Cajón de Sastre. Un poco de un todo

Neurosis playeras
publicado por Álvaro Corazón Rural

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Mira que habrá cosas en las que fijarse de Adolfo Suárez, de su biografía y su trayectoria, pero a mí solo me interesa una. Escribió sobre ella Gregorio Morán en su libro Adolfo Suárez, ambición y destino.

Contaba que, en su época de secretario en los cursillos de Administración Local, en Peñíscola, entre 1961 y 1964, se encontró con la primera mujer que se puso un bikini en aquellas playas. Morán sostiene que tanto Suárez como su adjunto y amigo Juan Gómez Arjona, excompañero del Colegio Mayor Francisco Franco, recordaban «como hecho más sublime de su trabajo intelectual en Peñíscola haber logrado convertir al catolicismo a la primera mujer con bikini que apareció en aquellas playas».

Comprobadas otras seis biografías de Suárez, de autores tan dispares tanto en ideología como en profesionalidad como José García Abad y Pío Moa, no aparece ni rastro de ese suceso. Solo lo menciona el periodista César Cocaen el obituario que escribió del expresidente en El Correo, aunque da detalles de cómo se produjo la situación y menciona que hubo testigos:

Durante tres años, hace de secretario de unos cursos de Administración local que se imparten cada verano en Peñíscola. Quienes necesitaban aún una prueba del poder de convicción del joven abulense la encuentran allí, a la sombra del castillo del Papa Luna. Un día Suárez camina por el paseo de la playa cuando ve, a pocos metros, a una muchacha extranjera que toma el sol en bikini. Ni corto ni perezoso, se dirige a ella y comienza a hablarle. Ninguno de los testigos del hecho alcanza a oír nada de la conversación, pero un rato después ven cómo la chica se cubre y en un castellano muy primario anuncia su intención… de convertirse al catolicismo.

Para Morán, ese momento, que define como un gesto «imperial e hispanísimo», fue el inicio de su vinculación con el Opus Dei. Igual que Coca, que explicó que era imposible «encontrar mejor aval» para unirse a la Obra que ese. Sí que debía tener Suárez alguna motivación caballeresca, puesto que en Ávila, cuando era secretario del gobernador, en el discurso de inauguración de la agrupación «De jóvenes a jóvenes» que había creado, un piadoso lugar de encuentro para chavales, proclamó: «Acción Católica nos ofrece, amigos, la oportunidad de demostrar a Cristo que aún no se ha extinguido la raza bravía que en otros tiempos conquistó mundos para Dios», tal y como recogió la prensa local, según el biógrafo. Por lo menos él sí se imaginaba a sí mismo con la cruz y la espada.

Es bastante curioso, pertenezca este suceso a la realidad, la ficción o la exageración, que la llegada de turistas en bikini se aprovechase para anotarse el tanto de algo tan contrarreformista como la conversión de una protestante al catolicismo, aunque no haya forma de saber tampoco, en el caso de que sea cierta la anécdota, si la turista se estaba riendo en su cara o, sencillamente, se encontraba en avanzado estado de ebriedad.

Porque el bikini causó estragos en España. Una reciente película homónima de Óscar Bernàcer relató el viaje en moto que hizo Pedro Zaragoza Orts, alcalde de Benidorm, hasta Madrid para ver a Franco y pedirle que hiciera la vista gorda con el atuendo de las turistas. El arzobispo de Valencia, Marcelino Olaechea Loizaga, y numerosos prebostes del régimen, como Gabriel Arias-Salgado, padre del que fuera ministro del PP en los noventa, habían intentado que se le excomulgara por lo que ocurría en sus playas, pero se salió con la suya por el bien del turismo, o sea, de las divisas. Logró que la policía mirase hacia otro lado. Antes de eso, unos vigilantes vestidos de los tobillos al cuello se paseaban por las playas inspeccionando a los veraneantes y advirtiéndoles en el caso de que estuvieran exponiendo al sol más cuerpo del que la legislación española y las buenas costumbres propias de nuestro pueblo permitían.

Al final pudo llevarse este traje de baño en Benidorm, pero solamente en las playas. Un metro fuera ya no. Según contó el inglés Charles Wilson en su libro Benidorm, the Truth a las que se iban a tomar algo a los chiringuitos cercanos las multaba la Guardia Civil. Y eso era un oasis, al propio autor del libro y unos amigos les apedrearon en Asturias porque una amiga que iba en el grupo vestía pantalones. En ese mismo libro se cuenta que una turista fue multada duramente por darle una bofetada al guardia civil que la amonestó por llevar bikini en un bar. Imaginemos por un momento a esos servidores de Dios y el Estado más entrados en años a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Después de haber luchado encarnizadamente contra un enemigo que el Vaticano había señalado como el demonio dando rango de cruzada a su lucha, después de haber muerto por esa causa y asesinado a sangre fría a señalados por un comentario herético o anticlerical en un bar, se encontraron años más tarde con que el país veía la llegada a sus idílicos pueblitos costeros de cientos de mujeres semidesnudas, muchas incluso fumando. Piensen en los cortocircuitos que tuvo que haber en aquellas mentes.

En 1958, la Dirección General de Seguridad prohibía expresamente que las mujeres vistiesen bañadores «dos piezas», debían llevar pecho y espalda cubiertos y usar faldita. Y solo dentro del agua, porque el bañador «tiene su empleo adecuado dentro de ella y no puede consentirse más allá de su verdadero destino», pero nada pudo hacerse. La prenda se generalizó en los lugares turísticos.

En el resto, el escándalo llegó por Zaragoza. La España del interior seguía siendo eterna todavía. Ocurrió en la piscina Estadio Miralbueno El Olivar en el verano de 1970. El encargado de las instalaciones expulsó a una chica en bikini y el resto se revolucionó. Se trataba de una piscina propiedad de una organización de carácter conservador que velaba por el alma de sus socios segregando por s*x* a los bañistas. Como protesta, cincuenta mujeres llevaron a cabo una acción coordinada. Cuando el encargado quiso expulsar a la que se había puesto en bikini, que era un señuelo, se quitaron todas la blusa a la vez y, sorpresa, también llevaban el satánico dos piezas. El hombre, desbordado, llamó a la policía. Cuando llegaron los agentes, otras mujeres se habían unido improvisadamente a la protesta recortando como pudieron sus bañadores allí mismo. El conflicto se resolvió autorizando en el acto el uso del bikini. Dijo al respecto la revista Triunfo: «Al Estado siempre le agrada comprobar que existen criterios más reaccionarios que los suyos».

Algo antes, en 1966, ya pudimos dar el puritanismo por oficialmente vencido cuando José Luis Acquaroni escribía en ABC que, tras Hiroshima y Nagasaki, no podíamos culpar al ser humano por empezar una nueva etapa de la historia despojándose de todo lo que le había conducido a los episodios tan escalofriantes de la II Guerra Mundial, incluida la ropa. Textualmente, concluyó: «Era lógico y saludable que, como ciertos animales, al entrar en un nuevo periodo, en una nueva era, el hombre se despojara de las viejas, incómodas, inservibles, endurecidas escamas». Y ponía especial atención al atuendo de Chamberlain en Múnich cuando trató de evitar la guerra «de levita, cuello de pajarita, bombín, apoyándose en la fragilidad de un paraguas, todo él ennegrecido como un cuervo». La etiqueta no le salvó de Hitler, daba a entender.

Pero lo que ocurría en España hasta ese momento no era un fenómeno autóctono. En términos igual de ridículos había ocurrido en todas partes, prácticamente; el problema era que cincuenta años antes. Sonado fue en Boston el incidente de Annette Kellerman. Esta australiana, nadadora profesional —a ella se le atribuye la invención de la natación sincronizada—, acudió de gira a Estados Unidos y se encontró con la siguiente imagen en las playas de Boston, tal y como escribió en My Story, una autobiografía que no se publicó pero que aparece recogida en fragmentos en The Original Million Dollar Mermaid, de Emily Gibson y Barbara Firth:

¿Cómo podían estas mujeres nadar con zapatos, medias, pololos, faldas y vestido de marinero con las mangas hinchadas y en algunos casos con corsés bien ajustados? Y ni siquiera fuimos realmente a nadar. Todas caminamos un poco por la orilla, entramos y salimos del agua. Las que se quedaron estaban tan sumamente cargadas que no mostraban ninguna alegría al nadar.

Annette se puso su bañador de una sola pieza nunca visto hasta entonces por esos lares, un maillot que dejaba sus brazos y piernas al descubierto. Cuando se acercó al agua, se empezó a escuchar entre los presentes «Oooh, aaah», incluso gritos de terror. Inmediatamente apareció un policía y le preguntó que adónde iba así vestida. Ella contestó que a nadar tres millas. «No puede», replicó el agente. «¿Y cómo voy a nadar tres millas con un vestido?», contestó ella. La discusión continuó en comisaría y luego en el juzgado. Allí Kellerman expuso que las mujeres que se metían en el agua vestidas del tobillo al cuello tenían más posibilidades de ahogarse que de aprender a nadar. El magistrado permitió que llevase el traje de baño a condición de que lo cubriera fuera del agua con una bata. Era 1907 y, casualmente, ahí en Massachusetts se estableció la citada legislación que publicó la Dirección General de Seguridad en España en 1958.

El siguiente episodio conflictivo en las playas fue el topless. En España la figura de escándalo público que debiera perseguirlo no se eliminó definitivamente del Código Penal hasta 1989. Hasta entonces, las autoridades no se encontraron más que con guardias civiles haciéndoles llegar sus dudas. La ley prohibía un desnudo completo, pero ¿un desnudo casi completo?, ¿qué era eso? Hubo hasta insignes políticos socialistas que hicieron ver que a ellos no les gustaba esa nueva bárbara costumbre, como el alcalde de Barbate, Serafín Núñez.

En cuanto al nudismo, hasta 1978 no se permitieron las primeras áreas restringidas, pero en 1980 te seguías encontrando noticias como esta en El País sobre un suceso ocurrido en la isla de Ons, Pontevedra: «Varios vecinos que se hallaban en la zona oyeron los gritos de auxilio y bajaron corriendo a la playa, encontrándose con el espectáculo de los paisanos que apaleaban durísimamente al nudista, ante su mujer y sus hijos, con cinturones y el palo de una sombrilla, causándole grandes heridas». Los juicios y los altercados se prolongaron durante toda la década.

Y poco más se avanzó por la vía del destape. Los nudistas siguen en lugares restringidos, como mucho en algunas playas mixtas, y el topless, al ponerse de moda durante los ochenta, estuvo circunscrito a los vaivenes de la posmodernidad. En Italia, por ejemplo, cuando empezaron a relajarse las leyes que lo prohibían, lo que empezaron a venderse fueron bañadores de una pieza. Hasta agotarse. Lo chic pasó a ser el retroceso. Ahora es un hecho que el topless se empieza a percibir cada vez más como una cuestión generacional. Es más frecuente en mujeres de cierta edad.

Sin embargo, presentarse ahora en la playa, con plena libertad para llevar el bañador que se quiera o el pecho descubierto, es mucho más problemático, estresante. La mera existencia de la «operación bikini» —ponerse a adelgazar un par de meses antes de que llegue el verano— lo constata. El feminismo denuncia que los estrictos y a menudo inhumanos cánones estéticos que se difunden en los medios acaban ejerciendo una función represora sobre el cuerpo de la mujer que poco le queda para envidiar a las de antaño.

De hecho, no solo existe pudor sobre el propio cuerpo, también sobre el aspecto de las calles que dan al mar. Cada vez abundan más las normativas que impiden ir por ellas sin camiseta. En Barcelona, hay dresscode. Sirve, titulan «para fomentar y garantizar la convivencia ciudadana en el espacio público». Y dice así: «Queda prohibido transitar o permanecer en los espacios públicos solo en bañador u otra prenda de ropa similar». En el verano de 1970, en la playa de Las Canteras, en Las Palmas de Gran Canaria, alguien, turbado por la llegada de turistas ligeros de ropa, escribió una famosa pintada integrista, según recogió el Celtiberia Show de Luis Carandell: «Destruiré la vida si no se pone más honestidad en el vestir». Ahora es una ordenanza del excelentísimo Ajuntament de Barcelona. Afortunadamente, no amenaza con la muerte. Solo sanciona con una multa a los que tienen la osadía de, en una ciudad bonita, ir desaliñados. Pero para 2050 a ver si nos impiden poner un pie en el paseo de Gracia sin una mínima rinoplastia.

Además, últimamente en las playas se desata otra batalla, en España solo mediática, contra los burkinis —los trajes de baño diseñados para musulmanas que cubren prácticamente todo su cuerpo—. Para este fenómeno no teníamos preparados argumentos. ¿Cómo diferenciar cuándo una mujer se pone esa prenda religiosa porque lo considera oportuno libremente y cuándo la están obligando? Ahora los cortocircuitados somos nosotros, no la Guardia Civil con bigotazo y mueca de asco.

Recuerdo, de niño, ver a un señor en la playa con una enfermedad importante en la piel. Le pregunté a mi padre que por qué había venido ese hombre en ese estado. Eran los locos ochenta y me contestó que a bañarse tenía derecho a ir todo el mundo estuviese como estuviese y que, era curioso, en ese aspecto la playa era un lugar que nos igualaba a todos, por eso a nosotros nos gustaba tanto. Nunca se me olvidarán estas palabras y no solo por lo sabias, sino por haber podido comprobar desde entonces cómo nos resistimos, cómo nos aferramos a lo que sea para que esto no sea así.

https://www.jotdown.es/2019/07/neurosis-playeras/
 
Muere Li Peng, el «Carnicero de Tiananmen»
Primer ministro de China entre 1987 y 1998, será recordado por ordenar la matanza que aplastó las protestas pro-democráticas de hace 30 años en esta plaza de Pekín
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SeguirPablo M. Díez@PabloDiez_ABC
Corresponsal en Pekín
Actualizado:24/07/2019 04:57hhttps://www.abc.es/internacional/ab...e-de-tiananmen&vli=noticia.foto.internacional

Cuando se acaban de cumplir 30 años de la masacre de Tiananmen, que sigue siendo un tema prohibido en China, ha fallecido el primer ministro que la ordenó: Li Peng. Tras un día entero de rumores, la agencia estatal de noticias Xinhua confirmó este martes que murió el lunes a los 90 años en Pekín, a las 23:11, de una enfermedad no especificada, pero que podría ser el cáncer de vejiga contra el que venía luchando desde hace tiempo.

Con paciencia, la Historia le reserva un lugar a cada mandatario. Mientras la propaganda del régimen lo honró como «un excelente miembro del Partido, un soldado leal y probado por el tiempo, un destacado revolucionario proletario y un hombre de Estado», para el resto del mundo será siempre el «Carnicero de Tiananmen».

Aunque la decisión de acabar por la fuerza con las protestas que habían tomado esta plaza del centro de Pekín en la primavera de 1989 fue colectiva, y vino del entonces caudillo Deng Xiaoping, Li será considerado siempre el brazo ejecutor. Frente al secretario general del Partido, Zhao Ziyang, que abogaba por el diálogo con los estudiantes que dirigían las manifestaciones, el «premier» encabezó la «Vieja Guardia» que impuso la «mano dura». Es un secreto a voces que, aprovechando que Zhao estaba de viaje oficial en Corea del Norte, el «premier» Li mandó publicar el 26 de abril en el «Diario del Pueblo» un editorial que acusaba a los estudiantes de «contarrevolucionarios» y «anti-Partido», enfureciéndolos y rompiendo cualquier posibilidad de una solución negociada. El 20 de mayo, cuando los manifestantes llevaban ya un mes ocupando la plaza, declaró la ley marcial y dos semanas después, en la madrugada del 3 al 4 de junio, ordenó al Ejército tomarla.

Desatando una auténtica guerra urbana, los manifestantes trataron de impedirlo con barricadas montadas en las calles de alrededor, donde se registró el mayor número de víctimas. Todavía hoy, la cifra de fallecidos sigue siendo un misterio que oscila entre los más de 200 reconocidos en su día por el Gobierno hasta los 2.000 que anunciaron algunas agencias internacionales. Un pasado demasiado violento cuya alargada sombra se proyecta aún sobre el régimen chino, que intenta borrar la masacre de la Historia censurando toda referencia en los medios e internet y justificando la represión por el crecimiento económico que ha traído la estabilidad.

Pero el duelo de los familiares de las víctimas y la imagen del hombre plantado ante una columna de tanques en la avenida de Chang An, auténtico icono de la lucha del individuo contra el poder represor de la dictadura, mantienen viva la memoria en una sociedad china anestesiada por la propaganda, la censura y el culto al dinero. Como cada aniversario, y más siendo redondo, los controles volvieron a ser estrictos en Pekín el pasado 4 de junio. Un año más, las familias de los fallecidos no pudieron ir al cementerio a honrarlos porque habían sido confinados en sus casas o enviados fuera de la ciudad para no armar jaleo.

Tras el aplastamiento de la revuelta, que Li justificó para no seguir el destino que corrieron la Unión Soviética y la Europa del Este, siguió en el cargo hasta 1998 mientras el secretario del Partido, Zhao Ziyang, era defenestrado y confinado bajo arresto domiciliario hasta su muerte en 2005. Después de primer ministro, Li Peng siguió siendo uno de los hombres fuertes de China porque presidió hasta 2003 la Asamblea Nacional Popular, el Parlamento orgánico del régimen. De carácter conservador, no pudo revertir pese a su poder la apertura al capitalismo ideada por Deng Xiaoping y continuada luego por Jiang Zeming, sucesor del purgado Zhao Ziyang.

Nacido el 20 de octubre de 1928 en Chengdu, capital de la provincia sureña de Sichuan, Li Peng estudio ingeniería en la Unión Soviética y fue uno de los principales impulsores de la faraónica presa de las Tres Gargantas, uno de los proyectos más controvertidos del país porque obligó a realojar a millones de personas en la cuenca del río Yangtsé.

Como suele ocurrir con los dirigentes chinos, su familia es una de las más poderosas del país. Mientras su hijo, Li Xiaopeng, sirve como ministro de Transportes, su hija, Li Xiaolin, es vicepresidenta de una eléctrica estatal, lo que no le impide lucir modelos de marca y joyas carísimas ni aparecer en los «Papeles de Panamá». Para muchos chinos que aún recuerdan la matanza de hace tres décadas, son «dignos» herederos del «Carnicero de Tiananmen». Descanse en paz, aunque él nunca se la dio a sus víctimas ni a sus familias.
https://www.abc.es/internacional/abci-muere-peng-carnicero-tiananmen-201907240210_noticia.html
 
CULTURA, TECNOLOGÍA
Tres algoritmos en la Galería de los Uffizi para evitar colas kilométricas

Por Maruxa Ruiz del Árbol | 10-03-2019

El futuro es apasionante

CULTURA, TECNOLOGÍA
Tres algoritmos en la Galería de los Uffizi para evitar colas kilométricas




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Henry Muccini
Profesor de informática Universidad de L'Alquila

Casi 10.000 personas se paran cada día delante del tondo Testa di Medusa pintado por el turbulento y genial Caravaggio en 1597. Esta obra maestra del Barroco se encuentra cerca de la salida de la Galería de los Uffizi en Florencia, expuesta en el mismo lugar donde también pueden admirarse El nacimiento de Venus de Boticelli o La Sagrada Familia de Miguel Ángel, dos joyas del Renacimiento italiano. Con semejantes fondos no es extraño que la galería florentina sea uno de los museos más visitados del mundo, con 3.4 millones de visitantes anuales, y que las colas que se forman en sus puertas hayan llegado a ser tan características como los cuadros o esculturas que se exponen en el interior. Así pues, muchos de los que se animan a visitar uno de los más populares lugares de Florencia se exponen, además de a un ataque del síndrome de Stendhal (reacción psicosomática bautizada con el nombre del famoso novelista francés y que sufren algunas personas ante la belleza de las obras de arte), a que les dé un ataque de nervios o una lipotimia por las horas de espera. Un problema que los responsables de la Galería quieren resolver sin perder afluencia de público, por lo que se han puesto en contacto con la universidad de L’Aquila. Lo que las colas no pueden gestionar, bien está que lo ordenen las matemáticas.

“Hemos definido el tipo de datos que necesitábamos para resolver el problema y con estos datos hemos realizado algoritmos”, explica Henry Muccini, profesor de informática en la universidad de L’Alquila. Y es que aunque pueda parecernos extraño, todos nos comportamos de una forma más o menos similar durante la visita a la galería, ya seamos grandes expertos en arte dispuestos a analizar durante 45 minutos La Anunciación de Leonardo da Vinci, o unos completos legos que simplemente paseemos la mirada de turista por las pinturas antes de salir a por una pizza. Porque, cuando esos datos personales se incluyen en una base junto a los del resto de visitantes, la media estadística resulta bastante ajustada. Muccini explica que su sistema funciona con tres algoritmos combinados: uno estadístico (que analiza datos históricos para prevenir qué ocurrirá al día siguiente), otro de optimización (que indica cómo distribuir el acceso a la galería y cuánta gente puede entrar cada 15 minutos para nos superar el aforo) y otro adaptativo (que ajusta en tiempo real lo que está sucediendo).

“Los turistas entran gratis los primeros domingos de mes, que es cuando estamos probando con éxito estos algoritmos”, explica Muccini. Los resultados están siendo espectaculares: menos tiempo de espera y mayor número de visitantes. Esta efectividad redunda en beneficio de todos, porque los turistas que no hacen colas pueden dedicar ese tiempo a visitar otros lugares o a ir de compras. La idea es conseguir en un futuro cercano una gestión diaria del sistema que, además, ofrezca al visitante alternativas para ocupar su tiempo hasta que llega la hora de entrada a la Galería Uffizi. La solución propuesta por L’Aquila no erradicará “la vida agotada”, los latidos acelerados o los sentimientos apasionados que describió Stendhal, porque la belleza a veces duele… pero ahorrará tiempo y disgustos a los turistas. Y eso ya es bastante.

Edición: Maruxa Ruiz del Árbol | Cristina del Moral
Texto: José L. Álvarez Cedena
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Elliott Murphy desde la otra orilla

publicado por Ignacio Julià

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Hay películas que no se agotan nunca, pues albergan en su interior no solo una historia, sino un manojo de sensaciones y emociones que se multiplican en interna sedimentación a lo largo de los años. ‘Round Midnight, el homenaje al jazz americano expatriado en París que Bertrand Tavernier rodó en 1986, es una de esas obras cinematográficas, verídica estampa que conjura los demonios del racismo y la emigración, pero asimismo valora los ángeles de la creatividad y la amistad. Cuenta la historia de un saxofonista afroamericano, alcoholizado, que malvive en la Ciudad de la Luz hasta que un admirador le rescata y le devuelve a la actividad.

Una experiencia inspirada en la vivida por muchos músicos que tras la Segunda Guerra Mundial se instalaron en Francia, figuras como Dexter Gordon —bendito protagonista de ‘Round Midnight—, Bud Powell, Kenny Clarke o Don Byas. Llegaban a los clubs de la Rive Gauche necesitados de trabajo y allí eran aceptados como artistas, pero sobre todo como personas, aunque esto significase perder contacto con las fuentes sociales, raciales y musicales de su arte. Cuando en 1949 Miles Davis visita París por vez primera, tiene una revelación. «Era la primera vez que salía del país y cambió totalmente mi perspectiva», recuerda en su autobiografía. «Me sentí tratado como un ser humano, como alguien importante».

«Lo que aprendí de esa maravillosa película es que jamás debes volver a casa», me escribe el cantautor rockElliott Murphy (Long Island, 1949) al preguntarle qué significa ser un músico norteamericano en París, donde se instaló en 1989. «Llevo ya más tiempo viviendo aquí que en Nueva York, así que evité esa trampa. Es fácil comprender la razón de que el jazz americano fuese respetado y popular en Europa; no existía la barrera del idioma, las letras no cuentan para Miles Davis o Dexter Gordon. En mi caso, son tan importantes como la música; en ocasiones, unas pocas frases son la inspiración para una canción. En cierto modo, cruzar esa frontera cultural con una expresión artística basada en la palabra resulta un reto aún mayor. Sin embargo, mi experiencia es muy distinta a la de otros expatriados, mi esposa Françoise es francesa y nuestro hijo Gaspard se educó aquí, por lo que he estado más inmerso en la experiencia parisina real que cualquiera de aquellos músicos de jazz, con la excepción tal vez de Sidney Bechet».

Leímos por vez primera a Elliott Murphy, el poeta callejero, en sus anotaciones a un doble álbum en vivo de los Velvet Underground, editado a título póstumo en 1974. En un estilo que conciliaba la hedonista peligrosidad del rock’n’roll con un redentor aliento literario —para él, Alejandro Magno, Lord Byron, Jack el Destripador, F. Scott Fitzgerald, Albert Einstein y James Dean eran estrellas de rock—, el texto de Murphy destilaba verdades que posiblemente han dejado de serlo. Decía cosas como que «la diferencia entre el cine y el rock’n’roll es que este nunca miente, no promete un final feliz» o «el rock’n’roll siempre fue y sigue siendo una de las pocas cosas honestas que quedan en el mundo». Aforismos de una pasión generacional inculcada en la adolescencia, ese tránsito que inscribe en el inconsciente las canciones que ya nunca nos abandonan, que esculpen quienes somos en el futuro.

Cuando en 1973 firma su primer contrato discográfico, enfila una prometedora carrera que arranca fulgurante —le llaman el nuevo Dylan, como a su colega Bruce Springsteen—, pero fracasa en ventas y popularidad pese al apoyo de la crítica y el apadrinamiento de Lou Reed. De haber desaparecido tras la hermosa y ampliamente promocionada tetralogía que le vio saltar de Polydor a RCA y finalmente a Columbia —Aquashow (1973), Lost Generation (1975), Night Lights (1976) y Just a Story from America (1977)— hoy sería una venerada figura de culto. Pero insistió en salir del pozo del olvido y se labró, trabajosamente, una segunda oportunidad en el Viejo Mundo. Siguiendo el rastro del público que aprecia su música, en 1979 debuta en París con un rotundo éxito y ya nunca mira atrás. Poco después, en 1982, gira por España y aparece en el programa La Edad de Oro. Diez años más tarde el noventa por ciento de las ventas de discos y conciertos se producen en Europa. «El destino estaba de mi parte», zanja irónico.

«De niño en Long Island, la idea misma de Europa como lugar donde vivir era muy extraña para mí y para cualquiera próximo a mi familia», rememora. «No conocía a nadie que hubiese vivido fuera de Estados Unidos. Europa era la tierra mítica del queso, el vino y las chicas sexy, a donde Charles Lindbergh había volado en su aeroplano Spirit of St. Louis, desde Roosevelt Field, a solo diez minutos de mi casa. Pero sobre todo era un paisaje terrorífico donde en el siglo XX se había combatido en guerras en las que murieron miles de soldados norteamericanos. Creíamos en los estereotipos de cada país: que los españoles pasaban las tardes de domingo en las corridas de toros, que las chicas francesas llevaban bikinis como Brigitte Bardot. Cuando finalmente visité Europa por primera vez, en 1971, aquel viaje no solo me cambió la vida de forma profunda y positiva, también alteró mi percepción de Europa de un modo realista y colorido que impactaría en mi vida y mi carrera. Mis motivos son personales y culturales, y tal vez misteriosos incluso para mí mismo, pues un expatriado es alguien que por razones desconocidas se siente más en el hogar cuando no está en él».

Aterriza veinteañero en Schiphol, el aeropuerto de Ámsterdam, para el típico itinerario iniciático por el continente. Le asombra que se consuma hachís en público y que el estilo de vida hippy no se reprima como en Norteamérica. También el valor cultural que se adjudica al rock: compra en la calle ediciones piratas de las letras de Dylan y Rolling Stones, pasa las madrugadas bailando en discotecas y paseando por los canales. Siente que algo ha cambiado para siempre en su interior y se pone a componer canciones con una guitarra acústica. «Europa parecía hacer entrar en ebullición mis jugos creativos», reconoce. No faltan aventuras en aquel periplo europeo: ayuda a escapar de un internado suizo a su joven amante y aparece como extra en Roma, la película de Fellini. Farley Granger, el actor americano que había protagonizado Extraños en un tren de Hitchcock, le anima a acudir a una prueba en Cinecittà. «Fellini nos echó un vistazo a mi hermano Matthew y a mí, y nos contrató. Recuerdo que se situó a mi lado, me puso la mano sobre el hombro y dijo: “Joven, no se mueva de aquí”. Me sentí como si el papa me hubiese bendecido. Años más tardé le mandé uno de mis discos y me respondió, conservo su carta enmarcada en mi estudio».

Murphy, que siempre tuvo a F. Scott Fitzgerald como inspiración compatible con su mitomanía rock, no es ajeno a otra inmigración artística estadounidense, la de los años veinte. Esa «generación perdida» bautizada por Gertrude Stein con que tituló su segundo álbum, a la que pertenecían Ernest Hemingway, John Dos Passos, Kay Boyle o Janet Flanner. El periodo de entreguerras ofrecía a estos expatriados un modo de vida barato y hedonista a orillas del Sena, un peso histórico que el joven país de origen no poseía, y les concedía una libertad personal y expresiva que en Estados Unidos, donde el éxito comercial lo es todo, se veía cohibida o desvirtuada. Algo similar encontraría él cinco décadas más tarde, la libertad para ganarse el sustento como cantautor —término que en la Norteamérica de los años ochenta se había convertido en una maldición— ante un público continental ávido de la sustancia rock que germinó en Manhattan a mediados de los años setenta. «En Estados Unidos la música, o por lo menos la música rock, se considera parte de la industria del espectáculo», explica. «Mientras que en Europa forma parte de la cultura. Esa es la razón de que alguien como Lou Reed fuese más aceptado aquí».

La llamada del Viejo Mundo es evidente ya en sus primeras grabaciones. ¿Qué rockero norteamericano dedicaba canciones a legendarias féminas europeas? Murphy escribió con poética ecuanimidad sobre la gran duquesa Anastasia, fusilada a los diecisiete años junto a la familia del último zar, o acerca de la infame Eva Braun, la amante de Hitler. Como explica Bruce Springsteen en el documental The Second Act of Elliott Murphy: «Para mí, hubo algo europeo en la escritura de Elliott desde el principio. A lo mejor era su estilo literario, sus referencias». Realizado por el español Jorge Arenillas, el filme reúne a otros de sus compañeros generacionales y explica su longevo enraizamiento en Europa, que desmiente la sentencia de Fitzgerald, pues sí hubo un segundo acto para el autor de Prodigal Son (2017), trigésimo quinto disco de elocuente título. Reconoce esa temprana fijación europeísta, pero advierte que pesan más en su obra los mitos americanos y que, en cualquier caso, esa mitificación suele nublarse en la distancia: «Cuando leo los poemas de Lorca los encuentro hermosos pero no me recuerdan a Nueva York, sino a Nueva York a través de los ojos de Lorca. Así que mi percepción de un mito europeo puede ser totalmente distinta a la de un nativo del país donde se originó».

«Es posible que en mi escritura, y en algunas de mis canciones, intentase emular la experiencia literaria de expatriados como Fitzgerald, Hemingway e incluso Ezra Pound, aunque no la visión política de este último», reconoce. «Pero sería absurdo decir que entiendo la experiencia de un artista afroamericano que se instala en Europa para escapar del prejuicio y la discriminación. Irónicamente, una de las mejores novelas escritas por un expatriado en París es La habitación de Giovanni de James Baldwin, que sucede en Les Halles, cerca de donde vivo. Pero no trata para nada el racismo, tal vez porque Baldwin quiso también dejar eso atrás. Otros autores, como Richard Wright, se instalaron en París y resaltaron la temática racial. Lo que me empujó a expatriarme fue que, pese a nacer en un estilo de vida de clase media alta, por alguna razón siempre me sentí rechazado por esa sociedad blanca de clase media de la que yo era producto. Escribí una canción sobre ello, “White Middle Class Blues”. Nunca me cerraron la puerta en las narices, pero en los sesenta llevar el pelo largo hacía que te mirasen mal. El día de mi graduación me negué a levantarme mientras sonaba el himno, en protesta por Vietnam: fue lo más cerca que he estado de la desobediencia civil».

Decía Hubert Selby Jr., autor de la rompedora novela Última salida para Brooklyn (1964), que Nueva York no formaba parte de Estados Unidos, que era una isla intermedia, un puente con el Viejo Mundo. Murphy «tuvo el honor» de conocerle en persona durante una lectura poética: le hubiese gustado recitarle «On Elvis Presley’s Birthday», originalmente publicada como poema en la revista literaria Nouvelle Parisien Revue, luego suprema canción de su primer álbum europeo, 12 (1990). Recuerda que Selby hablaba con un suave acento de Brooklyn, como su padre, fallecido prematuramente cuando Elliott era muy joven, quien inspiró la canción. Nueva York es, en su opinión, el verdadero crisol estadounidense: «Pocas cosas son más americanas que la Estatua de la Libertad, Broadway y el Empire State Building, ¡escalado por King Kong como una estrella de rock!». Pero él creció en las afueras, en Garden City, por lo que incluso Manhattan era para él un país extranjero. Una urbe de extraordinaria dureza que «no perdona los errores del principiante, pero te prepara para enfrentarte a todo lo que te encuentres. Rendirme nunca fue una opción».

Tras una década residiendo en París, Murphy publica Beauregard (1998), álbum destacado en su abultada discografía, que graba en su apartamento de la calle homónima. Meses antes ha realizado un viaje de costa a costa por Estados Unidos, con su esposa e hijo, que devendrá revelador. Visitan Graceland, la mansión de Elvis Presleyen Memphis, y descubre un país desconocido, especialmente al adentrarse en el oeste mítico. «Algún día escribiré un libro sobre ello, como Viajes con Charlie de John Steinbeck», dice. Algunas de las canciones del álbum de título francés las inspiró aquella travesía americana. «Nunca me he sentido nostálgico», aclara. «¿Cómo puede permitirse sentirse nostálgico un músico que viaja continuamente? Sería un modo de vida miserable. Soy afortunado de que mi carrera me trajese a Europa, todavía me parece un lugar exótico; no importa cuántas veces visite una ciudad como Barcelona, siempre siento una especial excitación simplemente por estar allí. Y hay una libertad en la música francesa que espero haber heredado de artistas como Serge Gainsbourg. Muchos músicos franceses eluden la fama y la fortuna, mientras que en América son una religión. El mayor pecado que puedes cometer es fracasar».

¿Ha cambiado este empadronamiento vital su visión del país de origen? «Ahora veo la perspectiva que se tiene de América en los distintos países europeos, que no siempre es la que yo esperaba. Hay cierto temor a Estados Unidos, por su tamaño y poder, algo de lo que no era consciente. Siempre hay algún movimiento antiamericano dispuesto a responsabilizarnos de todos los males del mundo. A nivel cultural, hay muchos prejuicios, aunque debo decir que los europeos tratan la cultura norteamericana mejor que los propios estadounidenses. Un periodista japonés me lo describió así: “América es como un faro que alcanza a ver muy lejos en el mar, pero es incapaz de ver sus propios muros’’. Quizás ahora yo vea esos muros con mayor claridad».

Y, ¿cómo nos vemos desde la otra orilla? «Probablemente con envidia y recelo, cierta curiosidad pero insuficiente comprensión», concluye. «Cada vez estoy más de acuerdo con lo que dijo John Lennon, que el mundo lo gobiernan unos locos. Pero sigo siendo un optimista pues, a lo largo de mi vida, he visto como la música unía a todo el mundo, nadie puede negarlo, y me satisface haber jugado mi pequeño papel en esa revolución espiritual. Tal vez mi existencia de autor y trovador expatriado no haya sido en vano».
https://www.jotdown.es/2019/07/elliott-murphy-desde-la-otra-orilla/
 
TRUCOS
Fotografía
Las mejores apps para editar fotografías como un instagramer
  • PIXEL
Domingo, 28 julio 2019 - 02:37


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PIXEL
La mejora de la calidad de la cámara de los smartphones y la importancia que tiene el mundo virtual en la vida real -cada día se suben 3.500 millones de fotos y vídeos a las redes sociales- han dado lugar a una proliferación de aplicaciones de fotografía. Válidas tanto para iOS como Android, éstas son las mejores apps para tomar y editar fotos desde el móvil. Bienvenidos a la era del postureo.

PICSART PHOTO
Con más de 500 millones de descargas, es el editor de fotos y creador de collages y vídeos número 1 para móviles. Además de incluir una herramienta de belleza para perfeccionar los selfies, filtros, efectos y emojis, también permite crear y compartir stickers personalizados con el resto de miembros de la comunidad e insertar texto en las imágenes. Gratuito, con compras dentro de la app y disponible en iOS y Android.

AFTERLIGHT
Sus 60 filtros y 66 texturas diferentes la convierten en la app de retoque más completa para todos aquellos instagramersque no son capaces de subir una fotografía sin editar. Permite crear tus propios filtros y modificar únicamente el color de una parte de la imagen. El resultado son composiciones que destacan por su originalidad. Gratuita, con compras dentro de la aplicación, en Android; Afterlight 2 está disponible por 3,49 euros en iOS.

VSCO
Aunque nació como una especie de Pinterest donde los usuarios podían compartir sus imágenes, sus herramientas de edición fotográfica la han convertido en la app preferida de los instagramers para retocar sus imágenes. Dicen que con sus filtros se consigue una luz que no se logra con los de otras apps. Si te gustan las fotos de Dulceida, esta es tu herramienta. Gratuita, con compras dentro de la aplicación en iOS y Android.

LAYOUT
App propiedad de Instagram que permite combinar varias fotografías en una sola. ¿Su principal ventaja? Simplificar el proceso de creación del collage. Es decir, si lo habitual de otras apps de este tipo es elegir una plantilla e ir asignando imágenes a cada uno de los huecos, Layout da la vuelta a la idea: se eligen directamente desde el carrete las fotografías que queremos usar y la propia app genera una serie de plantillas que se adaptan al número de fotos que hemos seleccionado (hasta nueve). Gratuita, disponible para Androidy iOS.

SNAPSEED
Es una de las app gratuitas de edición fotográfica más completa del mercado. Conocida como Photoshop para novatos, permite modificar el brillo, la saturación, el contraste, la temperatura y las sombras a una fotografía completa o solo a una parte.Fácil e intuitiva. Gratuita y disponible en iOS y Android.

YOUCAM MAKE UP
El retoque fotográfico también incluye el maquillaje virtual. Con más de 100 millones de descargas, quienes la usan dicen de ella que es la mejor app de maquillaje que existe. Retoca ojeras, elimina los ojos rojos, pinta los labios y broncea y alisa imperfecciones de la piel. Buena cara a golpe de clic. Gratuita, con compras dentro de la aplicación, tanto en Android como en iOS.

INSTAGRAM
Que no sea una novedad no es motivo para que no aparezca en esta lista. Red social y app de edición fotográfica, dos en uno. Sus 40 filtros, marcos, colores retro y la posibilidad de compartir posteriormente las fotografías en la misma red social o en otras, como Facebook, Tumblr, Flickr o Twitter, han seducido a sus más de 1.000 millones de usuarios. Y encima, gratis. La app de las apps.
https://www.elmundo.es/tecnologia/trucos/2019/07/28/5d35beaefdddff4a1f8b4625.html
 
Un smartphone, un voto

publicado por Juan Bonilla

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No alcanzo a recordar en qué novela de los años veinte del pasado siglo sucedía. Puede que fuera en El secreto de un loco, de Benigno Bejarano, puede que en alguna de Carlos Mendizábal. Importa poco: lo que importa es señalarlo. De aquella novela no recuerdo nada más que esto: los personajes llevaban pequeños televisores en los bolsillos en los que continuamente veían noticiarios o películas que eran un claro vaticinio de los teléfonos móviles, aunque es cierto que los personajes no podían interactuar con sus aparatos, estos eran meros recipientes donde descargaban una programación más o menos educativa y dogmática. Pero lo que más llamaba la atención es que esta capacidad certera para intuir el futuro tecnológico se compensaba con una audaz carencia imaginativa en lo concerniente a la geopolítica: los personajes de la novela llevaban móviles en los bolsillos antes de que la televisión fuera un electrodoméstico, sí, pero en el mundo en que vivían Marruecos seguía siendo un protectorado. El autor, confiando en su capacidad de futurólogo, podía acertar en cuanto a la cuestión tecnológica, pero la política ni se la planteaba, daba por hecho que todo seguiría más o menos como estaba. Podía imaginar nuevas formas de dominio mediante la tecnología, pero las colonias eran colonias, y la geografía política no se tocaba, permanecía en el limbo de lo que no está sujeto a cambios.

El detalle no es anecdótico: coches voladores y viajes espontáneos eran recurrentes en la ciencia ficción de pantalón corto que se practicó a principios del XX —a menudo muy ladeada hacia la sátira, como otra novela que tampoco recuerdo en la que unos astronautas viajaban por el espacio en un armario en el que solo llevaban jamón ibérico para demostrar a las civilizaciones de ahí fuera la calidad de vida de este planeta—, pero, en cuanto a la cuestión política, el único movimiento que se permitían —como haría Orwell más tarde— consistía en reducirlo todo a grandes bloques en pugna, cuantos menos bloques mejor, nosotros contra ellos, el norte contra el sur, Oriente y Occidente, imperio y rebeldes. O dejarlo todo tal y como estaba —Marruecos como protectorado— porque ningún cambio tecnológico iba a amenazar el statu quo de los países que mandaban en el mundo en tenso equilibrio.

Ahora pasa igual. A cualquiera le es fácil imaginar, en el aspecto tecnológico, a dónde van a conducir los avances de ingenieros e informáticos (puede que también se unan los cirujanos para implantarnos cosas en la cabeza, quizá una ranura donde insertar novelas), es prudente suponer que, como acontece en algunas películas del género, nada más nacer una nueva criatura se entregue a los padres un informe donde se detallen los padecimientos que la visitarán y recomendándoles alimentación y hábitos para retrasarlos —cuando no la propia selección de laboratorio sea la que cree criaturas sin defectos de fábrica: solo tendrán los padecimientos que ellos mismos se procuren con sus decisiones, no por falla de la genética—. Pero ¿quién se atreve a imaginar el futuro político? ¿Necesitaremos un tirano? ¿Se saldrá con la suya Platón, primer teórico de la realidad virtual? Lo cierto es que no hubo un solo historiador ni periodista que se adelantara a los acontecimientos para decirnos: «El Muro de Berlín va a caer». Ninguno —que yo sepa— advirtió de que la infalible necesidad de guerra de la industria del armamento y la pamplina del patriotismo necesitaría un golpe colosal como el ataque a las Torres Gemelas. Y, antes, nadie dijo nada de los campos de concentración nazis antes de que estos abrieran —naturalmente, después fueron muchos los que dijeron que lo habían predicho, que lo avisaron, pero que nadie los escuchó—.

Las ilusiones de la influencia tecnológica en los mapas políticos se evaporan rápido y ahora suenan a cánticos de parvulario todos aquellos himnos que sonaron cuando emergió internet como una herramienta contra las fronteras, por la libertad, en impetuosa cabalgada de una globalización que, a expensas de multiplicar las posibilidades de mercado, abrocharía también definitivamente las menguadas virtudes de los nacionalismos. Más o menos cualquiera puede fantasear con coches que van solos y no chocan nunca, pero, en la cuestión política, ¿quién se atreve a apostar por nada más allá del hecho, ya obvio, de que el dataísmo se ha convertido en el ismo más influyente de la historia de los ismos? Pero hasta el dataísmo tiene todavía sus límites, porque ¿quién, por mucho big data que tuviera a mano el año pasado, hubiera sido capaz de vaticinar que habría, aquí en España, mediante moción de censura que aunara a las más diversas opciones ideológicas, un nuevo Gobierno formado por un grupo con solo ochenta y pico diputados?

Cuando, a finales de los años noventa, internet nos empezó a colonizar la vida, ya hubo quien adelantó que un aparato como el teléfono se volvería médula de nuestra existencia, pero, en pleno boom del internacionalismo, ¿quién se habría atrevido a vaticinar que la fuerza política más pujante aquí y allá hundiría sus raíces en el populismo? ¿Perón tenía alguna lección que darnos, de veras? ¿El catecismo de Goebbels iba a ser resucitado en aras de una democracia virtual donde el ruido y la furia iban a dictar sus sentencias sin el menor asomo de respeto por lo que susurrasen los tribunales instituidos para llevar a cabo juicios? Así las cosas, ¿quién se atreve a imaginar lo que nos espera, en el plano político, a la vuelta de la esquina? Lo único que puede predecirse es lo de siempre: los cacaos ideológicos servirán solo para alzar hasta el poder a quien sea, el cual, una vez ganado el poder, traicionará minuciosamente todos los peldaños con que construyó su escalera. El poder es como el lenguaje, que decía Wittgenstein: una escalera que te permite llegar a algún punto desde el cual derribar la escalera que te ha alzado. Por ese motivo quienes ostentan el poder se parecen tanto entre sí, más allá de las escaleras que hayan utilizado para llegar al poder. Entre el Obama aspirante y el Obama presidente hay mucha más distancia ideológica que entre el Obama presidente y el Bush Jr. presidente, porque lo que pesa ahí es el cargo, no el apellido. Por eso fue tan decepcionante el mandato de Obama, porque lo comparábamos todo el tiempo con el aspirante a presidente, con la promesa, en un ejercicio de ingenuidad pasmoso. Quien ostenta el poder es siempre un enemigo de la promesa.

En aquellos días aurorales de la era digital se pensaba que la democracia se fortalecería de tal manera que se convertiría al fin —sin tener nada que ver con ese sintagma del terror soviético— en una democracia real. La tecnología facilitaría que nuestra opinión —opinión significa opción— se tuviera en cuenta no solo cada cuatro o cada seis años, sino prácticamente a diario. Votar sería una cosa cotidiana. Decidir a diario, implicarnos en la tarea de gobierno de manera habitual, un smartphone, un voto. Nos parecía que, una vez armado cada individuo con su máquina, como una extensión natural de su persona física, el Estado podría, para acabar con la farsa de la representación, ponerse de veras en las manos del pueblo —utilizo la palabra más con melancolía que con cinismo, aunque también— para que este fuera decidiendo su suerte cada mañana, con el desayuno, o al menos una vez a la semana, para que no se volviera tediosa la emisión de opiniones.

Pero, aunque cambien las reglas del juego, el juego apenas cambia, eso lo sabe cualquiera, y por supuesto que estábamos avisados de que quien hace la ley hace la trampa, y nos temíamos, quizá, en algún momento de lucidez escéptica, que solo se nos permitiese votar desde nuestro teléfono o computadora —en conexión segura, si es que la hay— en aquellos puntos en los que sería temible escuchar a la mayoría, porque la democracia podrá tener la buena prensa que se quiera, pero es evidente que en muchos asuntos el NO le gana al SÍ, aunque haya conciencia de irresponsabilidad e injusticia, porque la suma de enemigos de algo es casi siempre superior a sus defensores. Imaginen tener que elegir un Gobierno de esa manera, donde se nos preguntase por cada cargo. El presidente propone a alguien y los ciudadanos tienen que decir sí o no, todos los ciudadanos, no solo los votantes del partido del Gobierno. No se nombraría un solo ministro nunca. La gente que tiene algo en contra de alguien siempre es más que la que lo tiene a favor, aunque solo sea por joder. La facilidad de comunicación, como se ha visto con Twitter y otras redes, lleva indefectiblemente al cinismo y la falta de piedad, porque, por incidencia que tenga en el mundo real, las decisiones que se toman siguen inyectadas del veneno de lo virtual: aquí conviene citar una desconocida novelita de César Aira, El juego de los mundos, donde los chavales destruyen planetas reales —sabiendo que son reales— desde sus computadoras. Que el acto virtual tenga incidencia en la realidad no hace que quien lo ejecuta cobre ningún sentido de responsabilidad, pues el acto contamina a sus consecuencias, por lo que las consecuencias también serán virtuales en la conciencia de quien lo realiza.

No hace falta asomarse al futuro para obtener pruebas fehacientes de este mecanismo siniestro.

¿Cómo imaginar la realidad política en un mundo tan tecnológico como el que ya habitamos, que es apenas un parvulario del que nos espera y donde disciplinas escasamente científicas —como la sociología— parecen haberse alzado al podio de las ciencias puras, por lo que no es raro que se haya instalado en nuestras vidas la sensación de habitar en la era de la posverdad? Imaginarlo, intentarlo siquiera, tiene algo de desafío contraproducente, como saltarse un montón de capítulos intermedios en una novela para ir a las páginas finales y descubrir allí qué pasa a sabiendas de que con esa información quizá podamos imaginarnos lo que ocurrió en medio.

Confieso que el futuro nunca me ha interesado lo más mínimo, como todo lo que no existe. No es más que el lugar de nuestra tumba. Pero si es fácil, como en la novela que no recuerdo si era de Bejarano o de quién, intuir que en el ámbito tecnológico los avances serán extraordinarios —trenes que van a dos mil por hora, desayunas pan con aceite en la estación de Cádiz a las ocho y a las nueve y media entras a trabajar en algún lugar de París— y que, naturalmente, afectarán a la vida cotidiana —¿desaparecerá el s*x* entre humanos? ¿Las nuevas generaciones solo sentirán deseos ardientes por mecanos exquisitamente diseñados para aparentar ser criaturas de belleza inmarcesible? ¿Cobrarán las leyes del copyright a quienes se masturben el porcentaje de «derechos de autor» que le corresponda a quien inspire el acto onanista?—, no resulta nada sencillo intuir siquiera qué tipo de régimen político padecerán los ciudadanos, aunque es previsible que, como todos hasta el día de hoy, esté en manos de una élite y se ejerza sobre una masa uniforme a la que mantener contenta con pequeños sorbitos de vida. Pero ¿cómo? ¿Cómo conseguirá disfrazar la autoridad del Estado su mentira una vez que perezcan todos sus símbolos? ¿Que no perecerán esos símbolos? Ya, ¿alguien puede decirme cuál era la bandera de Gengis Kan, el hombre más poderoso de la historia? ¿Pueden señalarme los límites, alucinantes, de su imperio? Sí, los símbolos perecerán todos y serán suplidos por otros, eso está claro, pero ¿será toda la Tierra un Parlamento y el sueño de la razón producirá monstruos —expresión que significa, según el grabado de Goya, dos cosas muy distintas: una, que si la razón se duerme vienen los monstruos y, otra, que la razón llevada a su límite, su sueño, es también monstruosa—?

No lo sé. Solo sé que cualquier expedición futuróloga que se atreva a dibujar un panorama político se equivocará. Porque es lo único apasionante que tiene la política: que nadie puede decir «mañana a las doce y cuarto empieza la Edad Media», que solo puede acertarse su quiniela cuando ya están todos los partidos jugados, que, aunque su negocio verdadero sea el futuro, la promesa, no ha habido un solo escritor, ni Orwell siquiera, que, si se atrevía a entrar en detalles, acertara cuando imaginaba, políticamente, el futuro. Solo sabemos que empezó una revolución. Y también sabemos, nos lo ha enseñado la historia, que toda revolución acaba siempre en un Napoleón hambriento.

https://www.jotdown.es/2019/08/un-smartphone-un-voto/
 
Hyperloops o cómo llegar de Cádiz a Barcelona en una hora
  • ALBERTO PIERNAS
Martes, 6 agosto 2019 - 02:08
Más propio de una película de ciencia ficción que de la realidad, el hyperloop, un tren de pasajeros en tubos al vacío de alta velocidad, podría convertirse en el medio de transporte del futuro. O en la mejor forma de acortar distancias de forma supersónica.

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Recreación de un hyperloop, el tren supersónico del futuro.
Cuando en la película 2001: Odisea en el espacio (1968) de Stanley Kubrick vimos a un tripulante espacial leyendo contenidos en una pantalla portátil, pocos pudieron pensar que se convertiría en una realidad. Décadas después, llegó el iPad. Lo mismo sucedía con los androides de la mítica Metrópolis, las casas inteligentes de Regreso al futuro o las impresoras 3D de Star Trek.

Sin embargo, aún nos faltaban los trenes supersónicos deBlade Runner. ¿La respuesta? El hyperloop, un transporte de alta velocidad gracias a la inserción de tubos de aire en fase de pruebas y que podría cambiar para siempre la forma de gestionar el tiempo en transporte público.

CRONOLOGÍA DE UN TREN SUPERSÓNICO
Al igual que sucede con otras tecnologías, el origen del hyperloop no es reciente. De hecho, basta con remontarse a finales del siglo XIX para descubrir a Kingdom Brunel, un ingeniero británico que ya en su momento experimentó con la manipulación del aire comprimido para transportar carros a mayor velocidad.

Una invención en la que el empresario estadounidense Elon Musk (Tesla) puso los ojos hace ya casi diez años, presentando en 2012 un primer prototipo del hyperloop, una cápsula prima hermana del tren que permite acortar distancias a velocidad supersónica apoyada sobre una bolsa de aire propulsado por motores de inducción y compresores.

Un aliado al que Musk llegó a describir como "un cruce entre un avión Concorde, un cañón y una mesa de hockey de aire". Fue así como lo que comenzó siendo un supuesto ejercicio de arrogancia, terminó convirtiéndose en una realidad.

En agosto de 2013, una primer ruta teórica que unía la ciudad de Los Ángeles con la bahía de San Francisco (560 kilómetros) en 35 minutos a una velocidad de 970 km/hora, comenzó a llamar la atención de inversores y empresas. Tres años después, el primer prototipo de Hyperloop era consolidado por Musk y su marca SpaceX a través de los conceptos Virgin Hyperloop One, con sede en EEUU, o HyperloopTT, enfocado a China, donde una pista de prueba ya ha sido construida. La primera prueba completa en hyperloop tuvo lugar en Nevada en mayo de 2017 a 112 kilómetros / hora, un 10% de la velocidad total a alcanzar.

El futuro estaba aquí.

ENERGÍAS RENOVABLES
A partir de la expansión de la marca Hyperloop One y el despliegue mundial de una futura revolución del transporte, muchas han sido las rutas predeterminadas que han comenzado a tantearse, entre ellas una entre las islas de Córcega y Cerdeña; otra entre Gales, Escocia e Inglaterra; o de Ciudad de México a Guadalajara, ciudades separadas por 532 kilómetros que serían recorridos en tan solo 38 minutos.

Rutas que, incluso actualmente, adolecen de las dudas de ingenieros e inversores debido a los dos principales problemas que presentan los hyperloops: costes desmesurados y dudas en su seguridad, siendo la erosión de los tubos, la toma de curvas o, especialmente, las náuseas que podrían sufrir los pasajeros los principales obstáculos.

Por otra parte, los creadores insisten en sus muchas ventajas: una eficiencia superior a la del avión y los trenes, o la reducción de carbono apoyándose en el uso de energías renovables como tecla sostenible del transporte del futuro.

DE CÁDIZ A BARCELONA EN UNA HORA
El país que más se aproxima a esta realidad es la India, donde se consolida un proyecto que uniría las ciudades de Mumbai y Pune con parada en el aeropuerto internacional de Navi de Mumbai en tan solo treinta y cinco minutos. Una distancia que en coche tarda en recorrerse dos horas y media y hasta tres en tren.

La primera fase del proyecto ha sido financiada por la empresa extranjera Dubai Port, la cual ha desembolsado 500 millones de dólares al mismo tiempo que las pruebas en Abu Dhabi, ciudad que quedaría unida a Dubái (a 140 kilómetros) en apenas doce minutos, avanzan a pasos de gigante.

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Cápsula Quintero One construida en la provincia de Cádiz.
Esta fiebre también ha llegado a España, siendo una ruta entre Cádiz y Barcelona la primera trazada sobre el mapa. Separadas por más de 1.000 kilómetros en un viaje que alcanza hasta 11 horas de coche, ambas ciudades quedarían unidas en tan solo una hora de hyperloop. La primera cápsula, llamadaQuintero One, de 32 metros de largo y obra de la multinacional gaditana Carbures, se encuentra actualmente en vías de prueba.

Como podéis comprobar, la tecnología y la innovación avanzan a pasos de gigante, consolidando un hyperloop cuyo primer esbozo oficial podría ver la luz en el año 2030. Solo entonces comprobaremos qué se siente al viajar a la velocidad del sonido al más puro estilo Minority Report.

https://www.elmundo.es/viajes/el-baul/2019/08/06/5d47e909fdddfff2538b4607.html
 
Calendario laboral 2021: Estos son los doce días festivos (nacionales y autonómicos) que tendrá el año que viene
Los ayuntamientos elegirán dos días festivos más, con lo que sumarán un total de 14 festividades no laborables el próximo año; la mayoría de los festivos son lunes o viernes

 
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