El Mundo Orbyt.
MI SEMANA AZUL & ROSA
JAIME PEÑAFIEL
04/02/2017
EL DIVORCIO DEL REY JUAN CARLOS
MIS DIVORCIOS REALES
NIÑOS, ¿NO ME DECÍS?
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Dicen que la Reina emérita lo está pasando muy mal. “Le digo que hay que ser lo más discreto posible. También por nuestras esposas, que están en una edad muy difícil y se deprimen mucho”, según contaba Antonio L. Bouza, antiguo compañero en la Academia General Militar de Zaragoza y, al parecer, gran amigo del Rey emérito (El rey y yo, La Esfera, 2007). Como mal lo pasó con Corinna, la “otra amiga entrañable”, portada en su revista de cabecera. Y, anteriormente, con la muy digna Marta Gayá. Aunque ésta, a diferencia de otras, “nunca hizo ostentación, teniendo exquisito cuidado en no indisponer a Don Juan Carlos con la Reina Sofía”, según L. Bouza.
El drama que viven los Reyes eméritos se hubiera evitado si a Don Juan Carlos le hubieran permitido divorciarse. No ahora por lo de Corinna (¿es que yo no puedo hacerlo como muchos españoles?), sino hace ya tiempo. Nunca olvidaré aquello de “fastídiate que no te puedes divorciar” cuando él le dijo “te odio, te odio”. Pero a él se le obligó a seguir, oficial e institucionalmente, junto a la mujer que no amaba. Y a Doña Sofía, mantener ese matrimonio, intentando convivir a solas, si no con la persona, sí con el dolor de su fracaso. Por no haberlo hecho, la felicidad de Don Juan Carlos ha dependido siempre de la mujer con la que no se pudo casar. Primero, María Gabriela de Saboya; luego, Marta Gayá, y por último, Corinna. Lo de Bárbara, una atracción sexual más o menos larga.
Del divorcio en las casas reales sólo se salva, hasta ahora, la familia real de Bélgica. En la de Luxemburgo se han divorciado estos días el príncipe Louise, hijo de los grandes duques, y Tessy. En Mónaco, Carolina de Philippe Junot y, luego, Estefanía, primero de Daniel Ducruet y, posteriormente, de Adans Peres; en Noruega, recientemente, la princesa Marta Luisay Ari Behn; el Reino Unido bate todos los récords: primero, con la princesa Margarita, hermana de la reina Isabel, de Tony Amstrong Jones así como Carlos de Diana Spencer, Andrés de Sarah Fergusson y Ana de Mark Philipps. Todos ellos hijos de la soberana reinante. En Holanda, las princesas Irene y Cristina, hijas de la reina Juliana, hermanas de la reina Beatriz y tías del actual rey: la primera, de Carlos Hugo Borbón Parma y la segunda del cubano Jorge Guillermo.
En Dinamarca, el príncipe Joaquín, hijo pequeño de la reina Margarita, de Alexandra Manley; en Suecia, las hermanas del rey, princesas Brigitta, del príncipe Juan Jorge de Hohenzollern y la princesa Margarita de John Ambler. Y hasta el Aga Khan, gran amigo de Don Juan Carlos y por dos veces. La primera, de la Begun Salimah y la segunda de la Begun Inaara; y en la Familia Real española, la Infanta Elena. Pero, sobre todo, no olvidemos que la actual reina consorte de España es la única divorciada de todas las monarquías europeas.
Todos estos divorcios de matrimonios de la realeza no difieren mucho de los de otras parejas de la alta y baja sociedad: el desamor, el desengaño, los adulterios, el cansancio, la desilusión y, en algunos casos, la existencia de un amor sin matrimonio porque, desde hace tiempo, la relación se ha convertido en un matrimonio sin amor.
Yo, como Jesús Vázquez, también sufrí acoso escolar. A diferencia del admirado presentador que “pasó momentos malos al principio” a mí no me dejó secuela alguna. Posiblemente, porque me buscaba el acoso con mi vestimenta impropia de un niño de 10, 12 y 14 años. A esa edad, iba al colegio religioso de los maristas con corbata de lazo, chaleco de doble botonadura, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta y grandes puños por encima de las mangas. ¡Un primor! Era como pedir a gritos “niños, ¿no me decís?” Y me decían, ¡claro que me decían! Pero me daba igual. Era un provocador y, además, a diferencia de los niños del último banco de Federico García Lorca, yo nunca lloré ni me entristecía, sino que me sentía feliz en ese paraíso, que me permitía soñar. ¡Me aburrían tanto las clases! Sin tener que luchar para que mi corazón no albergara ni rencor ni odio, como dice el querido Jesús. Yo aconsejaría a los niños que se sienten acosados, como me sucedía, que no hagan caso, que desprecien a sus acosadores, que respondan con sonrisas, como hacía yo cuando me insultaban, por mi aspecto de niño repelente de jaimito encorbatado. Eso era lo que les jodía. Que no les hiciera caso, que los despreciara. ¿Contarlo en casa? Nunca. Mi padre no me hubiera apoyado. Muy al contrario. “¡Defiéndete!”, hubiera dicho. Sabía que tenía un hijo rarito que iba por el mundo pidiendo guerra. Pienso que hay bullying peor que el de los compañeros: el de ciertos profesores.
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JAIME PEÑAFIEL
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NIÑOS, ¿NO ME DECÍS?
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Dicen que la Reina emérita lo está pasando muy mal. “Le digo que hay que ser lo más discreto posible. También por nuestras esposas, que están en una edad muy difícil y se deprimen mucho”, según contaba Antonio L. Bouza, antiguo compañero en la Academia General Militar de Zaragoza y, al parecer, gran amigo del Rey emérito (El rey y yo, La Esfera, 2007). Como mal lo pasó con Corinna, la “otra amiga entrañable”, portada en su revista de cabecera. Y, anteriormente, con la muy digna Marta Gayá. Aunque ésta, a diferencia de otras, “nunca hizo ostentación, teniendo exquisito cuidado en no indisponer a Don Juan Carlos con la Reina Sofía”, según L. Bouza.
El drama que viven los Reyes eméritos se hubiera evitado si a Don Juan Carlos le hubieran permitido divorciarse. No ahora por lo de Corinna (¿es que yo no puedo hacerlo como muchos españoles?), sino hace ya tiempo. Nunca olvidaré aquello de “fastídiate que no te puedes divorciar” cuando él le dijo “te odio, te odio”. Pero a él se le obligó a seguir, oficial e institucionalmente, junto a la mujer que no amaba. Y a Doña Sofía, mantener ese matrimonio, intentando convivir a solas, si no con la persona, sí con el dolor de su fracaso. Por no haberlo hecho, la felicidad de Don Juan Carlos ha dependido siempre de la mujer con la que no se pudo casar. Primero, María Gabriela de Saboya; luego, Marta Gayá, y por último, Corinna. Lo de Bárbara, una atracción sexual más o menos larga.
Del divorcio en las casas reales sólo se salva, hasta ahora, la familia real de Bélgica. En la de Luxemburgo se han divorciado estos días el príncipe Louise, hijo de los grandes duques, y Tessy. En Mónaco, Carolina de Philippe Junot y, luego, Estefanía, primero de Daniel Ducruet y, posteriormente, de Adans Peres; en Noruega, recientemente, la princesa Marta Luisay Ari Behn; el Reino Unido bate todos los récords: primero, con la princesa Margarita, hermana de la reina Isabel, de Tony Amstrong Jones así como Carlos de Diana Spencer, Andrés de Sarah Fergusson y Ana de Mark Philipps. Todos ellos hijos de la soberana reinante. En Holanda, las princesas Irene y Cristina, hijas de la reina Juliana, hermanas de la reina Beatriz y tías del actual rey: la primera, de Carlos Hugo Borbón Parma y la segunda del cubano Jorge Guillermo.
En Dinamarca, el príncipe Joaquín, hijo pequeño de la reina Margarita, de Alexandra Manley; en Suecia, las hermanas del rey, princesas Brigitta, del príncipe Juan Jorge de Hohenzollern y la princesa Margarita de John Ambler. Y hasta el Aga Khan, gran amigo de Don Juan Carlos y por dos veces. La primera, de la Begun Salimah y la segunda de la Begun Inaara; y en la Familia Real española, la Infanta Elena. Pero, sobre todo, no olvidemos que la actual reina consorte de España es la única divorciada de todas las monarquías europeas.
Todos estos divorcios de matrimonios de la realeza no difieren mucho de los de otras parejas de la alta y baja sociedad: el desamor, el desengaño, los adulterios, el cansancio, la desilusión y, en algunos casos, la existencia de un amor sin matrimonio porque, desde hace tiempo, la relación se ha convertido en un matrimonio sin amor.
Yo, como Jesús Vázquez, también sufrí acoso escolar. A diferencia del admirado presentador que “pasó momentos malos al principio” a mí no me dejó secuela alguna. Posiblemente, porque me buscaba el acoso con mi vestimenta impropia de un niño de 10, 12 y 14 años. A esa edad, iba al colegio religioso de los maristas con corbata de lazo, chaleco de doble botonadura, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta y grandes puños por encima de las mangas. ¡Un primor! Era como pedir a gritos “niños, ¿no me decís?” Y me decían, ¡claro que me decían! Pero me daba igual. Era un provocador y, además, a diferencia de los niños del último banco de Federico García Lorca, yo nunca lloré ni me entristecía, sino que me sentía feliz en ese paraíso, que me permitía soñar. ¡Me aburrían tanto las clases! Sin tener que luchar para que mi corazón no albergara ni rencor ni odio, como dice el querido Jesús. Yo aconsejaría a los niños que se sienten acosados, como me sucedía, que no hagan caso, que desprecien a sus acosadores, que respondan con sonrisas, como hacía yo cuando me insultaban, por mi aspecto de niño repelente de jaimito encorbatado. Eso era lo que les jodía. Que no les hiciera caso, que los despreciara. ¿Contarlo en casa? Nunca. Mi padre no me hubiera apoyado. Muy al contrario. “¡Defiéndete!”, hubiera dicho. Sabía que tenía un hijo rarito que iba por el mundo pidiendo guerra. Pienso que hay bullying peor que el de los compañeros: el de ciertos profesores.
