AMPARO MUÑOZ, la gran olvidada

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Por Luis Muñoz Diez


He tardado en escribir esta carta, que sin duda es de amor, por pudor de subirme a un carro ahora que finalmente eres polvo de estrellas, pero se fue disipando esa idea según pasaban los días, al comprender que en tu constante huída estabas a la misma distancia antes que ahora.

Eras la luz que alumbraba los kioscos de prensa, estrella indiscutible: miss España, miss Europa, miss Universo, ¿quién da más? Y así, sin transición, te sacudiste el pelo y dejaste caer las diademas, te abanicaste con los títulos y te metiste a hacer cine con un título tan romo y esclarecedor como Sensualidad, al mismo tiempo que yo, con la diferencia de que tú eras una estrella y yo no, pero estábamos en lo mismo. Un día, acompañando a un productor que nunca lo fue y a un director que sí, fuimos a llevarte un guión a tu casa. Acabada la visita te llevamos a no sé dónde. En el coche me miraste a los ojos, yo me ruboricé, y tú, coqueta, con el dulce seseo malagueño, me dijiste: “Luis, tú te llamas Muñoz, igual que yo, ¿no seremos primos?”. Yo me sentí el elegido, aunque tu deferencia conmigo fue, sin duda, porque, con diferencia, era el más niño de los tres varones que te acompañábamos. Y claro, quería ser tu primo o lo que fuera, pero tuyo.

Tarde en volver a verte, coincidimos en un rodaje en el castillo de Niebla. Eras una de las picaras, serie que produjo José Frade con el éxito asegurado de emitirse la noche del viernes en la única cadena de televisión que había. El maquillador se quejaba satisfecho: “le da igual lo que le hagas, sale bien siempre”, y eran ciertas las dos cosas: que eras bellísima y que te daba igual, quizá demasiado, lo que te hicieran. Ya, por entonces, habías rodado mucho. Te habían dirigido los mejores: Saura, Miró, Chavarri, Camino, Uribe, Martínez Lázaro…

Pero no volví a verte más. Te fuiste a México y volviste entre rumores e historias dignas de heroína de narcocorrido. Todas morbosas, alguna siniestra, como que te inyectabas en determinados sitios para que no se te notase. Leyendas urbanas que alimentaban el morbo. Tanto rumor siniestro se materializó en una portada en la que se decía que estabas terminal de sida en un hospital madrileño. Lo desmentiste con un humillante cerificado médico en la mano, en la portada de la revista Hola, abrigada con un jersey de algodón en la terraza de un hotel de Málaga. Bella, muy bella, pero triste, muy triste. A partir de ahí, sólo ruido y barullo. Te sometías por dinero a la máquina de la verdad, acudías a programas de corazón, te volviste a casar, rodaste Familia, la estupenda película de León de Aranoa, pero, ¡ay Amparo!, esos ojos dolía verlos.

Que te habías apagado, definitivamente, en la casa de tu querida familia, en Málaga, me lo dijo mi hijo. Yo me acorde de las imágenes en el hotel malagueño donde negabas tu propia muerte, con los brazos cruzados como abrazándote a ti misma. Por fin te habías librado de un pesado lastre: el desamor y la enfermedad. Pero, ¿de qué huías?, tal vez de nuestro peor enemigo: nosotros mismos. ¡Ay Amparo!, has vuelto a ser polvo de estrellas.
 
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