Biografìa-Obra: Bécquer, Benedetti, Borges, Camus, Cortázar, Faulkner, Galeano , G.Lorca, G.Márquez, Joyce, Kafka, Lessing , Mann, Orwell, Proust, etc

Un cuento de Gabriel García Márquez: "La siesta del martes"
Anticipo del libro "Gabriel García Márquez. Cuentos", con ilustraciones de Carme Solé Vendrell y publicado por Literatura Random House

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El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, intempestivos espacios sin sembrar, había ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el calor.

—Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.

La niña trató de hacerlo pero la persiana estaba bloqueada por óxido.
Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.
La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.

A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.


Cuando volvió al asiento la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.
La mujer dejó de comer.

—Ponte los zapatos —dijo.

La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.

—Péinate —dijo.

El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.

—Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.

La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.

No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.

Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no oían a abrirse hasta un poco antes d e las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta en plena calle.

Buscando siempre la protección de los almendros la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve crujido de una puerta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica: «¿Quién es?». La mujer trató de ver a través de la red metálica.

—Necesito al padre —dijo.

—Ahora está durmiendo.

—Es urgente —insistió la mujer.

Su voz tenía una tenacidad reposada.

La puerta se entreabrió sin ruido y apareció una mujer madura y regordeta, de cutis muy pálido y cabellos color de hierro. Los ojos parecían demasiado pequeños detrás de los gruesos cristales de los lentes.

—Sigan —dijo, y acabó de abrir la puerta.

Entraron, en una sala impregnada de un viejo olor de flores. La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La niña lo hizo, pero su madre permaneció de pie, absorta, con la cartera apretada en las dos manos. No se percibía ningún ruido detrás del ventilador eléctrico.

La mujer de la casa apareció en la puerta del fondo.

—Dice que vuelvan después de las tres —dijo en voz muy baja—. Se acostó hace cinco minutos.

—El tren se va a las tres y media —dijo la mujer.

Fue una réplica breve y segura, pero la voz seguía siendo apacible, con muchos matices. La mujer de la casa sonrió por primera vez.

—Bueno —dijo.

Cuando la puerta del fondo volvió a cerrarse la mujer se sentó junto a su hija. La angosta sala de espera era pobre, ordenada y limpia. Al otro lado de una baranda de madera que dividía la habitación, había una mesa de trabajo, sencilla, con un tapete de hule, y encima de la mesa una máquina de escribir primitiva junto a un vaso con flores. Detrás estaban los archivos parroquiales. Se notaba que era un despacho arreglado por una mujer soltera.

La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo. Sólo cuando se los puso pareció evidente que era hermano de la mujer que había abierto la puerta.

—¿Qué se le ofrece? —preguntó.

—Las llaves del cementerio —dijo la mujer.

La niña estaba sentada con las flores en el regazo y los pies cruzados bajo el escaño. El sacerdote la miró, después miró a la mujer y después, a través de la red metálica de la ventana, el cielo brillante y sin nubes.

—Con este calor —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol.
La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.

—¿Qué tumba van a visitar? —preguntó.

—La de Carlos Centeno —dijo la mujer.

—¿Quién?

—Carlos Centeno —repitió la mujer. El padre siguió sin entender.

—Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo soy su madre.

El sacerdote la escrutó. Ella lo miró fijamente, con un dominio reposado, y el padre se ruborizó. Bajó la cabeza para escribir. A medida que llenaba la hoja pedía a la mujer los datos de su identidad, y ella respondía sin vacilación, con detalles precisos, como si estuviera leyendo. El padre empezó a sudar. La niña se desabotonó la trabilla del zapato izquierdo, se descalzó el talón y lo apoyó en el contrafuerte. Hizo lo mismo con el derecho.

Todo había empezado el lunes de la semana anterior, a las tres de la madrugada y a pocas cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solitaria que vivía en una casa llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levantó, buscó a tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la sala sin encender las luces. Orientándose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por 28 años de soledad, localizó en la imaginación no sólo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma con las dos manos, cerró los ojos y apretó el gatillo. Era la primera vez en su vida que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que el murmullo de la llovizna en el techo de cinc. Después percibió un golpecito metálico en el andén de cemento y una voz muy baja, apacible, pero terriblemente fatigada: «Ay, mi madre». El hombre que amaneció muerto frente a la casa, con la nariz despedazada, vestía una franela a rayas de colores, un pantalón ordinario con una soga en lugar de cinturón, y estaba descalzo. Nadie lo conocía en el pueblo.

—De manera que se llamaba Carlos Centeno —murmuró el padre cuando acabó de escribir.

—Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el único varón.

El sacerdote volvió al armario. Colgadas de un clavo en el, interior de la puerta había dos llaves grandes y oxidadas, como la niña imaginaba y como imaginaba la madre cuando era niña y como debió imaginar el propio sacerdote alguna vez que eran las llaves de San Pedro. Las descolgó, las puso en el cuaderno abierto sobre la baranda y mostró con el índice un lugar en la página escrita, mirando a la mujer.

—Firme aquí.

La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre.

El párroco suspiró.

—¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?

La mujer contestó cuando acabó de firmar.

—Era un hombre muy bueno.

El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continuó inalterable:

—Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba hasta tres días en la cama postrado por los golpes.

—Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la niña.

—Así es —confirmó la mujer—. Cada bocado que me comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.

—La voluntad de Dios es inescrutable —dijo el padre.

Pero lo dijo sin mucha convicción, en parte porque la experiencia lo había vuelto un poco escéptico, y en parte por el calor. Les recomendó que se protegieran la cabeza para evitar la insolación. Les indicó bostezando y ya casi completamente dormido, cómo debían hacer para encontrar la tumba de Carlos Centeno. Al regreso no tenían que tocar. Debían meter la llave por debajo de la puerta, y poner allí mismo, si tenían, una limosna para la Iglesia. La mujer escuchó las explicaciones con atención, pero dio las gracias sin sonreír.

Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. A esa hora, de ordinario, no había nadie en la calle. Ahora no sólo estaban los niños. Había grupos bajo los almendros. El padre examinó la calle distorsionada por la reverberación, y entonces comprendió. Suavemente volvió a cerrar la puerta.

—Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la mujer.

Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.

—¿Qué fue? —preguntó él.

—La gente se ha dado cuenta.

—Es mejor que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.
—Da lo mismo —dijo su hermana—. Todo el mundo está en las ventanas.

La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña la siguió.

—Esperen a que baje el sol —dijo el padre.

—Se van a derretir —dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y les presto una sombrilla.

—Gracias —replicó la mujer—. Así vamos bien.
Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.

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Gabriel García Márquez murió el 17 de abril de 2014 (EFE)
*Gentileza Literatura Random House

*"La siesta del martes" se publicó originalmente en el libro Los funerales de la mama grande (1962)

https://www.infobae.com/america/cul...l-martes-un-cuento-de-gabriel-garcia-marquez/
 
5 años sin Gabriel García Márquez: breve historia de un “mentiroso” genial
“Desde chiquito, Gabito siempre ha sido un mentiroso. En toda su vida no ha hecho otra cosa que contar mentiras”, dijo con gracia el padre de este escritor colombiano. ¿Cuál es la relación entre la calidad de su obra y su talento para inventar?
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Gabriel García Márquez
A Gabriel García Márquez le gustaba mentir. Jugaba a cruzar la frontera de la verdad. Por ejemplo, su fecha de nacimiento. Juraba haber nacido en 1928. En las entrevistas, en las biografías, en las solapas de sus libros aparece esa fecha. Contribuyó tanto a esa mentira que en 1998 —cuenta Gerald Martin en Gabriel García Márquez. Una vida— festejó su cumpleaños número setenta con una gran fiesta por el número redondo. Pero no, ese día cumplía 71. Que nació en 1927 lo confirmó, no sólo su propio padre, sino también él mismo en Vivir para contarla, sus memorias publicadas en 2002. Y claro, al momento de develarlo, eligió hacerlo de una forma elegante, estilizada, narrativa. Escribió:

Fue así y allí donde nació el primero de siete varones y cuatro mujeres, el domingo 6 de marzo de 1927, a las nueve de la mañana y con un aguacero torrencial fuera de estación, mientras el cielo de Tauro se alzaba en el horizonte. Estaba a punto de ser estrangulado por el cordón umbilical, pues la partera de la familia, Santos Villero, perdió el dominio de su arte en el peor momento. Pero más aún lo perdió la tía Francisca, que corrió hasta la puerta de la calle dando alaridos de incendio:

—¡Varón! ¡Varón! —Y enseguida, como tocando a rebato—: ¡Ron, que se ahoga!

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Gabriel García Márquez en Barcelona, España, en 1970

¿Cuando comenzó este juego de la mentira? Es difícil precisar un origen y saber el momento exacto en que el pequeño niño se animó a burlar el esquema lógico de la verdad soltando una mentirilla piadosa al mundo. ¿Cuán dulce habrá sido aquella sensación de inmunidad artificial? "Las falsedades con que García Márquez ha despistado a la prensa y a sus mismos biógrafos durante décadas tienen, entre sus partidarios, una justificación entusiasta, alusiva al genio del creador", escribe Xavi Ayén en el libro Aquellos años del boom, recientemente publicado por Random House. Y acierta.

"Desde chiquito, Gabito siempre ha sido un mentiroso. En toda su vida no ha hecho otra cosa que contar mentiras", dijo su padre, Gabriel Eligio García. El periodista colombiano Gustavo Tatis Guerra entrevistó a Don Gabriel para La flor amarilla del prestidigitador, un libro que fue escribiendo durante muchísimos años, y éste le dijo: "[Mi hijo] era el embustero más grande del mundo. Tenía una capacidad para inventar más allá de la realidad que veía. Siempre he dicho que tenía dos cerebros. A mí nadie me quita la idea de que Gabito es bicéfalo".

Aquel niño travieso se convirtió en un adolescente rampante, luego en un adulto voluntarioso y, finalmente, en un anciano sabio y carismático. Tuvo una esposa, Mercedes Barcha, y tuvo dos hijos, Rodrigo y Gonzalo. Durante toda su vida escribió sin parar dejando cerca de sesenta libros. Sus más descabelladas experiencias, su trabajo inclaudicable como periodista, su olfato narrativo, la invención del realismo mágico, su pertenencia emblemática dentro del boom latinoamericano… todo eso está en las miles y miles de páginas que escribió. Hasta que un día, igual que este pero de 2014, falleció.


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Edición conmemorativa de “Cien años de soledad”, la novela más emblemática de Gabriel García Márquez que se publicó por primera vez en 1967
En Cien años de soledad —su obra cumbre y gema mayor—, sólo cuatro veces aparece la palabra mentira. Cuatro. ¿No es ese, acaso, un ocultamiento típico de los mentirosos? En Vivir para contarla es peor, sólo una vez. Aunque cuando aparece es con contundencia: "Las cosas que contaba les parecían tan enormes que las creían mentiras, sin pensar que la mayoría eran ciertas de otro modo."

Sin embargo, y de esto ya no quedan muchas dudas, Cien años de soledad es una de las grandes mentiras de la literatura latinoamericana. Pero no una mentira como farsa, sino en el sentido que Juan Rulfo les daba a los escritores: mentirosos obsesivos que trabajan fabulando historias con la obstinación de que sea creíble y verosímil de principio a fin.

Hay una anécdota que ilustra de forma precisa esta idea. García Márquez la ha contado varias veces y la ha escrito en Cómo se cuenta un cuento. Cuando le dan la noticia de que el Premio Nobel de Literatura es suyo, de que él es el legítimo ganador de este prestigioso galardón internacional, exclama: "¡Mierda, se lo creyeron! ¡Se tragaron el cuento!"

Selfie del fotógrafo Vasco Szinetar con Gabriel García Márquez en 1982, año en que ganó el premio Nobel de Literatura
De todos modos sería un error creer que ejercía sin matices la mentira. Desde luego, dudaba y sabía del valor de la verdad. Era un hombre comprometido con su tiempo. Trabajó añares como periodista, profesión que le dio un pantallazo crudo de eso que llamamos realidad. El actual director de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano Jaime Abello recuerda —en una entrevista con El Mundo— una frase que el Nobel le dijo: "La primera función del periodismo es la verdad porque vivimos en un mundo lleno de mentiras".

Además, en El otoño del patriarca, una novela que casi no tiene puntos —¿inspirada en El innombrable de Samuel Beckett?—, escribe: "La mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad". Hay una crítica muy dura en esa línea. En resumen: no estamos hablando de un cínico que cree que mentir es la razón de ser del escritor, puesto que contempla necesaria la relación con el contexto social que lo acoge. Si bien la verdad es lo contrario de la mentira —decía Juan José Saer—, la ficción no es lo contrario de la verdad.

Eso es lo que hace la buena la literatura, ¿no? Y es también lo que hizo García Márquez durante toda su vida: mentir para decir la verdad.

https://www.infobae.com/america/cul...arquez-breve-historia-de-un-mentiroso-genial/
 
se publica en este hilo, pues Borges es uno de los autores sobre el que trata
Cuando Yeats, Philip K. Dick o Borges usaron el tarot para escribir sus libros
La literatura está llena de autores que tomaron alguna vez una decisión sobre su obra en función de lo que les dijeran las cartas

Laura Fernández
Barcelona 19 ABR 2019 - 16:28 ART
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La escritora y 'tarotista' Jessa Crispin en Barcelona. JUAN BARBOSA EL PAÍS
Philip K. Dick escribió El hombre en el castillo, su ucronía sobre un Estados Unidos nazi, tirando monedas sobre la mesa. Por entonces andaba entusiasmado con el I-Ching, suerte de conjuro adivinatorio chino basado en el azar. Lo que el desesperado escritor en busca de respuestas a su necesaria y constante toma de decisiones – por entonces Dick aún escribía más de una novela, a veces tres y cuatro, al año – hacía, era lanzar monedas al aire y comprobar después si habían salido dos o tres caras (lo que equivalía a un a lo que tuviese en mente) o dos o tres cruces (lo que equivalía a un no). Se sabe que estaba obsesionado con el asunto porque incluso los personajes de la novela – todos ellos – no hacen otra cosa que consultar a sus monedas antes de tomar cualquier decisión. Y el escritor que, en un tirabuzón narrativo le representa al final, también.


El último libro de Sheila Heti, el fascinante ensayo crónica Maternidad (Lumen), se abre con una charla de la propia autora con sus tres monedas. Ella les hace preguntas, las monedas responden – “¿Este libro es una buena idea?” / “Sí” / “Me duele la cabeza. Estoy muy cansada. No debería haberme echado la siesta. Pero si me la hubiera echado estaría aún de peor humor, ¿verdad?” / “No”–.

“Con el I-Ching solo dialogas, con el tarot además puedes encontrar un relato en medio de toda la confusión”, dice Jessa Crispin (Lincoln, Kansas, 1978), escritora, viajera y tarotisa, las cartas de su particular baraja, especialmente diseñadas para acabar algún día en manos de Trent Reznor (Nine Inch Nails), sobre la mesa. “Ocurrió en mi caso y sigue ocurriendo. No es sólo que te den el cómo, el qué, el cuándo y el dónde, en el caso de que busques orientación artística, es que van a ayudarte a darle sentido al caos. Cuando empecé a usarlas, de hecho, me contaron una historia nueva sobre mi vida”, dice.

Una oscura Mary Poppins
Para Leonora Carrington, pintora surrealista, las cartas actuaban como espejos. Te mostraban algo que no habías sido capaz de ver. Sylvia Plath las utilizó para, al menos, componer los tres primeros poemas de Ariel estableciendo lo que los iniciados llaman una tirada inacabada a través de ellos, y William Butler Yeats usó una y otra vez la imaginería tarotista en su obra – echénle un vistazo a Sangre y luna –, porque siempre le atrajo el lado oscuro: fue incluso miembro de una orden secreta. Pamela Lyndon Travers deja caer en la Mary Poppins literaria, infinitamente más oscura que la cinematográfica, buena parte de su pasión por lo inexplicable. Aunque el tarot para Travers nunca fue algo creativo: consultaba a tarotistas cada vez que tenía que tomar una decisión importante – adoptó a su hijo porque se lo dijeron las cartas –. Por no hablar de Shirley Jackson, y Jorge Luis Borges. La lista de escritores – y no sólo escritores: Brian Eno diseñó su propia baraja – que han coqueteado con el tarot es infinita. ¿Por qué?

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'El tarot creativo' se pone a la venta el 15 de abril.

“Tal vez sea la necesidad de narrativa, o que todos están abiertos a lo intuitivo”, contesta Crispin. Pues ante la toma de cualquier decisión, se diría que el artista utiliza el azar no sólo para darse confianza o seguridad – “es como si se dijera: Estoy haciendo lo correcto”, apostilla la escritora – sino también encontrarle un sentido. “La idea no es usarlas para predecir el futuro sino para desplazar la atención a cierta parte de nuestra vida para intentar comprender qué nos pasa y por qué”, explica Crispin. Veamos un ejemplo: la propia Crispin. Crispin está a punto de publicar un ensayo, El tarot creativo (Alpha Decay), convertido en show en La Casa Encendida, que trata sobre el asunto y que es a la vez una confesión de hasta qué punto su vida está sujeta, a diario, a lo que dicen las cartas. Crispin es impulsiva. Hace un par de meses conoció a un tipo en Chicago. Solo iba a pasar dos días en Chicago y no le apetecía salir con nadie, pero las cartas le dijeron que lo hiciera. Dos semanas después, se había casado. Muestra la mano, señala el anillo. Y todo porque cada vez que salía con él la carta que la baraja le mostraba era la de El Loco. Y eso quería decir que podía perder la cabeza, que todo iría bien si perdía la cabeza. Así que la perdió.

Crispin, autora también del brillante Por qué no soy feminista (Lince Ediciones), empezó a juguetear con el tarot de adolescente, pero no fue hasta que cumplió los 28 que empezó a dominarlo. Fue entonces cuando lo convirtió en algo así como su mejor amigo, alguien con quien dialoga – ella pregunta, las cartas, como las monedas, responden, y no con un o o un no sino con una imagen que en cada caso puede significar algo distinto –, y cuyo diálogo le da sentido a lo que le pasa y lo que hace. “Cada día me saco una carta que explica en parte lo que va a pasarme”, dice. Pero ¿no condiciona el hecho de saber que puede ser un fiasco – imaginemos que la carta es El Demonio – el que acabe siéndolo? “Sí, desde luego, pero supongo que en eso consiste”. El carro, por ejemplo, dice, es la carta más “cabal” de todas. “Si un día me sale El carro querrá decir que voy a estar centrada”. ¿Les hace siempre caso? Se ríe. “No es fácil”, dice. Digamos que les hace caso cuando lo que le dicen encaja con su propio relato en marcha. “Lo importante es siempre seguir tu instinto”, concluye, no sin antes recordar que sigue sin ser la única escritora hoy en día que se guía con el tarot, pues “casi todos mis clientes son artistas”.

https://elpais.com/cultura/2019/03/27/actualidad/1553705516_572709.html
 
se publica en este hilo, pues Borges es uno de los autores sobre el que trata
Cuando Yeats, Philip K. Dick o Borges usaron el tarot para escribir sus libros
La literatura está llena de autores que tomaron alguna vez una decisión sobre su obra en función de lo que les dijeran las cartas

Laura Fernández
Barcelona 19 ABR 2019 - 16:28 ART
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La escritora y 'tarotista' Jessa Crispin en Barcelona. JUAN BARBOSA EL PAÍS
Philip K. Dick escribió El hombre en el castillo, su ucronía sobre un Estados Unidos nazi, tirando monedas sobre la mesa. Por entonces andaba entusiasmado con el I-Ching, suerte de conjuro adivinatorio chino basado en el azar. Lo que el desesperado escritor en busca de respuestas a su necesaria y constante toma de decisiones – por entonces Dick aún escribía más de una novela, a veces tres y cuatro, al año – hacía, era lanzar monedas al aire y comprobar después si habían salido dos o tres caras (lo que equivalía a un a lo que tuviese en mente) o dos o tres cruces (lo que equivalía a un no). Se sabe que estaba obsesionado con el asunto porque incluso los personajes de la novela – todos ellos – no hacen otra cosa que consultar a sus monedas antes de tomar cualquier decisión. Y el escritor que, en un tirabuzón narrativo le representa al final, también.


El último libro de Sheila Heti, el fascinante ensayo crónica Maternidad (Lumen), se abre con una charla de la propia autora con sus tres monedas. Ella les hace preguntas, las monedas responden – “¿Este libro es una buena idea?” / “Sí” / “Me duele la cabeza. Estoy muy cansada. No debería haberme echado la siesta. Pero si me la hubiera echado estaría aún de peor humor, ¿verdad?” / “No”–.

“Con el I-Ching solo dialogas, con el tarot además puedes encontrar un relato en medio de toda la confusión”, dice Jessa Crispin (Lincoln, Kansas, 1978), escritora, viajera y tarotisa, las cartas de su particular baraja, especialmente diseñadas para acabar algún día en manos de Trent Reznor (Nine Inch Nails), sobre la mesa. “Ocurrió en mi caso y sigue ocurriendo. No es sólo que te den el cómo, el qué, el cuándo y el dónde, en el caso de que busques orientación artística, es que van a ayudarte a darle sentido al caos. Cuando empecé a usarlas, de hecho, me contaron una historia nueva sobre mi vida”, dice.

Una oscura Mary Poppins
Para Leonora Carrington, pintora surrealista, las cartas actuaban como espejos. Te mostraban algo que no habías sido capaz de ver. Sylvia Plath las utilizó para, al menos, componer los tres primeros poemas de Ariel estableciendo lo que los iniciados llaman una tirada inacabada a través de ellos, y William Butler Yeats usó una y otra vez la imaginería tarotista en su obra – echénle un vistazo a Sangre y luna –, porque siempre le atrajo el lado oscuro: fue incluso miembro de una orden secreta. Pamela Lyndon Travers deja caer en la Mary Poppins literaria, infinitamente más oscura que la cinematográfica, buena parte de su pasión por lo inexplicable. Aunque el tarot para Travers nunca fue algo creativo: consultaba a tarotistas cada vez que tenía que tomar una decisión importante – adoptó a su hijo porque se lo dijeron las cartas –. Por no hablar de Shirley Jackson, y Jorge Luis Borges. La lista de escritores – y no sólo escritores: Brian Eno diseñó su propia baraja – que han coqueteado con el tarot es infinita. ¿Por qué?

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'El tarot creativo' se pone a la venta el 15 de abril.

“Tal vez sea la necesidad de narrativa, o que todos están abiertos a lo intuitivo”, contesta Crispin. Pues ante la toma de cualquier decisión, se diría que el artista utiliza el azar no sólo para darse confianza o seguridad – “es como si se dijera: Estoy haciendo lo correcto”, apostilla la escritora – sino también encontrarle un sentido. “La idea no es usarlas para predecir el futuro sino para desplazar la atención a cierta parte de nuestra vida para intentar comprender qué nos pasa y por qué”, explica Crispin. Veamos un ejemplo: la propia Crispin. Crispin está a punto de publicar un ensayo, El tarot creativo (Alpha Decay), convertido en show en La Casa Encendida, que trata sobre el asunto y que es a la vez una confesión de hasta qué punto su vida está sujeta, a diario, a lo que dicen las cartas. Crispin es impulsiva. Hace un par de meses conoció a un tipo en Chicago. Solo iba a pasar dos días en Chicago y no le apetecía salir con nadie, pero las cartas le dijeron que lo hiciera. Dos semanas después, se había casado. Muestra la mano, señala el anillo. Y todo porque cada vez que salía con él la carta que la baraja le mostraba era la de El Loco. Y eso quería decir que podía perder la cabeza, que todo iría bien si perdía la cabeza. Así que la perdió.

Crispin, autora también del brillante Por qué no soy feminista (Lince Ediciones), empezó a juguetear con el tarot de adolescente, pero no fue hasta que cumplió los 28 que empezó a dominarlo. Fue entonces cuando lo convirtió en algo así como su mejor amigo, alguien con quien dialoga – ella pregunta, las cartas, como las monedas, responden, y no con un o o un no sino con una imagen que en cada caso puede significar algo distinto –, y cuyo diálogo le da sentido a lo que le pasa y lo que hace. “Cada día me saco una carta que explica en parte lo que va a pasarme”, dice. Pero ¿no condiciona el hecho de saber que puede ser un fiasco – imaginemos que la carta es El Demonio – el que acabe siéndolo? “Sí, desde luego, pero supongo que en eso consiste”. El carro, por ejemplo, dice, es la carta más “cabal” de todas. “Si un día me sale El carro querrá decir que voy a estar centrada”. ¿Les hace siempre caso? Se ríe. “No es fácil”, dice. Digamos que les hace caso cuando lo que le dicen encaja con su propio relato en marcha. “Lo importante es siempre seguir tu instinto”, concluye, no sin antes recordar que sigue sin ser la única escritora hoy en día que se guía con el tarot, pues “casi todos mis clientes son artistas”.

https://elpais.com/cultura/2019/03/27/actualidad/1553705516_572709.html
El Tarot y la Radiestesia son dos Ciencias aún no bien estudiadas, al menos eso pienso yo.- Muy interesante tu Articulo Compañera @Coti7495.-
 
Ruta por la infancia y la tragedia de Lorca
Una nueva página web recorre los lugares que marcaron la vida del poeta granadino


Gonzalo Cachero
Madrid 7 MAY 2019 - 07:52 ART
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La casa de Valderrubio de Frasquita Alba, en la que Lorca se basó para crear el personaje de Bernarda Alba. Fermín Rodríguez
“Mi infancia es aprender letras y música con mi madre, ser un niño rico en el pueblo, mandón”. Un Federico García Lorca ya adulto recordaba en estos términos parte de su niñez, esos inolvidables primeros años que transcurren entre los enclaves granadinos de Fuente Vaqueros, donde nació en 1898, y Valderrubio, el cercano pueblo al que se mudaría con su familia ocho años después y en el que experimentaría su “primer asombro artístico”. La geografía de “ríos líricos” y “chopos musicales” que delinea el paisaje de estos lugares —como le recordaría el propio Lorca en una carta fechada en 1921 a su amigo el periodista Melchor Fernández Almagro— es una de las rutas que puede ser recorridas ahora a la luz de la página web Universo Lorca, un proyecto presentado ayer en el Instituto Cervantes de Madrid y que ofrece una mirada detallada a cada uno de los lugares de la provincia de Granada que son parada obligatoria para conocer las etapas de la vida de uno de los grandes poetas españoles.

“Sin desatender ni lo más hermoso ni lo más trágico, el objetivo no era otro que trazar una serie de lazos entre la vida, la obra y los lugares que marcaron el devenir del poeta”, relató en su intervención Alejandro Víctor García, escritor y director del proyecto, que arrancó hace un año y medio fruto de una iniciativa del Patronato de Turismo de la provincia de Granada. García defendió que los investigadores han realizado durante este tiempo una “profunda indagación” en los materiales disponibles sobre el poeta y han obtenido “un respaldo biográfico potente” para el lanzamiento de la web, que cuenta con el patrocinio de más de una decena de instituciones, incluidos el propio Instituto Cervantes, la Diputación de Granada, varios ayuntamientos de la provincia y la Fundación Federico García Lorca.


Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, definió al poeta y dramaturgo granadino como “la figura más reconocida de las letras españolas tras Cervantes” y ensalzó el proyecto como un gesto que contribuye a la rehabilitación histórica de la figura del poeta, ejecutado en agosto de 1936 por fuerzas sublevadas. “Le habría gustado ver que se empleaba su figura para atraer la mirada del resto del mundo hacia la que siempre fue su ciudad”, dijo. García Montero, también granadino, vinculó su propia vocación literaria al antecedente de su paisano más ilustre, a quien se refirió como “la causa decisiva” de su dedicación a la poesía.

Además del viaje por la infancia del autor de Yerma, Bodas de Sangre o Diván del Tamarit, completan la versión inicial con la que se ha presentado este proyecto dos rutas más: una que recorre la vida de Lorca en la ciudad de Granada —en la que vive desde 1908 hasta su mudanza a Madrid en 1919— y una última y trágica por el camino entre las localidades de Víznar y Alfacar en el que fue asesinado la madrugada del 18 de agosto de 1936. Un trayecto este que al director del proyecto le infunde “la emoción de encontrarse en un lugar sagrado”, y que García Montero cree que representa como ninguna otra cosa el legado del poeta. “En esos barrancos que un día fueron campo de exterminio se hallan hoy los restos de un hombre que representa a todas las víctimas de la Guerra Civil, y también a las de todas las guerras del mundo”, resumió.

El cierre del acto corrió a cargo de la cantante Ana Belén, que recitó cinco poemas de Lorca tras depositar en la Caja de las Letras del Instituto un recopilatorio de las obras del poeta y los pendientes de azabache que llevó cuando interpretó a Adela en La casa de Bernarda Alba (1987), la película de Mario Camus basada en la obra homónima del autor granadino. La actriz también leyó unas reflexiones del poeta en torno al teatro, su otra gran pasión artística, que definía como “el barómetro que marca la grandeza o el descenso de un país” y que “bien orientado en todas sus ramas puede contribuir a cambiar, en unos pocos años, la sensibilidad del pueblo”. “Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro —reprodujo de boca del autor—, si no está muerto, está moribundo; como el teatro que no recoge el latido social, el latido histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu, no tiene derecho a llamarse teatro, sino sala de juego o sitio para hacer esa horrible cosa que se llama matar el tiempo”.

https://elpais.com/cultura/2019/05/07/actualidad/1557219145_269854.html
 
La tumba de Kafka
El autor de ‘La metamorfosis’ escribió sin parar, aunque sus obras pasaron prácticamente desapercibidas y sólo póstumamente se advirtió que fue uno de los grandes autores de todos los tiempos




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Fernando Vicente
Está en el nuevo cementerio judío de Praga, en el barrio de Strasnice, enterrado junto a sus padres y sus tres hermanas, que murieron en los campos de exterminio nazis. En verdad, esta bella ciudad es poco menos que un monumento al más ilustre de sus escritores. Me toma todo un día visitar las esculturas que le han dedicado, las casas donde vivió, los cafés que frecuentaba, el magnífico museo, y en todos estos lugares coincido con bandadas de turistas que toman fotos y compran sus libros y recuerdos. Yo también lo hago: de los escritores que admiro coleccionaría hasta sus huesos.

Me conmueve ver, en el Museo Franz Kafka, muchas páginas de su Carta al padre, que nunca envió. Tenía una letra enrevesada y saltarina que, a ratos, parecía dibujitos de cómics. Esa enorme carta fue lo primero que leí de él, cuando era adolescente. Me llevaba muy mal con mi padre, al que le tenía pánico, y me sentí totalmente identificado con ese texto desde las primeras líneas, sobre todo cuando Kafka acusa a su progenitor de haberlo vuelto inseguro, desconfiado de todos, de sí mismo y de su propia vocación. Recuerdo con un escalofrío aquella frase en la que Kafka explica su inseguridad hasta el extremo, dice, de no confiar ya en nadie ni en nada, salvo en el pedacito de tierra que pisan sus pies.

Este museo, sea dicho de paso, es el mejor que he visto nunca dedicado a un escritor. Su penumbra, sus pasadizos laberínticos, sus hologramas, las películas ruinosas de la Praga de su tiempo, los grandes cajones misteriosos que no se pueden abrir, y hasta la tierna canción en yiddish que entona una muchacha que parece de carne y hueso (pero no lo es) no pueden ser más kafkianos. Todo lo que se sabe de él está expuesto allí y de manera sutil e inteligente. Las fotos muestran la trayectoria fugaz de los 41 años que vivió; aparece de niño, de joven y de adulto, la figurita estilizada, la mirada penetrante y sus grandes orejas curvas de lobo estepario.

Está enterrado en Praga, junto a sus padres y sus hermanas, que murieron en los campos de exterminio nazis

Hay un texto maravilloso escrito cuando, recién recibido de abogado, acaba de empezar a trabajar en una compañía de seguros (de ocho a nueve horas diarias, seis días por semana), afirmando que este trabajo asesinará su vocación, porque ¿cómo podría llegar a ser un escritor alguien que dedica todo su tiempo a un estúpido quehacer alimenticio? Salvo los rentistas, todos los escritores del mundo se habrán hecho preguntas parecidas. Pero lo que no suele hacer la mayoría de ellos, éste lo hizo: escribir casi sin parar en todos los momentos libres que tenía y, aunque publicara muy poco en vida, dejar una obra que, incluidas sus cartas, es de muy largo aliento.

Nada me parece más triste que alguien que sentía intensamente esa vocación y que, como Kafka, fue capaz de escribir tantos libros, jamás fuera reconocido mientras vivía y sólo póstumamente se advirtiera que fue uno de los grandes escribidores de todos los tiempos (W. H. Auden lo comparó con Dante, Shakespeare y Goethe y dijo que él, como aquellos, era la síntesis y el emblema de su época). Las cosas que publicó en vida pasaron prácticamente desapercibidas, y eso que entre ellas figuraba La metamorfosis. El pedido a su amigo Max Brod de que quemara sus inéditos revela que creía haber fracasado como escritor, aunque, tal vez, le quedaba alguna esperanza porque, si no, los hubiera quemado él mismo.

A propósito de Max Brod, uno de los pocos contemporáneos que creían en el talento de Kafka, hay ahora, con motivo de la aparición del libro de Benjamin Balint Kafka’s Last Trial, una resurrección de los ataques que ya le hicieron en el pasado, incluso críticos e intelectuales tan respetables como Walter Benjamin y Hannah Arendt. ¡Vaya injusticia! El mundo debería estar siempre agradecido a Max Brod, que, en vez de acatar la decisión de ese amigo al que quería y admiraba, salvara para los lectores del futuro una de las obras más originales de la literatura. Brod pudo exagerar en su biografía y sus ensayos sobre Kafka la influencia que ejerció el misticismo judío en él, y, acaso, se equivocó dejando en su testamento los inéditos que quedaban a la señora Esther Hoffe, con la que el Estado judío y Alemania han estado litigando muchos años por aquellos textos (finalmente fue Israel quien se los quedó), tema sobre el que versa el por otra parte estrambótico libro de Benjamin Balint. No debería leerlo nadie que goce de verdad leyendo a Kafka. Quienes lo atacan tendrían que ser conscientes de que nada de lo que dicen en sus análisis sobre Kafka hubiera sido posible sin la decisión extraordinariamente sagaz de Max Brod de rescatar esta obra esencial.

Su amigo Max Brod fue uno de los pocos contemporáneos que siempre creyó en su talento

Hermann Kafka, el destinatario de la impresionante carta que su hijo nunca le envió, era un judío humilde, que no tuvo roce alguno con la literatura. Se dedicó al comercio, abriendo tienditas de pasamanería que tuvieron cierto éxito y elevaron los niveles de vida de la familia. Pero en él había algún germen de excentricidad kafkiana porque ¿cómo es posible que se pasara la vida cambiando de apartamentos, incluso dentro de una misma manzana? Las guías dicen que se mudó 12 veces de residencia y que no menos mudanzas experimentaron sus tiendas. La familia se consideraba judía y hablaba alemán, como la mayoría de los checos entonces, y no era particularmente religiosa. Kafka tampoco lo fue, por lo menos antes de que llegara a Praga aquella compañía de teatro en yiddish que lo impresionó tanto. El museo documenta muy bien los efectos de esa experiencia, el empeño con que se puso a estudiar hebreo (que nunca llegó a aprender), a leer libros sobre el hasidismo y otros movimientos místicos, así como el muy bello texto que escribió sobre aquellos actores y actrices que hacían teatro en yiddish, malviviendo de las miserables propinas que les echaba el público en la calle o los cafés donde actuaban.

El museo también da detalles sobre las cuatro novias que llegó a tener Kafka y las complicadas relaciones sentimentales que fueron las suyas. Se enamoraba, sin duda, y era un amante tenaz, acaparador, y les proponía matrimonio. Pero, apenas lo aceptaban, daba marcha atrás, aterrorizado de haber llegado tan lejos. La inseguridad lo perseguía también en el amor. Por lo menos tres de estas novias sufrieron con esos desplantes; con una de ellas, Felicia Bauer, celebró el compromiso matrimonial con una fiesta, pocos días antes de romperlo. Con la amistad era mucho más constante. Su mejor amigo fue sin duda Max Brod, que, en aquellos años, ya tenía un nombre literario y había publicado algunos libros. Fue uno de los primeros en advertir el genio de Kafka y lo animó sin tregua a escribir y a creer en sí mismo, algo que efectivamente ocurrió, pues Kafka, al menos cuando escribía, perdía la inseguridad que padeció siempre y se convertía en un insólito y seguro hacedor de personas y de historias. Una tuberculosis galopante acabó con su existencia, al comenzar la madurez. Hitler dio cuenta del resto de la familia.

Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2019. © Mario Vargas Llosa, 2019.

https://elpais.com/elpais/2019/05/17/opinion/1558109137_398362.html
 
Casida de la mujer tendida

Verte desnuda es recordar la Tierra.
La Tierra lisa, limpia de caballos.
La Tierra sin un junco, forma pura
cerrada al porvenir: confín de plata.

Verte desnuda es comprender el ansia
de la lluvia que busca débil talle
o la fiebre del mar de inmenso rostro
sin encontrar la luz de su mejilla.

La sangre sonará por las alcobas
y vendrá con espada fulgurante,
pero tú no sabrás dónde se ocultan
el corazón de sapo o la violeta.

Tu vientre es una lucha de raíces,
tus labios son un alba sin contorno,
bajo las rosas tibias de la cama
los muertos gimen esperando turno.

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En el aniversario de su natalicio
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cortesía @michelle
 
A la izquierda del roble
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero el Jardín Botánico es un parque dormido
en el que uno puede sentirse árbol o prójimo
siempre y cuando se cumpla un requisito previo.
Que la ciudad exista tranquilamente lejos.

El secreto es apoyarse digamos en un tronco
y oír a través del aire que admite ruidos muertos
cómo en Millán y Reyes galopan los tranvías.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero el Jardín Botánico siempre ha tenido
una agradable propensión a los sueños
a que los insectos suban por las piernas
y la melancolía baje por los brazos
hasta que uno cierra los puños y la atrapa.

Después de todo el secreto es mirar hacia arriba
y ver cómo las nubes se disputan las copas
y ver cómo los nidos se disputan los pájaros.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
ah pero las parejas que huyen al Botánico
ya desciendan de un taxi o bajen de una nube
hablan por lo común de temas importantes
y se miran fanáticamente a los ojos
como si el amor fuera un brevísimo túnel
y ellos se contemplaran por dentro de ese amor.

Aquellos dos por ejemplo a la izquierda del roble
(también podría llamarlo almendro o araucaria
gracias a mis lagunas sobre Pan y Linneo)
hablan y por lo visto las palabras
se quedan conmovidas a mirarlos
ya que a mí no me llegan ni siquiera los ecos.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero es lindísimo imaginar qué dicen
sobre todo si él muerde una ramita
y ella deja un zapato sobre el césped
sobre todo si él tiene los huesos tristes
y ella quiere sonreír pero no puede.

Para mí que el muchacho está diciendo
lo que se dice a veces en el Jardín Botánico

ayer llegó el otoño
el sol de otoño
y me sentí feliz
como hace mucho
qué linda estás
te quiero
en mi sueño
de noche
se escuchan las bocinas
el viento sobre el mar
y sin embargo aquello
también es el silencio
mírame así
te quiero
yo trabajo con ganas
hago números
fichas
discuto con cretinos
me distraigo y blasfemo
dame tu mano
ahora
ya lo sabés
te quiero
pienso a veces en Dios
bueno no tantas veces
no me gusta robar
su tiempo
y además está lejos
vos estás a mi lado
ahora mismo estoy triste
estoy triste y te quiero
ya pasarán las horas
la calle como un río
los árboles que ayudan
el cielo
los amigos
y qué suerte
te quiero
hace mucho era niño
hace mucho y qué importa
el azar era simple
como entrar en tus ojos
dejame entrar
te quiero
menos mal que te quiero.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero puedo ocurrir que de pronto uno advierta
que en realidad se trata de algo más desolado
uno de esos amores de tántalo y azar
que Dios no admite porque tiene celos.

Fíjense que él acusa con ternura
y ella se apoya contra la corteza
fíjense que él va tildando recuerdos
y ella se consterna misteriosamente.

Para mí que el muchacho está diciendo
lo que se dice a veces en el Jardín Botánico

vos lo dijiste
nuestro amor
fue desde siempre un niño muerto
sólo de a ratos parecía
que iba a vivir
que iba a vencernos
pero los dos fuimos tan fuertes
que lo dejamos sin su sangre
sin su futuro
sin su cielo
un niño muerto
sólo eso
maravilloso y condenado
quizá tuviera una sonrisa
como la tuya
dulce y honda
quizá tuviera un alma triste
como mi alma
poca cosa
quizá aprendiera con el tiempo
a desplegarse
a usar el mundo
pero los niños que así vienen
muertos de amor
muertos de miedo
tienen tan grande el corazón
que se destruyen sin saberlo
vos lo dijiste
nuestro amor
fue desde siempre un niño muerto
y qué verdad dura y sin sombra
qué verdad fácil y qué pena
yo imaginaba que era un niño
y era tan sólo un niño muerto
ahora qué queda
sólo queda
medir la fe y que recordemos
lo que pudimos haber sido
para él
que no pudo ser nuestro
qué más
acaso cuando llegue
un veintitrés de abril y abismo
vos donde estés
llevale flores
que yo también iré contigo.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero el Jardín Botánico es un parque dormido
que sólo despierta con la lluvia.

Ahora la última nube a resuelto quedarse
y nos está mojando como alegres mendigos.

El secreto está en correr con precauciones
a fin de no matar ningún escarabajo
y no pisar los hongos que aprovechan
para nadar desesperadamente.

Sin prevenciones me doy vuelta y siguen
aquellos dos a la izquierda del roble
eternos y escondidos en la lluvia
diciéndose quién sabe qué silencios.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero cuando la lluvia cae sobre el Botánico
aquí se quedan sólo los fantasmas.

Ustedes pueden irse.
Yo me quedo.

Mario Benedetti
 
  • RIMA LXII
Primero es un albor trémulo y vago,
raya de inquieta luz que corta el mar;
luego chispea y crece y se dilata
en ardiente explosión de claridad.

La brilladora lumbre es la alegría,
la temerosa sombra es el pesar.
¡Ay! En la oscura noche de mi alma,
¿cuándo amanecerá?
Gustavo Adolfo Bécquer
MARAVILLOSO BECQUER, AMIGA @michelle.-
 
De: Rimas, leyendas y narraciones.
Podrá nublarse el sol eternamente;

podrá secarse en un instante el mar;

podrá romperse el eje de la tierra

como un débil cristal.


¡Todo sucederá! Podrá la muerte

cubrirme con su fúnebre crespón;

pero jamás en mí podrá apagarse

la llama de tu amor.

Gustavo Adolfo Bécquer.
 
Rima LXIX
Al brillar un relámpago nacemos,
y aún dura su fulgor cuando morimos;
¡tan corto es el vivir!

La Gloria y el Amor tras que corremos
sombras de un sueño son que perseguimos;
¡despertar es morir!
Gustavo Adolfo Bécquer
 
Diez años sin Mario Benedetti: lanzan una colección con sus libros más notables
La editorial Planeta recupera grandes títulos del autor uruguayo: "Inventario I", "La tregua", "Gracias por el fuego" y "La borra del café".
10 de agosto de 2019
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Mario Benedetti
El 17 de mayo de 2009, Mario Benedetti moría en la ciudad de Montevideo. Pese a que en los últimos años estaba desmejorado y viajaba poco, seguía con una producción a un ritmo arrollador: hubo varias ediciones póstumas de cuentos, poesías y una reunión de artículos periodísticos.

Benedetti es un de esos escritores uruguayos —como Onetti, como Galeano— que han logrado fundar un territorio literario que excede su lugar de origen: su ciudad y su mundo está en las hojas, en los libros.

Este mes, la editorial Planeta a través de su sello de bolsillo Booket publica cuatro clásicos imprescindibles de Benedetti. Una gran excusa para descubrirlo, para seguir leyéndolo, para reecontrarse con él.

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Inventario uno

Este volumen de más de 500 páginas reúne toda la poesía que Benedetti escribió entre 1950 y 1985. Inventario uno incluye, sin orden cronológico, los versos más famosos del uruguayo: los Poemas de la oficina, los Poemas del hoyporhoy. El poema "Te quiero" que Sandra Mihanovich hizo canción y el propio Benedetti leyó en alemán en la película "El lado oscuro del corazón", de Eliseo Subiela.

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La tregua

Si hablamos de películas, muchas historias de Benedetti fueron llevadas al cine. La más saliente, sin dudas, fue La tregua. La novela es de 1960 y la adaptación de Sergio Renán llegó casi quince años después. Fue candidata al Oscar como mejor película extranjera; la primera película argentina en competir por la estatuilla. Una historia de amor que rompe una rutina gris de oficina. El personaje de Laura es simplemente maravilloso. Nadie puede salir igual de esta novela a como entró.

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Gracias por el fuego

"Quería saber dónde estaba el fondo de este país, porque sólo sabiendo dónde está el fondo verdadero, uno puede apoyarse", dice cínicamente el empresario Edmundo Budiño, pero después de años de mentir, estafar, chantajear descubrió lo que nadie quiere aceptar: no hay fondo. "Siempre hay alguien que puede ser comprado, o que no tiene suficientes coj*nes, o que saca un cigarrillo y se encoge de hombros". Escrita en 1973, el momento en que la noche negra de América latina se empezaba a hacer presente en todos los países, Gracias por el fuego es una novela desencantada y amarga, donde la impotencia marca el ritmo y el corazón de quienes soñaban una salida para la corrupción y la miseria.

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La borra del café

Se lee en una tarde y se recuerda toda la vida. "¿A dónde van las nieblas, la borra del café, los almanaques de otro tiempo?", se pregunta Julio Cortázar en el acápite de la novela. El espíritu nostálgico atraviesa la trama, pero de una manera subterránea: como si estuviera al fondo, como si fuera la borra de la historia. Un Benedetti adulto miraba la vida de sus personajes desde el comienzo: la infancia, el despertar sexual, las mudanzas, las peleas, las despedidas.

La colección Mario Benedetti seguirá en los próximos meses.

https://www.infobae.com/grandes-lib...enedetti-reeditan-sus-libros-mas-importantes/
 
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