Con H de Humor

La infanta Cristina (Mònia Pérez), imputada en el "cas Nóos", demana ajuda al seu pare, el rei Joan Carles (Toni Albà). Però aquest no sembla gaire disposat a solucionar el problema de la seva filla.


TV3 - Polònia - La infanta Cristina, imputada


 
El rei Joan Carles (Toni Albà) i la reina Sofia (Mireia Portas) intenten trobar un nou marit a la infanta Cristina (Mònica Pérez).

 
Feliz año 869: la teoría de la nueva cronología

publicado por Marcos Pereda.


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Si yo ahora llegase a su casa y, así a lo loco, les dijera que todo lo que creen saber sobre la historia es falso, que Pericles no existió, que Alejandro Magno es una metáfora y que Cleopatra tuvo un rollete sexual con Napoleón Bonaparte seguramente me recibieran con escepticismo. O con abierta hostilidad, vaya, por lo del allanamiento de morada. Pero nos entendemos. Que no me creerían.

Pues bien, esto, todo esto, es lo que sostiene un gran héroe de la dipsomanía y los datos cogidos con pinzas. Se llama Anatoli Fomenko y de su mano vamos a conocer la Nueva Cronología mundial.

No se lo pierdan, les prometo que no tiene desperdicio.

Pero, ¿quién es Anatoli Fomenko?

El protagonista de tan pintoresca teoría se llama Anatoli Fomenko y, en contra de todos nuestros prejuicios, no se pasea por la calle con un sombrero de aluminio. Al menos que sepamos, vaya. Bien al contrario, Fomenko es un matemático de gran prestigio, profesor en la Universidad Estatal de Moscú, miembro de la Academia de las Ciencias de Rusia, galardonado con el Premio Estatal de la Federación Rusa (una especie de Premio Nacional de las Ciencias, para entendernos) y con bien merecida fama por haber presentado una solución al problema de Plateau en la teoría de superficies espectrales mínimas (que, con sinceridad, no sé muy bien lo que es, pero suena sofisticado de coj*nes). Ah, también es un artista de cierta calidad, un pintor que crea representaciones gráficas extremadamente atractivas para explicar complicadas ideas matemáticas. Al menos eso dice él.

O, en otras palabras, hablamos de un tipo serio, uno de esos con enormes gafotas y cara de estar siempre pensando en algo muy complicado. Solo que este, nuestro Anatoli, tiene otras aficiones. Como la de estudiar la historia según procedimientos estadísticos y matemáticos, en lugar de tirar por la vía documental, que es lo que hacemos todos. Y lo de negar el pasado, sí. Ese es su otro gran hobby. Porque Anatoli Fomenko ha venido aquí a decirte que eres un gilipollas, y que todo (pero todo, todo) en lo que crees es una mentira. Así, sin paños calientes, que duele más.

¿De dónde se saca Fomenko estas zarandajas? Pues hay una respuesta larga y otra breve. La corta es muy precisa: de sus coj*nes morenos. La extensa nos lleva a una dilatadísima (lo juro) lista de chiflados, tipos con intereses ocultos y genios en un día malo que, vaya usted a saber la razón, decidieron que igual el año en que vivían no era el año en que vivían, y que, oye, tampoco sabemos tanto de Gengis Khan como para tener la certeza de que no sea una creación de Stan Lee. Mutatis mutandi, claro.

Porque nuestro protagonista cita una gruesa retahíla de antecedentes para sus cosas (de las que está fatal, fatal). El jesuita francés Jean Hardouin, el alemán Baldauf, el inglés Edwin Johnson (por ahora parece una alineación de la Patrulla X) y, ojo, dos platos fuertes: Newton y Morozov.

Lo de Newton puede sorprender un poco, pero hay que recordar que el gran sabio se tiró unos añitos intentando transformar el plomo en oro, lo que deja bien claro que nadie, por muy inteligente que sea, está a salvo de pasar malas rachas. Morozov, por su parte, es un precursor más claro. Este tipo (sin relación conocida con el pesimista cenizo de Evgeny Morozov) fue un revolucionario ruso que alcanzó aura casi de santo laico. Nacido en familia de clase alta, Morozov dejó atrás todo por la causa socialista, estuvo unos cuantos añitos en la cárcel, otros tantos en el exilio y conquistó éxito y popularidad bajo el gobierno soviético. Tanta que hoy hay un cráter Morozov en la Luna y un asteroide llamado Morosovia (que son dos cosas realmente envidiables, para qué engañarnos).

Pero aquí habíamos venido por lo de la cronología. Sí, este Morozov tenía unas ideas un poco particulares sobre estas cosas, porque los sabios a veces son un poco así, puro punk. Entre sus descubrimientos más llamativos podemos citar la fecha exacta del Apocalipsis de san Juan (el 30 de septiembre del año 395…hay que reconocer que no fue para tanto) o la autoría de dicha obra (que él hace reposar en Juan Crisóstomo, un patriarca de Constantinopla). Y ya a partir de ahí Morozov se viene arriba (muy, muy arriba) y dice que ha echado sus cuentas según criterios astronómicos, que ha tomado como referencia única el Almagesto (un tratado del siglo II escrito por Claudio Ptolomeo) y que, joder, aquello no cuadra. Que no cuadra nada. Vamos, que toda nuestra cronología anterior al siglo VI es una patraña. Creada artificialmente, que lo sé yo, que he hecho sumas y restas. Y que viva la Unión Soviética, coxx ya.

Esas son las fuentes de Fomenko. No se dejen engañar por el tono…resultan (en un contexto general) bastante fiables. Y eso es lo que más asusta de todo este tema,

La Nueva Cronología, paso a paso

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Bien, la idea base de la Nueva Cronología es tan sencilla (tan evidente) que el lector enrojecerá sin remedio al no haberse dado cuenta por sí mismo de la ciclópea mentira a la que se ha visto sometido por aviesos burócratas desde tiempo inmemorial. Sintetizando, y en pocas palabras, Fomenko nos dice que nuestra historia comienza en torno al año 800, y que todos los hechos anteriores (documentales, arqueológicos, culturales) son una invención realizada entre los siglos XV y XVII por parte de una casta de malvados (¿conspiración?, check), encabezada por la Iglesia católica. Fueron ellos, los seguidores del pescador, quienes no dudaron en levantar ruinas falsas, antedatar un par de milenios cosas como erupciones volcánicas o terremotos y, en general, ciscarse en la verdad para obtener el poder mundial (que es lo que siempre se busca en estos casos, ¿no?). Ya ven. Delirante.

Pero, oiga, clamarán con desprecio, ¿cómo puede ser que un tipo respetable, un matemático de nivel, caiga en tales dislates? Si yo pensaba que las magufadas eran cosas de gente con túnicas y gusto por los psicotrópicos. Pues sí…y no. Porque nuestro Fomenko se basa en un montón de datos incontrovertibles (solo que se deja sin contar muchos otros también perfectamente demostrables). Vamos, que aplica elementos matemáticos, estadísticos y astronómicos (algunos bien ponderados, otros con lagunas en su reflexión) para que las cosas le salgan como él quiere. Un ejemplo: utiliza el ya citado Almagesto para extraer de él la posición en el firmamento de ocho estrellas, demostrando que ese texto no pudo escribirse en el siglo II, sino muchas centurias después. Lo cual, así analizado, es cierto, solo que el bueno de Fomenko hace trampas al solitario y omite un par de cosas: que el Almagesto recoge unos mil cuerpos celestes y no ocho (y, oh casualidad, los seleccionados por nuestro héroe de pétrea faz son los que mejor se ajustan a su rollo), y que la exactitud de sus datos no puede compararse con la que se obtiene en la actualidad (por aquello de los telescopios y esas cosas). Vamos, que Anatoli es un poco golfo, no sé si me explico…

Así que ya tenemos los dos elementos fundamentales: un siniestro plan orquestado por las élites para mantenerse en el poder, y las prueba per-fec-ta-men-te irrefutables por las cuales eso queda demostrado. Solo hay otro problemilla adicional: ¿qué hacemos con los otros elementos que sirven para datar cronologías y monumentos y todas esas cosas? Ya saben, carbono 14, dendrocronología, termoluminescencia y demás. Pues nada, descartadas. ¿Por qué? Por inexactas, aprendiz, por inexactas. Solamente sirven si se cuenta con un cronograma previo en el que cuadrar los resultados, y como tal cronograma está equivocado y viciado de raíz…pues eso, que no valen nada. Sí, señora y señores, tal cual. A mí no me miren, pregunten a Fomenko. Más aún, seguro que han pensado en otras pequeñas contradicciones. Como la iglesia románica que tiene usted en su pueblo, esa tan cuca y oscura y que está medio abandonada por la Diputación. O, si es cosmopolita, tendrá en mente el Panteón, o la Acrópolis, o hasta en el Muro de Adriano. Y si, además, es de los que entran a los museos cuando viaja pues me podrá contar que ha visto un montón de monedas antiguas, y esculturas, y vasijas, y frisos, flautas o bastones. ¿Cómo encajamos todo esto en la Nueva Cronología? Pues de la manera más sencilla posible, buen hombre: todas esas son falsificaciones creadas a partir del siglo XV y diseminadas por el mundo para mantener el enorme engaño.

Imagine, imagine a conspiradores embozados enterrando miles y miles de monedas romanas por el continente, así en plan rastreadores de tesoros pero al revés. ¿Las iglesias? Levantadas en la Edad Moderna. ¿Templos griegos y romanos? Edificados con, ojo, signos del paso del tiempo, como erosión o destrucciones parciales, para que parezcan más vetustos de lo que son. Ya ven. Y no solo en Europa, ¿eh? Las pirámides de Egipto, por ejemplo, fueron erigidas muy recientemente, durante la expedición napoleónica de finales del siglo XVIII. Y lo mismo en China (el Imperio chino es, en realidad, un invento de los jesuitas), o en Japón, o en el sudeste asiático, o en África, o en el Yucatán, o donde a ustedes les dé la gana de buscar. La Nueva Cronología lo aguanta todo.

Frente a lo demás (a las piedras, a los documentos, a las fuentes), ¿qué nos presenta Fomenko? Pues ideas sueltas, de esas que puestas unas detrás de otras acaban creando una chifladura deliciosa. Nos viene a decir que oye, si hay repeticiones en la historia pues igual es porque en realidad no son tales, sino diferentes versiones de un mismo hecho. Que hay solo cuatro fuentes históricas, y de ellas únicamente la primera es cierta, y las otras tres son copias de la anterior, multiplicando así los tiempos por cuatro. Nos dice, también, que la base documental de nuestro pasado es una manipulación realizada en el siglo XVII, sobre todo, y que la consciencia como especie empezaría, así, a la altura de la Ilustración. Que no es normal que sepamos tantos detalles de la vida de Alejandro Magno y después nos tirásemos casi medio milenio sin apenas documentos. Que la Biblia y la historia antigua (desde Grecia y Roma hasta Edad Media, visigodos, ostrogodos, vándalos y demás fauna) son en realidad invenciones hechas hace unos cuatrocientos años, relatos simbólicos que cuentan cosas muy importantes pero esencialmente falsas. Que, además, solo hemos logrado medir el tiempo con exactitud desde el siglo XII, así que todo lo anterior es forzosamente falso, fruto de invenciones y revisiones. Y, por último, que todo esto se ha hecho con un único fin: ocultar la muy decisiva influencia que en la historia del mundo tuvo una cosa que Fomenko llama «Gran Horda» y que, básicamente, es la traslación de la nación rusa a ese pasado mágico que tanto se preocupa en buscar.

En serio, no me digan que no es adorable.

Ejemplos prácticos para soltar en reuniones sociales

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Cleopatra (1963). Imagen: Twentieth Century Fox.
A estas alturas ustedes, que han olido sangre, están esperando algunos datos concretos, cosas de esas de soltar en mitad del vermú y dejar a todos con la boca abierta. Y en Jot Down les vamos a complacer. Después de un ímprobo esfuerzo de resumen, añado, porque las teorías de Fomenko y sus amiguetes se desarrollan durante unos cuantos tochazos (van por encima de la docena) llenos de elucubraciones farragosas, términos técnicos y lisergia general. Pero en fin, que hemos hecho de tripas corazón y para allá nos lanzamos.

Bien, empecemos con fuerza. ¿Les suena Jesús de Nazaret? Alto, con barbita, pelo largo, un final más bien tormentoso. Sí, el que vivió en Judea durante el siglo I. Esperen… Aquí es donde se nos escapa el asunto, porque para Fomenko nuestra historia no existía hace dos mil años. Así que, ¿cómo resolvemos el asunto? Pues muy fácil: Jesús de Nazaret es, en realidad, Andrónico I Comneno, un emperador bizantino que reinó entre 1183 y 1185. Esta figura es «gemela» a la de Jesús: su vida pública cubre tres años, fue acusado injustamente, entró en la gran ciudad de su zona a lomos de un animal de carga (solo que Andrónico lo hizo atado sobre un camello sarnoso, pero vaya usted a Anatoli con los detallitos), y fue sacrificado delante de una multitud, propinándole un soldado romano el golpe de gracia costal (a nuestro Comneno se lo hicieron con una espada). Ah, sus últimas palabras iban dirigidas al Señor. Ya ven, calcado. Añadimos a esto que María Magdalena es en realidad Eudoxia Macrembolitissa (una emperatriz bizantina caída en desgracia en el siglo XI), y que el Jerusalén bíblico se corresponde con Yoros, en pleno Bósforo, y tenemos una ensalada riquísima. Por cierto, la identificación de Jerusalén con la actual ciudad palestina se produce en época de Napoléon, que ya vemos que estaba bastante en el ajo… Y los británicos que no se pongan chulitos, porque todas las leyendas, hechos y hazañas de sus reyes son en realidad traslaciones de los emperadores de Bizancio.

Vayamos a Roma… ay, Roma, la ciudad eterna. Solo que Roma, la Roma de los romanos, la de Julio César y las túnicas y el quousque tandem abutere no estaba realmente en Italia. Ni siquiera en un único sitio, vaya, sino que fue moviéndose por Alejandría, Constantinopla y Moscú. Será en el siglo XVIII cuando, en pleno Renacimiento, se reinvente la visión de la gran urbe clásica. Pero, un momento… Hemos dicho siglo XVIII y Renacimiento… Perfecto, no hay problema, Fomenko nos marca que Leonardo, Miguel Ángel, Durero, Boticelli y todos aquellos tipos vivieron, en realidad, durante la centuria de 1700, solo que se les atrasó un poco en la cronología oficial para que todo cuadrase. Muchos de ellos pudieron trabajar en el Vaticano, que es un edificio creado en la segunda mitad del siglo XVII para sostener (e inventar) la antigua grandeza romana, y que estaba dedicado, agárrense que vienen curvas, a Batu Khan, el nieto de Gengis Khan. Batu Khan, Vaticano… Joder, qué sencilla es la historia a veces, y cómo nos complicamos con ella. Roma fue creada de la nada en 1380 por los rusos, que malvadamente resultaron omitidos en las crónicas de la historia falsaria, transformándolos en paletos etruscos. Ah, este Batu fue el fundador de la Gran Horda rusa que dijimos más arriba, y que, básicamente, es la base auténtica de toda nuestra civilización, al menos hasta que los malditos escribas (o mandarines, o curas) se dedicaron a falsificar TODO para hacer de menos a los hijos de Rus. Solo un apunte más, la erupción del Vesubio, la de Pompeya y Herculano, es de 1631, y les vino de perlas a los falsificadores para dejar por allí cosas a medio hacer y hacerlas pasar por nuestras raíces clásicas.

Oiga, y en Oriente Próximo cómo están las cosas para Fomenko. Pues mire usted, muy claritas. Por de pronto la guerra de Troya tiene lugar entre los años 1204 y 1261, y en realidad habla de la Cuarta Cruzada, ahí es nada. En esas tierras gobierna la Gran Horda, que habla, ojo, la única lengua que existe en todo el mundo, y que es eslava. La disgregación de ese imperio se identifica simbólicamente con la caída de la Torre de Babel, y se produjo por culpa de Mahoma. Solo que Mahoma es, en realidad, Mehmet II, el que ocupó Constantinopla. Y también es Alejandro Magno, por lo de la invasión de Oriente. Y uno de sus sucesores, Solimán el Magnífico, será en realidad Salomón. Y también un poco Alejandro Magno, porque ya en plan delirio qué importa una barbaridad más. Y su templo nunca se derribó, porque si lo pensamos bien es Santa Sofía de Constantinopla, y eso sigue en pie. Y la Kaaba de la Meca es un meteorito que cayó en Novgorod en 1421. Y, ya por ir rematando, Grecia no es un lugar, sino un tiempo, y hace referencia a los siglos XII al XVI, que son aquellos previos a la gran deformación de la historia, como la Atenas clásica es el origen de muchos de nuestros rasgos culturales. Ah, ninguno de los grandes escritores, filósofos o matemáticos griegos existieron en realidad, sino que son, en la mayoría de los casos, construcciones de la Edad Moderna (los menos se quedan en reconversiones de obras muy primitivas que datan de esos siglos oscuros llamados «Grecia»). Y la guerra del Peloponeso tuvo lugar en el siglo XV en la Península Ibérica, ahí es nada. Esto es Esparta, o algo.

¿El resto del mundo? Pues lo mismo, porque lo bueno de estas cosas tan bizarras es que suelen ser universales. Hay cambios, claro. El descubrimiento de América se produce en el siglo XVII, y Colón no es sino un trasunto simbólico de Noé. Una vez allí los castellanos se dedican a sembrar el continente de restos «precolombinos», por lo de seguir con el engaño. Por cierto, que lo hacen bajo el mandato de los Borbones, porque los Habsburgo pintan más bien poco en esta historia. Sirven, únicamente, como excusa para oprimir documentalmente a la Gran Horda rusa, transformada en Imperio romano, Sacro Imperio, Imperio de los Habsburgo, Imperio bizantino, etcétera. Los occidentales, que se quieren quedar con todo el mérito.

Podríamos seguir. Por aquí sale Cleopatra teniendo un affaire amoroso con Bonaparte. Por allá asoma el Imperio de Trebisonda. Las Coronas medievales inexistentes. La Biblia redactada durante el Concilio de Trento. El éxodo judío que es en realidad la huida tras la caída de Constantinopla. Los templarios surgiendo en el siglo XVI y siendo eliminados cien años más tarde (de sus cenizas surgió Suiza, nada menos). Y, bueno, para qué engañarnos… aliens. A veces también nos hablan de aliens. Porque tienen que aparecer, ¿no?

Lean a Fomenko, amigos.

Y feliz año 869.

https://www.jotdown.es/2019/07/feliz-ano-869-la-teoria-de-la-nueva-cronologia/
 
Las siete palabras prohibidas

publicado por Diego Cuevas


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Hay 400 000 palabras en el idioma inglés y hay 7 de ellas que no puedes decir en televisión ¿Qué clase de proporción es esa? 399 993 contra 7. Realmente deben de ser malas, tienen que ser indignantes para que las separen de un grupo tan grande.

[…]

Son las 7 más duras, las que infectarán tu alma, curvaran tu espina dorsal y evitarán que el país gane la guerra.

(George Carlin)

El cómico George Carlin publicó en mayo de 1972 el álbum Class Clown, un vinilo que contenía en su interior varias pistas con una selección de sus monólogos cómicos de stand-up. El último corte de la segunda cara de dicho LP duraba siete minutos, se titulaba «Siete palabras que nunca puedes decir en televisión» («Seven Words You Can’t Never Say on TV») y trataba exactamente de lo que su título anunciaba.

Durante una tarde de octubre de 1973, un hombre llamado John Douglas conducía junto a su hijo de quince años de vuelta a Nueva York, tras una visita a la Universidad de Yale, mientras jugueteaba con el dial de la radio en busca de algo con lo que amenizar el trayecto. El caballero acabó sintonizando la 99.5 WBAI-FM, donde un presentador llamado Paul Gorman advertía a los oyentes que estaba a punto de emitir un material que cierta audiencia podría considerar ofensivo: la pista titulada «Palabras sucias» («Filthy Words») del álbum Occupation: Foole (1973) de George Carlin, una variante del extracto cómico «Siete palabras que nunca puedes decir en televisión». Douglas decidió mantener la radio WBAI sintonizada, y lo que escuchó a continuación le aterrorizó.

En 1978, el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó que un organismo conocido como la Comisión Federal de Comunicaciones tenía derecho a decidir, según su propia escala de valores, qué contenidos eran demasiado indecentes como para ser emitidos en los medios.

Los tres hechos anteriores están relacionados. Y, según Carlin, las siete palabras sucias que nunca podías decir en televisión eran «mierda», «mear», «follxx», «coxx», «chupapollas», «hijo de put*» y «t*tas» («shit», «piss», «fuck», «cunt», «cocksucker», «motherfucker» y «tits» en el original).

El chico del «Harlem blanco» que se creía un cómico

Cuando George Carlin nos dejó en 2008 a los setenta y un años, su figura estaba enmarcada en el imaginario popular como la de un cómico ácido y contracultural. Una silueta de comediante rebelde con la que Carlin no había nacido artísticamente, sino que se había tallado de manera consciente en una maniobra arriesgada comparable al derrape que coloca un vehículo en la dirección contraria. Porque estamos hablando de alguien que, unos pocos años antes de escupir las Siete Palabras Prohibidas, se había convertido en toda una estrella cultivando un humor convencional y seguro. Un artista asentado que vestía de manera impecable con traje y corbata (al igual que todos los cómicos mediáticos de los sesenta), cobraba al año un cuarto de millón de dólares (que ahora equivaldrían a un kilo completo) y se desplazaba hasta sus actuaciones en un jet privado. Pero de repente, aquel simpático humorista que ponía vocecillas optó por desaparecer y dejar paso al cómico que titularía uno de sus álbumes como La verdad es que disfruto cuando se muere un montón de gente, al hombre que con un monólogo sobre las palabras que no se pueden decir propició (sin querer) una reforma de las leyes para censurar que se dijeran ciertas palabras. Al mismo que dinamitó un lucrativo contrato con el hotel casino MGM Grand de Las Vegas tras una actuación donde se dirigió a una persona descontenta de la audiencia para invitarla a que, si eso, le comiera la poxx.

George Carlin nació en el Manhattan de finales de los años treinta siendo el hijo de la pareja formada por una irlandesa estadounidense y de un inmigrante irlandés cuya madre se había cambiado el apellido de «O’Grady» a «Grady» al llegar al país («Arrojó la “O” al océano durante la travesía hasta aquí», bromearía el cómico). Abandonado por su padre cuando tan solo era un bebé, el pequeño Carlin creció junto a su hermano, Patrick Carlin, en el barrio neoyorquino de Morningside Heights, un lugar al que ellos apodaron «el Harlem blanco» para dárselas de jóvenes malotes creciendo en suburbio duro. Su educación se inició en una escuela católica, la Corpus Christi Church, y continuó en la Cardinal Hayes High School en la que también estudió Martin Scorsese, un instituto del Bronx del que sería expulsado cuando tan solo contaba quince años. Y unas aulas donde su nombre se convertiría en leyenda para generaciones posteriores de alumnos gracias a las referencias al instituto que Carlin colaría en sus monólogos, coñas muy vitoreadas entre aquellos estudiantes de Hayes.

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Jack Burns. Imagen: Dominio público.
En 1983, la propia escuela le invitó a participar en una cena-baile, donde se homenajearía a un decano del lugar, para recaudar fondos. La cosa tenía su guasa por lo de elegir al cómico, una persona que rechazaba la religión, para honrar al hombre que lo expulsó del instituto. Pero Carlin asistió al acto amablemente, ofreció un monólogo (libre de groserías), pagó la cuenta de la cena («No como otros» apuntaron desde el centro) y solo pidió a cambio una chaqueta de béisbol de la Hayes. En un momento dado de la fiesta, el decano homenajeado recuperó y leyó algunas de las notas por mala conducta que el cómico se había llevado a casa durante su efímera etapa escolar entre aquellos pupitres. Una de dichas notas decía «se cree que es un cómico».

Tras su breve estancia en la Hayes, el Carlin adolescente se paseó (fugazmente) por el instituto católico Bishop Dubois de Harlem y acabó ingresando en la escuela salesiana de Goshen. Entretanto ocupaba sus veranos asistiendo un campamento en el lago Spofford de NeW Hampshire. En 1954, tras abandonar la escuela, se unió a la Fuerza aérea de los Estados Unidos, donde se formó como técnico de radar. Y tres años después, tras de ser sometido en tres ocasiones a la corte marcial y recibir numerosas reprimendas no judiciales, el ejército le dio una baja general al considerarlo oficialmente «improductivo». Tras aquella exitosa carrera militar, Carlin comenzó a brincar entre trabajos variopintos hasta aterrizar en una emisora de radio de Texas para cubrir el puesto de DJ durante el turno nocturno. Ante aquellos micrófonos entablaría amistad con otro disc-jockey, un hombre llamado Jack Burns.

La comedia superficial

En 1960, Carlin y Burns decidieron agarrar todo lo que tenían ahorrado (que en el caso del primero tan solo eran unos míseros trescientos pavos) y largarse a Hollywood para triunfar como dúo cómico. La jugada les salió estupendamente y pronto el número de Burns & Carlin pasó de actuar en pubs roñosos repletos de gente de moralidad cuestionable a pasearse por las televisiones. Un par de temporadas más tarde, ambos cómicos decidieron separarse, Burns se buscó otra pareja artística y Carlin se lanzó a la comedia por su cuenta. Durante la década de los sesenta el que fuera un chico del «Harlem blanco» que «se creía un cómico» se convirtió en un habitual de la pequeña pantalla participando en The Tonight Show (donde ejercería como maestro de ceremonias cuando el oficial, Johnny Carson, no estaba disponible) y se haría famoso entre la plebe interpretando personajes delirantes: un jefe indio que anunciaba la celebración de la danza de la lluvia «si el tiempo lo permitía», un comentarista deportivo con muchas prisas llamado Biff Burns, varios disc-jokeys con pocas luces o el colgado de Al Sleet «Hippie-Dippie» un hombre del tiempo con cara de ir con bastante calma por la vida que realizaba predicciones idiotas. En sus actuaciones de stand-up, Carlin vestía traje y corbata, «Era muy conservador cuando yo lo conocí», explicaba su excompañero Burns. «En aquel momento, yo era el más de izquierdas de los dos». El éxito lo asentó en un lugar cómodo, cobrando doscientos cincuenta mil dólares anuales, actuando en todos los sitios con renombre de Las Vegas y viajando en un avión propio. Pero a Carlin aquella situación comenzó a provocarle bostezos. Y entonces, todo cambió por culpa de un malhablado llamado Lenny Bruce.

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Lenny Bruce. Imagen: Dominio público.
Lenny Bruce fue un cómico estadounidense de stand-up famoso por el shock que suponía para aquella época. Sus monólogos se arrojaban con el cuchillo en la boca sobre temas como la religión, el s*x* o la política para descuartizarlos con una sátira muy remojada en la mala leche. Deslenguada, autodestructiva e imparable, la carrera de Bruce fue tan notable como desgraciada: lo que el hombre estaba haciendo en los sesenta era rompedor y contracultural, y justo por eso mismo la policía tomó la costumbre de detenerle durante sus actuaciones, acusándole con cargos de «obscenidad» por la vulgaridad de lenguaje. Los pubscomenzaron a cancelar sus bolos para evitar polémicas o desencuentros con las autoridades, los medios le vetaron cualquier tipo de participación, una gira Australiana se vino abajo después de que el país se alarmase ante su primer bolo en el país y nadie se sorprendió cuando se lo encontraron muerto en el baño de su casa por culpa de una sobredosis.

Cuando Carlin descubrió a aquel comediante, años antes de su caída en desgracia, admiró la valentía que demostraba sobre el escenario, esa libertad para criticar con saña y decir lo que le daba la gana sin preocuparse por las consecuencias. El propio Carlin fue detenido en una de las redadas policiales durante uno de los monólogos de Bruce cuando se negó a mostrarle a los agentes algún tipo de documento identificativo alegando que él no creía en eso. La existencia de Bruce, junto a la de otros cómicos como Mort Sahl, le llevó a la conclusión de que era posible hacer las cosas de otra manera. «Creo que la gente me ha relacionado con Lenny Bruce por un denominador común demasiado simplista, el uso de un lenguaje soez. Eso es cierto, pero probablemente todo lo demás es bastante diferente, Lenny fue el primero que convirtió el lenguaje en un problema y sufrió por ello, yo fui el primero que convirtió el lenguaje en un problema y triunfé con ello. Aunque, obviamente, él fue una gran influencia en mi modo de afrontar la comedia porque yo era rebelde y antiautoritario en una época en la que estábamos teniendo éxito ocupando dichas posiciones», apuntaba.

A principios de los setenta, y pese a la fama, el cómico estaba desencantado: «Allí estaba yo, haciendo comedia superficial para gente a la que realmente no le importaba: hombres de negocios, asiduos a los nightclubs, personas conservadoras. Llevaba haciendo eso diez años cuando de repente me di cuenta de que estaba en el lugar equivocado haciendo las cosas equivocadas para la gente equivocada». Para arreglarlo, Carlin decidió lanzarse al vacío con un volantazo: afiló su lengua, sustituyó el traje y la corbata por camisetas y tejanos, se dejó el pelo largo, comenzó a experimentar con el LSD, cambió de mánagers y se dedicó a escribir un nuevo repertorio mucho más agresivo con el que actuar en bares y pubs de pequeño aforo. Aquello redujo sus ingresos en un noventa por ciento, pero significó la reinvención y el nacimiento de una nueva persona, una que se puliría con el tiempo para ofrecer algo mucho más interesante.

Las siete palabras que nunca puedes decir en televisión

En 1972, la metamorfosis de Carlin comenzó a cocerse con el lanzamiento del álbum FM & AM. Un disco cuya cara «AM» (grabada en monoaural) contenía su repertorio pretérito, limpio e inofensivo, mientras el reverso «FM» (grabado en estéreo, con Carlin hablando por un canal y la audiencia riendo por el otro) albergaba su material más rebelde y contracultural. El mismo año, el cómico también lanzaría Class clown, el álbum que contenía el segmento «Siete palabras que nunca puedes decir en televisión».

«Siete palabras que nunca puedes decir en televisión» era una pieza brillante donde Carlin analizaba la disparatada censura estadounidense sobre el lenguaje en televisión. En la pequeña pantalla, la violencia y las armas no suponían problemas pero sí que los conllevaban el soltar una palabrota comúnmente aceptada en la jerga popular, y aquello a Carlin le fascinaba tanto como le asustaba. Su famosa lista de impronunciables se reducía a las siguientes: «Shit, piss, fuck, cunt, cocksucker, motherfucker, and tits». Y su exposición sobre lo absurdo de censurarlas sigue teniendo la misma validez hoy en día que en su época, aunque la gravedad de cada una de aquellas palabras fluctuó con el paso de los años.

«Shit» («mierda») se abrió cierto hueco en la parrilla, llegando hasta el punto de que la serie Policías de Nueva Yorkpublicitase un episodio como la primera vez en TV en la que se iba a pronunciar la palabra sin censurar (una ramplona promoción de la que South Park se burlaría con mucho acierto). «Piss» («mear») se volvería medianamente aceptable, sobre todo si no implicaba orina (el «piss off» americano se corresponde a un «cabrear»). «Fuck» («joder») sigue siendo considerada actualmente como un elemento peligroso. «Cunt» («coxx») resulta hoy en día más ofensiva que en los setenta. «Cocksucker» («chupapollas») sigue siendo prohibitiva aunque sus dos mitades sean aceptables por separado («cock» significa «pollo» y «sucker» es «chupar»). Con «motherfucker» («hijo de put*») el humorista aclararía que aunque pareciese redundante en la lista (que ya contenía un «fuck») su inclusión le daba un ritmo muy bonito a todo, una aclaración que remataba contando una anécdota: «Una persona me llamó y me dijo que “motherfucker” era un duplicado de la palabra “fuck” porque “fuck” era su raíz formal y “motherfucker” una derivación. Y le contesté “Oye, ‘motherfucker’ ¿quién te ha dado mi número?’”». Por último, «tits» («t*tas») con el paso del tiempo se ha convertido en una palabra más o menos aceptable y no tan alarmante como sus compañeras de lista. En las futuras revisiones del material sobre los términos sucios, el cómico añadiría algunas palabras nuevas como «fart» («pedo»), «turd» («zurullo») o «twat» (otra variante para «coxx»). En el álbum Carlin on Campus de 1984, el artista enumeró más de trescientos vocablos adicionales que podrían formar parte de la lista para ver si así la gente paraba ya de sugerirle nuevas palabras para incluir.

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Portada de Class Clown.
«Ese texto tenía un ritmo buenísimo. Era simplemente algo hermoso, algo perfecto y ofensivo todo el tiempo, algo capaz de demostrar la estupidez de agarrar siete palabras de entre miles y explicar cómo no se pueden decir», explicaba Patrick Carlin, hermano de George. Pero un padre neoyorquino y la FCC (Comisión Federal de Comunicaciones) no pensaban lo mismo.

FCC

En 1973, John Douglas viajaba en coche junto a su hijo adolescente cuando escuchó el monólogo sobre las siete palabras de Carlin en la emisora WBAI y lo consideró inapropiado hasta niveles grotescos, «Por supuesto que ya había escuchado aquellas palabras antes, pero nunca a las dos de la tarde y delante de mi hijo». Douglas escribió una queja (la única que provocó la emisión) a la Comisión Federal de Comunicaciones y la cosa se desmadró: la FCC amenazó con sanciones a la cadena WBAI, la WBAI apeló aquel movimiento y el Tribunal de Apelaciones del estado consideró que la emisora tenía razón porque la definición de lo que era «decente» por parte de la FCC resultaba demasiado vaga. Y también porque la amenaza de la comisión violaba la libertad de expresión de la Primera Enmienda. La FCC apeló a su vez esta decisión ante el Tribunal Supremo y el Departamento de Justicia apareció por ahí para recordarles que cuidadito con tocar las Primera y Quinta enmiendas. A aquellas alturas el temita se había convertido en un drama nacional.

En 1978, el Tribunal Supremo dictaminó que se podría emitir el segmento de las siete palabras malditas bajo determinadas circunstancias. Pero también que la amenaza de la FCC no violaba ni la Primera ni la Quinta Enmienda en aquel caso y, sobre todo, que la FCC tenía todo el derecho del mundo a restringir contenidos durante el horario en el que los niños pudiesen estar expuestos a los mismos. Lo que no se especificó es qué tipo de contenidos podían ser restringidos, dejando la valoración de lo que era «indecente» en manos de la propia FCC.

Con aquella sentencia la Comisión Federal de Comunicaciones se convirtió en el organismo capaz de dar o no permiso para emitir según qué cosas, algo que harían basándose principalmente en las quejas de espectadores recibidas. Con la noticia, a todas las productoras y cadenas se les encogieron las gónadas de golpe y comenzaron a autocensurar sus contenidos para no jugársela en los juzgados. La televisión por cable estaba excluida de todo esto por cuestiones lógicas: si el espectador no estaba contento con la programación de dicho servicio simplemente no debería contratarla, y por tanto era su responsabilidad aceptar lo que se emitía en dichos canales.

El poder otorgado a siete palabras

«Amo las palabras, os agradezco que escuchéis las mías» era la frase con la que el comediante arrancaba «Siete palabras que no puedes decir en televisión» y también una declaración de intenciones sobre lo que sería su futura obra. Con el paso del tiempo, sus monólogos, además de tratar de manera muy crítica temas como la religión o la política, girarían con asiduidad en torno al control del lenguaje como una muestra de poder, del valor y la fuerza de palabras y sus significados. En un especial filmado para la HBO en 1977, que se emitía junto a la advertencia para el espectador de verlo bajo su propia responsabilidad, Carlin retomaba el tema de las siete palabras en un discurso donde remarcaba con lucidez que existía un mayor número de adjetivos para denostar las palabras prohibidas que palabras prohibidas en sí mismas.

Otro de sus textos clásicos comenzaba con un «No me gustan las palabras que esconden la verdad. No me gustan las palabras que ocultan la realidad. No me gustan los eufemismos ni el lenguaje eufemístico. Y el inglés americano está cargado de eufemismos. Porque los norteamericanos tienen muchísimos problemas para lidiar con la realidad, para enfrentarse a la verdad. Por eso han inventado un tipo de lenguaje suave, uno que con cada nueva generación va a peor». A continuación, Carlin ponía como ejemplo el término «shell shock» utilizado durante los conflictos bélicos, una palabra que define el estado extremo de estrés y nervios al que puede llegar un soldado en el frente. Carlin explicaba que las palabras para referirse a dicha condición se ha ido suavizando con el paso de los años, evolucionando de una expresión honesta y directa de dos sílabas («shell shock» que según el artista «casi suena como un disparo») a versiones más aguadas y construidas con más sílabas: «battle fatigue» en la Segunda Guerra Mundial, «operational exhaustion» en Corea y «post-traumatic stress disorder» durante la guerra de Vietnam, conceptos que atenuaban conscientemente la gravedad del asunto. «Apuesto a que si lo hubiésemos seguido llamando “shell shock” algunos de aquellos veteranos de Vietnam hubiesen tenido la atención que se merecían», remataba.

El legado

En series como Aquellos maravillosos años o Todo el mundo odia a Chris, los personajes escuchaban en un determinado momento la actuación de Carlin y se tiraban el resto del capítulo sustituyendo las palabras ofensivas de sus diálogos por su número correspondiente en la lista del humorista. La actuación de Carlin y sus consecuencias se habían convertido en parte de la historia cultural americana y por eso la naturaleza de aquellos gags no se le escapaba al público estadounidense.

En 2004, durante una actuación en el MGM Grand de Las Vegas donde llevaba cuatro años trabajando, Carlin se quedó a gusto sacando algo de su material más afilado al cascarse un monólogo sobre atentados suicidas y decapitaciones varias. El público no lo recibió especialmente bien y el cómico, tras aclarar que «no veía la hora de salir de este puto hotel», explicó a los setecientos boquiabiertos asistentes que prefería irse a la costa este porque era la zona habitada por las personas normales: «Para empezar hay que cuestionarse qué mierda de inteligencia tiene la gente que viene a Las Vegas. Viajar miles y cientos de millas para básicamente darle tu dinero a una gran corporación es una put* idiotez. Por eso siempre acabo ante esta put* gente de intelecto muy limitado». Ante tanto insulto, una mujer de entre público le gritó un «¡Deja de degradarnos!» al que Carlin contestó con un muy poco fino «Gracias, sea lo que fuere eso. Espero que fuese algo positivo pero si es que no, bueno, pues chúpamela». El MGM finiquitó la relación con el artista, la prensa tituló el asunto como El Carlin oscuro y el cómico entró en un programa de rehabilitación por primera vez, y por su propia cuenta, para tratar de curar su adicción al alcohol y el Vicodin. Pero más allá de las salidas de tono anecdóticas y de su fama de mascar vulgarismos, Carlin por lo general solía ser bastante justo y consecuente. En su disco Class Clown listaba en los agradecimientos a todos sus profesores católicos, pese a odiar la religión y sus doctrinas, por la educación que le habían dado.

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George Carlin haciendo el payaso en 1969, durante su etapa precontracultural. Imagen: Dominio público.
La cabeza del humorista se reveló como una de las más importantes y sensatas de la historia reciente. En aquellos setenta, el comediante convencional y blandengue estaba muerto y enterrado para dejar paso al filósofo cabrón de ingenio afilado. Y cuando aquello ocurrió el resto de cómicos contemporáneos lo miraron con recelo porque de golpe los había convertido en algo pasado de moda. Su Class Clown en la actualidad forma parte del National Recording Registry, un archivo donde se guardan las grabaciones más importantes para la historia de Estados Unidos. George Carlin fue capaz de demostrar (para bien y para mal) lo mucho que podía reescribir las cosas alguien con un micrófono sobre un escenario y hasta qué punto era necesario estudiar el poder del lenguaje y las palabras. Y lo hizo escupiendo, en la radio y en la televisión, siete palabras muy graciosas que no podías decir nunca bajo ningún concepto ni en la radio ni en la televisión.

Shit, piss, fuck, cunt, cocksucker, motherfucker & tits
https://www.jotdown.es/2019/07/las-siete-palabras-prohibidas/

 
El genial análisis de Yuyu en Canal Sur sobre las bodas de hoy en día
El chirigotero habló de los enlaces en clave de humor: «Es más fácil hacer la lista de la Selección para el Mundial que la de los invitados a una boda»
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@JJBartlet
Actualizado:24/07/2019 06:44h

José Guerrero, ‘Yuyu’ acudió ayer como invitado al programa de Canal Sur Televisión ‘Póker de Reinas’, donde desplegó todo su humor chirigotero comparando las bodas actuales con las de hace algunas décadas.

Las bodas de ahora no son como las de nuestros padres, aquellas convidás en mesas largas con platos de papas fritas y tortilla. Ahora la gente va a una boda como si fuera a las carreras de caballos con la reina de Inglaterra.

El presentador de ‘El Yuyu de verano’ en Canal Sur Radio ahonda en las diferencias hablando de los invitados:

«Se nos han ido de las manos. Antes eran más íntimas, más familiares, y ahora hay bodas con más de trescientos invitados. Es más fácil hacer la lista del Mundial para la Selección Española que hacer una lista de bodas».

Otro tema importante, el de organizar las mesas: «Luego lo de organizar las mesas, ‘A este no lo pongas con este porque no se hablan’… Y qué más da, si van a comer, a mi me da igual que me inviten a comer y no me hable yo con el camarero».

Por supuesto, los regalos tenían que entrar en juego: «Las bodas valen ya casi trescientos euros el regalo de los novios. En las mismas bodas hay ya un tío de Cofidis que te financian un préstamo para el regalo. Está claro que se nos han ido de las manos».

Concluye con una reflexión sobre el dinero: «La gente el convite no lo perdona porque si estás tieso te casas y ya está, o das el convite en un chino a ocho euros el menú, una cosita íntima, pero hay gente que tira la casa por la ventana y luego al viaje de novios se ha ido él solo porque no podía irse con la mujer».

Original:
https://www.lavozdigital.es/ocio/lv...%%value_ns_source%%&vli=%%value_ns_linkname%%
 
'13, Rue de la política española': los vídeos que parodian el panorama político y social español en su día a día
United Unknow caricaturiza al panorama político y social a través de una serie de vídeos de humor cargados de dobles sentidos en '13, Rue de la política española'
Desde el Rey Felipe VI, Pedro Sánchez, Inés Arrimadas, Pablo Iglesias, José María Aznar, hasta los problemas actuales de la sociedad

El Rastreador
26/07/2019 - 15:56h

https://www.eldiario.es/rastreador/Rue-politica-United-Unkown-dia_6_924667538.html
 
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