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Remington Steele, la transgresora serie en la que la jefa era ella
Remington Steele, la transgresora serie en la que la jefa era ella
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- Isabel Vázquez
5 de enero de 2017 / 12:33
Etiquetas:
Feminismo
Nostalgia
Series
Televisión
Corría el año 1982. Dolly Parton se desgañitaba desde todas las emisoras de radio cantando que las mujeres currantes de nueve a cinco estaban hasta el moño de tanto potreo por parte de sus jefes (“Usan tu mente y no te reconocen ningún mérito, suficiente para volverte loca si les dejas”) cuando Laura Holt apareció por primera vez en el prime time de NBC con la siguiente confesión: “Déjenme que les cuente un oscuro y misterioso secreto: el gran detective Remington Steele no existe. Yo lo inventé. Siempre me gustaron las emociones fuertes, así que estudié, aprendí el oficio y monté una agencia que llevaba mi nombre. Pero nadie en absoluto llamó a mi puerta. Una mujer detective privado sonaba tan… femenino. Así que me inventé un superior, masculino, por supuesto. De repente, empezaron a llover casos, no paraba de trabajar”. La protagonista de la nueva serie de investigadores de la cadena parecía haber dado con la solución para eliminar al jefe sin sangre: ser ella la jefa y fingir que reportaba a un tío que, en realidad, no existía.
Cuando arrancó la serie, Laura Holt era Remington Steele, una graduada summa cum laude por Stanford con negocio propio y dos trabajadores a su cargo, era joven y, oh cielos, soltera. A Bob Butler, veterano director de Canción triste de Hill Street, le costó una década colocar esta idea. Los ochenta arrancaron con muchas ganas de hacer series sobre mozas trabajadoras, siempre que estuvieran buenas y se plegaran a un jefe varón. Como Los ángeles de Charlie. Holt no cumplía del todo con lo que los ejecutivos de las cadenas consideraban que era el nivel de tolerancia en esos momentos del espectador medio ante una mujer protagonista, investigadora, además.
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Así fue como Laura, interpretada por la actriz Stephanie Zimbalist, terminó enfrentada a las uvas de rancio abolengo de Falcon Crest de la CBS los viernes por la noche. Menuda y atlética, era capaz de resolver cualquier cuerpo a cuerpo y corría que se las pelaba con zapatos salón destalonados. Una joven brillante y ambiciosa que, ante el recordatorio de que se le pasaba el arroz (en los ochenta, la prórroga acababa con la veintena), se encogía de hombros y no manifestaba un interés prioritario por tener hijos. Ya tenía ella un curro súper bueno que ocupaba todo su tiempo. Quizá la apuesta feminista más audaz hasta la fecha de una televisión americana cuajada de amas de casa.
D. R.
Durante la primera temporada a Laura Holt se la llevaban los demonios porque el señor Steele acaparaba todos los aplausos por el trabajo que ella desarrollaba. Había creado al jefe perfecto (en su caso, ninguno) y, por arte de birlibirloque, este jeta se lo había apropiado
Zimbalist era la primera en créditos y la protagonista de la historia, la chica que se escondía tras el nombre del jefe falso, el del título, ése que ella había inventado combinando la marca de una máquina de escribir y un equipo de fútbol. Un nombre rotundo, viril, que todo el mundo, dentro y fuera de la serie, empezó a identificar enseguida con la imagen del impostor, con la gallardía y el pelazo de Pierce Brosnan.
Durante la primera temporada, entre caso y caso, a Laura Holt se la llevaban los demonios porque el señor Steele acaparaba todos los aplausos por el trabajo que ella desarrollaba. Había creado al jefe perfecto (en su caso, ninguno) y, por arte de birlibirloque, este jeta se lo había apropiado, pero estaba dispuesta a aguantar el tirón porque él no tenía ni idea del oficio y eso garantizaba que ella siguiera siendo la que mandaba. Por eso y porque al mismo tiempo tampoco ella era inmune a su encanto (quién podría culparla, menudo pimpollo era Brosnan). Por otro lado, cuanto más lista y capaz era Laura, más le gustaba a él. En el ADN de la serie estaba el reconocimiento de que ella era sexy porque llevaba los pantalones y tenía un cerebro privilegiado (que coronaba con una colección de sombreros maravillosa), uno de los grandes hallazgos de la serie que muy pronto se volvió en su contra. Pobre Laura. No sólo tuvo que lidiar con los grandes dramas de los ochenta, el sexismo y el encrespamiento capilar: también con la eclosión de la comedia romántica.
Remington Steele se concibió como un galimatías de género, un noir transgresor con inversión de roles donde el héroe era ella y él la cosa bonita por la que perder la cabeza. Pero, fundamentalmente, era una dramedia, una comedia con capítulos de casi cincuenta minutos con estupendos diálogos que podían haber firmado Garson Kanin y Ruth Gordon, y también con una mojigatería propia del Código Hays. Michael Gleason justificaba la necesidad de la tensión sexual no resuelta como una reacción al cine de esa época, en el que “se veía todo”.
Para evitar que Laura pareciera una estrecha, se inventaron un pasado de locatis reformada y aludían todo el rato a que podía buscarse la ruina con el negocio si se enrollaba con su irresistible partenaire. ¿He mencionado ya lo guapísimo que era? No exagero, lo mismo pensaron los fans que enviaron cartas por toneladas y convencieron a los que mandaban en los despachos de que había que cambiar las tramas. Más romance, más comedia y, por irónico que pueda parecer, más paridad: más Cary Grant y menos Katherine Hepburn, más señor Steele y menos Laura.
D. R.
La serie alcanzó su pico de popularidad en la tercera temporada. Ella ya no le tomaba el pelo tanto por no ser investigador profesional, empezó a tratarle como un igual y él se enseñoreó con la empresa y la serie. Aunque la historia nunca abandonó del todo la idea de que él era un mantenido y ella seguía siendo la máxima autoridad, las tramas de Laura fueron perdiendo peso en favor del gran enigma, saber quién era él en realidad.
Tras cuatro años de resolver misterios pelando la pava sin consumar, de morrearse mientras vigilaban museos encuerados de pies a cabeza, de compartir colchón fingiendo ser un matrimonio, de amartelarse en viñedos disfrazados de monjes, la dinámica entre los personajes era de una atracción- repulsión casi fraternal. Remington Steele tuvo dos finales (tras ser cancelada en 1986, grabaron seis capítulos más de coda): en uno, Laura se casaba a regañadientes para que a él no le deportasen (lo que hacía que, definitivamente, la empresa pasara a ser propiedad de él) y en el otro, empeñaba toda su energía y buen hacer en resolver el misterio de la identidad del falso Remington Steele. En las dos ocasiones, tuvieron el cuajo de cerrar sin cópula ni nada. “Éste no es el personaje por el que yo firmé”, se lamentaba Zimbalist durante los últimos días de rodaje.
Si usted pregunta por ahí, Laura Holt es conocida, con suerte, por ser “la ayudante de Remington Steele”, una evaluación injusta para una serie transgresora y un personaje adelantado a su tiempo. Laura Holt nunca dejó de ser una mujer sagaz y obstinada, era ella quien resolvía los casos, quien tomaba las decisiones y quien firmaba los cheques. En su tiempo libre practicaba ballet, tocaba el piano y construía esculturas con metales, con escafandra y soplete de soldador, y, con el tiempo, se aficionó también al cine. Jamás la vimos cocinar y en contadas ocasiones, acunar un bebé. Vale que terminó como tantas otras, claudicando por amor, pero para muchas niñas de los ochenta, fue la primera mujer que veíamos en la tele a la que queríamos parecernos.