Cine Clásico

oie_ncbFWaxKOjwM.jpg


La Roma de Audrey, el poema de Keats

Los ricos también lloran. Y se cansan. Y se aburren.

Se aburren de las cosas normales. De los asuntos comunes y corrientes que aburren a cualquiera. Pero a veces también se aburren de ser ricos, de igual forma que los reyes, en algunos casos, se aburren de ser reyes. Hasta la vida más singular se vuelve monótona cuando se integra en ese manto de uniformidad que es la rutina. Cuando todos los días son el mismo día. No importa lo amplia y lujosa que sea la jaula del hámster si su existencia, a fin de cuentas, se reduce a dar vueltas una y otra vez en la misma rueda.

«Yo no. Jamás me acostumbraré a nada. Acostumbrarse es como estar muerto», dice Holly Golightly en Desayuno con diamantes. Capote sabía que la rutina consiste precisamente en habituarse. En vivir anestesiado por la fuerza de la costumbre. Y sabía que esa fuerza únicamente se quiebra con lo inusual. Con lo raro. Con lo extraordinario. Sin olvidar que aquello que es extraordinario para algunos es ordinario para otros y viceversa, del mismo modo que lo que para un individuo resulta exótico puede ser frecuente y vulgar para el de al lado —por algo en Tailandia a la comida tailandesa la llaman sencillamente «comida»—. De ahí que a nadie le extrañe que lo extraordinario para un rey, especialmente para uno aburrido de serlo, esté formado por lo popular y lo mundano.

Esa es la historia que se cuenta en Vacaciones en Roma. La de una princesa que desea ser plebeya. La versión en negativo de La Cenicienta de Charles Perrault. Como Holly Golightly en Desayuno con diamantes, pero exactamente al revés. Es una historia contada innumerables veces —tiene razón Borges en El oro de los tigres: «Cuatro son las historias. Durante el tiempo que nos queda seguiremos narrándolas, transformadas»—. La princesa Anna, atiborrada de rutina y de agenda y de protocolo, necesita sacudirse de encima la realeza y descubrir en qué consiste la vida de una chica normal. Como el príncipe Eduardo en El príncipe y el mendigo de Mark Twain. Como Sigfrido en El lago de los cisnes. Como la princesa Jasmín en Alladin. Como la misteriosa amiga griega de Jarvis Cocker —posiblemente,Danae Stratou— en «Common People» de Pulp.

Pero el personaje de Audrey Hepburn no descubre la injusticia, ni la desigualdad social ni la corrupción del sistema, como el príncipe de Mark Twain. Vacaciones en Roma no quiere esconder esa clase de moraleja. La princesa Anna solo ansía comerse un helado en la piazza di Spagna; cortarse el pelo en los aledaños de la piazza del Popolo; divertirse en una verbena próxima al Castel Sant’ Angelo. Quiere experimentar la mundanidad y saborear el anonimato. Descubrir qué se siente siendo uno más, sin llamar la atención de todo el mundo.

Y así empieza a disfrutar con la tranquilidad de una conversación en una terraza, con el entusiasmo de los comerciantes y los compradores en el mercado, con el vértigo de un trayecto a bordo de una Vespa. Siempre hay algo emocionante y exótico en la cotidianidad cuando se trata de la cotidianidad de otros. Cuando nos es ajena pero se nos permite entrar un ratito a husmear. Y la princesa Anna, durante sus breves vacaciones de día y medio en Roma, descubre que se ha enamorado de esa otra cotidianidad que no es la suya.

Y de pronto se da cuenta de que se le da bien ser una chica corriente. De que no le resultaría difícil valerse por sí sola. De que incluso estaría dispuesta a probar. Pero llega un momento en que la realidad la sujeta por una oreja y la obliga a regresar a la normalidad. Una normalidad atiborrada otra vez de rutina y de agenda y de protocolo. Una normalidad de doncellas y asistentes personales. Una normalidad de palacio. Y en ese cuento de hadas invertido y antagónico que es Vacaciones en Romasuenan por fin las doce campanadas de medianoche. Y el relato de la princesa que desea ser plebeya, como no podría ser de otra manera, por oposición al original, termina sin felicidad.

Sin embargo hay algo paradójico en toda esta historia. Algo que quizá tenga que ver con la propia magia de Vacaciones en Roma. Y es lo mucho que en realidad se acercó la intrahistoria de la película al estereotipo de relato de princesas del que su trama tanto se esforzó por huir. Porque si alguna vez ha habido un proyecto de Hollywood obligado a ser un poco la Cenicienta, una producción cinematográfica que, a pesar de los obstáculos del destino, ha acabado convirtiéndose en una de esas películas que reinan para siempre en la historia del cine desde su estreno, siendo todos felices y comiendo perdices, esa es Vacaciones en Roma. Encarnando en este caso los directivos de Paramount Pictures a las malvadas hermanastras y a la madrastra de la criatura.

Todo fueron impedimentos desde el principio. Los derechos para filmar la película pertenecían a Liberty Films, una compañía fundada por Frank Capra que, al hallarse en serios apuros financieros, fue absorbida por Paramount. Y la primera medida de los nuevos productores, como suele ocurrir en estos casos, fue reducir considerablemente el presupuesto. El propio Capra había decidido dirigir personalmente la película, pero al descubrir que contaría con mucho menos dinero del que creía, confesó que no se veía capaz de sacar adelante el proyecto. Cuentan las malas lenguas que en realidad tomó la decisión cuando se enteró de que el guion no había sido escrito por Ian McLellan Hunter, sino por Dalton Trumbo, perseguido por el Comité de Actividades Antiestadounidenses —lo que le habría supuesto a Capra ser relacionado con los «Diez de Hollywood»—, pero nunca ha habido evidencias de que ese fuese el verdadero motivo de su decisión. En todo caso, Vacaciones en Roma dejaba de ser el nuevo proyecto del oscarizado director de Sucedió una noche, Caballero sin espada, Vive como quieras y Qué bello es vivir. Las cosas parecían torcerse incluso antes de empezar.

Pero fueron a peor. El elegido para dirigir la película sería William Wyler, quien ya había firmado alguna gran cinta como La loba y constituía una apuesta segura —aunque todavía no había dirigidoBen-Hur—. Algún tiempo antes, Wyler y el resto de miembros del Sindicato de Directores Estadounidenses se habían reunido en el hotel Beverly Hills de Los Ángeles para decidir la postura que debía adoptar la agrupación con respecto a las conocidas como «listas negras» y «caza de brujas» propias del macartismo. Un sector de los participantes, liderado por Sam Wood y Cecil B. DeMille, se mostró claramente a favor de los métodos y principios del Comité de Actividades Antiestadounidenses —que, al depender de la Cámara de Representantes, no guardaba relación formal con los procesos desarrollados por el senador McCarthy, pero sí compartía los mismos objetivos—, lo que provocó cierto malestar en el conjunto del sindicato. Ante dicha reacción, Wood se apresuró a manifestar públicamente que tal vez hubiese una infiltración comunista en el Sindicato de Directores, lo que fue duramente reprobado por William Wyler. Debido a lo enrarecido que estaba el ambiente en Hollywood, este decidió proponer a Paramount que todo el rodaje de Vacaciones en Roma se realizase en la capital italiana, lejos de la lupa del macartismo. La productora aceptó trasladar toda la producción a Italia, pero a cambio de nuevas restricciones en el presupuesto.

Y la primera gran víctima de la política de austeridad de Paramount Pictures fue el color: la película debía ser filmada en blanco y negro para abaratar costes. Wyler ya había tomado la decisión de rodar en Technicolor, pero el traslado a Roma —que en todo caso garantizaba una mayor autenticidad de la historia narrada en la película— estaba condicionado a la aceptación de una serie de recortes. Que la película fuese en blanco y negro incluso podría tener un lado positivo, llegaría a pensar Wyler, ya que los escenarios y paisajes de la capital italiana no adquirirían demasiado protagonismo y no deslucirían las soberbias interpretaciones que a buen seguro realizarían Elizabeth Taylor y Cary Grant. Y justo ahí es donde se produjo el siguiente problema. Uno que dejaría el tema del color en una mera contrariedad sin importancia: con el nuevo presupuesto, no había posibilidad de contratar a Elizabeth Taylor, quien además se acababa de incorporar a otro proyecto; tampoco a Jean Simmons, la siguiente de la lista y con quien también se produciría un problema de agenda; ni siquiera a la tercera de las opciones que se manejaban, la canadiense Suzanne Cloutier. Habría que conformarse con una actriz totalmente desconocida y que, por consiguiente, tuviese un caché muchísimo menor.

Y la elegida para esa película que se llamaba Vacaciones en Roma y que cada vez se parecía menos a lo que debía ser Vacaciones en Roma fue Audrey Hepburn, una jovencísima chica belga que acababa de iniciar su prometedora carrera como actriz en Londres hacía apenas dos o tres años y que en ese momento se encontraba interpretando el musical Gigi en Broadway. Wyler vio las pruebas de cámara que se le realizaron expresamente para la película y enseguida decidió que ella sería la princesa Anna. Pero cuál sería su sorpresa cuando Cary Grant, de cuarenta y nueve años de edad, se negó a interpretar a Joe Bradley al descubrir que doblaba la edad de su compañera, lo que, en su opinión, le haría parecer un viejo pervertido en lugar de un galán. Wyler hizo lo que pudo para convencer al actor de que no abandonase el proyecto, pero no lo consiguió. Hubo que encontrar con urgencia a un sustituto y el elegido fue Gregory Peck, quien casualmente deseaba dar un vuelco a su carrera con un proyecto como el que se le estaba planteando.

Finalmente, la película escrita por Ian McLellan Hunter que se iba a rodar a todo color en Estados Unidos con Frank Capra a los mandos y Elizabeth Taylor y Cary Grant como pareja protagonista era ahora una película ideada por el proscrito Dalton Trumbo que debía conformarse con ser rodada en blanco y negro en Italia bajo la dirección de William Wyler y una desconocida Audrey Hepburn como actriz principal junto a Gregory Peck. Lo tenía todo para ser la Cenicienta de la era dorada de Hollywood. Y tal vez fue precisamente eso lo que la salvó. El hecho de que todos los cuentos de hadas, incluso cuando consisten en la aventura de una película que aspira a integrar la categoría más alta y es obligada a aceptar un rango inferior, acostumbran a terminar con un final feliz.

Y a partir de ahí, el final del cuento es historia. Gregory Peck se quedó tan asombrado con el talento de aquella chica recién llegada a la industria del cine que pidió a Paramount Pictures que incluyesen su nombre al lado del suyo al principio de la película, antes del título, como si se tratase de una estrella consagrada. Estaba convencido de que ganaría el Óscar por aquella interpretación y no se equivocaba. Como tampoco se habían equivocado los productores con la idea de Dalton Trumbo, cuyo argumento también fue premiado con un Óscar que, sin embargo, y debido a su inclusión en la lista negra de Hollywood, no pudo acudir a recoger —aunque se le entregó una réplica a su esposa en 1993, diecisiete años después de la muerte del guionista—. William Wyler fue nominado a mejor director y mejor productor, de igual forma que el genial Eddie Albert fue nominado a mejor actor de reparto. La célebre diseñadora Edith Head fue nominada al Óscar a mejor vestuario y logró llevarse a casa el galardón. En la actualidad, Vacaciones en Roma todavía está considerada como una de las mejores películas de siempre y algunas de sus escenas, como la del paseo en Vespa de Hepburn y Peck o la conversación de ambos frente a la Bocca della Verità, forman parte de la historia del cine.

Personalmente, yo me quedo con un momento del largometraje en el que, a propósito de la relación inicial de Joe Bradley y la princesa Anna, se dice casi todo con muy poco —algo en lo que, en el fondo, también consiste el arte de narrar—. Durante el primer encuentro entre los dos personajes principales, se produce una leve discusión sobre quién es el autor de un determinado poema. Él acaba de decirle a ella que, si su intención es dormir con él en su habitación, debe hacerlo en el sofá y no en la cama, a lo que ella contesta recitando unos versos: «Arethusa arose / from her couch of snows / in the Acroceraunian mountains». A continuación, la princesa Anna se refiere a John Keats como autor del poema —pésimamente traducido en la versión en castellano, por cierto—, a lo que Bradley objeta que el autor es Percy B. Shelley. Muy seriamente, ella insiste en que el autor es Keats, pero Bradley, que no parece tener gran interés en ganar la discusión, le repite que es Shelley. Para cuando ella reitera que el autor del poema es Keats, él ya está abandonando la habitación, evitando contestarle a pesar de tener razón.

Siempre me ha parecido que esa escena refleja con maestría la condescendencia de quien cree hallarse ante un estorbo en lugar de ante aquello que estaba buscando. Es el proceso inverso al del príncipe que recorre el reino con el zapato de cristal. Una actitud que, de hecho, se vuelve diametralmente opuesta cuando Bradley descubre que la chica que duerme en su habitación es en realidad la princesa.

En el fondo siempre he sentido cierta lástima por el personaje de Hepburn en esa escena. Así que, aunque no tenga razón, aprovecho este artículo para ponerme de su parte y afirmar que el poema de Vacaciones en Roma, en efecto, no es de Shelley. A partir de ahora y por lo que a mí respecta, en la Roma de Audrey, el poema es de Keats. Y ese será mi particular final feliz.
https://www.jotdown.es/2019/02/la-roma-de-audrey-el-poema-de-keats/
 
ALBIE (Albert Finney - 1936-2019)
20190210164826-ce0c35a7c784de25061e1f12b812b2cc.jpg

Juan Carlos Vizcaíno Martínez

El mejor Sábado Cine de mi vida

Era la noche del 23 de octubre de 1982 en Valencia. Mi madre estaba de viaje y yo me encontraba solo en casa. Tenía 16 años. Ya anidaba en mí la pasión por el cine. Era sábado, y se avecinaba en “Sábado Cine” la proyección de Tom Jones. Por aquel entonces, era uno más de lo homogénea corriente, extensible a múltiples generaciones de aficionados, que consideraban el cine británico un erial polvoriento. Para más inri, se trataba de una película de época -¡horror, terror y pavor!-. Pero como no tenía otra alternativa, me senté antes el televisor. Diez minutos después de empezar, el film de Tony Richardson, modificó por completo, mi percepción sobre el hecho cinematográfico. Hay ocasiones, en las que determinadas películas, por encima de gustarte más o menos -más lo primero que lo segundo, obviamente-, te rompen los esquemas. Y es algo que me brindaron las imágenes de esta desvergonzada adaptación de la novela de Henry Fielding, que sigue transmitiendo, bajo mi punto de vista, mejor la alegría de vivir de los años sesenta -por más que su argumento se remontara siglos atrás-, que ninguna otra película rodada en aquel tiempo. Pero, por encima de todo, la extraordinaria -y eternamente controvertida- película de Richardson, me presentó a un actor que desconocía por completo, y que me deslumbró por su modernidad y, sobre todo, por la extraordinaria manera que tenía, de alcanzar una asombrosa complicidad con el espectador, hasta unos niveles que sigo considerando inauditos. Era mi carta de presentación a Albert Finney -Albie para sus amigos- que, a partir de entonces, se convertiría para mí, en uno de esos extraños cómplices, que cada espectador encuentra en la pantalla.

Y llegó Mark Wallace… Y llegó Dos en la carretera

En aquel entonces, era mucho más difícil que en la actualidad, logran información de cualquier tipo, y menos aún en materia cinematográfica. De todos modos, fui buscando en revistas atrasadas, descubriendo la notable y al mismo tiempo efímera importancia, que Albie se había granjeado en el cine inglés de los años sesenta, donde se había erigido como uno de los símbolos más visibles de su Free Cinema.

Pero al mismo tiempo, aquel año entraba dentro de esa corriente, en la que el actor británico había iniciado una reentré cinematográfica, rodando cinco películas desde 1980. De ellas, solo pude recuperar en pantalla, la simpática Annie, donde su labor del cascarrabias Papa Warbucks, sobresalía dentro de un conjunto tan amable como olvidable, para desesperación de los incondicionales de John Huston -entre los que me encontraba entonces-. Sin embargo, casi a punto de finalizar el año, se produjo el instante que confirmaría a Albert Finney, como uno de mis actores preferidos de todos los tiempos. Fue en la noche del 30 de diciembre, en una de esas veladas que marcan el recuerdo de todo aficionado. En la vieja filmoteca, sede del “Valencia Cinema”, pude contemplar, en una copia en estado lamentable, Dos en la carretera. Sabía, antes de entrar, que la película me iba a marcar. Ya entonces tenía a Stanley Donen como un tótem -lo sigo teniendo-. Audrey Hepburn, Henry Mancini, comedia de los sesenta… y Albert Finney. Lo que no podía imaginar es que me impactara tanto. Salí de allí emocionado y con lágrimas en los ojos. Se había convertido en mi película preferida. Al día siguiente, era fin de año, y no volví a la sala. Pero sí lo hice de nuevo el 1 y 2 de enero de 1983 -se proyectaba solo esos cuatro días-. Han pasado 38 años de aquel momento. Habré visto la obra maestra de Donen unas 35 veces, y sigue manteniendo intacta esa capacidad para mostrar los claroscuros, entre la felicidad y la congoja y la melancolía, de la relación de pareja de un joven matrimonio inglés. Es decir, sigue siendo una cima jamás superada, de mis preferencias cinematográficas.

Albie vuelve a la cima

Nos encontramos ya en 1983, y un par de meses después, mi amigo cinéfilo -y de la vida- Rafael Gonzalvo, me entregó un recorte de prensa del diario “El País”, describiendo la entusiasta acogida que la película La sombra del actor (Peter Yates), había tenido en la Berlinale. Pocos días después, festejé como si me lo dieran a mí, el Oso de Plata al mejor actor de dicho festival a Albert Finney que, como sería habitual, no acudió a recoger. Pocos meses después, en el otoño, las revistas de la época, anunciaban que Albie iba a repetir con John Huston, en la esperada adaptación de la novela de Malcolm Lowry Bajo el volcán -escritor y novela de los que no tenía la menor idea-. En concreto, la revista “Casablanca” publicó un estupendo reportaje sobre aquel rodaje, mientras que en un cine de barrio en Valencia, se estrenaba de tapadillo un policiaco bastante simpático, del que nunca más se ha vuelto a saber; Golpe maestro (John Quested), con Finney, Susannah York y Martin Sheen en cabeza de reparto. Ahí que me tienen el lunes por la tarde, comprando la primera entrada, como si fuera un rito obligado con ese fiel amigo que había descubierto el año anterior y que, una vez más, no me defraudó.

Poco a poco iba recuperando películas suyas en el aún novedoso VHS de mis amigos -yo aún no lo tenía-, como Lobos humanos(Michael Wadleigh) que se ha convertido en un título de culto. Y en febrero de 1984, me llevé la alegría de verlo nominado al Oscar por La sombra del actor, que tardaría más de un año en llegar a las pantallas españolas. Cuatro nominados ingleses contra un americano -Robert Duvall-, con lo que Finney no tenía la más mínima posibilidad, compartiendo nominación por la misma película con su otro viejo compañero de peleas de los sesenta; Tom Courtenay. Una vez más, se ausentó de la platea de la ceremonia, ubicándose su imagen en el panel televisivo, para cubrir su eterna laguna.

Aparece el cónsul Firmin, y en Cannes de vacío

El caso es que el nombre del británico volvía a encontrarse en la cima de la que nunca debió descender, y que cuando lo hizo fue por deseo propio. Mayo de 1984 suponía la presentación de Bajo el volcán en el Festival de Cannes, y hasta allí se desplazó John Huston que, en incontables entrevistas, se deshacía en elogios ante la performance de su protagonista, no dudando en considerarla una de las mejores realizadas bajo su dirección. De nuevo, Albie no apareció al evento. Sabiendo como conocía el día de la première, atento estuve a los espacios cinematográficos radiofónicos y, de buena mañana, corrí a los kioskos a comprar los diarios nacionales, al objeto de recopilar las desiguales reseñas recibidas. Bajo el volcán, desde el primer momento, se convirtió en un título polémico, con mayor abundancia de críticas tibias e incluso negativas. En cualquier caso, y aunque en su momento no faltó quien puso peros a su performance del cónsul Geoffrey Firmin, el paso del tiempo ha definido su trabajo, como uno de los retratos más hondos que del alcoholismo, se han plasmado en la pantalla. Recuerdo que el presidente del jurado de Cannes era el británico Dirk Bogarde, y en el mismo se encontraba Stanley Donen. Ello propició ingenuamente, en la mente de aquel chaval que aún vivía en Valencia, que el premio al mejor actor, caería sin discusión en mi admirado actor. Para más satisfacción, Televisión Española anunció de manera inesperada, que emitiría en directo la ceremonia de entrega de premios. Comido de los nervios, me mantuve ante la pantalla, viendo poco después la razón de aquella retransmisión; la concesión del galardón de interpretación masculina -colectivo, por insistencia de Pilar Miró, ya que inicialmente solo iba a ser destinado a Landa-, a Paco Rabal y Alfredo Landa, por Los santos inocentes (Mario Camus). Por aquellas fechas, pude disfrutar de su Hércules Poirot en Asesinato en el Orient Express (Sidney Lumet) -segunda de sus nominaciones al Oscar-, y en la Semana Santa de 1984, accedí merced a un fantasmagórico pase televisivo, a la película más insólita -y prescindible- de su carrera, la extrañísima The Picasso Summer (Serge Bourguignon), destacable ante todo por la banda sonora de Michel Legrnad, y en la que Finney prolongaba superficialmente, los perfiles de su personaje en Dos en la carretera.

Pese a la decepción de Cannes, con el otoño llegaba el estreno español de Bajo el volcán, que en Valencia tuvo lugar en el cine Artis, si mal no recuerdo. De nuevo, el ritual de comprar la primera entrada, e incluso a la salida, atreverme a preguntar que le había parecido la película al crítico Pepe Vanaclocha, de la “Cartelera Turia”, que en aquel entonces devoraba semanalmente. El hombre fue contemporizador, aunque se notaba que no le había vuelto loco. Como tampoco me lo había vuelto a mí, pese a que en su momento me engañara, quedando esta apuesta de Huston como un entrañable y, ocasionalmente, apasionado melodrama. Llegado 1985, la actualidad de la trayectoria de Finney, le llevaba a una nominación al Oscar por segundo año consecutivo -la cuarta en su andadura-. Esta vez tenía más oportunidades, ya que algunos premios de asociaciones de críticos, lo avalaban. Pero la presencia del boom Amadeus (Milos Forman) y la renovada inasistencia de Albie a la ceremonia, ratificó quedar de nuevo de vacío.

El encuentro con Charlie Bubbles

1985 me trajo gozosas sorpresas, en el seguimiento de la trayectoria de mi ya consolidado colega de la pantalla. En febrero, aquella TV3 entonces tan -justamente- envidiada, estrenaba en España -aunque fuera por TV-, Charlie Bubbles, la única película que Finney dirigiera y protagonizara, en 1968, de la que había escuchado comentarios muy elogiosos, y que tuvo la buena suerte de ser exhibida en la sección oficial del Festival de Cannes de aquel año, con la mala suerte, valga la contradicción, de suspenderse la edición con los conocidos incidentes de mayo, a una semana de su conclusión. Las crónicas señalan que, hasta aquel momento, era la película que había suscitado comentarios más elogiosos. El destino truncó la andadura de una obra personal y minoritaria, que no gozó del interés del público inglés de su tiempo, y que hubiera tenido una especial acogida en sectores más especializados. Pero nos desviamos del tema, yo no sintonizaba TV3 en mi casa, ni tenía vídeo ¿Cómo solucionar poder disponer de una grabación? Al final, se me ocurrió una idea, llamando al responsable de la tienda cinematográfica “El espectador”, de Barcelona, a quien de vez en cuando le hacía algunas compras. El hombre, quizá comprendiendo mi desesperación, accedió de buen grado a grabar la película en una cinta Beta -que aún conservo-, enviada a mi casa, corriendo yo con los gastos ¡Que menos!.

De nuevo acudí a mi amigo Rafa, que disponía de un reproductor de ese sistema, con el tesoro recién recibido y, junto a él, una mañana del mismo mes, nos quedamos boquiabiertos, ante una obra admirable, narrada a ras de tierra, llena de sensibilidad y dureza al mismo tiempo, dominada por un extraño sentido del humor, y una visión demoledora de la propia personalidad de aquellos triunfantes Angry Young Men, de los que Albie fue parte destacada y, sobre todo, dotada con una extraordinaria inventiva cinematográfica. El hecho de que a Rafa le gustara tanto como a mi Charlie Bubbles, ratificaba mi grado de pasión por la película, que he intentado prolongar con el paso de los años, y que 33 años después, se ha trasladado al pequeño comentario que, sobre la misma, inserté hace muy pocos meses en la revista “Dirigido por…”, ya como colaborador. Un círculo se cerraba.

Aquel mismo año, y poco antes de viajar a les Fogueres de mi Alicante natal, La sombra del actor, se entrenaba en España de manera muy tímida, pero estimulante acogida crítica, llegando a Valencia de nuevo casi de tapadillo. Magnífica reflexión sobre la importancia de la interpretación teatral, en el contexto de la Inglaterra de la II Guerra Mundial, el mejor film que jamás haya dirigido Peter Yates, me sigue pareciendo una de las mejores obras del cine británico, rodadas en la década de los ochenta.

Una nueva mirada desde Alicante

A partir del traslado a mi Alicante natal, en septiembre de 1986, mi vinculación al cine decreció sobremanera y, con ello, el viejo colega de la pantalla, iría quedando en un segundo plano. Carente durante años de aparato televisivo, iría contemplando puntualmente, los estrenos que formarían parte de su producción a finales de los ochenta, y durante todos los noventa. Películas como Un ángel caído (Alan J. Pakula), su extraordinario rol en La versión Browning (Mike Figgis), Washington Square (Agnieszka Holland), el inolvidable gangster que encarnó en Muerte entre las flores (Joel y Ethan Joen), y cuyo rol asumió apenas días antes de iniciarse el rodaje, tras la inesperada muerte del actor inicialmente previsto; Trey Wilson. Y también a finales de los noventa, y en sendas grabaciones videográficas, podía recuperar, sus dos fundamentales colaboraciones con el gran Karel Reisz. Una de ellas, Sábado noche, domingo mañana, fue el estallido de una generación, de todo un movimiento, plasmando la inútil rebelión de un joven obrero, tan valiente como dañino y bravucón. La segunda de ellas, Night Must Fall, en su momento fue vilipendiada, quedando postergada durante décadas con el peor de los castigos; el olvido. ¡Que placer, descubrir en 1997, uno de los más escalofriantes y al mismo tiempo distanciados thrillers de la Historia del Cine! Y descubrir en sus imágenes, la que considero la interpretación más honda y arriesgada del actor, en un auténtico tour de force creativo, que compartió con el propio Reisz las tareas de producción.

El paso de los años, y mi retorno, esta vez con el acelerador puesto, a la pasión cinematográfica, a partir de 1999, nunca dejé de lado a mi viejo cómplice. Revisaba títulos que me habían marcado de su producción. Podía llegar por fin a otros, como Detective sin licencia (Stepehn Frears) o la exótica Looker(Michael Crichton), Muchas gracias, Mr. Scrooge (Ronald Neame), que goza de cierto culto, aunque a mí, nunca me haya entusiasmado. Y al mismo tiempo iba contemplando como, ya convertido en un monstruo sagrado, atesoraba una filmografía envidiable a sus espaldas, en no pocas ocasiones casi a pesar suyo, siendo reclamado por realizadores como Steven Soderbergh o Tim Burton -que le brindaría uno de sus roles míticos con Big Fish-, o el Sidney Lumet de su última película, la durísima Antes que el diablo sepa que has muerto.

Hacía tiempo que sabía que Albert Finney se encontraba retirado, tras su personaje -magnífico, pero breve- en Skyfall (Sam Mendes). En vano soñé con la posibilidad que surgiera una película, un rol definitivo, que sirviera como testamento al inmenso talento de este actor descomunal. Personalmente, creo que si un personaje quedará como el epitafio de su talento, es el asombroso retrato de Winston Churchill, que encarnó en una magnífica producción televisiva, en el ya lejano 2002; The Gathering Storm / Amenaza de tormenta (Richard Loncraine) que, caso de haberse estrenado en la gran pantalla, le hubiera reportado ese Oscar tan reclamado por sus admiradores, y que tuvo su última oportunidad con el inolvidable retrato del abogado Ed Mashry en Erin Brokovich (Steven Soderbergh). Al ser una película para TV, le reportó los máximos galardones en la materia, una vez más, siendo recogidos en sendas ceremonias sin su presencia.

Un alma libre

El pasado día 7, tras una breve enfermedad, después de varios años de retirada por un cáncer, y con la misma discreción, que tuvo como norma de vida, fallecía Albert Finney a los 82 años de edad. El eterno bon vivant que, entre sus mujeres, logró casarse con la bellísima Anouk Aimée. Que desde mediados de los sesenta, y junto a su socio Michael Medwin, albergó la productora Memorial Enterprises, bajo la cual se financiaron algunas de las mejores producciones cinematográficas inglesas de aquellos años. El artista que rechazaba al definirlo como esnobismo, la concesión del título de Sir. Que casi nunca acudió a las entregas de sus múltiples galardones y que, por el contrario, se caracterizó por la protección de los actores desprotegidos que albergó su país. Que bebió mucho y muy bien. Al que le encantaban los caballos. Y que, por diferentes razones, rechazó títulos como Billy el embustero(John Schlesinger), Lawrence de Arabia (David Lean), El ingenuo salvaje (Lindsay Anderson), Lord Jim (Richard Brooks), Robin y Marian (Richard Lester), Muerte en el Nilo (John Guillermin), Macbeth (Roman Polanski)…

Nos dejaba el intérprete que desarrolló una carrera ejemplar, pero a trancazos. Que tuvo que evolucionar con inesperada rapidez, de su condición inicial de “galán a la inglesa”, a actor de carácter. Que logró en 1958, en su debut en el West End londinense con “The Party”, robar el protagonismo al veterano Charles Laughton, con quien compartía la cabecera del reparto. Que describió una amplísima andadura teatral, en la que logró un rol inolvidable -en Londres y Broadway-, con su protagonismo de la obra “Luther” de John Osborne. A quien Laurence Olivier calificó, casi, casi, como su heredero.

Me sorprendió que, tras conocerse la noticia de su muerte, se hiciera externa una cálida corriente de admiración, verdaderamente sincera, hacia una figura como Finney, que nunca mantuvo, por deseo propio, su deseo de figurar en un determinado star system, aunque dicha condición estuviera presente en su ADN artístico, desde su brevísimo debut en El animador (Tony Richardson). El intérprete versátil y robusto, naturalista e histriónico, de voz intimidante, capaz de modular cualquier secuencia en la que participara, con el personalísimo juego de su mirada. Uno mis mayores cómplices como entusiasta del séptimo arte. A su memoria. A los numerosísimos buenos momentos que me brindó ante la pantalla, brindo estas líneas, opuestas y complementarias, a todo cuanto se ha escrito en torno a su figura, ya que van llenas de melancolía a un artista, por aquellos momentos, y los recuerdos personales que me brindó. Con el que conecté y me seguiré comunicando, mientras viva, ante la magia de la pantalla.

¡Te lo debía, Albie!

http://thecinema.blogia.com/2019/021001-albie-albert-finney-1936-2019-.php
 
FOOTSTEPS IN THE FOG (1955, Arthur Lubin) Pasos en la niebla
20190208010306-footstep-in-the-fog.jpg

La afición por recuperar viejas producciones y un cierto sentido de la intuición son elementos que en ocasiones proporcionan interesantes y gratas sorpresas al espectador cinematográfico. Ese ha sido para mí el ejemplo que me ha proporcionado FOOTSTEPS IN THE FOG (Pasos en la niebla), una producción de la Columbiadirigida en Inglaterra en 1955 por el prolífico y destajista Arthur Lubin. La verdad es que su poco destacable trayectoria, dominada por títulos de fácil y rápido consumo, no permitía albergar grandes esperanzas –conocidos, pero más bien olvidables son sus films del ciclo de la mula Francis, fantasías orientales, comedias de escaso fuste al servicio de Abbott y Costello, y otras lindezas por el estilo-.

Sin embargo y contra todo pronóstico, FOOTSTEPS IN THE FOG se erige como una brillantísima producción en la que se combinan elementos de thriller, novelescos, de suspense, así como unas nada desdeñables notas de rebelión social y una inquietante relación de dependencia psicológica entre los dos personajes protagonistas. Partiendo de una impecable premisa argumental, la película se inicia con la breve secuencia del entierro de la esposa de Stephen Lowry (Stewart Granger), en medio de una niebla que de alguna manera va a definir la ambigüedad y recovecos oscuros de la historia. A partir de la espléndida fotografía en color -obra de Christopher Challis, posterior operador, entre otras, de TWO FOR THE ROAD (Dos en la carretera, 1967. Stanley Donen)- impecablemente plasmada en CinemaScope y la ajustada y siempre pertinente partitura musical de Benjamín Frankel, en muy pocos instantes el espectador es consciente que la esposa –que por la sugerencia que muestra su retrato en la mansión debió ser una mujer áspera y autoritaria-, ha sido asesinada por su marido. Muy poco después será la joven sirvienta -de humilde condición social- Lily Watkins (Jean Simmons) la que adivine el envenenamiento que sometió Lowry a su esposa. En apenas unos instantes decide modificar su miedo inicial en una situación de dominio, haciendo partícipe al viudo de sus conocimientos. y pidiéndole que la nombre ama de llaves de la mansión. A partir de esta situación de partida se desarrolla una relación de amor-odio entre ambos personajes en los que la ambigüedad de las relaciones aparentes, en todo momento quedan diluidas como esa niebla que preside toda la película. Nunca sabemos a ciencia cierta si Lowry en algún momento se ha dejado seducir por la belleza, la juventud y la entrega de la astuta Lily o, por el contrario, si esta es sincera en su ingenuidad a la hora de creer que el arribista aristócrata realmente siente algo por ella, o accede a las pretensiones de esta por miedo a ser descubierto. En uno de los momentos de desesperación inicial ante el chantaje a que ha sido sometido, el aristócrata asesinará con su bastón, a una muchacha a la que confunde –entre la niebla- con Lily, pero sin embargo esta, sabiendo que era el objeto del atentado, logra con su convincente testimonio que su amado sea declarado inocente.

Quizá por una vez en su carrera, Arthur Lubin logró con FOOTSTEPS IN THE FOG convertirse en un fino estilista. La planificación no solo es eficaz en todo momento, sino que el brillo de la inspiración se adueña de buena parte de sus situaciones, a lo que contribuye no poco la excelente performance de sus dos protagonistas. Y en este sentido, no se puede dejar de destacar el impagable momento en el que Lowry (Granger) brinda con una maligna satisfacción ante el retrato de su esposa cuando regresa de su entierro, la enorme sutileza y elegancia de todo su trabajo interpretativo o, por otra parte, la aparente humildad y naturalidad y capacidad de matización demostrada por una juvenil Jean Simmons –ya experta en papeles ambivalentes tras su cercana experiencia en la estupenda ANGEL FACE (Cara de ángel, 1953) de Otto Preminger-.

En todo momento los insertos, detalles e insertos en la planificación, fundidos y encadenados de secuencia son tan ajustados e impecables como los juegos de miradas prestados por los actores. Incluso la puntual inclusión de planos inclinados, tiene su oportuna justificación dramática –momentos de especial tensión-, mientras que la dirección artística –especialmente en el interior de la mansión-, es admirable y en ningún momento excesiva en su decorativismo. Al contemplar con el suficiente deleite FOOTSTEPS IN THE FOG, uno tiene en ocasiones la sensación de encontrarse con una especie de variación de LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1945. John M. Stahl) –la pasión de una joven por su amado-, en otras la dirección artística y el tono fotográfico parece anteceder las casi inminentes producciones de Hammer Films, en su elemento de lucha de clases, por momentos parece adelantar una de las premisas del cine de Joseph Losey -no olvidemos que este en 1957 rodó la estupenda e infravalorada THE GYPSY AND THE GENTLEMEN, también descrita en el periodo victoriano- mientras que las imágenes iniciales y buena parte de las tribulaciones vividas por el personaje encarnado por Stewart Granger pudieran considerarse un precedente –en tono más novelesco y menos entroncado con la imaginería del cine de terror-, de las primeras obras del ciclo Corman / Poe protagonizadas por el gran Vincent Price.

Entre el conjunto de virtudes del film no sería justo omitir algunas pequeñas lagunas; la relación y el personaje de la amada adinerada de Lowry interpretada por Belinda Lee carece de consistencia, así como la interpretación de Bill Travers como el abogado largamente enamorado de esta joven resulta enervante –desentonando entre el conjunto de muy eficaces secundarios británicos-. Del mismo modo, el personaje del cuñado oportunista de Lily Watkins resulta excesivamente caricaturesco. De cualquier manera, estas objeciones no pueden ocultar la valía de un film magnífico, que quizá pueda considerarse –junto a la estupenda e inmediatamente posterior 23 PACES TO BAKER STREET (A 23 pasos de Baker Street, 1956) de Henry Hathaway-, una de las mejores producciones de suspense rodadas por productoras americanas en Inglaterra en la primera mitad de los años cincuenta. Un título que merece ser reivindicado del injusto olvido a que ha sido sometido durante muchos años, del que me gustaría destacar un momento memorable, definitorio de toda su capacidad de sugerencia: el instante en que los dos agentes de policía abandonan la mansión de Lowry tras avisarle del asesinato que se ha cometido en los alrededores –y del que él ha sido el autor-. En el momento en que cierran la puerta penetra en la mansión una débil ráfaga de niebla que augura un oscuro presagio y produce un efecto fantasmagórico. Secuencias como esta o la que culmina el film –con toda su carga de ambigüedad-, atestiguan la riqueza de una película que debe ser reivindicada con urgencia.

Calificación: 3’5

http://thecinema.blogia.com/2019/02...-fog-1955-arthur-lubin-pasos-en-la-niebla.php

 
this_island_earth-259433598-mmed.jpg


Regreso a la Tierra (1955) / Joseph M. Newman.

El doctor Meachan (Rex Reason) y otros científicos son invitados por los habitantes del planeta Metaluna para que les ayuden a encontrar uranio, un mineral imprescindible para la supervivencia de su planeta. Pero los doctores descubren que el propósito de sus anfitriones no es otro que invadir la Tierra. Sólo Exeter (Jeff Morrow), un científico de Metaluna, parece estar en contra de la invasión

 
THE FIRST GREAT TRAIN ROBBERY (1978, Michael Crichton) El primer gran asalto al tren
20190204050748-the-firts-great-train-robbery.jpg

Multimillonario en ventas por su faceta como escritor de ciencia-ficción, el paso del tiempo ha dejado en el olvido la figura de Michael Crichton como realizador cinematográfico -dejemos en segundo término su más influyente su faceta como guionista-. No quisiera con estas líneas, hacer una reivindicación de su aporte como tal, extendida en seis largometrajes filmados, entre 1973 y 1989 -obviaremos su presencia inicial en el rodaje de la apreciable THE 13th WARRIOR (El guerrero nº 13, 1999), asumida finalmente por John McTiernan-. Como quiera que he podido contemplar cinco de dichos títulos, creo que en ellos se resume a un competente artesano, capaz de filmar elementos propios del contexto habitual de sus novelas, enclavadas en los riesgos del progreso tecnológico, pero incapaz de trasladar a sus plasmaciones fílmicas, una equivalencia de personalidad cinematográfica.

Dicho esto, y considerando WESTWORLD (Almas de metal, 1973), la propuesta más forma de exitosa serie televisiva- , y en la que mejor se conjugaba ese equilibrio entre mundo literario y su equivalencia en la pantalla, hay que reconocer que el paso del tiempo ha venido otorgando un especial estatus a THE FIRST GREAT TRAIN ROBBERY (El primer gran asalto al tren, 1978), hasta el punto que, de manera generalizada, se la considera su mejor película, aunque al parecer, en el momento de su estreno fuera un considerable fracaso económico. Partiendo de antemano de mi discrepancia de dicha valoración, no es menos cierto que aparece como un título solvente, que es más que probable que ha generado su moderada consideración de culto, en base a dos circunstancias muy concretas; la presencia de Sean Connery -estupendo- en la cabecera del reparto, y estar encuadrada dentro de un contexto de ambientación de época, muy definitoria del cine de la década de los setenta, que ha envejecido muy bien con el paso de los años, y además ha permitido albergar una cierta pátina de clasicismo en nuestros tiempos.

Con un argumento que emana de su propia novela original, Michael Crichton traslada en THE FIRST GREAT TRAIN ROBBERY, ante todo, la idea creada en la mente de Edward Pierce (Connery), de asaltar uno de los trenes que traslada un cargamento en oro, con lo que el gobierno británico, debe sufragar periódicamente los gastos que ocasiona la Guerra de Crimea, a mediados del siglo XIX. Este se codea con la nobleza del Londres del periodo victoriano, llegando a sus oídos las enormes medidas de seguridad, existentes para impedir que estos envíos puedan ser saboteados por delincuentes. Dicho y hecho, y contando con la confianza de su prometida Miriam (Lesley-Anne Down), articulará un plan que sortee las argucias y medidas de seguridad tomadas, para el que tendrá que contar con el avispado Agar (un divertido Donald Sutherland), ladrón especialista en duplicar llaves, ya que de entrada, han de contar con cuatro de ellas, encargadas de abrir las dos cajas de seguridad que porta el vehículo.

Todo irá, más o menos, en los márgenes previstos, hasta que llegue el momento de acceder a las dos últimas llaves, estando a punto de irse por el garete el plan, cuando comprueben la imposibilidad de llegar a las mismas, custodiadas en un despacho de la estación de ferrocarril. Para ello, tendrán que apostar por la fuga del joven Clean Willy (Wayne Sleep), un ratero especializado en escaladas, que se encuentra encarcelado. Este responderá a la llamada -en una de las secuencias más brillantes de la película-, facilitando alcanzar esas dos deseadas llaves -en otro pasaje dominado por una brillante tensión cinematográfica-. Sin embargo, Willy será capturado por las autoridades, y eliminado por Pierce, decidiendo con Agar llevar a cabo el asalto, aunque para ello tengan que sortear el aumento de medidas de seguridad propuesto por las autoridades, al conocer el deseo de este de llevar a cabo un golpe, en el que tendrán que combinar audacia, riesgo, y no poco sentido de la representación.

A pesar de estar situada en la época victoriana, lo cierto es que THE FIRST GREAT TRAIN ROBBERY tiene una de sus mejores bazas en el aporte de un contexto picaresco, a lo que no son ajenos en absoluto, la presencia en la cabecera de reparto de dos actores como Connery o Sutherland, siendo el primero de ellos, cabeza de reparto de tantas reconocidas producciones del género de aventuras en aquellos años. Es más, uno está tentado en pensar, que pese a la dispar situación temporal de la acción, Crichton tuvo una clara referencia a la hora de elegir momentos del TOM JONES (Idem, 1963) de Tony Richardson, a la hora de planificar secuencias como las de la horca que se desarrolla mientras Willy se fuga -ese juguete de un ahorcado que aparece en primer término, está calcado del film de Richardson-, o a la hora de plasmar esos rincones sombríos de Londres, que describen la persecución de Pierce hacia Willy. Ese sentido de un cierto humor bizarro, nos brindará otro brillante exponente, en el plan articulado para lograr el asalto final, centrado en simular que Agar es un pestilente cadáver -impagable el detalle de la necesidad de un gato muerto-, a causa del cólera, y custodiado por su supuesta hermana, para la que se prestará Miriam.

Dominado por una narrativa clásica, en la que la presencia de ciertos zooms resultarán pertinentes. Alentado por la descriptiva y divertida partitura de Jerry Goldsmith, y con una brillante ambientación, que quedará destacada por la fotografía en color de Geoffrey Unsworth, a cuya memoria se dedicó la película, lo cierto es que el film de Crichton se degusta con placidez, incorporando incluso sorprendentes fugas dramáticas, como esa tensa persecución de Connery a Willy, al confirmar que se ha chivado a la policía, hasta llegar a un portal, donde lo estrangulará -quizá retomando la secuencia más percutante de la excelente CLOAK AND DAGGER (1946) de Fritz Lang-, en una inesperada fuga dramática, que brinda un perfil inesperado e inquietante, al personaje encarnado por Connery. O las dos secuencias antes señaladas, en las que se comprueba la imposibilidad de acceder a esas dos últimas llaves, imprescindibles para seguir con el plan. Sin embargo, hay un aspecto que a mi juicio revela la imposibilidad de Crichton, de profundizar en el trazado psicológico de sus protagonistas. Me refiero a la incapacidad de extraer un superior partido, en la relación establecida entre Edward y Miriam. No se logrará, por tanto, traspasar de su superficialidad, ese materialismo y ausencia de sensibilidad del primero -que no dudará en utilizarla como remedo de prost*t*ta-, y los anhelos de esta en consolidar su relación, que tendrán un detalle en esa secuencia en la que ella lo rasura con una navaja de afeitar, adquiriendo por momentos un matiz amenazante, al comprobar que la persona a la que ama, se muestra insensible a su pasión
http://thecinema.blogia.com/2019/02...ael-crichton-el-primer-gran-asalto-al-tre.php
 
THE TRUE STORY OF JESSE JAMES (1957, Nicholas Ray) La verdadera historia de Jesse James
20190205094321-the-true-story-of-jesse-james.jpg

Si hay algo que no vamos a poder negar nunca, es la presencia de unas constantes en la obra de Nicholas Ray que, en numerosos momentos, incluso por encima de la diversidad de sus títulos, y las condiciones de producción en las que fueron realizadas, provocan un extraño y por momentos fascinante “continuum”. No parece, por ello, nada casual, que THE TRUE STORY OF JESSE JAMES (La verdadera historia de Jesse James, 1957), aparezca en la obra del cineasta, tras dos títulos como RUN FOR COVER (Busca tu refugio, 1955) o la inmediatamente posterior REBEL WITHOUT A CAUSE (Rebelde sin causa, 1955). Son tan obvias sus concomitancias, que renunciaremos a su enunciado. Lo que sí es cierto que nos encontramos, de nuevo, con una obra, en la que Ray finalmente reprochó en todo momento, la estructuración final del material rodado por él, por parte de los productores, introduciendo tres flashbacks, que rompían tanto la estructura lineal creada por el cineasta, al tiempo que rompiendo por completo con la idea que este mantenía, de crear un western irreal y rodado totalmente en estudio, en donde se evidenciara un claro afán experimentador. Algo de ello aparece en las costuras de lo que finalmente podemos contemplar -pienso en esas cabalgadas de los forajidos huyendo entre las viviendas, de la embocada del asalto al banco-. Pero, no cabe duda que nos encontramos con una producción de marcado sello 20th Century Fox.

¿Quiere señalar ello algo negativo? En mi opinión, no. No siempre hemos de hacer caso y seguir a ciegas la opinión de sus cineastas -recuerdo sin salir del ámbito de la Fox, la polémicas de Mankiewicz con Zanuck, un tycoon que tenía un ojo de tigre a la hora de detectar las debilidades de cualquiera de sus producciones-. Y como en cualquier otro proyecto artístico, hemos de valorar lo que la pantalla nos permite. Cierto es que nos encontramos con una película que goza de polémica en este sentido. Una polémica de la que sinceramente me excluyo, ya que no dudo en considerar THE TRUE STORY OF JESSE JAMES una gran de las grandes obras de Ray, en la medida que este vierte todo su mundo visual y expresivo, integrándose una vez más en el contexto de producción de este estudio, en el que había ya rodado con la inmediatamente precedente BIGGER THAN LIFE (Más poderoso que la vida, 1955). Creo que Ray supo adaptarse muy bien -dada su experiencia previa en Warner y Columbia, a los nuevos modos expresivos de la Fox, fundamentalmente a través de una impresionante utilización del CinemaScope, gozando de una no menos extraordinaria labor del operador de fotografía, Joe McDonald.

Será una importante base, para asistir a este relato extraño y desequilibrado, pero revestido en todo momento por el lirismo y los estallidos emocionales, inherentes al mejor cine del cineasta. THE TRUE STORY OF JESSE JAMES se inicia de manera percutante, tras un rótulo que advierte las circunstancias que han envuelto la leyenda del joven bandolero, al tiempo que señala que lo que contemplaremos intenta ajustarse a la realidad del mismo. No cabe duda, que con esta nueva revisitación, el estudio deseaba traer de nuevo a las pantallas, el clásico rodado en su seno en 1939 -el excelente JESSE JAMES (Tierra de audaces) de Henry King, de la que se heredan algunas de sus secuencias, aunque transformadas por el nuevo formato y la superior nitidez visual-. Retomando el guión de Nunnally Johnson en la película de King, y ayudado por el nuevo libreto de Walter Newman -en el que no faltan testimonios en torno a personas que colaboraron en él, como el estrecho colaborador de Ray, Gavin Lambert-, nos encontramos con una película que, de entrada, se beneficia del esplendor visual que en aquellos años caracterizaba a la 20th Century Fox. Es cierto que, en aquellos años, el uso del formato panorámico ya se encontraba debidamente dominado narrativa y visualmente, pero no es menos evidente que Nicholas Ray -ya experto en su aplicación- logra manejarlo con tanta elegancia, pertinencia dramática, como personalidad propia.

Nos encontramos en Northfield (Minnesota), en septiembre de 1867. La banda de los hermanos James se dispone a asaltar el banco de la población. Lo lograrán, no sin una traumática vivencia que costará varios muertos. Será un comienzo vibrante, sobre el que se insertarán los títulos de crédito. Contemplaremos la acción de las patrullas de la población y, en cierto modo, tendremos conciencia que se vislumbra el principio del fin del célebre protagonista. En breves pasajes, se podrán percibir las diferentes visiones que el mismo provoca en el conjunto de una población, que se encuentra casi a punto de abandonar el primitivismo del Oeste, para insertarse en el sendero de un incipiente progreso. Será una base sociológica, sobre la que la que se insertará este joven, cada vez más inestable, y al mismo tiempo cada más incómodo, en una sociedad que poco a poco va dejando atrás las huellas de la Guerra Civil. En realidad, la película se cierne sobre la odisea de un joven inadaptado, uno de los temas vectores de la obra de Ray, y que en buena medida conecta con la previa y ya citada RUN FOR COVER.

La descripción de una situación de creciente inestabilidad, será recogida en la imagen, por medio de esa persecución por medio de los parajes frondosos, revestidos de un aura perturbadora. Allí se sucederán enfrentamientos entre los componentes de la patrulla y algunos de los hombres de James, que han quedado en el camino. Y en dicho contexto, los hermanos protagonistas también se refugiarán con su banda diezmada. Será el lugar para la reflexión e incluso el enfrentamiento entre Frank (Jeffrey Hunter), siempre más sensato que su hermano, y el propio Jesse (Robert Wagner). Y será también el punto de partida para proceder a una mirada retrospectiva en torno a la figura del bandolero. Evidentemente, nos encontramos con el “pecado original”, que impide considerar la película en función de la valía que a mi juicio merece. Se trata de esos tres flashbacks “bastardos”, siempre denunciados por Ray y su estrecho equipo de colaboradores, de los cuales solo puedo estar de acuerdo en su desafortunada presencia a través de unos molestos humos -un poco lo que sucedería tres años después con el excelente film de Ford SERGEANT RUTLEDGE (El sargento negro, 1960)-. Sin embargo, hay a lo largo de la extensa historia del cine de Hollywood, una constante relación de agravios, en torno a la frustración de la tarea del artista, en contraste con los resultados obtenidos. Y no siempre dicha circunstancia, ha estado directamente relacionada con los resultados contemplados en la pantalla.

A mi modo de ver, y reconozco que se trata de una opinión muy personal, creo que este es uno de los ejemplos, en los que las manipulaciones de estudios no enturbian la validez de su resultado final. Y es que la presencia de esos retrocesos en la narración -hagamos excepción de la tosquedad en la manera de presentarlos-, considero que consiguen elevar la temperatura, la electricidad, en suma, de un relato revestido de fuerza y delicadeza. Hay en su presencia una especie de refuerzo del fatum, la catarsis, la sensación de que la tragedia aparece, casi como consecuencia de un destino buscado, quizá por formar parte, de manera equivocada, en un mundo convulso, teniendo en el interior una personalidad compleja y disonante.

THE TRUE STORY OF JESSE JAMES, dominada por una excelente dirección de actores -en la que brilla incluso Robert Wagner, tanto en su química con la espléndida Hope Lange, como en el contraste con el más maduro Jeffrey Hunter-, está revestida de dramatismo y lirismo. Es algo que se elevará por encima de los elementos surgidos en su guion -la secuencia en la que Jesse elimina a la anciana desposeída, de la hipoteca que la atenaza, para robarle a continuación el dinero a su usurero-. El talento y la sensibilidad de Ray se plasma en las secuencias románticas de Jesse con la que se convertirá en su mujer -la del bautizo de ambos, aquella en la que la recoge de su familia, los instantes desarrollados en ese confortable hogar, en el que siempre se les verá incómodos e incapaces de asumir la felicidad de la rutina-. Pero la película no desaprovechará la ocasión de presentar, uno de los tour de force más complejos de su obra; el reencuentro con la descripción del asalto de Northfield. Todo un prodigio de narrativa, precisión y montaje, que no dudaría en insertar entre los pasajes más valientes jamás rodados por su director. Y, una vez más, la presencia de una escalera, y una singular construcción en la que la escenografía de interiores tendrá gran importancia -maravilloso primer plano final de Wagner, en donde su rostro casi parece preludiar su muerte-, retomando y al mismo tiempo marcando un territorio propio a partir del excelente referente de Henry King. Tras él, llegará la leyenda

Calificación: 4
http://thecinema.blogia.com/2019/02...olas-ray-la-verdadera-historia-de-jesse-j.php
 
Cine clásico contra adolescencias sobreprotegidas
Publicado por Iker Zabala
oie_AFqwg8pfQFET.jpg

Tiempos modernos. Imagen: Charles Chaplin Productions
Dado que vamos a hablar por aquí de la juventud, de educación y de varias películas clásicas, no está de más empezar con una encantadora comedia japonesa que viene totalmente al pelo. En Buenos días(1959), una joya absoluta de Yasujirō Ozu, los protagonistas son dos niños que se pasan media película jugando a tirarse pedos y la otra media haciendo voto de silencio en señal de protesta ante sus padres. El motivo: estos se niegan a comprarles una tele, temerosos de que la «caja tonta» termine por atontarlos del todo. Los chavales son inflexibles, se toman su misión muy en serio (son japoneses) y al final ganan porque por el camino revelan a sus progenitores la hipocresía y la dudosa utilidad de los ancestrales códigos sociales del decoro y la buena educación que pretenden inculcar a sus hijos. Y es que tirarse pedos y pensar no son actividades incompatibles, por lo visto.

Llevamos cien generaciones seguidas acusando preventivamente a los jóvenes de preparar poco menos que el fin del mundo con sus aficiones huecas, sus inclinaciones peligrosas y sus gustos alarmantes. Pero no falla: andando el tiempo los chavales casi siempre se revelan más listos de lo que tendemos a creer. Ello no quita para que levantar la ceja ante sus pasatiempos y modas, no consentirlos por defecto, criticarlos y discutirlos sea hasta saludable. A fin y al cabo el conflicto generacional es, como todo conflicto, una de nuestras palancas de progreso. Pero antes de interferir en el desarrollo personal de la próxima generación conviene recordar que nuestras mejores intenciones y la bondad no siempre son la misma cosa. Esto lo explica muy bien otra comedia legendaria, Arsénico por compasión (Frank Capra, 1944) en la que dos ancianitas adorables de enorme corazón, movidas por la lástima que les producen los mendigos del barrio, se dedican a envenenarlos, convencidas de aliviar así su sufrimiento. Análogamente, el mundo se nos ha llenado de padres que confunden la receta de la seguridad infantil y la formación para la vida con el frasco de arsénico. También de profesores que confunden la fórmula del debate dialéctico con la educación en la censura.

Existe un ejemplo de esto excelentemente documentado y analizado con rigor científico y hondura académica por Jonathan Haidt y Greg Lukianoff en un artículo en The Atlantic y un exitoso libro posterior (inciso: lean y escuchen todo lo que puedan a Haidt, me lo agradecerán). Los autores han analizado pormenorizadamente y puesto en evidencia un mal de Estados Unidos cuyas consecuencias hace tiempo que se dejan ver por todo Occidente, y que ha provocado el surgimiento de una generación de osos amorosos hipersensibles con, paradójicamente, un gusto voraz por la censura. Los autores no culpan a los chavales, sino a sus padres y, sobre todo, al cuerpo docente de los institutos y los campus universitarios americanos, propiciadores de un ambiente lectivo que propone un cóctel letal de sobreprotección frente a visiones polémicas y discrepantes, supeditación del razonamiento emocional sobre el lógico, veneración del derecho a sentirse ofendido y demás. Haidt y Lukianoff denuncian una cultura exacerbada de safetyism (los campus se han convertido en «zonas libres» de palabras y expresiones que se consideran violentas, agresivas y nocivas por definición y ante las que no cabe la oposición dialéctica, sino la simple eliminación, como si de un bacilo se trataran) y de trigger warnings (el profesorado elige el temario con pies de plomo, asumiendo que el contenido lectivo podría despertar respuestas emocionales indeseadas en los alumnos con malas experiencias personales).

Hay ejemplos suficientes para hablar de pandemia. Vayan dos: en una universidad americana los estudiantes pidieron eliminar El gran Gatsby de su programa académico arguyendo que los episodios más violentos de la novela podían evocar traumas en los alumnos que hubieran sufrido agresiones físicas en el pasado; varias obras maestras literarias la siguieron con parecidas justificaciones. Otra universidad confundió el honor de acoger en su aula magna un debate electoral entre Hillary Clintony Donald Trump con la necesidad de alertar por medio de carteles a los alumnos más sensibles de que podrían sentirse heridos al escuchar frases ofensivas y malsonantes por parte del candidato republicano. En casa tampoco nos faltan ejemplos: ya habrá oído hablar de esos partidos de fútbol infantiles en los que no se cuentan los goles, no vaya a ser que los niños descubran que a veces se pierde en la vida.

Haidt y Lukianoff recuerdan que uno de los principios esenciales de la psicología es que impedir por la fuerza que los pacientes con trastornos de ansiedad se enfrenten a sus temores es una práctica totalmente contraproducente. Y es que, como era de prever, esta orgía de buenas intenciones está teniendo consecuencias dramáticas. En unos casos, estudiantes que al salir de la burbuja protectora se revelan nada preparados para la vida (Haidt ha señalado una correlación directa con el aumento de suicidios de adolescentes en EE. UU., sobre todo de chicas). En otros, chavales rabiosamente convencidos de su superioridad moral y absolutamente incapacitados para el debate, pues, en lugar de enfrentarse al discrepante con argumentos, corren a censurarlo, a etiquetarlo en el grupo históricamente «opresor» y maldito que mejor venga al caso y a aislarlo como a un virus infeccioso. Todo esto le sonará (ya no es solo un mal americano) porque es muy contagioso (de hecho, afecta a muchos que dejaron de ser jóvenes hace tiempo). La cosa es grave, porque por el camino no solo llega una generación de espíritus frágiles, sino que mueren la disputa racional, la pugna entre ideas contrapuestas y la propia noción de democracia, que es por definición un compromiso cívico entre personas diferentes.

oie_B4Ip0wlMo8DS.jpg

Atrapado en el tiempo. Imagen: Columbia Pictures Corporation
Dice Haidt: «Antes que proteger a los estudiantes de palabras e ideas que inevitablemente encontrarán en el futuro, los centros educativos deberían equiparlos de lo necesario para prosperar en un mundo lleno de palabras e ideas que no podrán controlar. Una de las grandes enseñanzas del budismo, el estoicismo, el hinduismo y otras tradiciones es que la felicidad no se alcanza amoldando el mundo a tus deseos, sino controlando esos deseos, así como tus pautas mentales». Le parecerá una tontería, pero al leer esto yo, que tengo mis cosas, me acordé inmediatamente del bueno de Bill Murray en Atrapado en el tiempo (1993), un tipo que solo halla la felicidad cuando comprende que Punxsutawney (y el tozudo calendario) no van a rendirse jamás a su cinismo y su misantropía, sino todo lo contrario.

Como el asunto es serio y hay que revertir la cosa cuanto antes, y como no soy psicólogo juvenil pero sí he echado un rato en ver alguna que otra película, se me ha ocurrido que una buena manera de entretenernos por aquí sería recomendar para la franja de edad de la adolescencia varios filmes que expliquen algunas consideraciones de mucha importancia sobre la crudeza del mundo, las decepciones inevitables, la moral, la ciudadanía o el placer de una conversación civilizada. La mayoría son anteriores al año 2000, y por tanto «antiguos» según el desopilante criterio definitorio actual. Pero, como dijo Martin Scorsese hace unas semanas en Oviedo haciendo suya una frase de Peter Bogdanovich, «las películas antiguas son una cosa que no existe. Lo que hay son películas que no has visto». Allá vamos:

Cine clásico contra adolescencias sobreprotegidas

Como la juventud se nutre de la creación de modelos, nada mejor que empezar con películas protagonizadas por chavales lúcidos y perspicaces. Es más: chavales que hallan la propia inteligencia sin apoyo paterno, o a pesar de la ausencia o la torpeza, cuando no la desidia, de sus mayores. El patrón es, claro, el Antoine Doinel de Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959) pero también el Mason de Boyhood (Richard Linklater, 2014) o esa niña de creatividad inagotable en la superación de miedos y problemas que brilla en El viaje de Chihiro (Hayao Miyazaki, 2001). Qué verde era mi valle(John Ford, 1941) contiene un delicioso episodio autobiográfico en el que Ford recuerda cómo de niño estuvo meses postrado en una cama por la enfermedad con la mejor terapia a tiro de brazo: una estantería llena de libros que despertaron su pasión por la literatura universal. Academia Rushmore(Wes Anderson, 1998) presenta una variable interesante: se puede ser rarito y, siendo perfectamente consciente de ello, lucir sin miedo la propia inteligencia e individualidad, compartirlas con los demás y pelear por el propio lugar en el mundo.

Los chascos llegan

Lección dos. Muy elemental, pero así estamos: la vida es una serie de dificultades, un recorrido lleno de trabas. Lo anómalo es el camino de baldosas amarillas. Los problemas (que llegan invariablemente) son más o menos serios. A veces son muy graves. Pero tampoco estamos aquí para deprimir al personal, así que escojamos películas cuyo protagonista, ardiente, apasionado y vital, decide renacer ante la adversidad. Porque tirar de ganas de vivir también es posible, y no tan anómalo. Tres ejemplos: el final de Días del cielo (Terrence Malick, 1978), el de Tiempos modernos (Charlie Chaplin, 1936) y el canon, que es esa cosa prodigiosa a cargo de Giulietta Masina en la última escena de Las noches de Cabiria (Federico Fellini, 1957). Sonreír ante la calamidad no es pretender estúpidamente que la desgracia y el miedo no volverán a asomar la patita, sino saber que no queda otra que subirse a ellos y cabalgarlos, y de paso aprender algo sobre la marcha. Que la experiencia del miedo es un camino exprés hacia la sabiduría personal es una cosa muy bien explicada en la peripecia de la protagonista de Cléo de 5 a 7 (Agnès Varda, 1962). Aunque también hay lecciones más prosaicas: si te queman el coche, si tu mejor amigo muere de un infarto, si te engañan, te estafan, te amenazan de muerte; si se mean en la alfombra de tu salón, vaya, recuerda: «el Nota aguanta» (El gran Lebowski, Joel & Ethan Coen, 1998).

Una mirada a la crudeza

Llega ahora el vistazo necesario a los verdaderos horrores del mundo. La siguiente fase son películas protagonizadas por niños a los que la vida reserva su primera experiencia con el mal, que es algo mucho peor que una frase polémica o un tuit ofensivo. El modelo aquí es La noche del cazador (Charles Laughton, 1955) y otras películas de niños acechados por la vileza, la miseria o la guerra. Véase Ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948) o su prima hermana, La tumba de las luciérnagas(Isao Takahata, 1988). Dice Michael Haneke que nunca hay nada malo en mostrar la verdad sobre los aspectos más sórdidos de la existencia, y aquí no vamos a recomendar ningún Haneke porque tampoco hay que forzar, pero sí Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1986) una película sobre el viaje iniciático de un grupo de chavales decididos a mirar de cara el rostro de la muerte. Con estos mimbres se allana el camino para ver un día futuro cosas necesarias como la reciente El hijo de Saúl (László Nemes, 2015) o, cómo no, para cumplir andando el tiempo con el deber cívico del hombre adulto europeo, que es, claro, ver Shoah (Claude Lanzmann, 1985).

oie_L0J5Bi1Ght08.jpg

La tumba de las luciérnagas. Imagen: Shinchosha Company, Studio Ghibli
Un último vistazo atrás

Al final de El guardián entre el centeno Holden Caulfield veía a su hermanita jugar en un tiovivo y echaba así el último y necesario vistazo a su infancia. Hay películas que permiten al espectador adolescente mirar atrás para comprobar si se ha cumplido con los deberes del niño antes de que sea demasiado tarde. Por ejemplo: ¿se ha vivido en esa zona de irrealidad y fantasía tangible, empírica, que asoma tras la experiencia sensible? Es decir, ¿se ha visto, hablado, conocido personalmente a los monstruos? (El espíritu de la colmena, Víctor Erice, 1973). En todo descubrimiento se parte de la incertidumbre, de ahí al miedo, de ahí a la revelación, de ahí al genuino asombro. ¿Se ha experimentado esto alguna vez de manera similar a como lo sentían esos niños de Pather Panchali(Satyajit Ray, 1955) que nunca habían visto un tren? ¿Se ha reído, gritado, jugado, disfrutado, corrido al aire libre? ¿Se ha sido, en suma, alguno de los niños, cualquiera, de El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011)?

La moral y el arte de la buena conversación

Vivimos una era de juicios morales apresurados. Ya habrá visto el Twitter, con su ceremonial perpetuo de etiquetado precoz del adversario dialéctico en las peores categorías humanas. ¿Alguna vez su hijo/sobrino le ha preguntado a los diez minutos de una película quién es el bueno y quién es el malo? Los niños necesitan estos juicios morales bipolares para orientarse. El problema a día de hoy es que miles de jóvenes en edad de votar siguen viendo solo esas dos clases de personas. A estos conviene recomendarles Nader y Simin: una separación (Asghar Farhadi, 2011). En esta película entretenidísima hay un momento esencial en el que todos sus personajes defienden con vehemencia intereses que van en abierta oposición a los de todos los demás. Y sin embargo resulta que ninguno de esos intereses carece de justificación moral. He ahí una foto fija perfecta del complejo equilibrio que exige la democracia, un sistema que, como todas las cosas excelsas y sublimes, demanda todo nuestro esfuerzo de contención, resignación y empatía. Porque fuera de ella uno puede recrearse en lo bien que lucen su razón y su dialéctica, pero tendrá frío. Mucho. La lección se completará andando los años, bien entrada la veintena, con dos películas sobre el sutil, profundo y enriquecedor arte de la buena conversación. En la era del «zasca», dos artefactos alienígenas: Mi cena con André (Louis Malle, 1981) y Mi noche con Maud (Éric Rohmer, 1969).

En fin, la ciudadanía

Otra lección elemental, pero así estamos: no hay nada más irresponsable que instigar el odio fraternal. Porque cuando este se desborda resulta tan difícil encauzar la convivencia como volver a meter la pasta de dientes en el tubo. De odios latentes que despiertan en el momento más inesperado habla muy bien en clave nacional La caza (Carlos Saura, 1966). Si su mensaje se comprende, iremos bien. Porque a la infancia le sucede la adolescencia, pero a esta, en el mejor de los casos, no le sigue la madurez, cosa de mérito apenas biológico, sino algo mucho más admirable: la ciudadanía ejercida con responsabilidad. Por eso podemos cerrar esta modesta propuesta de formación en valores presentando algunos modelos de excelencia cívica. Proponemos dos: por un lado, el director de periódico Dutton Peabody, que herido, magullado y tirado por los suelos dice en la célebre película de John Ford: «¡Ah, hola Rance! Le he explicado a Liberty Valance algunas consideraciones sobre la libertad de prensa». Por otro lado, ese manual viviente del hombre recto e íntegro que es Toshiro Mifune en Barbarroja (Akira Kurosawa, 1965), el Atticus Finch japonés, un tipo dotado del raro don de saber siempre lo que se espera de él. Y hacerlo.

Los jóvenes siempre son más listos de lo que creemos, decíamos al principio. A lo mejor todas estas películas les aburren o les traen al pairo, y bien está. Basta que sepan hallar las suyas. El único requisito es que las que encuentren les despierten algo parecido al célebre elogio de Dante a Virgilio:

O sol che sani ogni vista turbata,
tu mi contenti sí quando tu solvi
che, non men ce saver, dubbiar m’aggrata


Oh sol que curas la nublada vista,
me satisfacen tanto tus respuestas
que, más que saber, dudar me agrada

Infierno XI, versos 91-93

La duda, ese rarísimo tesoro en esta era borracha de presuntas certezas.

4.jpg

Arsénico por compasión. Imagen: Warner Bro
https://www.jotdown.es/2019/02/cine-clasico-contra-adolescencias-sobreprotegidas/
 
Todos nacemos locos: Taxi Driver
Publicado por Jose Valenzuela
oie_18144629ExpsXxPK.jpg


Este texto pertenece al libro Todos nacemos locos. 50 títulos esenciales sobre el trastorno mental.

Travis Bickle nos enseña en Taxi Driver que el descenso a los infiernos puede ser una ruta circular. Un camino donde inicio y final son siempre el mismo punto, y donde todo lo aprendido queda borrado tras el paso de nuestro vehículo por el humo vomitado de unas alcantarillas que no esconden la verdadera basura de la ciudad. Una ciudad que nunca duerme. Travis tampoco duerme. Porque Travis Bickle conoce la fragilidad de nuestra memoria. Él ha estado en la guerra de Vietnam y ha visto lo que gran parte de la sociedad nunca verá y ni tan siquiera será capaz de imaginar. Y ha visto cómo los héroes de su país son olvidados y lanzados a la basura. Pero ellos, los que no han salido de sus vidas acomodadas, sí que duermen, porque están vacíos. Huecos.

Travis, por su parte, es incapaz de descansar, vive entre su taxi y los cines por**, entre prost*tutas y proxenetas desalmados que son capaces de prostituir a niñas. Nueva York le observa mientras él observa a Nueva York, y solo es capaz de ver sus miserias y sentir cómo crece en su interior un odio y una ira que acabarán por ser el castigo de los pecadores. ¡Arrepentíos! Travis escribe su diario durante la película, el diario de un inadaptado, un diario que nos abre una ventana a la mente de Travis, a las emociones de Travis. Travis escribe como Paul Schrader escribió el guion de esta película, de forma frenética, dicen, catártica, sugieren, tras perder su empleo, a su pareja, su hogar y su poca dignidad; además de vivir obsesionado con las armas y la por**grafía y sin hablar con nadie durante semanas. Schrader escribía porque si no lo hacía se acabaría matando, y la pistola que le acompañaba se lo recordaba durante el tecleo seguramente inconstante por los efectos del alcohol y las drogas que le mantuvieron despierto y enterrado hasta el cuello en su miseria vital.

Scorsese descubrió el guion, dicen las malas lenguas, gracias a encontrar algunas de las páginas en la basura de uno de sus camellos. Nosotros sabemos que no es cierto, pero ¡qué demonios!, esa historia antes de la historia es digna de conservarse aunque nunca haya existido. De la misma forma, Ralph Singleton contó en una entrevista televisiva que en alguna ocasión tuvo que esconder la cocaína del director ante la visita de la policía, cocaína que alimentaba a Scorsese para desaparecer más de una noche en fiestas privadas o para trabajar sin parar grabando tomas durante horas y horas con la única compañía de su operador de cámara a bordo del taxi. Esa es la esencia de Taxi Driver. Travis está en cada uno de ellos. Su soledad y su ira están inspiradas en parte en la figura de Paul Kersey, justiciero imaginado por el escritor Brian Garfield y llevado a la gran pantalla por Michael Winner, aunque Travis también bebe de obras contemporáneas, como Falso culpable, de Alfred Hitchcock, y novelas decimonónicas, como Memorias del subsuelo, de Dostoyevski. Ahora bien, Travis no hubiera sido Travis sin el trabajo de Michael Chapman en la dirección de fotografía, plasmando su descenso en unos planos brutales y a través de unas atmósferas que casan a la perfección con la música del legendario compositor Bernard Herrmann —obra póstuma—.

El blues que acompaña los pasos de Travis y sus intentos por congeniar con una sociedad solo a través de las mujeres, mujeres por las que sería capaz de todo, de pagar lo que fuera, de matar a quien debiera; los vacuos acercamientos a la sociedad; y sobre todo los rechazos conforman aquello que poco a poco, gota a gota —y es ahí donde se revela la grandeza del reflejo psicológico de Travis, ya que no se recurre al manido empleo de la locura repentina, sino que va llegando de forma gradual—, convertirá a Travis en el brazo armado de la justicia, de su justicia, en un hombre que solo quiere limpiar la suciedad de las calles, en un hombre con una misión encomendada por sí mismo y que no duda porque sabe que va a morir, y no solo no le importa, sino que lo acepta como algo natural en su misión. Una misión que se observa no solo a través de su monólogo interior, sino de su aspecto, con ese cuerpo cincelado y ese mohawk propio de los soldados que van a cumplir una misión casi suicida y que advierten a sus compañeros de que estarían mejor lejos, muy lejos de ellos. Que le dejen solo, porque Travis siempre fue un hombre solitario, él mismo lo dice: «La soledad me ha perseguido durante toda mi vida». Esa soledad es la que le da fuerzas en su cometido, un cometido casi divino si pensamos en las religiosas infancias de Scorsese y de Schrader. Porque Travis es un elegido, el elegido, el hombre asqueado, el de las ideas negras. Y qué más da si se habla de esquizofrenia, o de paranoia, o de síndrome de estrés postraumático tras la guerra; o si es un inadaptado o simplemente se trata de una persona que se ha cansado de todo y quiere arreglar a su manera lo que no está bien. Travis es un héroe, el héroe que la ciudad se merece, uno que malvive de noche y vuelve una y otra vez al origen de todo, que vuelve una y otra vez a odiar a la ciudad que ya lo ha olvidado y que le deja circular por sus calles cuando es incapaz de dormir y de olvidar lo que… lo que ya no es capaz de recordar.


Taxi Driver (1976)

Título original: Taxi Driver
Productora: Columbia Pictures, Bill/Phillips, Italo/Judeo Productions
Productor: Julia Phillips, Michael Phillips
Director: Martin Scorsese
Guion: Paul Schrader
Fotografía: Michael Chapman
Música: Bernard Herrmann
Montaje: Tom Rolf, Melvin Shapiro
Intérpretes: Robert De Niro, Jodie Foster, Cybill Shepherd, Albert Brooks, Harvey Keitel
País: Estados Unidos
Año: 1976
Duración: 113 minutos. Color

https://www.jotdown.es/2019/03/todos-nacemos-locos-taxi-driver/
 
le_plaisir-272697622-mmed.jpg


Le plaisir / Max Ophüls, 1952 / Francia / 93 min.

Adaptación de tres cuentos del escritor francés Guy de Maupassant que versan sobre el placer:
- Un hombre extraño, que asiste a un popular baile de máscaras en París, baila hasta caer extenuado. El médico que lo atiende descubre sorprendido que tras la máscara se oculta un anciano. Cuando lo acompaña a su casa, la esposa le cuenta al médico la triste historia del bailarín.
- A Madame Tellier, que regenta un prostíbulo, la invita su hermano Joseph a la primera comunión de su hija. La Madame cierra el negocio y se traslada con sus pupilas a la lejana granja de Joseph para asistir a la ceremonia. Terminada la fiesta, regresan al prostíbulo en medio del regocijo de los hombres, que ya las echaban de menos.
- Un famoso artista se enamora de su bella modelo Josephine. Sólo pinta retratos de ella y alcanza el éxito, pero su historia de amor tiene un final inesperado.


 
Atrezzo ilustre: historias detrás de objetos de cine (I)
Publicado por Diego Cuevas.

eight-668x445_result.jpg


Las props cinematográficas son todos aquellos objetos fabricados para ser utilizados en la ficción del cine. Cachivaches, enseres, trastos comunes o artefactos fantásticos diseñados de manera exclusiva para formar parte del atrezo que embellece las historias. Algunas han alcanzado un estatus icónico y otras son meras anécdotas, pero casi todas esconden alguna historia interesante detrás.

Kurt Russell contra la guitarra de ciento cuarenta y pico años de Los odiosos ocho (2015)

La escena de Los odiosos ocho donde John Ruth (Kurt Russell) convertía en astillas la guitarra que tocaba Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh) contenía en sus imágenes una desgracia de tamaño histórico. Y, más concretamente, una desgracia de ciento cuarenta y cinco años de historia destrozados por una buena hostia por parte de Snake Plissken. Porque lo que Russell estampaba contra la columna en dicha secuencia no era una mera guitarra de atrezo, sino una Martin (de la casa C.F. Martin & Company) auténtica e irreemplazable que databa de 1870 y había sido cedida por el Martin Guitar Museum para ser utilizada durante el rodaje.


Ojo a la reacción natural de Jason Leigh al ver cómo Russell convierte la guitarra en leña para el fuego.

Dick Boak, director del Martin Guitar Museum, no supo realmente lo que le había ocurrido al instrumento hasta que la web Reverb se puso en contacto con él para saber qué cara se le había quedado: «Lo que nos dijeron en su momento es que fue un accidente en el set, y supusimos que un andamio o algo similar cayó sobre la guitarra. Entendemos que este tipo de cosas ocurren, pero al mismo tiempo no nos lo podemos tomar a la ligera. Todo esto de que se rompió la guitara porque estaba escrito en el guion y nadie le había dicho al actor que no debía hacerlo es información que hasta ahora desconocíamos. No sabíamos nada sobre el guion, o sobre si a Kurt Russell no le habían comentado que era un artefacto invaluable e insustituible del museo». Mark Ulano, un técnico de sonido galardonado con un Óscar, fue testigo del accidente y aclaró que todo ocurrió por culpa de un error de comunicación: «Supuestamente se iba a filmar hasta ese punto y cortar la toma en ese momento para cambiar la guitarra por una falsa». Según Ulano, el equipo de producción del wéstern de Quentin Tarantino había fabricado hasta seis réplicas de la Martin para ser destrozadas en la escena, «Y bueno, por alguna razón nadie avisó a Kurt de esto. Por eso mismo cuando ves lo que ocurre en pantalla sabes que la reacción de Jennifer es genuina».

Lo peor de todo es que el centenario instrumento estaba asegurado por su precio de adquisición, una cifra que no representaba en absoluto el valor real de un objeto considerado irremplazable: «Hemos sido renumerados por el valor del seguro, pero no se trata del dinero, se trata de la preservación de la historia y el patrimonio musical estadounidense». Desde el museo solicitaron que se les remitiesen restos y astillas para evaluar si aquel accidente podía enmendarse de algún modo, pero fue en vano. «Está lejos de cualquier cosa que podamos hacer para arreglarla. Está destruida». El pobre Boak finalizó su intervención apuntando las nuevas políticas de su empresa respecto al séptimo arte: «Como resultado de todo esto, nuestra compañía no volverá a prestar sus guitarras a las producciones cinematográficas bajo ninguna circunstancia».

El misterio de los zapatos de rubí de El mago de Oz (1939)

the-wizard-of-oz-shoes-263c788957d5706a_result.jpg

Mi tesoro. Imagen: Metro-Goldwyn-Mayer.
En la novela original El mago de Oz de L. Frank Baum el calzado de Dorothy en sus tropelías por el mundo de fantasía no tenía ese color rojo brillante que luce en la película protagonizada por Judy Garland, sino que se trataba de un par de zapatos plateados. Pero la película El mago de Oz había sido ideada para mostrar las bondades del Technicolor en la pantalla grande, y una de las revisiones del guion decidió teñirlos de rojo con el objetivo de derramar la mayor gama de colores sobre la audiencia.

En la época de la cinta los objetos diseñados para las películas no se trataban con el mismo mimo que en la actualidad, no existía la fiebre por subastarlos a posteriori y las productoras se limitaban a meterlos en algún armario en sus almacenes para que cultivasen ácaros. Por culpa de esa desidia también es difícil saber con certeza cuántos zapatos de rubí se produjeron inicialmente. Se cree que entre seis y diez pares (sin contar los diseños preliminares) del modelo definitivo fueron creados para el largometraje por Joe Napoli en la Western Costume Company. En los años setenta, un caballero llamado Ken Warner localizó un puñado de ellos olvidados en un almacén de la MGM, se quedó con una pareja y vendió el resto. Y durante los ochenta, una mujer llamada Roberta Bauman vendió otro par de zapatos originales que tenía en su posesión como premio por haber ganado un concurso cuarenta años atrás.

Desde entonces, el calzado de Dorothy han ido cambiando de manos entre cinéfilos con pasta y se han exhibido en lugares como el Instituto Smithsoniano, la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas o el parque de atracciones Disney’s Hollywood Studios. Y un par de aquellos zapatos nómadas protagonizaron un misterio tremendo: en la noche del 27 de agosto de 2005 fueron robados del Judy Garland Museum por una persona (o personas) de identidad desconocida. La policía ofreció inicialmente doscientos cincuenta mil dólares a cambio de cualquier tipo de información que pudiese encaminarlos hacia el paradero de los zapatos y, diez años después, una persona anónima de Texas subió aquella recompensa hasta el millón de dólares. Entretanto, unos voluntarios exploraron unas minas en el condado de Itasca, donde un chivatazo insinuaba que se ocultaba el botín, sin éxito, y la policía registró infructuosamente la casa de un listillo de San Diego que iba proclamando que los tenía en su poder. En septiembre de 2018, el mismísimo FBI anunció que por fin había recuperado los zapatos de rubí de El mago de Oz, pero esquivó explicar dónde o cómo lo habían hecho y quién había sido el mangante.

El arsenal de El señor de la guerra (2005)

lord-of-war-391925l_result.jpg

Imagen: Lionsgate.
El señor de la guerra narraba los tejemanejes de Yuri Orlov (Nicolas Cage), un traficante de armas ruso que se paseaba por países en guerra vendiendo artillería, esquivando a la Interpol y lidiando con dictadores. El largometraje tomaba como base las consecuencias que tuvo para el mercado negro el fin de la Guerra Fría: la disponibilidad de un montón de armamento abandonado en los almacenes de los estados soviéticos, material que permitió a los traficantes ilegales vender el género allá donde zumbase un conflicto bélico y amasar pasta suficiente para cubrir numerosos agostos. La película se inspiraba en hechos reales, pero Orlov no estaba basado en una persona real en concreto, sino en varias historias de traficantes de armas y gente de similares encantos.

Lo interesante es que el director del film, Andrew Niccol, no solo se inspiró en el mundo de la compra venta de armas, sino que también se vio obligado a meter un poquito el pie en él. Por un lado, la producción optó por alquilar tres mil fusiles de asalto Vz. 58 para ejercer en pantalla como si fuesen AK-47 porque aquello resultaba más barato que comprar, fabricar o alquilar las réplicas del fusil soviético diseñado por Mijaíl Kaláshnikov. Y por otra parte, el propio Niccol llegó a un acuerdo con un traficante de armas para poder utilizar cincuenta tanques durante una secuencia de unos pocos segundos de duración, «Me dijo que los podía utilizar, pero que se los devolviese antes de diciembre porque había acordado venderlos en Libia». El realizador también tuvo que ponerse puso en contacto con la OTAN, para avisar de que aquella hilera de tanques, que estaban captando los satélites desde las alturas y preocupando a más de uno, tan solo formaba parte de una producción cinematográfica y no de una guerra real.

El vaso de agua bailongo de Parque Jurásico (1993)

Michael Lantieri, parte del equipo encargado de los efectos especiales de Parque Jurásico, recibió una tarde la llamada de un Steven Spielberg al que se le acababa de encender una bombilla sobre cómo mostrar en pantalla los pesados pisotones del gigantesco T-Rex: «Me llamó a la oficina y me dijo: “Estoy en el coche escuchando Earth, Wind & Fire y el espejo retrovisor está temblando. Eso es lo que necesitamos, quiero que el espejo vibre. Y también tenemos que hacer algo parecido con el agua”». Para Lantieri simular la vibración en el espejo fue bastante sencillo, bastó con colocar un pequeño motor zumbón en la parte trasera del objeto. Pero hacer que las ondas se dibujasen en el vaso de agua, como ocurre en la película cuando resuenan las pisadas del dinosaurio aproximándose, requirió de un poco más de arte: «Teníamos a todo el mundo trabajando en ello porque era muy difícil lograr que el agua vibrase. Hasta que una noche mientras estaba jugueteando con una guitarra lo logré, coloqué un vaso de agua delante de mí y comencé a tocar hasta localizar la nota con la frecuencia exacta para que el líquido se sacudiera sin tocarlo».

La armadura desaparecida de Iron Man (2008)

DcxfmXlUwAEtxdI.jpg-large_result.jpg

Está clarísimo. Imagen: The Walt Disney Company.
John Favreau, director de Iron Man, decidió presentar en pantalla el proceso de construcción de la clásica armadura de Tony Stark (Robert Downey Jr.) mostrando tres fases diferentes de la misma: la versión Mark I, la Mark II y finalmente aquella Mark III que ya evocaba al outfit más clásico del superhéroe para el imaginario popular. En la película se combinaron los efectos prácticos de armaduras creadas artesanalmente con los FX por ordenador realizados por tres empresas especializadas en el CGI (Industrial Light & Magic, The Embassy y The Orphanage). En diversos planos Downey solo tenía que vestirse con la parte superior de las armaduras, o calzarse el casco, los guantes y la pechera sobre un traje de captura de movimientos que posteriormente se rellenaría digitalmente con las partes ausentes.

Lo curioso es que diez años después del estreno de aquella Iron Man, en mayo de 2018, la policía de Los Ángeles anunció que una de las armaduras originales de la película se encontraba en busca y captura. Algún listo había conseguido de algún modo colarse en un almacén donde se apilaban valiosos objetos de cine y sustraer de entre los enseres una de las creaciones de Tony Stark, una aparatosa prop valorada en trescientos veinticinco mil dólares. Las pistas eran escasas, un par de meses antes la armadura había sido vista en el almacén y la estricta seguridad del lugar (definido con un depósito «extremadamente secreto») hacía que muy poca gente supiese realmente lo que se atesoraban sus estanterías. Entretanto, en Twitter lo tenían un poco más claro y comenzaron a señalar a los sospechosos más evidentes de haber perpetrado el robo: Robert Downey Jr, Pepper (Gwyneth Paltrow), Thanos o Deadpool.

La grapadora que no era lo suficientemente roja de Trabajo basura (1999)

Trabajobasura_result.jpg

Un héroe. Imagen: 20th Century Fox.
Mike Judge (el orgulloso padre de Beavis y Butt-Head) estrenó Trabajo basura en cines a finales de los noventa y poca gente se molestó en sacar una entrada para verla en la pantalla grande. Como sucede con los títulos destinados a convertirse en películas de culto, el mercado del videoclub de aquellos años le proporcionó una segunda vida bastante exitosa y el combo de bocas y orejas entre los espectadores facilitó que aquella comedia encerrada en cubículos de oficinistas amasase un puñado bastante notable de fans.

En el reparto de Trabajo basura figuraban Ron Livingston, Jennifer Aniston, Gary Cole o John C. McGingley. Pero la estrella de la función acabó siendo el personaje de Milton Waddans interpretado por Stephen Root, un secundario que se convirtió en un robaescenas tan destacable como para acabar siendo añadido a la carátula de la película (donde inicialmente no aparecía ni se le esperaba) en las ediciones para el formato doméstico. Milton era un personaje mimado por el director, el auténtico antihéroe de la película, y en la pantalla compartía escritorio con una grapadora roja a la que le tenía bastante aprecio. «Quería que la grapadora destacase en el cubículo de trabajo de Milton», explicaba Judge, «como la gama de colores que ideamos para dichos cubículos estaba basada en tonos grises y azules, mi idea era que fuese una típica grapadora de la marca Swingline de color rojo. Pero en Swingline no las fabricaban en rojo por aquel entonces, por lo que tuvimos que pintarlas nosotros con dicho color y después poner el logotipo de la compañía de encima. Fabricamos tres grapadoras, yo tengo la que aparece quemada tras la última escena, Stephen tiene la que aparecía en pantalla en su cubículo, y no tengo ni idea de a dónde ha ido a parar la tercera». Cuando la película empezó a gozar de fama, en la fábrica de Swingline comenzaron a recibir pedidos de gente que deseaba hacerse con su propia grapadora roja y descubría desilusionada que la compañía ni siquiera las fabricaba en aquel color. De repente, comenzaron brotar por eBay un montón de grapadoras idénticas a las de la película pero fabricadas de manera casera. En las oficinas de Swingline, asombrados por la pasta que se estaba llevando la gente en internet vendiendo su producto tuneado, acabaron decidiendo que sería una idea bastante lucrativa lanzar su propia gama de grapadoras rojas.

La aguja real de Planet Terror (2007)

Robert Rodríguez comenzó a fraguar el guion de Planet Terror durante el rodaje de The Faculty, intuyendo (acertadamente) que el cine de zombis estaba a punto de volver a lo grande. El proyecto finalmente mutó en una idea genial, una peliculilla que simulaba el cine chusco de serie B e inicialmente iría pegada al Death Proof de Quentin Tarantino. Un par de locuras en homenaje a aquel cine grindhouse que gustaba de emparejar en sesiones dobles esperpentos divertidos. Pero el estudio se emperró en trocear la broma, separarla en dos películas independientes estiradas a la fuerza y convertir lo que podría haber sido una maratón bastante loca en una pareja de películas menores y anecdóticas.

En una escena de Planet Terror, la doctora Dakota Block (Marley Shelton) le presenta a Joe (Nicky Katt) a sus tres amigos: una tanda de inyecciones que la mujer clava rápidamente en el brazo del hombre. Lo doloroso del asunto es que a la hora de rodar el pinchazo, el equipo encargado de los juguetes falsos se equivocó y puso en la mano de Shelton una aguja real en lugar de una de las retráctiles que tenían preparadas para no agujerear a nadie. Shelton clavó realmente aquella aguja en un Katt que tampoco parpadeó demasiado. Un médico que estaba presente examinó el brazo del actor por si acaso, y concluyó que no había nada que lamentar porque las jeringuillas, a pesar de no ser falsas, por lo menos estaban esterilizadas.

Los anillos no tan únicos de El Señor de los Anillos: la Comunidad del Anillo (2001)

Grant Major, encargado de producción en El Señor de los Anillos, explicaba que idear el objeto más importante de una saga literaria tan colosal fue un trabajo que conllevó ciertos dolores de cabeza: «Tolkien fue tremendamente minucioso al especificar el origen y el terrible poder que el anillo ejercía sobre su portador. Pero a la hora de describirlo físicamente se limitaba a definirlo como un simple aro dorado. Un anillo que era capaz de expandirse y contraerse para adaptarse a la mano de quien lo llevase puesto, y un objeto que al ser calentado revelaba una leyenda escrita en la Lengua Negra de la Tierra Media: Un anillo para gobernarlos a todos. Un anillo para encontrarlos. Un anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas». Diseñar aquel objeto tan importante parecía una labor complicada, incluso teniendo en cuenta que por aquella época (el año 1998) la producción de la película aún calzaba pañales y no había llamado demasiado la atención del gran público ni de los fans de la obra original de Tolkien.

Tras darle vueltas al concepto, Major y su equipo decidieron recurrir a los dedos que tenían más a mano: agarraron el anillo de compromiso de uno de los productores, Rick Porras, y lo utilizaron como punto de partida para el Anillo Único. La joya de Porras resultaba adecuada al tener un diseño sencillo con suficiente espacio para las inscripciones, formas redondeadas, un aspecto pesado y cierto aire histórico. Con las cosas más claras, se le encargó a un joyero neozelandés llamado Jen Hansen elaborar una tirada de cuarenta anillos idénticos que serían acarreados por los actores y sus dobles, más unas cuantas remesas adicionales que se utilizarían en eventos publicitarios o regalos varios. Y los brillis fabulosos de las letras se añadieron tirando de FX en postproducción.

También se crearon un par de anillos especiales para ser utilizados en escenas concretas: uno elaborado en un metal magnético para trucar una secuencia donde el preciado tesoro caía sobre el suelo de manera pesada, sin rebotar. Y otro de tamaño absurdamente gigantesco que sería utilizado para un primerísimo plano y facilitaría todo aquello de la perspectiva forzada de la que tanto tiraba Peter Jackson.

Las ranas de Magnolia (1999) que nunca cayeron del cielo

magnolia6_result.jpg

Está escribiendo un «Lávame guarro». Imagen: New Line Cinema.
La gente suele recordar lo de la lluvia de ranas en Magnolia. Básicamente porque nadie se esperaba que de repente, y sin venir a cuento, el guion decidiese regarlo todo con una tormenta de batracios. La culpa la tenía el director Paul Thomas Anderson, un hombre al que se le había ocurrido la idea mientras ojeaba un libro sobre desastres naturales de su biblioteca personal. Según el diseñador de producción William Arnold: «Paul utilizó la lluvia de ranas como un elemento que afectaría a todos los personajes de la película al mismo tiempo, colándose en su realidad y en cierto modo unificándolos. Si no recuerdo mal, el actor Henry Gibson fue quien nos explicó el significado de las ranas en la Biblia. Fueron una de las plagas que amenazaron a los egipcios en el Éxodo 8:2 [“Pero si te niegas a dejarlos ir, he aquí, heriré todo tu territorio con ranas. Y el Nilo se llenará de ranas, que subirán y entrarán en tu casa, en tu alcoba y sobre tu cama, y en las casas de tus siervos y en tu pueblo, en tus hornos y en tus artesas”]». Gibson tenía razón porque Thomas Anderson estaba jugando a eso mismo: «Puedes montarte una buena competición de chupitos si juegas a beber cada vez que el número 82 aparece a lo largo de la película», apuntaba Arnold.

Para reflejar en la pantalla aquella tormenta tan inusual, la tropa de efectos especiales comandada por Arnold fabricó cientos de ranas de goma e ideó un artilugio, compuesto por una cinta transportadora y un trampolín, con el que arrojarlas por los aires. Pero las primeras pruebas realizadas tirando aquellos animales de broma sobre un aparcamiento vacío fueron tan poco convincentes como para que el equipo decidiera acabar comiéndose los batracios: se descartaron los anfibios de goma y se optó por filmar las escenas sin ellos, simulando con diferentes artimañas los impactos que tendrían sobre el entorno y añadiendo finalmente las ranas por ordenador durante la postproducción.

La cabeza de caballo de El padrino (1972)

horse-head-godfather_result.png

LOL. Imagen: Paramount Pictures.
La cabeza decapitada de caballo que aparecía en la cama de un personaje de El padrino iba a ser en principio una prop más, un objeto artificial fabricado para el mundo del cine. Pero cuando el estudio le envió a Francis Ford Coppola la testa falsa de un equino, ni el director ni el productor, Al Ruddy, quedaron contentos con el aspecto que tenía la misma: «Nos enviaron una cabeza de peluche que se había utilizado en otro set. Y el cuero estaba tan desgastado y viejo que aquella mierda se rompió enseguida», recordaba Ruddy, «era inaceptable, así que Coppola y el director de arte se acercaron hasta un matadero para hacerse con una cabeza de caballo de verdad. El caballo que seleccionaron tenía enfisema por lo que iba a ser sacrificado de todas formas».

La parte grotesca y más divertido del asunto llegó a la hora de filmar la escena. En el guion la cabeza cortada del animal amanecía en el lecho del personaje de John Marley, un actor al que nadie en el rodaje parecía tenerle demasiado aprecio («Era un grano en el culo, no dejaba de quejarse por todo»). Y el momento de filmar la escena es algo que el propio productor solía rememorar entre carcajadas: «Estábamos rodando en Long Island, en una elegante mansión durante un día frío, oscuro y lluvioso. John está preparado junto a la cama, vestido con un pijama y un batín de seda. Y entonces entran cuatro tíos portando una gigantesca caja de metal cerrada con cuatro pestillos. John no tenía ni idea de lo que había dentro y en cuanto la abrieron casi se desmaya al ver aquella put* cabeza de caballo con la lengua colgando. Colocaron la cabeza, que estaba congelada al haber sido transportada entre hielo seco, sobre la cama y lo regaron todo con sangre falsa. John estaba asqueadísimo, se estaba agobiando demasiado y se negaba a estirar las piernas sobre la cama, pero Francis le obligaba a enderezarse para filmar la toma. Todos comenzamos a reírnos y acabamos por los suelos. Cuando la escena terminó, John salió corriendo del set, cagándose en todo. No volvió a aparecer por el rodaje durante el resto del día».

(Continuará)

https://www.jotdown.es/2019/05/atrezo-ilustre-historias-detras-de-objetos-de-cine-i/
 
Nunca te cases con un periodista.
Publicado por Ignacio Julià


oie_1110634RBWyZTDg.jpg

Cary Grant y Rosalind Russell en His Girl Friday (Luna nueva), 1940. Fotografía: Columbia Pictures

Desde el mismo instante en que la reportera Hildy Johnson (Rosalind Russell) entra en el despacho de su antiguo jefe Walter Burns (Cary Grant), con la decidida intención de comunicarle que deja el periódico para casarse, intuimos que de ningún modo va a salirse con la suya. No, esa decisión debe ser fruto de una enajenación pasajera.

Primero, porque para llegar al despacho del director, Hildy debe cruzar la bulliciosa redacción del Chicago Examiner, donde hasta hace poco ha reinado como firma estelar y cazaexclusivas, y, aunque lo hace marchando al paso triunfal de «aquí os quedáis, pringados», el repiqueteo de las máquinas de escribir, la humareda del tabaco quemado a todas horas, la adrenalina que durante un cierre barre el desaliento y el aburrimiento de la jornada, finalmente el influyente poderío de la tipografía impresa en papel de rotativa conjugan un oficio que no solo requiere vocación, sino que crea una adicción incurable. Imposible que Hildy sea feliz casándose con un amable vendedor de seguros, desterrada en una pequeña población, después de haber respirado ese aire viciado de la noticia en plena gestación, la euforia del potencial triunfo sobre corruptelas políticas, conductas públicas erradas y monstruos en las sombras. No se desprende uno de ese tufo así como así.

Segundo, porque Hildy y Burns se divorciaron no hace tanto, en esta segunda versión cinematográfica de la obra teatral The Front Page retitulada His Girl Friday (Luna nueva, 1940). Es decir, no solo está perdiendo a su empleada más preciada y exitosa, también a su esposa y amante, en gran medida porque ya desde la luna de miel —quizás de ahí el estrambote del título español— se evidenció que el oficio de periodista iba a imponerse, sin reparos ni excusas por su parte, sobre la vida matrimonial que ella esperaba, ingenuamente. El magistral giro de Howard Hawks —en la obra teatral ambos protagonistas son hombres— hizo de His Girl Friday una de las comedias más perfectas, en su ajetreada dinámica y acritud sentimental, que ha dado Hollywood. También a Hawks se atribuye el vertiginoso modo en que los diálogos se pisan unos a otros, dejando al espectador en un constante retraso de comprensión que acrecienta el alivio cómico, pero en realidad esta urgencia oral ya estaba en la función de Ben Hecht y Charles MacArthur. Hawks se limitó a exagerarlo —de las noventa palabras por minuto habituales a casi trescientas—, enfrentándose al problema técnico de un fuego cruzado que debía ser filmado asegurándose de que se entendiese a los actores mientras discuten sin respiro.

Tampoco era His Girl Friday la primera adaptación cinematográfica de aquel éxito de Broadway, estrenado el 14 de agosto de 1928 en el neoyorquino Times Square Theater, cuyo único decorado es la sala de prensa de unos juzgados de Chicago. Un ancho ventanal da al patio en el que se ha erigido el patíbulo donde en cuestión de horas se ajusticiará a un pobre diablo que ha tenido la mala fortuna de abogar por el comunismo y matar accidentalmente a un policía negro. En 1931, Lewis Milestone dirigió una primera versión con Adolphe Menjouen el papel de Burns y Pat O’Brien como Hildy. La produjo el magnate Howard Hughes, aquí se estrenó como Un gran reportaje, y ha sido recientemente restaurada tras años de copias infectas circulando por el dominio público. Habría una tercera, dirigida por Billy Wilder en 1974, con Walter Matthau y Jack Lemmon, una nueva Primera plana a todo color y pantalla panorámica, teñida de amargura y causticidad sin por ello mermar su tajante vena cómica.

Wilder no era Hawks, ni por supuesto Milestone. Corrían los años setenta y a su edad debía asegurarse la taquilla, quizás por ello su lectura abunda en apostillas sexistas, homófobas, racistas, misóginas. Campan el humor chusco y algunos chistes malos —raro en el tándem que formaba con I. A. L. Diamond, su feroz coguionista desde los sesenta—, pero a cambio se eleva la denuncia de la inexistente ética profesional del periodismo en la época en que transcurre la obra, personificada en un Matthau que fuerza su habitual trapisondismo.

No tuvieron que documentarse Hecht y MacArthur sobre el submundo periodístico: ambos habían sido reporteros en el Chicago de los años treinta, en plena ley seca, con la ciudad asolada por las contiendas entre gánsteres, durante el reinado de Al Capone. Conocían por experiencia a la ralea de cronistas y truhanes que transitaban las mismas calles y tugurios que los protagonistas de fechorías y extorsiones, las víctimas de violación o asesinato. Basaron su obra teatral en la agencia de noticias de la ciudad, en la que MacArthur había estado empleado, y en el periódico Chicago Daily News, donde Hecht fue reportero sin manías. Los plumillas que comparten la mesa central en la sala de prensa son profesionales desalmados y procaces; matan el tiempo bebiendo, jugando a las cartas e intercambiando humor patibulario y latigazos orales de una hoy pasmosa incorrección política; hasta que se produzca la noticia, que transmitirán diligentemente —por teléfono, elemento básico de esta comedia— según el sesgo ideológico de su cabecera, para luego seguir con sus vicios. Alguien debe vender su alma al mejor postor para que el honrado ciudadano pueda desayunarse con las últimas noticias.

Pese a ello, son estos tipos inmundos quienes vigilan a un alcalde corrupto, que anhela ver colgar de la horca al bolchevique pues depende del voto negro para su reelección, y a su servil e inútil comisario, el sheriff Hartman. Conviene aclarar que, aunque más tarde aparecería en las listas negras del senador McCarthy, Ben Hecht no era comunista, más bien un bohemio libertario, un individualista que criticaba el modo en que los políticos manipulaban la amenaza roja en su provecho.

Estas fuerzas vivas de la comunidad serán las causantes, primero, de la evasión del condenado a muerte —en un extravagante examen junto al eminente psiquiatra vienés Dr. Egelhoffer, este le pide al comisario que le preste su pistola al preso para una demostración, con lógicas e hilarantes consecuencias—, y, finalmente, de su desenmascaramiento como sátrapas locales. Este se anuncia con la entrada de un inesperado funcionario de pocas luces que viene a entregarles un indulto del gobernador que evitará la pena capital al amanecer. El alcalde se lanza a pisparle el documento al simplón y, en dolosa prevaricación, le manda a su prostíbulo favorito a gastos pagados para así distraerle de su objetivo. La compensación moral ante tanta infamia la sirve Molly Malloy, prost*t*ta de corazón de oro que conoce al bienintencionado revolucionario de verle repartir octavillas por la causa en la calle donde trabaja. La carroña periodística aprovecha la compasión de Molly para inventar delirantes historias de amor a pie de horca que aumenten las tiradas de sus periódicos. Han pasado noventa años desde el estreno teatral de The Front Page y cabría preguntarse si, pese a los códigos deontológicos y demás regulaciones aplicadas desde entonces, buena parte del periodismo no sigue en esa prehistoria salvaje.

Sabemos que Ben Hecht fue seguramente el más brillante guionista de la época clásica de la Fábrica de Sueños, hasta el punto de personificar él mismo a Hollywood. Scarface (El terror del hampa, 1932) de Howard Hawks, Design for Living (Una mujer para dos, 1933) de Ernst Lubitsch, Gunga Din (1939) de George Stevens, Wuthering Heights (Cumbres borrascosas, 1939) de William Wyler, Notorious (Encadenados, 1946) de Alfred Hitchcock son solo algunos de los casi cuatrocientos títulos en los que participó, muchos no acreditados por haber trabajado solo en parte del proceso o como script doctor —entre otros Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó, 1939)—, además de ejercer de «negro» en la autobiografía de Marilyn Monroe, My Life. El cine sería para él tarea alimenticia sin rango literario, nada serio para quien sin duda fue un autor en mayúsculas. «Una de las razones por las que escribo películas tan rápidamente es para no perder el tiempo haciéndolas», afirmaba. «Pero ¿quién sabe realmente si se pierde el tiempo o no?».

Nacido en Nueva York, año 1894, hijo de inmigrantes judíos procedentes de Rusia, Ben Hecht será un niño superdotado que toca el violín y realiza acrobacias gimnásticas con similar prestancia. Había crecido en Wisconsin, pero a los dieciséis años se muda a vivir con unos parientes de Chicago, donde trabajará como reportero para varios periódicos, especializándose en crímenes sangrientos y demás trabajos sucios. Una de sus tareas consistía en llegar a la escena del crimen antes de que la policía descubriese el cadáver y tomar instantáneas adelantándose a la competencia. Dicen que llegó a fotografiar la zanja de una calle en obras para hacerla pasar por un terremoto que había sacudido la ciudad. El Chicago de 1916 era una capital corrupta en todos sus estratos: la policía, las prisiones, el béisbol y los periodistas. La diferencia estriba en que estos últimos eran afanosamente conscientes de ello.

oie_PwINKji8kN8F.jpg

Billy Wilder y Jack Lemmon durante el rodaje de The Front Page, 1974. Fotografía: Cordon.
Destinado como corresponsal en Berlín durante la Primera Guerra Mundial, Hecht escribe allí su primera novela, Erik Dorn, publicada en 1921, año en que debuta su columna «One Thousand and One Afternoons in Chicago» en el Daily News, donde trae a la rutinaria perspectiva informativa de un periódico la hirviente realidad urbana otorgándole dimensión literaria. «Suya era la lente que arrojaría nuevos colores a la vida de la ciudad», recordaría su editor Henry Justin Smith. «Suyo el microscopio que revelaría las contorsiones en la vida y la muerte». Hecht soñaba con que sus novelas —estilísticamente opuestas a sus guiones, engoladas, graves— acaparasen la sección dedicada a la letra hache en las librerías. Para su desgracia ese espacio lo ocuparía Hemingway.

Chicago enseguida se le queda pequeña y se muda a la capital cultural del país, Nueva York, donde conocerá a otro emigrado, Charles MacArthur. Congenian y juntos escribirán The Front Page haciendo acopio de lo vivido en la Ciudad del Viento. Produce la representación Jed Harris, el llamado «inventor de Broadway», un tiburón en toda regla que sirve a Hecht como modelo para muchos de sus futuros villanos. En 1926, este había recibido un telegrama de su amigo Herman J. Mankiewicz, guionista en Hollywood. «Aquí se pueden ganar millones, y tu única competencia serán idiotas», promete el mensaje. «Que no se sepa…».

Al desembarcar en Los Ángeles, el cine está empezando a hablar, pero lo que suena parecen ridículos balbuceos. Escribe una de gánsteres para Josef von Sternberg, Underworld (La ley del hampa, 1921), inyectándole al guion el lenguaje del subsuelo, un bullicioso sentido del humor y esa suprema habilidad para sostener la más disparatada historia, virtudes que transformarán Hollywood. «En aquella época las películas apenas se escribían», explicaría. «En 1927, se traían a la existencia a gritos, en bares, burdeles y partidas de póquer que duraban toda la noche. En los platós atronaban discusiones y música de órgano». La acelerada vitalidad escénica de The Front Page —que se antoja comparable a la vida real, pero está obviamente exagerada— fue esencial en la transformación del cine sonoro, en sus primeros pasos anclado en la dicción teatral y una rancia solemnidad, e influiría en todos los géneros, de la comedia al policíaco y el wéstern.

Su ambición es ser el escritor mejor pagado de Hollywood, y llega a exigir mil dólares diarios, en metálico. Su educación en las malas calles de Chicago le ha inculcado la actitud del tío listo que, naturalmente, detesta ser estafado. Hubo otros excelsos escritores a sueldo en los grandes estudios, pero todos ellos vivían bajo la prodigiosa sombra de Hecht, aspiraban a su vitalidad y conocimientos, a su inventiva y rendimiento laboral, incluido su socio MacArthur. «Ambos escribíamos sobre personas que habíamos querido, y sobre un oficio que había sido como ningún otro anterior o futuro», detalló Hecht. «El primer día quedó establecido nuestro proceder y continuó, sin alterar, durante los veinte años en que escribimos teatro y películas. Yo me sentaba con lápiz, papel y tablilla. Charlie paseaba, yacía en el sofá, miraba por la ventana, dibujaba bigotes a las chicas de portada en las revistas, y deambulaba por ahí en una especie de cuarta dimensión».

Producto de ese método, His Girl Friday, el filme de Hawks, señala la apoteosis de la narrativa clásica en Hollywood. Según el experto David Bordwell, por «el puro placer del ritmo que va marcando, la economía estructural, y un dominio de la técnica cinematográfica que resulta en una experiencia de visionado trepidante, a la altura del caótico mundo de los personajes». A lo que debe sumarse la manifiesta crueldad y desprecio del sentimentalismo que parecen ser el combustible de la trama, solo aplacados por la irresistible celeridad en acción y diálogos, gestualidad y agudeza (Burns: «¿Qué crees que soy, un mangui?». Hildy: «Sí…».). Dicha vorágine no oculta, empero, que están hechos el uno para el otro, pues comparten esa realidad paralela del periodismo de trinchera, un subjetivismo profesional que hace impracticable su intimidad como pareja. En el constante engaño con que él va atrapándola, hasta que ella se ve inmersa en el scoop de la rocambolesca fuga de Earl Williams, pullas y trampas son la única forma en que podrán dirimir, pugnaces, si queda algún rescoldo en su relación. Es premisa argumental infalible: la incertidumbre aviva la intensidad del amor.

El crucial cambio de s*x* en la Hildebrand «Hildy» Johnson de Hawks se inscribe en una práctica iniciada a finales de los años treinta, el switcheroo o nueva versión de un título de éxito con los pertinentes cambios para que luzca cual novedad. En algunos casos, se alteraba el género de un personaje para propiciar la refriega sexual. Hawks decide el trueque durante una lectura con actores del guion, al comprobar que sus frases funcionan mejor desde una perspectiva femenina. Y aplica sus temas recurrentes: el valor de la profesionalidad y la aceptación sin excusas de un cometido, la evidencia de que hombres y mujeres pueden alcanzar idéntico nivel de responsabilidad. Hildy es, al fin y al cabo, más competente que los mostrencos con los que se codea. En cuanto al lenguaje cinematográfico, puro Hawks: cámara estática y casi ausente, simplicidad en la planificación e invisibilidad del montaje —son los personajes, en ocasiones abarrotando el plano, quienes dibujan la acción, coreografiados para orientar la mirada del espectador—, trabajo intensivo con los actores, audacia en mímica y palabrería. Todo ello al servicio de Rosalind Russell y Cary Grant, quien en His Girl Friday ofrece un compendio de facetas e inventiva sin igual en su carrera. Lo intuye ella: «Walter, eres maravilloso, de un modo repugnante».

«Esta historia sucede en un reino mágico», anuncia un rótulo en la primera adaptación cinematográfica, la de Milestone, homenajeado por Wilder en la suya con un cartel parcialmente avistado de la oscarizada All Quiet on the Western Front (Sin novedad en el frente, 1930). La advertencia es oportuna dado que el espectador va a asistir a la exposición de la monstruosidad gremial del reportero de sucesos y el comentarista político, parte de una maquinaria informativa que en aquellos días anteriores a la radio ostentaba un poderío hoy traspasado a la televisión e internet, una influencia social capaz de manipular la realidad sin remordimientos, derrocar o aupar a gobernantes corruptos, desencadenar guerras y otros desastres. Solo los magnates y los políticos podían conducir a su terreno al bautizado cuarto poder, influencia hoy traspasada a esa potestad financiera que condiciona la opinión de los grandes medios chantajeándoles con la refinanciación de sus millonarias deudas.

Estos soldados rasos de la prensa lanzados a campo abierto, tan impregnados de la pestilencia de las calles como sus habitantes más sórdidos o débiles, son despiadadamente retratados por el primer Hildy cinematográfico: «¡Periodistas! Espiando a través de cerraduras, corriendo tras los coches de bomberos como un hatajo de… perros, despertando a la gente a medianoche para preguntarles qué opinan de Mussolini, un montón de grotescos entrometidos correteando por ahí con rotos en los pantalones, y ¿para qué? Para que un millón de empleadas de oficina y esposas de camioneros sepan qué está pasando». Un sentimiento que vuelve a manifestarse en His Girl Friday cuando la pobrecita Molly se lamenta ante Hildy, exclamando que sus zafios acosadores no son seres humanos. «Lo sé, son periodistas», responde ella.

Sin embargo, es en la tercera versión —hay una cuarta, más difusamente adaptada pero fiel a la trama, Changing Channels (Interferencias, 1988), en la que Burt Reynolds no quiere dejar escapar de una cadena de televisión a una Kathleen Turner enamorada de Christopher Reeve— donde queda patente que el término ética periodística es a menudo un oxímoron. El más áspero de los Walter Burns —personaje originalmente inspirado en el empleado del imperio mediático de William Randolph Hearst, el editor Walter Howie, que debía serlo un rato— es naturalmente Walter Matthau, epítome del infinito caradura. Una de sus sarcásticas arengas telefónicas desde la sala de prensa del juzgado, al editor que se mantiene al pie del cañón en la redacción sin importar horarios ni salarios, salta del humor a lo trágico a poco que uno conozca la redacción de un gran periódico: «Al infierno el terremoto de Nicaragua, me importa un pimiento que haya cien mil muertos… ¿La Liga de Naciones? Bórrala… No, no toques al coronel Byrd y los pingüinos, es de interés humano».

Poco después, este recalcitrante Burns se referirá al primer mandamiento del periodista cuando, afeando a Hildy que no haya mencionado al periódico en el primer párrafo de su artículo sobre el fugado Earl Williams —a quien en realidad tienen camuflado en el escritorio del cursi Roy Bensinger, perfumado columnista de ínfulas poéticas—, el sobreexcitado redactor, apostado ante la máquina de escribir, aduzca que reservaba la mención corporativa para más adelante. «¿Quién diablos lee el segundo párrafo?», le espeta Burns sembrando el mayor de los temores del juntaletras, no ser leído hasta el final. Es también Matthau, en Primera plana, quien en su amenaza al poder político se refiere a la prensa como «un poder oculto», insinuando que en su misma potencia se camuflan tergiversación y cinismo. Lo que hoy llaman posverdad.

No es oficio para aprensivos ni moralistas, y así se lo hace saber sin reservas, a caraperro, a la novia de Hildy (Susan Sarandon): «Cásese con un enterrador, con un pistolero, con un jugador tramposo, pero nunca se case con un periodista».

Una admonición que, ay, no ha perdido vigencia.

oie_8xSW5EfmGXax.jpg

Billy Wilder y Walter Matthau durante el rodaje de The Front Page, 1974. Fotografía: Cordon.
https://www.jotdown.es/2019/06/nunca-te-cases-con-un-periodista/
 
Vigilados, sin emociones y sin s*x*: 70 años de ecos de '1984' en el cine

Creación cultural Derechos y libertades

La célebre novela distópica de George Orwell sigue vigente décadas después de que el escritor británico la imaginara
Repasamos algunas de las obras cinematográficas que más han bebido de este clásico

Ignasi Franch
07/06/2019 - 21:02h
  • Compartir en Facebook
  • Compartir en Twitter
1984_EDIIMA20190607_0717_19.jpg

John Hurt interpretó al protagonista de '1984' en la segunda adaptación cinematográfica de la novela

Imaginó un futuro oscuro, pero como en los casos de tantos otras narraciones distópicas, ese negro porvenir se inspiraba en problemas y preocupaciones del presente. El escritor británico George Orwell (Rebelión en la granja) concibió su clásico de la ciencia ficción 1984 poco después del final de la II Guerra Mundial, todavía influido por la decepción sufrida durante su estancia en la España en guerra tras el golpe de estado franquista.

El relato mediático de la persecución gubernamental sufrida por el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) escandalizó a Orwell, quien desde ese momento temió la capacidad de los poderes para falsificar el presente y reescribir el pasado. El desencanto de conocer de cerca las tendencias estalinistas a la purga de cualquier disidencia o contrapoder, unido a la violencia de los fascismos, facilitó que el novelista crease un libro asfixiante, sin resquicios a la esperanza.

minority_EDIIMA20190607_0730_5.jpg

El Gran Hermano, omnipresente en las telepantallas y carteles del futuro orwelliano



Ya hacía años que la ciencia ficción había comenzado a dejar de creer en las utopías, especialmente a raíz de la publicación de Nosotros, del ruso Evgueni Zamiatin. 1984 acabó de fijar un desencanto ante las revoluciones que, además de resultar literariamente poderoso, se adecuaba a los marcos conceptuales del Occidente liberal. El héroe zarandeado de la novela vivía en espacios ruinosos, permanentamente vigilado, bombardeado por mentiras y reelaboraciones del pasado. Se le había inculcado una obediencia ciega a un partido único embarcado en una guerra permanente.

Más allá de las circunstancias biográficas e históricas concretas, 1984puede asomar en nuestras conversaciones, junto con el adjetivo "orwelliano", a pesar de que quizá nunca leímos la novela o nuestro recuerdo de ella se puede haber deformado con el tiempo. Su influjo no requiere un conocimiento directo: el realizador Terry Gilliam (Doce monos) afirmaba que no había leído la novela cuando rodó Brazil, una kafkiana distopía ambientada en un futuro hiperburocrático, que originalmente iba a titularse 1984 ½.

¿De qué hablamos cuando hablamos de 1984?
El antiguo miembro de Monty Phyton se sentía capaz de inspirarse en el mundo de Orwell sin haberlo conocido directamente. La anécdota ejemplifica que esta obra es algo más que una referencia cultural directa que emplean los creadores: es una inspiración posible, también a través de ideas generales o de palabras y conceptos específicos, que ha sobrevolado las corrientes de la cultura occidental durante décadas.

No resulta fácil desgranar las influencias, los ecos y las inspiraciones vagas derivadas del libro, más aún cuando forma parte de una especie de un grupo reducido de distopías literarias que han impactado de manera perdurable en la ciencia ficción. 1984 comparte más de un tema y más de una situación con Nosotros, pero también ha sido vinculada con Un mundo feliz, de Aldous Huxley, o la posterior Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. Todas ellas conforman una especie de cuarteto esencial de la narrativa futurista, con la correspondiente maraña de similitudes y divergencias.

Dejando al lado temas y situaciones más o menos generales (el Estado en guerra constante, la lucha de un individuo contra un sistema totalitario, el enamoramiento como detonante de disidencia), el clásico de Orwell ha pervivido, sobre todo, a través de una terminología que se ha incorporado en nuestra manera de hablar. El fenómeno resulta especialmente afortunado, dada la importancia que su creador otorgó al lenguaje: en la ficción, jugaba un papel estructural en el dispositivo propagandístico y de sustitución de valores que promulga la dictadura representada.

Equilibrium_EDIIMA20190607_0732_5.jpg

Christian Bale interpreta a un sicario del Estado en la distopía totalitaria 'Equilibrium'



Por otra parte, el "Gran Hermano" que todo lo ve a través de la combinación de micrófonos, cámaras y delaciones ha conseguido un lugar en el habla popular (y en la producción televisiva), sea para referirse a los sistemas de vigilancia o para simbolizar a un Estado paternalista y controlador.

Otra creación orwelliana que ha penetrado en nuestro vocabulario es el término neolengua, que se utiliza a menudo para criticar piruetas terminológicas que buscan oscurecer significados. Esta acepción, en realidad, se escapa de la original. En 1984, la neolengua es un proceso de destrucción de palabras: si se destruyen palabras, se destruyen matices e ideas indeseables para el régimen del Gran Hermano. Por otra parte, el crimen de pensamiento muestra un totalitarismo llevado al extremo de perseguir incluso los impulsos no realizados, las disidencias no expresadas.

El crimen de pensamiento sobrevuela algún infierno fílmico de control social basado en la delación. Equilibrum, una fantasía futurista de acción en un entorno totalitario, es una miscelánia que incorpora elementos de Un mundo feliz (una droga controladora de conducta), de Fahrenheit 451(se describen obras de arte) y de 1984: los niños devienen en guardianes implacables capaz de incriminar a sus propios padres.

En la reciente Equals, una fantasía distópica con aires de lamento hipsteren la tradición de Her, los ciudadanos deben reportar a quienes cometan la trangresión de caer en una sentimentalidad incontrolada, considerada enfermiza. Los espacios de cristal donde se tiene lugar la acción resultan aptos para la completa pérdida de privacidad. En este aspecto, remiten a las construcciones de vidrio concebidas desde la URSS naciente por Zamiatin.

La videovigilancia se ha hecho un hueco en películas que proyectan desconfianza hacia el normalizado pacto de cesión de privacidad a cambio de un presunto incremento de seguridad. Enemigo público, La conspiración del pánico o La conspiración del poder toman forma de thriller de ambientación contemporánea, e incluso aluden en algún caso a programas reales de espionaje electrónico como la red Echelon.

Las tramas construidas alrededor de una sociedad panóptica de vigilancia total y permanente como la concebida por Orwell, en cambio, resultan más inhabituales. La realidad virtual presente en Matrixsería un ejemplo extremo de ello. A menudo, la videovigilancia sigue estando a disposición de los héroes, desde justicieros del securitarismo hasta un nuevo Robocop que se convertía en un policía casi omnisciente, capaz de conectarse a miles de cámaras de seguridad.

Minority-report_EDIIMA20190607_0728_5.jpg

El héroe fugitivo de 'Minority report' altera sus ojos para escapar de una tecnología de localización mediante el reconocimiento de retina



Sí que podemos comprobar como los cineastas han fabulado con mecanismos de control de intensidad variable. En la spielbergiana Minority report, la tecnología de reconocimiento de retina posibilita una eficaz localización de cualquier individuo de quien se sospeche. En las tramas de La fuga de Logan y La isla, que coinciden en incluir situaciones de dualización social extrema reminiscentes del mundo futuro concebido por H. G. Wells en La máquina del tiempo, también se incorporan diversas tecnologías de monitorización.

Demolition man, una película de acción y humor nineties protagonizada por Sylvester Stallone, incluía en su planteamiento general de rechazo y parodia de la corrección política una máquina de control del lenguaje que expedía multas a quienes empleasen palabras malsonantes. Los responsables del filme usaban con fines cómicos un instrumento de vigilancia que quizá resulta poco perturbador, pero no deja de ser un mecanismo de control de la conducta individual. Firmado por el videoartista italiano Marco Brambilla, el filme incluía diversas referencias a Un mundo feliz. A la vez, resultaba un ejemplo de mirada autocomplaciente que ridiculiza cualquier cambio social posible.

Hablemos de los soviéticos
Muchas distopías del cine masivo, construidas alrededor de las convenciones de Hollywood, pueden incluir pinceladas críticas sobre la sociedad del presente. Las fantasías futuristas de desigualdad extrema que se produjeron después del crack hipotecario y financiero de 2008, como Elysium o In time, son un ejemplo de ello. Sus autores trataban del desigual acceso a los cuidados médicos o del yugo de un trabajo que no permite más que vivir al día, pero no tenían la capacidad o el deseo de construir alternativas.

En el fondo, estas propuestas acababan resultando complacientes: ante el carácter extremo de los mundos futuros que se dibujan, el presente parece menos problemático, las resoluciones violentas y agitadas dificultan la reflexión, y el heroísmo individual se impone a cualquier replanteamiento o acción colectiva. Lo contrario supondría una deriva inaceptablemente socialista, dada la perdurable alergia de Hollywood y su periferia a proponer cualquier alternativa al capitalismo desregulado incluso después del hundimiento del viejo enemigo soviético.

1984 podía encajarse, con los recortes y encauzamientos adecuados, en las convenciones de la fantasía antisoviética. Su autor no pretendió presentar una enmienda a la totalidad del comunismo, sino una advertencia contra todos los totalitarismos que también incluía a la URSS de Stalin. Representaba, por tanto un regalo narrativo para el audiovisual anglosajón posterior a la II Guerra Mundial y embarcado en la guerra fría.

Vinieron-espacio_EDIIMA20190607_0722_20.jpg

'Vinieron del espacio': abrázame hasta que se marchen los alienígenas comunistoides sin sentimientos



Quizá el texto de Orwell contribuyó a fijar el molde de la ciencia ficción anticomunista que dominó el género desde el final de la II Guerra Mundial hasta que los cambios culturales de los años 60 sacudieron el panorama creativo. Películas como Invasores de Marte mostraban una infiltración alienígena con ecos del terror rojo, porque poblaba la pantalla de seres carentes de emociones (incluso la conciliadora Vinieron del espacio reproducía esta convención). De esta manera, se extremaban las representaciones de personajes rusos incluidas en comedias como Ninotchka o Camarada X, cuyas soviéticas defensoras de un hiperracionalismo colectivista flaqueaban al descubrir el atractivo romántico de un galán capitalista.

En este contexto, 1984 proveía un material de interés: un futuro terrible que era fácilmente asociable con la representación hollywoodiense del comunismo. No debe sorprender que se llevase a la pantalla el libro de Orwell en una adaptación directa y bastante simplificada. Lo paradójico, y casi refindamente perverso, es que una novela que quería enfrentarse contra las simplezas del lenguaje propagandístico llegó a los cines gracias a la financiación clandestina de la CIA.

El realizador británico Michael Anderson, quien dirigiría la mencionada La fuga de Logan, firmó la primera versión cinematográfica de 1984. Una obra modesta que difícilmente consigue reproducir la atmósfera pesadillesca de sospecha permanente que sí puede generar el libro. La versión realizada por Michael Radford (El cartero y Pablo Neruda) en 1984 contó con más medios para recrear un Londres retrofuturista, inspirado de manera evidente en la situación de la metrópolis británica durante los ataques aéreos acometidos por el III Reich.

Prohibir el s*x*
La novela de Orwell se reconvertía en una defensa de la familia tradicional, coherente con las inercias androcéntricas y sexistas del Hollywood de los años 50. Los carteles publicitarios del filme clamaban: "El s*x*, fuera de la ley", "El éxtasis será un crimen". Y es que el s*x* era bueno si permitía atacar a los rojos. El 1984 de Anderson tenía otro componente paradójico, o cínico. Desde los Estados Unidos del macarthismo, en una década en que las narraciones de la gran pantalla desprendían un aire casto y timorato, la CIA impulsaba una obra que aludía a la sexualidad (de manera nada gráfica, por supuesto) para persuadir a la audiencia de los peligros de un comunismo antisentimental que podría prohibir los coitos.

Este concepto de una sociedad hiperracional y antisentimental que limita o erradica las relaciones sexuales ha permanecido en el imaginario de las fantasías futuristas. Ya en los años setenta, George Lucas trataría de un futuro distópico de prohibición de la sexualidad, acompañada de la ruptura de los lazos familiares. El largometraje THX 1138, inspirado en un corto de juventud del mismo Lucas, trataba de un Estado paternalista que había abolido los vínculos familiares, denostaba la sexualidad e imponía la uniformidad extrema a través de uniformes y cráneos rapados.

Lucas y compañía escenificaron un urbanismo futuro con aspecto de clínica alienante o de búnker, presidido por paredes desnudas de un blanco cegador. Los futuros de ausencia de emociones realzaban mediante unas arquitecturas y diseños de interiores en consonancia con ese minimalismo sentimental. Equals ha sido otro ejemplo de esta estética de la distopía luminosa. A la vez, la obra de Drake Doremus sugiere una cierta confluencia entre convenciones establecidas de las ficciones futuristas y nuestra realidad hipertecnológica de omnipresencia de las pantallas y muebles despersonalizados de Ikea.

THX_EDIIMA20190607_0724_5.jpg

Los espacios opresivos de un blanco cegador presiden algunas escenas de 'THX 1138'

En ambas películas, como en 1984, el amor romántico propulsaba un proceso de desarraigo que derivaba en un enfrentamiento abierto con la sociedad circundante. Menos extrema estéticamente era la sociedad futura representada en Demolition man, una utopía-distopía de ausencia de violencia y control de las pasiones que incluye algunos secretos, manipulaciones y exclusiones. En la ficción, el contacto físico se ha minimizado y las relaciones sexuales se han virtualizado.

El filme proyectó un humanismo algo acrítico y autocomplaciente: quizá se ha conseguido una cierta paz social, aunque también haya un buen número de perseguidos por el sistema, pero el presente (la década de los noventa) es mucho más feliz que este trasunto cómico-fallero de la distopía concebida por Huxley. Y este es una de las diferencias habituales entre la obra tardía de Orwell y muchas otras distopías: 1984 parte del cuestionamiento del presente y no proporciona escapatorias tranquilizadoras.

https://www.eldiario.es/cultura/cine/Vigilados-emociones-s*x*-anos-influencias_0_907460008.html
 
Back