El Mundo Orbyt.
CARMEN R. MORAGAS
10/02/2018
“AMOR, DESEO, VICIO Y AMISTAD”
Así definió ella su relación con el rey Alfonso XIII, ocho años de un amor delirantemente sexual del que nacieron dos hijos. En ‘Carmen, la rebelde’, Pilar Eyre aborda este enigmático personaje. POR PILAR EYRE
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Hablamos de Alfonso de Borbón. El XIII de su nombre. Su madre lo llamaba Majestad en público y Bubi cuando estaban a solas; la reina, doña Victoria Eugenia, dear; y su amante, la mujer a la que más quiso, Carmen Ruiz Moragas, soldadito. Sólo cuando agonizaba, Carmen gritaba ¡Alfonso! cada vez que oía el timbre de la puerta, creyendo que era él, que venía a reclamarla. “¡No me traigáis medicinas, traedme a Alfonso!”, gemía y con ese nombre entre los labios expiró. Su último amante y sus compañeros del teatro llevaron la caja hasta el cementerio. Sobre la caja, una corona de rosas blancas, “de tus chiquis”, y los murmullos de los vecinos, “¡la Moragas! Fue ocho años la querida del rey…”, “ese palacio se lo regaló el ciudadano Borbón… esos son sus hijos”. ¡Faltaban 15 días para que estallara la guerra civil!
Fueron ocho años de un amor absoluto, delirantemente sexual y romántico a la vez. Carmen decía: “no puede explicarse lo que sentimos mientras no haya una palabra que defina a la vez cuatro ideas: amor, deseo, vicio y amistad”.
ENGOLFARSE
Alfonso tenía la espalda recta de los que han montado mucho a caballo, y el caminar elástico y los gestos vivísimos del chicuelo callejero. La boca grande y movible, la mirada melancólica y sus manos pálidas, con el índice amarillento de los grandes fumadores, apenas sobresalían de los puños de la camisa, que le llegaban hasta los nudillos. Como a todos los borbones, le volvían loco las mujeres, aunque decía aburrirse de las marquesas empingorotadas y prefería engolfarse con cupleteras y actrices. Sólo una de ellas, Carmen Ruiz Moragas, logró retenerlo, y llegó a amarla tan locamente que estuvo a punto de anular su matrimonio con Victoria Eugenia, “el Papa está a favor”, y quiso poner España a sus pies.
¿Quién era esta mujer enigmática, que tan poco conocemos? ¿Era una prost*t*ta de altos vuelos o, según nos contó su hijo Leandro en unas mistificadas memorias, una dama distinguida de la aristocracia? ¿Qué atractivos poseía para haber ganado a la Chelito, Raquel Meller, la Mistinguett, Pastora Imperio o Mata Hari, que también figuran en el currículo de ese rey de triste destino? ¿Amó a Alfonso de verdad, fue amada? Sus hijos, María Teresa y Leandro, ¿eran también del rey? ¿Qué pruebas existen?
Carmen Ruiz Moragas era una actriz carismática que ya siendo muy joven se rebeló contra su condición de mujer, contra su papel de esposa sumisa e hija ilegítima. Su vida fue novelesca y aventurera, con episodios tan tenebrosos como su matrimonio con un torero célebre, cuyos detalles más íntimos, sin censura, fueron publicados en los periódicos y devorados por un público ávido de emociones fuertes, “el divorcio de la actriz y el torero esconde un secreto terrible”.
Pero lo que la convirtió en la mujer más famosa e influyente de España fue su relación con Alfonso XIII, que empezó en un pisito al lado del casino de Madrid, “el día más feliz de mi existencia fue cuando escuché de sus labios adorados las palabras te amo”, contó ella al periodista amigo. Era una criatura bellísima, cuando entraba en el Real, el director de orquesta se quedaba batuta en alto como homenaje y no reanudaba la música hasta que no se había sentado. Medía 1,75 metros e iba con tacón bajo que las damas imitaban. Inspiraba envidia y devoción a partes iguales, se puso de moda que las señoras acudieran solas al teatro por las tardes para admirar sus vestidos y ella, aunque hiciera de molinera en un sainete de los Quintero, se ataviaba con modelos de Worth. Pero la duquesa de Dúrcal logró que la expulsaran del hipódromo, la condesa de Romanones la llamó put* a la cara y la reina escupía sobre sus fotos.
Fueron ocho años de lujo y esplendor, celos y discusiones de dos temperamentos exaltados y tormentosos. Sólo las sutiles e imaginativas artes amatorias de Carmen y su ingenio para avivar la hoguera siempre declinante de la pasión lograron sujetar a un hombre desengañado y ya de vuelta de todo.
Los años 20 llegaron y se fueron. Como en una danza crepuscular, a su alrededor se movían aristócratas y actores, curas y políticos, flamencas y prost*tutas, el manco Valle-Inclán, Colombine y los Machado, Pérez Galdós y su perro, la Ladrón de Guevara, doña María Guerrero, Jimmy Alba, el Caballero Audaz, don Jacinto Benavente, al que no le gustaban las señoras, José Antonio Primo de Rivera, al que le gustaban demasiado…
Antes de marchar al exilio, Alfonso fue a la avenida del Valle y, mientras del reloj ruso del salón caían lentamente cinco campanadas, le pidió a Carmela una última y desesperada prueba de amor. El Duesenberg, en la puerta, rugía como un león enjaulado.
CARMEN R. MORAGAS
10/02/2018
“AMOR, DESEO, VICIO Y AMISTAD”
Así definió ella su relación con el rey Alfonso XIII, ocho años de un amor delirantemente sexual del que nacieron dos hijos. En ‘Carmen, la rebelde’, Pilar Eyre aborda este enigmático personaje. POR PILAR EYRE
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Hablamos de Alfonso de Borbón. El XIII de su nombre. Su madre lo llamaba Majestad en público y Bubi cuando estaban a solas; la reina, doña Victoria Eugenia, dear; y su amante, la mujer a la que más quiso, Carmen Ruiz Moragas, soldadito. Sólo cuando agonizaba, Carmen gritaba ¡Alfonso! cada vez que oía el timbre de la puerta, creyendo que era él, que venía a reclamarla. “¡No me traigáis medicinas, traedme a Alfonso!”, gemía y con ese nombre entre los labios expiró. Su último amante y sus compañeros del teatro llevaron la caja hasta el cementerio. Sobre la caja, una corona de rosas blancas, “de tus chiquis”, y los murmullos de los vecinos, “¡la Moragas! Fue ocho años la querida del rey…”, “ese palacio se lo regaló el ciudadano Borbón… esos son sus hijos”. ¡Faltaban 15 días para que estallara la guerra civil!
Fueron ocho años de un amor absoluto, delirantemente sexual y romántico a la vez. Carmen decía: “no puede explicarse lo que sentimos mientras no haya una palabra que defina a la vez cuatro ideas: amor, deseo, vicio y amistad”.
ENGOLFARSE
Alfonso tenía la espalda recta de los que han montado mucho a caballo, y el caminar elástico y los gestos vivísimos del chicuelo callejero. La boca grande y movible, la mirada melancólica y sus manos pálidas, con el índice amarillento de los grandes fumadores, apenas sobresalían de los puños de la camisa, que le llegaban hasta los nudillos. Como a todos los borbones, le volvían loco las mujeres, aunque decía aburrirse de las marquesas empingorotadas y prefería engolfarse con cupleteras y actrices. Sólo una de ellas, Carmen Ruiz Moragas, logró retenerlo, y llegó a amarla tan locamente que estuvo a punto de anular su matrimonio con Victoria Eugenia, “el Papa está a favor”, y quiso poner España a sus pies.
¿Quién era esta mujer enigmática, que tan poco conocemos? ¿Era una prost*t*ta de altos vuelos o, según nos contó su hijo Leandro en unas mistificadas memorias, una dama distinguida de la aristocracia? ¿Qué atractivos poseía para haber ganado a la Chelito, Raquel Meller, la Mistinguett, Pastora Imperio o Mata Hari, que también figuran en el currículo de ese rey de triste destino? ¿Amó a Alfonso de verdad, fue amada? Sus hijos, María Teresa y Leandro, ¿eran también del rey? ¿Qué pruebas existen?
Carmen Ruiz Moragas era una actriz carismática que ya siendo muy joven se rebeló contra su condición de mujer, contra su papel de esposa sumisa e hija ilegítima. Su vida fue novelesca y aventurera, con episodios tan tenebrosos como su matrimonio con un torero célebre, cuyos detalles más íntimos, sin censura, fueron publicados en los periódicos y devorados por un público ávido de emociones fuertes, “el divorcio de la actriz y el torero esconde un secreto terrible”.
Pero lo que la convirtió en la mujer más famosa e influyente de España fue su relación con Alfonso XIII, que empezó en un pisito al lado del casino de Madrid, “el día más feliz de mi existencia fue cuando escuché de sus labios adorados las palabras te amo”, contó ella al periodista amigo. Era una criatura bellísima, cuando entraba en el Real, el director de orquesta se quedaba batuta en alto como homenaje y no reanudaba la música hasta que no se había sentado. Medía 1,75 metros e iba con tacón bajo que las damas imitaban. Inspiraba envidia y devoción a partes iguales, se puso de moda que las señoras acudieran solas al teatro por las tardes para admirar sus vestidos y ella, aunque hiciera de molinera en un sainete de los Quintero, se ataviaba con modelos de Worth. Pero la duquesa de Dúrcal logró que la expulsaran del hipódromo, la condesa de Romanones la llamó put* a la cara y la reina escupía sobre sus fotos.
Fueron ocho años de lujo y esplendor, celos y discusiones de dos temperamentos exaltados y tormentosos. Sólo las sutiles e imaginativas artes amatorias de Carmen y su ingenio para avivar la hoguera siempre declinante de la pasión lograron sujetar a un hombre desengañado y ya de vuelta de todo.
Los años 20 llegaron y se fueron. Como en una danza crepuscular, a su alrededor se movían aristócratas y actores, curas y políticos, flamencas y prost*tutas, el manco Valle-Inclán, Colombine y los Machado, Pérez Galdós y su perro, la Ladrón de Guevara, doña María Guerrero, Jimmy Alba, el Caballero Audaz, don Jacinto Benavente, al que no le gustaban las señoras, José Antonio Primo de Rivera, al que le gustaban demasiado…
Antes de marchar al exilio, Alfonso fue a la avenida del Valle y, mientras del reloj ruso del salón caían lentamente cinco campanadas, le pidió a Carmela una última y desesperada prueba de amor. El Duesenberg, en la puerta, rugía como un león enjaulado.