Crónica Negra. Asesinos, atravesando siglos.

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La matanza de Puerto Hurraco

  • Clasificación: Asesinato en masa
  • Características: Venganza
  • Número de víctimas: 9
  • Fecha del crimen: 26 de agosto de 1990
  • Perfil de la víctima: Antonia Cabanillas, 14, y su hermana Encarnación, 13 / Manuel Cabanillas Carrillo, 57 / Reinaldo Benitez Romero, 62 / Antonia Murillo Fernández, 57 / José Penco Rosales, 43 / Araceli Murillo Romero, 60 / Andrés Ojeda Gallardo, 36 / Isabel Carrillo Dávila
  • Método del crimen: Disparos con escopeta de cartuchos
  • Lugar: Puerto Hurraco, Badajoz, España
  • Estado: Las hermanas Ángela y Luciana Izquierdo fueron absueltas como posibles inductoras del crimen. Emilio y Antonio Izquierdo fueron condenados a trescientos cuarenta y cinco años de cárcel cada uno. Emilio Izquierdo falleció por causas naturales en la prisión de Badajoz a los 72 años el 13 de diciembre de 2006. Antonio Izquierdo se suicidó en la prisión de Badajoz a los 72 años, ahorcándose en su celda el 25 de abril de 2010.
Índice

La matanza de Puerto Hurraco
Francisco Pérez Abellán

El viejo odio de los «Amadeos» y los «Patapelás». Muertes y amores desventurados. Nueve asesinados y seis heridos. El sospechoso incendio de la casa de los «Patapelás». Un pueblo amenazado. La extraña muerte de la madre, desencadenante de la horrible tragedia.

A 150 kilómetros de Badajoz, en la llamada «Siberia Extremeña», está Puerto Hurraco, una aldea de la comarca pacense de La Serena, pedanía de Benquerencia, cercana a Castuera, que en 1990 tenía unos 200 habitantes, muchos de ellos con los linajes entreverados: Cabanillas-Cabanillas, Rodríguez-Rodríguez, Izquierdo-Izquierdo, lo que dicen que es abono para la locura.

Pasadas las diez de la noche del domingo 26 de agosto de aquel año, dos hombres vestidos con ropas de cazador, cruzados de cananas con abundante munición y armados con escopetas repetidoras del calibre 12 se mueven como sombras por detrás de las casas hasta situarse en un callejón en el centro de la aldea que da a la calle principal.

Durante unos minutos quedan a la espera. Muy cerca de allí, en la calle Carrera, que hace las veces de gran paseo, unas niñas se despiden de un amiguito, unos vecinos hablan sentados en la terraza de un bar, otros toman el fresco después de un día caluroso en la puerta de sus casas. Entre hombres y mujeres reina una calma apacible y serena, en un pueblo en el que se conocen todos, al final de una jornada de asueto. Pero la tranquilidad aparente oculta viejas desavenencias entre dos familias, los Cabanillas, conocidos como «los Amadeos» y los Izquierdo, a los que llaman los «Patapelás».

Puerto Hurraco vive de la aceituna, el grano, el cerdo y la oveja. Ha estado durante mucho tiempo en el atraso y la miseria, como una de las zonas más depauperadas de España, pero la llegada de la electricidad en los años setenta y la implantación del agua corriente en los ochenta, elevó la calidad de vida de sus habitantes.

De repente, los dos hombres que se ocultan en las sombras obedeciendo a una señal convenida irrumpen en la calle principal abriendo fuego con sus escopetas. Lo disparos son de postas, lo que significa que cada cartucho de caza contiene nueve gruesos perdigones de plomo.

Las primeras en caer son las niñas Antonia y Encarnación Cabanillas Rivero de catorce y doce años respectivamente. Les disparan en el pecho a corta distancia hiriéndoles de muerte. Encarna apenas puede hablar y Antonia grita pidiendo ayuda a Isabel, la otra hermana, que salva su vida arrojándose al suelo.

Manuel Cabanillas, de cincuenta y siete años, sale del bar vecino gritando «estáis locos, que las vais a matar: no veis que son unas niñas», cuando recibe los disparos que lo matan. Se produce una primera descarga de cinco tiros que crea confusión, carreras y miedo en la calle. Antonio Cabanillas, veinticinco años, hijo de Manuel, intenta en un primer momento hacer frente a los que disparan, pero estos rápidamente vuelven las escopetas contra él y le alcanzan por la espalda cuando intenta ponerse a cubierto. Los impactos que recibe le dejarán para siempre en una silla de ruedas.

Los vecinos que pueden escapar se ocultan en sus casas o se parapetan tras árboles y mesas. Los agresores cargan sus armas y siguen disparando sobre todo lo que se mueve. Araceli Murillo Romero, de sesenta años, que está sentada a la puerta de su casa ve caer heridas a las dos niñas y sin pensarlo va hacía ellas para prestarles ayuda. Los hombres armados le disparan matándola en el acto.

José Penco Rosales, de cuarenta y tres años, primo del alcalde pedáneo, que juega a las cartas en el bar, recoge a dos de los heridos en la primera descarga y los traslada en su coche a un centro asistencial en un pueblo vecino. Cuando regresa para hacerse cargo de otras víctimas, los dos hombres que no han dejado de disparar sobre la gente del pueblo, le salen al paso y apuntando de frente a los cristales de su coche lo matan al volante.

Algunos intentan escapar del pueblo. Así Manuel Benítez, Antonia Murillo Fernández y su cuñado, Reinaldo Benítez, suben a un automóvil. Los agresores les disparan agujereando la chapa y los cristales. Los impactos siegan las vidas de Antonia, cincuenta y siete años y Reinaldo, de sesenta y dos.

En medio de la calle, disparando para todos los lados, los agresores no dejan descansar sus escopetas. Algunos vecinos logran dar aviso a la Guardia Civil en el puesto de la localidad vecina de Monterrubio de la Serena. Un vehículo con dos agentes entra en el pueblo. Los criminales les apuntan y disparan sin permitirles salir del vehículo. El agente Juan Antonio Fernández Trejo, de treinta y un años, recibe un disparo en el pecho; el agente Manuel Calero Márquez resulta herido en la pierna izquierda.

Además de los siete muertos en el acto que los dos asesinos dejan tras de sí antes de darse a la fuga, quedan heridos otros nueve, dos de los cuales fallecerán a consecuencia de la gravedad de sus heridas. El balance final de la matanza será de nueve muertos y seis heridos.

En el hospital Infanta Cristina de Badajoz son ingresados Guillermo Ojeda Sánchez, de ocho años, con un disparo en el cráneo, muy grave, en coma profundo, quedaría hemipléjico; Andrés Ojeda Gallarde, treinta y seis años, herido en el pecho y el vientre, con shock hemorrágico, muy grave. En el hospital Don Benito de Villanueva de la Serena quedan ingresadas: Isabel Garrido Dávíla, de setenta años, herida en el pulmón derecho, muy grave; Vicenta Izquierdo Sánchez, herida en el brazo izquierdo y Felícitas Benita Romero, con el impacto de un proyectil en un hombro.

Todo había ocurrido muy deprisa. El plan consistía en matar a un número indeterminado de habitantes de Puerto Hurraco. Los criminales cruzaron el pueblo descargando sus escopetas. Con los cadáveres en charcos de sangre, los heridos quejándose del dolor de sus heridas y el resto de los vecinos atemorizados, los agresores huyeron al monte cercano.

Rápidamente se organizó la caza de los fugitivos. Un fuerte dispositivo de más de doscientos agentes de la Benemérita, a pie, a caballo, en vehículos todo terreno y apoyados por un helicóptero, peinaron toda la zona. Vecinos y guardias pasaron la noche en vela. Quizá la peor de sus vidas. Sentían la amenaza de los francotiradores muy próxima.

Entrada la mañana del día siguiente dieron con los asesinos. ¿Quiénes eran aquellos desalmados? ¿Por qué mataban indiscriminadamente? Como muchos sabían ya, se trataba de Emilio, cincuenta y ocho años, y Antonio Izquierdo, cincuenta y tres, los hermanos «Patapelás» que habían empezado por asesinar a las «níñas Cabanillas» y habían saciado sus ansias de venganza contra todo el pueblo.

Emilio fue sorprendido apostado cerca de la vivienda de dos de sus víctimas y Antonio descubierto por el helicóptero cuando huía monte arriba. Uno de ellos llegó a decir en su captura, aún caliente con la excitación de la sangre: «Si no me hubierais detenido, habríamos vuelto a disparar durante el entierro de los muertos.» Lo dijo como si tal cosa.

Emilio, el jefe del clan, y Antonio, el hermano menor, llamado «el Tuerto» porque de niño perdió un ojo que le destrozó un gallo a picotazos, los dos solteros, vivían en la localidad vecina de Monterrubio con sus hermanas Ángela y Luciana, también solteronas. Ángela y Luciana huyeron después de la masacre y fueron localizadas cuatro días después en la estación de Atocha, en Madrid. Serían acusadas por el sordo clamor popular de inductoras del crimen, pero nada podría probarse. Se les descubrió una grave dolencia mental que las recluyó en el manicomio de Mérida.

Los «Patapelás», nacidos en Benquerencia, de familia de labradores que se trasladó a Puerto Hurraco con seis hijos, tres varones y tres mujeres, abandonaron el pueblo, resentidos y cargados de odio, cuando murió la madre, Isabel Izquierdo Caballero, que falleció carbonizada en un extraño incendio del que algunos dicen que fue provocado, el 18 de octubre de 1984. Isabel era una mujer fuerte en torno a la cual giraban las vidas de sus hijos, prueba de ello es que cinco de los seis se quedaron solteros. Sólo se casó Emilia, que reniega de la macabra herencia familiar.

Emilio, su hermano homónimo, explica así la matanza: «Ya estoy tranquilo, ahora ya estoy tranquilo. Después de seis años, ya he vengado la muerte de mi madre; ahora que sufra el pueblo lo mismo que he sufrido yo durante seis años.»

El líder indiscutible de los «Patapelás» hacía culpable al pueblo entero de Puerto Hurraco. Y había preparado cuidadosamente la venganza. A uno de los psiquiatras le confesó que eligió agosto porque es friolero y en invierno se le entumecen los dedos y no puede disparar.

La enemistad entre «Amadeos» y «Patapelás» había empezado treinta años antes entre Manuel, el padre de los asesinos, y el abuelo de Antonio Cabanillas, padre de las niñas de doce y catorce años primeras víctimas de la masacre, por un desacuerdo sobre lindes. Continuó con los amores no correspondidos de Luciana Izquierdo por Amadeo Cabanillas que se saldó con el homicidio de Amadeo, tío de las niñas asesinadas, muerto a puñaladas por el mayor de los Izquierdo, Jerónimo, el 22 de enero de 1967.

Era tal la idea obsesiva de venganza de Jerónimo contra los «Amadeos» que luego de cumplir catorce años de condena por el asesinato, apuñaló a Antonio Cabanillas, padre de las niñas muertas -«no pudo matarme y ahora me matan a mis hijas», lloraba Antonio en el funeral-, por lo que fue ingresado en el Psiquiátrico de Mérida donde murió.

Tres años después de la matanza, . Antonio escuchó la sentencia con camisa blanca, sin corbata, traje mil rayas, jersey, borceguíes negros y calcetines negros. Emilio llevaba camisa blanca, sin corbata, traje azul, jersey del mismo color, mocasines de estreno y calcetines blancos. Emilio estaba mucho más canoso que cuando las fotos de su detención dieron la vuelta al mundo.

La matanza de Puerto Hurraco
Margarita Landi

El domingo 26 de agosto de 1990, fecha que quedará para siempre grabada en sangre, fue un día muy caluroso; el sol abrasador obligaba a extender toldos, echar persianas y correr cortinas, al invadir calles y plazas pegándose a las fachadas de las casas. Eran las nueve de la noche cuando salí a mi terraza, en un piso 23, para contemplar una vez más la hermosa vista que ofrece Madrid con sus luces encendidas y me encontré con la luna, que estaba en su fase de cuarto creciente, mostrando en su centro una coloración ocre, lo que significaba que al asomar por el horizonte había sido roja como la sangre.

Por experiencia sé que esa luna es la que ejerce una nefasta influencia sobre algunas personas, generalmente paranoicas. Me estremecí y, de inmediato, le pregunté: «¿Cuántas vidas te vas a llevar tú?» Y es que, en los treinta y siete años que llevo de reportera de sucesos, he conocido crímenes espantosos cometidos por los que vulgarmente llamamos lunáticos, o sea, por quienes padecen «lunatismo», locura intermitente e ideas delirantes.

Cuando el lunes día 27 me desperté y puse la radio, supe que hacia las diez y media de la noche anterior dos hermanos, Antonio y Emilio Izquierdo, vestidos con ropas de caza, habían disparado indiscriminadamente contra los habitantes de la pedanía pacense de Puerto Hurraco, con un trágico saldo de siete muertos y diez heridos, entre ellos dos guardias civiles.

La población de Puerto Hurraco, pedanía de Benquerencia de la Serena, en la provincia de Badajoz, es de doscientos cincuenta habitantes, pero en los meses de verano se incrementa considerablemente al llegar numerosos nativos, residentes en el País Vasco y Navarra desde hace muchos años, deseosos de disfrutar sus vacaciones con familiares y amigos. Aquella noche era para algunos la de su despedida, porque pensaban emprender el regreso para incorporarse en septiembre a sus puestos de trabajo tras descansar un par de días del largo viaje. No podían presentir la tragedia que se iba a desarrollar en la calle Carrera, la principal de Puerto Hurraco, donde se hallaban numerosas personas, unas sentadas a la puerta de su casa y otras fuera o dentro del Salón Social, un bar recientemente abierto.

Después del calor padecido durante el día, la gente disfrutaba refrescándose en la calle, en animada charla, comentando lo que se habían divertido en las pasadas fiestas locales y lo que disfrutaron en tan pacífico y cordial lugar de la tierra extremeña; bebían, fumaban y charlaban los hombres; las mujeres, sentadas o paseando, hablaban de sus cosas y la «gente menuda» jugaba. Reinaba la paz…

De pronto, dos cazadores con escopetas repetidoras en las manos, procedentes de un estrecho y oscuro callejón, se presentaron en la calle Carrera; todos les conocían: eran los «pata pelá», Emilio y Antonio Izquierdo Izquierdo, de cincuenta y ocho y cincuenta y tres años respectivamente, residentes desde hace varios años en Monterrubio de la Serena, localidad que se encuentra a 12 kilómetros de la pedanía, distancia que habían recorrido en su Land Rover con un solo propósito: matar a todos los habitantes de Puerto Hurraco. Esa noche iba a su culminación la carga de odio almacenada desde hacía treinta años.

Situándose en el centro de la calle y al grito estentóreo de uno de ellos: «¡Vamos a matar al pueblo, vamos a matar a todos!», su repetidora comenzó a «vomitar» plomo, alcanzando a un grupo de niñas que se hallaba en lo más alto de la cuesta, casi al final de la calle Carrera; los cartuchos de posta acabaron en el acto con dos de ellas, las hermanas Antonia y Encarnita Cabanillas Rivera, de catorce y trece años, hijas precisamente de uno de los hombres más odiados por los Izquierdo, Antonio Cabanillas; otra hermana de las dos niñas asesinadas, Carmen, de dieciséis años, pudo escapar viva de milagro. Se podría haber pensado que ése era el único objetivo de los «vengadores», pero no: siguieron disparando a hombres, mujeres y niños, sin parar más que para meterse alguna vez en el callejón con objeto de recargar el arma.

Cundió el pánico, la gente corría a refugiarse en sus casas, pero cinco personas quedaron muertas en la calle: Araceli Murillo Romero, de sesenta años, que se hallaba sentada ante su puerta y se levantó para auxiliar a una de las niñas, fue inmediatamente alcanzada por los plomos; Manuel Cabanillas Rivera (sin parentesco con las dos víctimas), de cincuenta y ocho años, recibió un disparo mortal por el mismo motivo, y su hijo Manuel Cabanillas Benítez, de veinticinco años, fue gravemente herido; el niño de ocho años, Guillermo Ojeda Sánchez, cayó al suelo con el cráneo atravesado por una posta, y su padre, Andrés Ojeda Gallardo, de treinta y seis, que salió presuroso del bar para auxiliarle, se derrumbó a su lado, herido gravemente en el abdomen; lo mismo le ocurrió a su abuela, Isabel Carrillo Dávila, de setenta años, y a su tía Ángela Sánchez Murillo, así como a Vicenta Izquierdo Sánchez, de cuarenta y dos, y a Felicitas Benítez Romero, de cincuenta y nueve.

Así, la calle Carrera quedó sembrada de cuerpos muertos y heridos más o menos graves, bajo los que corría la sangre para deslizarse por la pendiente. Pero los Izquierdo aún querían más, llegando a golpear las puertas de las casas, con la pretensión de que salieran los que habían logrado esconderse para salvarse.

Entre los que ya terminaban sus vacaciones estaba José Penco Nogales, de cuarenta y tres años, que regentaba una agencia de seguros en la población guipuzcoana de Zumaya, donde residía como la mayoría de las cincuenta familias de Puerto Hurraco, y que al producirse la matanza se hallaba en el club social jugando una partida con sus paisanos; mientras los «pata pelá» perseguían a los fugitivos, José Penco recogió a dos heridos en su coche y los trasladó velozmente al centro de asistencias de Castuera, pero al regresar, preocupado por lo que hubiera podido ocurrirles a sus hijos, y con el deseo de auxiliar a más heridos, se encontró con los dos asesinos que le estaban esperando a la entrada de la calle; no le dio tiempo a salir del coche, dispararon contra él y murió sobre el volante.

Manuel Benítez Romero, otro vecino de la pedanía emigrado hace muchos años a Pamplona, nunca podrá olvidar el horror de aquella noche, cuando conducía su coche llevando a su derecha a su hermano Reinaldo, de sesenta y dos años, y en el asiento trasero a Araceli Murillo Romero, de sesenta. Se disponían a ir hacia el ambulatorio para interesarse por los heridos cuando el vehículo fue acribillado por los disparos de los Izquierdo. Manuel se agachó bajo el volante y pisó a fondo el pedal del acelerador; cuando al fin pudo detenerse, sus acompañantes eran cadáveres y él, sorprendentemente ileso, tuvo que llevarlos a Castuera, de donde no regresó hasta la mañana siguiente, cuando en Puerto Hurraco los gritos y la sangre en fachadas, calzada y aceras daban fe de la tragedia rural que habría de estremecer a toda España.

Pero antes del regreso de Manuel Benítez había pasado algo más que él ignoraba: atendiendo a la llamada de algún vecino, un Land Rover de la Guardia Civil había acudido a la pedanía, pero los dos guardias que lo ocupaban no pudieron apearse de él, ya que los agresores les recibieron a tiros y resultaron heridos. Uno de los guardias, Juan Antonio Fernández Trejo, de treinta y un años, presentaba traumatismo torácico de pronóstico muy grave; su compañero, Manuel Calero Márquez, de cuarenta y nueve, recibió sólo una posta de plomo de 12 milímetros de diámetro en una rodilla y su estado no revestía gravedad, «salvo complicaciones». Se comentaba que «mientras eran trasladados al hospital advertían al conductor: «Que no vengan nuestros compañeros, que los matan.»

Pero llegaron más, catorce guardias civiles, cuando los hermanos Izquierdo huían entre los cerros del Gibe y Los Castillejos. Después llegarían a doscientos los miembros de la Benemérita que tomaron parte en la búsqueda de los autores de la matanza, quienes al amanecer, con la valiosa ayuda de un helicóptero, fueron detenidos y puestos a disposición del titular del Juzgado de Instrucción n.º 1 de Castuera, Casiano Rojas, que decretó prisión provisional para ellos, después de tomarles declaración por espacio de tres horas; luego ordenaría que fueran sometidos a examen psiquiatrico, así como que la Policía y la Guardia Civil localizaran a las hermanas Luciana y Ángela Izquierdo Izquierdo, que se hallaban en paradero desconocido, ya que en el vecindario se las acusaba de haber instigado a Emilio y Antonio para que «vengaran los agravios inferidos a la familia».

Treinta años de odio
Por increíble que parezca, las diferencias entre los Cabanillas y los Izquierdo empezaron hace treinta y un años. De lo ocurrido entonces, y de los motivos, hay dos versiones.

La primera es que el 21 de enero de 1959, cuando Amadeo Cabanillas araba en su finca Las Peliscanas, colindante con una de la familia Izquierdo, se pasó unos metros y labró parte de la tierra en la que se hallaba el mayor de los hermanos varones, Jerónimo Izquierdo Izquierdo, quien le recriminó por ello. Discutieron airadamente y se insultaron, sin llegar a más; los ánimos se serenaron, pero horas después llegó la primera de las hermanas, Luciana, para llevarle la comida a Jerónimo y le indujo a que se vengara, por lo que él llegó a clavarle una navaja de gran tamaño en la espalda, sin tener en cuenta que las dos familias se habían llevado siempre bien. Amadeo, tendido sobre su mulo, alcanzó su casa, ante la que se desangró. Por aquel crimen, Jerónimo fue condenado a veintisiete años de reclusión mayor, de los que cumplió catorce.

Mientras, sus hermanos y hermanas, con su madre, se fueron a vivir a Monterrubio de la Serena, a 12 kilómetros de Puerto Hurraco, donde se quedó una de las hermanas, que se había casado con un pastor primo de los Cabanillas.

Varios años después murió la madre en un incendio que se produjo en su casa. En Monterrubio se dice que «cuando la casa estaba ardiendo, Luciana y Ángela se afanaron en sacar algunos electrodomésticos a la calle y que, al preguntarles que dónde estaba Isabel Izquierdo, su madre, respondieron que ella estaba dentro, lo que dejó al vecindario perplejo». ¿Por qué no la salvaron antes?

Los Izquierdo acusaron a los Cabanillas de haber provocado el incendio, pero la justicia sobreseyó y archivó las diligencias instruidas sobre el fuego y la muerte de la matriarca de los «pata pelá». Jerónimo, que al salir de la cárcel emigró a Barcelona, estaba seguro de que «eso era una venganza de los Cabanillas por haber matado él a Amadeo» y se indignó porque la Policía lo desmentía, ya que no había ninguna prueba de que pudiera inculpar a nadie de esa familia.

En consecuencia, Jerónimo Izquierdo salió de Barcelona para dirigirse a Monterrubio a vengar la muerte de su madre, de la que sus hermanos y hermanas también culpaban a todo el pueblo, porque «nadie les había ayudado a apagar el fuego». Lo que es absolutamente falso, según se nos aseguró reiteradamente en dicha localidad por los vecinos, hombres y mujeres que habían colaborado en las tareas de extinción mientras llegaban los bomberos.

Impulsado por el odio y el deseo de venganza, Jerónimo apuñaló a Antonio Cabanillas (el padre de las dos niñas que serían las primeras víctimas en la matanza de Puerto Hurraco); le atacó con alevosía cuando estaba eligiendo los alimentos que iba a comprar en la Cooperativa de Monterrubio, hiriéndole en un costado, pero no le mató, y tuvo que volver a la cárcel, de la que luego sería trasladado al Hospital Psiquiátrico de Mérida el 8 de agosto de 1986, donde murió nueve días después a causa de un infarto de miocardio.

Las hermanas Izquierdo, Luciana y Ángela, siempre maliciosas y desconfiadas, se negaron a aceptar el diagnóstico dado por el director del Centro y exigieron que le fuera practicada la autopsia al cadáver de su hermano, «para que se pusieran en claro las causas de su muerte».

Según la segunda versión de esta larga historia, que se nos ofreció tanto en Puerto Hurraco como en Monterrubio, Luciana, la mayor de los Izquierdo, que «siempre fue más fea que Picio», se enamoró «perdidamente» de Amadeo Cabanillas hace más de treinta años, sin ser correspondida por él, que era diez años más joven que ella, por lo que el despecho convirtió el amor en odio y Luciana, de carácter dominante, que manejaba a sus hermanas y hermanos a su antojo, indujo a Jerónimo a matar al muchacho que la había desdeñado; años después, al producirse el incendio cuyas causas no han sido aclaradas todavía, implantó en ellos la idea de que había sido provocado por los Cabanillas, así como que nadie les había ayudado a salvar la vida de su madre.

Se piensa que, al morir su hermano Jerónimo, arrastró a Ángela siempre subyugada por ella, hasta plantarse ante el cuartel de la Guardia Civil de Monterrubio para insultar e inculpar a todos los miembros de la Benemérita, por lo que ambas fueron ingresadas en el Hospital Psiquiátrico de Mérida, por el que también pasaron Emilio y Antonio, por cierto. En consecuencia: resulta que de los seis hermanos Izquierdo, excepto Emilla -la que se casó con el pastor-, cinco han sido por más o menos tiempo huéspedes del manicomio con un diagnóstico de paranoia.

Pero el caso es que, según la opinión generalizada en Monterrubio, Emilio y Antonio se comportaban normalmente en el pueblo; eran pacíficos, jugaban cada día su partida de cartas con un grupo de amigos en un bar y nadie tenía queja de ellos, por lo que se suponía que habían cometido la matanza en Puerto Hurraco instigados por sus dos hermanas, «hurañas, insaciables y malignas» que el día anterior, sábado, se habían marchado del pueblo, al parecer para visitar a un oculista en Puertollano (Ciudad Real), porque Luciana, más conocida por «la Chata», necesitaba unas gafas.

Pero el lunes se presentaron en el palacio de La Moncloa, pretendiendo ser recibidas por Felipe González, para interceder por sus hermanos, militantes del PSOE desde junio de 1986; la Guardia Civil les impidió la entrada y por la noche fueron encontradas por un periodista en la estación de Atocha, cuando se disponían a tomar un tren hacia Badajoz con ánimo de visitar a sus hermanos, Emilio y Antonio, en la cárcel.

Avisada la Policía, fueron trasladadas en el tren hasta la ciudad pacense de Castuera para declarar ante el titular del juzgado de Instrucción n.º 1, Casiano Rojas, que ya había decretado la prisión provisional de los autores materiales de la matanza tras escuchar sus declaraciones, en las que se autoinculpaban con pasmosa serenidad, la misma de la que habían hecho gala al ser detenidos, diciendo a los guardias: «Si no nos hubiérais cogido, habríamos disparado contra el pueblo cuando todos estuvieran en el cementerio enterrando a sus muertos»; y también: «Nosotros ya nos hemos vengado, ahora que sufra el pueblo»; además de: «Nosotros sabíamos que en Puerto Hurraco había niños, pero eso no nos importaba.» o sea, que no se mostraron arrepentidos ni por un momento. En consecuencia, el juez, además de enviarles a la cárcel, ordenó que se les practicaran exámenes psiquiátricos.

Luciana y Antonia, de sesenta y tres y cuarenta y nueve años respectivamente, solteras ambas como sus hermanos, fueron entrevistadas en el tren por reporteros del diario El Mundo. Dijeron que «se habían enterado de lo ocurrido al oír la noticia difundida por la radio», afirmando que: «Vamos medio muertas. ¿No se nos ve en la cara? Llevamos el estómago revuelto y todo. Dejamos a nuestros hermanos el sábado muy tranquilos, como siempre.»

Al comentar los periodistas que en Puerto Hurraco era creencia generalizada que ellas habían sido las instigadoras de la matanza, dijeron que si la gente les acusaba era «porque no tienen amor de Dios. Van a misa, casi todas van a misa y no son cristianas. Salen por la puerta de la iglesia y comienzan a criticarse unas a otras, que lo digan delante de nosotras si se atreven».

Durante la entrevista, no dejaron de comentar continuamente la muerte de su madre, carbonizada en el incendio de su casa, que aseguran fue provocado, y repetían: «Nuestra madre era una santa, ¡una santa!» Y anunciaron que: «Cuando veamos a nuestros hermanos les diremos que nos tienen muertas. Nos tienen sin vida y les queremos mucho. Siempre hemos estado muy unidos. Toda la familia.» Se mostraron serenas, afirmando que no temían la reacción del pueblo cuando ellas volvieran allí, porque: «Nosotras somos creyentes. Que se cumpla la voluntad de Dios y no tenemos miedo, porque lo que Dios quiera, que sea.»

Agotadoras jornadas para el juez
La madrugada del 27 de agosto de 1990 quedará para siempre grabada en la memoria del titular del juzgado de Instrucción, n.º 1 de Castuera, don Casiano Rojas, porque a raíz de la matanza cometida por los Izquierdo en Puerto Hurraco se le vino encima una montaña de trabajo que debió atender, a plena dedicación, en jornadas de diez o doce horas. Los criminales comparecieron ante él a las pocas horas de ser detenidos por numerosos efectivos de la Guardia Civil, mostrándose muy tranquilos y hasta un tanto satisfechos de sus fechorías, manteniendo en todo momento la suficiente sangre fría como para almorzar con buen apetito unos montados de lomo y una ración de calamares, en las mismas dependencias judiciales.

Ante el juez, los dos hermanos fueron «desgranando la mazorca» de sus antiguos «agravios», por lo que, al parecer, habían llegado a la conclusión de que para seguir viviendo en paz «tenían que eliminar a todos los vecinos de Puerto Hurraco» y para ello se habían vestido sus ropas de caza, y para «alimentar» sus escopetas repetidoras hicieron buen acopio de cartuchos de postas; al ser reducidos les fueron ocupados sesenta a uno y setenta a otro.

Cuando salieron de Monterrubio, dijeron a sus amigos: «Nos vamos a cazar tórtolas.» Y como estaba la veda abierta nadie se extrañó, ni en su lugar de residencia ni en la pedanía, ya que los que se hallaban tomando el fresco en la calle Carrera, al verlos llegar por el callejón, pensaron que venían de cazar. O sea, que lo prepararon bien, o sea, que están locos, pero no son tontos.

Cuando se llevó a cabo el registro de la vivienda de los Izquierdo por orden judicial y ante varios testigos, se encontraron 3 grandes cuchillos de 25 centímetros de hoja -1 de ellos nuevo-, 2 hachas, 3 escopetas, 500 cartuchos (cada uno cargado con 10 bolas de plomo), 15.000 pesetas en billetes y muchas cruces, rosarios y amuletos, que las hermanas, que los tenían dominados, utilizaban para sus extraños ritos, para los que encendían numerosas velas cuyos cabos habían quedado pegados sobre la tapa de un baúl.

El lunes y el martes el juez dedicó todo su tiempo a los dos hermanos, el miércoles por la mañana a tomar declaración en su despacho a siete testigos, entre ellos Antonio Cabanillas, padre de las dos niñas asesinadas, que tiene en su cuerpo las cicatrices para no olvidar el día que Jerónimo Izquierdo trató de matarle en la Cooperativa de Monterrubio.

A las tres menos cuarto de ese mismo día, el juez ofreció una rueda de prensa en la sala de juicios del Palacio de justicia de Castuera, en el transcurso de la cual se fueron aclarando algunos puntos interesantes que hasta aquel momento sólo parecían rumores. Por ejemplo, que, en efecto, esta dramática historia pudiera derivarse de un rechazo amoroso por parte de Amadeo Cabanillas hacia una de las hermanas Izquierdo, lo que recuerdan los más ancianos del lugar. No obstante, al ser preguntado sobre si existían indicios para sospechar que las dos mujeres hubieran influido en sus hermanos para cometer la matanza, el juez Rojas contestó rotundamente que no, y en cuanto al incendio de la casa en que pereció la madre del clan Izquierdo, la respuesta fue que existía un sobreseimiento provisional del sumario, que no pensaba abrir por el momento.

Comentó también que durante la matanza hubo tres tandas de disparos, y que entre la primera y la segunda los agresores hicieron un alto el fuego para cargar las escopetas en el callejón, señalando que uno de los hermanos (Emilio) hizo más uso de su arma. Habló asimismo de los antecedentes psiquiátricos que tenía Luciana, que cinco años antes había sido condenada a dos meses de prisión condicional por desacato a la Guardia Civil y a la autoridad judicial.

Tenía previsto el juez interrogar a Luciana y a Ángela al día siguiente, ya que habían sido localizadas en la madrileña estación de Atocha, y aunque en la comisaría de El Retiro habían sido advertidas del peligro que corrían si regresaban a Puerto Hurraco, decidieron viajar a Badajoz. Sobre el comentario acerca de que, a causa de una paliza que le habían dado los reclusos, Emilio había sido atendido en el Hospital Infanta Cristina de la capital pacense de una fractura de húmero, el juez de instrucción aclaró que tal lesión ya la padecía Emilio cuando ingresó en prisión. Al parecer, se había fracturado el brazo al tratar de escapar a su detención.

La detención de Antonio Cabanillas
El jueves 30 de agosto, desde muy de mañana, cientos de personas se agrupaban ante el Palacio de Justicia de Castuera debido a que Luciana y Ángela Izquierdo se encontraban en el interior siendo interrogadas por el juez Casiano Rojas; fuerzas de la Guardia Civil velaban para mantener el orden, aunque bien es verdad que el gentío se mantenía en silencio, expectante. Yo estaba allí; había tanta tensión en el ambiente que me asaltó un presagio: «Aquí va a ocurrir algo.» Y pasó.

Hacia las tres de la tarde hubo un cierto revuelo entre la multitud. ¿Qué sucedía? Pues ni más ni menos que allí se encontraba Antonio Cabanillas, el padre de las dos niñas asesinadas en Puerto Hurraco; el hombre a quien trató de matar Jerónimo; el que el día que fueron enterradas sus hijas en el pequeño cementerio de la pedanía, mientras enjugaba sus lágrimas, había declarado al enviado especial de Tiempo, Emilio Jaráiz: «Odio hacia los Izquierdo es poco, ésos tienen que ser ahorcados, colgados y desmenuzados, porque si les sueltan de la cárcel, que les soltarán, algún día harán lo mismo, o más, que han hecho ahora.» Y al ser preguntado si mantenía rencillas con los Izquierdo dijo: «No, por mi parte, no. Han venido a matar a todo el pueblo. Estos son unos criminales profesionales y se acabó. Siempre han estado intentando matar y hacer daño dondequiera que estén.»

Alertada la Guardia Civil de la presencia de Antonio Cabanillas en la plaza, procedieron a cachearle, mientras protestaba y se resistía diciendo: «Yo no he hecho nada. Estoy como un ciudadano más y tengo derecho a estar aquí.» Entre sus ropas llevaba un gran cuchillo de los usados para sacrificar cerdos y dos navajas, con cachas negras de madera, mientras decía: «Estoy tranquilo y si llevo esto es porque lo uso en las faenas del campo.» Lo esposaron y, cuando era conducido a presencia del juez, iba diciendo entre risas y lágrimas: «Tranquilos, tranquilos, yo no he hecho nada, tranquilos, tranquilos, aquí no pasa nada.» Esa misma tarde, el juez decretó el ingreso en prisión provisional sin fianza para Antonio Cabanillas por un «delito contra la vida en grado de tentativa», y éste pasó a ocupar en la cárcel una celda bastante alejada de la de los hermanos Izquierdo.

El juez también ordenó la prisión provisional de las hermanas Luciana y Ángela Izquierdo, que ingresaron tras unas once horas de interrogatorio en el Hospital Psiquiátrico de Mérida, donde habían de ser sometidas a exámenes psiquiátricos, cuyo resultado sería diagnóstico de «trastornos paranoicos». Se dijo que posteriormente podrían ser trasladadas a un centro penitenciario ordinario.

La otra hermana
El miércoles, día 5 de septiembre declararon en el juzgado de Castuera Emilia Izquierdo, su marido y sus dos hijas, una de las cuales había dicho a los periodistas: «Me avergüenzo de llevar el apellido Izquierdo.» A ninguno de los cuatro se les pudo encontrar la menor relación con los autores de los hechos ni con las que eran señaladas como instigadores de la matanza.

Tras el interrogatorio, que duró cinco horas, el juez comentó a los periodistas que Emilia mantenía muy poca relación con sus hermanos y hermanas; que ella y su marido se encontraban en la pedanía la noche del tiroteo y se marcharon al campo al oír los disparos, por miedo a que se tratara de un enfrentamiento entre su hermano Emilio y Antonio Cabanillas; en cuanto a sus hermanas dijo que «podrían estar mal de la cabeza», pero el juez Rojas agregó que «en ningún momento se las ha inculpado de instigar el asesinato».

Cuando el matrimonio salió del juzgado iba protegido por un cordón de diez guardias civiles. Emilla, al llegar, había manifestado que recibió amenazas, a lo que añadió su marido que esas amenazas de la familia Cabanillas habían sido hechas también contra sus dos hijas.

Murieron dos de los heridos
Doce días después de aquella inolvidable noche en la que Puerto Hurraco se convirtió en un matadero, fallecía Andrés Ojeda Gallardo en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de Badajoz, a causa de una septicemia, consecuencia de sus heridas; tenía treinta y seis años y era padre del niño de ocho, Guillermo Ojeda Sánchez, que fue alcanzado por un disparo en la cabeza; al verle caer en la calle, corrió hacia él para auxiliarle y fue abatido también por varios disparos que le produjeron gravísimas lesiones: rotura de bazo, del riñón izquierdo y del colon. Sus restos mortales fueron trasladados a San Sebastián, lugar en que tenía fijada su residencia; era uno de los veraneantes que habían ido a disfrutar de sus vacaciones a la pedanía pacífica y siempre alegre.

Isabel Carrillo Dávila, de setenta años, herida también cuando se levantó de la silla en que estaba sentada, para acudir a socorrer a una de las niñas asesinadas, falleció cuarenta y ocho horas después que Andrés Ojeda, a causa de los disparos recibidos en el pulmón y el diafragma. Fue enterrada el 12 de septiembre en el cementerio de Alza, en San Sebastián. Con la muerte de esta anciana se elevó a nueve el número de muertos por la agresión de los hermanos Izquierdo.

En cuanto al pequeño Guillermo Ojeda, salió del coma en que había permanecido el 4 de septiembre, y varios días después pudo ser trasladado con su madre a San Sebastián; salvó la vida, pero según pude saber a finales de octubre, se teme que su capacidad mental haya quedado muy disminuida.

Otro de los heridos, Antonio Cabanillas Benítez (que nada tiene que ver con la familia Cabanillas, tan odiada por los Izquierdo), de veinticinco años, permanecía en el hospital aquejado de paraplejía irreversible en los miembros inferiores y neumotórax, que le obligaba a recibir respiración asistida. Su padre, Manuel Cabanillas Rivera, de cincuenta y ocho años, cayó fulminado por los disparos de los Izquierdo cuando al ver muertas a las dos niñas les increpó diciendo: «Pero ¿qué hacéis? ¿Estáis locos?» Esas fueron sus últimas palabras.

El resto de los heridos, menos graves, fueron siendo dados de alta poco a poco, mientras el vecindario seguía sobrecogido; en la calzada de la calle Carrera, unas grandes manchas oscuras daban fe de la sangre derramada en la inolvidable matanza, de la que pocos quieren hablar, aunque, eso sí, tanto en la pedanía -ya para siempre marcada por la tragedia- como en Monterrubio se pide a las autoridades que jamás permitan el regreso de los hermanos y las hermanas Izquierdo Izquierdo.

Pasaron los días; Antonio Cabanillas fue puesto en libertad condicional, tal vez para alejarle de sus dos encarnizados enemigos, a quienes, por cierto, fue preciso instalar en una celda de seguridad debido a que -según pudimos saber- Antonio había recibido una paliza administrada por varios reclusos de los que no perdonan la violencia contra mujeres y niños.

La última noticia sobre este caso fue facilitada por la agencia Efe y publicada el sábado 22 de septiembre en estos términos:

«El director del Hospital Psiquiátrico de Mérida, José Gómez Romero y un médico forense designado por el juez de Castuera, Casiano Rojas, practicaron el jueves un examen psiquiátrico conjunto a los cuatro hermanos Izquierdo, con el que se pretende conocer cómo se interrelacionan en el ámbito familiar.

»Antonio y Emilio Izquierdo permanecen recluidos en la cárcel de Badajoz como presuntos autores materiales de la matanza de Puerto Hurraco, mientas que Ángela y Luciana están en el Psiquiátrico de Mérida, en calidad de detenidas como presuntas inductoras.

»Gómez Romero explicó que el examen conjunto ya está concluido en su primera parte de recogida de datos, mientras que aún resta la más importante, a su juicio: la interpretación y valoración de esta información.»

Sólo me queda decir que a mí me deja perpleja ese calificativo de «presuntos autores materiales de la matanza» referido a Emilio y Antonio Izquierdo… ¿Es que no bastan los testimonios de tan numerosos testigos, entre ellos los dos guardias civiles heridos, para establecer su culpabilidad sin lugar a dudas? Incluso los dos «presuntos» se declararon autores del delito, añadiendo que su deseo era «matar a todo el pueblo». La verdad: no lo entiendo.

La matanza de Puerto Hurraco
Juan Madrid

El 26 de agosto de 1990 la localidad pacense de Puerto Hurraco se convirtió en el escenario de una de las más salvajes matanzas de la España rural. Nueve personas asesinadas y varias gravemente heridas fue el demoledor balance de una triste historia de odio y venganza.

Apostados en la calle principal del pueblo, los hermanos Emilio y Antonio Izquierdo dispararon sus escopetas contra todos los que allí se encontraban. Pretendían vengarse de la familia Cabanillas, a la que acusaban de haber quemado la casa en la que murió la madre de los Izquierdo.

Las dos primeras víctimas fueron las niñas Antonia Cabanillas, de catorce años, y su hermana Encarnación, de trece, hijas del máximo rival de los Izquierdo, Antonio Cabanillas. Resultaron muertas tras recibir a bocajarro varios escopetazos.

Al ir a socorrerlas también fueron asesinados en iguales condiciones Manuel Cabanillas Carrillo, de cincuenta y siete años, Reinaldo Benitez Romero, de sesenta y dos, Antonia Murillo Fernández, de cincuenta y siete, José Penco Rosales, de cuarenta y tres, y Araceli Murillo Romero, de sesenta años.

Pocos días después fallecían, a consecuencia de las gravísimas heridas producidas, Andrés Ojeda Gallardo, de treinta y seis años, y la anciana Isabel Carrillo Dávila.

Asimismo resultaron heridos de diversa consideración otros habitantes del pueblo y varios guardias civiles que acudieron a reducir a los hermanos Izquierdo.

Tras ser detenidos en una arboleda cercana al pueblo los autores de la masacre, se procedió posteriormente a la detención de Luciana y Ángela Izquierdo, hermanas de los mismos, como posibles inductoras del crimen.

Una frustrada historia de amor entre Luciana y Amadeo Cabanillas, tío de las niñas asesinadas, varios contenciosos por la linde de las propiedades de las dos familias y la muerte en 1984 de la madre de los Izquierdo en el incendio presuntamente provocado de su casa pudieron llevar a los hermanos a saciar su sed de venganza.

El 30 de agosto de 1990 Antonio Cabanillas, padre de las niñas asesinadas, fue detenido en posesión de un cuchillo y dos navajas con las que pretendía atentar contra las hermanas Izquierdo a la puerta de los juzgados de Castuera.

El juez Casiano Rojas decretó prisión sin fianza para Cabanillas.

El pasado 8 de enero el juez instructor del sumario dictó auto de procesamiento contra los cuatro hermanos Izquierdo: Emilio, Antonio, Luciana y Ángela. Los dos primeros están procesados como presuntos autores de nueve asesinatos consumados y seis en grado de tentativa. A las hermanas se las considera inductoras del mismo delito. Una quinta hermana, Emilia, no ha sido inculpada. Aún no se ha celebrado el juicio.

Matanza en Puerto Hurraco
La brutal matanza de Puerto Hurraco (Badajoz), suceso que conmovió el verano pasado, es uno de los exponentes más descarnados de la España inextinguible y profunda. El escritor Juan Madrid recrea hechos y personajes a partir de las primeras investigaciones.

Aquí la comía es buena, pero no me dan calamares, bueno, el otro día me dieron calamares y huevos fritos y ensalada y arroz con leche. Era el santo de alguien o la fiesta de la patrona de aquí, algo así. Yo les digo, cuándo me vais a dar calamares? y se ríen y me dicen: a ti sólo te gustan los calamares. Yo no digo nada, ¿para qué? Luego no me hacen caso, ya sé que no me van a dar calamares y por eso no les digo nada. También me gusta mucho el queso de oveja, ¿sabe usted? Ese queso que está muy duro. Me gusta rasparlo con la navaja y comerme las virutas. Una vez me comí un queso entero en una sentada, yo solito. Me fui para los olivos, me senté en la sombra, abrí el zurrón y empecé a comerme el queso, despacico, mirando para el cielo, sin tener prisa. Cuando me cansaba, lo bajaba con una Fanta limón y luego vuelta a empezar. Así estuve hasta que se me acabó el queso y vino la anochecida. Me acuerdo mucho de eso, sí señor. Me acuerdo como si fuera ahora mismo. Yo espatarrao bajo un olivo, venga a darle viajes al queso y a la botella de Fanta, que era una de esas grandes de a dos litros, que me acuerdo que la compré en el supermercado ese nuevo que abrieron en Castuera. Ha visto usted el supermercado ese? ¿Que no lo ha visto? Pues es de esos modernos… Bueno, a lo que iba, me fui para el supermercado y compré la Fanta limón de dos litros, que allí la venden tres durillos más barata que en la tienda del Olegario. El queso se lo había comprado a un pastor que los hace el mismo con mucha maña, un pastor de la parte de la Vera, que le llaman el Chato. Lo menos pesaría sus dos kilos y medio, el jodío queso, y se lo compré por nada, unas perrillas, y me lo tuve en el zurrón tres días para que se me fuera curando, que todavía soltaba agüilla. Y no le dije nada a la Luciana ni a la Antonia, porque a ellas también les gusta mucho el queso y seguro que me lo quitarían. Yo no me separaba del queso, que hasta dormía con él, y la Luciana venga a decir, aquí huele a queso, lo lista que es la Luciana que huele y siente como las mismas bestias del campo, la jodía. Y yo le contestaba, vete a dormir, hermana, que son los pies del Antonio. Pero ella como si nada, de manera que decidí aquella misma noche que a la mañana siguiente me iba a comer yo solito todo el queso. No dormí aquella noche, se lo juro, y un poco antes de que clareara ya me estaba yendo para fuera. ¿Adónde vas, Emilio?, me dijo la Luciana. A ver el campo, le digo yo, y arramplo con la botella de Fanta limón y me quito de en medio. Ya le digo, me senté bajo un olivo y me tiré todo el día bocao de queso viene bocao de queso va, echando tragos de Fanta limón, para tirarlo para abajo. De vez en cuando miraba para el cielo y me parecía que estaba en la misma gloria de nuestro señor Jesucristo. Hasta un águila vi, si señor, que daba vueltas alrededor, seguro que olfateando el queso, y yo que le decía, anda ven por esto, verás lo que te encuentras. Algunas veces me pongo a recordar esas cosas, ¿sabe usted?, los momentos felices, las cosas de gusto que uno ha tenido, ¿no? que aquí pocas distracciones tiene uno, porque aunque hay su televisión y todo, a colores, grande y su vídeo y arradios, que hay varias, no se si dos o tres, pues la distracción no es mucha. Algunas veces hasta echamos unas partiditas y es como una alegría, verdad, como una fiesta, pero lo que más echo de menos son los calamares, como ya le digo, y el queso, curado, puro de oveja, ese que sólo saben hacer los pastores de esta parte. Yo, antes, una vez a la semana, me acercaba para Castuera, que es como una ciudad con sus bancos, sus cafeterías y todo eso y me iba a un bar que le llaman el del catalán y me zampaba una o dos racioncitas de calamares yo solito con buches de agua, porque los calamares están caros, muy caros, no se crea. Si fueran baratos, no comería yo otra cosa. Aquí como la comida es gratis, de balde, pues me jincho a comer, hasta que ya no puedo más, que aquí no escatiman, pero calamares no hay, ya les digo, hasta ahora, dos veces sólo los he catado y por ser fiesta de algo, digo yo . ¿Qué? ¿Los ruidos? Sí señor, me siguen los ruidos en la cabeza, esos ruidos que nunca paran, que están dentro y siempre sonando. Ya casi me he acostumbrado, no se crea, pero siguen sonando los ruidos, no paran nunca, no señor.

Primero fue el ruido. Un ruido sordo y persistente dentro de la cabeza. Un ruido que no dejaba dormir, que acompañaba siempre, que no cesaba de sonar. Un ruido que duraba ya desde que en 1984 muriera carbonizada, dando alaridos, la anciana de noventa años Isabel Izquierdo, madre de la camada Izquierdo, allí en Puerto Hurraco, una pequeña aldea extremeña acostada en la falda de un monte desnudo.

Aquel ruido acompañó desde entonces a los cinco hermanos Izquierdo: a Luciana, apodada la Víbora, a Angela, Emilia, Antonio y Emilio. Los cinco con la cabeza llena de ruidos y con la imagen de la madre abrasándose entre las llamas, gritando. Y seis años después, el 26 de agosto de 1990, volvieron los gritos. Aunque fueron otras gargantas las que los emitieron.

La mañana de aquel fatídico domingo de agosto Emilio y Antonio Izquierdo se vistieron con cuidado. Se colocaron los cartuchos en los bolsillos de los chalecos, de las camisas y de los pantalones. Luego las cananas. En total trescientos cartuchos del calibre 70, suficientes para acabar con una aldea de doscientos habitantes. Durante un año, los dos hermanos Izquierdo habían estado recargando cartuchos. La munición es cara y si se puede ahorrar, pues se ahorra.

Más tarde cogieron las escopetas. Dos Franchi automáticas, de cinco tiros cada una. Armas ilegales, porque la Guardia Civil y las autoridades no permiten escopetas de esa repetición. El límite se encuentra en los tres tiros.

Se colgaron las escopetas y salieron de su casa de dos pisos de la calle Constitución, antes avenida del Generalísimo, y se encaminaron despacio a Casa Soriano, en la carretera de Puerto Hurraco.

El bar estaba vacío a esas horas de la mañana de aquel domingo. La parroquia no acude al bar hasta la hora del aperitivo, del momento de las voces y las palmadas en el mostrador de madera.

Doña Pilar, la dueña, se puso las gafas cuando escuchó la puerta y dejó el desayuno del niño sobre la mesa. Fue a ver quien era a esas horas.

Los hermanos Izquierdo se apoyaron en el mostrador.

-¿Adónde vais a estas horas? -les preguntó doña Pilar.

-Ya ves -contestó Emilio.

Antonio, su hermano de cincuenta y tres años, habla menos. Si alguien tiene que decir algo, que lo diga Emilio, el mayor. Para eso tiene cincuenta y ocho años.

-Bueno -doña Pilar limpió el mostrador, para hacer algo, algún gesto-. ¿Qué os pongo?

-Dos cafelitos -dijo de nuevo Emilio.

-Y piña colada -añadió Antonio.

A Antonio le gustaban desde siempre las cosas dulces. Contra más dulces, mejor. Los botellines esos nuevos estaban muy ricos, muy dulces y daba gusto tomarlos.

Doña Pilar se dio la vuelta para preparar los cafés. El marido, el Cosme, tuvo que salir de amanecida a Don Benito, al hospital, para ver a ese amigo suyo que es practicante, que le tiene que dar unos análisis. Por eso encendió la cafetera.

Por decir algo, volvió a preguntar.

-¿Vais a Castuera?

-No -contestó Emilio.

-Lo decía porque si vais por allí, me podías subir un vestido que me está arreglando la Visitación. Es nada más acercarse por su casa y recogerlo. Luego yo os invito a algo. ¿Hace?

-Vamos a por tórtolas -contestó el Antonio y miró a su hermano que asintió.

-Sí, a por tórtolas.

-Bueno, qué le vamos a hacer. Le diré luego al Cosme que se acerque él.

Puso los dos cafelitos con leche delante de los dos hermanos y, sin preguntar, dos bolsitas de azúcar complementarias al lado del Antonio. Luego se dirigió a la nevera a por dos botellines de piña colada.

Estaban bien fríos, daba satisfacción bebérselos. Cae bien al estómago por las mañanas y es agradable sentirlo bajar por el gaznate. El Antonio se bebería tres o cuatro botellines de piña colada. Hasta cinco de un golpe, los que fueran. Pero los botellines esos nuevos cuestan sus cuartos y no hay que pasarse.

-Entonces vais a por las tórtolas, ¿no?

-Sí, eso -contestó Emilio.

-Pues que tengáis suerte

-Gracias. ¿Cuánto te debemos, Pilar?

Parecían contentos los dos hermanos, con el ánimo ligero y hasta saltarín. Era verano y ya apretaba el calor en el campo extremeño, pero ellos no parecían sentirlo.

Tenían el cuerpo forrado de cartuchos del 70, pero ellos como si nada. Parecían haber engordado de repente, hinchados con tanto cartucho alrededor del pecho y la barriga.

Doña Pilar, dueña del bar Casa Soriano, se percató de un pequeño detalle. No se va por tórtolas con escopetas Franchi, ni con esa munición. Si se alcanza a una tórtola se la convierte en papilla, en un amasijo de jirones de carne que no se puede aprovechar para nada.

Pues ya lo ve usted, aquí nada. Dar vueltas y vueltas y luego al cuarto a dormir. La televisión no la veo, no, algunas veces los ciclistas y esas cosas que me gustan, pero ya le digo, poco. A mí la televisión me aburre, no me acuerdo mucho de que he visto antes, me hago un poco de lío y luego salen unas mujeres que… Je, je, cuando salen, uno que anda por aquí, Paco se llama, empieza a gritar, está en pelotas, está en pelotas, y entonces yo me acerco a la sala y meto la cabeza. Casi siempre ya se han ido, no puedo ver nada. Este Paco es que es la.. pero algunas veces sí que las he visto, ¿no?, y es un poco de distracción. Las ves, ahí, en pelotas canta que te canta y se distrae uno un poco… ¿Los médicos?… Sí, sí que me ven, y me miran, me preguntan cosas y aluego se van. Me dan pastillas, inyecciones, me hacen mirar cosas raras, manchas que hay en unos papeles, y yo tengo que decir lo que me viene por la cabeza. ¿Qué que digo? Pues eso, lo que me viene a la cabeza, no me acuerdo, casi siempre veo escarabajos peloteros, de esos, yo de pequeño me entretenía arrancándoles la cabeza y viéndoles las tripas, que parecían moco.. Je, je, je… ¿Mujeres? …. no, no señor, yo no veía guarrerías en esas manchas, yo veía lo que le he dicho, lo que me pasaba por la cabeza, eso lo que me decían los doctores. Yo he tenido pretendientes, no se crea, cuando era mozo y después, también, pero no encontré a ninguna buena, a ninguna decente ¿sabe?, a ninguna que fuera cristiana y como Dios manda. Ahora las cosas están revueltas, las mujeres son hombres y los hombres mujeres, que parecen… bueno, parecen eso, como si no se supiera quien es varón como Dios manda y quién hembra. No digo que no haya mujeres buenas, cristianas, decentes, pero yo no las he encontrado y por eso no me he casado, está uno más a gusto, ¿no cree? Si no se casa uno como es debido, luego pasa lo pasa. Mi hermanilla, la Emilia, es la única de la familia que se ha casado, con un hombre formal y trabajador que le ha dado coche y todo. Una vez nos vinieron a ver por las Navidades y nos trajeron turrón y esas cosas. Al Antonio le regalaron un cinturón, pero como aquí no dejan llevar cinturones, pues se lo llevaron y dijeron que iban a traer otra cosa, que lo iban a descambiar en la tienda y buscar otro regalo. A mí me regalaron esta camisa, ya ve… No, no me preocupa eso que dice usted, las mujeres a su aire y yo al mío. Además, a mí nunca me han gustado las guarrerías, mirar a las mujeres y esas cosas. Eso, lo que hacen los perros en medio del campo, que parece que se vuelven locos. Una vez los vi a la salida de Monterrubio venga que te dale, venga que te dale, delante de todo el mundo, ¿no?, de un montón de criaturitas, de niños y me entró un no sé qué por la cabeza, como un arrebato, y descargué la escopeta contra eso animales del demonio y los reventé allí mismo. Luego se lo dije a la Luciana y me dijo que muy bien hecho, los perros son el demonio, están endemoniados. ¿Qué dice de la Luciana? Pues me parece que está bien, eso me han dicho, también está bien mi otra hermana, la Angela. Me lo dijo mi cuñado que es un buen hombre, decente trabajador, me dijo que la justicia las había molestado y también los periodistas esos embusteros me cago en…

Un día antes Emilia, su marido y sus hijos abandonaron Puerto Hurraco en su coche, donde pasaban el verano. Casi a mismo tiempo, Luciana, la Víbora, de sesenta y tres años, y Angela, de cuarenta nueve, ambas solteras, ambas de negro las dos siempre juntas, tomaron el tren de Madrid. En Monterrubio dijeron que iban a Don Benito a que les miraran la vista y ponerse gafas, pero desembarcaron en la estación de Atocha y se fueron derechitas a la pensión Alegría, que está al ladito y que les fue recomendada por alguien. Las dos hermanas Izquierdo iban a ver al Presidente del Gobierno, a denunciar un plan diabólico, fraguado contra ellos, contra la familia Izquierdo, dirigido por todo el pueblo de Puerto Hurraco, la familia Cabanillas y la Guardia Civil. Un complot que se cernía sobre todos ellos como una manta húmeda y viscosa, desde treinta años atrás.

Quizás también para hablarle del ruido que todos ellos, sentían en la cabeza. Ese ruido que exigió que cortasen los cables de la luz que alimentaba la casa de la calle Constitución, antes Generalísimo, en Monterrubio. Creyeron que el zumbido de la luz era el causante de aquel rumor sordo dentro del cerebro.

Tuvieron que vivir con velas, a oscuras, sin radio ni televisión, aguardando que cesaran aquellos zumbidos, mascullando entre los cuatro hermanos la venganza que daría fin a aquel tormento.

El señor Presidente del Gobierno, ese chico tan guapo, tendría que escuchar a Luciana, la Víbora, y a Angela. Para eso, Emilio y Antonio se habían afiliado al PSOE en 1984, después de que su madre muriera carbonizada, y eso permitía una audiencia. Se lo iban a explicar todo, con pelos y señales.

Iban a decirle al señor Presidente del Gobierno que muchos años atrás, el 21 de enero de 1959, el Amadeo Cabanillas se pasó de sus lindes y aró dos metros de las tierras de los Izquierdo con las pretensiones de que aquellas lindes no eran justas. Iban a decirle, también, que era mentira que ella, la Luciana, apodada por mal nombre la Víbora, se hubiera enamorado de moza del Amadeo Cabanillas que, justo era decirlo, era entonces un mozo juncal y reidor. La Luciana, ahora de sesenta y tres años, no fue despreciada por el Amadeo, no señor, eso eran habladurías, chismes de Puerto Hurraco.

Tenían todo eso en la cabeza las dos hermanas. Y el señor Presidente del Gobierno sabría, por fin, cómo el pueblo de Puerto Hurraco se había confabulado contra la familia Izquierdo. Llegando, incluso, a meter fuego a su propia casa, en 1984.

Un fuego que quemó a la madre y que tuvo que ser provocado por los Cabanillas. No cabía otra explicación.

En el momento en que los hermanos Emilio y Antonio Izquierdo trasegaban piña colada en el bar Casa Soriano de Monterrubio, la Luciana y la Angela se detenían junto a la puerta de entrada del Palacio de la Moncloa, en Madrid.

El cabo de la Guardia Civil Teodoro Ramírez acababa de cumplir treinta años dos días antes y, sin embargo, ya estaba acostumbrado a ver cosas raras con la gente que se acercaba a la mole de granito de la residencia presidencial.

Las dos mujeres, vestidas enteramente de negro, con un extraño fulgor en los ojos, parecían de otra época, aunque el cabo no sabía de que época, como surgidas de un mal sueño.

El hombre no podía saber de los zumbidos y del ruido en la cabeza de las dos hermanas, ni que se llevaban catorce años entre ellas. Ambas parecían de la misma edad indefinida. Viejas desde siempre.

-Buenos días, señoras. ¿Qué desean?

-Buenos días -contestó Luciana, la única que hablaba-. Queremos ver al señor Presidente del Gobierno.

-¿Al presidente? ¿Tienen ustedes audiencia, señoras?

-¿Audiencia? -las dos hermanas se miraron.

Luciana sacó de un bolso negro con cierres dorados cuatro carnés nuevos, apenas sin tocar, y se los tendió al guardia civil.

-Somos del partido. Nos hemos apuntado -manifestó Luciana-. Vea usted.

-Sí, sí señora. Ya lo veo. Son del partido. Pero yo no puedo dejar pasar a nadie que no tenga cita previa con la Secretaría del presidente. ¿Comprenden?

-El señor Presidente nos tiene que hacer justicia -dijo Luciana.

-Sí, señoras. Claro. Pero yo no las puedo dejar pasar sin la autorización de la secretaría del Presidente. Vamos, que si no tienen audiencia no pasan. ¿Por qué no le escriben ustedes una carta, señoras?

¿Una carta? ¿Cómo se podría explicar todo su calvario en una carta? Eso era imposible. Hay cosas que no se pueden escribir. Como por ejemplo, el principio de esta historia de venganza y de sangre, de odio acumulado.

Dos años después de que el Amadeo Cabanillas siguiera arando aquellos dos metros de las lindes de los Izquierdo, aquel año nefasto de 1959, el Jerónimo Izquierdo, el mayor de la camada, le tuvo que reventar el hígado de catorce puñaladas, para que aprendiera. La Guardia Civil, siempre la Guardia Civil en el horizonte de la familia Izquierdo, condujo al Jerónimo Izquierdo a la cárcel de Badajoz con condena de veintisiete años de cárcel. Pero el Jerónimo salió a los catorce años por buena conducta y las cosas continuaron igual. Puerto Hurraco es nada más que una calle larga y limpia y en cuesta y las casas de los Izquierdo y los Cabanillas están una frente a la otra.

La autoridad desterró al Jerónimo fuera de la comarca y el Jerónimo se marchó a Barcelona a trabajar en la construcción, destino inexorable de tantos y tantos campesinos andaluces y extremeños. Pero el destino es el destino y lo escrito escrito está. En el tórrido verano de 1984 una humareda de fuego se alzó de la casa de los Izquierdo en Puerto Hurraco.

El Emilio y el Antonio andaban en las faenas del campo y en la casa sólo se encontraban las mujeres: la madre, Isabel Izquierdo Caballero, de noventa años, y la Luciana y la Angela. Y las dos mujeres no pudieron hacer nada. La madre se convirtió en yesca, en carbón retorcido, aquel aciago verano de 1984.

¿De quién era la mano que prendió el fuego? Todos los Izquierdo lo sabían. No hacía falta juicios ni abogados ni autoridad alguna. La mano que prendió el fuego era una mano de los Cabanillas, que así se vengaban de la muerte del guapo Amadeo Cabanillas, uno de los suyos. ¿Para qué buscar más?

El Jerónimo Izquierdo, el hermano mayor, a quien correspondía la venganza por derecho, bajó de Barcelona en secreto y se fue a buscar al Antonio Cabanillas, hermano de aquel otro Cabanillas, el Amadeo, muerto a navaja mientras araba lindes inconcretas.

El Jerónimo encontró al Antonio Cabanillas en la cooperativa de Monterrubio haciendo las compras y le asestó cuatro puñaladas en la espalda sin mediar palabra. El Jerónimo siempre fue muy bueno a la hora de manejar el cuchillo.

Nuevamente fue a la cárcel el Jerónimo. En esta ocasión por intento de asesinato, porque el Antonio Cabanillas no murió. Pero esta vez no salió de la cárcel de Badajoz. En 1986 un infarto lo tiró al suelo y le explotó el corazón.

Luciana y Angela Izquierdo iban a contarle también eso al señor Presidente del Gobierno. Que su hermano mayor, el Jerónimo, no murió de muerte natural en la prisión de Bajadoz, sino con veneno suministrado por los Cabanillas. Las cosas estaban tan claras que no cabía otra explicación. El complot contra los Izquierdo se cumplía paso a paso.

Por todo eso, a nadie debería extrañarle que el Emilio y el Antonio llevaran aquella mañana del 26 de agosto de 1990 las escopetas Franchi, automáticas, y trescientos cartuchos del calibre 70. Iban a hacer lo que tenían que hacer. ¿Es que acaso el señor Presidente del Gobierno no lo entendería?

Claro que lo entendería. El señor Presidente del Gobierno lo entendería perfectamente. Nada se puede hacer cuando hay un complot de esas dimensiones. Un cerco en contra de la familia Izquierdo.

Precisamente fue a partir de 1984, del incendio pavoroso de la casa de los Izquierdo en Puerto Hurraco, cuando comenzaron los ruidos en las cabezas de los cuatro hermanos supervivientes. Antes había habido como un zumbido, una premonición de ruido. El fragor en la cabeza vendría después, cuando los enemigos prendieron fuego a la casa con la madre dentro.

Pero había más cosas que decirle al chico guapo ese, el señor Presidente del Gobierno, cosas que no se le podían decir al guardia civil de la puerta del Palacio de la Moncloa. Y era que la Guardia Civil era añada de los Cabanillas en el complot. Para eso los Cabanillas eran los caciques del pueblo. ¿Es que no estaba claro?

Los hermanos Izquierdo sabían a ciencia cierta que la Guardia Civil había metido material de guerra en la casa pasto de las llamas, para que explotara y el incendio fuera más rápido y contundente.

Los vecinos de Puerto Hurraco aún recuerdan las llamas que salían de las ventanas de la casa, los alaridos de la anciana y a las hermanas Luciana y Angela sacando a la calle la televisión, la cocina, la bombona de gas butano y la nevera. Todas cosas de valor que no se podían dejar a merced de las llamas. La madre se quedó dentro achicharrándose.

Y entonces se mudaron de Puerto Hurraco a Monterrubio, distante diez kilómetros por carretera recta. Allí compraron casa en la calle Constitución, antes Generalísimo Franco. Allí vivirían los cuatro: Luciana, Emilio, Antonio y Angela. Los cuatro solteros, viejos ya desde su niñez, vestidos de negro, escuchando los terribles ruidos en la cabeza.

¿Eran aquellos ruidos el eco desgarrador de los gritos de su madre quemándose viva?, ¿o tenían otro origen? ¿Quién provocó aquel incendio? ¿Las manos asesinas terribles de los enemigos de los Izquierdo o fueron las dos hermanas? En el último caso se debe a un accidente, a una mala planificación, olvido quizás. ¿Quién lo sabe? –

-Mi madre era una santa, ¿sabe usted? – le dijeron al cabo Teodoro Ramírez.- Una santa que ahora está en el cielo. Por eso mis hermanos, ahora…

-¡Cállate! -gritó Luciana.

-¡No, lo tengo que decir! Que ustedes pasaban por la puerta de la casa sin hacer nada y… el material de guerra… las cosas que ustedes… ni el pueblo entero, nadie ayudó y…

-¡He dicho que te calles, Angela!

La Angela tenía que haberle hecho caso a su hermana mayor, porque la Guardia Civil es la Guardia Civil, esté donde esté. Por eso, ellas mismas se fueron delante del cuartel de Monterrubio, días después del fuego, y se pusieron a insultar a la Guardia Civil, llamándolos cabrones, hijos de put*, sin hacer caso al sumario que abrió el señor juez por si lo del incendio fue intencionado o no, quedando claro y sobreseído juicio. No hubo mano criminal.

Sin embargo, a ellas (veáse cómo continuaba el complot) las condenaron a dos meses de arresto y a examen psiquiátrico. ¿Había derecho a tanta ignonimia contra los Izquierdo?

-Esperen ustedes un momentito, señoras – les dijo el cabo Teodoro Ramírez, ese día de guardia en la puerta Palacio de la Moncloa.

El cabo se dirigió al telefonillo interior y llamó a la policía. Las dos mujeres vestidas de negro, pálidas y con los rostros hinchados por la falta de luz y aire, estaban escandalizando a los visitantes de La Moncloa que sí tenían audiencia.

La policía tardó dos minutos en llevarse a las hermanas Izquierdo a la pensión Alegría, cercana a la estación de Atocha.

De ese modo se enteraron de la extraña misión que les había llevado al Palacio de la Moncloa.

Yo siempre me he dedicado a lo mío, ¿sabe usted?, a las cosas del campo, a recoger la aceituna, a arar para la siembra, la recogida del trigo… ya sabe, esas cosas. Teníamos nuestras tierrillas, no se crea, no éramos pobres, tampoco ricos, todo hay que decirlo, íbamos tirando con fatigas, con mucho trabajo. Allí había que arrimar el hombro. Todos trabajábamos desde que eramos niños, ya pequeños, ¿entiende? Un poco de escuela y para el campo, que hacen falta brazos, muchos brazos para el campo. No sé si usted entiende de estas cosas, pero en el campo, antes, no había infancia, ya se estaba con las faenas del campo desde pequeño. Uno ya era hombre cuando todavía no tenía edad para serio. Ahora es un poco diferente con eso de las cooperativas y los créditos agrarios y esas cosas. Ahora la vida en el campo es un poco más regalada, digo un poco más, no que sea como en la capital, pongo por ejemplo, que ahora los jóvenes no quieren saber nada del campo, van al servicio militar y se quedan en las capitales, que no quieren ni asomarse al campo. Al campo no quieren ni verlo. Y las mozas… bueno, las mozas jóvenes con esto de las discotecas y la televisión y todas esas cosas, tampoco se quieren casar con un hombre del campo como no sea rico , digo, como no tenga sus peonadas y sus tierras. Que si no, nanay, de criadas a Mérida o a Cáceres o hasta Barcelona y Madrid, que hay mozas de este pueblo en las casas, sirviendo. Bueno, también en las fábricas, de obreras, que eso les da más dinero y menos trabajo y más libertad para el… bueno, para lo que sea , que las mozas se malean en cuanto salen del pueblo, eso es verdad como que hay Dios, y el Gobierno tendría que hacer algo. Bueno, a donde van más los de Puerto Hurraco y Monterrubio es a País Vasco, a la parte de Zarauz, Amaya esos sitios… también a Bilbao, a las fábricas. Yo algunas veces me ponía a pensar que a lo mejor algún día me iría para allá a ver un poquillo de mundo, ¿no? Bueno eso es lo que se piensa de joven, pero me duró poco, cuando murió mi padre, pues todos tuvimos que arrimar más el hombro, todavía más. Y cuando murió el Jerónimo, que lo envenenaron aquí mismo, en la cárcel de Badajoz, pues lo mismo. Más trabajo, todavía mas… Pero es que… o sea, ya antes, cuando el Jerónimo tuvo que matar al Amadeo Cabanillas, se tiró catorce años en la cárcel y yo tuve que ser el hombre de la casa, si el trabajo antes era diez, pongo por ejemplo, pues entonces veinte, el doble. Así ha sido mi vida, ya le digo. Yo lo que se dice infancia, no he tenido nunca, siempre que echo la vista atrás me veo trabajando si parar. Primero ayudando a mi padre y a mi hermano mayor, el Jerónimo, y después yo solo con hermano Antonio. Pero ya ve, salimos adelante, que otros tienen menos que nosotros. Nosotros tenemos casa y coche, televisión, radio y esas cosas y comemos todos los días. Ahora no tenemos tierras porque las vendimos cuando lo del incendio, pero nos compramos la casa ahí en Monterrubio y todavía nos sobró algo, un milloncejo o así, que lo tenemos en el banco y que nos da nuestros dividendos, unas perrillas para ir tirando… No, trabajar no. Desde hace seis años ya no trabajábamos, ya le digo, vendimos las tierras. Yo ya no tenía salud, tenía una edad, y mi hermano Antonio, aunque es más joven, es un poquillo más… no sé, como más flojo, más dado al regalo.

Bueno, mire, yo estoy como más tranquilo, como si me hubiera quitado un peso de encima. Aquí me dan de comer de balde, no tengo que trabajar y me tratan bien. Casi estoy mejor que antes, qué quiere que le diga… ¿Eh? ¿Mi hermano, el Antonio? Bueno… hablar no nos hablamos mucho, ésa es la verdad, él está en su sitio y yo en el mío. El por su lado y yo por el mío… a cada uno lo suyo… No, no se lo voy a decir, las cosas nuestras son nuestras, usted no tiene por qué enterarse. Si yo me enfado con el Antonio es cosa mía.

La idea de la venganza se convierte pronto en una charca de agua oscura que se va pudriendo lentamente, y en donde bebe un pájaro carroñero. Y entonces ya no se puede disimular el olor a podrido. Un olor nauseabundo y helado, triste, que invade el cuerpo, llenándolo de razones para matar.

Después del zumo de piña colada y de los cafetitos, los dos hermanos Izquierdo, llamados también “Los Pata Pelás”, caminaron con dificultad, bamboleándose por el peso de los cartuchos, hasta dirigirse a su furgoneta Citroén, blanca y sucia, y enfilaron la carretera recta que conduce desde Monterrubio a Puerto Hurraco. El calor ya apretaba y los dos hermanos, con los cartuchos cubriéndoles el cuerpo como una coraza, sintieron cómo las nuevas oleadas de sudor cubrían las viejas capas de sudor antiguo y retestinado.

No eran pobres. Vivían de los intereses de una cuenta de dos millones y medio de pesetas y de los subsidios del paro por incapacidad laboral. Hay quien dice que los hermanos Izquierdo tienen más dinero escondido, fruto del seguro contra incendios. Pero eso son habladurías y ganas de liar las cosas.

La vida de los cuatro en la calle Constitución de Monterrubio, antes avenida del Generalísimo Franco, era metódica e irreal, como la vida de los sueños. Desde que cortaron los cables de la luz, pensando que ése era el origen de los ruidos en sus cabezas, vivían sin televisión, sin radio, a oscuras, apenas alimentados con unas cuantas velas que diseminaban por entre los pobres muebles.

Tampoco se les conocían amigos, distracciones o alguna risa perdida. Parece que ya nacieron adultos, reservados y desconfiados.

Sólo algunos vecinos muy próximos tenían un vago recuerdo de ellos dos jugando la partida en el bar Casa Soriano, después de la siesta, sin que jamás probaran el alcohol o visitaran el único puti-club de la zona que se encuentra en el próximo pueblo de Zalamea y que cuenta con dos marroquíes, dos negras, una portuguesa, una dominicana y una española, todas regentadas por un vasco dicharachero con un pendiente en la oreja y el cuerpo tatuado.

Los dos hermanos conocían Puerto Hurraco como la palma de sus manos y sabían que los domingos, con la fresca, no habría nadie en las casas. Todo el pueblo, más los emigrantes que habían regresado a la aldea desde las fábricas del País Vasco, se encontrarían en la calle, sentados en sillas y a las puertas de sus casas.

Había una bala para cada uno de ellos. Trescientos cartuchos rellenados cuidadosamente con perdigones aplastados, bolas de acero que salen al rojo vivo y destrozan aquello que encuentran a su paso. Más de la mitad de aquellos cartuchos habían sido rellenados con cuidado y paciencia por los dos hermanos Izquierdo para que hicieran más daño y la posibilidad de error fuera mínima.

Esa munición para jabalíes es ilegal, aunque se puede comprar en cualquier ferretería de la comarca. Son cartuchos de siete centímetros de largo que destrozan a las bestias del campo: zorras, lobos, jabalíes, águilas, y que ningún cazador prudente usaría o pensaría usar. Los destrozos son tan grandes que el animal queda inservible para la cocina.

El radio de acción y la capacidad de destrozo de aquel instrumento mortífero desaconsejan su utilización excepto para matar por matar. Podría herir a cualquiera en un radio de veinte metros.

Si mi hermano habla, yo no hablo. Que hable él, que le gusta mucho el chuchuchu, pregúntele a él, le gusta mucho salir en los papeles… No, le he dicho que no… ¿Esto es para mí? ¿Pasteles?.. Bueno, pues muchas gracias, pero ya me manda mi hermana pasteles, la Emilia… Bueno, cojo uno, uno nada más, pero no pienso… ¿Son de Madrid? Se nota… como más finos, ¿no?… Oiga, que no le voy a decir nada, ya se lo avisé… ¿Eh?…

Nosotros hicimos lo que teníamos que hacer y nada más. Eso no lo entiende nadie. ¿Y usted quién es? ¿Quién le ha enviado aquí? ¿Es usted de los Cabanillas?… Ya, usted. puede decir lo que quiera, a ver qué va a decir.

Desde la mañana temprano hasta las diez y media de la noche, el Emilio y el Antonio Izquierdo, alias “Los Pata Pelás” se quedaron a la vista de Puerto Hurraco, mirando el ir y venir de la gente en silencio, sin necesidad de hablar más de lo que ya estaba hablado y dicho, reconocido y claro.

A la sombra de un olivo vaciaron sus zurrones de cazadores de tórtolas y comieron despacio lo que habían traído: dos hogazas de pan moreno, cecina y un pedazo de queso como de un kilo. El Antonio añadió media tableta de turrón de cacahuetes, tan frecuentes en Castuera, donde hay cinco fábricas turroneras.

Como ninguno de los dos fumaba, después de comer sólo les cupo echarse la siesta, viendo las calles desiertas de la aldea, quizás escuchando a alguna madre llamar a su hija y el sonido tamizado de algún aparato de televisión.

Hacía cuarenta y dos grados a la sombra. Y los dos hermanos Izquierdo esperaban.

A las diez y media de la noche rodearon la aldea y entraron por detrás, por las casas apagadas que daban a los campos, cerca de los olivos.

Había ruido en la calle Carrera de Puerto Hurraco. Los vecinos, en las puertas de sus casas, veían pasar, arriba y abajo, a los jóvenes y a los paseantes y hablaban. Todo el mundo hablaba a la vez. El sonido de las voces broncas de los hombres y los muchachos que bebían en los tres bares con que cuenta la aldea se mezclaban con las risas de los niños. Debieron escuchar las risas de los niños, apostados en el callejón que llega hasta la única calle de la aldea.

A las diez y media de la noche de aquel 26 de agosto de 1990, los dos hermanos Izquierdo avistaron al fin a Antonia y a Encarnita Cabanillas, de trece y catorce años, sobrinas de aquel Amadeo Cabanillas, muerto a puñaladas treinta años atrás por Jerónimo, el primer vengador de la familia. Las niñas se tapaban la boca con las manos y se reían mientras paseaban.

Entonces asomaron las cabezas y empezaron a apretar los gatillos de sus escopetas Franchi, automáticas.

“Cohetes”, pensó el alcalde pedáneo del pueblo, Braulio Nogales.

“¿Una fiesta ahora?”, pensó a su vez Ricardo Izquierdo, antiguo emigrante y ahora empleado del Ayuntamiento.

Sin embargo, hubo mucha gente que no pudo pensar nada. Las primeras en caer fueron Antoñita y Encarnita Cabanillas, sobrinas del Amadeo e hijas de Antonio Cabanillas, el que no pudo ser asesinado por Jerónimo. Carmen, de dieciséis años, escapó con vida de la matanza por milagro.

Araceli Murillo, de sesenta y dos años, murió en el acto, alcanzada en la cabeza, lo mismo que Manuel Cabanillas. Su hijo Manuel, de veinticinco años, fue alcanzado de gravedad. El niño de ocho años Guillermo Ojeda Sánchez cayó con el cráneo partido como una nuez. Su padre, Andrés Ojeda, corrió en su auxilio desde el bar y le dieron en el vientre, lo mismo le ocurrió a su abuela, Isabel Carrillo Dávila de setenta años, y a su tía Angela Sánchez Murillo, de cuarenta y dos años. Vicenta Izquierdo y Felicitas Benítez que estaban sentadas charla que te charla, también fueron alcanzadas por los cartuchos de las Franchi.

José Penco recogió a dos heridos de la calle y se los pudo llevar en su coche a Castuera, al centro asistencias. Luego volvió a seguir ayudando y en la entrada del pueblo se encontró con los dos hermanos Izquierdo que parecían esperar a los que iban saliendo. A José Penco no le dio tiempo de salir del coche, dispararon contra él y murió en el acto, sobre el volante.

Igual le ocurrió a Manuel Benítez, que intentó salir del pueblo llevando en el coche a su hermano Reinaldo, de sesenta y dos años, y a Araceli Romero, de sesenta. Los hermanos Izquierdo apretaron los gatillos y acribillaron el coche. Manuel Benítez tuvo el reflejo de agacharse y por eso salvó la vida. Los demás ocupantes del coche perecieron.

“La calle se llenó de sangre y de cuerpos tendidos. Los heridos gemían y lloraban” , cuenta el alcalde pedáneo, “la sangre corría como si fueran arroyos después de las lluvias. Los heridos se arrastraban intentando salvarse y la gente se refugiaba en sus casas, atrancando las puertas”.

Después de disparar cada uno tres cargadores de cinco cartuchos, los dos furtivos abandonaron el callejón y bajaron la calle, golpeando las puertas de las casas. “¡Salir, cabrones, os vamos a matar!”, dicen que gritaban los dos hermanos. De esa forma se dirigieron hasta la entrada del pueblo sin que nadie les molestara o les hiciese frente.

En la entrada del pueblo se dedicaron a disparar a los coches que llegaban o intentaban salir. No corrían, no se precipitaban. Caminaban con esa sangre fría y determinación que da la decisión, la práctica y una idea fija en la cabeza. Parecía un plan metódicamente planeado y ejecutado con suma precisión.

A las once de la noche llegó el primer Land Rover de la Guardia Civil de Monterrubio. Ni siquiera les dio tiempo de apearse del coche. Los hermanos Izquierdo destrozaron el pecho del guardia civil Juan Antonio Femández Trejo y la rodilla del otro guardia, Manuel Calero Márquez.

Los hermanos Izquierdo, entonces, dieron de nuevo la vuelta al pueblo y se dirigieron hacia los cerros del Jibe y los Callejos. A las once treinta, llegaron catorce guardias civiles que encontraron la calle Carretera desierta y cubierta de sangre de cuerpos que se movían, pidiendo ayuda. Hasta las doce llegó un contingente fuerte de guardias civiles. Alrededor de doscientos al mando de teniente coronel que ordenó registrar la zona. Ya se había acabado todo: los treinta años de rumiar venganza, los gritos, las maldiciones en silencio, el odio viejo. No hubo demasiado ruido, ni demasiado estrépito, si se exceptúa el sonido de las escopetas repetidoras. La venganza exige silencio y degustación. La alharaca sobra en estos casos. En apenas hora y media la camada Izquierdo había cumplido el viejo de que la sangre con la sangre se paga.

Dejaron en la calle Carrera de Puerto Hurraco un saldo nada despreciable: nueve víctimas y seis heridos y un sueño de espanto y de sangre que jamás se olvidaría. Tardarían tres largos días en limpiar los regueros de sangre espesa que jalonaban la calle en cuesta y, probablemente, mucho más tiempo en limpiar la cabeza de tanto espanto.

A la mañana del otro día, justo cuando Luciana y Angela mascullaban imprecaciones por no haber sido recibidas por el Presidente del Gobierno, fueron encontrados los hermanos Izquierdo.

No habían ido demasiado lejos, no pretendían esconderse.

Emilio fue encontrado durmiendo a las afueras del pueblo, a menos de un tiro de piedra de las casas del pueblo. Antonio se desperezaba entre los olivos como si no hubiese pasado nada, quizás hasta un poco asombrado de que tal contingente de guardias civiles fuera a por él. Las imágenes de los fotógrafos de prensa los muestran aún abotargados por el sueño, un poco confusos y hambrientos.

Nada más ser conducidos a las dependencias carcelarias del Juzgado de Castuera, los hermanos Izquierdo pidieron de comer. El estómago es el estómago y ahí sí que no valen subterfugios. Del restaurante La Ideal les trajeron montados de lomo, ración de calamares bien abundante y tarta de manzana.

A los guardias civiles que vigilaban la comida se les hizo un nudo en la boca del estómago. Los dos hermanos Izquierdo comían como si tal cosa: degustaban la comida y efectuaban esos ruiditos de satisfacción que produce un estómago agradecido y bien tratado.

El joven juez Casiano Rojas estuvo con ellos más de tres horas, mientras los periodistas y cámaras de televisión alborotaban el pueblo, instruyendo el sumario más extraño e importante de su corta carrera en Magistratura.

Dicen que el joven juez les preguntó:

-¿Por qué lo habéis hecho?

Emilio, que es el que habla siempre, se encogió de hombros. Los dos hermanos se encontraban tranquilos y reposados, como si estuvieran viendo una película. Al juez le pareció que aquello no tenía nada que ver con la sangre fría. Era otra cosa. Algo impalpable y viscoso.

-Ya nos hemos vengado -contestó al fin Emilio-. Ahora que sufra el pueblo.

Y su hermano Antonio asintió, cabeceando.

-Pero habéis matado a nueve personas y…

Emilio le interrumpió.

-Que sufran. También sufrió mi madre.

A Luciana, apodada la Víbora, y su hermana Angela, la policía las hizo subir en un vagón de primera y las acompañó a Badajoz. Allí estaba previsto que un coche de la Guardia Civil las acompañara a Castuera, donde el juez Casiano Rojas las interrogaría.

La estación se encontraba llena de periodistas, curiosos y la Guardia Civil. Entre los curiosos se encontraba Antonio Cabanillas, cuyo hermano Amadeo, el guapo, requerido en amores inútilmente por Luciana, la Víbora, fue asesinado a cuchilladas por Jerónimo Izquierdo en 1961. Ese mismo Antonio Cabanillas fue también cosido a puñaladas por el mismo Jerónimo, el mayor de la camada Izquierdo, en 1986.

Y ahora, en 1990, ese mismo Antonio Cabanillas había perdido a dos hijas, Antoñita y Encarnita, bajo la metralla de otros Izquierdo.

La Guardia Civil le encontró entre sus ropas un cuchillo de monte. Contestó, cuando le preguntaron por qué llevaba eso encima:

-Por nada, siempre lo llevo.

Emilio y Antonio descansan ahora en la prisión de Badajoz y sus hermanas Luciana y Angela en el Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Mérida.

No se ven, ni se escriben, ni parecen echarse de menos los unos a los otros. Cada uno. debe seguir sintiendo los mismos zumbidos, los mismos ruidos en las cabezas. Ese crepitar dentro del cerebro que no abandona a uno ni de día ni de noche y que surgió en el mismo momento en que la anciana Isabel Izquierdo gritaba achicharrándose en su casa de Puerto Hurraco, allá en 1984.



VÍDEO: LA MATANZA DE PUERTO HURRACO

https://criminalia.es/asesino/la-matanza-de-puerto-hurraco/
 
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El cuádruple crimen de BENIMUSSA (Ibiza-Islas Baleares-España)

  • Clasificación: Crimen sin resolver
  • Características: Ajuste de cuentas - Tráfico de drogas - Los cuerpos de las víctimas fueron descubiertos enterrados bajo una capa de hormigón en un desnivel de una obra en construcción
  • Número de víctimas: 4
  • Fecha del crimen: 23 de agosto de 1989
  • Perfil de la víctima: Richard Schmitz, de 51 años, Beate Josefine Werner, de 41, y sus hijas Alexandra y Bianca, de 6 y 4 años respectivamente
  • Método del crimen: Estrangulamiento
  • Lugar: Ibiza, Islas Baleares, España
  • Estado: Los autores del cuádruple asesinato nunca fueron detenidos
Índice

El escalofriante crimen de Benimussa
S. Coquillat – Ultimahora.es

La familia alemana formada por Richard Schmitz, de 51 años; Beate Josefine Werner, de 41 años, y sus hijas Alexandra y Bianca, de 6 y 4 años respectivamente, fue brutalmente asesinada durante la madrugada del 23 al 24 de agosto de 1989 en el chalet Can Barda de la urbanización ibicenca de Benimussa. Los cadáveres de las cuatro víctimas fueron descubiertos tres días más tarde enterrados bajo una capa de hormigón, en un desnivel de una obra en construcción que se estaba llevando a cabo a escasos metros del chalet que ocupaban. Un fuerte hedor y un enjambre de moscas alertó del lugar donde habían sido enterrados. Al abrir la fosa, se descubrió el espeluznante crimen. Las víctimas fueron torturadas y estranguladas con cables e hilos de alambre.

Las primeras investigaciones se centraron en dos marroquíes que habían estado trabajando como jornaleros en la construcción de un edificio junto al chalet y que habían abandonado la Isla en las fechas en las que se produjo el cuádruple crimen. Si embargo, esta pista se deshechó más tarde.

La hipótesis que más fuerza cobró fue la relacionada con el narcotráfico. Richard Schmitz trabajaba para una organización de distribuidores de cocaína en Europa, a las órdenes de Ochoa, uno de los máximos responsables del cártel de la ciudad colombiana de Medellín. A mediado de julio de 1989, la policía alemana intervino en Munich un cargamento de más de 600 kilos de cocaína que pertenecían a la organización. La red de narcos sospechó que la policía alemana había tenido informaciones de Richard Scmitz para llevar a cabo las intervenciones de la droga, y decidió dar «un escarmiento» a toda la familia.

La policía marroquí localiza a los dos sospechosos del cuádruple asesinato perpetrado en Ibiza y avala su coartada
Rita Valles – El País

31 de agosto de 1989

La Interpol ha localizado e identificado en Marruecos a los dos ciudadanos marroquíes que aparecían como principales sospechosos del asesinato de la familia Schmitz-Werner, realizado el pasado jueves en la localidad ibicenca de Benimussa, en el término municipal de Sant Josep, según informaron ayer fuentes de la investigación. Los dos sospechosos, que trabajaban en la construcción de un edificio ilegal promovido por las víctimas -un matrimonio y sus dos hijas, de seis y cuatro años de edad-, tienen coartada para justificar su repentina ausencia de Ibiza, con lo que cobra fuerza la hipótesis de que el cuádruple asesinato obedece a un ajuste de cuentas.

A ello se une la sospecha de que las dos niñas fueron estranguladas lentamente en presencia de sus padres para que éstos aportasen alguna información.

Los dos marroquíes son los hermanos Mustafá y Mohamed B., de 29 y 23 años de edad, respectivamente. Ambos trabajaban en las construcción del edificio ilegal que el matrimonio integrado por Richard Schmitz, de 55 años, y Beate Werner, de 41, había encargado levantar junto a su vivienda particular. El bloque, de tres plantas, fue declarado ilegal por el Ayuntamiento de Sant Josep, en vísperas del cuádruple asesinato, argumentando que la licencia de obras sólo permitía rehabilitar una vieja masía y no construir un bloque.

Mustafá y Mohamed B. abandonaron la isla poco después de que fuera perpetrado el múltiple homicidio. Los cadáveres, que se encontraban enterrados y cubiertos con cemento en un parterre situado junto al edificio en construcción, fueron descubiertos por la Guardia Civil el pasado sábado.

La policía marroquí, tras localizar a los dos sospechosos, confirmó la coartada de los mismos. Según ésta, ambos abandonaron las Baleares el jueves debido al grave estado de salud de su madre, que, según las mismas fuentes policiales, fue intervenida quirúrgicamente de urgencia.

La investigación que instruye el juez Juan Carlos Torres parte de la la presunta ilegalidad de los negocios inmobiliarios del asesinado, cuya fuente se desconoce, y su conexión con otros alemanes que han adquirido los apartamentos en construcción.

La propietaria legal del citado inmueble, era Beate Werner, aunque su actual marido había compartido en Colonia (República Federal de Alemania) un negocio mercantil con su primera esposa, Irmgard Schmitz, quien viajó precipitadamente a Ibiza el pasado sábado, argumentando que se temía «lo peor», ya que llevaba dos días sin poder contactar telefónicamente con su ex compañero, según publicó ayer el diario La Vanguardia.

La pareja asesinada era propietaria, además, desde hace siete años, de un casa situada en la localidad de Buscatell.

El inmueble, de grandes dimensiones, nunca fue habitado por la familia ni tampoco alquilado, aunque los vecinos aseguran que Schmitz daba de comer a diario a los seis perros que lo custodiaban.

El movil económico del crimen se ve asimismo avalado por el aparente ritual mafioso que rodeó los cuatro asesinatos. El juez que investiga el caso sospecha que las dos hijas del matrimonio, Alexandra y Bianca, de seis y cuatro años de edad, fueron estranguladas lentamente en presencia de sus padres para forzales a dar algún tipo de información.

El cadáver del padre presentaba signos de haber mantenido una pelea con sus agresores. Parte de los restos de la mujer y de sus hijas están siendo analizados para comprobar si sufrieron abusos sexuales.

Noche de fiesta en la mansión de los crímenes
Ricardo F. Colmenero – Elmundo.es

24 de agosto de 2014

La música techno desciende casi cada noche desde la mansión Gaga Hills hasta el valle de Benimussa. Un puzle arquitectónico de rectángulos blancos que corona un vasto pinar dispuesto para ocultar seis dormitorios, un buen puñado de chill outs y fiestas hasta el amanecer por 11.000 euros a la semana.

Unos doscientos metros más abajo, un matrimonio anciano, el de Vicent Ribas y el de su esposa Francisca Ribas, cierra las ventanas del dormitorio «por lo de la vibración», aunque ella dice que la música no es lo que le quita el sueño, sino que lleva 25 agostos en una cama con vistas a una pesadilla. Se lleva las manos a la boca, cierra los ojos y ve a dos niñas de seis y cuatro años haciendo pasos de ballet en una cocina sucia salpicada de perros vagabundos: «¡Mira, Francisca!», grita una de ellas. Y Francisca abre los ojos y las contempla como en un dibujo inventado, uno que contaba la prensa hace un cuarto de siglo. El mismo que le contó Vicent, el día que subieron a buscarlas con la Guardia Civil a Gaga Hills (todavía conocido como Can Barda), y los insectos las encontraron por un agujerito en el hormigón, con alambres estrangulando las muñecas y el cuello.

A Gaga Hills se asciende por una falda de higueras, algarrobos y almendros, pero antes de subir, Vicent saca una botella de vino de la bodega y llena unos vasos. Su parral aparece en numerosas páginas web marcando las lindes que separan sus fincas de secano de las de la mansión, pero Vicent no lo sabe. «Tranquilidad y privacidad, Gaga Hills es una mezcla perfecta de lo mejor que Ibiza puede ofrecer», le digo que pone una de estas webs, y el hombre, que ha pasado allí toda su vida, contesta que es verdad.

«Primero la compraron unos ingleses, pero no sabía nada, luego nos invitaron un día para que les contáramos la historia», recuerda Francisca.

Esta mañana parece que no hay nadie, aunque Vicent dice que «el sarao» suele empezar por las noches. Desde sus fincas empieza a ubicar unas estancias que ya solo existen en su cabeza. La casa ha sufrido una reforma que apenas permite recordar la que Richard Karl Schmitz había elegido como escondite. Entonces Vicent apunta al pie de una escalera exterior, que ahora lleva hasta la piscina, como el punto donde las zarpas del cartel de Medellín excavaron una venganza de cuatro cadáveres, que ocultó con torpeza bajo una lengua de hormigón.

La criminóloga ibicenca Cristina Amanda Tur (CAT) desmenuza en su nueva obra, El hombre de Paj* (Ed. Balàfia Postals), el crimen que reveló que Ibiza «era un escondite privilegiado para traficantes y mafias extranjeras, que comenzaban a instalar sus redes de blanqueo».

Colombia recuerda 1989 como el año de las bombas. El cártel de Medellín hizo estallar millares como nueva forma de justicia del narcoterrorismo. Volaron coches, autobuses, periódicos, sedes de partidos y hasta un avión. En ese tiempo, Schmitz, quien la DEA señala como uno de los responsables de blanqueo de capitales del cártel en Europa, se hacía con dos mansiones en Ibiza, y comenzaba al lado de una de ellas las obras de un edificio de cuatro plantas, que el Ayuntamiento de San José pretendía derribar justo antes de que acabara por convertirse en su tumba.

«A nadie le gustaba ese hombre, no le hablaba bien a la mujer, ni a las niñas, no le hablaba bien a nadie», recuerda Francisca sobre Richard, veinticinco años después de servir como limpiadora y cuidadora de las niñas asesinadas en Gaga Hills.

También había adquirido una mansión en la zona de Cap Martinet Jorge Luis Ochoa, socio de Pablo Escobar, y considerado por la DEA como el máximo responsable de los negocios del cártel de Medellín en Europa.

El teniente de la Guardia Civil de Sant Antoni, Isidoro Turrión, llevaba una semana en su nuevo destino cuando el 26 de agosto de 1989 una mujer denunció en el cuartelillo la desaparición de la pareja alemana. Se trataba de la empleada que Beate Werner, de 38 años en el momento de su asesinato, tenía en su oficina de cambio de moneda de San Antonio, desde donde también se dedicaba a promover algunos negocios inmobiliarios tras su llegada a la isla con las pequeñas Alexandra y Bianca.

Richard Schmitz, a quien conoció en la isla, y que en 1989 tenía 41 años, también solía visitar a diario la oficina de cambio, desde donde mantenía una sospechosa y continua relación con su ex mujer, que además de conservar el apellido Schmitz, recibía llamadas de éste a Colonia unas dos veces al día, a pesar de haber dejado allí elevadas deudas tras la declaración en suspensión pagos su empresa de asesoría financiera y comercial.

La empleada de Beate ya había bajado antes a casa de Francisca, a sabiendas de que tenía la llave de la vivienda, pero al llegar a la puerta, ambas descubrieron que alguien acababa de poner un nuevo candado. La llave con la que entraba a la casa unas dos veces por semana, ya no sirve para nada. Al otro lado de la verja, solo sus dos coches, y el ladrido constante de la veintena de perros que la familia había ido recogiendo por toda la isla a lo largo de los años.

Isidoro Turrión y otros dos agentes saltaron la valla por la tarde, y después, el teniente se coló por una ventana en el interior la casa. Cristina Amanda Tur recoge entonces dos detalles que llaman la atención de Turrión entre lo que calificó en su informe de desorden normal: «Una revista con la portada a medio arrancar, como si una mano se hubiera aferrado a ella, y una muñeca con las piernas rotas».

En el exterior, los agentes se acercan al edificio de cuatro plantas que se construye a escasos metros de la casa; y en un desnivel del suelo, las moscas y una hilera de insectos mantienen un tráfico intenso a través de una grieta abierta en una lengua de hormigón, de algo menos de dos metros. Los agentes desprenden un trozo de una sola patada, y encuentran el pie izquierdo de Beate Werner. Tardarían más de cuatro horas y la ayuda de los bomberos para extraer el resto de los cadáveres.

El médico forense fijó la hora de la muerte entre las once de la noche del 23 de agosto y la mañana del día siguiente, quizá minutos después de que dos agentes de la Policía Local de San José se personaran en la casa para entregarle a Schmitz la orden de demolición del edificio de cuatro plantas que construía ilegalmente.

En El hombre de Paj*, Cristina Amanda Tur se hace eco de una carta anónima recibida por la Guardia Civil el 26 de septiembre, y que revelaba los negocios de Schmitz con el cártel.

Que la cosa pintaba mal lo sabía hasta Francisca: «La semana antes de que los mataran se marchó de viaje a Alemania con la mayor. Debía pensar que si se llevaba a la niña le iba a proteger de algo».

Veinticinco años después el crimen sin resolver alcanza sin embargo para revelar la identidad de los tres asesinos que envió el cártel a Ibiza a través que sus motes: Uno era el boxeador, el segundo el cojo, y posiblemente el tercero fue el brazo ejecutor de las niñas, quizá por el poco edificante apodo con el que llegó desde Medellín, el monstruo.

Los asesinos entraron a la vivienda sin que ningún vecino escuchara ladrar a los perros y cambiaron el candado con la intención de tomarse su tiempo con una serie de torturas reveladas por la presencia de alambres en las extremidades de las víctimas, y en los cuatro cuellos, incluidas las pequeñas Alexandra y Bianca. El informe forense confirmó que todos murieron estrangulados.

Fue Vicent Ribas y su esposa los que pudieron confirmar que los asesinos ni siquiera utilizaron la hormigonera con la que trabajaban los obreros del edificio de cuatro plantas, sino que los tres fabricaron a mano, aunque defectuosamente, la lápida que, de no ser por los insectos, podría no haber sido descubierta hasta la demolición del edificio.

Un error de 650 kilos de cocaína
La carta anónima que llegó a la comisaría de Ibiza en 26 de septiembre desde Villabona (Guipúzcoa), apunta a la relación de Richard Schmitz con el tráfico de drogas y a un ajuste de cuentas como motivo de su muerte y de la de su familia.

Su contenido es analizado minuciosamente en El hombre de Paj* de Cristina Amanda Tur, como una de las claves del misterioso crimen.

«Richard Schmitz se encontraba envuelto en varios casos oscuros -drogas- con varios compañeros suyos, también alemanes. Todos ellos trabajaban a su vez para el señor Ochoa (Jorge Luis Ochoa, considerado por la DEA como responsable del cártel en Europa), de la ciudad de Medellín, Colombia. Por fallo del señor Richard Schmitz la policía alemana encontró una furgoneta que transportaba 650 kilos de cocaína en la ciudad de Schwabing (Munich).

Los kilos reales eran alrededor de mil, pero sólo pudieron localizar los arriba mencionados. El destino de la droga era el banco Röhling, en Munich.

Por acto de venganza, el señor Richard Schmitz fue asesinado, así como otras personas anteriormente: Marbella, agosto de 1988, urbanización Elvira, antiguo establo para los cerdos y que hoy está totalmente derrumbado. En los terrenos colindantes se encuentra otra víctima de la banda mencionada».

Los Ochoa se unieron a Pablo Escobar a principios de los años 80 y juntos convirtieron el cártel de Medellín en una de las mayores redes de producción y distribución de cocaína que han existido.

En aquellos momentos, Fabio Ochoa tenía interesada, a través de Interpol, la averiguación de paradero desde el 17 de febrero de 1988. En el 90 se acogió a una amnistía en Colombia, pero luego cumplió cinco años de cárcel y salió en el 96 para asegurar que estaba rehabilitado; su familia llegó a contratar vallas publicitarias con el mensaje «Ayer me equivoqué y hoy soy inocente». Sin embargo, fue detenido de nuevo en 1999 en la Operación Milenio (una de las más importantes operaciones internacionales de la historia de la lucha contra la droga) y, en 2001, la Justicia colombiana aceptó su extradición a Estados Unidos. En 2003 fue condenado a 30 años de cárcel.

Ochoa, explica en su obra Cristina Amanda Tur, podría haber participado en los crímenes o incluso haber supervisado el trabajo del Monstruo, el Cojo y el Boxeador. Pero no ha declarado nunca por esta conexión con el crimen ibicenco.

Capilla profanada
Sa Capelleta d’en Serra, construida en la cima de Es Puig d’en Serra de Benimussa, amaneció esta semana, aniversario de los crímenes, profanada por una capa de pintura roja y decenas de huellas de manos.

Tenga relación o no con los crímenes, es la primera que este un pequeño oratorio que permanece siempre abierto recibe un ataque de estas características.

Se trata de una pequeña construcción creada para albergar apenas un altar y un curioso cristo con faldones payeses, rodeado de escritos, fotografías y algunas velas encendidas.

Su historia tiene apenas un siglo. Fue levantada en 1919 por el ibicenco Vicente Serra, en cumplimiento de la promesa que hizo a Dios si le ayudaba a regresar vivo de la guerra en Argel. Aunque cumplió su promesa piedra a piedra, falleció cinco días antes de que pudiera ser bendecida.

La conexión entre el crimen de Benimussa y el de Sant Agustí del año 2000
Cristina Amanda Tur – Territoriocat.wordpress.com

26 de septiembre de 2012

Dos hombres, los dos de nacionalidad alemana, conectan las investigaciones de dos crímenes registrados en Ibiza en el mes de agosto, en la misma zona y entre los que transcurrieron once años. Y uno de estos hombres es el principal sospechoso del segundo caso, el asesinato a tiros de Jens Martin, el 28 de agosto de 2000, en el camino de Can Fandas, cerca de Colinas Aníbal, en Sant Agustí. La Guardia Civil ha reabierto ahora este caso y se ha solicitado a la Policía alemana que recupere las armas que el sospechoso confesó tener en Alemania y que nunca llegaron a ser entregadas; una de ellas podría ser la que disparó el proyectil que se recuperó cuando se produjo el crimen.

Ahora, además, podría ayudar a establecer un perfil de este sospechoso, Uwe K., el hecho de que su nombre se haya encontrado en uno de los sumarios más conocidos de la historia criminal pitiusa, el 46/89, el del crimen de Benimussa, que da nombre al asesinato, por estrangulamiento, de Richard Karl Schmitz, de Beathe Werner y de las hijas de ambos, Alexandra y Bianca, de 6 y 4 años de edad.

Uwe K, nacido en Ratzerburg en 1944, aparece en el sumario más de un año después del cuádruple asesinato y a través de la información de un ciudadano inglés que deja escritas y registradas en un diskette sus sospechas sobre el alemán. Según este inglés, llamado Winston, un tal Stanley, conocido suyo y al parecer amigo de Uwe, fue un día a casa del alemán y lo encontró «fabricando balas en su garaje». Uwe es relacionado ya con armas y se asegura en el escrito que «es bien conocido en la isla por hacer armas de fuego y estar muy capacitado como armero», y se añade que se conoce de él que tiene «una colección, incluyendo armas militares». El tal Stanley preguntó por qué estaba fabricando proyectiles en el garaje y, al parecer, fue la esposa de Uwe, una mujer de nacionalidad británica, la que contestó que «él podría tener que matar a alguien porque tenía un problema con una mala persona»; en el escrito se lee, exactamente, que el problema lo tenía con «…a German Queer ? (mari**n)». Y el informador añade: «deduzco que el mari**n lo intentó matar antes».

En el sumario no hay declaraciones ni de este sospechoso, ni de su esposa ni de ninguna de las personas que se citan en el escrito, pero se investigaron, sin resultados, los movimientos de las cuentas bancarias de Uwe K. durante el año 1989. Hay que destacar que este alemán fue descartado como sospechoso porque todo el relato del informador británico se basaba en que lo había visto en una ferretería de Sant Antoni comprando un candado «con llaves en la parte superior, como apareció en los periódicos»; la pista del candado que los asesinos cambiaron en la casa de Can Barda fue una de la primeras seguidas por los investigadores, y llevó a una ferretería distinta a la que hace referencia este informador.

Pero esta no es la única conexión entre el crimen de Can Barda y el asesinato de Jens Martin, del que hoy sigue siendo sospechoso Uwe K. Otro de los nombres alemanes investigado en el caso de 1989 es Ernst B. que regentaba un conocido restaurante de Port des Torrent (hoy convertido en una vivienda okupa) en el que, curiosamente, Jens Martin había estado trabajando, según recordaron sus amigos poco después de que fuera asesinado, en la madrugada del 29 de agosto de 2000. Entonces tenía 41 años. La tarjeta de visita de Ernst B. apareció, durante la inspección ocular, en la casa de Can Barda. Y si bien esto no sería suficiente para hacer sospechar de una posible relación con los crímenes, su nombre apareció posteriormente como el contacto en Eivissa de los traficantes de droga relacionados con el cártel de Medellín que hoy se considera que acabaron con la familia Schmitz-Werner. Según consta en el escrito con el que la Guardia civil solicitaba la intervención del teléfono del restaurante de Port des Torrent, «de la investigación realizada en Marbella (Málaga) a raíz de la carta anónima recibida en Comisaría de Policía de esta ciudad, revelando los posibles autores de dicho asesinato, integrantes de una banda internacional, se pudo averiguar que, para contactar en Ibiza con un tal Rudolph Walter W., integrante de esa banda delictiva y relacionado con un supuesto tráfico de cocaína, había que preguntar por Ernst B.» en el restaurante.

La conexión entre este hombre y el caso es así el tráfico de cocaína, en el que se considera que estaba implicado Richard Schmitz y que acarreó la muerte de los cuatro miembros de la familia.

Pero, además de la significativa presencia de Uwe K. en los dos sumarios y de la coincidencia de que Jens Martin hubiera trabajado en el restaurante de una de las personas investigadas ya en el 89 por el crimen de Can Barda, hay que tener en cuenta que todas las personas implicadas, tanto las víctimas como los sospechosos, son de nacionalidad alemana, y que los dos crímenes sucedieron a pocos metros de distancia en una colina de Benimussa con vistas a la bahía de Sant Antoni. El crimen de 1989, probablemente un ajuste de cuentas en el que la familia fue torturada, fue rápidamente bautizado como el crimen de Benimussa, pero también podría haberse conocido como el crimen de Colinas Aníbal (en el sumario sí aparece situada la vivienda de Can Barda en Colinas Aníbal, en Benimussa, parroquia de Sant Agustí). Y como el crimen de Colinas Aníbal es conocido el asesinato de Jens Martin, ocurrido en el camino de Can Fandas once años después del caso de Can Barda. Martin, que regresaba en ciclomotor a su casa, fue primero arrollado y luego recibió dos tiros. Estaba a unos 300 metros de su casa.

La Policía Judicial de la Guardia Civil desconocía hasta ahora estas conexiones entre los dos crímenes de Benimussa. Y hay que tener en cuenta que la parte de la investigación referente a Uwe K. en el caso del 89 estuvo en su día en manos de la Comisaría de Policía de Eivissa.

Hoy, los agentes han reabierto el segundo crimen, el de Jens Martin, porque, a pesar de que la Guardia Civil lo solicitó en su día a través de Interpol, la Policía alemana nunca llegó a intervenir las dos armas que poseía en Alemania el sospechoso del crimen. Una de esas armas, un revólver Smith & Wesson .357 es compatible con el proyectil recuperado en su momento y que se conserva en los laboratorios del instituto armado en Madrid. En el juzgado número 1 de Eivissa confirman que el trámite para reclamar las armas a la Policía alemana está hecho.

(Publicado en Diario de Ibiza el 26 de septiembre de 2012
https://criminalia.es/asesino/cuadruple-crimen-de-benimussa/
 
El caníbal de La Guindalera mató a su madre dos semanas antes de su detención
Así lo indicó el joven ante la Policía Nacional, que halló restos de la víctima en diez túperes
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Carlos Hidalgo@carloshidalgo_
M. J. Álvarez@mariajo_abc
Actualizado:28/02/2019 01:47h0

Soledad Gómez, de 66 años, fue asesinada dos semanas antes de que la Policía Nacional detuviera a su hijo, Alberto Sánchez, de 26, como presunto autor del crimen más cruel de los últimos tiempos, según lo ha calificado el propio Cuerpo. El conocido como caníbal de La Guindalera (Salamanca) expresó a los investigadores, de manera espontánea, este extremo, el de la fecha de la muerte.

Se trataba de una de las incógnitas que envuelve a este espeluznante caso. Aunque Alberto se negó a declarar ante el Grupo V de Homicidios, sí que desveló que su madre llevaba dos semanas muerta y que él había sido el que había llevado a cabo la masacre. Los agentes hallaron los restos troceados en diez túperes distribuidos por la casa, amén de otras partes del cuerpo metidas en el horno y en el cubo de la basura, precisaron a ABC fuentes policiales.

El lunes concluyó la autopsia de Soledad, un examen que ha resultado muy complejo debido a las características tan singulares de este crimen. El análisis viene a reafirmar lo expresado por el propio caníbal de La Guindalera debido al estado de los restos humanos.

practicará un examen psiquiátrico para evaluar su grado de afectación mental y determinar qué patología sufre, probablemente, una dual, con un cuadro de esquizofrenia y toxicomanía, según todos los indicios. Conviene recordar que ya estuvo tres veces ingresado en centros psiquiátricos, aunque pedía el alta voluntariamente y volvía con su madre, pese a la orden de alejamiento que tenía.
https://www.abc.es/espana/madrid/ab...nas-antes-detencion-201902272058_noticia.html
 
Una isla de mierda en la isla de Manhattan
Publicado por Isabel Gómez Rivas
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La entrada de la policía en la mansión Collyer, Nueva York, 1947. Fotografía: Tom Watson / NY Daily News / Getty.
El 21 de marzo de 1947 la policía de Nueva York recibió una llamada que alertaba del insoportable hedor que salía del número 2078 de la Quinta Avenida. Aquella dirección correspondía a la residencia de los estrafalarios hermanos Collyer, Homer y Langley, bien conocidos por el vecindario, por la burocracia municipal y, en realidad, por toda la ciudad, puesto que la prensa llevaba desde 1938 prestando atención a los rumores y leyendas que circulaban sobre estos dos extravagantes misántropos y sobre los pleitos que mantuvieron con diversos acreedores. Era de sospechar que habían vuelto a hacer una de las suyas, así que el aviso telefónico no alarmó demasiado en la comisaría, que se limitó a enviar una patrulla. Iba a necesitar muchos refuerzos: los dos habitantes de la casa habían muerto aplastados por la basura que acumularon durante casi dos décadas. Eso es todo. Los hechos son así de escuetos: dos hombres que padecían un trastorno de acumulación compulsiva, algo muy parecido, si no lo era, al síndrome de Diógenes, fallecen aniquilados por su enfermedad.

Pero el director del periódico, un calco de la Beatriz de Zenit, la obra de Els Joglars, grita fuera de sí: «¿Cómo que eso es todo? ¡Tenemos una historia formidable! ¡Una tragedia protagonizada por dos locos! ¡Y el escenario: la Quinta Avenida! Ya veo la portada: “Murieron como vivieron”. No, espera, mucho mejor: “Una isla de mierda en la isla de Manhattan”. ¡Maravilloso! ¡Ideal!». Al director no le bastan las capas sedimentadas de cachivaches e inmundicias que estrujaron dos cadáveres y se propone añadir una más, aunque sea al precio de perecer todos engullidos, como en la última escena del montaje de la compañía catalana, por una marea de bolsas de basura fofas: «Ya estás levantando tu culo de la silla y me traes todos los detalles. Y fotos, quiero fotos del cubil de esos cerdos». Entiéndase bien, este es un diálogo ficticio, porque hoy no hace falta despegarse del ordenador para atender el encargo. Es facilísimo. Cualquier editor gráfico encuentra en un clic material de sobra. Por ejemplo, el Daily Newsofrece una galería digital con imágenes rescatadas de su propio archivo del interior del brownstone de los Collyer, encabezada por una invitación irresistible: «Take a look inside». Sí, seamos bien mandados y echemos un vistazo.

Eso mismo está haciendo la policía después de derribar la puerta del domicilio de los hermanos Collyer a hachazos y de agujerear el tablón que la atrancaba: mira por los resquicios y atisba una muralla infranqueable de periódicos y trastos. Tampoco va a ser posible entrar por las ventanas de la planta baja, que, aunque han perdido sus cristales, se encuentran enrejadas y cegadas por un abarrote idéntico. El primer agente que consigue entrar en el edificio lo hace a través de una ventana del segundo piso. Lo que encuentra es un laberinto impracticable, una red de angostos y asfixiantes pasillos que se abren en una masa compacta de papeles, cajas y cachivaches, que atestan todo el espacio de las habitaciones. En algunas de ellas los tabiques habían cedido o habían sido derribados deliberadamente y los escombros se confunden en el colosal amasijo. En algún momento incluso se hizo necesario abrir un boquete en el tejado para acceder a una parte del edificio y continuar desalojando la basura.

Tardaron cinco horas en dar con el cadáver de Homer y dieciocho días en localizar el de su hermano. El cuerpo de Langley, con varias capas de harapos encima, en avanzado estado de descomposición, medio comido por las ratas que infestaban la vivienda, estaba sepultado en un pequeño túnel de aquella maraña caótica. Los investigadores determinaron que había muerto cuando llevaba comida a su hermano, al caer en una trampa que él mismo había tendido y que provocó el desmoronamiento de la mole de basura bajo la que quedó enterrado. Por su parte, Homer, ciego e inválido, incapaz de alimentarse o salir por sus propios medios de aquel dédalo, habría tenido una lenta agonía. Los forenses calcularon que había fallecido diez horas antes de la llegada de la policía, que lo encontró sentado en una butaca destartalada, vestido con un albornoz raído y con una larga melena enmarañada que le llegaba a los hombros.

Se requirieron semanas y semanas de trabajo para vaciar la casa por completo. De ella terminaron saliendo más de cien toneladas de basura. Los periodistas intentaron un imposible, el inventario de los objetos retirados. En medio de tantas especulaciones, tenían algo cierto a lo que agarrarse. Tal vez la clave que permitía desentrañar el misterio de la vida de los Collyer se ocultaba en la exhaustiva relación de sus pertenencias: un Ford T, neumáticos, decenas de pianos, un clavicordio, dos órganos, acordeones, violines, partituras, un gramófono, discos, varias cámaras fotográficas, lentes y trípodes, miles de periódicos empacados en fardos o en pilas desmoronadas, ventiladores eléctricos, maletas, somieres, decenas de modelos de máquinas de escribir y bicicletas, más de veinticinco mil libros, un viejo aparato de rayos X, un fusil, una colección de pistolas, varios cochecitos de bebé, juguetes, todo tipo de utilería inútil, sedas, tapices, alfombras, candelabros, montañas de ropa, relojes, maniquíes, estufas, botellas, latas, un sinfín caótico de muebles, artefactos, bártulos y chatarra.

Las cuadrillas trabajaron ante un público expectante. E. L. Doctorow, un adolescente neoyorquino en 1947, pudo formar parte entonces de aquellos curiosos que se congregaban en las inmediaciones de la esquina de la Quinta Avenida con la calle 128 o simplemente leyó en los periódicos las distintas entregas de una historia llena de especulaciones sobre cómo aquellos hermanos, hijos de un médico y una cantante de ópera, licenciados en la Universidad de Columbia, terminaron viviendo de las rentas heredadas, atrincherados en la decrépita casa familiar que en otro tiempo, no tan lejano, se pretendía distinguida y elegante. Nueva York y el escritor nunca se olvidaron de los Collyer. La ciudad los convirtió en un mito y el escritor, en los protagonistas de una novela, Homer y Langley, publicada en 2009 y traducida al castellano al año siguiente por la editorial Roca. La voz del narrador es la de Homer, un Homero contemporáneo, ciego, como dice la tradición que era el griego, y también como aquel, intérprete de un mito. Se trata de un mito deliberadamente indeciso, vacilante, quizás por eso la novela de Doctorow ha sugerido a Joyce Carol Oates una relación con el documental Grey Gardens, sobre las Beale (madre e hija), y con Bouvard y Pécuchet, de Flaubert.

En Homer y Langley el relato adquiere una ambigüedad decidida, constante, que atraviesa toda la descripción del proceso que termina enclaustrando a los Collyer en su casa mientras fuera, en el mundo, se libra una guerra (siempre una guerra: la Gran Guerra, la Segunda Guerra Mundial, la guerra fría, la de Corea, Vietnam, los asesinatos políticos de Kennedy y Martin Luther King). Los dos hermanos son presentados como «reclusos» (la etimología del nombre de Homero es la misma que la de la palabra griega que designa al rehén o prisionero de guerra) y, al mismo tiempo, como «isleños aislados del mundo» voluntariamente, haciendo de su vida un acto de resistencia y una declaración de independencia que las instituciones municipales, los acreedores, los vecinos, la prensa, en definitiva, la sociedad no tolera. Son discípulos de Ralph Waldo Emerson, lectores de Gibbon y de El talón de hierro, de Jack London. Desafían todas las convenciones y, sin embargo, temen que el «círculo de animadversión» se extienda hasta el futuro, donde nadie los reivindicará y donde se habrán convertido en «un chiste mítico». Langley es simultáneamente «el periodista supremo», un perfecto demente y un lúcido filósofo de inspiración nietzscheana que niega el progreso. Ha formulado la Teoría de los Reemplazos, que predica algo así como el eterno retorno, y acaricia el proyecto de componer un único periódico, intemporal y eterno, a partir de las noticias y categorías recurrentes que estudia en la prensa; por eso compra sistemáticamente, a diario, todos los periódicos que se editan en la ciudad. Guarda la esperanza nihilista de que «pronto se desencadene una guerra nuclear mundial en la que la especie humana se extinga, para gran alivio de Dios». Estudia Derecho y encuentra «de vez en cuando un ejemplo de razonamiento jurídico que, en su opinión, parecía sacado de un manicomio». Entonces, ¿quiénes son los locos, los ermitaños o quienes han diseñado los preceptos que rigen en el exterior?

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Las policía registra el interior de la mansión Collyer, Nueva York, 1947. Fotografía: Tom Watson / NY Daily News / Getty.
La ambivalencia es todavía más radical de lo que se ha sugerido hasta aquí, porque los Collyer parecen encarnar la contestación a un sistema demente y, sin embargo, son también la metáfora más perfecta de ese orden ensimismado que se dirige hacia su autodestrucción. Su casa vendría a ser un enorme museo dedicado al caos contemporáneo y la primera pieza de su colección habría sido, significativamente, el fusil Springfield que Langley empuñó en el bosque de Argonne durante la Primera Guerra Mundial y que él mismo cuelga con mucha ceremonia sobre la chimenea a su regreso. A partir de ese momento los Collyer se empeñan en recrear la seguridad perdida y añorada de «un mundo sólido donde los objetos ocupan espacio, donde no existe el vacío infinito del pensamiento insustancial que no conduce a ninguna parte más que a sí mismo».

En un proceso simultáneo, al tiempo que saturan el espacio doméstico con objetos, pero también con la pretensión hinchada, absurda, irrealizable, de sus proyectos filosóficos y artísticos, se enclaustran y cesan todos los vínculos con el mundo, incluso los sensoriales. Homer ha perdido la vista y finalmente pierde el oído, lo que lo aboca a convertirse en una «mente vacía e infinita»; toda su condición se verá reducida a la de una mera «conciencia irremediablemente consciente de sí misma» y solo de ella misma, incapaz de prever y remediar su propia destrucción. El mito de Homer y Langley refuta uno de los grandes mitos fundacionales del liberalismo, el de Robinson. No hay islas, dice Doctorow: «Dentro es fuera y fuera es dentro». El interior es alcanzado a lo largo de la novela, una y otra vez, por los acontecimientos exteriores que aprovechan cualquier resquicio para colarse («Es como si el tiempo soplara a través de nuestra casa como un viento» y dejase depositados «artefactos fruto de entusiasmos anteriores»). Robinson puede empeñarse en atrancar puertas, colocar cerrojos y postigos, cegar ventanas y construir su isla. Lo único que conseguirá es condenarse.

El periodismo dice atenerse a la literalidad del hecho escueto y, sin embargo, acostumbra a convertirlo en un suceso sensacional. Esa es la forma desaprensiva con la que suele actuar y, desde luego, así lo hizo con Homer y Langley Collyer. La literatura no es menos capaz de expropiar a dos hombres de sus nombres y apellidos; su insolencia, no obstante, es otra: la que conlleva arrebatarles las vidas que les son propias para convertirlas en una metáfora. Así lo reconoce el propio Doctorow cuando le hace decir a Langley, que acaba de verse caricaturizado en una tira cómica: «Ay, la crueldad del arte que devora el mundo y a cuantos viven en él». El personaje, que en algún momento se siente retratado en aquel verso de Pessoa, mejor dicho, de Álvaro de Campos, que dice «Yo, el investigador solemne de las cosas fútiles», podría seguir leyendo el poema y continuaría leyéndose a sí mismo: «Yo, en fin, literalmente yo / Y yo metafóricamente también». La literatura, a diferencia del periodismo, siempre implora perdón para la violencia que ejerce. Argumenta en su defensa que es necesaria e inevitable para alcanzar la verdad que intuye el mito y sus metáforas. Pues bien, Doctorow acierta con esa verdad que termina de explicar José Luis Pardo en el ensayo «Nunca fue tan hermosa la basura», incluido en el libro del mismo título (Galaxia Gutenberg, 2010). Y al final es el lector quien cita al poeta: «Yo, que tantas veces me siento tan real como una metáfora»
https://www.jotdown.es/2019/03/una-isla-de-mierda-en-la-isla-de-manhattan/
 
Detenido un joven de 18 años por el apuñalamiento del español David Martínez en Londres
La víctima y el sospechoso se conocían, según los investigadores

6 Muere un español en Londres en medio de la ola de apuñalamientos que sacude Reino Unido
Un joven de 18 años fue detenido este jueves como sospechoso de la muerte a golpes y cuchilladas del joven cocinero vallisoletano David Martínez, que falleció en las inmediaciones de su domicilio en Londres a media tarde del pasado miércoles, según informa la Policía Metropolitana en un comunicadopublicado este viernes. El detenido permanece bajo custodia policial en una comisaría del centro de Londres, mientras los investigadores del Comando de Homicidios y Grandes Delitos continúan sus pesquisas.

Por el momento, los investigadores consideran que la víctima y el sospechoso se conocían y que el incidente no estaba relacionado con pandillas, según la Policía.

Una llamada alertó a la Policía para que acudiera el pasado viernes, a las 16.26 (hora local, una hora más en la España peninsular) a una dirección a North Birkbeck Road, en Leyton, en el este de Londres, por un apuñalamiento.



Los agentes y los servicios de ambulancias acudieron al lugar y encontraron a un varón con heridas de arma blanca. Se le declaró muerto en el lugar a las 17.10 y se informó a la familia.

La víctima, a falta de una identificación oficial, es David Steven Martinez-Valencia, de 26 años, con doble nacionalidad española y colombiana.

El Norte de Castilla».

Este rotativo señala que la intención de la familia es trasladar sus restos a Valladolid, ciudad donde residía la víctima desde niño. Emigró allí con su familia de su país natal, Colombia. Hace unas semanas partió hacia Londres para trabajar como cocinero en un restaurante.

La investigación está a cargo del inspector jefe del Comando de Homicidios y Grandes Delitos, Chris Soole.

La Policía urge a cualquiera que cuente con información relativa al caso a llamar al (+44) 020 8345 3734 o contactar por Twitter a través de la dirección @MetCC, citando el caso de esta forma: CAD 5145/6Mar. También se puede contactar de forma anónima a través de Crimestoppers a través del número (+44) 0800 555 111.

Reportaje completo en siguiente enlace (video inclusive)
https://www.abc.es/internacional/ab...id-martinez-londres-201903081815_noticia.html
 
La vida del caníbal de La Guindalera en la cárcel: frío y sin signos de arrepentimiento
El joven que descuartizó y se comió a su madre pasa las horas vigilado por dos presos «sombra» y sin hacer actividades
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M. J. Álvarez@mariajo_abc
MadridActualizado:10/03/2019 01:08h
1 El caníbal de La Guindalera: el crimen más atroz de la Historia de España para la Policía

Es plenamente consciente de lo que hizo, sin embargo, no muestra signos de arrepentimiento ni tristeza. Vigilado las 24 horas del día por los funcionarios de la prisión de Soto del Real y acompañado por dos presos de apoyo en lugar de uno, lo habitual establecido en el protocolo antisuicidio. Tranquilo y sereno; así está Alberto Sánchez Gómez, de 26 años, el presunto parricida que confesó a la Policía Nacional haber descuartizado a su madre, Soledad Gómez, de 66, comerse parte de su cadáver y darle también trozos al perro de la familia, «Koke».

El bautizado como Caníbal de La Guindalera lleva ya dos semanas en la cárcel. La titular del Juzgado de Instrucción número 53 de Madrid ordenó el pasado 23 de febrero esa medida, dos días después de que se descubriera la espeluznante tragedia que se ocultaba en el 1º C de la calle de Francisco Navacerrada del barrio de La Guindalera (Salamanca). Desde el primer día que llegó a Soto, el presunto criminal ha estado en la enfermería y, por el momento, no hay visos de que su situación vaya a cambiar, según explican las fuentes consultadas por ABC.

En una sala de observación acristalada y con la única compañía de los dos presos «sombra», reclusos de confianza que se van turnando de forma que uno siempre está con Alberto. Su labor, tal y como marca el protocolo, es no perderlo de vista y alertar al centro si detectan alguna anomalía en su comportamiento.

quebrantar una orden de alejamiento hacia su progenitora. Una medida que seguía en vigor cuando el acusado acabó con su vida y que vulneraron los dos. Ella no quería ya dejarle pasar al piso y, de hecho, alguna vez llegó a cambiar el bombín de la cerradura. Anulada, sola, y madre, a pesar del miedo que le tenía, le dejaba entrar. Nadie sabe si obligada. Alguna vez dijo a sus amigos: «¡Qué le voy a hacer, al fin y al cabo es mi hijo!».

Sale media hora al patio
El joven que nunca sonreía en las imágenes que colgaba en sus redes sociales y que dejó videos con frases que ahora se antojan inquietantes –«Paseando al perro como un cencerro, no sé la mierda que digo, pero si te quiero hundir te entierro» o «No hay cura para mi locura»– ha vuelto al mundo real en Soto. Sabe perfectamente la salvajada que cometió. Sin embargo, externamente no muestra emoción alguna ni se ha venido abajo. Está medicado y relajado, apuntan nuestras fuentes, y formará parte del Programa de Atención Integral a Enfermos Mentales del penal.

Mano sobre mano, el parricida confeso solo puede charlar con sus presos «sombra» y de uno en uno. Cada día sale media hora al patio; nunca a la misma. Es el único momento en el que puede ver un pedacito de cielo y el único en el que está en completa soledad, sin sus «vigilantes» y sin otros reclusos para evitar cualquier agresión.

En el patio, ni fuma ni hace deporte. Solo pasea y pasea. Tal vez deje la mente en blanco y se sienta libre. Dentro, quizá emplee el abundante tiempo libre en darle vueltas a la cabeza. En prepararse para afrontar la condena o en pensar en el futuro. En hacer borrón y cuenta nueva. O no. Por ser muy frío o por estar tan sedado que no puede pensar con claridad.



El descuartizador de Majadahonda o Noelia de Mingo, otros preventivos con enfermedad mental que estuvieron en la enfermería hasta ser condenados
La mayoría de los presos preventivos con una enfermedad mental permanecen en las enfermerías de las prisiones hasta que son condenados. Es el caso de la doctora Noelia de Mingo, quien, aquejada de esquizofenia paranoide, asesinó a tres personas e hirió a otras 7 en la Fundación Jiménez Díaz el 3 de abril de 2003. Hasta que se dictó sentencia, estuvo en la enfermería de Madrid I de Alcalá Meco. En el juicio fue absuelta por entender que no era responsable de sus actos. No obstante, el juez acordó su internamiento terapeútico en el psiquiátrico penitenciario de Foncalent (Alicante) un máximo de 25 años, «por su indudable peligrosidad criminal». Abandonó el recinto, en octubre de 2017, debido a su «buena evolución».

Distinto fue el caso de Bruno Hernández Vega, bautizado como el descuartizador de Majadahonda. Diagnosticado con la misma enfermedad que la doctora, y tras haber estado ingresado en la enfermería de Navalcarnero por el homicidio de su tía y el de una inquilina a las que pasó por una picadora industrial, ingresó en prisión. Según la sentencia, «no tiene anuladas sus facultades mentales, como se deduce de la elaboración de todos los delitos y las acciones realizadas para encubrir los crímenes». Los restos de los cuerpos no han aparecido. Fue condenado a 27 años, tres meses y un día. Su abogado recurrió y pidió la eximente completa.

Desde Instituciones Penitenciarias ponen el acento en que las enfermerías no están destinadas necesariamente a personas con enfermedad mental, sino a cualquiera que haya que proteger y salvaguardar su integridad.Y citan por, ejemplo, el caso de alguien muy mediático. En cualquier caso, a los psiquiátricos penitenciarios solo van los reclusos con sentencia firme

https://www.abc.es/espana/madrid/ab...nos-arrepentimiento-201903100108_noticia.html
 
¿Ha descubierto un análisis genético la identidad de Jack el Destripador?
El estudio apunta a que Aaron Kominski, un joven barbero polaco y uno de los principales sospechosos de la investigación en la época, era el célebre asesino de Whitechappel
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@abc_ciencia
Madrid
Actualizado:18/03/2019 13:57h

Más de 130 años después del primer asesinato en el barrio londinense de Whitechappel, aún no se sabe a ciencia cierta la identidad de Jack el Destripador. El infame y escurridizo asesino mató, mutiló y desfiguró a, al menos, cinco mujeres que se dedicaban a la prostit*ción entre abril de 1888 y febrero de 1891, aunque algunas teorías le atribuyen decenas de crímenes más. Su «modus operandi» se caracterizaba por cortes en la garganta, mutilaciones en el área genital y abdominal, extirpación de órganos y desfiguración del rostro. Y, a pesar de que se investigó a unos 300 sospechosos, nunca se condenó a nadie. Las nuevas técnicas de análisis de ADN y un viejo chal manchado pueden tener la clave para saber quién es el asesino más famoso de la historia.

Se trataría de un nombre conocido y que ya fue uno de los principales sospechosos de la investigación de la época: el joven barbero polaco con desórdenes mentales Aaron Kosminski. Un reciente estudio publicado en la revista « Journal of Forensic Sciences» afirma que un chal encontrado al lado de la segunda víctima, Catherine Eddowes, contendría restos genéticos de Kominski mezclados con los de la fallecida, poniendo fin a una incógnita que dura más de un siglo.

Un chal que ha pasado de generación en generación
«Describimos por primera vez un análisis sistemático a nivel molecular de la única evidencia física existente relacionada con los asesinatos de Jack el Destripador», escriben Jari Louhelainen(Universidad de John Moores de Liverpool) y David Miller(Universida de Leeds), autores del estudio. Para ello, recuperaron la muestra del pañuelo, que desde que supuestamente se encontrara en la escena del crimen, ha pasado de generación en generación de la familia del sargento de Scotland Yard Amos Simpson. Fue en 2007 cuando el escritor británico Rusell Edwards, obsesionado con el caso, lo adquirió en una subasta, dejándolo en manos de Louhelainen.

determinó en 2014 junto con Louhelainen que en la prenda había restos (sangre y semana) pertenecientes a la víctima Eddowes y a Kosminski, un joven polaco de 23 años que fue ya fue acusado durante la investigación realizada en la época, pero que no fue juzgado por sus problemas mentales.

«Encontrar ambos perfiles coincidentes en la misma pieza de evidencia aumenta la probabilidad estadística de su identificación general y refuerza la afirmación de que el chal es auténtico», señala Louhelainen. Ahora se apuntala aún más esta hipótesis al haber sido publicada en una revista los resultados de esta investigación. «A nuestro entender, este es el estudio más avanzado hasta la fecha con respecto a este caso», afirman los responsables del estudio, fechado el pasado 12 de marzo y aceptado por la publicación un mes antes.

Un trágico final para Komisnki
Los resultados se compararon con los de los descendientes vivos de Kominski, de quien se sabe que estaba afectado por graves problemas mentales. Este judío emigró desde Polonia hasta Gran Bretaña en 1881, donde consiguió trabajo como barbero. No tardó mucho en ser acusado de los asesinatos por sir Melville Macnaghten (uno de los investigadores de Scotland Yard) por su gran animadversión a las mujeres. Sin embargo, no se pudo demostrar su relación con el caso debido a que fue ingresado en 1891 en un psiquiátrico donde, años después, se acabaría suicidando.

Las pruebas verificarían que Catherine Eddowes fue asesinada la noche del 30 deseptiembre de 1888 en Mitre Square, Whitechapel, por Kominski, quien le habría cortado el riñón y arrancado las mejillas. ¿Podría esta víctima haber facilitado la resolución del misterio en torno a Jack el Destripador? La polémica está servida, pues algunos científicos ya discreparon con los resultados del análisis, afirmando que se habían cometido errores en la investigación. Para el actual estudio, otros expertos critican que no se muestra la identidad de los descendientes, según explican Louhelainen y Miller, «para respetar su privacidad». «Sin esa información, no podemos comrpobar los resultados de manera positiva», afirma para «Science»Walther Parson, científico forense de la Universidad Médica de Innsbruck en Austria. ¿Sigue abierto el misterio en torno a Jack el Destripador?
https://www.abc.es/ciencia/abci-des...ad-jack-destripador-201903181344_noticia.html
 
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Una noche de agoto, Sharon Tate y otras cuatro personas fueron asesinadas en Los Angeles.
Veinticuatro horas más tarde dos personas más morían a pocos kilómetros de allí.
Las muertes fueron tan curiosas como todo lo que tenía que surgir de Hollywood.
Los asesinos fueron aún más extraños: los discípulos de la comuna de Charles Manson.
 
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Cuando fue capturado, siete mujeres habían sido salvajemente asaltadas y otras trece brutalmente asesinadas. Toda una comunidad estaba virtualmente en estado de sitio.
Durante el reinado del terror, que se prolongó a lo largo de seis años, Peter Sutcliffe consiguió eludir su detención. A pesar de que le acosaba la mayor patrulla policial jamás organizada para aprehender a un solo hombre.
 
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