró en mostrar una imagen dinámica e inteligente hasta conseguir, por fin, que recomendaran su puesta en libertad.

    En 1969 quedó encomendado al California Youth Authority como mediopensionista y estuvo allí tres meses asistiendo al colegio con excelentes resultados.

    Los médicos de Atascadero habían aconsejado que Ed Kemper se mantuviera lejos de su madre, a la que creían, según sus reconocimientos, la causa de todos los problemas. Por una u otra razón, esta advertencia fue olvidada o desoída por la junta de libertad vigilada, y a finales de año volvieron a confiárselo.

    La Youth Authority no logró ponerse en contacto con el padre del joven, que se había quitado de en medio definitivamente, mudándose de casa y eliminando su número telefónico de la guía.

    Mientras Ed estaba en Atascadero, su madre se había casado y divorciado por tercera vez. Después de la ruptura se volvió a California, a la ciudad costera de Santa Cruz, donde consiguió trabajo en el campus de la Universidad de California y una vivienda en una ciudad cercana.

    A Kemper le resultó más difícil que nunca adaptarse al mundo exterior. Había crecido hasta convertirse en un verdadero gigante de más de dos metros de estatura y, aunque superaba los 125 kilos, los tenía bien distribuidos en su enorme esqueleto y se movía con una curiosa gracia y agilidad.

    Se mostró indiferente a la revolución social de los años sesenta. Los hippies, a los que consideraba de clase baja, le disgustaban. Llevaba corto el cabello castaño y lucía un pequeño bigote cuidado, se vestía convencionalmente y miraba al mundo a través de un par de gafas con montura metálica.

    Tampoco encajó en su casa. Desde que llegó comenzaron las discusiones: «Nunca he peleado verbalmente de un modo tan cruel -comentó sobre una riña-. Si hubiera sido un hombre, me habría liado a puñetazos, pero era mi madre.»

    Se refugiaba en los bares de la vecindad, especialmente en el Jury Room -situado exactamente frente al juzgado local-, centro de reunión de policías fuera de servicio. Allí se encontraba con camaradas conservadores, de sus mismos criterios, que le conocían como Ed el Grande y no escudriñaban en su pasado.

    El tema de las discusiones con su madre era siempre el de su futuro. Ella era tan ambiciosa con respecto a él como lo había sido con su marido, y le acuciaba para que terminara los estudios y obtuviera una plaza en la Universidad. Aunque Kemper era muy capaz de graduarse, se negaba a tal compromiso.

    En vez de ello se unió a la policía. Se veía sin dificultad en el papel de un rudo pero amable servidor de la ley como su ídolo del cine americano John Wayne, pero fue rechazado a causa de su excesiva estatura. Defraudado, buscó un trabajo más vulgar.

    Lo encontró en el Departamento de Autopistas de California como guardavías y avisaba a los conductores de las obras en la carretera.

    Ganó el dinero suficiente como para comprarse una moto, aunque tuvo que dejarlo tras dos accidentes que le ocasionaron heridas en la cabeza y la fractura del brazo izquierdo. La compañía aseguradora le proporcionó un coche de segunda mano, un Ford Galaxia amarillo y negro. Empezó a coleccionar navajas y pidió prestadas una o dos pistolas, arsenal que escondió en el maletero del automóvil. Su nuevo trabajo le permitió separarse de su madre y alquiló una habitación en el piso de un amigo en Alameda, un suburbio de la ciudad de San Francisco.

    Entre 1970 y 1971, Kemper empleó gran parte del tiempo libre en recorrer las autopistas y carreteras de California. Desde su salida de Atascadero se sentía fascinado por el número de chicas autoestopistas y ahora se creía en la obligación de parar el coche y recogerlas.

    Acostumbraba a charlar con ellas, hasta que se ganaba su confianza. Era consciente de que su tamaño y su aspecto «relamido» alejaba a muchas de ellas del coche, de modo que trataba de mostrarse inofensivo y amable.

    Entretanto, continuaba imaginando asesinatos, al tiempo que proyectaba sosegadamente una campaña detallada contra el mundo. Convenció a su madre para que le consiguiera un pase de la Universidad de California que le daba acceso a todos los campus del Estado y en la primavera de 1972 estaba preparado para dar el primer golpe.

    El 7 de mayo, domingo, Ed Kemper recorría las carreteras de San Francisco que llevaban a las autopistas en busca de la chica apropiada. Se había vestido adecuadamente para la ocasión: un camisa de cuadros marrón claro, pantalones vaqueros de color negro y chaqueta de ante.

    Mary Ann Pesce y Anita Luchessa tenían ambas dieciocho años; eran compañeras de cuarto y estudiantes de primer curso en el Fresno College State. Iban a la Universidad de Stanford, a una hora de coche, para visitar a una amiga. A las cuatro de la tarde se abrió la puerta del Ford Galaxia amarillo y negro, y las jóvenes subieron al asiento trasero.

    Aprovechándose de sus bien ensayadas actitudes, Kemper se dio cuenta de que ninguna de ellas conocía la zona. En vez de dirigirse hacia Stanford, cambió de dirección y tomó hacia el este por una carretera comarcal. Cuando súbitamente se desvió hacia un camino secundario, las muchachas comprendieron que estaban en problemas y una de ellas le preguntó: «¿Qué es lo que quiere?»

    En respuesta, Ed Kemper sacó de debajo del asiento una pistola Browning, de nueve milímetros, que le había prestado uno de sus compañeros de trabajo, la alzó para que pudieran verla y contestó: «Ya sabéis lo que quiero.»

    Mientras Anita permanecía acobardada en el asiento trasero, Mary Ann intentaba razonar con el conductor, manteniéndose serena y comprensiva, tratando de que él la considerase como una persona y no como una víctima. Kemper sintió cierta simpatía por la chica, pero, con la experiencia adquirida durante su estancia en Atascadero, comprendió lo que estaba haciendo ella y venció la tentación de abandonar su plan.

    Por fin, aparcó en un lugar solitario. Dijo a las chicas que iba a encerrar a una en el maletero del coche y a la otra en el asiento trasero, y que volvería con ambas a su apartamento.

    Ató a Mary Ann al cinturón de seguridad y metió a la dócil Anita en el maletero sin que la joven opusiera resistencia. No tenía intención de llevarlas a ningún sitio.

    Volvió al coche y le ató a Mary Ann las manos a la espalda. Al hacerlo le rozó el pecho con el dorso de la mano y se excusó. Luego le cubrió la cabeza con una bolsa de plástico e intento estrangularla con el cinturón de una bata que llevaba preparado con tal objeto.

    Mary Ann luchó por su vida. Agujereó la bolsa de un mordisco y moviendo la cabeza logró quitarse el cinturón del cuello y llevarlo hasta la boca. Kemper, frustrado, cogió una navaja y la apuñaló un par de veces en la espalda.

    La víctima gimió. Ed la mandó callar, pero ella no hizo caso, siguió quejándose mientras la apuñalaba de nuevo. Se debatió, retorciéndose en el asiento hasta sacarse la bolsa y entonces Ed le volvió a clavar la navaja.

    Ella se resistía a morir y trataba de seguir hablando. En medio de la desesperación, Kemper la agarró por la barbilla y le cortó el cuello. Por fin, todo quedó en silencio.

    El asesino se dirigió al maletero. Se figuraba que la otra chica habría oído la pelea y sabía que debía matarla rápidamente.

    Al abrir el maletero, se vio las manos cubiertas de sangre. Explicó que le había roto la nariz a Mary Ann porque le había insultado y necesitaba ayuda. Cuando Anita salía del maletero, Kemper le clavó la navaja más grande que llevaba, pero no consiguió atravesar las gruesas ropas de la joven.

    Anita chillaba y se defendía mientras él la hería frenéticamente una y otra vez, llegando incluso a cortarse en sus propias manos. Una parte de su mente permanecía distante, captando hasta el menor detalle, como el de unas voces lejanas que flotaban en el aire.

    Por fin la resistencia de la joven terminó y cayó otra vez en el maletero. Él le sacó la navaja y cerró el maletero. Se detuvo solamente para echar el cuerpo de Mary Ann al suelo del coche, lo cubrió con un abrigo y arrancó.

    Serían, más o menos, las seis de la tarde cuando, cerca del lugar de los asesinatos, Ed Kemper se cruzó con una pareja que contemplaba una casa en venta y comprendió que eran los dueños de las voces que oyera anteriormente. Estaba seguro de que tenían que haber escuchado los gritos, de manera que siguió su camino adoptando la expresión más indiferente de que fue capaz.

    Todavía condujo un rato antes de volver al apartamento de Alameda. Su compañero de piso había salido. Kemper envolvió los cuerpos en una manta, los metió en la casa, los desvistió y comenzó a trocearlos después de decapitarlos. Mientras trabajaba, hacía fotografías con una máquina Polaroid.

    Investigó los bolsos de las víctimas guardándose el escaso dinero que llevaban entre las dos, ocho dólares y veintiocho centavos, y hurgando en sus papeles personales cogió los datos de los carnets de identidad y luego se deshizo de todo.

    Cuando terminó, volvió a meter los cadáveres en el coche y los enterró en un paraje agreste al otro lado de Santa Cruz.

    Al principio, Kemper guardó las cabezas en su cuarto, en parte por el valor simbólico de trofeos que tenían y en parte para evitar la identificación (sabía que las chicas podían ser reconocidas por sus informes dentales). Algún tiempo después subió a la montaña y tiro las cabezas de sus víctimas a un barranco.

    Ahora que se había librado de los cuerpos se sentía seguro. Sabía que mientras las chicas figurasen en las listas de desaparecidos no habría investigación.

    Ciertamente la policía no había iniciado la búsqueda. Aunque los padres de ambas habían denunciado su desaparición, la policía solía tomarse poco interés en estos casos, ya que era frecuente que muchas jóvenes californianas dejaran sus casas por un chico o para disfrutar de los dudosos placeres de San Francisco. En su opinión, las muchachas no eran más que un par de fugitivas.

    *****

    Cinco años encerrado
    El Hospital del Estado, en el que Kemper ingresó en 1964, era famoso por sus métodos avanzados en el tratamiento de maníacos sexuales y criminales dementes, para ello se ponía un énfasis especial en el tratamiento más que en el castigo. Aunque era una institución de máxima seguridad, los reclusos gozaban de bastante libertad en su interior. Algunos disfrutaban de salidas supervisadas al mundo exterior: Kemper, por ejemplo, durante el tiempo que estuvo confinado en el centro, asistió a conferencias en la joven Cámara de Comercio.

    *****

    Último encuentro
    En el verano de 1971 Kemper hizo un considerable esfuerzo por reanudar el contacto con su padre Edmund Emil Kemper II. Encontró la dirección en el Anuario de la Unión de Electricistas de Los Angeles y le telefoneó para concertar una entrevista.

    Su padre no consintió que fuera a su casa -aún recordaba el efecto desconcertante que había provocado en su esposa y en su hijastra de 7 años el extraño comportamiento de su hijo- y se citaron en un restaurante.

    Ed recordaba aquella comida como un encuentro cordial, en el que ambos se divirtieron enormemente, bebieron y charlaron. “Solucionamos todos los problemas sobre la muerte de los abuelos y él me perdonó y todo eso”. Luego el muchacho pagó la cuenta de la comida porque su padre “nunca tenía suelto”. Fue su último encuentro.

    *****

    Santa Cruz
    En los años sesenta la adormecida ciudad de Santa Cruz era un paraíso de los jubilados y centro turístico para la gente de San Francisco y Oakland. En aquella época la universidad de California abrió una serie de nuevos campus en las afueras de la ciudad, en una zona montañosa sobre la bahía de Monterrey.

    El atractivo de las bellas playas, aguas tibias, elegantes edificios del siglo XIX y los maravillosos alrededores campestres eran igual de tentadores para los viajeros de San Francisco que para los hippies, y la ciudad creció rápidamente, aunque el cambio no la mejoró. Como consecuencia de la gran afluencia de jóvenes, la Universidad de Santa Cruz se convirtió en una zona especialmente atractiva para los traficantes de droga. Además, en aquellos años se instalaron allí gran número de grupos de satanistas procedentes de San Francisco.

    *****

    El terreno de caza
    En su recorrido por las carreteras de California, Kemper buscaba a las víctimas con astuta y fría deliberación.

    Ed Kemper cometió todos los asesinatos en su estado natal de California. Como muchos americanos, era un apasionado de los automóviles; esto, unido a su trabajo en el Departamento de Autopistas de California, le dio un profundo conocimiento de la complicada red viaria del Estado.

    Preparaba los crímenes con exquisito cuidado y antes de sentirse lo bastante seguro para matar a una chica, pasaba mucho tiempo recogiendo autoestopistas.

    Salía con su coche casi todas las noches y se hacía cientos de kilómetros recorriendo las carreteras.

    Aunque su ruta se centraba principalmente en la zona de Santa Cruz a Berkeley, a veces subía hasta el norte, cerca de la frontera con Oregón -a unos 450 kilómetros- o hacia Santa Bárbara, en dirección sur, aproximadamente a unos 320 kilómetros.

    Siempre guardaba en el coche las navajas y por lo menos un revólver, además de numerosas mantas y bolsas de basura de plástico fuerte, que le servían para envolver los cuerpos de las víctimas.

    Durante los años 1970-71, Ed Kemper afirmó haber subido a su coche a unas ciento cincuenta autoestopistas. Las llevaba donde querían sin molestarías o discutir con ellas. De ese modo conocía las horas y los lugares más oportunos para recoger chicas sin llamar la atención sobre sí mismo y aprendía a hablar sin levantar sospechas o provocar miedo.

    Aunque su gran tamaño resultaba en principio algo intimidatorio, Ed Kemper intentaba mostrarse convincente, como un amable gigante.

    En 1969, el asesino conducía un descapotable de dos puertas. Después de comprarlo le instaló una enorme y aparatosa antena de radio, pero rápidamente comprendió que resultaba demasiado llamativo y la retiró de inmediato.

    Gracias a la tarjeta de aparcamiento de la Universidad de California que le proporcionó su madre podía circular libremente por los campus de Santa Cruz y aumentaba las posibilidades de encontrar estudiantes que confiaran en él.

    *****

    Víctimas estudiantes
    Las presas de Kemper eran especialmente estudiantes, muy numerosas en la zona. A comienzos de los setenta, cuando se produjeron los crímenes, sólo en la Universidad de California había matriculados más de cien mil alumnos. El campus principal era el de Berkeley, pero había ocho más en todo el Estado -Davis, Irvine, Los Angeles, Riverside, San Diego, San Francisco, Santa Barbara y Santa Cruz-. El asesino subió al coche a tres de sus víctimas -Cynthia Schall, Rosalind Thorpe y Alice Lui- en el campus de Santa Cruz o sus cercanías y a Aiko Koo en los alrededores de la Universidad de Berkeley.

    *****

    La danza de la muerte
    Durante unos meses quedaron adormecidos los instintos asesinos de Ed Kemper, pero pronto el ansia de matar le invadió de nuevo. Sus siguientes víctimas fueron una coreana de quince años, estudiante de danza, y una alumna, de diecinueve, de la escuela superior.

    Transcurrieron cuatro meses sin que Ed Kemper saliera en busca de nuevas víctimas. Cuando sentía surgir en él sus sádicos instintos, se conformaba con recordar, momento tras momento, los asesinatos de Mary Ann Pesce y Anita Luchessa, y con contemplar las fotografías de sus cuerpos desmembrados.

    Kemper no se preocupó excesivamente cuando unos paseantes encontraron la cabeza de Mary Ann, que fue identificada gracias a la dentadura. Hacía tiempo que todas las posibles pistas se habían enfriado.

    Por otra parte, se había roto el brazo izquierdo en un accidente de moto y le habían puesto una escayola, y como consecuencia del percance estuvo mucho tiempo de baja; tiempo que empleó en intentar hacer desaparecer sus antecedentes juveniles. Confesar el doble asesinato y los cinco años en el hospital psiquiátrico no favorecía sus perspectivas laborales y tenía prohibido adquirir un arma de fuego.

    Sin embargo, a final del verano, volvió a la caza. Al atardecer del 14 de septiembre circulaba por la University Avenue de Berkeley buscando estudiantes cuando localizó a una menuda jovencita oriental haciendo autoestop junto a la parada del autobús.

    La joven se llamaba Aiko Koo e iba camino de su clase de baile en San Francisco. Tenía quince años justos, aunque parecía mayor a media luz. Kemper la confundió con una estudiante.

    Aiko no era una autoestopista habitual, pero había esperado en vano el autobús y temía llegar tarde a clase. No lo pensó dos veces y se metió en el coche.

    Empleando el mismo método que tan «buen resultado» le había dado con Mary Ann Pesce y Anita Luchessa, el conductor dio un rodeo por las autopistas para desorientar a la pasajera y luego bajó hacia el sur por una carretera de la costa.

    Cuando comprendió que no la llevaba a su destino, Aiko comenzó a gritar y a suplicar. Kemper sacó otro revólver prestado, un Magnum 357, y se lo colocó en las costillas con la mano derecha mientras conducía con la izquierda. Le aseguró que no quería hacerle daño, que estaba planeando suicidarse y que solamente quería hablar con alguien.

    Se dirigió hacia las montañas y aparcó el coche. De algún modo, la convenció de que tenía que atarla y amordazarla. Ella no se resistió hasta que Ed se dejó caer sobre ella con todo su peso y le tapó con la mano la boca y la nariz.

    La menuda joven se defendió con fuerza, pero no era enemigo para el gigante y enseguida desfalleció. Él aflojó su abrazo y Aiko comenzó a luchar de nuevo. Esta vez Kemper no la dejó hasta que estuvo seguro de que había perdido el conocimiento. Entonces la arrastró fuera del coche y la violó. Después la estranguló con la bufanda de la chica. Envolvió el cadáver en una manta y lo introdujo en el maletero.

    Cuando salió a la carretera paró en un bar para beberse una cerveza. Luego pasó por casa de su madre sólo para comprobar si salía airoso de la visita, disfrutando de la profunda sensación que le deparaba su secreto: «Durante hora y media hablé con mi madre de cosas intrascendentes, exclusivamente para pasar el tiempo, diciéndole por qué estaba más abajo de la bahía: una mentira, una invención, comprobando con ella si se revelaba en mi rostro, en mi comportamiento o en mi modo de hablar algo de lo que estaba haciendo; y no fue así. Ella no se mostró alarmada en absoluto ni me hizo preguntas inoportunas.»

    Cuando salió de la casa no pudo resistir la tentación de mirar en el maletero «sabiendo ya que estaba muerta, palpándole el cuerpo para saber qué partes estaban aún calientes, más bien por curiosidad». Según confesó posteriormente, se sentía como el pescador que obtiene el premio.

    Alrededor de las once de la noche entraba en el piso de Alameda con el botín. Colocó el cuerpo de Aiko encima de la cama y estudió sus pocas pertenencias personales, intentando adivinar algo de la vida a la que había dado fin. Más tarde, despiezó el cadáver y repartió los pedazos por las montañas de Santa Cruz.

    Dos días después, con la cabeza de la víctima aún en el maletero, viajo hacia Fresno para ver a una pareja de psiquiatras forenses, los cuáles después de la entrevista declararon que había hecho muchos progresos y que iban a recomendar que se eliminaran de su historial los antecedentes juveniles.

    En noviembre un fallo del tribunal confirmó ese aserto y las autoridades hicieron borrón y cuenta nueva. Ahora Ed Kemper podía entrar en un comercio, rellenar un impreso, esperar cinco días y comprar un arma como cualquier otro ciudadano.

    El problema era el dinero; estaba todavía parado -el brazo roto tardaba un siglo en curarse- y no podía pagar el alquiler del piso de Alameda. Le molestaba ser un gorrón para su amigo.

    Derrotado, volvió a casa de su madre en el 609 A Ord Drive en Aptos y las discusiones recomenzaron casi inmediatamente. Procuraba pasar mucho tiempo dando vueltas por Santa Cruz y bebiendo en el Jury Room.

    Sentía resurgir el ansia de matar y en enero de 1973 se hizo con una Rutgers automática del 22 con un cañón de quince centímetros. Había esperado tanto tiempo el momento de poder comprar su propia arma que apenas podía contenerse. A la caída de la tarde salió a la caza de chicas por el campus de la Universidad de California en Santa Cruz. Rompía así una de sus normas más importantes, ya que estaba decidido a cometer los crímenes fuera de la zona cercana a su hogar.

    Era una noche lluviosa y las posibilidades de obtener una víctima femenina eran muchas: «Yo iba dando vueltas, serían las cinco aproximadamente. Recorrí varias veces el campus y hubiera podido recoger a tres chicas distintas, dos de ellas al mismo tiempo, pero las deseché porque había bastante gente alrededor que las vería meterse en el coche. Pero las demás circunstancias eran perfectas… llovía de tal forma que la gente se subía en lo primero que se presentaba.»

    Dispuesto a renunciar, bajaba por la avenida de la Mission, en Santa Cruz, cuando divisó a una mujer baja y rubia que hacía autoestop. Cynthia Schall, Cindy para su familia y amigos, salía de su trabajo de canguro en dirección al Cabrillo Community College de Santa Cruz, donde cursaba sus estudios.

    En cuanto la chica subió al coche le mostró el arma. Para tranquilizarla se la metió debajo de la pierna y le contó el mismo cuento que a Aiko Koo: quería suicidarse y necesitaba hablar con alguien. «Estaba haciendo una comedia… Le dije que no me gustaban las armas y todo eso.»

    Rodaron durante dos o tres horas, aproximadamente, y luego se dirigieron hacia el este por la carretera de Watsonville, girando hacia las montañas en la pequeña ciudad de Freedom.

    En cuanto llegaron a una carretera desierta el asesino se detuvo. Le dijo que la iba a llevar a casa de su madre para seguir charlando y que tenía que meterla en el maletero del coche. Le dio una débil excusa: no quería que los vecinos de su madre le vieran en compañía de una chica. Después de mucha insistencia, la pasajera aceptó y, a regañadientes, se metió apoyándose en una manta que él dobló en forma de almohada.

    En cuanto la vio acurrucada en el hueco, sacó la pistola. Cindy vio el gesto con el rabillo del ojo y se volvió hacia Ed, quien sin mediar palabra apretó el gatillo. Un solo disparo y murió instantáneamente. Ed estaba desconcertado por la rapidez del hecho. «En los demás casos siempre había habido, ya saben, alguna reflexión. Entonces nada, absolutamente nada… Un segundo antes estaba viva y al siguiente ya no existía, y entre ambos no hubo absolutamente nada. Un ruido y el silencio, un silencio completo.»

    Kemper volvió a su casa. Sabía que su madre iba a salir aquella noche. Le dolía el brazo y sólo consiguió meter el cuerpo de la chica (pesaba casi ochenta kilos) en la vivienda antes del regreso de su progenitora. La escayola del brazo tenía salpicaduras de sangre y se las tapó con crema blanca de zapatos. Ocultó el cadáver en un armario del piso y aguardó hasta la mañana siguiente.

    Una vez que su madre se fue a trabajar, Ed sacó el cuerpo de la chica y abusó sexualmente de él; después lo metió en el cuarto de baño para trocearlo. Limpió cuidadosamente todos los pedazos, los introdujo en bolsas de plástico para destruirlos posteriormente y guardó la cabeza en el armario de su dormitorio.

    Conservó para su uso la enorme camisa de cuadros de Cindy y como «recuerdo» el anillo hecho a mano que llevaba la joven. Antes de marchar hacia el sur se deshizo del resto de las pertenencias de la joven. Atravesó Monterrey y arrojó las bolsas desde el coche en un punto en que la carretera bordea un acantilado de nueve metros.

    Al día siguiente un perspicaz patrullero de carreteras vio en la cuneta un brazo saliendo de una bolsa de plástico y al asomarse al acantilado descubrió otros restos humanos desparramados por la pendiente, como una mano y fragmentos de dos piernas. Una semana después el mar devolvió una caja torácica. Habían aparecido restos suficientes como para identificarlos como los de Cindy Schall.

    Tan pronto como se enteró del descubrimiento de la policía quemó la cabeza de la víctima en el jardín trasero, lejos de la ventana de su madre.

    *****

    Peligro en la carretera
    El autoestop forma parte del tipo de vida americano casi desde los tiempos del automóvil, aunque el modo de hacerlo se ha transformado. Entre los años 30 y 40 los autoestopistas eran generalmente hombres en busca de trabajo u obreros que salían de él y volvían así a sus casas. Sin embargo, a finales de los sesenta el autoestop se convirtió en un aspecto más de la contracultura. Por otra parte, para muchos estudiantes de escuelas rurales era más una necesidad que una aventura, ya que apenas existía transporte público entre el campus y la ciudad, llegando a ser incluso un problema en las zonas urbanas. Con objeto de crear un ambiente escolar, muchas instituciones educativas, como la Universidad de California, en Santa Cruz, ponían obstáculos a que los estudiantes utilizaran sus propios coches.

    Después de docenas de violaciones y asesinatos de mujeres a lo largo de todo el país, se realizó una campaña para disuadir a las jóvenes de que subieran a coches con desconocidos. Afortunadamente para los planes de Kemper, continuaron haciéndolo, ya que muchas chicas preferían ir de dos en dos, en la creencia de que era más seguro; una estrategia que resultó trágicamente equivocada para Mary Ann Pesce y Anita Luchessa.

    *****

    El cadáver en la montaña
    Cindy Schall fue la segunda estudiante femenina de Cabrillo College desaparecida en tres meses. Mary Guilfoyle, de veintitrés años, quería ser profesora de inglés; el 24 de octubre de 1972 subió a un coche desconocido cerca de la estación de ferrocarril.

    A finales de enero de 1973 apareció su esqueleto en las montañas, coincidiendo con la identificación de los restos de Cindy Schall, en un lugar muy próximo a una tumba superficial donde posteriormente se encontró parte del cadáver de Aiko Koo. Mary había muerto salvajemente apuñalada.

    El asesino de Mary Guilfoyle resultó ser Herbert Mullin, que había organizado su propia campaña de asesinatos casi al mismo tiempo que Ed Kemper, y como éste, también vivía en Santa Cruz.

    *****

    Competidores sangrientos
    Durante los años setenta había problemas en Santa Cruz. El cierre de los hospitales psiquiátricos lanzó a los pacientes a un mundo que no los admitía. Uno de ellos cometió varios asesinatos creyendo evitar así un terremoto.

    En los años setenta el fiscal del distrito de Santa Cruz Peter Chang se refería a su jurisdicción como «la capital mundial del crimen». En 1970, John Linley Frazier, un esquizofrénico, fanático religioso, asesinó a cinco personas en un arrebato de locura y Ed Kemper, en 1973, confesó haber matado a otras cinco.

    El tercer criminal múltiple de Santa Cruz, Herbert Mullin declaró que mataba para salvar vidas, ya que estaba convencido de que «sacrificando» a desconocidos evitaría la destrucción de California a causa de una catástrofe. Había nacido un 18 de julio de 1947, en el aniversario del devastador terremoto de San Francisco y nada en su infancia preveía su comportamiento posterior.

    Sus padres, Martin, héroe de la guerra y luego vendedor de muebles, y Jean, vivían, cerca de la ciudad San Francisco, donde transcurrió la infancia de Herbert, un niño normal según todas las apariencias. Más tarde declaró que sus padres, especialmente su padre, le maltrataban. Estaba convencido de que enviaban amenazas telepáticas a los otros niños para que no jugaran con él.

    En 1963, los Mullin se trasladaron a Santa Cruz, donde el joven encontró trabajo en la oficina de Correos. Destacó en la escuela como estudiante y como deportista, y fue elegido como «el llamado a triunfar» en la graduación de su clase. Pero su felicidad se vio enturbiada, por otra parte, cuando su mejor amigo murió en un accidente de moto y, al poco tiempo, otro amigo, Jim Gianera, le introdujo en el mundo de la droga.

    Mullin estudió un curso de dos años en ingeniería de caminos en el Cabrillo College y en 1967 asistió a otro sobre religiones orientales en San José, donde estuvo tres meses, durante los cuales consumía LSD con regularidad.

    Comenzó a actuar de modo extraño y a padecer trastornos temperamentales.

    En 1969 sufrió el primer episodio psicótico e ingresó en un hospital psiquiátrico, donde le diagnosticaron una paranoia esquizofrénica. Herbert salió al cabo de seis semanas negándose a tomar una medicación preventiva, y desde entonces, fue a la deriva de un trabajo a otro.

    Habló de ciertas voces que le decían lo que debía hacer y lo enviaron a otro hospital. A lo largo de los dos años siguientes entró y salió de varias instituciones sin que mejoraran sus condiciones; en realidad, empeoraban.

    En 1972 volvió a vivir con sus padres en Santa Cruz. Intentaron encontrarle un hospital, pero la administración del estado estaba tratando afanosamente de cerrarlos todos por falta de medios.

    En aquella época Herbert se obsesionó por la teoría de prevenir los terremotos con sacrificios humanos. Oía voces que le ordenaban salir y matar a alguien. Creía reconocer la voz de su padre.

    El 13 de octubre, cuando iba conduciendo por las montañas de Santa Cruz, vio a un anciano a un lado de la carretera y lo mató a golpes de bate de béisbol.

    La siguiente víctima de Mullin fue una estudiante que hacía autoestop, Mary Guilfoyle, a la que apuñaló. Después, el 2 de noviembre, mató a puñaladas en el confesionario de una iglesia al sacerdote católico Henri Tomei.

    En aquella época Mullin estaba convencido de que aquellas personas se le ofrecían como víctimas telepáticamente. El 16 de diciembre compró una pistola mintiendo al rellenar los datos del formulario.

    El 25 de enero de 1973 fue a buscar a Jim Gianera. Este se había mudado de casa, pero la nueva inquilina le dio sus señas. Se dirigió inmediatamente hasta la casa de su amigo y lo mató a tiros, así como a su mujer. Volvió luego a la antigua dirección y asesinó a la joven señora que le había proporcionado la de Gianera y a sus dos hijos pequeños.

    A comienzos de febrero Herbert Mullin estaba de excursión por el parque del Estado de Santa Cruz y se encontró con cuatro adolescentes, a los que mató sin darles tiempo a reaccionar. Era un tirador experto que, de muchacho, había ganado varios premios de la Asociación Nacional de Tiro.

    Menos de una semana después asesinó a su última víctima, un anciano de setenta y dos años que estaba trabajando en su jardín cuando Mullin pasó por allí, pero esta vez lo vieron y quedó detenido inmediatamente.

    Herbert Mullin intentó responsabilizar a su padre de todos los crímenes; se consideraba exclusivamente un instrumento dirigido por el destino: «Una roca no toma una decisión mientras está cayendo, cae y eso es todo.»

    La única defensa posible en el juicio era la locura. Los defensores y los fiscales coincidieron en calificar al asesino como un caso típico de esquizofrenia paranoide, pero este diagnóstico no se incluía en la definición legal de locura. Como consecuencia, fue sentenciado a cadena perpetua.

    *****

    El mensajero de Dios
    El 19 de octubre de 1970 el oftalmólogo Victor Ohta, su esposa, sus dos hijos y su secretaria aparecieron muertos a tiros en la piscina de su casa frente a Santa Cruz. Una nota reivindicaba los asesinatos en nombre de un grupo antimaterialista llamado el Pueblo del Universo Libre.

    Cuatro días después fue detenido John Linley Frazier, un mecánico que vivía en un establo al pie de la colina, donde estaba situada la lujosa vivienda del médico.

    Frazier, un esquizofrénico declarado, sintió que tenía que cumplir una misión religiosa -creía que la revelación iba dirigida específicamente a él-, la de salvar al mundo del materialismo y la polución. La muerte de la familia Ohta era el primer paso en su cruzada. Fue sentenciado a cadena perpetua por los cinco asesinatos.

    *****

    El desatino de Reagan
    A comienzos de los setenta el gobernador del Estado, Ronald Reagan, cerró concienzudamente los hospitales psiquiátricos uno tras otro y se extendió por California una plaga de asesinatos perpetrados por dementes.

    Esto se hizo para disminuir los gastos y para aprovechar las promesas federales de fundar centros de salud en la comunidad. Sin embargo, las promesas no se cumplieron y los enfermos mentales acabaron en “guettos psiquiátricos” de bajo coste en las ciudades californianas.

    A pesar de todo, Reagan insistió en la política de cortas miras, hasta que el caso de Herbert Mullin desató las críticas de los ciudadanos y en 1974 la legislatura del Estado publicó un decreto prohibiendo el cierre de más hospitales.

    *****

    La ruta del infierno
    El hecho de subir a dos chicas al coche, matarlas a tiros y mutilarlas no calmó las ansias criminales de Kemper. Rondaban en su mente unas fantasías de asesinatos en serie que le indujeron a matar a gente más cercana… su madre.

    El 5 de febrero, menos de un mes después de la muerte de Cindy Shall, Ed volvió a discutir con su madre y salió de casa descompuesto diciendo que se iba al cine. Lleno de ira, desechó su plan habitual -que consistía más en el disfrute anticipado del acontecimiento que en el proceso logístico- y se puso en camino hacia el campus de la Universidad de California.

    Ya era de noche y había muchísima gente tratando de conseguir un medio de transporte. Cuando Rosalind Thorpe salía de una clase nocturna, se encontró con Kemper, que pasaba por allí. Él paró y ella subió al asiento del acompañante. Comenzó a charlar amistosamente, confundiendo al conductor con un estudiante tras ver en el coche la tarjeta de aparcamiento de la Universidad de California.

    Cruzaron el campus lentamente mientras Kemper estudiaba a su pasajera como una víctima potencial. «Las circunstancias eran perfectas. No había nadie alrededor, el guarda no me vio entrar, todo se desarrollaba normalmente y ella no sentía la menor sospecha.»

    Entonces vio a una frágil muchacha china haciendo autoestop, se detuvo y Alice Liu, de veintiún años, subió al asiento trasero del coche. Al pasar frente a la caseta del guarda miró hacia él para comprobar que no había visto a las chicas en el interior del coche.

    La carretera se deslizaba con amplias curvas desde el campus, en la cumbre de las colinas, hasta bajar a la ciudad. Kemper disminuyó la velocidad, aparentemente para contemplar la vista de las luces con el océano al fondo. Estaban solos en la carretera. Bajó la mano derecha -todavía llevaba escayolada la izquierda- y sacó de debajo del muslo el revólver del 22.

    La alzó lentamente, en el momento en que Rosalind, medio vuelta hacia él, tenía la boca abierta para decir algo. La mató de un tiro en la sien.

    Cuando cayó, Ed se volvió hacia Alice Liu, que estaba acurrucada en el rincón del asiento trasero y, espantada, intentaba hacerse lo más pequeña posible.

    El asesino falló los dos primeros disparos porque ella se revolvía tratando de evitar las balas, pero el tercero le acertó en la sien y la joven dejó de moverse. Ed disparó otra vez para asegurarse de que estaba muerta.

    Mientras circulaba lentamente colina abajo echó un abrigo sobre Alice que, aunque inconsciente, gemía suavemente; luego intentó empujar hacia abajo el cuerpo de Rosalind con objeto de que no apareciera por encima del salpicadero. No era capaz de moverla, de modo que la cubrió con una manta y aceleró la velocidad del coche.

    Salió de la ciudad. Se sentía ligeramente mareado, Alice seguía quejándose y borboteando en el asiento trasero. En cuanto se vio seguro, se volvió y le disparó de nuevo a la cabeza.

    Se hizo el silencio por unos momentos, pero enseguida continuó el ruido, entonces aparcó en una zona sin salida y metió los dos cuerpos en el maletero del coche antes de dar la vuelta.

    Se detuvo en una gasolinera y entró en los lavabos para limpiar la sangre de la escayola y la de la ropa. Siempre usaba la misma cuando salía a «cazar»… prendas de color oscuro que disimulaban las manchas de sangre.

    Al volver aparcó el coche en la puerta de la casa de su madre y le dijo que se había quedado dormido en el cine, la dejó viendo la televisión y salió de nuevo con el pretexto de comprar cigarrillos.

    Antes de ir a la tienda abrió el maletero del coche y con un cuchillo de caza decapitó ambos cadáveres. Aunque no era muy tarde, entre diez y once de la noche, no le vio nadie.

    A la mañana siguiente llevó las cabezas a la casa, las lavó y extrajo las balas. Luego abusó sexualmente del cuerpo de Alice antes de lavarlo y lo volvió a meter en el maletero, donde les cortó las manos como «última ocurrencia».

    En esta ocasión no troceó los cadáveres, porque aquella tarea ya no le producía placer. Sólo quería eliminar las pruebas. Fue hacia el norte en dirección a San Francisco, con la esperanza de que si los cuerpos aparecían allí, la policía atribuiría el crimen a un asesino de la zona. Estuvo un rato de visita en casa de un amigo y luego, a primera hora de la mañana, condujo el coche hacia Eden Canyon para tirar los cadáveres.

    Después recorrió la costa en dirección a la ciudad de Pacífica y arrojó las cabezas y las manos por un precipicio llamado el acantilado del Diablo, donde quince días después las encontraron unos obreros. También apareció el cadáver de Mary Guilfoyle y el asesino comprendió que debía dejar de matar estudiantes. Toda la zona estaba vigilada y él había sido cada vez más imprudente.

    A pesar de las preocupaciones, Ed Kemper había abandonado su plan inicial sobre las pruebas al conservar los bolsos de Alice y de Rosalind. A lo largo de varias semanas rebuscó entre las fotos de familia, las cartas y la documentación de las chicas, con objeto de saber más sobre ellas.

    A mediados de abril hizo un paquete con los papeles y los recuerdos de Cindy Schall, y el arma con la que había asesinado a las tres, y lo arrojó al océano.

    Tenía los nervios rotos y se le hizo una úlcera. Sabía que había llegado a la cumbre de su carrera criminal y para demostrar al mundo que era un hombre con el que había que contar, quiso hacer «una demostración para las autoridades».

    Durante unos días barajó la idea de acabar con todos sus vecinos, deslizándose de casa en casa al amparo de la oscuridad, matando silenciosamente, pero abandonó la idea por considerar que era impracticable. Además, tenía que pensar en su madre.

    Era consciente de que le iban a detener pronto, según declaró más tarde, luego «la única posibilidad que veía era asumirlo e ir a la cárcel dejando a mi madre cargar con el peso…. como ocurrió la última vez con mis abuelos, o quitarle la vida».

    El 20 de abril, Viernes Santo, fue a ver a su amigo del piso de Alameda y pasó unas horas en su antiguo trabajo. Sin embargo, estaba de muy mal humor cuando volvió a Aptos.

    Su madre estaba aún en su trabajo. La telefoneó para decirle que ya estaba en casa y ella le advirtió que aquella noche iba a salir directamente desde la Universidad y que volvería tarde.

    Ed se pasó la tarde bebiendo cerveza delante de la pantalla de la televisión y cuando se fue a la cama, alrededor de las doce de la noche, su madre no había vuelto todavía ni tampoco a las dos de la mañana, hora en que se levantó para saber si ya estaba en casa.

    Clarnell volvió a las cuatro de la mañana y en cuanto se metió en la cama, entró su hijo. Le dijo que solamente quería comprobar si había regresado. Ella le preguntó si quería que hablaran y al contestarle que no, se dio media vuelta y le dijo: «mañana hablaremos» Ed Kemper se volvió a su cuarto contento porque no habían discutido, ya que no quería separarse de ella después de un disgusto.

    Se mantuvo despierto una hora aproximadamente, hasta estar seguro de que su madre estaba dormida, y entonces volvió a la habitación llevando la navaja de bolsillo y un martillo.

    Su madre dormía sobre el lado izquierdo. Ed, en pie a su lado, la contempló durante un par de minutos y luego le dio un feroz martillazo en la sien.

    No se movió, quedó allí tendida. Le manaba sangre de la herida, pero seguía respirando. Ed la puso boca arriba y le anudó un pañuelo al cuello. «Lo que es bueno para mis víctimas es bueno para mi madre», pensó, mientras velozmente le seccionaba la cabeza con destreza, y luego arrastró el cuerpo hasta el armario.

    Era de día cuando terminó de limpiar de sangre las paredes y la alfombra. Se sentía enfermo y mareado, y para colmo en esta ocasión el crimen no había calmado sus instintos asesinos. Tenía que salir de casa. Metió los revólveres y las navajas en el coche y arrancó.

    Recorría la ciudad cuando se encontró con un amigote borracho, Robert McFadzen, que le debía diez dólares. Era una razón más que suficiente para Kemper y en el estado mental en que se encontraba decidió matarlo. La víctima le pidió perdón y le devolvió el dinero. Edmund Kemper inmediatamente compró cinco dólares de cerveza para ambos.

    De vuelta a casa, Ed empezó a preocuparse por la explicación que daría sobre la ausencia de su madre después del fin de semana de Pascua. Pensó en decir que se había marchado con alguien y llegó a la conclusión que la débil historia resultaría más convincente si una amiga desaparecía también. Comenzó a hojear la agenda de la muerta.

    Llamó a Sally Hallett, una compañera de trabajo y amiga de Clarnell, pero no respondía. Kemper, nervioso, daba vueltas por la casa cuando, a las 5,30 de la tarde, llamó a la puerta la propia señora Hallett preguntando por su madre.

    Ed Kemper le contó que iba a celebrar su vuelta al trabajo después de su prolongado paro y que para ello preparaba una cena sorpresa para su madre. Sally Hallett accedió a volver a las 7,30 de la noche.

    En esas dos horas el asesino dispuso la casa para recibir a su invitada. Cerró puertas y ventanas, se metió unas esposas en el bolsillo y dejó varias armas por la habitación al alcance de la mano.

    La señora Hallett llegó sobre las ocho de la tarde, el anfitrión le dijo que su madre se retrasaría y la acompañó al salón. Según Kemper, se dirigió inmediatamente hacia el sofá mientras comentaba: «Sentémonos. Estoy muerta.»

    Kemper lo interpretó como una señal para entrar en acción. Se situó frente a ella, la golpeó en el pecho y en el estómago, y, asiéndola con todas sus fuerzas, la levantó del suelo.

    Pendía de él, tirándole del brazo inútilmente; después quedó inmóvil. Kemper le había roto la tráquea impidiéndole la respiración.

    La tendió en el suelo, le envolvió la cabeza con bolsas de papel y le apretó el cuello con una cuerda y un pañuelo hasta estar seguro de su muerte.

    La acostó en su propia cama y después de taparla se fue al Jury Room a tomarse un trago. Estuvo sentado un rato aparentemente tranquilo, aunque algo distraído, saboreando una cerveza y escuchando abiertamente hablar a los policías con otras personas sobre sus crímenes.

    Al volver a la casa cortó la cabeza de la señora Hallett y luego se quedó profundamente dormido en la cama de su madre. Sabía que estaba perdido. Cuando mataba a personas desconocidas en carreteras desiertas se sentía relativamente seguro, pero ahora no encontraba salida. Lo único que podía hacer era escapar.

    Lo primero que hizo por la mañana fue meter el cuerpo de la víctima en el armario de su cuarto y guardar las armas en el coche de la muerta. No tenía pensado ningún plan, pero no desechaba la idea de culminar su obra con una orgía de violencia.

    A las diez de la mañana estaba dispuesto. Se dirigió hacia el este, por las Sierras. Cuando llegó a Reno trasladó las armas a un coche alquilado y dejó el de la señora Hallett en un taller con el pretexto de que tenía una avería de electricidad.

    Siguió conduciendo siempre hacia el este, sobre las Montañas Rocosas. Rodaba sin parar alimentándose de bebidas gaseosas y de pastillas No-Doz con cafeína. Iba oyendo las noticias de la radio y temía, por un lado, que le persiguieran, pero a la vez se sentía defraudado, por otro, al comprobar que no se hablaba de él.

    Continuó así hasta el lunes 23 de abril. Antes de la medianoche se detuvo en una cabina de Pueblo, Colorado, a 2.400 kilómetros de Santa Cruz. Marcó el número de teléfono de esta ciudad e inmediatamente reconoció la voz de su interlocutor, Andy Crain, uno de los policías uniformados que frecuentaba el Jury Room.

    Ed Kemper pidió que le pusieran en comunicación con Charles Scherer, encargado de la investigación criminal. Le dijeron que éste no entraba de servicio hasta las nueve de la mañana, pero el asesino insistió en que le avisaran. Crain, creyendo que hablaba con un excéntrico desocupado, bromeó con él durante unos minutos, hasta que el interlocutor se identificó, dirigiéndose a él como Andy, quien, aún escéptico, accedió a ponerle en contacto con Charles Scherer.

    Cuando volvió a llamar a la una, le contestó otro policía, el cual le dijo que Charles Scherer no estaba y colgó bruscamente.

    Kemper se sentó en el coche tratando de dormir. Excitado por la cafeína y la falta de sueño, sentía crecer en su interior el ansia de sacar las armas y disparar hasta que lo mataran de un tiro.

    El único problema era afrontar su propia muerte. Le aterraba la violencia; una de las razones que le llevó a llamar desde una cabina era que si se producía un enfrentamiento con los policías, éstos dispararían primero y preguntarían después.

    A las cinco de la mañana llamó de nuevo. Ahora había otro agente a la escucha. La comunicación era defectuosa y Kemper tuvo que vociferar un par de veces «asesinato de una estudiante», hasta que lo tomaron en serio. Les confesó quién era la matrícula de su coche y que había matado a unas ocho personas.

    El policía, el agente Conner, dijo que enviaría a alguien a buscarle. «Y yo me cago en usted -replicó Kemper en el colmo del histerismo-. Llevo en el maletero doscientos cartuchos y varias pistolas, y no quiero ni acercarme a ellos.»

    Conner intentaba entretenerle en el teléfono, pero Kemper le dio la dirección de la casa de su madre y le aconsejó que mandara al sargento Mike Aluffi para registrarla. Este había estado allí pocas semanas antes haciendo unas preguntas rutinarias sobre uno de los impresos que Ed Kemper había rellenado al solicitar el permiso de armas.

    Siguieron hablando un rato, durante el cual Conner se convenció de que su interlocutor decía la verdad y de que estaba al borde de una nueva explosión de violencia. Ed no podía comprender el retraso de la policía de Colorado. Por fin llegaron: Kemper interrumpió su explicación sobre los lugares donde había ocultado los cuerpos y exclamó: «Ya están aquí. ¡Vaya! Me están clavando un revólver.»

    *****

    Las reglas del juego
    Una parte de las fantasías de Kemper consistía en plantear cierto número de reglas que le aseguraban la libertad. Pero algunas no las acató.

    Para perfeccionar su técnica de subir autoestopistas en su coche, se aprendió las horas y los lugares donde difícilmente podía ser visto. Decidió no retroceder nunca ni realizar maniobras que llamaran la atención sobre él. Por el mismo motivo trataba de ser lo más discreto posible que le permitía su tamaño.

    El número de autoestopistas aumentaba en los fines de semana y la gente les prestaba menos atención. Cuando buscaba una víctima, tomaba nota de factores tales como la fluidez del tráfico o la presencia de la policía.

    Un aspecto importante de su estrategia era el de actuar solamente lejos de la inmediata vecindad de Santa Cruz.

    *****

    El escalofrío de la caza
    Ed Kemper experimentaba un placer sádico al cometer los crímenes. Disfrutaba jugando al ratón y al gato con las víctimas y se otorgaba una satisfacción adicional volviendo a los lugares donde las había asesinado u ocultado.

    A pesar de su larga y detallada confesión, los motivos de Kemper para asesinar continúan siendo muy confusos… Él mismo proporcionó varias explicaciones incoherentes, y a veces contradictorias, sobre su comportamiento.

    Se divertía discutiendo con la Policía y otros investigadores, tal y como había hecho previamente con los psiquiatras. Sin embargo, cuando se le preguntaba en profundidad sobre su hogar o sobre cosas de las que no deseaba hablar o ni siquiera pensar, cambiaba de tema y empezaba a describir detalladamente los crímenes y las disecciones, complaciéndose con morboso ingenio.

    En muchos aspectos, Ed Kemper era la personificación del clásico criminal sádico. Este sadismo se manifestaba no sólo en los asesinatos en sí, sino en el placer que sentía asustando a sus víctimas. Cuando Mary Ann Pesce no demostró ningún terror, él se sintió inquieto.

    Obtenía un placer extra recorriendo de nuevo los escenarios de los crímenes, los lugares donde había enterrado a las víctimas o pasando en su coche junto a las casas de las jóvenes muertas para saborear el dolor de las apenadas familias.

    Su excelente memoria le permitía volver a representar mentalmente los asesinatos una y otra vez, extrayendo de ello hasta la última gota de placer. En este sentido, Kemper se parecía al criminal alemán Peter Kürten, que cuando fue detenido recordó cada detalle de la habitación en la que había matado por primera vez diecisiete años antes.

    Surgió la tendencia de atribuir los instintos sádicos del asesino a la experiencia de verse encerrado por su madre en el sótano. De nuevo aparece la semejanza con Kürten, quien, en su adolescencia, planeó sus planes de venganza contra el mundo mientras estaba recluido. Sin embargo, Edmund Kemper unía el s*x* y la muerte aún antes de que su madre comenzara a tratarle de un modo tan cruel. Cuando le confesó a su hermana Susan que estaba loco perdido por su profesora de escuela primaria, ella le preguntó bromeando por qué no la besaba y se quedó atónita al escuchar su respuesta: “No puedo. Tendría que matarla primero”. Su otra hermana, Allyn, recordó durante el juicio que le había mutilado dos muñecas, cortándoles la cabeza y las manos.

    Según Kemper, la culpa no era suya. Acusó a su hermana mayor de torturarle y querer matarle cuando era pequeño, y afirmó que le había “convencido” para sus jugueteos sexuales cuando sólo contaba ocho años. Sobre este punto sólo se cuenta con su palabra y posiblemente se aprovechó de las experiencias de otros pacientes oídas en el hospital psiquiátrico de Atascadero para parecer más convincente y digno de compasión.

    Los asesinos sádicos son más difíciles de descubrir que los locos, ya que toman mayores precauciones. Ed Kemper estaba orgulloso de su destreza y sus planteamientos; de un modo tortuoso parecía esperar de la policía -especialmente del teniente Scherer, al que consideraba una figura paternal-, si no su aprobación, por lo menos una reticente admiración por la minuciosidad de su trabajo.

    A veces disimulaba las razones de sus actos como parte de un plan maestro, como, por ejemplo, cuando aseguró que cortaba las cabezas de sus víctimas con objeto de impedir la identificación. En otras ocasiones confesó que la decapitación era un ingrediente del placer. Recordaba el momento en que cortó la cabeza de Anita Luchessa: “En aquel momento sentí un placer sexual… Era una especie de exaltación, una cosa de tipo triunfante, como el cazador que consigue la cabeza de un ciervo o un alce”.

    Así presentó los crímenes en el juicio; deseaba aparecer como un loco más que como un malvado. Insistió en que mató a las chicas como había matado a su gata, para hacerlas suyas. “Cuando estaban vivas, las sabía distantes, sin ninguna comunicación conmigo, y yo intentaba establecer una relación.” En la búsqueda de las víctimas había una completa excitación sexual. Él hablaba de “retorcimientos” cuando las buscaba y de “pequeñas sensaciones” que le recorrían el cuerpo al acercarse a la presa.

    Ed Kemper sentía desde la adolescencia una descontrolada sexualidad. Sin embargo, su experiencia real era mínima. Acostumbraba a contar que en una ocasión había tenido relación con una mujer que le rechazó cuando intentó verla de nuevo, pero otras veces aseguraba que no había tenido experiencia alguna.

    Incongruentemente, Kemper combinaba su desviación sexual con una moralidad gazmoña y hasta remilgada. Cuando en la confesión se refería a sus víctimas, lo hacía siempre llamándolas por su apellido: señorita Koo, señorita Pesce y así sucesivamente.

    También aparecía esta veta puritana en su creencia de que las chicas autoestopistas se lo estaban buscando al exhibir su cuerpo en las carreteras. Los confusos sentimientos de Ed Kemper hacia las mujeres reflejaban, en cierto modo, la relación con su madre. A pesar de describirla como una “perra dominante”, la veía con una mezcla de amor y de odio. Se negó a hablar de lo que hizo durante el fin de semana de Pascua que pasó solo en casa con el cadáver de su madre, aunque, según ciertos rumores, colocó su cabeza encima de la chimenea para jugar a los dardos con ella.

    La mayoría de los psiquiatras estuvo de acuerdo en que las muertes de las seis chicas y, por supuesto la de la abuela, se debieron a que Ed estaba preparando el terreno para asesinar a su madre, que le había encerrado y que, según él, era culpable de la ausencia de su padre. Sin embargo, su muerte no le produjo sensación de catarsis o sentimientos de satisfacción personal… simplemente le causó una profunda depresión.

    En los asesinatos había un aspecto sociológico tanto como psicológico. Kemper trataba siempre de elegir víctimas de clase media acaudalada: “Yo intentaba herir a la sociedad donde más le doliera y eso era buscando futuros miembros de la sociedad burguesa: de clase alta o de clase media alta”. Los odiaba porque se sentía inferior. “Se pavoneaban por delante de mis narices porque podían hacer todas las malditas cosas que les viniera en gana”.

    Edmund Kemper era desgraciado en un mundo que le parecía lleno de cosas terribles… de gente con mejor apariencia, mejores sentimientos y mejor comportamiento que los suyos. Parece ser que la mayoría del tiempo se sentía asustado, solo e inútil.

    También era desgraciado por su propio cuerpo, que le hacía sentirse diferente y creaba en la gente el afán por conocer sus proezas físicas. Era, como su padre, un hombre esencialmente tímido, que no soportaba la vida con seres humanos vibrantes. Una de sus fantasías infantiles era la de poder convertir en muñecos a las personas, y al crecer, puso todo el empeño en hacer de su sueño una realidad.

    *****

    Edmund el confesor
    La confesión grabada de Edmund Kemper, una larga y desapasionada descripción de los espantosos asesinatos, se reprodujo en el juicio unos meses después y revolvió el estómago de los agentes de policía e hizo que perdieran el conocimiento algunos familiares de las víctimas.

    El día en que se entregó Kemper, a última hora, un grupo se desplazó en avión desde Santa Cruz a Colorado. Estaba formado por el sargento Aluffi, que había estado en la casa de Aptos y descubrió los cadáveres, el teniente Scherer y Peter Chang, fiscal del distrito.

    Encontraron al detenido deseoso de hablar. Renunció a sus derechos legales y comenzó a grabar su confesión. No había en ella vacilaciones, reticencias o incoherencias. Una vez en Santa Cruz, la repitió aún más extensamente.

    Alardeaba de su memoria y sus dotes de observación. Era su triunfo definitivo y se complacía en él, disfrutando de la sensación de hacer palidecer a policías curtidos.

    Habló sobre las seis jóvenes que había matado y sobre algunas más que, aunque subieron al coche, las dejó sanas y salvas en sus destinos, porque notaba que algo no iba bien, no estaba de humor, no tuvo oportunidad de sacar el arma o simplemente se sintió conmovido por algo.

    Explicó a la policía dónde podía encontrar los cadáveres y acompañó a los agentes cuando volvieron a California. En estas expediciones les seguía una manada de periodistas, pero a veces el acusado insistía en que se marcharan antes de indicar los lugares exactos a los detectives.

    Según la policía, colaboró en todo lo que pudo y aceptó someterse al detector de mentiras, aunque no se hacía ilusiones sobre lo que estaba ocurriendo e insistía en que “todo este proceso no es más que el procedimiento de decidir el método que va a emplear la sociedad para deshacerse de mi. Y yo, por supuesto, si fuera la sociedad, no confiaría en mí”.

    Parecía incapaz de guardar silencio y explicaba todo sin interrupción: “Había una cuenta a mi favor -comentó- y tenía que hacer balance… Emocionalmente no la podía mantener más tiempo.»

    Los amigos de Kemper en el Jury Room no podían creer la noticia. Lo habían visto siempre como a un gigante amable y sociable, un hombre cordial, contrario a todo tipo de violencia o estallido de cólera.

    Los psiquiatras que lo habían atendido en el hospital de Atascadero se reunieron para tratar de comprender lo sucedido y aparte de insistir en el hecho de que habían aconsejado mantenerle alejado de su madre, sus conclusiones fueron poco definitivas.

    La psiquiatría en general se vio atacada. Herbert Mullin, otro asesino en serie que actuaba en Santa Cruz al mismo tiempo que Ed Kemper, obtuvo el alta, como él, en un hospital psiquiátrico. Esto creó una grieta en la confianza pública y los especialistas tuvieron que confesar que toda decisión de liberar un enfermo mental con un historial de violencia entrañaba un gran riesgo.

    En Santa Cruz Kemper pasó a ocupar una celda junto a la de Mullin, al que detestaba porque, afirmó, «había matado sin tener unas buenas razones para ello». Aborrecía, además, las canciones que entonaba con gran disgusto de los otros prisioneros y le tiraba agua para hacerle callar. Después recordó que, «cuando era un buen chico, le daba cacahuetes. Le gustaban… Eso se llama tratamiento de modificación del comportamiento».

    James Jackson, defensor público del Condado de Santa Cruz, fue el encargado de la defensa de Kemper. Era una ardua empresa, ya que su cliente lo había confesado todo y el letrado no pudo encontrar ningún psiquiatra o psicólogo que testificara a su favor.

    Jackson y un joven detective privado, Harold Cartwright, interrogaron a Kemper en su celda durante horas, tratando de encontrar alguna prueba de locura. Ambos tenían la impresión de que el acusado reservaba algo, pero nunca descubrieron de qué se trataba.

    Por otra parte, cuando en octubre se inició el juicio presidido por Harry F. Brauer, Ed Kemper se declaró «no culpable por motivos de locura».

    La primera actuación de la defensa consistió en reproducir las cintas con las confesiones del inculpado.

    Las familias y los amigos de las víctimas le oyeron describir disecciones, decapitaciones, planes de asesinato, compra de armas, apuñalamientos, disparos y enterramientos. La defensa solicitó ausentarse de la sala mientras se escuchaban las cintas, pero su petición fue denegada. Luego testificaron los forenses que habían encontrado grandes charcos de sangre seca en el interior del Ford Galaxia y los testigos de la policía que describieron el arresto del acusado.

    El 29 de octubre, Edmund Kemper se presentó con una muñeca vendada. Por segunda vez desde la detención, había intentado suicidarse cortándose las venas con una pluma que le dejó un periodista e impidiendo después todo tipo de ayuda hasta que pudieron dominarlo.

    La mayor parte de las tres semanas que duró el juicio se dedicaron a los testigos médicos. El doctor Joel Fort describió al acusado como un «maníaco sexual», pero llegó a la conclusión de que estaba mentalmente sano, aunque era un psicópata. Otros especialistas citados por la acusación estuvieron completamente de acuerdo con su dictamen.

    Fort insinuaba que el diagnóstico de esquizofrenia paranoide hecho cuando Kemper tenía quince años era erróneo. Después del juicio los psiquiatras que examinaron a Kemper y vieron su historial insistieron que el diagnóstico primitivo era correcto.

    El mejor testigo de la defensa fue la hermana del acusado, Allyn, quien primero recordó algunos extraños sucesos de la infancia de ambos y luego declaró que sospechaba de Ed desde el momento en que oyó que Cindy Schall apareció decapitada, al igual que su madre, que llegó incluso a interrogarle sobre los crímenes.

    Kemper ocupó el banquillo de los testigos el 1 de noviembre. Apareció emocionado, lloroso a veces y en un estado de nervios que nunca mostró en sus declaraciones ante la Policía.

    Cuando le preguntaron porqué había confesado, afirmó: «Quiero ayuda. Si voy a una penitenciaria, me encerrarán en un cuarto pequeño, donde no podré hacer daño a nadie y quedaré libre de todas mis fantasías».

    Vacilante, Kemper trató de describir su mundo imaginario; empezó con las visiones de paz y bienestar de su primera infancia, y continuó con las fantasías de adolescente pervertido en el hospital psiquiátrico de Atascadero y sus espeluznantes sueños de matanza total.

    En sus conclusiones, el abogado defensor, James Jackson, presentó a su cliente como un campo de batalla entre el bien y el mal, donde una parte de su carácter «lucha por estar con nosotros y la otra se escabulle a su propio mundo de fantasía, donde se siente feliz».

    A pesar de la elocuencia de la defensa, el jurado permaneció reunido durante cinco horas antes de declarar al acusado culpable de ocho acusaciones de asesinato en primer grado. Puesto que la pena de muerte en aquellos años estaba prohibida en el Estado de California -fue puesta en vigor de nuevo a comienzos del año 1974-, el juez Brauer condenó a Ed Kemper a cadena perpetua, con la firme recomendación de que nunca obtuviera la libertad. No hubo apelación.

    *****

    Los abogados
    El fiscal del distrito Peter Chang era de pequeña estatura, pero de grandes ambiciones políticas. Su ayudante, Christopher Cotle, se había encargado de la acusación contra Mullin, y Chang vio en el juicio de Kemper una excelente ocasión de favorecer su imagen pública.

    James Jackson, un orador brillante y persuasivo, se encargó de la defensa de John Frazier, de Herbert Mullin y, por último, de Ed Kemper.

    Los discursos de Jackson y su comportamiento en el juicio demostraron su visceral desprecio por la psiquiatría. Esto se hizo patente en las discusiones con el doctor Joel Fort, un testigo médico citado por el tribunal.

    *****

    Conclusiones
    Desde la condena, el 8 de noviembre de 1973, Ed Kemper está cumpliendo las ocho sentencias a cadena perpetua en el California Medical Facility de Vacaville.

    En la época de dicha condena la ley californiana permitía la libertad condicional a los sentenciados a cadena perpetua una vez transcurridos seis años en prisión. Ed Kemper comenzó a solicitarla en 1978, pero la comisión se la denegó y lo ha seguido haciendo cada vez que la ha presentado. En 1988 rechazó también un informe psiquiátrico del doctor Jack Fleming, en el que lo describía como “apto para quedar en libertad”.

    En 1977, Kemper solicitó una autorización para que le operasen en una zona del cerebro, ya que deseaba “reconducir los circuitos eléctricos del cerebro”, pero su petición fue denegada. El doctor Hunter Brown, de Santa Mónica, California, se había ofrecido a realizar gratuitamente la operación.

    En 1981, Edmund Kemper recibió públicamente un premio por sus trabajos de reproducción de libros para ciegos con un equipo de quince reclusos a sus órdenes.

    *****

    Fechas clave
    • 12-08-64 – Después de vivir con su madre, Kemper vuelve a la granja de sus abuelos.
    • 27-08-64 – Kemper mata a tiros a su abuela y a su abuelo.
    • 06-12-64 – Kemper ingresa en el hospital de Atascadero para criminales dementes.
    • 09-69 – Kemper se aloja en una casa a media pensión.
    • 12-69 – Vuelve bajo la custodia de su madre.
    • 1970 – Le deniegan el ingreso en la Policía; encuentra trabajo en el Departamento de Autopistas de California.
    • 1971-72 – Recorre las carreteras recogiendo autoestopistas.
    • 07-05-72 – Asesina a Mary Ann Pesce y a Anita Luchessa.
    • 14-09-72 – Kemper secuestra, viola y asesina a Aiko Koo.
    • 15-09-72 – Obtiene un diagnóstico de salud mental expedido por un tribunal de psiquiatras.
    • 08-01-73 – Compra una pistola automática. Secuestra y mata a tiros a Cynthia Schall.
    • 09-01-73 – Mutila el cadáver de Cynthia Schall y esparce los restos.
    • 10-01-73 – La Policía encuentra parte del cuerpo.
    • 24-01-73 – Identifican a la víctima.
    • 05-02-73 – Kemper mata a tiros en el coche a Rosalind Thorpe y a Alice Liu.
    • 06-02-73 – Abusa de los cadáveres y los mutila.
    • 07-02-73 – A primeras horas de la mañana se deshace de los restos.
    • 21-04-73 – Mata a su madre con un martillo y le corta la cabeza; a última hora del mismo día estrangula a Sally Hallet.
    • 22-04-73 – Huye de la casa materna.
    • 23-04-73 – A medianoche llega a Denver, Colorado.
    • 24-04-73 – Llama a la policía y confiesa los crímenes.
    • 24-04-73 – Kemper es detenido en Denver por la Policía de Santa Cruz.
    • 25-10-73 – Se inicia el juicio en Santa Cruz.
    • 14-11-73 – Declaran a Kemper culpable de ocho cargos de asesinato en primer grado.
    *****

    Las víctimas
    • Maude Kemper, escribía e ilustraba cuentos para niños. Inteligente y voluntariosa, regía férreamente su hogar. Tenía 65 años cuando murió asesinada el 27 de agosto de 1964.
    • Edmundo Kemper, su marido, era seis años mayor que ella. Había trabajado durante muchos años en el Departamento de Autopistas de California. A raíz de su retiro vivían tranquilamente en su granja de tres hectáreas.
    • Mary Ann Pesce era uno de los cinco hijos de una familia adinerada del sur de California. Entre 1964 y 1971 vivió con sus padres y hermanos en Weisbaden, Alemania, y estuvo también en un colegio suizo, donde aprendió a esquiar con tanta destreza que alcanzó un nivel profesional.
    • Anita Luchessa era mucho menos experta que su compañera de clase, ya que había vivido siempre en la granja de sus padres en Sierras. Era la primera vez en su vida que hacía autoestop cuando subió al coche de Kemper con Mary Ann Pesce, camino de San Francisco.
    • Aiko Koo acababa de cumplir 15 años cuando murió. Su padre, coreano, había abandonado a su madre, letona, antes de nacer ella. Vivía en Berkeley, con relativa estrechez, del sueldo de su madre, empleada de una biblioteca. Desde la infancia, la ligera y esbelta Aiko dio muestras de dotes excepcionales para el ballet clásico y el coreano. Había actuado ya como profesional en algunas ocasiones y disfrutaba de una beca para estudiar danza.
    • Cindy Schall tenía 18 años cuando subió al coche de Kemper. Nació en el condado de Marin, cerca de San Francisco; estudiaba segundo curso en el Cabrillo College -situado en las afueras de Santa Cruz- y deseaba llegar a ser maestra. Cindy vivía con una familia en la ciudad, ganaba el dinero necesario para sus gastos cuidando niños y compartía con una amiga el alojamiento y el trabajo. Iba camino del colegio para asistir a una clase nocturna cuando fue raptada por el asesino.
    • Rosalind Thorpe, 23 años, era una conocida estudiante del último curso de lingüística y psicología. Vivía en Santa Cruz con una compañera e iba al campus en bicicleta, excepto el día que murió.
    • Alice Liu, 21 años, hija de un ingeniero aeronáutico de Los Angeles, estaba también en el último curso de la Universidad. Compartía una habitación en Santa Cruz con una amiga de la infancia.
    • Clarnell Strandberg murió en el momento en que tenía resueltos la mayoría de los problemas, excepto el de su hijo. Con tres fracasos matrimoniales a sus espaldas, había aceptado por fin vivir en soledad. Hizo una brillante carrera en la Universidad, donde empezó como secretaria y llegó a ayudante administrativo del decano. Era apreciada y respetada por sus compañeros de trabajo, y había conseguido controlar su antigua afición a la bebida. Las personas de su entorno no creyeron nunca ciertas declaraciones de Ed sobre el carácter dominante y pendenciero de su madre.
    • Sally Hallet fue la última víctima de Ed Kemper. Sally era una amiga y compañera de trabajo de su madre.
    *****

    Frases
    • Hablando de Mary Ann Pesce: “Después, algunas veces, visitaba el lugar… para estar a su lado… porque yo la amaba y la deseaba”.
    • Sobre Anita Luchessa: “Me sorprendió la cantidad de golpes que aguantó”.
    • “Puedes hacer cualquier maldita cosa y nadie te dice nada o no lo ve”.
    • “Llevo en el maletero 200 cartuchos y varias pistolas y no quiero ni acercarme a ellos”.
    • “Ellas estaban muertas y yo vivo… en mi caso era una victoria”.
    *****

    Bibliografía
    • Margaret Cheney: The Co-ed Killer (1976).
    • Ward Damio: Urge to Kill (1974).
    • Murder Casebook núm. 89: The Lonely Head-Hunter. Ed Kemper (1991).
    • Donald West: Sacrifice Unto Me (1974).
    http://criminalia.es/asesino/edmund-kemper/
 
Back