Biografìa-Obra: Bécquer, Benedetti, Borges, Camus, Cortázar, Faulkner, Galeano , G.Lorca, G.Márquez, Joyce, Kafka, Lessing , Mann, Orwell, Proust, etc

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MARIPOSA
Mariposa del aire,
qué hermosa eres,
mariposa del aire
dorada y verde.

mariposa del aire,
¡quédate ahí, ahí, ahí!...

No te quieres parar,
pararte no quieres.

Mariposa del aire
dorada y verde.

Luz de candil,
mariposa del aire,

¡quédate ahí, ahí, ahí!...
¡Quédate ahí!

Mariposa, ¿estás ahí?

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‘Exhortación a los médicos de la peste’ de Albert Camus




En el vídeo, José María Pou lee el texo de Albert Camus


La covid-19 ha avivado el interés por La peste, de Camus. En este texto anterior, inédito en castellano, el escritor daba recomendaciones a los médicos para
enfrentarse a aquella pandemia.


Los buenos escritores ignoran si la peste es contagiosa. Pero suponen que sí. Y por eso, señores, opinan que ustedes deberían mandar abrir las ventanas del cuarto en el que visiten a un enfermo. Solo hay que recordar que la peste bien puede encontrarse en las calles e infectarlos de todos modos, estén o no las ventanas abiertas.

Los mismos escritores también les aconsejan que utilicen una máscara con gafas y se coloquen un paño mojado en vinagre bajo la nariz. Lleven una bolsita con todos los extractos recomendados en los libros: melisa, mejorana, menta, salvia, romero, azahar, albahaca, tomillo, serpol, lavanda, hoja de laurel, corteza de limonero y peladura de membrillo. Sería deseable que vistieran por completo de hule. Aun así, pueden hacerse ajustes. Pero no hay ajustes posibles en las indicaciones sobre las que están de acuerdo los buenos y los malos escritores. La primera es no tomarle el pulso a un enfermo sin antes mojarse los dedos en vinagre. Adivinarán el motivo. Pero acaso lo mejor sería abstenerse de hacerlo. Pues si el paciente tiene peste, no se le quitará con esa ceremonia. Y si ha salido indemne, no los habrá llamado. En tiempos de epidemia, cada cual se cuida el hígado solo, para evitar confusiones.



“Deberán pensar con frecuencia en la propia ignorancia, para estar seguros de observar la mesura, única señora de las epidemias”

La segunda indicación es nunca mirar al enfermo a la cara, a fin de no ponerse en la trayectoria de su aliento. Por eso mismo, si, aun dudando de la utilidad del procedimiento, han abierto la ventana, sería bueno que no se pusieran en la corriente de aire, que puede acarrear al mismo tiempo el estertor del apestado.

Tampoco visiten a los pacientes estando en ayunas. No lo resistirían. Sin embargo, no coman de más. Perderían el ánimo. Y si, a pesar de todas las precauciones, les cae en la boca una gota de veneno, pues para ello no hay remedio, a menos que no traguen saliva durante toda la visita. Esta es la indicación más difícil de seguir.

Una vez observado, mal que bien, todo lo anterior, no deben creerse a salvo. Pues existen otras medidas muy necesarias para la protección del cuerpo, aun cuando atañen más bien a la disposición del alma. “Ningún individuo”, dice un autor antiguo, “puede permitirse tocar nada contaminado en un país donde reine la peste”. Eso está bien dicho. Y no existe rincón que no debamos purificar en nosotros, incluso en lo más secreto de nuestro corazón, para poner de nuestra parte las pocas oportunidades que queden. Eso es especialmente cierto en el caso de los médicos como ustedes, que están más cerca, si cabe, de la enfermedad, y resultan por ello aún más sospechosos. Tienen que predicar con el ejemplo.

Fotografía de Albert Camus realizada por Cecil Beaton.
Fotografía de Albert Camus realizada por Cecil Beaton. Getty Images

Para empezar, nunca deben tener miedo. Se sabe de gente que llevó a cabo muy bien su oficio de soldado con miedo a los cañones. Pero lo cierto es que las balas matan por igual a valientes y medrosos. El azar incide en la guerra, pero muy poco en la peste. El miedo infecta la sangre y calienta los humores: lo dicen todos los libros. Así pues, predispone a quedar bajo la influencia de la enfermedad; y para que el cuerpo venza la infección, el alma tiene que ser fuerte. Por cierto, no hay peor miedo que el miedo al final postrero, pues el dolor es temporal. De ahí que ustedes, los médicos de la peste, deban plantar cara a la idea de la muerte y reconciliarse con ella, antes de entrar en el reino que la peste les prepara. Si salen vencedores en esto, lo serán en todo, y los verán sonreír en medio del terror. En conclusión, les hará falta una filosofía.

También tendrán que ser discretos en todo, lo que no quiere decir en absoluto ser castos, otra forma de exceso. Cultiven una alegría razonable a fin de que la pena no altere la fluidez de la sangre y la prepare para la descomposición. En este sentido, no hay nada como usar el vino en buena cantidad, para aligerar un poco el aire de pesadumbre que les llegue de la ciudad apestada.

Sobre el texto
Publicado junto con otro texto en abril de 1947 en Les Cahiers de la Pléiade, con el título ‘Los archivos de La peste’, ‘Exhortación a los médicos de la peste’ probablemente fue escrito por Albert Camus en 1941, seis años antes de la aparición de La peste, de la que es uno de los textos preliminares. Aunque hoy en día la gran novela de Camus se lee y relee en todo el mundo, en numerosos idiomas, la colección Tracts, con la amable autorización de los herederos de Albert Camus, propone a los lectores descubrir este texto poco conocido, pero de candente actualidad, en que el escritor hace recomendaciones a los médicos para su lucha diaria contra la epidemia.

En términos generales, observen la mesura, primer enemigo de la peste y regla natural de la humanidad. Némesis no era, como les contaron en el colegio, la diosa de la venganza, sino de la mesura. Y asestaba sus terribles golpes a los hombres solo cuando estos se habían entregado al desorden y el desenfreno. La peste procede del exceso. Es en sí misma un exceso e ignora la contención. Ténganlo presente si quieren combatirla con clarividencia. No le den la razón a Tucídides, que habla de la peste en Atenas y dice que los médicos no eran de ninguna ayuda porque, en principio, abordaban el mal sin conocerlo. La epidemia adora los cuchitriles secretos. Acérquenle la luz de la inteligencia y la equidad. En la práctica, verán que es más fácil que no tragarse la saliva.
Por último, tienen que ser capaces de controlarse. Y, por ejemplo, hacer que se respeten las normas que hayan elegido, como el bloqueo y la cuarentena. Un historiador de Provenza cuenta que, en el pasado, cuando un confinado lograba escapar, mandaban que le rompieran la cabeza. No desearán eso. Pero tampoco pasarán por alto el interés general. No harán excepciones a las normas durante todo el tiempo que estas sean útiles, ni siquiera cuando el corazón los apremie. Se les pide que olviden un poco quiénes son, sin olvidar jamás lo que se deben a ustedes mismos. Esa es la regla de un honor tranquilo.
‘Exhortación a los médicos de la peste’ de Albert Camus
Ilustración de Sergio García Sánchez.

Armados con estos remedios y virtudes, solo les restará hacer frente al cansancio y conservar la imaginación viva. No deben nunca, pero nunca, acostumbrarse a ver a los hombres morir como moscas, según ocurre en nuestras calles hoy, y según ha venido ocurriendo siempre, desde que la peste recibió su nombre en Atenas. No dejarán de conmoverse al ver las gargantas negras de las que habla Tucídides, que supuran un sudor sangriento y de las que la tos ronca arranca a duras penas escupitajos aislados, pequeños, salados y de color azafrán. No se moverán con familiaridad entre los cadáveres de los que se apartan incluso las aves de rapiña para huir de la infección. Y seguirán rebelándose contra la terrible confusión en la que perecen en soledad quienes niegan sus cuidados a los demás, mientras que mueren amontonados quienes se sacrifican; en la que el goce ya no recibe su aprobación natural, ni el mérito su orden; en la que se baila al borde de las tumbas; en la que el enamorado rechaza a la amada para no contagiarle su mal; en la que no carga con el peso del delito el delincuente, sino el animal expiatorio que se elige en pleno desconcierto de una hora de espanto.
El alma sosegada es la más firme. Ustedes se mantendrán firmes ante esa extraña tiranía. No servirán a una religión tan vieja como los cultos más antiguos. Esa mató a Pericles, que no quería más gloria que la de no causar el luto de ningún ciudadano, y no ha cesado de diezmar a los hombres y exigir el sacrificio de los niños desde aquel ilustre asesinato hasta el día en que descendió sobre nuestra ciudad inocente. Aunque esa religión procediera del cielo, deberíamos afirmar que el cielo es injusto. Si llegan ustedes a ese punto, no verán en ello motivo alguno de orgullo. Al contrario, deberán pensar con frecuencia en la propia ignorancia, para estar seguros de observar la mesura, única señora de las epidemias.
Ni que decir tiene, nada de esto es fácil. A pesar de las máscaras y las bolsitas, el vinagre y el hule; a pesar de la placidez del coraje y los firmes esfuerzos, llegará el día en que no soportarán la ciudad llena de moribundos, el gentío dando vueltas en las calles recalentadas y polvorientas, los gritos, la angustia sin futuro. Llegará el día en que querrán gritar de asco ante el miedo y el dolor de todos. Ese día, no podré hablarles de ningún remedio salvo la compasión, que es pariente de la ignorancia.

Les Cahiers de la Pléiade,1947; Obras completas II, Gallimard, 2006 (Bibliothèque de la Pléiade). Traducción de Martín Schifino.

Universal, actual y digital
Aunque La peste (1947) es un clásico de la literatura, la covid-19 ha colocado la célebre novela de Camus entre los títulos más buscados del momento. En Francia se vendieron 1.700 copias del libro en una semana de enero y en Italia se llegaron a triplicar las ventas habituales. La peste se publicó el pasado 3 de abril por primera vez también en ebook en castellano como parte de un proyecto de Penguin Random House Grupo Editorial, que publicará la obra completa del escritor. Los próximos títulos del proyecto serán la obra inédita Camus en combate y las reediciones de El extranjero y El mito de Sísifo (Literatura Random House), todas ellas en enero de 2021.


 
Kafka en la habitación de al lado
Elias Canetti y Ricardo Piglia firmaron dos volúmenes fundamentales para entender al autor de 'La metamorfosis', que basó su imaginación en su vida y en las oscuridades abismales de su carácter


Juan Cruz
12 MAY 2020 - 13:04 ART

Reproducción de un documento de identidad de Kafka, en el que se aprecia en un sello la palabra 'Policía'.
Reproducción de un documento de identidad de Kafka, en el que se aprecia en un sello la palabra 'Policía'. B. P.

La leyenda de que Franz Kafka quiso que su amigo Max Brod quemara sus libros ha ayudado a presentar al autor de La metamorfosis como alguien que no quería que su escritura fuera en el futuro otra cosa que ceniza. En vida, Kafka leyó con pasión sus textos, en público y en privado, hacía de sus noches de insomnio habitación de sus obsesiones de escritor, se portó con otros autores como un escritor clásico (es decir, despreciaba a unos y a otros, no soportaba sus éxitos o los consideraba desproporcionados para sus méritos), y se preocupaba tanto de sus ediciones, del papel, del color de las tapas, de las tiradas, que resulta imposible compadecer aquella exigencia que expresó a Brod con la realidad que lo acompañó mientras respiraba.

Amaba sus libros, quería que los amaran sus más cercanos y, si los quiso editar, y de qué manera, era porque los quería ver en manos de otros, o de uno solo, pero los quería ver en la calle, aunque se refiriera a ellos como pobres criaturas de su espíritu. Atormentaba su propio ánimo, y hasta su cuerpo, y atormentaba a los otros con sus dudas, pero cuando las dudas, en torno a su escritura, las expresaban los demás, o cuando había silencio en torno a sus manuscritos, o no apreciaba que a los otros les valieran como imprescindibles sus creaciones, su furia traspasaba los límites de su ironía. Que era fina o gruesa, según el ánimo de los días.

Su potencia creadora superó, por supuesto, aquella indicación destructiva que Brod, naturalmente, no cumplió, y hasta ahora ha sido quizá el escritor más citado y estudiado del siglo XX, con las excepciones que a ustedes mismos se les vengan ahora a la cabeza. Aquella sugestión sobre su timidez (un exponente mayor de su naturaleza) y sobre el escaso valor concedía a su trabajo ha durado hasta nuestros días, basada sin duda en lo que él mismo hizo o dijo, aunque sus editores (Kurt Wolff, por ejemplo) se han ocupado de ofrecer otra imagen de Kafka. Kafka como autor que quería prolongar su obra y, además, según sus propias exigencias o gustos, Kafka como lector de sus libros, Kafka, pues, como lector de Kafka.

Los diarios y, sobre todo, las cartas a Felice, la novia que iba y venía y que al final terminó siendo el mayor personaje de todos los que él fue construyendo, han ayudado a ver un Kafka distinto a aquel que le pedía a Brod que lo borrara del mapa. Como recuerda Ricardo Piglia (El último lector, Anagrama, 2005), esas cartas han dado de sí materia de mucha controversia creativa, pues al no existir la sustancia contraria (las respuestas de Felice) cada uno de los que han publicado acerca de esa aventura epistolar ha tenido que inventar la otra cara de la luna. Y la otra cara de la luna tuvo mucho que decir.

Nada de lo que escribió fue con desperdicio, y nada de lo que vivió, hasta lo más banal, puede desdeñarse entre las materias que ahora son recuerdo o leyenda

Han escrito de esas cartas, recuerda Piglia, “Canetti, Deleuze, Citati, Wagenbach, Josipovici, Marthe Robert, Unseld, Stach”… Naturalmente, Piglia, uno de los escritores más inteligentes del siglo XX español, se une a ese coro impresionante de lectores de esa impresionante, agridulce, triste correspondencia, en la que se edifica una literatura en sí misma, pues nada de lo que hizo Kafka, ni siquiera lo más vulgar o cotidiano de lo que contó, en sus diarios o en esa correspondencia, estaba fuera del ámbito del que nacieron obras como La metamorfosis o América.

Nada de lo que escribió fue con desperdicio, y nada de lo que vivió, hasta lo más banal, puede desdeñarse entre las materias que ahora son recuerdo escrito o, incluso, leyenda debida a su propia mano. Piglia hace de las cartas un instrumento valiosísimo para el entendimiento de Kafka como escritor (y, por tanto, como lector). “Se ve lo que Kafka exigía de sus textos. Mucho más que la perfección de la forma. Debían establecer, hacer visible”, dice Piglia, “la lógica imposible de lo real (y ésa era, por supuesto, la perfección de la forma)”.

Hace bien Piglia en citar a Elías Canetti como el primero de los lectores de esas cartas, pues el autor de Masa y poder y Auto de fe se fijó en ellas para fijarse, con pureza de entomólogo o de cirujano, en el hombre que fue Kafka, con su maniática propensión al desvarío, a la tristeza, a ser a la vez quien se estimara (en demasía, aunque ya se ve que con razón) o se subestimara, obviamente sin razón alguna… Ese exceso de estima y, a la vez, esa falta de estima, son las que coinciden en su personalidad para dar de sí el escritor que fue. Canetti cuenta en El otro proceso. Las cartas de Kafka a Felice (Nórdica, 2019) cómo esa desventurada relación con Felice, que él buscó y desperdició hasta el infinito, le dio materia dramática al menos para dos de sus libros más célebres y, quizá, autobiográficos, como acaso vienen a ser, de un modo u otro, todos sus libros.
En efecto, Canetti relaciona la oscuridad sucesiva de la relación de Kafka con Felice con las aventuras más dramáticas de sus personajes en La metamorfosis y en América. En especial, el juicio que él mismo propició para acabar con el compromiso matrimonial que había adquirido con su más famosa corresponsal desata escenas que ahora son parte importancia de la historia de la desgracia en el siglo XX. En esa visita que hizo Canetti a tan imprescindible correspondencia hay, sobre todo, subrayados que conectan la vida con la escritura, para explicar que de todos los Kafka que fueron Kafka el más rabiosamente fue el que le escribió a la pobre Felice. Pobre, por cierto, la llamaba él.

Son dos libros fundamentales para entender este fenómeno literario que basó su imaginación en su vida y en las oscuridades abismales de su carácter. Uno, el de Piglia, oye escribir (y leer) a Kafka; el de Canetti lo oye, lo lee, lo ve vivir. Los dos, como si estuvieran en la habitación de al lado.

 
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