Biografìa-Obra: Bécquer, Benedetti, Borges, Camus, Cortázar, Faulkner, Galeano , G.Lorca, G.Márquez, Joyce, Kafka, Lessing , Mann, Orwell, Proust, etc

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LEYENDA 10: “LA CORZA BLANCA”


I

En un pequeño lugar de Aragón; y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual después de haber servido a su rey en la guerra contra infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.

Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de Azucena, que como se les entrase a más andar el día engolfados en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.

Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera y a través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla semejante a la del guión de un rebaño.

En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo, y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su atillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.

-A propósito de aventuras extraordinarias -exclamó al verle uno de los monteros de don Dionís, dirigiéndose a su señor-: ahí tenéis a Esteban el zagal, que de algún tiempo a esta parte anda más tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.

-¿Pues qué le acontece a ese pobre diablo? -exclamó don Dionís con aire de curiosidad picada.

-¡Friolera! -añadió el montero en tono de zumba-: es el caso que, sin haber nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio, a lo que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra, sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.

-¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?

-Se refiere -prosiguió el montero- a que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de una ocasión los ha sorprendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado a término, ha oído las ruidosas carcajadas con que las celebran.

Mientras esto decía el montero, Constanza, que -así se llamaba la hermosa hija de don Dionís, se había aproximado al grupo de los cazadores, y como demostrase su curiosidad por conocer la extraordinaria historia de Esteban, uno de éstos se adelantó hasta el sitio en donde el zagal daba de beber a su ganado, y le condujo a presencia de su señor, que, para disipar la turbación y el visible encogimiento del pobre mozo, se apresuró a saludarle por su nombre, acompañando al saludo con una bondadosa sonrisa.

Era Esteban un muchacho de diez y nueve a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros; los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe como la de los albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas y rojas semejantes a los crines de un rocín colorado.

Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto al físico; respecto a su moral, podía asegurarse, sin temor de ser desmentido ni por él ni por ninguna de las personas que le conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso como buen rústico.

Una vez el zagal respuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y con el tono más serio del mundo, y fingiendo un extraordinario interés por conocer los detalles del suceso a que su montero se había referido, le hizo una multitud de preguntas, a la que Esteban comenzó a contestar de una manera evasiva, como deseando evitar explicaciones sobre el asunto.

Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de Constanza, que parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese sus estupendas aventuras, decidiose éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese a su alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por otras personas que las que allí estaban presentes, y de rascarse tres o cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos o hilvanar su discurso, que al fin comenzó de esta manera.

-Es el caso, señor, que según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto en boca, buenas y muchas oraciones a San Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas, y dejarle andar: que Dios, que es justo y está allá arriba, proveerá a todo.

Firme en esta idea, había decidido no volver a decir palabra sobre el asunto a nadie, ni por nada; pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad, y a fe, a fe que después de todo, si el diablo me lo toma en cuenta y torna a molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos Evangelios llevo cosidos a la pellica y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será inútil el garrote.

-Pero, vamos -exclamó don Dionís, impaciente al escuchar las digresiones del zagal, que amenazaba no concluir nunca-, déjate de rodeos y ve derecho al asunto.

-A él voy -contestó con calma Esteban, que después de dar una gran voz acompañada de un silbido para que se agruparan los corderos que no perdía de vista y comenzaban a desparramarse por el monte, tornó a rascarse la cabeza y prosiguió así:

-Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los cazadores furtivos, que ya con trampa o con ballesta no dejan res a vida en veinte jornadas al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara.

Hablaba yo esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde después de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la tierra de Veratón, cuando algunos de ellos me dijeron:

-Pues, hombre, no sé el qué consista en que tú no los topes, pues de nosotros podemos asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que no nos encontremos rastro, y hace tres o cuatro días, sin ir más lejos, una manada, que a juzgar por las huellas debía componerse de más de veinte, le segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero de la Virgen del Romeral.

-¿Y hacia qué sitio segura el rastro? -pregunté a los peones, con ánimo de ver si topaba con la tropa.

-Hacia la cañada de los cantuesos -me contestaron.

No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fui a apostarme entre los chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los ciervos que se llamaban unos a otros, y de vez en cuando sentía moverse el ramaje a mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la verdad es que no pude distinguirla ninguno.

No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua, a la orilla de este río, como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni a la hora de siesta se desliza un rayo de sol, encontré huellas recientes de los ciervos, algunas ramas desgajadas, la corriente un poco turbia y, lo que es más particular, entre el rastro de las reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad de la palma de mi mano sin ponderación alguna.

Al decir esto, el mozo instintivamente y al parecer buscando un punto de comparación, dirigió la vista hacia el pie de Constanza, que asomaba por debajo del brial, calzado de un precioso chapín de tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen también los ojos don Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban, la hermosa niña se apresuró a esconderlo, exclamando con el tono más natural del mundo:

-¡Oh, no!; por desgracia, no los tengo yo tan pequeñitos, pues de este tamaño sólo se encuentran en las hadas, cuya historia nos refieren los trovadores.

-Pues no paró aquí la cosa -continuó el zagal cuando Constanza hubo concluido-, no que otra vez, habiéndome colocado en otro escondite por donde indudablemente habían de pasar los ciervos para dirigirse a la cañada, allá al filo de la media noche me rindió un poco el sueño, aunque no tanto que no abriese los ojos en el mismo punto en que creí percibir que las ramas se movían a mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me incorporé con sumo cuidado, y poniendo atención a aquel confuso murmullo que cada vez sonaba más próximo, oí en las ráfagas del aire como gritos y cantares extraños, carcajadas y tres o cuatro voces distintas que hablaban entre sí, con un ruido y algarabía semejante al de las muchachas del lugar, cuando riendo y bromeando por el camino vuelven en bandadas de la fuente con sus cántaros a la cabeza.

Según colegía de la proximidad de las voces y del cercano chasquido de las ramas que crujían al romperse para dar paso a aquella turba de locuelas, iban a salir de la espesura a un pequeño rellano que formaba el monte en el sitio donde yo estaba oculto, enteramente a mis espaldas, tan cerca o más que me encuentro de vosotros, oí una nueva voz fresca, delgada y vibrante, que dijo... creedlo, señores, esto es tan seguro como me he de morir... dijo... claro y distintamente estas propias palabras:

¡Por aquí, por aquí, compañeras, que está ahí el bruto de Esteban!

Al llegar a este punto de la relación del zagal, los circunstantes no pudieron ya contener por más tiempo la risa que hacía largo rato les retozaba en los ojos, y dando rienda a su buen humor, prorrumpieron en una carcajada estrepitosa. De los primeros en comenzar a reír y de los últimos en dejarlo, fueron don Dionís, que a pesar de su fingida circunspección no pudo menos de tomar parte en el general regocijo, y su hija Constanza, la cual cada vez que miraba a Esteban todo suspenso y confuso, tornaba a reírse como una loca hasta el punto de saltarle las lágrimas a los ojos.

El zagal, por su parte, aunque sin atender al efecto que su narración había producido, parecía todo turbado e inquieto; y mientras los señores reían a sabor de sus inocentadas, él tornaba la vista a un lado y a otro con visibles muestras de temor y como queriendo descubrir algo a través de los cruzados troncos de los árboles.

-¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede? -le preguntó unos de los monteros notando la creciente inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espantadas pupilas en la hija risueña de don Dionís, ya las volvía a su alrededor con una expresión asombrada y estúpida.

-Me sucede una cosa muy extraña -exclamó Esteban-. Cuando, después de escuchar las palabras que dejo referidas, me incorporé con prontitud para sorprender a la persona que las había pronunciado, una corza blanca como la nieve salió de entre las mismas matas en donde yo estaba oculto, y dando unos saltos enormes por cima de los carrascales y los lentiscos, se alejó seguida de una tropa de corzas de su color natural, y así éstas como la blanca que las iba guiando, no arrojaban bramidos al huir, sino que se reían con unas carcajadas cuyo eco juraría que aún me está sonando en los oídos en este momento.

-¡Bah!... ¡bah!... Esteban -exclamó don Dionís con aire burlón-, sigue los consejos del preste de Tarazona; no hables de tus encuentros con los corzos amigos de burlas, no sea que haga el diablo que al fin pierdas el poco juicio que tienes; y pues ya estás provisto de los Evangelios y sabes las oraciones de San Bartolomé, vuélvete a tus corderos, que empiezan a desbandarse por la cañada. Si los espíritus malignos tornan a incomodarte, ya sabes el remedio: Pater noster y garrotazo.

El zagal, después de guardarse en el zurrón un medio pan blanco y un trozo de carne de jabalí y en el estómago un valiente trago de vino que le dio por orden de su señor uno de los palafreneros, despidiose de don Dionís y su hija, y apenas anduvo cuatro pasos, comenzó a voltear la honda para reunir a pedradas los corderos.

Como a esta sazón notase don Dionís que entre unas y otras las horas del calor eran ya pasadas y el vientecillo de la tarde comenzaba a mover las hojas de los chopos y a refrescar los campos, dio orden a su comitiva para que aderezasen las caballerías que andaban paciendo sueltas por el inmediato soto; y cuando todo estuvo a punto, hizo seña a los unos para que soltasen las traíllas, y a los otros para que tocasen las trompas, y saliendo en tropel de la chopera, prosiguió adelante la interrumpida caza.

II

Entre los monteros de don Dionís había uno llamado Garcés, hijo de un antiguo servidor de la familia, y por tanto el más querido de sus señores.

Garcés tenía poco más o menos la edad de Constanza, y desde muy niño hablase acostumbrado a prevenir el menor de sus deseos y a adivinar y satisfacer el más leve de sus antojos.

Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de marfil; él domaba los potros que había de montar su señora; él ejercitaba en los ardides de la caza a sus lebreles favoritos y amaestraba a sus halcones, a los cuales compraba en las ferias de Castilla caperuzas rojas bordadas de oro.

Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de don Dionís, la exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le distinguían, habíanle valido una especie de general animadversión, y al decir de los envidiosos, en todos aquellos cuidados con que se adelantaba a prevenir los caprichos de su señora, revelábase su carácter adulador y rastrero. No faltaban, sin embargo, algunos que, más avisados o maliciosos, creyeron sorprender en la asiduidad del solícito mancebo algunas señales de mal disimulado amor.

Si en efecto era así, el oculto cariño de Garcés tenía más que sobrada disculpa en la incomparable hermosura de Constanza. Hubiérase necesitado un pecho de roca y un corazón de hielo para permanecer impasible un día y otro al lado de aquella mujer singular por su belleza y sus raros atractivos.

La Azucena del Moncayo, llamábanla en veinte leguas a la redonda, y bien merecía este sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y tan rubia, que, como a las azucenas, parecía que Dios la había hecho de nieve y oro.

Y, sin embargo, entre los señores comarcanos murmurábase que la hermosa castellana de Veratón no era tanlimpia de sangre como bella y que, a pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabastro, había tenido por madre una gitana. Lo de cierto que pudiera haber en estas murmuraciones nadie pudo nunca decirlo, porque la verdad era que don Dionís tuvo una vida bastante azarosa en su juventud, y después de combatir largo tiempo bajo la conducta del monarca aragonés, del cual recabó entre otras mercedes el feudo del Moncayo, marchose a Palestina, en donde anduvo errante algunos años, para volver por último a encerrarse en su castillo de Veratón con una hija pequeña, nacida sin duda en aquellos países remotos. El único que hubiera podido decir algo acerca del misterioso origen de Constanza, pues acompañó a don Dionís en sus lejanas peregrinaciones, era el padre de Garcés, y éste había ya muerto hacía bastante tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni a su propio hijo, que varias veces y con muestras de grande interés se lo había preguntado.

El carácter, tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre de Constanza, la extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta la particularidad de tener los ojos y las cejas negros como la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus convecinos, y aún el mismo Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado a persuadirse que su señora era algo especial y no se parecía a las demás mujeres.

Presente a la relación de Esteban, como los otros monteros, Garcés fue acaso el único que oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su increíble aventura, y si bien no pudo menos de sonreír cuando el zagal repitió las palabras de la corza blanca, desde que abandonó el soto en que habían sesteado comenzó a revolver en su mente las más absurdas imaginaciones.

-No cabe duda que todo eso de hablar las corzas es pura aprensión de Esteban, que es un completo mentecato -decía entre sí el joven montero mientras que, jinete en un poderoso alazán, seguía paso a paso el palafrén de Constanza, la cual también parecía mostrarse un tanto distraída y silenciosa, y retirada del tropel de los cazadores, apenas tomaba parte en la fiesta-. Pero ¿quién dice que en lo que refiere ese simple no existirá algo de verdad? -prosiguió pensando el mancebo-. Cosas más extrañas hemos visto en el mundo, y una corza blanca bien puede haberla, puesto que si se ha de dar crédito a las cantigas del país, San Huberto, patrón de los cazadores, tenía una. ¡Oh, sí yo pudiese coger viva una corza blanca para ofrecérsela a mi señora!

Así pensando y discurriendo pasó Garcés la tarde, y cuando ya el sol comenzó a esconderse por detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó volver grupas a su gente para tornar al castillo, separose sin ser notado de la comitiva y echó en busca del zagal por lo más espeso e intrincado del monte.

La noche había cerrado casi por completo cuando don Dionís llegaba a las puertas de su castillo. Acto continuo dispusiéronle una frugal colación y sentose con su hija a la mesa.

-Y Garcés ¿dónde está? -preguntó Constanza, notando que su montero no se encontraba allí para servirla como tenía de costumbre.

-No sabemos -se apresuraron a contestar los otros servidores-; desapareció de entre nosotros cerca de la cañada, y ésta es la hora en que todavía no le hemos visto.

En este punto llegó Garcés todo sofocado, cubierta aún de sudor la frente, pero con la cara más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.

-Perdonadme, señora -exclamó, dirigiéndose a Constanza-, perdonadme si he faltado un momento a mi obligación; pero allá de donde vengo a todo el correr de mi caballo, como aquí, sólo me ocupaba el serviros.

-¿En servirme? -repitió Constanza-: no comprendo lo que quieres decir.

-Sí, señora, en serviros -repitió el joven-, pues he averiguado que es verdad que la corza blanca existe. A más de Esteban, lo dan por seguro otros varios pastores, que juran haberla visto más de una vez, y con ayuda de los cuales espero en Dios y en mi patrón San Huberto que antes de tres días, viva o muerta, os la traeré al castillo.

-¡Bah!... ¡Bah!. -exclamó Constanza con aire de zumba, mientras hacían coro a sus palabras las risas más o menos disimuladas de los circunstantes-; déjate de cacerías nocturnas y de corzas blancas: mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a los simples, y si te empeñas en andarle a los talones, va a dar que reír contigo cómo con el pobre Esteban.

-Señora -interrumpió Garcés con voz entrecortada y disimulando en lo posible la cólera que le producía el burlón regocijo de sus compañeros-, yo no me he visto nunca con el diablo, y, por consiguiente, no sé todavía cómo las gasta; pero conmigo os juro que todo podrá hacer menos dar que reír, porque el uso de ese privilegio sólo en vos sé tolerarlo.

Constanza conoció el efecto que su burla había producido en el enamorado joven; pero deseando apurar su paciencia hasta lo último, tornó a decir en el mismo tono:

-¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa del género de la que oyó Esteban, o se te ríe en la nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas se te cae la ballesta de las manos, y antes de reponerte del susto ya ha desaparecido la corza blanca más ligera que un relámpago?

-¡Oh! -exclamó Garcés-: en cuanto a eso, estad segura que como yo la topase a tiro de ballesta, aunque me hiciese más momos que un juglar, aunque me hablara, no ya en romance, sino en latín, como el abad de Munilla, no se iba sin un arpón en el cuerpo.

En este punto del diálogo terció don Dionís, y con una desesperante gravedad a través de la que se adivinaba toda la ironía de sus palabras, comenzó a darle al ya asendereado mozo los consejos más originales del mundo, para el caso de que se encontrase de manos a boca con el demonio convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia de su padre, Constanza fijaba sus ojos en el atribulado Garcés y rompía a reír como una loca, en tanto que los otros servidores esforzaban las burlas con sus miradas de inteligencia y su mal encubierto gozo.

Mientras duró la colación prolongose esta escena, en que la credulidad del joven montero, fue por decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de modo que cuando se levantaron los paños, y don Dionís y Constanza se retiraron a sus habitaciones, y toda la gente del castillo se entregó al reposo, Garcés permaneció un largo espacio de tiempo irresoluto, dudando si, a pesar de las burlas de sus señores, proseguiría firme en su propósito o desistiría completamente de la empresa.

-¡Qué diantre! -exclamó saliendo del estado de incertidumbre en que se encontraba:- mayor mal del que me ha sucedido no puede sucederme, y si por el contrario, es verdad lo que nos ha contado Esteban... ¡oh, entonces, cómo he de saborear mi triunfo!

Esto diciendo, armó su ballesta, no sin haberle hecho antes la señal de la cruz en la punta de la vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a la poterna del castillo para tomar la vereda del monte.

Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto en que, según las instrucciones de Esteban, debía aguardar la aparición de las corzas, la luna comenzaba a remontarse con lentitud por detrás de los cercanos montes.

A fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un punto a propósito para colocarse al acecho de las reses, anduvo un buen rato de acá para allá examinando las trochas y las veredas vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes del terreno, las curvas del río y la profundidad de sus aguas.

Por último, después de terminar este minucioso reconocimiento del lugar en que se encontraba, agazapose en un ribazo junto a unos chopos de copas elevadas y oscuras, a cuyo pie crecían unas matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar a un hombre echado en tierra.

El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimiento venía siguiendo las sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada por una vertiente, deslizándose desde allí bañando el pie de los sauces que sombreaban sus orillas, o jugueteando con alegre murmullo entre las piedras rodadas del monte, hasta caer en una hondura próxima al lugar que servía de escondrijo al montero.

Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo, los sauces que inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados carrascales por cuyos troncos subían y se enredaban las madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor del remanso del río.

El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban en torno de su flotante sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.

Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la vista clavada en el punto en donde según sus cálculos debían aparecer las corzas, Garcés esperó inútilmente un gran espacio de tiempo.

Todo permanecía a su alrededor sumido en una profunda calma.

Poco a poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya había pasado de la mitad, comenzara a dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y las caricias del viento comunicasen a sus sentidos el dulce sopor en que parecía estar impregnada la Naturaleza toda, el enamorado mozo que hasta aquel punto había estado entretenido revolviendo en su mente las más halagüeñas imaginaciones, comenzó a sentir que sus ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban formas más leves e indecisas.

Después de mecerse un instante en ese vago espacio que media entre la vigilia y el sueño, entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de sus manos y se quedó profundamente dormido.

Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven montero roncaba a pierna suelta, disfrutando a todo sabor de uno de los sueños más apacibles de su vida, cuando de repente entreabrió los ojos sobresaltado, e incorporándose a medias lleno aún de ese estupor del que se vuelve en sí de improviso después de un sueño profundo.

En las ráfagas del aire y confundido con los leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que hablaban entre sí, reían o cantaban cada cual por su parte y una cosa diferente, formando una algarabía tan ruidosa y confusa como la de los pájaros que despiertan al primer rayo del sol entre las frondas de una alameda.

Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante, y después todo volvió a quedar en silencio.

-Sin duda soñaba con las majaderías que nos refirió el zagal -exclamó Garcés restregándose los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión de que cuanto había creído oír no era más que esa vaga huella del ensueño que queda, al despertar, en la imaginación, como queda en el oído la última cadencia de una melodía después que ha expirado temblando la última nota. Y dominado por la invencible languidez que embargaba sus miembros, iba a reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando tornó a oír el eco distante de aquellas misteriosas voces que, acompañándose del rumor del aire, del agua y de las hojas cantaban así:

CORO

«El arquero que velaba en lo alto de la torre ha reclinado su pesada cabeza en el muro.

Al cazador furtivo que esperaba sorprender la res, lo ha sorprendido el sueño.

El pastor que aguarda el día consultando las estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el amanecer.

Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.

Ven a mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz del agua.

Ven a embriagarte con el perfume de las violetas que se abren entre las sombras.

Ven a gozar de la noche, que es el día de los espíritus.»

Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con mucha precaución apartó un poco las ramas, y no sin experimentar algún sobresalto vio aparecer las corzas, que en tropel y salvando los matorrales con ligereza increíble unas veces, deteniéndose como a escuchar otras jugueteando entre sí, ya escondiéndose entre la espesura, ya saliendo nuevamente a la senda, bajaban del monte con dirección al remanso del río.

Delante de sus compañeras, más ágil, más linda, más juguetona y alegre que todas, saltando, corriendo, parándose y tornando a correr, de modo que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la corza blanca, cuyo extraño color destacaba como una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.

Aunque el joven se sentía dispuesto a ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y maravilloso, la verdad del caso era que, prescindiendo de la momentánea alucinación que turbó un instante sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras, ni en la forma de las corzas, ni en sus movimientos ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse, había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado un cazador práctico en esta clase de expediciones nocturnas.

A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comenzó a comprenderlo así, y riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo, desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar, teniendo en cuenta la dirección que seguían, el punto donde se hallaban las corzas.

Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes, y arrastrándose como una culebra por detrás de los lentiscos, fue a situarse obra de unos cuarenta pasos más lejos del lugar en que antes se encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite esperó el tiempo suficiente para que las corzas estuvieran ya dentro del río, a fin de hacer el tiro más seguro. Apenas empezó a escucharse ese ruido particular que produce el agua que se bate a golpes o se agita con violencia, Garcés comenzó a levantarse poquito a poco y con las mayores precauciones, apoyándose en la tierra primero sobre la punta de los dedos, y después con una de las rodillas.

Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que el arma estaba preparada, dio un paso hacia adelante, alargó el cuello por encima de los arbustos para dominar el remanso, y tendió la ballesta; pero en el mismo punto en que, a par de la ballesta, tendió la vista buscando el objeto que había de herir, se escapó de sus labios un imperceptible e involuntario grito de asombro.

La luna, que había ido remontándose con lentitud por el ancho horizonte, estaba inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranquila superficie del río, y hacía ver los objetos como a través de una gasa azul.

Las corzas habían desaparecido.

En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vio Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de las cuales unas entraban en el agua jugueteando, mientras las otras acababan de despojarse de las ligeras túnicas que aún ocultaban a la codiciosa vista el tesoro de sus formas.

En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en imágenes risueñas y voluptuosas, sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces comienza a transparentarse a través de las blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación de veinte años que bosquejase con los colores de la fantasía una escena semejante a la que se ofrecía en aquel punto a los ojos del atónico Garcés.

Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que destacaban sobre el fondo suspendidos de los árboles o arrojados con descuido sobre la alfombra del césped, las muchachas discurrían a su placer por el soto, formando grupos pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una menuda lluvia de rocío.

Aquí una de ellas, blanca como el vellón de un cordero, sacaba su cabeza rubia entre las verdes y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual parecía una flor a medio abrir, cuyo flexible tallo más bien se adivinaba que se veía temblar debajo de los infinitos círculos de luz de las ondas.

Otra allá, con el cabello suelto sobre los hombros, mecíase suspendida de la rama de un sauce sobre la corriente del río, y sus pequeños pies, color de rosa, hacían una raya de plata al pasar rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecían recostadas aún al borde del agua con los ojos azules adormidos, aspirando con voluptuosidad el perfume de las flores y estremeciéndose ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquéllas danzaban en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente sus manos, dejando caer atrás la cabeza con delicioso abandono, e hiriendo el suelo con el pie en alternada cadencia.

Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, imposible abarcar con una mirada los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando y persiguiéndose con alegres risas por entre el laberinto de los árboles; otras surcando el agua como un cisne y rompiendo la corriente con el levantado seno; otras, en fin, sumergiéndose en el fondo, donde permanecían largo rato para volver a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que nacen escondidas en el lecho de las aguas profundas.

La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado a otro, sin saber donde fijarse, hasta que, sentado bajo un pabellón de verdura que parecía servirle de dosel, y rodeado de un grupo de mujeres todas a cual más bellas, que la ayudaban a despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas adoraciones: la hija del noble don Dionís, la incomparable Constanza.

Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía ya a dar crédito ni al testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso.

No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía era efecto del desarreglo de su imaginación; porque mientras más la miraba, y más despacio, más se convencía de que aquella mujer era Constanza.

No podía caber duda, no; suyos eran aquellos ojos oscuros y sombreados de largas pestañas, que apenas bastaban a mortiguar la luz de sus pupilas; suyas aquella rubia y abundante cabellera que, después de coronar su frente, se derramaba por su blanco seno y sus redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en fin aquel cuello airoso, que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una flor que se rinde al peso de las gotas de rocío, y aquellas voluptuosas formas que él había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes a manojos de jazmines, y aquellos pies diminutos, comparables sólo con dos pedazos de nieve que el sol no ha podido derretir y que a la mañana blanquean entre la verdura.

En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase a los ojos de su amante los escondidos tesoros de su hermosura, sus compañeras comenzaron nuevamente a cantar estas palabras con una melodia dulcísima.

CORO

«Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un jirón de niebla plateada.

Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios, venid en vuestros carros de nácar, a los que vuelan uncidas las mariposas.

Larvas de las fuentes, abandonad el techo de musgo y caed sobre nosotras en menuda lluvia de perlas.

Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡venid!

Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un enjambre de insectos de luz y de oro.

Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de su hermosura.

Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.

Venid, que los que os aman os esperan impacientes.»

Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oír aquellos cantares misteriosos que el áspid de los celos le mordía el corazón, y obedeciendo a un impulso más poderoso que su voluntad, deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos, separó con mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso en la margen del río. El encanto se rompió, desvaneciose todo como el humo, y al tender en torno suyo la vista, no vio ni oyó más que el bullicioso tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál salvando de un salto los matorrales, cuál ganando a todo correr la trocha del monte.

-¡Oh!, bien dije yo que todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo -exclamó entonces el montero- pero por fortuna esta vez ha andado un poco torpe dejándome entre las manos la mejor presa.

Y, en efecto, era así: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre el laberinto de sus árboles, y enredándose en una red de madreselvas, pugnaba en vano por desasirse. Garcés la encaró la ballesta; pero en el mismo punto en que iba a herirla, la corza se volvió hacia el montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción con un grito, diciéndole:

-Garcés, ¿qué haces? -El joven vaciló y, después de un instante de duda, dejó caer al suelo el arma, espantado a la sola idea de haber podido herir a su amante. Una sonora y estridente carcajada vino a sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos cortos instantes para acabarse de desenredar y huir ligera como un relámpago, riéndose de la burla hecha al montero.

-¡Ah! condenado engendro de Satanás -dijo éste con voz espantosa, recogiendo la ballesta con una rapidez indecible-; pronto has cantado la victoria, pronto te has creído fuera de mi alcance; y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando y fue a perderse en la oscuridad del soto, en el fondo del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos sofocados.

-¡Dios mío! -exclamó Garcés al percibir aquellos lamentos angustiosos-. ¡Dios mío, si será verdad! Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta apenas de lo que pasaba, corrió en la dirección en que había disparado la saeta, que era la misma en que sonaban los gemidos. Llegó al fin; pero al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron en su garganta, y tuvo que agarrarge al tronco de un árbol para no caer a tierra.

Constanza, herida por su mano, expiraba allí a su vista, revolcándose en su propia sangre, entre las agudas zarzas del monte.
Gustavo Adolfo Bécquer


http://etc.usf.edu/lit2go/49/obras-...-tomo-primero/923/leyenda-10-la-corza-blanca/
 
“Aquí la envidia y la mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa
en el campo deleitoso
con sólo Dios se compasa,
y a solas su vida pasa,
ni envidiado ni envidioso”

Fray Luis de León
 
Biografía de:
Fray Luis de León

(1527-1591)

Luis de León nació en Belmonte, provincia de Cuenca (España), de familia rica e influyente; su padre ejerció como abogado y más tarde como juez, siendo tíos suyos catedrático de derecho canónico el uno y abogado en la corte real el otro. Entre sus antepasados contábanse algunos conversos, es decir, judíos que se habían convertido, de buen o mal grado, a la fe católica. Hacia 1541 ó 1542 Luis ingresa en la orden de los agustinos, doctorándose más tarde en teología. Entre sus profesores estuvieron Melchor Cano y Domingo de Soto. En 1561 compite por una cátedra vacante de teología en Salamanca, ganando el puesto al desplegar su enorme talento.


En marzo de 1572 fue detenido por la Inquisición y encarcelado en los calabozos que en Valladolid tenía el Santo Oficio. Los cargos que había contra él tenían que ver con su predilección por la Biblia hebraica en lugar de la Vulgata y la traducción al castellano que había realizado del libro del Cantar de los Cantares. En una época en la que en España se vive una auténtica caza de brujas ante las temidas desviaciones de los protestantes y otros grupos heréticos, es fácil que un personaje con los antecedentes y características de fray Luis sea punto de mira del terrible tribunal. Añádase a esto las envidias y rivalidades existentes entre dominicos y agustinos, unido a la inteligencia de fray Luis, y tendremos todos los ingredientes necesarios para que caiga bajo sospecha.

El proceso de la Inquisición contra fray Luis ha llegado hasta nosotros y aquí van algunas frases de los cargos que se le imputaban: ‘En la ciudad de Salamanca a diez y siete días del mes de diciembre de mill e quinientos e setenta e un años, ante el muy magnífico e muy Rdo. señor maestro Francisco Sancho, comisario deste Santo Oficio… paresció siendo llamado el muy reverendo padre fray Bartolomé de Medina, maestro en santa theologia, en la Universidad de Salamanca… y entre las cosas que testificó en su dicho, dijo e declaró contra el maestro fray Luis de León lo siguiente… Item declaró que sabe anda en lengua vulgar el libro de los Cánticos de Salomón, compuesto por el muy Rdo. padre maestro fray Luis de León, porque lo ha leído este declarante. Item declaró que en esta Universidad algunos maestros, señaladamente Grajal y Martínez, y fray Luis de León, en sus paresceres y disputas quitan alguna autoridad a la edición de la Vulgata, diciendo que se puede hacer otra mejor y que tiene hartas falsedades…’

Durante cinco años fray Luis permanece aislado en una celda de la Inquisición sin saber quién le acusa y, durante algún tiempo, de qué se le acusa. No obstante, será en la cárcel donde escribirá algunos de sus mejores y más famosos poemas, como aquel que comienza:

Aquí la envidia y la mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa
en el campo deleitoso
con sólo Dios se compasa,
y a solas su vida pasa,
ni envidiado ni envidioso.

Sin embargo, en 1576 sale libre del proceso con más vigor y energía moral que antes, si bien su salud queda quebrantada. Famosa se ha hecho la frase de su vuelta a la cátedra de Salamanca con aquel: ‘Decíamos ayer…’ que indica su triunfo interior contra la maldad de sus enemigos.

Tras obtener la cátedra de Sagrada Escritura en 1580 y ser elegido provincial de su orden en Castilla muere en Madrigal de las Altas Torres. La labor de traducción bíblica de fray Luis se centra en el Cantar de los Cantares, como ya hemos dicho, pero también en el libro de Job y en algunos Salmos. Nótese que son todo libros sapienciales y compuestos en su forma original en poesía. Aquí es donde se aprecia el alma a la vez poética y espiritual de fray Luis, que es un enamorado de la Sagrada Escritura y de la poesía.
Con su conocimiento del hebreo, fray Luis explora el campo semántico de las palabras para verter al castellano el espíritu original de los textos antiguos. Su intención es facilitar el conocimiento de los textos sagrados con el deseo de alcanzar “el bien de los demás y la verdad pura”. La fidelidad al texto hebreo en su traducción la describe así en el prólogo:
“Lo que yo hago en esto son dos cosas: la una es volver en nuestra lengua, palabra por palabra, el texto de este libro; en la segunda declaro con brevedad no cada palabra por sí, sino los pasos donde se ofrece alguna oscuridad en la letra, a fin que quede claro su sentido así en la corteza y sobrehaz, poniendo al principio el capítulo todo entero, y después de él su declaración. Acerca de lo primero procuré conformarme cuanto pude con el original hebreo, cotejando juntamente todas las traducciones griegas y latinas que de él hay, que son muchas, y pretendí que respondiese esta interpretación con el original, no sólo en las sentencias y palabras, sino aun en el concierto y aire de ellas, imitando sus figuras y maneras de hablar cuanto es posible a nuestra lengua, que, a la verdad, responde con la hebrea en muchas cosas.”
 
LEYENDA 11: “CREED EN DIOS”

Cantiga provenzal

«Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut,

barón de Fortcastell. Noble o villano,

señor o pechero, tú, cualquiera que seas,

que te detienes un instante al borde de mi sepultura,

cree en Dios, como yo he creído, y ruégale por mí.»

Nobles aventureros que, puesta la lanza en la cuja, caída la visera del casco y jinetes sobre un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre clarísimo y vuestro montante, buscando honra y prez en la profesión de las armas: si al atravesar el quebrado valle de Montagut os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aún se ve en su fondo, oídme.

II

Pastores que seguís con lento paso a vuestras ovejas, que pacen derramadas por las colinas y las llanuras: si al conducirlas al borde del transparente riachuelo que corre, forcejea y salta por entre los peñascos del valle de Montagut, en el rigor del verano y en una siesta de fuego habéis encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas del monasterio, cuyos musgosos pilares besan las ondas, oídme.

III

Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad: si en la mañana del santo Patrono de estos lugares, al bajar al valle de Montagut a coger tréboles y margaritas con que embellecer su retablo, venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio que se alza en sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto para vagar entre sus abandonadas tumbas, a cuyos bordes crecen las margaritas más dobles y los jacintos más azules, oídme.

IV

Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún con gotas de rocío semejantes a lágrimas: todos habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde. Antes la componían una piedra tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido y sólo queda la piedra. En esa tumba, cuya inscripción es el mote de mi canto, reposa en paz el último barón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del cual voy a referiros la peregrina historia.

I

Cuando la noble condesa de Montagut estaba en cinta de su primogénito Teobaldo, tuvo un ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de Dios; tal vez una vana fantasía que el tiempo realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba una serpiente, una serpiente monstruosa que, arrojando agudos silbidos, y ora arrastrándose entre la menuda hierba, ora replegándose sobre sí misma para saltar, huyó de su vista, escondiéndose al fin entre unas zarzas.

-¡Allí está!, ¡allí está! -gritaba la condesa en su horrible pesadilla, señalando a sus servidores la zarza en que se había escondido el asqueroso reptil.

Cuando sus servidores llegaron presurosos al punto que la noble dama, inmóvil y presa de un profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una blanca paloma se levantó de entre las breñas y se remontó a las nubes.

La serpiente había desaparecido.

II

Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al darlo a luz, su padre pereció algunos años después en una emboscada, peleando como bueno contra los enemigos de Dios.

Desde este punto, la juventud del primogénito de Fortcastell sólo puede compararse a un huracán. Por donde pasaba se veía señalando su camino un rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba a sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía a las doncellas, daba de palos a los monjes, y en sus blasfemias y juramentos ni dejaba santo en paz ni cosa sagrada que no maldijese.

III

Un día que salió de caza y que, como era su costumbre, hizo entrar a guarecerse de la lluvia a toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos, arqueros desalmados y siervos envilecidos, con perros, caballos y gerifaltes, en la iglesia de una aldea de sus dominios, un venerable sacerdote, arrostrando su cólera y sin temer los violentos arranques de su carácter impetuoso, le conjuró, en nombre del Cielo y llevando una hostia consagrada en sus manos, a que abandonase aquel lugar y fuese a pie y con un bordón de romero a pedir al Papa la absolución de sus culpas.

-¡Déjeme en paz, viejo loco! -exclamó Teobaldo al oírle-; déjeme en paz; o, ya que no he encontrado una sola pieza durante el día, te suelto mis perros y te cazo como a un jabalí para distraerme.

IV

Teobaldo era hombre de hacer lo que decía. El sacerdote, sin embargo, se limitó a contestarle: -Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un Dios que castiga y perdona, y que si muero a tus manos, borrará mis culpas del libro de su indignación, para escribir tu nombre y hacerte expiar tu crimen.

-¡Un Dios que castiga y perdona! -prorrumpió el sacrílego barón con una carcajada-. Yo no creo en Dios, y para darte una prueba voy a cumplirte lo que te he prometido; porque, aunque poco rezador, soy amigo de no faltar a mis palabras. ¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro! Azuzad la jauría, dadme el venablo, tocad el alalí en vuestras trompas, que vamos a darle caza a este imbécil, aunque se suba a los retablos de sus altares.

V

Ya, después de dudar un instante y a una nueva orden de su señor, comenzaban los pajes a desatar los lebreles, que aturdían la iglesia con sus ladridos; ya el barón había armado su ballesta riendo con una risa de Satanás, y el venerable sacerdote murmurando una plegaria, elevaba sus ojos al cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó fuera del sagrado recinto una vocería terrible, bramidos de trompas que hacían señales de ojeo, y gritos de -¡Al jabalí! -¡Por las breñas! -¡Hacia el monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res, corrió a las puertas del santuario, ebrio de alegría; tras él fueron sus servidores, y con sus servidores los caballos y los lebreles.

VI

-¿Por dónde va el jabalí? -preguntó el barón subiendo a su corcel, sin apoyarse en el estribo ni desarmar la ballesta. -Por la cañada que se extiende al pie de esas colinas -le respondieron. Sin escuchar la última palabra, el impetuoso cazador hundió su acicate de oro en el ijar del caballo, que partió al escape. Tras él partieron todos.

Los habitantes de la aldea, que fueron los primeros en dar la voz de alarma, y que al aproximarse el terrible animal se habían guarecido en sus chozas, asomaron tímidamente la cabeza a los quicios de sus ventanas; y cuando vieron desaparecer la infernal comitiva por entre el follaje de la espesura, se santiguaron en silencio.

VII

Teobaldo iba delante de todos. Su corcel, más ligero o más castigado que los de sus servidores, seguía tan de cerca a la res, que dos o tres veces, dejándole la brida sobre el cuello al fogoso bruto, se había empinado sobre los estribos y echándose al hombro la ballesta para herirlo. Pero el jabalí, al que sólo divisaba a intervalos entre los espesos matorrales, tornaba a desaparecer de su vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance de su arma.

Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas del valle y el pedregoso lecho del río, e internándose en un bosque inmenso, se perdió entre sus sombrías revueltas, siempre fijos los ojos en la codiciada res, siempre creyendo alcanzarla, siempre viéndose burlado por su agilidad maravillosa.

VIII

Por último, pudo encontrar una ocasión propicia, tendió el brazo y voló la saeta que fue a clavarse temblando en el lomo del terrible animal, que dio un salto y un espantoso bufido. -¡Muerto está! -exclama con un grito de alegría el cazador, volviendo a hundir por la centésima vez el acicate en el sangriento ijar de su caballo-; ¡muerto está!, en balde huye. El rastro de la sangre que arroja marca su camino. Y esto diciendo comenzó a hacer en la bocina la señal del triunfo para que la oyesen sus servidores.

En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus piernas, un ligero temblor agitó sus contraídos músculos, y cayó al suelo desplomado arrojando por la hinchada nariz cubierta de espuma un caño de sangre.

Había muerto de fatiga, había muerto cuando la carrera del herido jabalí comenzaba a acortarse, cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.

IX

Pintar la ira del colérico Teobaldo sería imposible. Repetir sus maldiciones y sus blasfemias, sólo repetirlas, fuera escandaloso e impío. Llamó a grandes voces a sus servidores, y únicamente le contestó el eco en aquellas inmensas soledades, y se arrancó los cabellos y se mesó las barbas, presa de la más espantosa desesperación. -Le seguiré a la carrera, aun cuando haya de reventarme -exclamó al fin, armando de nuevo su ballesta y disponiéndose a seguir a la res; pero en aquel momento sintió ruido a sus espaldas, se entreabrieron las ramas de la espesura y se presentó a sus ojos un paje que traía del diestro un corcel negro como la noche.

-El cielo me lo envía -dijo el cazador, lanzándose sobre sus lomos ágil como un gamo. El paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como la muerte, se sonrió de una manera extraña al presentarle la brida.

X

El caballo relinchó con una fuerza que hizo estremecer el bosque; dio un bote increíble, un bote en que se levantó más de diez varas del suelo, y el aire comenzó a zumbar en los oídos del jinete, como zumba una piedra arrojada por la honda. Había partido al escape; pero a un escape tan rápido que, temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado por el vértigo, tuvo que cerrar los ojos y agarrarse con ambas manos a sus flotantes crines.

Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el acicate ni animarlo con la voz, el corcel corría, corría sin detenerse. ¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo con él, sin saber por dónde, sintiendo que las ramas le abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales desgarraban sus vestidos, y el viento silbaba a su alrededor? Nadie lo sabe.

XI

Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos un instante para arrojar en torno suyo una mirada inquieta se encontró lejos, muy lejos de Montagut, y en unos lugares para él completamente extraños. El corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos y aldeas pasaban a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros más y más desconocidos. Valles angostos, herizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían arrancado de la cumbre de las montañas; alegres campiñas, cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blancos caseríos; desiertos sin límites, donde hervían las arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y oscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos para asirle por los cabellos al pasar, todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica carrera, hasta tanto que, envuelto en una niebla oscura, dejó de percibir el ruido que producían los cascos del caballo al herir la tierra.

I

Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas, que escucháis mi relato: si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es un fábula tejida a mi antojo para sorprender vuestra credulidad; de boca en boca ha llegado hasta mí esta tradición y la leyenda del sepulcro que aún subsiste en el monasterio de Montagut es un testimonio irrecusable de la veracidad de mis palabras.

Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que aún me resta por decir, que es tan cierto como lo anterior, aunque más maravilloso. Yo podré acaso adornar con algunas galas de la poesía el desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible historia, pero nunca me apartaré un punto de la verdad a sabiendas.

II

Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se sintió lanzado en el vacío, no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror. Hasta entonces había creído que los objetos que se representaban a sus ojos eran fantasmas de su imaginación, turbada por el vértigo, y que su corcel corría desbocado, es verdad, pero corría sin salir del término de su señorío. Ya no le quedaba duda de que era juguete de un poder sobrenatural, que le arrastraba, sin que supiese adonde, a través de aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de formas caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que se iluminaba a veces con el resplandor de un relámpago, creía distinguir las hirvientes centellas, próximas a desprenderse.

El corcel corría, o mejor dicho, nadaba en aquel océano de vapores caliginosos y encendidos, y las maravillas del cielo comenzaron a desplegarse unas tras otras ante los espantados ojos de su jinete.

III

Cabalgando sobre las nubes, vestidos de luengas túnicas con orlas de fuego, suelta al huracán la encendida cabellera y blandiendo sus espadas que relampagueaban arrojando chispas de cárdena luz, vio a los ángeles, ministros de la cólera del Señor, cruzar como un formidable ejército sobre las alas de la tempestad.

Y subió más alto, y creyó divisar a lo lejos las tormentosas nubes semejantes a un mar de lava, y oyó mugir el trueno a sus pies como muge el Océano azotando la roca desde cuya cima le contempla el atónito peregrino.

IV

Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que sentado sobre un inmenso globo de cristal, lo dirige por el espacio en las noches serenas, como un bajel de plata sobre la superficie de un lago azul.

Y vio el sol volteando encendido sobre ejes de oro en una atmósfera de colores y de fuego, y en su foco a los ígneos espíritus que habitan incólumes entre las llamas, y desde su ardiente seno entonan al Criador himnos de alegría.

Vio los hilos de luz imperceptibles que atan los hombres a las estrellas, y vio el arco iris, echado como un puente colosal sobre el abismo que separa al primer cielo del segundo.

V

Por una escala misteriosa vio bajar las almas a la tierra: vio bajar muchas y subir pocas. Cada una de aquellas almas inocentes iba acompañada de un arcángel purísimo que le cubría con la sombra de sus alas. Los que tornaban solos tornaban en silencio y con lágrimas en los ojos; los que no, subían cantando como suben las alondras en las mañanas de Abril.

Después, las tinieblas rosadas y azules que flotaban en el espacio como cortinas de gasa transparente, se rasgaron como el día de gloria se rasga en nuestros templos el velo de los altares; y el paraíso de los justos se ofreció a sus miradas deslumbrador y magnífico.

VI

Allí estaban los santos profetas que habréis visto groseramente esculpidos en las portadas de piedra de nuestras catedrales; allí las vírgenes luminosas, que intenta en vano copiar de sus sueños el pintor, en los vidrios de colores de las ojivas; allí los querubines, con sus largas y flotantes vestiduras y sus nimbos de oro, como los de las tablas de los altares; allí, en fin, coronada de estrellas, vestida de luz, rodeada de todas las jerarquías celestes, y hermosa sobre toda ponderación, Nuestra Señora de Monserrat, la Madre Dios, la reina de los arcángeles, el amparo de los pecadores y el consuelo de los afligidos.

VII

Más allá el paraíso de los justos, más allá el trono donde se sienta la Virgen María. El ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma. La eterna soledad; el eterno silencio viven en aquellas regiones; que conducen al misterioso santuario del Señor. De cuando en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frío como la hoja de un puñal, que crispaba sus cabellos de horror y penetraba hasta la médula de sus huesos, ráfagas semejantes a las que anunciaban a los profetas la aproximación del espíritu divino. Al fin llegó a un punto donde creyó percibir un rumor sordo, que pudiera compararse al zumbido lejano de un enjambre de abejas, cuando, en las tardes del otoño, revolotean en derredor de las últimas flores.

VIII

Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la tierra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye.

Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias de los niños, las oraciones de las vírgenes, los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones de los humildes, las castas palabras de los limpios de corazón, las resignadas quejas de los que padecen, los ayes de los que sufren y los himnos de los que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces, que palpitaban aún en el éter luminoso, la voz de su santa madre que pedía a Dios por él; pero no oyó la suya.

IX

Más allá hirieron sus oídos con un estrépito discordante mil y mil acentos ásperos y roncos, blasfemias, gritos de venganzas, cantares de orgías, palabras lúbricas, maldiciones de la desesperación, amenazas de impotencia y juramentos sacrílegos de la impiedad.

Teobaldo atravesó el segundo círculo con la rapidez que el meteoro cruza el cielo en una tarde de verano, por no oír su voz que vibraba allí sonante y atronadora, sobreponiéndose a las otras voces en medio de aquel concierto infernal.

-¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! -decían aún su acento agitándose en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer.

X

Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de visiones terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir, y llegó al cabo al último círculo de la espiral de los cielos, donde los serafines adoran al Señor, cubierto el rostro con las triples alas y prosternados a sus pies.

Él quiso mirarlo.

Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante retumbó en sus oídos, y, arrancado del corcel y lanzado al vacío como la piedra candente que arroja un volcán, se sintió bajar y bajar sin caer nunca, ciego, abrasado y ensordecido, como cayó el ángel rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo con un soplo de sus labios.

I

La noche había cerrado y el viento gemía agitando las hojas de los árboles, por entre cuyas frondosas ramas se deslizaba un suave rayo de luna, cuando Teobaldo, incorporándose sobre el codo y restregándose los ojos como si despertara de un profundo sueño, tendió alrededor una mirada y se encontró en el mismo bosque donde hirió al jabalí, donde cayó muerto su corcel, donde le dieron aquella fantástica cabalgadura que le había arrastrado a unas regiones desconocidas y misteriosas.

Un silencio de muerte reinaba en su alrededor; un silencio que sólo interrumpía el lejano bramido de los ciervos, el temeroso murmullo de las hojas y el eco de una campana distante que de vez en cuando traía el viento en sus ráfagas.

-Habré soñado dijo el barón; y emprendió su camino a través del bosque, y salió al fin a la llanura.

II

En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio destacarse la negra silueta de su castillo sobre el fondo azulado y transparente del cielo de la noche. -Mi castillo está lejos y estoy cansado -murmuró-; esperaré el día en un lugar cercano -y se dirigió al lugar. Llamó a una puerta. -¿Quién sois? -le preguntaron. -El barón de Fortcastell -respondió, y se le rieron en sus barbas. Llamó a otra. -¿Quién sois y qué queréis? -tornaron a preguntarle. -Vuestro señor -insistió el caballero, sorprendido de que no le conociesen-; Teobaldo de Montagut. -¡Teobaldo de Montagut! -dijo colérica su interlocutora, que no era una vieja-; ¡Teobaldo de Montagut el del cuento! ¡Bah!... Seguid vuestro camino, y no vengáis a sacar de su sueño a las gentes honradas para decirles chanzonetas insulsas.

III

Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la aldea y se dirigió al castillo, a cuyas puertas llegó cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado, con los sillares de las derruidas almenas; el puente levadizo, inútil ya se pudría colgado aún de sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orín por la acción de los años; en la torre del homenaje tañía lentamente una campana; frente al arco principal de la fortaleza sobre un pedestal de granito se elevaba una cruz; en los muros no se veía un solo soldado; y, confuso y sordo, parecía que de su seno se elevaba como un murmullo lejano, un himno religioso, grave, solemne y magnífico.

-¡Y éste es mi castillo, no hay duda! -decía Teobaldo, paseando su inquieta mirada de un punto a otro, sin acertar a comprender lo que le pasaba-. ¡Aquél es mi escudo, grabado aún sobre la clave del arco! ¡Ese es el valle de Montagut! Estas tierras que domino, el señorío de Fortcastell...

En aquel instante las pesadas hojas de la puerta giraron sobre sus goznes y apareció en su dintel un religioso.

IV

-¿Quién sois y qué hacéis aquí? -preguntó Teobaldo al monje.

-Yo soy -contestó éste- un humilde servidor de Dios, religioso del monasterio del Montagut.

-Pero... -interrumpió el barón- Montagut ¿no es un señorío?

-Lo fue... -prosiguió el monje- hace mucho tiempo... A su último señor, según cuentan, se lo llevó el diablo; y como no tenía a nadie que le sucediese en el feudo, los condes soberanos hicieron donación de estas tierras a los religiosos de nuestra regla, que están aquí desde habrá cosa de ciento a ciento veinte años. Y vos, ¿quién sois?

-Yo... -balbuceó el barón de Fortcastell, después de un largo rato de silencio-; yo soy... un miserable pecador que arrepentido de sus faltas, viene a confesarlas a vuestro abad, y a pedirle que lo admita en el seno de su religión.

Gustavo Adolfo Bécquer


http://etc.usf.edu/lit2go/49/obras-...er-tomo-primero/924/leyenda-11-creed-en-dios/
 
No existe esponja para lavar el cielo
pero aunque pudieras enjabonarlo
y luego echarle baldes y baldes de mar
y colgarlo al sol para que se seque
siempre te faltaría un pájaro en silencio

No existen métodos para tocar el cielo
pero aunque te estiraras como una palma
y lograras rozarlo en tus delirios
y supieras por fin cómo es al tacto
siempre te faltaría la nube de algodón

No existe un puente para cruzar el cielo
pero aunque consiguieras llegar a la otra orilla
a fuerza de memoria y de pronósticos
y comprobaras que no es tan difícil
siempre te faltaría el pino del crepúsculo

Eso porque se trata de un cielo que no es tuyo
aunque sea impetuoso y desgarrado,
en cambio cuando llegues al que te pertenece
no lo querrás lavar ni tocar ni cruzar
pero estarán el pájaro y la nube y el pino.

Mario Benedetti
 
59 AÑOS DE SU MUERTE

La muerte «absurda» de Albert Camus

VIDEO:
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El Nobel de Literatura calificaba de «idiota» el fallecimiento del ciclista Fausto Coppi en un supuesto accidente de tráfico, un día antes de que a él le ocurriera eso mismo en la carretera de Borgoña


Quién le iba a decir a Albert Camus que, tan solo un día antes de fallecer en la carretera de Borgoña, diría esto: «No conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto». La inorportuna y fatídica declaración del Premio Nobel de Literatura hacía referencia a la información publicada por la prensa, que aseguraba por error que esa había sido la causa de la muerte del cinco veces ganador del Giro,Fausto Coppi.

Camus se dejaba la vida en un coche tal día como hoy de 1960, cuando su amigo y editor Michel Gallimard conducía a gran velocidad su Facel Vega en una recta sin obstáculos y el neumático reventó. El famoso escritor iba a la derecha del conductor. «El encontronazo con un árbol fue tan violento que el vehículo se partió en tres pedazos. Camus fue a parar a los asientos posteriores. Su muerte fue instantánea», contaba el corresponsal de ABC en París, Federico García-Requena, en una crónica titulada « La muerte, imprevista y absurda, de Albert Camus».

El coche quedó tan destrozado que se tardó mucho tiempo en extraer del amasijo de hierro el cadáver del autor de « El extranjero». Gallimard, en cambio, conservó la vida tras ser trasladado grave al hospital, al igual que su esposa y su hija, que tan solo sufrieron contusiones.



La huelga que mantenían en Francia los medios de comunicación hizo que la noticia se divulgara en el país un poco más tarde que en el resto de Europa. Tan solo la radio pública francesa, de acuerdo con las comisiones que habían promovido el paro, decidió inmediatamente suspender su programa de música grabada para rendir tributo al fallecido escritor. «El estupor ahondaba dolorosamente en nuestra carne conforme íbamos tomando conciencia del tremendo e inesperado drama», podía leerse en este periódico.

Camus tenía sólo 47 años y tan sólo tres antes había alcanzado la gloria de las letras con el Nobel. Fue el segundo escritor más joven de la historia en conseguirlo, por detrás del inglés Rudyard Kipling, que recibió el galardón, en 1907, con 42 años. Poco antes, el autor francés llegó a decir que su obra no había hecho más que empezar. Nadie lo hubiera dicho a juzgar por novelas como «La peste» (1947) o «La caída» (1956), pero lo cierto es que fallecía prematura y repentinamente este literato «colmado de dones y honores, benjamín de los escritores franceses de fama universal, que tenía adquirida una reputación intelectual incomparable», decía la necrológica de ABC. El escritor se unía así a la larga lista de celebridades muertas en un accidente de tráfico: James Dean, Jackson Pollock, Jorge Cafrune, Pierre Curie o la bailarina estadounidense Isadora Duncan, entre una lista infinita.

Sin embargo, la vida de Camus era la del hombre que se sabe «condenado a muerte» por una enfermedad incurable, razón por la cual trabajaba incasablemente para «desprenderse del precioso mensaje literario que guardaba en sí». Sufría una afección pulmonar, que ya le había avisado con dos graves crisis. También padecía el mal de Koch, que «estaba latente en su organismo como una fiera agazapada, dispuesta a surgir de nuevo para dentellearle vorazmente en el instante más inesperado», aseguraba nuestro corresponsal en 1960.

Ni por un momento pudo imaginarse el gran Albert Camus que su fin sería tan distinto, tan «absurdo» e «imprevisible». «La pérdida del joven maestro de la joven élite europea es una de las mayores que podían sufrir en estos momentos las letras francesas y toda la juventud ha de llorarla», dijo entonces François Muriac, otro de los escritores franceses laureados con el Nobel. «¿Qué podré yo llamar eternidad, sino a todo aquello que forzosamente habrá de continuar después de mi muerte?», se preguntó en una ocasión Camus, ese humanista convencido y consciente del absurdo de la condición humana... antes de morir.


https://www.abc.es/cultura/libros/a...bsurda-albert-camus-201801040116_noticia.html
 
«En nuestro tiempo», Hemingway y la belleza de la cópula

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El escritor norteamericano Ernest Hemingway

Una colección de cuentos del Premio Nobel y uno de los grandes mitos de la literatura que nunca se había publicado en España


«En nuestro tiempo» es el primer libro de Hemingway, y nunca antes había sido traducido al español. Es una colección de cuentos, pero cada cuento está precedido por una pequeña escena que lleva el título de «Capítulo I», «Capítulo II», etc. (un detalle, por cierto, que no aparece en la traducción, donde sólo se conservan los números romanos). Dado quela mayoría de los relatos tienen como protagonista a Nick Adams, la colección tiene también algo de novela. Las escenas que preceden a los relatos están ambientadas en la guerra europea o en corridas de toros. Escenas de violencia explícita, que contrastan con el mundo de insinuaciones y verdades contadas a media voz de los cuentos en sí. Verdades que resultan a menudo brutales. Soy imparcial con Hemingway. Creo que, como Kafka, era incapaz de escribir mal, y que todo lo que salió de su pluma es magistral. También creo que, junto con Kafka, ha sido mal entendido casi siempre en España. Autores tan diferentes entre sí comparten un mismo misterio: el de la aparente claridad, el de la engañosa transparencia. Al oído poco entrenado le parecen prosistas: en realidad, los dos son poetas. Y no sólo son poetas, sino que están entre los más grandes poetas.

La traducción es muy buena, y está libre de las rarezas que a menudo afean las versiones del inglés. El tono de Hemingway, e incluso algo de su fabuloso ritmo, están aquí presentes, aunque hemos de lamentar que a fin de lograr un castellano claro y armonioso el traductor haya simplificado el original. Ese ente mágico, casi increíble, y desde luego único, la frase de Hemingway, se ve así un tanto desvirtuado. El estilo de Hemingway descansa en las repeticiones y en un uso muy personal de la conjunción copulativa «and», que crea frases como largos meandros que alcanzan enseguida un tono meditativo y solemne, entre épico y bíblico. Si quitamos esos «and» y cortamos las frases largas en frases breves, obtendremos un Hemingway desfigurado. Una de las críticas (y de las alabanzas) que se le han hecho siempre a Hemingway es que escribe con frases cortas, como si fuera un minimalista «avant la lettre». Creo que esa apreciación se basa, sobre todo, en las traducciones.

Todos los cuentos del libro son obras maestras. Hemingway tomó deChéjovla poética de la escena aparentemente cotidiana y banal pero que ilumina una vida entera. También debió de tomar de Chéjov la técnica de no contar, de callarse cosas. Por ejemplo, en «Fuera de temporada» sólo el autor sabe que el protagonista se suicidará al día siguiente. La colección se corona con dos cuentos asombrosos que forman una unidad, «Un río con dos corazones», donde aparece otro de los grandes temas de Hemingway: la felicidad de vivir en este mundo, de disfrutar de la naturaleza y de fundirse con el paisaje y con la vida.

«En nuestro tiempo». Ernest Hemingway
Narrativa. Lumen, 2018. 187 páginas. 23,90 euros#

https://www.abc.es/cultura/cultural...ay-y-belleza-copula-201901030126_noticia.html
 
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Claribel Alegría



BIOGRAFÍA

Claribel Alegría nació Nicaragua, en 1924. Cuando tenía nueve meses, la familia de Alegría se mudó de Estelí a Santa Ana en el oeste de El Salvador. Su padre, Daniel Alegría, médico de profesión, era de origen nicaragüense y su madre, Ana María Vides, era salvadoreña. Anastasio Somoza forzó a la familia al exilio.

En 1943, Claribel Alegría viajó a los Estados Unidos para estudiar en la universidad. Asistió a George Washington University y recibió su B.A. en filosofía y letras. Cuando estaba en los Estados Unidos en 1947, se casó con Darwin J. Flakoll, Tuvieron tres hijas (Maya y las mellizas Patricia y Karen) y un hijo, Erick, con quienes vivieron en México, Santiago de Chile (donde recibieron sendas becas de la estadounidense Fundación Catherwood, 1954), Buenos Aires, Montevideo, París, Palma de Mallorca y Nicaragua, su lugar de residencia desde septiembre de 1979. Su compenetración intelectual y como pareja fue tan fuerte que más de alguna vez firmaron algunos de sus escritos conjuntos como "Claribud". Claribel y "Bud" tradujeron del inglés Cien poemas de Robert Graves (Barcelona, Lumen), quien era su vecino en Deià, en la isla española de Palma de Mallorca. Mantuvieron amistad estrecha con altas figuras de la literatura latinoamericana, como Juan Rulfo, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Mario Benedetti. De este último escritor fueron editores de Blood pact and other stories (Willimantic, Cubstone Press, 1997)
Bautizada con su alias literario por el intelectual mexicano José Vasconcelos, fue amiga del polígrafo mexicano Alfonso Reyes y discípula del poeta español Juan Ramón Jiménez.
En 1948, Claribel Alegría publicó su primer libro de poesía; Anillo de Silencio. A lo largo de su larga carrera literaria ha publicado poesía, novela, ensayo y traducciones.

Socia honoraria del Ateneo Americano (Washington D. C., enero de 1950), retornó a las ciudades de Santa Ana y San Salvador en julio de 1962. Un mes más tarde, el jueves 16 de agosto, ofreció un recital poético en el Paraninfo de la Universidad de El Salvador.
Murió el 25 de enero de 2018.

BIBLIOGRAFÍA

Poesía:

Anillo de silencio (1948)

Suite de amor, angustia y soledad (1950)

Vigilias (1953)

Acuario (1955)

Huésped de mi tiempo (1961)

Vía única (1965)

Aprendizaje (1970)

Pagare a cobrar y otros poemas (1973)

Sobrevivo (1978)

Suma y sigue (1981)

Flores del volcán (1982)

Poesía viva (1983)

Y este poema río (1988)

Mujer del río (1989)

Fuga de canto grande (1992)

Fugues (1993)

Somoza: expediente cerrado: la historia de un ajusticiamiento (1993)

Variaciones en clave de mí (1993)

Umbrales (1997)
Luisa en el País de la Realidad (1997)
Saudade. (1999)
Soltando Amarras (2002)
Esto Soy (2004)
Mitos y delitos (2008)
Somoza (2010)
Ojo de cuervo (2011)
Savoir Faire (2011)
Otredad (2011)
Claribel Alegría en el país de la realidad (2012)


Cuentos para Niños:

Tres cuentos (1958)


Otros:

Homenaje a El Salvador (1981)

Novelas:

El detén (1977)

Álbum familiar (1984)

Para romper el silencio (1984)

Pueblo de dios y de mandinga (1985)

Despierta, mi bien, despierta (1986)

Luisa en el país de la realidad (1987)

El niño que buscaba a ayer (1997)

Clave de mí (1996)
Vía Única (2004)
Nicaragua: la revolución sandinista (2004)


Con Flakoll:

Traducciones:

· New Voices of Hispanic America (1962)

· The Cyclone (1967)

· El Hereje (1969)

· Unstill Life (1969)

· Unstill Life: An Introduction to the Spanish Poetry of Latin America (1970)

· Nuevas coces de Norteamerica (1981)

· Cien Poemas de Robert Graves (1982)

· Viva Sandino (1985)

· On the Front Line: Guerilla Poems of El Salvador (1988)
Fuga de Canto Grande (1992)
Somoza, Expediete Cerrado (1993)
Death of Somoza(1996)
Tunnel to Canto Grande (1996)


Novelas:

Cenizas de Izalco (1966)

Nicaragua: La Revolución Sandinista; Una Crónica Política 1855-1979 (1982)


Ensayos:

La encrucijada salvadoreña (1980)

No me agarran viva: la mujer salvadoreña en lucha (1983)



PREMIOS

Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, 1964
Premio Casa de las Américas, 1978
Premio de Poesía de Autores Independientes, 2000

Neustdat International Prize for Literature, University of Okalhoma, 2005
Premio Neustadt, Oklahoma, y la revista World Literature Today, 2006
XXVI Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana de la Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional de España, 2017

Claribel Algería fue galardonada con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el Premio de Poesía Casa de las Américas entre otros, además de recibir el Doctor Honoris Causa de diferentes universidades


ENLACES
https://elpais.com/cultura/2018/01/25/actualidad/1516903304_337221.html
https://www.poemas-del-alma.com/claribel-alegria.htm
http://www.abc.es/cultura/libros/ab...mbres-merecen-menos-201711141730_noticia.html
https://elpais.com/cultura/2017/05/17/actualidad/1495022596_610013.html
http://www.proceso.com.mx/520009/muere-claribel-alegria-la-poeta-del-amor-y-del-compromiso-social

https://www.escritores.org/biografias/405-claribel-alegria
 
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