Blade Runner. VV.AA. Guía de Lectura

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Blade Runner / VV.AA. / Tusquets Editores, Cuadernos Ínfimos 135, 1ª edición junio 1988, 123 págs.
ISBN 84-7223-635-8

Rafael Argullol
Guillermo Cabrera Infante
Julio Capella & Quim Larrea
Alberto Cardín
José Luis Guarner
Antonio Miró
Vicente Molina Foix
Fernando Sabater
Antonio Tello
Eduardo Urculo
Jorge Wagensberg

...rinden homenaje con sus textos, desde ámbitos tan diversos como la poesía, la filosofía, la ciencia, la moda, el diseño o el propio cine, a Blade Runner (1982), la mítica película de Ridley Scott que ha dejado su sello en distintos campos del pensamiento y de la imagen.
 
Última edición:
Replicante: Rafael Argullol

Fecha de creación: 31.12.1949

Función: merodear

Constitución: alargada

Carácter: claroscuro

Esquilo fue un hombre sabio. Puso a Prometeo en los confines del mundo para que protegiera la loca carrera de los hombres en pos de sus "ciegas esperanzas". Eligió el escenario con soberbia clarividencia: alrededor de aquel peñasco en el que se encadenaba al titán cautivo sólo había desnudez.
Esta roca del Cáucaso es, en realidad una isla que pende del vacío. Cielos despoblados, estepas de infinita desolación y, al fondo. el Tártaro expectante que aguarda. Prometeo está solo. Todo el tiempo está solo, con la excepción de la presencia fugaz de fuerzas numinosas. Y, como tenue intervención humana, la danza atormentada de la errante Io.
Prometeo permanece en el escenario más escueto que se haya podido concebir. Pero la sabiduría de Esquilo estriba en su capacidad de enriquecer del modo más absoluto esta aparente precariedad. Este escenario, casi reducido a la nada, contiene el todo. A los hombres y a los dioses, al cosmos, trabajosamente forjado en medio de violencias, y al caos, sombra acechante que envuelve el pasado y el porvenir. Contiene, además, la poderosa inteligencia de la ley fundamental: el mundo busca su justicia a través de catástrofes porque en cada catástrofe brota la semilla de una ulterior perfección.

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Nadie, ni nada, escapa a esta ley.
Por eso en este escenario desnudo está todo. Y por esa razón --exclusivamente por esa razón-- Prometeo es el filántropo por antonomasia. Únicamente a partir de una sutilísima percepción de la condición y el terror humanos, como la que demuestra Esquilo (es decir, la "cultura que es Esquilo"), podía expresarse la idea de que la limitación de los hombres sólo es soportable si, asimismo, cabe imaginar la limitación de los dioses. Y esto es lo que canta Prometeo: los dioses tienen un incomparable poderío, mas tampoco ellos se sustraen a la ley del mundo. También ellos están sujetos a la Ananké primordial que rige los destinos y los involucra en senderos en los que nada, para nadie, es seguro.
Esta es la gran enseñanza que debemos a la tragedia de Esquilo. La inseguridad de los dioses alivia la inseguridad de los hombres y, en cierto modo, les abre un resquicio de libertad.
No hay, desde luego, posibilidad de paraíso, pues los paraísos solo se dan, como quimeras invertidas, en aquellos que construyen sobre sus cabezas ídolos inviolables. Sin embargo, este pequeño espacio de libertad, el único posible, es el que empuja a los hombres a lanzare en el torbellino del azar con la conciencia, inquietante pero cómplice, de que también el universo es azar.
Prometeo no deja otra opción, ni siquiera la de la nostalgia, porque en su horizontes no hay edades áureas, ni paraísos perdidos, ni dioses eternamente felices. El hombre no puede mirar atrás. Únicamente avanzar, a pesar de la inevitable caída. Resurgirá y, de nuevo, caerá. Al igual que el universo. Al igual que Zeus.

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No obstante, Esquilo, además de sabio, era piadoso. Creía en los dioses, a pesar de su imperfección, porque creía que un sentido último, indescifrable para los hombres, regía el mundo.
El acontecer de la existencia estaba surcado de continuas turbulencias, pero los estragos del odio y de la guerra, los desórdenes de la sangre, impulsaban al universo hacía el descubrimiento de su propia Justicia.
En relación a Esquilo, Sófocles nos parece mucho más terrible porque, habiéndose desvanecido el horizonte de la piedad, ninguna fe cobija el desamparo humano frente al azar. En las tragedias de Sófocles la tenaz suposición de libertad es, aunque admirable, la única venganza que el hombre puede oponer a la absoluta arbitrariedad del destino. La tragedia griega termina su grandioso recorrido devorándose a si misma, en un exceso de verdad. Acaba aniquilando la idea consoladora de un cosmos incomprensible pero piadoso. Por eso es sustituida por la comedia, expresión del sarcasmo de la supervivencia y antesala lúcida del declive de una civilización.
Al hombre se le hace casi insoportable vivir sin sentirse, de una u otra manera, amparado en formas de piedad cósmica. Y esto es tanto así que, en buena medida, su historia espiritual se circunscribe a los sucesivos esfuerzos religiosos, metafísicos e incluso científicos por incrustar la existencia en un cosmos piadoso. Dante es implacable con su orografía supraterrenal es tan geométricamente perfecta que a la postre resulta familiar y accesible para los habitantes de la tierra.
Cuando se resquebraja la nítida geometría dantiana los pensadores renacentistas, seducidos por una imagen ilimitada del universo, se apresuran a postular la armonía secreta que emana del Alma del Mundo. Y aun después, cuando la propia revolución astronómica del Renacimiento amenaza con arrinconar a las fuerzas divinas, abandonando al hombre a su pleno aislamiento cósmico, la Razon y la Ciencia se aprestan a recomponer el orden necesario con que se legisla el mundo.
El gran engranaje de Newton, en el que Dios obligadamente ocupa un dudoso lugar sigue implicando el reconocimiento de un cosmos piadoso.
El reclamo a la piedad cósmica es posible en la Atenas del año 500 antes de nuestra era, en la Florencia del año 1300 o en el Londres de 1700. Pero ya no lo es en Los Angeles-2019, año en el que transcurre la acción de Blade Runner y hacia el que se encamina nuestra acción. En Los Angeles-2019 la creencia en un sentido último desde el que late una promesa de piedad ha desaparecido. Cosmos y caos conviven estrictamente y los pasos prometeicos del hombre se producen en un delicado, salvaje, equilibrio sobre el filo de una navaja cuya longitud se desconoce.
A un lado, la opresión barroca de un mundo en el que el impetuoso avance técnico ha arrojado a la cuneta de un brumoso pasado aquello que en otros tiempos los hombres llamaban espíritu o alma. Al otro, el insondable vacío que aquel mismo avance técnico, a pesar de sus portentosas conquistas, no solo no ha logrado paliar sino que ha incrementado abrumadoramente.

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Ambas vertientes, apenas separadas por la finísima hoja de la navaja, están igualmente presentes en el escenario de Blade Runner. Únicamente vemos el decorado barroco, asfixiante y fascinante, pero cada figura, cada acción, cada conducta están determinadas por aquel otro decorado, invisible y omnipresente a la vez, que suspende al hombre en el naufragio absoluto de un espacio para el que jamás tendrá tiempo suficiente. Por eso Los Angeles-2019, contrapaisaje denso, casi irrespirable, del paisaje vacío, es un espacio dominado por la insuficiencia del tiempo humano, la auténtica gran amenaza, más poderosa que la seca invitación a la ausencia que llamamos muerte.
Pero si el sueño del hombre, su único sueño en realidad aunque haya tomado mil caras, es vencer tal amenaza, su pesadilla es verla encarnada, recrearla como un interlocutor capaz de recordarle vorazmente su propio miedo.
El sueño del hombre es alcanzar a ser Dios y su pesadilla verse obligado a simular que ha alcanzado ese propósito. Porque entonces comprende la miserable situación de Dios al crear seres a su imagen y semejanza, le recuerdan de continuo su soledad y su temor.
Blade Runner presenta un momento, quizá posible, de estos sueños y pesadillas.
Hace tiempo que el hombre lleva imaginando momentos semejantes como retos decisivos con los que poner a prueba su propio mito. De ahí que Los Angeles-2019, al contrario de tantas escenografías de ciencia-ficción, nos resulte eficazmente íntimo. Está todavía lejano, pero lo sentimos próximo. Es todavía futuro, pero ya es presente. No es una fantasía propuesta contra nuestra realidad, sino una realidad largamente imaginada durante siglos. Un depósito de sedimentos que cada pasado ha ido precipitando sobre el espejo del porvenir.
Este escenario nos es verosímil porque nos muestra un futuro que tiene grabadas las imágenes de esos pasados, a pesar de que la tempestad del tiempo ha desfigurado sus huellas, distorsionándolas y mezclándolas en un laberinto de incertidumbre. Las calles de Los Angeles son también las calles de Praga por las que merodea el Golem. Sus arquitecturas son también pirámides mayas y templos clásicos. Sus muchedumbres son también las muchedumbres de cualquiera de nuestras metrópolis. El desafío se desarrolla entre las sombras chinescas de la Historia.

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Es un desafío inevitable rodeado el laberinto de lo incierto por el desierto de lo desconocido, desprovisto el cosmos de un último sentido consolador, el hombre, para interrogarse, se ve impelido a hacer de creador y criatura al mismo tiempo. Blade Runner es la tragicomedia de este desdoblamiento, de esta escisión esquizofrénica una vez ha sido técnicamente realizada. Los replicantes, en apariencia esclavos programados, han sido concebidos para preguntar desde el punto de vista humano pues, en el fondo, su mayor perfección como criaturas estriba en su capacidad de rebelión contra la ignorancia. Frente a ellos sus creadores, en apariencia sus dioses, están aprisionados en su impotencia para responder desde igual punto de vista. Creadores y criaturas chocan ante el escollo insuperable del mismo enigma.

Hay, no obstante, una diferencia entre ellos. Mientras los hombres, con distintas intensidades y a tenor de sus diversas funciones (Tyrrell, el cerebro procreador, Sebastián, el diseñador genético, o Deckard, el pesimista ejecutor de la ley), tienen una clara conciencia de la naturaleza de este escollo, los replicantes, sumidos en un estado de infancia espiritual, luchan desesperadamente por tenerla. Se debaten todavía entre las ciegas esperanzas que en la obra de Esquilo se atribuían a los humanos, al tiempo que éstos, lúcidos y desesperanzados tras miles de años de progreso, ejerciendo de nuevos prometeos se ven obligados a acatar la incontrolable superioridad de esa Ananké primordial, cuya férrea oscuridad ha resistido todos los asaltos del conocimiento.

Los creadores aman y odian a sus criaturas porque, si bien están orgullosos de su perfección técnica (al igual que Jehová después de su génesis), temen la rebelión (lo mismo que Jehová) y su interrogación.

Las criaturas aman y odian a sus creadores porque al agradecimiento filial le sucede el sufrimiento provocado por los límites con que han sido engendrados. La conciencia quisiera contemplarse en una hermosa imagen de inocencia sin dolor, mas la inocencia, a cualquier precio, aspira ella misma a ser conciencia: el círculo vicioso que encierra la entera historia humana. Por eso el hombre atrapado entre los resortes de esta contradicción, necesita matar al Padre, matar a Dios, para acceder al pleno estado humano. Sólo el deicidio le sitúa brutalmente ante si mismo, despojándole de la seguridad de la dependencia paterna y arrojándole a la libertad del huérfano.

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El deicidio es el eje alrededor del cual se mueve la acción claustrofóbica de Blade Runner. Tyrrell, el procreador de humanoides, es sólo conciencia, acarreando la morbosa perversión de ser sólo conciencia. Pero además personifica el cenit del gran movimiento de usurpación del trono divino que significa la ciencia moderna. Es pues un deicida. También Roy, el replicante que aúna en su persona la mayor fortaleza inocente y el mayor ansia de conciencia, lo será. Necesitará asesinar a Tyrell, su creador, para llegar a sentir libremente su destino trágico. Con su deicidio Roy deja de ser un replicante pues, al asegurarse del carácter inevitable de la muerte, se asegura de su acta de nacimiento como hombre.

Los Angeles-2019 nos parece, a pesar de su distancia, cercano porque nos enseña un escenario en el que se representa el único género al que está abocada nuestra cultura: la tragicomedia. La comedia del escepticismo y del sarcasmo, del baile de disfraces en el que se ocultan los rostros de la angustia bajo las brillantes máscaras de la tecnología. Del juego descreído y el reto desmesurado. La comedia de una supervivencia que inventa templos para derribarlos entre carcajadas de pánico. Una comedia que por tanto tiene también la grandeza de una tragedia porque nos muestra a un hombre furiosamente empeñado en quebrantar sus fronteras. A pesar de la existencia de la Gran Frontera.

También Roy, el replicante que ya ha nacido como hombre, sueña más allá de las fronteras cuando percibe que ha llegado su "tiempo de la muerte". Desde su naturaleza fuerte e inocente ha visto cosas portentosas. Ha intuido la salvaje belleza del mundo. Asimismo ha intuido su dolor, y el peor dolor, lo sabe ya, es desvanecerse como las lágrimas que se pierden en la lluvia. Ha sido presa de una incomprensible violencia. Ha sido destruido y también él, en un último acto, puede destruir. Pero acepta otra venganza: la piedad humana contra la impiedad del cosmos. Deja que viva aquél que aún tiene vida. Por frágil, mentirosos y efímero que sea el tiempo que le va a ser concedido.

Fin de este artículo
 
Replicante: Guillermo Cabrera Infante

El principio de El amargo té del general Yen, esa obra maestra del cine exótico y erótico de 1932, en que China no era vecina sino remota y amenazante como un planeta Marte amarillo, Frank Capra (tal vez el más americano de los directores de Hollywood, aunque naciera en Sicilia) creaba una admirable escena de turbas asiáticas en pánico de hormigas ante el fuego y que luego repetiría con mayor desespero en Horizontes perdidos, ya convertido en un autor mayor del arte de la fuga.

Ahora en Blade Runner, China ya está entre nosotros: la ciudad del futuro es la Pekin del pasado. Es la ciudad de todos los ángeles caídos: del cielo al infierno.
Los Angeles contiene a Hollywood, que siempre ha contenido a Los Angeles. Pero en el año 2019 es una enorme urbe letal: Los Angeles es Los Angeles Infernales.
En la ciudad que vendrá (Los Angeles es una de las ciudades más secas del hemisferio) llueve eternamente una lluvia ácida, espesa, casi viscosa: del cielo conquistado cae constantemente un agua, como la que asombró a Gordon Pym, que se puede cortar con un cuchillo y verla separarse en estrías estrechas. Ahora esa metrópolis es la meca del futuro, colmada de edificios de altura vertiginosa, pirámides que bajan del cielo a plomo, como la lluvia. Pero todas las torres altivas se ven ruinosas, cariadas y abandonadas a la erosión, como la babel indigente de cinco continentes y siete mares que bulle abajo y habla desesperanto, impenetrable mezcla de inglés, español, chino, japonés y !sorpresa¡, el holandés errante, errando aún más esa lingua franca y frenética: diez dialectos que conmueven la lengua.
 
Como en las ficciones de Ray Bradbury, la ciencia ficción es en este film una moraleja que rodea a una fábula, perla de cultivo monstruosa que es una excrecencia invertida. Para el año 2019, al revés de la China intestina de un siglo atrás, todo pánico perecerá y Los Angeles, violentando la visión de Capra, será, es, una ciudad colmada y calma que canta en la lluvia como bajo una ducha de dulce vitriolo. En las calles hay estancos más que fondas que son lo contrario a muchos McDonalds: sólo se venden viandas vegetales, en apariencia. No es éste el paraíso de Bernard Shaw o de Hitler, vegetarianos vigilantes, sino un producto de la invención del hombre: entonces el ertsaz es de rigor mortis. No queda ya nada de carne ni pescado, el planeta convertido en un restaurante al que siempre se llega tarde. Toda la vida animal ha sido desplazada de la tierra por el hombre y la necesidad es la madre de esa invención de Dios que es su único, último error.

Blade Runner es sin embargo, la apoteosis de esa radiante invención visual del siglo XX (el cine, se recordará, se inventó en el siglo XIX) que es el anuncio lumínico, luminoso más bien. Pero la ciudad vive en tinieblas, más cerca ahora del oscuro Piranese que del alba de Alva Edison. Entre cárceles imaginarias y alucinaciones del opio del cine, la única fuente de luz audible viene de la parodia. En la banda sonora, una voz que recuerda un cruce telefónico entre Humphrey Bogart y Dick Powell, es la de Philip Marlowe, que regresa de entre los muertos para acechar su presa, zombies del futuro, fantasmata.

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Los Angeles ya no es más L.A., lunatic asylum, asilo de todos los locos, sin una visión de lo que vendrá: nightmare a la que despertaremos una noche. Los mitos ya no son el sueño colectivo sino la pesadilla de todos. La voz que narra sobre las luces y desde las sombras, como en la mejor tradición de la serie negra, es una voz amiga, segura, confiable. Es el sonido transmitido por el hilo de Ariadna para sacarnos del laberinto del pasado que se presenta como único porvenir posible. En Blade Runner, gracias a la parodia, la más risueña forma de homenaje, la luminosa ciencia ficción se casa con la novela negra y no tienen una cinta mulata, sino una hermosa alucinación en glorioso technicolor: la pesadilla sin aire acondicionado.

Nada funciona ya en la tierra, excepto, claro, la más prodigiosa tecnología, capaz de mantener colonias activas en sofisticadas naves espaciales y de fabricar exactas reproducciones de esa criatura de la que nunca parece haber bastante: homo erectus. El mismo animal que aniquiló a todas las bestias de la tierra y con sus sueños ha creado la ficción admirable que cuenta un cuento que nunca debió empezar. Ad astra per asperissima!

Deckard, el protagonista, se llama también Rick, pero no es dueño del Rick's Cafe Americain durante una ocupación nazi futura de una Casablanca de cartón y telón pintado en Marruecos. Ni ha venido a Los Angeles por las aguas (ni siquiera por el agua), sino que es un detective privado del futuro --es decir-- del pasado. Antiguo policía, ha nacido y vivido y ahora agoniza en L.A., locus abyssus abyssum.
 
También Roy, el replicante que ya ha nacido como hombre, sueña más allá de las fronteras cuando percibe que ha llegado su "tiempo de la muerte". Desde su naturaleza fuerte e inocente ha visto cosas portentosas. Ha intuido la salvaje belleza del mundo. Asimismo ha intuido su dolor, y el peor dolor, lo sabe ya, es desvanecerse como las lágrimas que se pierden en la lluvia. Ha sido presa de una incomprensible violencia. Ha sido destruido y también él, en un último acto, puede destruir. Pero acepta otra venganza: la piedad humana contra la impiedad del cosmos. Deja que viva aquél que aún tiene vida. Por frágil, mentirosos y efímero que sea el tiempo que le va a ser concedido.

Maravillosa conclusión.
 
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