Cine Clásico

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“Sentido y sensibilidad” (Ang Lee, 1995)
Escrito por: Caty LeónPublicado en: Cine clásico
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La música de Patrick Doyle es una de los grandes hallazgos de esta película. Modela la acción, muestra los caracteres, enfatiza las imágenes, resalta lo importante… Es una música hecha para destacar la forma de ser de las dos hermanas mayores y para enfatizar lo distintas que resultan.

En un momento dado, como ocurre en El Quijote, ni una es tan emocional ni la otra tan fría, y los caracteres se van dando la vuelta de una a otra. Es la música también la que hace ese recorrido y lo acompaña. Y luego están otros elementos que contribuyen a la calidad de la película, como la fotografía de Michael Coulter o la propia puesta en escena de Ang Lee, sobre todo en lo que se refiere al uso de los primeros planos y los planos medios en las conversaciones, tan abundantes, pues son el camino por el que transita toda la historia.

El guión de Emma Thompson es otro de los aciertos. Tiene una enorme fidelidad al texto original, la primera novela de las seis largas que escribió Jane Austen, titulada en su origen Elinor y Marianne. La guionista ha captado el punto de vista de la escritora y ha incidido en lo esencial: unas mujeres que se encuentran desposeídas de fortuna y, por ello, expuestas a las inclemencias sentimentales. No solo pierden a seres queridos sino que su propia dignidad está en almoneda, porque han de depender de los demás. De ahí ese deambular de un sitio a otro que en la película se observa tan claramente: de la casa paterna al cottage, de ahí a Londres, de Londres a la casa de los primos ricos, más tarde a la hacienda del coronel Brandon donde están de invitadas y así sucesivamente.

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Luego están los malvados, básicamente idiotas sin criterio, ambiciosos y faltos de escrúpulos, como Fanny Ferrars Dashwood, que incita a su marido a no respetar la voluntad de su padre muerto. Hay hombres débiles, hombres que no son capaces de mantener su palabra o de resistirse a las insidias y la pereza intelectual. John Dashwood es uno de ellos, pero también lo es John Willoughby, un hombre joven, bien parecido, pero sin fortuna propia y sin fuerzas para defender su amor. Como Frank Churchill en Emma o como el mismo Bingley en Orgullo y prejuicio, y, sobre todo, como George Whickam, en la misma novela. Hombres que hacen sufrir a las mujeres, en todo caso.

Y están, cómo no, las mujeres. Animosas, sentimentales, divertidas, fuertes, soñadoras, constantes, sacrificadas. También egoístas, caprichosas, falaces, manipuladoras. El muestrario aquí abarca todas las edades, desde la jovencita Margaret, hasta la oronda y veterana señora Jennings.

El casting es tan adecuado que ha fijado en nuestra retina la imagen de los personajes. Marianne, la soñadora, la utópica, es Kate Winslet; Elinor, la sensata, la serena, es Emma Thompson; Hugh Grant, en el mejor papel de su irregular carrera, es Edward Ferrars, un hombre tranquilo; Alan Rickman hace un precioso y épico rol, el del coronel Brandon, duro y sentimental a la vez; el inconstante Willoughby es Greg Wise, una mezcla de apostura física y de alma sin fondo. Hugh Laurie hace un curioso secundario, el señor Palmer, un miembro del Parlamento cansado de su parlanchina esposa y su omnipresente suegra, ambas, los elementos más cómicos de la historia. Como esta es una historia de triángulos (Marianne, Willoughby, Brandon), el que forman Edward y Elinor se completa con la joven Lucy Steele, un ejemplo claro de bruja con aspecto inocente, que interpreta Imogen Stubbs.

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La dirección artística de Philip Elton es muy notable. Suele ocurrir que no se acierta en las películas sobre Jane Austen en este punto, pues se utilizan espacios, decorados y ambientes muy estereotipados, que dan la impresión de ser de cartón piedra. Aquí se consigue con mucha claridad establecer la diferencia entre la agradable mansión en la que viven las protagonistas con su padre vivo y el pequeño hogar en el campo, un cottage, que les arriendan a bajo precio. La desnudez de esta última casa denota el cambio de status mejor que cualquier otra observación.

Por último, destacaría el vestuario diseñado por Jenny Beavan y John Bright. Algo frecuente es confundir la época histórica en la que transcurre la vida y la obra de Jane Austen con la etapa victoriana. Aquí se ha trasladado a la ropa la moda francesa, que era la vigente en ese momento y que se observa en las mangas de farol, los talles imperio, los complementos a modo de pañuelos y capelinas de encaje, los botines de cordones, los sombreros de ala corta y el peinado a base de rizos pegados a la cabeza. Una composición que completa y realza el resto de los elementos de la película.

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Sinopsis

A la muerte del señor Dashwood, su herencia, que incluye la casa familiar, pasa a manos de su único hijo varón, fruto de su primer matrimonio. Su segunda esposa y las tres hijas que ha tenido con esta se ven obligadas a marcharse y a sobrevivir de una manera mucho menos digna que hasta entonces.

Las peripecias sentimentales de las dos hermanas mayores son el argumento central de la historia.

Algunos detalles de interés

El verdadero motor del proyecto fue Lindsay Doran, responsable de producción de Mirage Enterprises. Desde 1989, Doran se empeñó en rodar una nueva versión de la novela de Austen. Su primer objetivo fue encontrar guionista. En 1991, trabajó en Morir todavía, de Kenneth Branagh, y le propuso esa tarea a su protagonista, Emma Thompson, cuya habilidad como escritora ya se había difundido desde tiempo atrás, durante su etapa televisiva. En concreto, a Doran le llamaron la atención algunos sketches de Alfresco (1983-1984), el programa cómico que Thompson rodó y guionizó junto a Stephen Fry y Hugh Laurie.

Durante todo el proceso de escritura, que se prolongó a lo largo de cinco años, Thompson fue orientada por Doran y contó con revisoras como la actriz Amanda Root (familiarizada con el universo de Austen e inicialmente incluida en el elenco del film). Hubo momentos especialmente complicados, como cuando un problema informático de su ordenador Apple estuvo a punto de borrar todo lo escrito hasta ese punto por Thompson. Gracias a la intervención de Stephen Fry, muy hábil con la informática, el trabajo no se perdió.

En un principio, los grandes estudios no quisieron financiar el proyecto de una guionista primeriza, pero Amy Pascal, de Columbia Pictures, consiguió que su empresa ejerciera como productora y distribuidora del film.

Lindsay Doran admiraba el film El banquete de boda (1993), y decidió que su realizador, el taiwanés Ang Lee, sería un director idóneo. Antes de rodar, Thompson pasó dos semañas integrando en el guión las últimas sugerencias que le habían planteado Lee, Doran, y la coproductora Laurie Borg.

Los primeros elegidos para el reparto fueron viejos conocidos de Emma Thompson. Hugh Grant, con quien había compartido varios proyectos, se convirtió en Edward Ferrars. Hugh Laurie y Alan Rickman, amigos íntimos de la actriz, también se incorporaron al proyecto. Imelda Staunton, que había trabajado con Fry, con Laurie y con Thompson en Los amigos de Peter(1992), también fue contratada (No olvidemos que Hugh Laurie, Stephen Fry y Emma Thompson habían formado parte de la troupe estudiantil más famosa de la Universidad de Cambridge, los Footlights. Al mismo club de teatro pertenecieron el escritor Douglas Adams, autor de Guía del autoestopista galáctico, y tres de los Monty Python, Graham Chapman, Eric Idle y John Cleese).

Las actrices previstas para interpretar a las protagonistas eran las hermanas Natasha y Joely Richardson, hijas de Vanessa Redgrave y del director Tony Richardson, y nietas de Michael Redgrave y Rachel Kempson. Pese al linaje y el talento de ambas, Columbia introdujo un cambio de planes, y al final, Elinor y Marianne Dashwood fueron personificadas por la propia Thompson ‒que acababa de tener un éxito en 1992 con Regreso a Howards End‒ y por la joven Kate Winslet.

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Durante el rodaje, se produjo un choque cultural entre el director y el reparto. Lee no estaba acostumbrado a que los actores hicieran sugerencias ‒algo que en su país venía a ser una falta de respeto a su autoridad‒, y estos no terminaban de asimilar la brutal franqueza del director a la hora de criticar sus interpretaciones, sobre todo a la hora de proponer ‒o mejor dicho, ordenar‒ cambios en una determinada escena. Por suerte, las tiranteces fueron suavizándose.

Emma Thompson (Londres, 1959) es una de las actrices más prestigiosas del momento. Hija de actriz y director, ha trabajado en televisión, teatro y cine. Además de intérprete es guionista. Algunos de sus proyectos los hizo en común con su marido durante algunos años, Kenneth Branagh. Se da la circunstancia de que, durante el rodaje de Sentido y sensibilidad, aún sufría los efectos de la depresión que le causó el hecho de que Branagh rompiera con ella para unirse a Helena Bonham Carter. En la filmación conoció a quien acabaría siendo su nuevo esposo, el actor Greg Wise, con el que tiene dos hijos.

Ang Lee (Taiwán, 1954), responsable de títulos como la citada El banquete de boda (1993), La tormenta de hielo (1997), Brokeback Mountain (2005), Deseo, peligro (2007) o La vida de Pi (2012), rodó esta película completamente en inglés, lo cual le planteó algún que otro problema idiomático. En 2000 realizó Tigre y Dragón, la cinta de habla no inglesa más taquillera de la historia de los Estados Unidos, donde recaudó 128 millones de dólares.

Más allá de su presencia en las revistas de cine, Hugh Grant (Londres, 1960) es un habitual de la prensa rosa. Después de estudiar en Oxford, se dedicó a la interpretación. Un año antes de rodar esta película, protagonizó la exitosa Cuatro bodas y un funeral junto a Andy McDowell, con un tipo de protagonista muy parecido al que encarna en este caso, salvando las distancias de la época. Su relación con la obra de Jane Austen continuó en 2001, cuando rodó El diario de Bridget Jones a partir del libro de Helen Fielding, que tiene su base argumental en Orgullo y prejuicio. También trabajó en las dos secuelas de esta película haciendo el papel de un simpático conquistador.

Kate Winslet (Reading, 1975) es considerada unánimemente como la mejor actriz cinematográfica en lengua inglesa de su generación. Desde Shakespeare a adaptaciones de otros clásicos, pasando por grandes superproducciones como Titanic, ha tocado todos los resortes, siempre con solvencia, estilo y unas maneras muy particulares que dan a los papeles que interpreta el matiz exacto. Su versatilidad hace que pueda acceder a personajes muy diferentes, tanto dramáticos, como cómicos, incluso épicos e históricos.

Ficha técnica

Título original: Sense and Sensibility. 1995. 135 min. Estados Unidos

Dirección: Ang Lee

Guión: Emma Thompson sobre la novela del mismo título de Jane Austen

Música: Patrick Doyle

Fotografía: Michael Coulter

Producción: Columbia Pictures

Reparto: Emma Thompson, Kate Winslet, Hugh Grant, Alan Rickman, Greg Wise, Emilie François, Imogen Stubbs, Gemma Jones, Robert Hardy, Elizabeth Spriggs, Imelda Staunton, Hugh Laurie, Harriet Walter, James Fleet, Tom Wilkinson

Premios y nominaciones

1995: Oscar: Mejor guión adaptado. 7 nominaciones, incluyendo mejor película

1995: 2 Globos de Oro: Mejor película: Drama, guión adaptado. 6 nominaciones

1995: 3 premios BAFTA: Mejor película, actriz (Thompson) y secundaria (Winslet). 12 nom.

1995: 3 premios National Board of Review: Película, actriz (Emma Thompson), director

1995: Círculo de Críticos de Nueva York: Director (Ang Lee) y guión. 4 nominaciones

1995: Critics' Choice Awards: Mejor película y Mejor guión

1995: Sindicato de Productores (PGA): Nominada a Mejor película

1995: Sindicato de Directores (DGA): Nominada a Mejor director 1995: Sindicato de Guionistas (WGA): Mejor guión adaptado

1995: Sindicato de Actores (SAG): Mejor actriz secundaria (Winslet). 3 nominaciones

1996: Festival de Berlín: Oso de Oro

Copyright del artículo © Catalina León Benítez. Reservados todos los derechos.





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Caty León


Gaditana de nacimiento y crianza; trianera de vocación. Lectora y cinéfila. Profesora de Geografía e Historia y de Orientación Educativa. Directora del IES Néstor Almendros de Tomares (2001/2012). Como experta en organización escolar he publicado los libros La secretaría. Organización y funcionamiento y El centro educativo. Función directiva y áreas de trabajo, artículos en prensa (ABC: 1, 2, 3, 4) y revistas especializadas, así como ponencias en cursos y jornadas.

En noviembre de 2009 recibí la medalla de oro al Mérito Educativo en Andalucía. En 2015 he obtenido el Premio “Antonio Domínguez Ortiz” por la coautoría del trabajo Usos educativos de la robótica. Una casa inteligente.

En el ámbito flamenco he publicado decenas de artículos en revistas como Sevilla Flamenca, El Olivo, Alboreá y Litoral, sobre el flamenco y las artes plásticas, la mujer y el flamenco, entre otras temáticas, así como varios libros, entre los que destacaría la primera incursión en la enseñanza escolar del flamenco, Didáctica del Flamenco, mi libro sobre El Flamenco en Cádiz y el ensayo biográfico Manolo Caracol. Cante y pasión (ver reseña en ABC), así como mi investigación sobre la Noticiahistórica del flamenco en Triana. Conferencias, jornadas, jurados, cursos de formación, completan mi dedicación al flamenco. En 2015 he sido galardonada con el Premio de Honor “Flamenco en el aula” de la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía.

Por último, la literatura es mi territorio menos público pero más sentido. Relatos, microrrelatos, cuentos, poemas y una novela inédita Tuyo es mi corazón. I Premio de Relatos sobre la mujer del Ayuntamiento de Tomares, en su primera edición. Premio de Cuentos Infantiles de EMASESA en 2015 por Hanna y la rosa del Cairo.

En mi blog Una isla de papel hay un poco de todo esto.



Sitio Web: unaisladepapeles.blogspot.com.es/

http://www.thecult.es/item/27863-sentido-y-sensibilidad-ang-lee-1995.html
 
In the Mood for Love (2000)



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Por VS

Wong Kar-Wai tiene un gran tema que se insinúa desde Chungking Express(1994) y que traza una línea argumental de Fallen Angels (1995) —un drama con atmósferas más agobiantes y decadentes, en donde se entremezclan historias con la soledad como denominador común—, pasando por Happy Together (1997), hasta My Blueberry Nights (2007): el desamor como traición a la felicidad de la vida cotidiana en compañía de la pareja. La orfandad de Lai Yiu-fai (Tony Leung) en Happy Together y la desolación de Elizabeth (Nora Jones) o el estancamiento de Jeremy (Jude Law) en My Blueberry Nights, reflejan el desastre que desencadena perder al ser amado. En Chungking Express el asunto medular es el enamoramiento fugaz y no correspondido en un mundo en cuenta regresiva (como la promesa por cumplir para la China peninsular): el final de la colonia inglesa en Hong Kong, en aquel entonces algo lejano. El abandono que sufren los personajes en el resto de los filmes del director hongkonés es sólo el pivote para introducirlos en un cúmulo de emociones destructivas: rabia, dolor, decepción, anhelo, melancolía, depresión, soledad y unos deseos de venganza consumidos por una ternura hacia la pareja, pues los amantes conservan la esperanza de recuperar lo extraviado.

La narrativa de Wong Kar-Wai —casi un estudio cinematográfico y psicológico de los corazones rotos— transforma estos episodios íntimos en épicas —al más puro estilo del antihéroe— cuando los personajes, aparentemente transparentes y predecibles, no responden a sus patrones de conducta regulares; es decir, cuando dejan de comportarse como se esperaría, congruentes con los prólogos narrativos. Porque la expulsión del Paraíso terrenal al lado del ser amado, solo les deja la opción de ser partícipes en la ruptura a través de un cambio radical en sus acciones.

El momento más álgido de esta odisea del desamor que Wong Kar-Wai ha emprendido en su filmografía, se encuentra en una de las piezas que forman parte de un tríptico, una saga que asume una tragedia afectiva en un instante histórico triste para Hong Kong —el nacimiento vertiginoso de la metrópoli y la distancia de su vida tradicional a causa de la industrialización— y el resto de China —en medio de la etapa más radical de la Revolución Cultural—: In the Mood for Love (2000) —las otras dos partes del trío son Days of Being Wild (1990) y 2046 (2004)—. No en balde la crítica internacional ha considerado que el director hongkonés encontró su mejor registro estilístico en esta película gracias a sus logros técnicos, como las secuencias que unifican en una sola escena diversos encuentros entre los protagonistas, los juegos anacrónicos en la indumentaria, la estética de videoclip en espacios cerrados que se expanden en el tiempo gracias a elementos como carteles, arquitectura o colores, los juegos de espejo a una sola toma, la ambientación detallada que da señales temporales con la cámara lenta, la solidez de la trama a través de paralelismos históricos, la fijación en los objetos importantes para los personajes, etcétera—.

In the Mood for Love se desarrolla en la década de 1960, cuando Hong Kong fundaba su potencial económico en la industria manufacturera y el vórtice político del capitalismo colonial modificaba la forma de vida de los hongkoneses, asediados, también, por el creciente poder del comunismo de Mao Tse Tung. Un episodio en el que China, particularmente, perdió su identidad durante la Revolución Cultural —que negó su pasado, clausurando la mayoría de los templos budistas y taoístas— e intentó recuperarla a partir de los vestigios de su propia lengua cuando la sociedad aceptó como propia la unificación gubernamental de caracteres en la escritura ideográfica, que se llevó a cabo entre 1956 y 1964. Esto definió la hoy marcada diferencia entre la China continental y la cultura de Hong Kong, lo que queda registrado en la fotografía y la caracterización de Wong Kar-wai —quien exalta en la isla una atmósfera cargada de hermosura suburbana.

El drama protagonizado por Chow Mo-Wan (Tony Leung), quien parece cargar en sus ojos extraviados la pérdida de toda su nación, nos introduce suavemente en un océano de delicadezas y deseos que nunca encuentran cristalización. Ese sentimiento de quebranto se acentúa también con la etérea, desolada y seductora presencia de Su Lizhen (Maggie Cheung) que puede abarcar toda clase de pasillos con un solo paso. Una cámara fija mira desde la distancia a los personajes, los lugares que transitan, las situaciones cotidianas, como si observáramos detrás de un cristal cuanto acontece: el vidrio que divide la oficina de la calle y la cortina de agua que zambulle al transeúnte a espacios públicos o restoranes; la ventana que deja ver un más allá detrás de las paredes; la iluminación que remarca el peso de la nostalgia. La cámara rara vez entra en el marco de un diálogo continuo, perpetuo, donde se hacen las mismas preguntas para descubrir nuevos resultados; a veces se mantiene quieta, a la espera de algo, a veces oculta, como si espiara detrás de los objetos o adoptara su perspectiva.

El protagonista del filme es testigo del fin de un mundo maravilloso. Ya no hay retorno. A pesar de que el filme ocurre en pocos lugares (dos departamentos, cocina, sala común, calle –la misma y los mismos recovecos–, dos oficinas, cuarto de hotel, restaurantes), la superpoblada ciudad de Hong Kong, que creció en un área geográfica muy reducida a una velocidad vertiginosa entre 1950 y 1970, produce una sensación fuerte de promiscuidad, de aglomeración, de poco espacio y mucha gente.

La película emprende un viaje a la tierra de la pérdida y la imposibilidad. De ahí que el nombre original del filme sea La magnificencia de los años pasa como las flores, título de una canción de Zhou Xuan, la cantante y actriz asiática más famosa de mediados de siglo XX, mejor conocida en China como “la voz de oro”. La melancolía colectiva de Hong Kong y sus vecindades es el alma que taladra a los personajes: Chow Mo-Wan y Su Lizhen, son vecinos, que descubren, son engañados.



Todas las pericias técnicas que delatan el estilo de Wong Kar-Wai quedan expuestas en esta historia. Chow alquila con su esposa una habitación en un apartamento el mismo día que Su Lizhen y su esposo. Chow y Su son trabajadores de oficina, aparentemente felices por compartir la vida con sus seres amados. Ella es secretaria de una compañía naviera y Chow es redactor de un diario local. Pero por motivos de trabajo sus respectivas parejas los dejan durante períodos largos, coincidentemente al mismo tiempo. Y es justo en ese momento que el azar y la coincidencia provocan que el destino de ambos se cruce, al igual que los relatos de Kieslowski en su trilogía Tres colores (1993-1994) o posteriormente en la cruenta Dolls(2002), de Takeshi Kitano.

A menudo, Chow y Su se topan en los pasillos del edificio donde viven, en las fondas aledañas, en las calles donde caminan tras sus largas jornadas de trabajo. Por medio de una casualidad que les une aún más, se dan cuenta de la infidelidad de sus parejas. Aquí el quebranto. Aquí la pérdida y el primer desamparo: la traición. Una traición a esa felicidad fundada en lo cotidiano y las costumbres; una ingratitud similar a la que comete Hong Kong durante el filme, al convertirse en un espacio europeizado y con pocos elementos ancestrales en el entorno (no extraña que Su represente un acento en el paisaje al vestir con los tradicionales qipao, vestigios de un pasado hermoso e irrecuperable; y que el tiempo se mida por la mudanza de su vestimenta anacrónica: Su Lizhen es la moda y la belleza de un tiempo pasado que sólo en ella parece figurar, muy al estilo de Zhou Xuan en sus películas de la década de 1940, por ejemplo).

A partir del episodio confesional en que Chow y Su asumen la infidelidad de sus parejas, ambos comienzan una amistad enlazada por el sufrimiento y los malos recuerdos. Empiezan a pasar juntos cada vez más tiempo, reconfortándose el uno con la presencia del otro —e incluso subrayando su tragedia. Y como no hallan la manera de evadir el trance, recurren a la actividad favorita del ser humano para reconstruir la realidad: la ficción.

Chow invita a Su a ayudarle a escribir una serie de historias que firma para un periódico, mientras simulan, como actores con fines científicos, reconstruir cómo podría haber sucedido el enamoramiento de sus respectivas parejas. Coquetean, preguntándose si así habría actuado el cónyuge al caso. Están conscientes de que esa interpretación solo es eso: un ejercicio por comprender la —por llamarle de algún modo— “fenomenología de la infidelidad”. Pero, como dice el personaje narrador de la película Reconstrucción (2003): “aunque es ficción, duele”.

La convivencia entre los dos corazones rotos refuerza la conexión entre ellos y se transforma, gradualmente, en una callada historia de amor imposible. En la complicación de este amor, acentuada por la indecisión de Su —musicalmente representada por la canción “Quizás, quizás, quizás…”, en la voz de Nat King Cole— se funda esa pasión contenida que se refleja a lo largo de la película, envuelta en culpa y tristeza, confusión y deseo, ternura y violencia dominada.

Pero Wong Kar-Wai no elude la hermosura de esa enfermiza alegría que les provoca ser amantes por medio de la distancia. Con la pieza de Shigeru Umebayashi, “Yumeji’s Theme”, sucede una revelación de ternura que señala qué momentos son los que construyen al amor, incluso sin que ellos se percaten (Chow llega a asegurar que “solo sucede sin previo aviso”, ignorando las señales que Wong nos da a lo largo del filme). Una cámara lenta que induce la sensación de suavidad y sensualidad a los personajes, transfiere el cariño que se forja a través del hábito, pero al ritmo de la música.

He ahí el secreto: la constancia, la presencia y el hábito de la compañía, son lo que realmente cimentan al amor más intenso. Sin embargo, el temor puede transformarlo todo. A pesar de que ambos están en condiciones para amarse mutuamente, aun con todo y trabas —se encuentran casados y eso les pesa—, los dos terminan fundando su imperio de pasiones en la ausencia: él con la pérdida, ella con la imposibilidad. La diferencia es que él lo asume como un destino, mientras que ella lo hace voluntariamente. Tanto así, que Su busca arrancarle a Chow todo recuerdo al llevarse la única señal de que ella volvería: las sandalias que dejaba en el cuarto donde se reunían. Por eso se ha destacado tanto el afán de Wong Kar-Wai de filmar como una sola secuencia una sucesión de episodios rutinarios, para así demostrar que el paso del tiempo que se construye con lo cotidiano se puede arrebatar en un parpadeo, como la secuencia delicada de tres minutos en la que se comete un tenue allanamiento de morada, con todo y detalle de cigarrillo a medio concluir marcado con labial.

“Yumeji’s Theme” y las imágenes que le acompañan, dan la sensación de que el amor traspasa a los personajes. Desde que Su va a buscar fideos —una y otra vez, recalca Wong Kar-Wai en su iteración del hábito—, come sola, se encuentra con Chow, se saludan, interactúan como dos soledades al unísono, y hasta el momento en que ambos comparten la escritura y se ven con cariño a través del espejo, toda la contención, todo el amor que los circunda, solo responde a la delicia de vivir el día a día como una felicidad perpetuada, incluso si ésta nace del dolor de saberse engañados por sus respectivas parejas. El amor solo ronda porque les brota como un perfume de los ojos, de la piel, del tacto sutil que engendra algo más real que lo vivido con sus parejas. Y la música florece… y “la magnificencia de los años pasa como las flores”, cantaría Zhou Xuan. Lo que suspende a los detalles finos en la flor del cortejo es el cadencioso tema musical que tiene el fin de anudar la garganta.

Para acabar con esa trama, para saber cómo reaccionar ante la mutua pérdida, simulan en varias ocasiones que se enamoran, que son infieles, que se despiden para siempre. Esto no sucede realmente. O tal vez sí. En lo inconcluso de su relación, nace un amor inolvidable, que deja a Chow roto de por vida, y a Su con un recuerdo de un pasado bello, pero imposible de recuperar.

El amor vuelve a traspasar a Chow cuando se encuentra frente a las ruinas de una religión que no se resigna a morir ante el ascenso de un estado laico. El bosque al que antes acudían sus antepasados para horadar un árbol y depositar un secreto, era un lugar sagrado al que el hombre no había llegado. Las ruinas y templos que visita Chow son ese bosque de la fe, ahora abandonado por el hombre (despojado del hábito, sumergido en la cotidianeidad). Quizá porque esa antigüedad hermosa y serena le recuerda a Su envuelta en sus qipao, infinita y remotamente bella.

Ahí es donde su secreto permanecerá: en el olvido de la civilización, demasiado consagrada a progresar como para ocuparse de su herencia espiritual; pues, como decía Goethe “el hombre dedica la mayor parte de su tiempo al trabajo, y al amor el tiempo que le sobra”. Los secretos pueden quedar resguardados en ese lugar especial, donde nos aguarda el asalto de la memoria y la pieza “Yumeji’s Theme”, para recordarnos que cuando el hábito nos envuelve estamos en condiciones para amar, y que las flores, aunque fallecen, vuelven a nacer.



Fa yeung nin wa
In the Mood for Love

Hong Kong-Francia
2000

Director:
Wong Kar-wai

Con:
Maggie Cheung, Tony Leung, Ping Lam Siu, Charles de Gaulle

Guión:
Wong Kar-wai

Fotografía:
Christopher Doyle, Pung-Leung Kwan, Ping Bin Lee

Edición:
William Chang Duración:
98 min

http://enfilme.com/ciniciados/de-culto/in-the-mood-for-love
 
Última edición:
Sueños que matan
Escrito por: Guzmán UrreroPublicado en: Cine clásico
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Imagen superior: Jackie Earle Haley en "Pesadilla en Elm Street" (2010).

Las líneas básicas de lo que voy a contar son habituales. Aparecen cada dos por tres en revistas como Variety y The Hollywood Reporter. Un hombre de negocios reflota una franquicia, y para dirigir el remake contrata a un veterano de la publicidad y del videoclip, a quien recomienda que mejore la comercialidad del asunto.

Sospecho que Michael Bay –productor además de odiado cineasta– copió esta fórmula en su agenda, porque después de rehacer con ese mismo esquema Terror en Amityville, La matanza de Texas y Viernes 13, en 2010 volvió a poner sus iniciales sobre otro título bien conocido por los amantes del terror, Pesadilla en Elm Street.

¿Y el director? O mucho me equivoco, o lo que decidió que Samuel Bayer aterrizase en este proyecto fue su experiencia en el campo del vídeo musical. Y no me refiero a sus excelentes trabajos para David Bowie o The Rolling Stones, sino a las inquietantes imágenes que ideó para escenificar las canciones de Marilyn Manson.

Para los que conocen esta saga, fue una experiencia estimulante comparar al Freddy Krueger original, felizmente encarnado por Robert Englund, con el matarife al que volvió a interpretar Jackie Earle Haley. En la piel de este último, el personaje adquiría otro sesgo. Su necesidad de hacerse un lugar distinto del heredado, sin perder de vista las referencias, lo llevó a sustituir el humor negro de los ochenta por una actitud ominosa y visceral. De ahí que el nuevo Freddy fuera un lunático tan intolerable como los protagonistas de las páginas de sucesos.

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Imagen superior: Adrienne King en "Viernes 13" (1980).

Mitomanía del terror

Durante su visita a España, pregunté al actor por su investigación previa en torno a los asesinos en serie. «Para desarrollar el papel –me dijo–, busqué conexiones con el mundo real. Atributos, rasgos de comportamiento... Eso me llevó a la figura de un psicópata, Edmund Kemper. Quería basarme en este personaje, y fue entonces cuando me enteré de que había una película sobre él [Kemper, dirigida en 2008 por Rick Bitzelberger]. Me dejó de una pieza descubrir que se trataba de un producto gore. Cuando uno va a rodar un film sobre un criminal como ése, el tratamiento tendría que ser realista, ¿no crees? Fue entonces cuando caí en la cuenta de que Krueger no es un asesino auténtico, y comprendí que el tono debía ser otro».

Partiendo de esta evidencia, Samuel Bayer encontró su espejo en la mitomanía del terror. Nada más lógico, pues, que se permitiera citar planos de Viernes 13 (1980) o de Poltergeist (1982), al tiempo que rendía tributo a Wes Craven, el creador de Elm Street.

Y esta es la recompensa que obtiene el aficionado: de nuevo, las puertas vuelven a cerrarse con estrépito y una infinita maldad se expresa con pasos furtivos y voces vagas. Con la perspectiva alterada, un cuarto de calderas se convierte en laberinto, mientras Freddy desliza sus cuchillas por las tuberías oxidadas, y las luces de neón y los escapes de vapor invitan a cruzar del mundo de la realidad al mundo de la fantasía.

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Imagen superior: Robert Englund en "Pesadilla en Elm Street" (1984).

Horror y césped bien cortado

No diré que merezca un estudio académico, pero la mitología inventada por Wes Craven funciona.¡Vaya si funciona! Este boogeyman, este hombre del saco que atormenta en sus pesadillas a los adolescentes de Elm Street, en Springwood, Ohio, saltó a la fama en 1984. De hecho, Freddy nació durante la era Reagan, y de acuerdo con la premisa establecida por John Carpenteren Halloween (1978), vino a encarar ese tipo de horror que se oculta en la aparente normalidad de las áreas suburbanas, con su césped bien cortado tras una valla blanca.

En la primera versión del guión, escrita en 1981, Craven lo imaginó como un asesino silencioso, pero pronto el personaje adquirió vida propia. Como saben, Krueger habla sin descanso, e interpela a su audiencia como el Guardián de la Cripta y otros maestros de ceremonias de los viejos tebeos de EC Comics o de Warren Publishing.

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Imagen superior: David Patrick Kelly en "La gran huida" ("Dreamscape", 1984).

La idea de que Freddy atormente a sus víctimas durante sus pesadillas se le ocurrió a Craven leyendo Los Angeles Times. Al parecer, tras huir de la Camboya de Pol Pot, varios refugiados murieron en medio de horribles sueños. Se negaban a dormir, y cuando el agotamiento los vencía, no tardaban en perecer a causa de ese extraño síndrome.

Los enfoques de Craven y de Bayer nunca terminan de coincidir. Sin embargo, resulta significativo que este último recuperase una idea desechada por su antecesor. Así, en aquel primer borrador de 1981, Freddy no sólo acechaba a los niños para asesinarlos. Luego Craven suavizó este detalle, y convirtió al personaje en un demonio bocazas, que bromea a las puertas del infierno. Bajo las indicaciones de Bayer, Jackie Earle Haley encarnó atrocidades más explícitas y turbadoras. «Los asesinos enserie –me dijo– son abominaciones. Cuando vienen a por ti, nadie va a soltar una carcajada de alivio al final de la secuencia. Pero eso es lo que los diferencia de Krueger. A pesar de que hayamos optado por un darle un enfoque más oscuro, se trata del protagonista de una historia de campamento, de ésas que se cuentan alrededor de la hoguera. Y créeme, a la hora de interpretarlo, esto fue muy liberador para mí».

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Esta es una versión ampliada de un artículo que escribí en el diario ABC. Reservados todos los derechos.





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Guzmán Urrero


Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, Guzmán Urrero se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como Cuadernos Hispanoamericanos, Album Letras-Artes y Scherzo.

Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).

Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos.

Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.

En 2006, fundó junto a Javier Sánchez Ventero la revista Thesauro Cultural (The Cult), un medio situado en la frontera entre la cultura, las ciencias y las nuevas tecnologías de la información.

Desde 2015, Thesauro Cultural sirve de plataforma a una iniciativa más amplia, conCiencia Cultural, concebida como una entidad sin ánimo de lucro que promueve el acercamiento entre las humanidades y el saber científico, tanto en el entorno educativo como en el conjunto de la sociedad.

http://www.thecult.es/item/27649-suenos-que-matan.html
 
Sexy Beast (2000)

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por: Alfonso Flores-Durón y M. (@SirPon)

Reseña originalmente publicada en la revista CineXS (diciembre, 2000).

#UKenFilme

“El fragmento de filme más hermoso y potente que apreciamos en nuestras pantallas no es ningúna épica tecnológica de Hollywood. Es un commercial de 60 segundos de Guiness”, fue el comentario del prestigioso diario británico The Times acerca del más reciente trabajo dirigido por Jonathan Glazer. Para los fanáticos de los videoclips, las referencias sobre Glazer sobran. El multipremiado Virtual Insanity de Jamiroquai, el fantástico y onírico Street Spirit de Radiohead y el amniótico Teardrop de Massive Attack son tres balas del arsenal que lo convirtió en el videoclipero más importante de fines de los noventa en todo el mundo.

Era difícil pensar que Glazer rehusara romper el confinamiento espacial al que las pequeñas obras obliga, por lo que el salto al largometraje era solo cuestión de tiempo, pero ¿cuándo y cómo? Hollywood lo cortejó solicitándole su primera prueba de amor. Glazer, empero, prefirió perder su castidad fílmica a gran escala en su natal Inglaterra. En esta, la tierra de las tradiciones, el género gangsteril está flemáticamente inscrito como una de ellas. Sin embargo, el éxito de Lock, Stock and Two Smoking Barrels, de Guy Ritchie, fue caldo de cultivo para que la mercenaria mediocridad en forma de vulgares imitadores bombardeara de balas y mierda las salas de cine británicas. La sola mención de ‘gangster movie’ en Inglaterra, hoy en día, cuando menos genera hastío y una pregunta: ¿Otra? En este contexto, Glazer decide debutar eligiendo, a conciencia, un guión escrito por una exitosa pareja de dramaturgos –Mellis y Scinto-, y desplegar en él toda su capacidad visual y talento para estilizar el maltratado género.

Tomando en cuenta la plasticidad y el lirismo del portafolios de Glazer, no era aventurado esperar de él un filme que sondeara brechas menos recorridas de las que la convencionalidad suele trazar. Y si bien es cierto que el británico roció el enlamado género gangsteril con destellos de su capacidad innovadora (rompiendo el esquema lineal de la historia con atractivas secuencias oníricas y con una eficaz estructura temporal que inyecta suspenso a la trama), su apuesta fue tajante: invadir de lleno el mainstream con los mismos argumentos hollywoodianos, pero destilando un sabor netamente británico, con ecos aromáticos de cine europeo.

Gal (Ray Winstone) disfruta de la apacible y lujosa vida que las ganancias de su carrera delictiva le generaron. Retirado, lejos de Londres, vive con su encantadora esposa, DeeDee (Amanda Redman) en una suntuosa villa en la Costa del Sol española. Como buenos ingleses, su sociabilidad se reduce a otra pareja de ingleses (Jackie y Aitch), que además provienen de su mismo círculo social y profesional. Una relajada mañana, mientras Gal se deja consentir por el sol, una gigantesca roca desciende estrepitosamente la montaña que aloja su villa y, tras casi aplastarlo, termina aterrizando en la piscina. La calma devorada por un tempestuoso augurio.

Poco después, Jackie (Julianne White) le da forma al mal presagio: durante una cena, le hace saber a Gal que Don (Ben Kingsley) lo quiere sacar del retiro para una nueva misión. La tranquila vida de Gal solo empeora cuando el propio Don se presenta con su imagen y trato intimidatorio, incluso maléfico, para persuadir a Gal de que no tiene más opción que aceptar. Gal está decidido a rechazar la oferta y Don a no admitir más que un “sí”. La ebullición está por explotar pero, sorpresivamente, Don se resigna a la negativa y decide volver a Londres… hasta que un contratiempo provocado por él mismo lo regresa a casa de Gal. Un brinco temporal nos muestra a Gal en Londres, incorporado al equipo que intentará un asalto tipo Mission Impossible, y severamente cuestionado por los jefes de la misión respecto al paradero de Don.

Desde la toma inicial, Glazer evidencia su autoinfluencia comercialera, principalmente en términos de composición de la imagen y ritmo. Asimismo, el armado de su primera secuencia (con música de Dr. Feelgood marcando el compás) certifica su dominio en términos narrativos para establecer de un brochazo no solo una atmósfera, sino también un personaje. Y sin embargo, desde ese momento hipnotiza a la audiencia y mantiene en todo instante el control de la historia y la tensión se conserva hasta que aparecen los créditos finales. Lo anterior no evita que Glazer tropiece en burdos clichés genéricos recompensados con simpáticos diálogos y el elegante dinamismo con que oxigena el filme. De cualquier forma, a pesar de ser un envidiable debut, ante las expectativas que su persona levantaba, lo más destacable de Sexy Beast –dejando a un lado las espléndidas interpretaciones de Winstone y, particularmente, de Kingsley- es que nos garantiza que los mejores trabajos de Jonathan Glazer los veremos en el futuro.

Sexy Beast
Sexy Beast

Reino Unido, España
2000

Director:
Jonathan Glazer

Con:
Ray Winstone, Ben Kingsley, Amanda Redman, Julianne White, Cavan Kendall

Guión:
Louis Mellis, David Scinto

Fotografía:
Ivan Bird

Edición:
John Scott, Sam Sneade

Música
Roque Baños

Duración:
89 min



http://enfilme.com/ciniciados/de-culto/sexy-beast
 
Crónicas de un instituto
Escrito por: Guzmán UrreroPublicado en: Cine clásico
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Imagen superior: "Semilla de maldad" ("Blackboard Jungle", 1955), de Richard Brooks.

Enseñanzas, oportunidades y decepciones. De eso se ocupa Laurent Cantet en La clase (Entre les murs, 2008), un drama preciso, muy lúcido, que describe los conflictos de un instituto ferozmente real.

En el fondo, además de un retorno al cinéma vérité, lo que se pone frente al objetivo es un debate del que nadie sale vencedor. ¿Y qué se negocia? Pues elegir lo menos malo en el marco de una sociedad multiétnica y confusa.

La película se inspira en el libro homónimo de François Bégaudeau, publicado en España por El Aleph, y es el propio escritor quien actúa como protagonista. Soltura no le falta: este hijo de maestros fue futbolista y cantante del grupo punk Zabriskie Point antes de dedicarse a la docencia, el ensayo y el periodismo.

Al igual que sucedía en La ola (2008), de Dennis Gansel, La clase describe el instituto como una caja de resonancia, pero lo hace desde una postura moderada y verista.

Resulta interesante leer, en este contexto, lo que nos dice Cantet a propósito de su toma de posición pedagógica: “Por una vez –señala–, el profesor [Bégaudeau] no escribe para saldar cuentas con adolescentes, presentados como auténticos salvajes o verdaderos tarados”.

Una cosa está clara: La clase es un título atípico, pero se inserta dentro de una tradición que viene de antiguo y no parece flaquear.

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Imagen superior: "La clase" ("Entre les murs", 2008), de Laurent Cantet.

Semilla de maldad (1955), de Richard Brooks, más conocida por ser la primera película en la que sonó el rock ‘n roll, fue, según opinión generalmente aceptada, el origen de este subgénero que podríamos definir como sigue: un profesor carismático instruye a un puñado de chicos inadaptados. Mientras dura su empeño, sobrevive a escarnios y decepciones. Al final, casi todos estudiantes se adhieren a la causa del maestro, lo cual nos demuestra que hasta el gamberro menos presentable puede redimirse.

Inspirada en una novela autobiográfica del guionista Evan HunterLos pájaros lleva su firma–, Semilla de maldad presentaba al perfecto voluntario para esa trinchera educativa: Glenn Ford, un veterano del Ejército cuya autoridad moral queda de manifiesto incluso cuando prohíbe a sus alumnos fumar en el baño.

Si hay una imagen que condensa la revolución teenager de los cincuenta, ésa es la del público de esta película montando un escándalo tras el estreno. ¿Motivos? Se me ocurren dos: las canciones de Bill Haley & His Comets y el contagioso vandalismo de aquel perdonavidas inmortalizado por Vic Morrow.

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Imagen superior: Sidney Poitier en "Rebelión en las aulas" ("To Sir, with Love", 1967).

De entre las producciones que aprovechan el legado de Richard Brooks, que son muchas y van de lo sublime a lo calamitoso, quizá ninguna haya sido tan popular como Rebelión en las aulas (1967), dirigida por James Clavell.

En sus manos, el film legitimaba el esquema “profesor que reeduca a una cuadrilla de insolentes” como un desarrollo natural de la convulsión estudiantil que habían desencadenado el rock, los movimientos antiautoritarios y esa izquierda en la que parecía reposar la última confianza.

Sidney Poitier, uno de los jóvenes de Semilla de maldad, interpretaba esta vez al protagonista: Mark Thackeray, otro profesor pulcro y quijotesco, capaz de poner de su parte a lo peor del East End londinense.

Aún habrá quien piense que algunos de los hooligans a cargo de Thackeray no son verosímiles. Como suele decirse, la realidad supera la ficción. De hecho, el autor del libro que dio lugar a Rebelión en las aulas, Edward R. Braithwaite, fue piloto de guerra y se doctoró en Cambridge, pero la discriminación racial le obligó a aceptar un puesto de profesor en un barrio pobre. Se ganó a pulso el éxito literario, entró en la carrera diplomática y llegó a dar clases en universidades de Nueva York y Washington.

No exagero. Rebelión en las aulas es el mejor título de este repertorio, y asimismo el que mejor aguanta el paso de los años. Pero contemos toda la verdad. También estableció una receta que pocos, muy pocos han sabido interpretar.

Fíjense que, a estas alturas, nadie contradice esa impresión de que sólo un veterano de guerra es capaz de poner firme a un pandillero. De ahí que triunfe el estereotipo de un militar, honorablemente licenciado, que comienza el curso escribiendo su nombre en la pizarra. Baste citar a dos ex marines con un peculiar plan de estudios: Michelle Pfeiffer en Mentes peligrosas(1995) y Tom Berenger en El sustituto (1996).

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Imagen superior: Jim Belushi en "El rector" ("The Principal", 1987).

Si es como yo la recuerdo, El rector (1987), de Christopher Cain, exploraba un territorio más idealista. Con Cain volvía a producirse el milagro, y un educador lograba que futuros maleantes cambiasen a tiempo de piel. Salvando las distancias argumentales, el mismo mensaje triunfa en Stand and Deliver (1988), de Ramón Menéndez, y en Diarios de la calle (2007), de Richard LaGravenese.

Gracias a este tipo de producciones, el conocimiento figura como un valor con el que pueden soñar estudiantes y profesores. Así lo daba a entender Laurent Canet, cuyo discurso filtra, con mucha prudencia, la resaca de mayo del 68. “Durante toda la película –decía el realizador–, se ve una utopía en pleno funcionamiento. No se trata de una idea acerca de cómo debería ser el colegio, sino de experimentar lo que podría ser”.

Me parece que esto se debe, principalmente, a François Bégaudeau, el autor del libro original, que alude a una forma de enseñar y de aprender que también es una forma de vivir y de revisar conceptos como esfuerzo, disciplina o excelencia.

Ante el desastre de escolares que no quieren estudiar pero acuden al aula por imperativo legal, Bégaudeau no propone solución alguna, salvo tratarles como adultos. Sus dudas, en el fondo, son idénticas a las de muchos enseñantes que atienden a chavales sin motivación alguna.

Esta vez, ni siquiera es decisiva la elocuencia del personaje principal. “Si sólo nos hubiéramos basado en la facilidad verbal –reconoce este profesor–, habríamos hecho El club de los poetas muertos de izquierdas, con el valor añadido de la seriedad social estilo Cantet. Pero no nos hacía ninguna gracia”.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Esta es una versión ampliada de un artículo que escribí en el diario ABC. Reservados todos los derechos.





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Guzmán Urrero


Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, Guzmán Urrero se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como Cuadernos Hispanoamericanos, Album Letras-Artes y Scherzo.

Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).

Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos.

Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.

En 2006, fundó junto a Javier Sánchez Ventero la revista Thesauro Cultural (The Cult), un medio situado en la frontera entre la cultura, las ciencias y las nuevas tecnologías de la información.

Desde 2015, Thesauro Cultural sirve de plataforma a una iniciativa más amplia, conCiencia Cultural, concebida como una entidad sin ánimo de lucro que promueve el acercamiento entre las humanidades y el saber científico, tanto en el entorno educativo como en el conjunto de la sociedad.

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Caravaggio

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por Luis Fernando Galván (@luisfer_crimi)

Después de ver Sebastiane (1976), el comerciante de arte y productor de cine, Nicholas Ward-Jackson, consideró que el hombre ideal para llevar a cabo el filme sobre la vida y obra de Caravaggio era el realizador inglés, Derek Jarman. El artista británico –que incursionó en la pintura, la poesía y el cine– se marchó a Italia en 1978 para estudiar al pintor, sumándose así a la ola de historiadores y críticos de arte que en la década de los ochenta reconsideraron la relevancia del italiano, Michelangelo Merisi. En una época donde en Europa gobernaba el minimalismo y las corrientes neoexpresionistas, a un sector de estos estudiosos les llamó la atención su obra como revolucionaria –al alejarse de los ideales de belleza de su tiempo–; a otros, su vida y sus preferencias sexuales. A Jarman, el hombre y artista gay que luchó activamente por los derechos de los homosexuales, le interesaron ambas posturas. Su filme, Caravaggio (1986), es un vehículo para estudiar el problema de la representación en el arte y la capacidad del artista para interpretar el mundo objetivo y traducirlo en un producto artístico.

En un cuarto frío y austero, el Caravaggio de Jarman (Nigel Terry) pronuncia la fecha de su muerte: 18 de julio de 1610. A partir de ahí, ocurren una serie de largos flashbacks sobre los acontecimientos cruciales de su vida, narrados por el propio artista italiano. Caravaggio yace en su lecho de muerte. El primer plano sólo captura su rostro inmóvil, doliente, lleno de cicatrices y con los ojos cerrados. La lente del cinefotógrafo mexicano, Gabriel Beristain, se coloca por encima de él en una posición frontal. El espectador observa la cara del moribundo de manera casi perpendicular. La imagen es muy parecida a la planteada en Cristo morto de Andrea Mantegna; Caravaggio es comparado con la figura divina. Él mismo buscó representarse (en vida y obra) como un dios pagano enemigo de la religión oficial.

El joven Caravaggio, en sus inicios, es un pornógrafo y prostituto; le dice a un hombre mayor interesado en comprar uno de su cuadros –y con el que se sugiere acaba de acostarse–: “Yo soy el objeto de arte… y soy muy caro”. Se trata de una ironía; no se juzga al artista como un hombre “vendido”, sino un acto de asumirse a él mismo como el objeto representado en el cuadro: “Yo construí mi mundo como el misterio divino encontró al dios en el vino y lo llevo en mi corazón. Me pinté yo mismo como Baco y tomé su destino, un salvaje, orgiástico desmembramiento". El Baco joven es un autorretrato del artista; aparece el dios con piel verdosa, labios grises y ojos hinchados, las manos –con las que sostiene un ramo de uvas podridas– están sucias; más que una figura divina, es un hombre cercano a la muerte. No se trata de la perfección artística renacentista, sino del retrato de lo mundano, de lo perecedero.

En el momento previo a su fallecimiento, Caravaggio es forzado a coger una cruz –que le ofrece un cardenal– en sustitución de la daga que porta. Él se niega, sólo muerto podrá tener encima el principal símbolo cristiano. Caravaggio es una figura revolucionaria que buscó situar lo divino dentro del mundo de lo profano; que los santos desciendan a la tierra para convivir con la gente común, con los pobres y marginados. En su obra pretendía plasmar la comunicación directa entre el ser humano y la fe divina. La gente de la calle –ladrones, vagabundos y prost*tutas– eran sus modelos para representar santos y vírgenes. Caravaggio logra transfigurar a los miserables, necesitados e inmorales, en santos, acercándolos a Dios. Por su parte, Jerusaleme (Spencer Leigh) –el sirviente pobre de Caravaggio, un chico mudo al que compró por 30 monedas de plata (misma cantidad que Judas recibió por traicionar a Cristo)–, cuyo nombre remite a la ciudad sagrada, es el hombre que acompaña en todo momento al artista: lo ayuda en su taller, se va con él a la cama y lo cuida hasta su muerte. El joven es salvado no mediante Cristo, sino por un hombre que se pinta como Cristo, pero que rechaza la cristiandad.

Esa cercanía con la realidad y el alejamiento de la perfección clásica como canon supremo en el arte del Renacimiento, llaman la atención del cardenal romano Francesco Del Monte (Michael Gough), quien –además de comisionarle varios cuadros– lo invita a formar parte de su círculo hedonista, donde conviven jóvenes filósofos, escritores y músicos en búsqueda de la libre creación. A pesar de ello, estos hombres siguen permaneciendo en un mundo oscuro y claustrofóbico del cual no se puede salir.

Las tinieblas en las que vivía Caravaggio eran las que, paradójicamente, le daban luz. El pintor no colocaba su nombre en sus obras, únicamente firmó uno de sus lienzos. En La decapitación de San Juan Bautista (1608), sobre el chorro de sangre que escurre del cuello del protagonista, aparece “Yo, Caravaggio, hice esto”. Una obra que sirve como una confesión muy personal; el asesinato cometido por el pintor. En el filme, Jarman recupera, pero distorsiona, un suceso histórico que ha manchado la reputación del artista a lo largo de los siglos: el asesinato de Ranuccio Tomassoni en 1606. Después de un duelo de espadas en una cancha de “palla a corda” (un juego similar a lo que hoy en día conocemos como tenis), Caravaggio agredió a Ranuccio porque éste también veía a la prost*t*ta favorita del pintor. Acostumbrado a las riñas callejeras, en un ataque de ira, Caravaggio hiere a Ranuccio, huye y su contrincante muere desangrado. Jarman prefiere mostrar el intrincado triángulo pasional entre Caravaggio, Ranuccio (Sean Bean) y Lena (Tilda Swinton); los tres se aman mutuamente. Primero, Caravaggio y Ranuccio, luego éste y Lena, y finalmente ella y el pintor. Esta narrativa –aparentemente histórica, pero ficticia– es creada por Jarman para demostrar sus interpretaciones y sostener el discurso que propone. Incluso, inserta anacronismos para trasladar la historia a su época. Jarman deposita elementos de la realidad de finales del siglo XX en otro contexto, el del siglo XVI, que no le corresponde: los cigarrillos que fuma Caravaggio, la máquina de escribir que emplea Baglione (el principal detractor de Caravaggio), la motocicleta de Ranuccio, la calculadora de Giustiniani (el banquero de Roma) y una revista. En este sentido, Jarman elabora una obra de arte congruente con la postura estética de Caravaggio; emplea elementos realistas para elaborar una obra naturalista.

Al fusionar componentes de dos épocas distanciadas por el tiempo, el filme pretende ocurrir en el aquí y el ahora para que podamos percibir a Caravaggio como un auténtico pintor revolucionario. Esos anacronismos también refieren a las atracciones, repulsiones, estructuras de clase y preferencias sexuales que se vivieron en la era de Jarman; los movimientos y marchas a favor de los derechos de los homosexuales ocurridas a finales de los ochenta, así como las discusiones en torno al síndrome del VIH. Jarman fue uno de los principales oradores en una de las magnas conferencias celebradas en 1988, un año después del estreno de Caravaggio; compartió su propia condición como enfermo del VIH y habló sobre la necesidad de los gobiernos para cambiar el modo de enfrentar el problema: aniquilar la represión de la homosexualidad, y buscar la prevención mediante educación, apoyo y tratamiento.

Caravaggio explica la desilusión amorosa de la siguiente manera: “En mi cama, durante la noche, busco aquel al que mi alma ama, lo busco pero no lo encuentro”. Jarman interpreta la vida de Caravaggio para simbolizar la frustración del verdadero amor que, de acuerdo con los documentos de la época, provocaron en el pintor una intensa melancolía y ataques de ira; una represión sexual que culmina en actos violentos.

A lo largo del filme se exhibe el método de trabajo de Caravaggio. En los cuadros de temática profana, un gran número de cuadros son representaciones de hombres semidesnudos vinculados a Baco (el exceso), Cupido (el amor) y Medusa (la venganza y la muerte). Jarman propone que tanto el producto final (el cuadro) como el proceso creativo, son intensamente eróticos en cuanto a la desnudez, las poses y la exhibición corporal de sus modelos. Además de la forma en que elabora sus cuadros, a partir de la representación de la realidad –deslindándose de cualquier ideal de belleza y optando por la aspereza del naturalismo–, Caravaggio emplea los colores de la tierra, los mundanos; el negro, rojo y marrón rojizo prevalecen sobre los azules, dorados y blancos (colores asociados al cielo, a la supremacía divina).

En el filme se recurre a una doble puesta en escena para evidenciar la metodología de trabajo de Caravaggio. En primer lugar, Jarman traslada las escenas pictóricas a un set (armado con artículos que el británico encontró en la basura o que compró en tiendas de segunda mano) para que sean filmadas. Y en segundo lugar, la puesta en escena es la reconstrucción de cómo Caravaggio dispone de los espacios cerrados para colocar a sus modelos y la manera en que interactúa con ellos. Ya sea como individuos o en conjunto, Caravaggio utiliza (y representa) a las personas en, exclusivamente, interiores –no hay paisajes ni exteriores, y mucho menos espacios abiertos–. Son espacios cerrados y oscuros que por lo general no delatan los detalles del lugar donde se desarrolla la acción. Los fondos negros predominan en las escenas. A Caravaggio sólo le interesan las figuras humanas y sus expresiones. Ellos, inundados y apabullados ante la inmensidad de las tinieblas, son iluminados por luz artificial, cuya fuente parece estar casi siempre colocada arriba de los personajes, pero fuera de los márgenes del cuadro. La energía del naturalismo que propone Caravaggio consiste en el intenso chiaroscuro; ese contraste de luz y oscuridad configura el diseño y el estilo visual del filme, donde destaca la importancia del trabajo de Beristain, que consigue captar auténticos ‘caravaggios’ en movimiento. El cinefotógrafo mexicano es conocedor de las ideas y formas del lenguaje pictórico, y con sumo cuidado coloca su lente para trasladar el espacio plástico-pictórico al encuadre cinematográfico incorporando de manera puntual y precisa la estética del artista italiano.

Jarman pone en pantalla al más severo de todos los críticos de Caravaggio, el también pintor Baglione. El director aprovecha para, de manera implícita, asumirse como un Caravaggio contemporáneo, cuya obra recibe fuertes críticas. Algunas de las palabras que emplea Baglione para despreciar el trabajo de Caravaggio son similares a las escritas por Vincent Canby, crítico de The New York Times, que manifestó que el filme The Tempest (1980) de Jarman era “insoportable, una uña rayando a lo largo de una pizarra”. Pero no sólo se trata de la oposición crítica, en cuanto a ideales estéticos, que enfrentó Caravaggio –quien fue descalificado por pintar personas reales, en lugar de imitar los ideales de belleza renacentistas que tenían en Rafael, al más grande de los maestros a seguir–, sino que de manera más aguda, Jarman contextualiza a un artista histórico para mostrar los prejuicios que obligan a la comunidad homosexual a vivir en la oscuridad en espacios claustrofóbicos para ocultar sus preferencias y sentimientos.

Caravaggio refleja cómo un mundo de subterfugios e hipocresías infectó tanto a la sociedad renacentista como a la que vivió Jarman, suprimiendo la libertad. Al cineasta le tocó presenciar cómo en los ochenta, el Parlamento inglés se negaba a debatir asuntos referentes a la homosexualidad; ni siquiera accedían a derogar las leyes homofóbicas. Incluso, a principios de los noventa, la represión policiaca contra la comunidad LGBT continuaba con frecuentes redadas y arrestos. El lado paradójico de este señalamiento es que tal supresión, a su vez, ha motivado a producir obras de arte, tanto la de Caravaggio como la de Jarman, en este caso. El director se centra en “La Pasión” de Caravaggio, que desde su lecho de muerte y delirando de fiebre recuerda su vida, sus amores y sus obsesiones, que hacen eco con las preocupaciones personales del director británico: las interconexiones entre la sexualidad, la política, el comercio y el arte. Todas ellas constituyen una primera, quizá sin precedentes, reflexión hecha por un artista gay sobre las posibilidades y limitaciones que enfrentaba su generación.

Caravaggio
Caravaggio

Reino Unido
1986

Director:
Derek Jarman

Con:
Nigel Terry, Sean Bean, Tilda Swinton, Dexter Fletchar, Michael Gough

Guión:
Nicholas Ward Jackson, Derek Jarman

Fotografía:
Gabriel Beristain

Edición:
George Akers

Música
Simon Fisher-Turner

Duración:
93 min.

http://enfilme.com/ciniciados/de-culto/caravaggio
 
Cuentos de la luna vaga después de la lluvia
Publicado el 10 - Oct - 2014


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por Alfonso Flores-Durón y M. (@SirPon)

No solo a Occidente le sigue costando un enorme esfuerzo y trabajo entender las vicisitudes y el espíritu de una cultura que le es tan ajena como la japonesa; también los propios nipones –o cuando menos algunos de ellos– han intentado descifrar el misterio que para ellos mismos representa su tradición y su cultura, tan longevas como, en ocasiones, aparentemente paradójicas. La búsqueda del conocimiento de uno mismo, como persona, ocupa toda la vida y termina siempre siendo inconclusa. Lo mismo ocurre con todo tipo de naciones, de regiones; les toma siglos entender a fondo el concepto de su identidad, y nunca llegan a aprehenderlo en su totalidad. A pesar de la imposibilidad de satisfactoriamente asir algo tan complejo y difuso como el espíritu de un pueblo, los artistas suelen intentar hacerlo. Algunos, muy pocos, gracias a su capacidad visionaria, a su habilidad para detectar lo que a la mayoría le es inaccesible, es que pueden traducir para sus coterráneos y contemporáneos -dejando el testimonio para el resto del mundo, de todas las épocas- su análisis, su estudio de la idiosincrasia del país en el que nacieron y se desarrollaron. Kenji Mizoguchi lo hizo a través de una nutrida filmografía que ha permitido que el mundo, y que los mismos japoneses, conozcan de manera más cercana las características esenciales de su enigmática alma. Las reverberaciones de su estudio plasmado en el cine alcanza, por supuesto, los rasgos fundamentales del resto de la especie humana; de entonces y de hoy día.

Mizoguchi no sólo escrutó en los oscuros recovecos de la sociedad japonesa que le fue contemporánea, con énfasis particular en el papel que ocupaba la mujer en esa sociedad que la oprimía, y con acento especial en aquella que decidía o era empujada por el destino –aunque terminara accediendo- a entretener hombres (ya sea por cuestiones económicas o de liberación); sino que, en repetidas ocasiones, lanzó su mirada hacia el remoto pasado de su pueblo. No necesariamente en busca de los pilares que sostienen y dan sentido a una tradición admirable, orgullosa de sí misma; más bien tratando de encontrar los también arraigados vicios y contradicciones incrustados en su arcaica historia. En ese contexto es que se ubica Ugetsu Monogatari, su maravilloso filme realizado en 1953.

Kenji Mizoguchi empezó su carrera como realizador, él mismo lo admitió siempre, dirigiendo filmes para la industria; películas sin mayores ambiciones artísticas. Se trató de un período, aunque breve, tremendamente prolífico, que abarcó de 1923 (su debut) a 1935, e integró un volumen de más de 60 películas (la mayoría silente) que, en el peor de los casos, le dejó un depurado oficio y un creciente empeño perfeccionista. A partir de 1936, con Elegía de Osaka, se transformó drásticamente la forma de abordar el quehacer fílmico del maestro japonés, tanto en su concepción estética como en su postura discursiva. De inmediato puso a la mujer en el centro de sus observaciones aunque, también reconoció Mizoguchi, en realidad lo hizo como consecuencia de que el otro realizador del estudio para el que trabajaba, Minoru Murata, hacía cintas enfocadas en el mundo de los hombres y a él le pidieron hacer lo opuesto; también, definitivamente, incidió el hecho de que durante un período en el que ejerció como actor, su especialidad era representar papeles femeninos. Significativamente de igual forma, él llegó a confesar, influyó el desgarrador episodio en que su padre –un hombre desalmado al que siempre deploró y sobre cuya imagen frecuentemente diseñó odiosas figuras paternas en sus películas- haya vendido a su hermana, siendo pequeña, a una casa de geishas. E imposible pasar por alto, asimismo, que quienes lo conocieron bien confesaban que los tres ejes de su vida eran, precisamente, las mujeres, el sake y el cine. A los tres les extrajo toda la savia posible, de forma gozosa, pero también afanosa y dedicada.

Podría, en primera instancia, llamar la atención que a pesar de lo anterior sus dos obras maestras definitivas, mayúsculas, Ugetsu Monagatari (Cuentos de la luna vaga después de la lluvia, 1953) y Sanshô dayû (El intendente Sansho, 1954), ambos filmes ubicados en la época feudal, no tengan a mujeres en sus protagónicos. Empero, tratándose de obras de Mizoguchi, es a partir de los defectos, carencias o inmoralidades de los hombres, quienes cargan el peso de la historia, que cobra significación especial el papel asignado a ellas. Esto debido a que, aunque situadas en un aparente segundo plano, resultan ser las auténticas guías no sólo de los actos de sus hombres, sino de la sociedad misma, pues a través de su visión más nítida, carácter más templado y la mayor firmeza con que ostentan sus valores, es que predican sentando los ejemplos, impregnándolos a su núcleo inmediato y posteriormente propagándolos al resto de la comunidad en que se desenvuelven. En Ugetsu Monogatari son las peripecias de dos individuos, vecinos, sobre las que paralelamente Mizoguchi irá tejiendo sus reflexiones y cavilaciones; las mujeres, imposibilitadas para alejar a sus maridos de sus graves decisiones, terminan siendo las primeras víctimas de sus desatinos.

Para la construcción del guión de Ugetsu Monogatari, Mizoguchi y su habitual guionista, Yoshikata Yoda, adaptaron –a partir del trabajo de Matsutaro Kawaguchi- dos cuentos: “La cabaña entre las cañas esparcidas” y “La impura pasión de una serpiente”, escritos por Akinari Ueda, comprendidos en una colección de relatos de fantasmas del siglo XVIII titulada Ugetsu monogatari (Cuentos de lluvia y luna). También obtuvieron inspiración de un relato corto, “Condecorado”, de Guy de Maupassant. La idea central de Mizoguchi era retratar la forma en que la gente común se ve afectada por la guerra (le interesaba explorar particularmente, llegó a recalcar, cómo las guerras victimizan a las mujeres) y por ello, aunque sus textos de referencia se ubicaban en distintas épocas y lugares diferentes, él decidió que su filme se desarrollaría durante las guerras civiles del siglo XVI, en Japón.

Los hombres sobre los que estruja su mirada Mizoguchi son Genjûrô (Masayuki Mori), un humilde alfarero, que vive y trabaja con su devota y dócil esposa, Miyagi (Kinuyo Tanaka), y el pequeño hijo de ambos, Genichi; el otro es Tobei (Eitarô Osawa), un campesino bueno para nada con sueños de grandeza, casado con Ohama (Mitsuko Mito), una mujer de carácter exaltado. Se viven tiempos convulsos, con frecuentes saqueos –incluso en comunidades apartadas y pobres como la de este par- cometidos por algunos de los tantos bandos que pelean por doquier con intenciones de hacerse del poder, ese dios por cuya adoración tantos hombres mueren matando. Genjûrô sabe que es en río revuelto cuando puede amasarse fortuna, y se obsesiona con la idea de fabricar y fabricar piezas de barro para venderlas en la ciudad más próxima, pero su mujer teme por su vida; el peligro de recorrer caminos plagados de bandoleros y maleantes despiadados que no tendrán empacho en robarlo, incluso matarlo, es grande. Tobei, por su parte, está obcecado en convertirse en un gran samurái, aunque para lograrlo primero debe vestir como tal y ni siquiera tiene dinero para hacer ese gasto. Ohama se burla, amargamente, del disparate de su esposo quien, en buena medida, busca ser un hombre respetado para que su mujer esté orgullosa de él. El personaje de Genjûrô, y su destino, lo confeccionó Mizoguchi a partir de los relatos de Ueda; el de Tobei, basándose en el texto escrito por de Maupassant.

Para conseguir el dinero con el cual poder comprar su atuendo de samurái, Tobei se ofrece como ayudante de Genjûrô quien, pese a una inicial reticencia, termina accediendo. Los caminos son peligrosos para un hombre solo, y también arrastrar la carreta con la mercancía se facilita entre dos. En la ciudad, nos muestra el filme, desde siempre la vida ha sido más ajetreada (particularmente, en ese momento, con un ejército ahí asentado), hábitat idóneo para el comercio. Genjûrô agota con facilidad su mercancía y regresan a casa con estimulantes ganancias que detonan las ambiciones de ambos; el alfarero de hacerse rico para, entre otras cosas, comprarle kimonos finos a su mujer, y el campesino, de convertirse en un caballero, serlo y parecerlo. “Ganancias rápidas hechas en tiempos caóticos nunca perduran”, le advierte el anciano de la comunidad a Miyagi –quien bien lo sabe- y le pide aconsejar a su marido que mejor se prepare para la guerra que los acecha.

“El dinero lo es todo; sin él la vida es ardua y la esperanza muere”, se ufana Genjûrô al regresar de su primer viaje de negocios. Miyagi se alegra del éxito de su esposo, pero insiste en que a ella lo que le importa es que los tres estén juntos, felices, en paz. Con la ganancia obtenida por Genjûrô podrían vivir cómodamente por un tiempo, pero la codicia tiene poseído a su marido y lo trastorna; se ha vuelto irascible y nervioso. Miyagi, no obstante, lo apoya y ayuda. Ohama, igualmente, sólo aspira a una vida tranquila. “Los hombres no escuchan”, se quejan las dos, desasosegadas por la súbita y, parece, irrefrenable ambición de sus esposos.

Quedan, pues, sentadas las premisas para que Mizoguchi exponga toda la fuerza de sus observaciones y despliegue en plenitud la batería de inventivos recursos visuales que añadieron profundidad narrativa, psicológica y filosófica a esta poderosa fábula. Cuando, pese a los peligros acechantes, los dos hombres, cansados de ser pobres, insisten en seguir sacando provecho de la facilidad con que están haciendo dinero (eso sí, a partir del arduo y dedicado trabajo, principalmente de Genjûrô y Mijagi en la elaboración de las piezas), sus esposas deciden acompañarlos en la travesía.

En una de las secuencias más bellas jamás filmada en la historia del cine, ambas parejas y el pequeño Genichi cruzan un Lago Biwa colmado de espesa niebla. Ohama rema y canta una bucólica y ensoñadora canción; los hombres beben sake y vislumbran, emocionados, la prosperidad que les depara el futuro; Miyagi abraza a Genichi, enseñándolo a admirar el lago. La calma parece nublada por las amenazas acechantes. De pronto, de entre la bruma, aparece otra balsa transportando lo que ellos creen es un fantasma. Resulta ser un comerciante, herido de muerte, que fue atacado por piratas y que, antes de expirar, les advierte del peligro que corren. Ellos lo toman como una ominosa señal y deciden cambiar planes. Al final, Miyagi y Genichi regresarán solos a su aldea y el resto proseguirá la andanza. La delicadeza con que Mizoguchi acomete la construcción de la atmósfera y de la acción es magistral. Un testimonio de las cualidades expresivas del cine como el medio supremo para reflejar la aspiración a la belleza del hombre y la vulnerabilidad con que enfrenta su misión de entenderse como ser humano. Lo lírico y lo onírico se funden convirtiéndose en una especie de refugio frente al presagio atemorizante de lo espectral y lo siniestro que misteriosamente se les anuncia. El mundo terrenal y el sobrenatural se escarcean de forma luminosa y sobrecogedora gracias al donaire con que Mizoguchi ejecuta su reflexión; utilizando la luz y las sombras, las texturas, el paisaje, las reacciones de los rostros. No conforme, el remate de la secuencia, la triste despedida que deja incómodo al espectador, la plantea a partir de un también primoroso tracking shot entre dos grupos que se separan irremediablemente; la esperanza de reencuentro entre Genjûrô y su familia se insinúa improbable.

A partir de ahí la historia se rompe, quebrando el porvenir de las familias. Pese a los consejos, súplicas y vaticinios recibidos, los hombres se empeñan en cumplir sus ambiciones de gloria, poder y riqueza; y lo logran. Sus esposas, ignoradas y desdeñadas, sufren el destino incomponible y definitivo que Mizoguchi suele determinar para sus protagonistas femeninas: la prostit*ción, la deshonra y/o la muerte.

Justo cuando Genjûrô piensa en su mujer, en comprarle más kimonos finos, en retribuirle su confianza, su apoyo, su amor, es asediado por los fantasmas, por la tentación. Inicialmente intenta resistirse, hasta que lo coaccionan fuerzas que le son superiores. Es engatusado por la extraña belleza de una mujer que se le aparece con interés de comprarle mercancía, por su coquetería, pero también por su posición social (tiene tipo de ser una dama de alta sociedad) y, fundamentalmente, por la forma en que una mujer de su linaje lo adula. Lady Wakasa (Machiko Kyô) lo hace sentir artista, más que artesano, un auténtico creador de belleza y, ante eso, ante el masaje a la vanidad, Genjûrô no tiene defensa. Le propone vivir con ella, en su mansión, le pide que sea su esposo y Genjûrô termina seducido, hechizado con la idea. Bloquea el detalle de que Miyagi y Genichi lo esperan, en la zozobra (al menos eso cree él). Pero Lady Wakasa, le hace saber un sacerdote, y de forma implacable termina Genjûrô dándose cuenta, es en realidad un fantasma por cuyos embrujos abandonó a su esposa e hijo. Puso en riesgo todo (familia, negocio y su propia vida) por una escalofriante quimera.

Entre tanto, la terquedad de Tobei, su inmunidad a la humillación, y un decisivo golpe de suerte, le permiten cumplir su sueño de convertirse en un gran samurái. Tiene un grupo de hombres a su disposición, en cada pueblo es recibido con respeto, admiración y, en las casas de geishas a las que gusta visitar, recibe un trato preferencial; hasta que en una de ellas, descubre a Ohama, su propia esposa, peleando por hacerlo su cliente. Los dos vecinos, pues, terminan recibiendo un porrazo de la realidad; su ceguera, necedad, descuido y torpeza les son hechos pagar con la irreversibilidad que tienen las grandes tragedias. Ni Genjûrô ni Tobei son, en realidad, hombres malos. Simplemente son hombres (en una época remota, violenta); son tontos; son hombres tontos que sufrirán y pagarán onerosamente las consecuencias de sus estupideces.

La fluidez con que Kazuo Miyagawa mueve la cámara, que parece flotar, como si fuera un objeto inmaterial, estremece. Si de por sí es conocido el gusto de Kenji Mizoguchi por las tomas largas y los planos secuencia, en ocasiones es casi imperceptible el momento de transición de un plano a otro debido a la tersura con que los emprende (One shot-one scene, famosamente se le denominó a su estilo). Cada capítulo, separado del previo y siguiente a partir de disolvencias, parece ser conformado por una sola, prolongada toma; el efecto hipnótico que el realizador genera en el espectador permite que éste se sumerja tersamente en el lirismo y espiritualismo de la obra.

Los propios japoneses hablan de que nadie pudo haber hecho un cine más japonés que Mizoguchi, sin trazos de influencia occidental. Las interpretaciones, por ejemplo, que a nuestros ojos podrían sentirse exageradas, pertenecen a la tradición actoral japonesa, del Noh, Kabuki, y hasta del Bunraku; y el tono constantemente intenso en que se desarrolla toda la trama, que en Occidente se podría percibir por momentos afectado, incluso flirteando con el melodrama, en la cultura japonesa (de nuevo, enfatizando el hecho de que hablamos además de un pasado lejano) es, sencillamente, agudo y punzante drama. Ambos elementos, son calibrados por Mizoguchi con soberbia destreza, “extrayéndoles la esencia de la situación emocional, una angustia purificada que trasciende la simpatía y compasión por sus personajes”, como señala el teórico fílmico, David Bordwell, por lo que el resultado es de un encanto y una penetración demoledores. La integración musical añade resonancias que subrayan lo sublime del dilema que atestiguamos. Cuadro a cuadro, con una elegancia hipnótica, sostenida en una intención honesta por escrutar el alma de seres atrapados entre la brutalidad de la guerra y lo indescifrable que es lo sobrenatural –que representan, además, el espíritu de una identidad nacional en construcción-, Kenji Mizoguchi ha esculpido una de las más rotundas obras maestras de la historia del cine.

“Desprovisto de espiritualidad, el arte acarrea su propia tragedia a cuestas… El verdadero artista siempre sirve a la inmortalidad, empeñándose en inmortalizar el mundo y al hombre dentro del mundo”, en su momento sentenció el maestro ruso, Andrei Tarkovsky, por cierto, admirador del cine de Mizoguchi. Y en su aforismo parece ir implícita una descripción de Ugetsu Monagatari, y en general del trabajo del artista japonés. Los hombres y mujeres, en su humana condición de errantes, son puestos a franquear del mundo real al sobrenatural, en una oscilación impregnada de misterio, infundida de trascendencia. Diversos son los planos de la existencia que se conectan de forma incontrovertible en el soberbio planteamiento de Mizoguchi, lo que le permite hacer que sus personajes se muevan entre ellos con una naturalidad que puede desorientar al distraído. El regreso de Genjûrô a su aldea, para reencontrarse con su familia tras la desilusión sufrida, derrotado, es resuelto en otra secuencia arrobadora que conmociona al espectador y que, en mi opinión, signa uno de los momentos culmen de la manifestación fílmica: el amor de un hombre arrepentido por una mujer que lo absuelve desde la nobleza, la magnanimidad y la elevada pureza, retratado en toda su plasticidad y su desgarradora fuerza por un ojo que traspasa lo ostensible. Ugetsu Monagatari es una exploración espiritual que abarca, a través de metáforas narrativas y visuales incrustadas en la realidad más terminante, al hombre en toda su dimensión y dualidad; en toda su unidad sustancial.

FICHA TÉCNICA
Ugetsu Monogatari
Cuentos de la luna vaga después de la lluvia

Japón
1953

Director:
Kenji Mizoguchi

Con:
Masayuki Mori, Kinuyo Tanaka, Eitarô Osawa, Mitsuko Mito, Machiko Kyô

Guión:
Yoshikata Yoda, Matsutaro Kawaguchi, Akinari Ueda, Guy de Maupassant

Fotografía:
Kazuo Miyagawa

Edición:
Mitsuzô Miyata

Música
Fumio Hayasaka, Tamekichi Mochizuki, Ichirô Saitô

Duración:
96 min.


http://enfilme.com/ciniciados/de-culto/cuentos-de-la-luna-vaga-despues-de-la-lluvia
 
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Campanadas a medianoche / Chimes at Mignight / Orson Welles / 1965 /115'
Guión: Orson Welles (Textos: William Shakespeare) (Libro: Raphael Holinshed)
Inglaterra, Guerra de los Cien Años (ss. XIV y XV). Enrique IV, primer monarca de la dinastía de los Lancaster, en 1399 le arrebata el trono a su primo Ricardo II. Adaptación de varias obras de Shakespeare: "Enrique IV", "Enrique V", "Las alegres comadres de Windsor" y "Ricardo II". (FILMAFFINITY)
Premios
1966: Festival de Cannes: Premio técnico
1967: Premios BAFTA: Nominada a Mejor actor extranjero (Orson Welles)



 
Cine y TV
Treinta años en la butaca de Cinema Paradiso: el rugido del mármol
Publicado por Diego Cuevas
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Imagen: Miramax
Hace treinta años, Salvatore Di Vita se sentó en una sala de cine ante la proyección de la película más fascinante de toda la historia. Cuando las imágenes comenzaron a deslizarse por la pantalla, al hombre se le encogió el corazón al entender que aquellos fotogramas significaban algo extraordinario. Medio mundo se acomodó también en la butaca junto a Di Vita, y medio mundo confirmó que las escenas que circulaban ante sus ojos bien podrían ser consideradas en aquel momento como el metraje más espectacular jamás concebido.

El clásico

Durante los años ochenta, una inesperada llamada de teléfono catapulta a Salvatore Di Vita, exitoso director de cine italiano, hasta los recuerdos de su infancia en un pequeño pueblo siciliano. Un telefonazo que Cinema Paradiso utiliza como punto de partida para desplegar tres etapas diferentes de la vida del protagonista (la niñez, la adolescencia y la edad adulta) marcadas por tres diferentes tipos de amor: el romántico, el paternal y la pasión por el cine. En la pantalla, un infante llamado Totò (diminutivo siciliano de Salvatore) entabla amistad con Alfredo, el proyeccionista del cine del pueblo. Y aquella curiosa relación de carácter paternofilial (el padre del pequeño había fallecido batallando en la Segunda Guerra Mundial), nacida entre los rollos de películas, acaba convirtiéndose en el eje que vertebrará la fábula.

Cinema Paradiso está considerada un clásico del séptimo arte. Y entre su colección de galardones obtenidos se alinean lustrosos el premio del jurado de Cannes (empató con Demasiado bella para ti), un Óscar a la mejor película extranjera, un Globo de Oro a la mejor película extranjera y cinco BAFTA diferentes (mejor película de habla no inglesa, mejor actor, mejor actor secundario, mejor guion y mejor música). La opinión popular la ha acomodado sobre un pedestal, pero lo que la gente no suele recordar es que la cinta que conquistó todos estos premios no fue la Cinema Paradiso original, sino una versión capada de la idea inicial de su director. Porque la Cinema Paradiso primigenia se metió un hostiazo tremendo en taquilla, y hasta que no recibió un buen tijeretazo no se comió un rosco, ni siquiera entre los críticos menos exigentes. Catorce años después de su estreno, se editó un director’s cut que, intentando recuperar la visión inicial de su creador, acabó encabronando a los fans de la cinta original: en el nuevo montaje, el afable Alfredo se convertía en un villano que ocultaba un secreto. Unos cuantos párrafos más abajo hablaremos de ello, porque ahora toca comenzar por el principio.

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Imagen: Miramax
Esa sensación

Giuseppe Tornatore, nacido en los alrededores del Palermo siciliano, era prácticamente un desconocido cuando se presentó en los cines con Cinema Paradiso. Un treintañero que había saltado de ser un fotógrafo freelance a participar en producciones televisivas y cuyo currículo solo contenía una película previa estrenada en salas: El profesor (1986), una cinta alabada por la crítica y la audiencia, nacida inicialmente como un producto de cinco horas para televisión y cuya trama se inspiraba de refilón en la vida de uno de los jefazos de la Camorra italiana, Raffaele Cutolo. Cinema Paradisotambién se gestó tomando prestados elementos del mundo real, aunque en este caso se trataba de los recuerdos del propio realizador.

A principios de los años sesenta, en un pueblecillo de Sicilia, un pequeño Giuseppe Tornatore de seis años se sentó en la butaca de un teatro local, descubrió el mundo del cine y se enamoró por completo de aquellas pantallas de plata que devoraban historias. Desde entonces y hasta alcanzar el meridiano de la veintena, el chico se las apañó para visitar el cine diariamente y consumir todo tipo de películas, desde giallos de Dario Argento hasta el cine de Federico Fellini, pasando por los wésterns americanos o cualquier subproducto de serie B de calidad cuestionable. Aquella pasión por el séptimo arte lo llevó a conquistar nuevas posiciones desde las que contemplar los films cuando, durante los años setenta, comenzó a trabajar como proyeccionista en las salas de cine de su pueblo. Una labor que llevaba a cabo con una devoción casi religiosa: «No importa si lo que proyectas es una obra maestra o un montón de mierda, tienes que tratar dicha película con el mayor respeto posible y asegurarte de que estás ofreciéndole al público la imagen más nítida posible y el mejor sonido. Tienes que respetar el trabajo del director, independientemente de que ese trabajo te guste o no».

En otoño de 1977, una sala de cine de aquel pueblo donde creció Giuseppe optó por echar el cierre definitivo tras cuarenta años en funcionamiento. El dueño del local solicitó ayuda a Tornatore para limpiar el edificio a cambio de que el chaval, que por aquel entonces rondaba los veintiún años, se llevase cualquier cosa que le interesara de entre los trastos almacenados en el inmueble. A la larga, el futuro realizador se llevó mucho más que cachivaches del lugar, porque durante los cuatro días que ocupó limpiando el teatro descubrió que dentro de aquel emplazamiento, que en otro tiempo había acogido emociones y aventuras, habitaba algo muy poderoso: una atmósfera de profunda tristeza, el aire melancólico que custodia todo cine abandonado. Aquella sensación le marcó tanto como para considerarla material con posibilidades en caso de poder ser trasladado al contexto de una historia. Durante los diez años posteriores, Tornatore se dedicó a esculpir un relato donde intentaría replicar esa atmósfera que inhaló entre las butacas vacías y los rollos de celuloide olvidados. Apuntó todo tipo de ocurrencias e ideas, entrevistó a los proyeccionistas más veteranos para tomar nota de sus historias y acabó configurando un guion en bruto. Un libreto tan personal como para que el propio autor considerase que no le sería posible filmarlo hasta no haberse hecho con un nombre dentro del mundo del cine, «Siempre creí que aquella sería mi quinta o sexta película». Pero tras finiquitar El profesor, su productor se sentó ante él y le preguntó si por su cabeza revoloteaba algún proyecto soñado. Tornatore le describió la trama de aquella oda al celuloide que había estado ensamblando durante años, aquel cigoto de lo que sería Cinema Paradiso. Y cuando terminó de hacerlo, su productor ya tenía la cartera sobre la mesa. Aquella sensación nacida al respirar la tristeza de un cine abandonado se iba a convertir en su segunda película.

Construyendo un cine

Tornatore decidió rodar aquella película siendo fiel a los recuerdos que la inspiraron. Ubicó la acción en Giancaldo, un pueblo ficticio que no solo utilizaba la villa de Bagheria al norte de Palermo (el lugar donde el director había crecido de pequeño) como inspiración, sino también como plató: varias escenas fueron rodadas allí mismo. Aunque el set principal, o el lugar más reconocible del film, se ubicó en Palazzo Adriano, otro pueblecillo de Palermo que no ha cambiado demasiado en los últimos años y donde el equipo de producción erigió el falso cine Paradiso. El realizador rebuscó entre más de trescientos críos hasta dar con el Salvatore Cascio que interpretaría al pequeño Totò. Y reclutó a Marco Leonardi y al francés Jacques Perrin para dar vida a las versiones adolescente y adulta del personaje respectivamente, aun siendo consciente de que ambos actores «no se parecían en nada». A la hora de cerrar el fichaje para el papel de Alfredo, el director solo se encontró con negativas por parte de los intérpretes italianos a los que se les remitió la propuesta y, al igual que hizo con Perrin, acabó apuntando más allá de la frontera. Contactó con el francés Philippe Noiret, una persona cuyo trabajo admiraba, pero el actor inicialmente rechazó el papel alegando una agenda apretadísima. Tornatore optó por no rendirse y le arrojó el guion con la esperanza de conquistarlo a través de la historia. Dos días después recibió una llamada de un Noiret fuera de sí: «¡Interpretaré el papel que quieras en esta película, incluso el del niño si hace falta!»; el artista tenía tanta fe en la obra como para renunciar a películas que ya tenía apalabradas para poder rodarla. Cuando finalmente llegó al rodaje ni siquiera el idioma extranjero le puso la zancadilla, interpretó todo sus diálogos en francés y fue doblado al italiano posteriormente.

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Ennio Morricone en 2015. Imagen: Sven-Sebastian Sajak (CC).
Para la música contó con el inmenso Ennio Morricone, quien junto a su hijo, un debutante Andrea Morricone, se encargó de firmar una banda sonora que anidaría para siempre en el recuerdo popular de la historia de Totò y Alfredo. Aquella colaboración entre músico y director se convirtió en amistad, y desde entonces Morricone se ha encargado de orquestar todas las películas posteriores del director. Por su parte, Tornatore se ha tomado la molestia de honrar al compositor legendario rodando en 2018 un documental sobre su efigie (Lo sguardo della música). Una cinta por donde se asomarán los testimonios de figuras tan dispares como Clint Eastwood, Laura Pausini, Oliver Stone, Dario Argento, John Williams, Quincy Jones, Bernardo Bertolucci, James Hetfield (de Metallica), Paul Simonon (de The Clash), Zucchero (culpable del «Baila, morena») o un Quentin Tarantino que le ayudó a cazar el Óscar al ficharlo para Los odiosos ocho.

Cinema Paradiso

La segunda película de Giuseppe Tornatore es una de esas obras que logran algo tan fantástico como evocar en la audiencia una época que los espectadores ni siquiera tienen por qué haber experimentado (la mayoría de su público no es italiano, ni ha trabajado en un cine, ni creció en un pueblecillo de Palermo, ni ha vivido la resaca de la Segunda Guerra Mundial. Y mucho menos las cuatro cosas a la vez). Un cuento protagonizado por dos amigos insólitos (Alfredo y Totò son «como un oso y un ratón», en palabras del director) rodeados de secundarios tan fantásticos como el cura que demanda ofuscado la censura de los besos en la pantalla a golpe de campanilla, el chalado que reclama la plaza pública como su propiedad o el burgués que escupe sobre la plebe desde su palco en el cine. Una historia repleta de escenas notables, como las barcas de los pescadores espiando desde las aguas la proyección veraniega del Ulises protagonizado por Kirk Douglas o la fachada de una casa convertida en una improvisada pantalla de cine. Los quisquillosos le pueden echar en cara a la película el edulcoramiento general, pero en realidad la historia nunca intenta esconderse: el mundo se percibe a través de los ojos de Totò, y funciona según esas reglas dramáticas con alma de fábula. En la sala de cine, las imágenes que se proyectan desde la cabina de Alfredo se abren paso hacia la pantalla atravesando la boca de un león de mármol. Cuando Totò se asoma sobre su asiento, para contemplar la imponente testa de aquella criatura que escupe películas, el león tallado en mármol ruge. En el universo que habita el pequeño la realidad y la imaginación avivada por el cine caminan de la mano. En su mundo las películas son ese fabuloso rugido de mármol que hace que todo tenga sentido.

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Imagen: Miramax
Cinema Paradiso II with a vengeance

Hay más de una versión de Cinema Paradiso. De hecho, llegaron a existir tres montajes distintos, aunque en la actualidad el primero de ellos se ha perdido y solo es posible encontrar la versión de dos horas que ha visto todo el mundo y el director’s cut que ha odiado todo el mundo.

El montaje original de Tornatore duraba ciento cincuenta y cinco minutos, pero su estreno en Italia fue un fracaso tan rotundo (ni al público ni a la crítica le interesó lo más mínimo) como para que su productor convenciera al director para eliminar veintiséis minutos de metraje. Pero, tras reducir la duración de la cinta a dos horas y reestrenarla en cines, volvió a ocurrir lo mismo: críticas horrendas y calderilla a modo de recaudación. Todo cambió por completo cuando aquel nuevo montaje visitó el extranjero: tras el premio del jurado en Cannes, la prensa y la audiencia comenzaron a hablar maravillas de Cinema Paradiso y se convirtió en un éxito descomunal, en una película cuya fama eclipsaría cualquier trabajo futuro del autor. Se trataba de una de las pocas ocasiones en las que las modificaciones severas por parte de los productores han logrado mejorar el producto concebido inicialmente.

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Imagen: Miramax
En 2002, con el calamitoso montaje original de ciento cincuenta y cinco minutos desaparecido por completo, Tornatore se envalentonó y lanzó una versión del director donde restauraba gran parte del material recortado en los años ochenta al tiempo que añadía un buen montón de minutos extra, expandiendo la duración total hasta las tres horazas. Pero aquel director’s cut se convirtió en una pieza extraña, una criatura que cabreó bastante a los fans de la obra.

A partir de aquí, y a lo largo del presente párrafo, se avecina una tormenta de spoilers. Cinema Paradiso: el montaje del director suma cuarenta y cinco minutos extra a la versión de dos horas, mutando la obra original hasta convertirla en algo así como una secuela que nadie había solicitado. El nuevo metraje expande la historia del Salvatore cincuentón rescatando a un personaje que se había eliminado de la versión de dos horas: el de Brigitte Fossey interpretando a la versión adulta de la novia de juventud de Totò, una figura que desaparecía de golpe destrozando el corazón del chaval. El verdadero problema es que el director’s cut maneja todos los añadidos de la peor manera posible: convierte al Salvatore adulto en un stalker que persigue a la otrora querida para echar un polvete nada glamuroso en el asiento de un coche y también revela que Alfredo es el culpable de la desaparición de la amada. Decisiones que no solo se cargaban el ritmo de la versión internacional, sino que también mandaban completamente a paseo el romanticismo del relato: descubrir que Alfredo convenció a la chica para que abandonase a Totò, con la idea de que ante el desengaño el chaval se marchase del pueblo para hacer carrera, convertía al entrañable proyeccionista en alguien con un reverso oscuro y le robaba magia al cuento en lugar de dotar de capas al personaje. Otras ocurrencias como añadir una secuencia con Totò desvirgándose entre las piernas de la prost*t*ta del lugar o convertir el reencuentro con el amor adolescente en una canción de Los Inhumanos no estaban a la altura de la elegante nostalgia que tenía la versión oscarizada del film. La campaña promocional del montaje del director se anunció con un «Descubre lo que realmente ocurrió con el amor de su vida», pero, tras comérselo y atragantarse, muchos desearon no haberlo descubierto. Los curiosos tienen disponibles en Filmin las dos ediciones: la versión doblada al castellano o catalán contiene el montaje de dos horas que se llevó el Óscar, y la versión original con subtítulos es la del controvertido montaje del director.

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Imagen: Miramax
Morriña movie

Cuarenta años después de que El ladrón de bicicletas de Vittorio De Sica se convirtiese en una de las cimas del neorrealismo italiano, a Cinema Paradiso se le endosó en 1988 la etiqueta de «posmodernismo nostálgico», porque la crítica es muy de engolar la voz para hacerse la interesante cuando en realidad le bastaría con decir «morriña italiana». Cinema Paradiso fue capaz de seducir al extranjero, como ya hiciera De Sica, y lograr que todo el mundo se preguntase qué otras historias eran capaces de cocinar los italianos al empuñar una cámara. Las aventuras de Totò alisaron ese terreno que poco después recorrerían cintas como Mediterráneo en 1991, El cartero (y Pablo Neruda) en 1994 o La vida es bella durante 1997.

La única concesión que Tornatore hace a la modernidad ocurre en una escena del director’s cut donde el protagonista se topa, al detenerse en un semáforo en rojo, con una pareja de «pegamoides» italianos que representan los ochenta de su época. Para todo lo demás, Cinema Paradiso es una oda a la infancia, una que adquiere el aspecto de un hombre acurrucado en su cama que, tras escuchar un nombre del pasado, descubre de golpe que tiene seis años y habita un pequeño pueblo siciliano. Pero, sobre todo, es una reverencia absoluta al cine, la de un niño que se duerme durante la eucaristía, en la que ejerce de monaguillo, pero que al mismo tiempo es incapaz de cerrar los ojos, o la boca, ante cualquier cosa que suceda en una pantalla de cine.

Durante las giras promocionales de sus películas posteriores, Tornatore evidenció que lo suyo era un profundo respeto por el celuloide, hasta el punto de ser capaz de interrumpir a sus propios traductores para que sus palabras no se entendiesen como una falta de respeto hacia el medio. Ocurrió en Los Ángeles, donde corrigió a uno de sus intérpretes durante una rueda de prensa para matizarle un «No he dicho “el negocio del cine”, he dicho “Il cinema”». Para el director no existía el negocio del cine, tan solo el cine.

Tornatore se reservó un truco para cerrar la función, una ocurrencia que se convertiría en el momento más recordado del film. Una película dentro de la película capaz de resumir de la manera más tierna posible la fascinación que ejerce el mundo del cine en sus espectadores y la nostalgia en el ser humano. Un metraje ficticio que el propio director se encargaba de disparar personalmente tanto en el mundo real como en la ficción: durante la secuencia final, cuando Salvatore De Vita se disponía a contemplar el contenido del film que le había legado un ser querido, la persona que desde la cabina colocaba el celuloide en el proyector era el propio Tornatore, protagonizando un cameo de lo más apropiado.

La película más fascinante de toda la historia del cine

La escena final, aquel momento en el que Totò se sienta ante la proyección de la película más fascinante de toda la historia del cine, es una patada fabulosa que envía de vuelta al personaje, y a todos los espectadores, hasta un lugar que parecía lejano: la mirada embelesada de un niño que sentado en el cine no puede evitar contener la emoción de maravillarse ante lo que está viendo. La espalda erguida sobre la butaca, los ojos bien abiertos, la sonrisa estampada y el alma dispuesta a vivir las historias de otros. En ese lugar hemos estado todos porque ese lugar lo hemos ocupado todos nosotros en busca de las mismas emociones. Se apagan las luces, se enciende la pantalla y una criatura fabulosa ruge sobre nuestras cabezas proyectando un torrente de imágenes. Y entonces, durante dos maravillosas horas, volvemos a ser niños.

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Imagen: Miramax
https://www.jotdown.es/2018/11/treinta-anos-en-la-butaca-de-cinema-paradiso-el-rugido-del-mármol/
 
Introducción a ÁMAME ESTA NOCHE - Filmoteca Sant Joan - CINE MUSICAL DE LOS 30 - ENERO 2019
 
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