Odio las reuniones de trabajo y de cualquier tipo. Sobre todo las que terminan en argumentos circulares que se repiten durante horas.
No me gusta la cordialidad falsa, la buena educación protocolaria. Los eufemismos.
Detesto la salsa, el rap, el hip hop, las habaneras. Toda la música «tropical». Odio a muerte la tuna, y el «clavelito» saca lo peor de mi. Capítulo aparte para el reggaeton, me hace pensar en la pena de muerte.
No me gusta el flamenco, ese «arte» dedicado al lamento, el llanto eterno y las palabras terminadas en «au» (no puedo con eso). Cada vez que oigo a un «cantaor» me dan taquicardias.
Tengo una guerra declarada contra los petardos, las tracas y todo aquello que rompa violentamente el silencio. Tampoco siento amor por ningún tipo de fiesta tradicional. Si viviera en Valencia huiría de las Fallas. No entiendo las tomatinas, las romerías, los pasos, las vírgenes, el Cristo del Gran Poder, el Salto a la Reja y todas las psicosis colectivas producidas por las tradiciones religiosas.
No tolero las sardanas ni la «tenora». Cuando suena ese instrumento, me parece estar asistiendo a una actuación de Les Luthiers.
El café sólo lo puedo beber de dos maneras: caliente a rabiar o frío de nevera. El cortado tibio, de bar de la esquina, me da repulsión.
No me gustan las situaciones incómodas de ascensor. Cuando sube esa persona que, por su incapacidad de soportar el silencio, tiene que recordar el clima u otro tema de profundidad similar. Me dan ganas de reunir firmas para legalizar la lapidación.
Los niños me gustan de dos maneras: a mil kilómetros de distancia o con puré. Aunque tolero menos, a los padres permisivos que ríen sus impertinencias.
La lista es larga.
No me gusta la cordialidad falsa, la buena educación protocolaria. Los eufemismos.
Detesto la salsa, el rap, el hip hop, las habaneras. Toda la música «tropical». Odio a muerte la tuna, y el «clavelito» saca lo peor de mi. Capítulo aparte para el reggaeton, me hace pensar en la pena de muerte.
No me gusta el flamenco, ese «arte» dedicado al lamento, el llanto eterno y las palabras terminadas en «au» (no puedo con eso). Cada vez que oigo a un «cantaor» me dan taquicardias.
Tengo una guerra declarada contra los petardos, las tracas y todo aquello que rompa violentamente el silencio. Tampoco siento amor por ningún tipo de fiesta tradicional. Si viviera en Valencia huiría de las Fallas. No entiendo las tomatinas, las romerías, los pasos, las vírgenes, el Cristo del Gran Poder, el Salto a la Reja y todas las psicosis colectivas producidas por las tradiciones religiosas.
No tolero las sardanas ni la «tenora». Cuando suena ese instrumento, me parece estar asistiendo a una actuación de Les Luthiers.
El café sólo lo puedo beber de dos maneras: caliente a rabiar o frío de nevera. El cortado tibio, de bar de la esquina, me da repulsión.
No me gustan las situaciones incómodas de ascensor. Cuando sube esa persona que, por su incapacidad de soportar el silencio, tiene que recordar el clima u otro tema de profundidad similar. Me dan ganas de reunir firmas para legalizar la lapidación.
Los niños me gustan de dos maneras: a mil kilómetros de distancia o con puré. Aunque tolero menos, a los padres permisivos que ríen sus impertinencias.
La lista es larga.
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