Alegre ma non tropo

5 secretos sorprendentes de la exposición de Man Ray
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Por Josep LambiesPublicación: lunes 11 febrero 2019, 9:48h

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Erotique voilée
La Fundación Canal acaba de inaugurar la exposición 'Man Ray. Objetos de ensueño', una inmersión en el lado onírico de la obra del maestro dadaísta, en la que se reúnen más de 100 piezas, entre fotografías y esculturas. Por cierto, la entrada es gratis, que siempre es un buen aliciente. Si necesitáis más razones para visitarla, aquí os las damos. Empecemos por la imagen de aquí arriba, el famoso 'Erotique voilée', en el que la artista Meret Oppenheim posa desnuda junto a una rueda de imprenta, con un brazo manchado de tinta alquitranada, algo andrógina, perfecta suma de lo sensual y lo mecánico. Sirva como umbral para adentrarnos en los reinos donde brotan las fabulaciones del subconsciente más perverso.

1. Este es el cadáver de Marcel Proust. La exposición empieza con un pequeño mural de la fama. Ahí están los retratos espectrales de Jean Cocteau y del poeta Louis Aragon, consumidos por el aura radiante que emana de su piel, de los miembros del grupo surrealista disfrazados para una fiesta de disfraces, de Gertrude Stein posando delante del cuadro que le pintó Picasso. Pero lo más impactante es una foto mortuoria del escritor Marcel Proust amortajado, envuelto en el sudario, con las ojeras ennegrecidas y la piel de cera, durmiendo el sueño eterno en un tiempo reencontrado que florece como las hojas del tilo que se abren en un barreño de agua caliente.


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2. La luz que lo empaña todo. La exposición recoge las temáticas recurrentes de la obra de Man Ray. Ahí están, por ejemplo, sus experimentos con la luz, divididos en dos secciones. Primero, la serie de los rayogramas, que son fotografías tomadas sin cámara, en las que los objetos se fijan directamente sobre el papel fotosensible mediante golpes de luz. Llaves, bombillas, ralladores de queso, botones y tijeras quedan inscritos como destellos de lo cotidiano. Aquí abajo tenéis un ejemplo. Luego está la serie de las solarizaciones, esos retratos sobreexpuestos en los que los rostros tienen un brillo misterioso, astral, a medio camino entre lo humano y lo fantasmagórico.

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3. Muñecas rotas, mujeres de cera. En 1938, la Galerie des Beaux-Arts de París acogió un encuentro internacional de artistas surrealistas, para el cual cada uno de los participantes creó un maniquí. El de Dalí, por ejemplo, mostraba una mujer de plástico con incrustaciones de cuero negro y cubierta de cucharas de aluminio,entre la sensualidad del desnudo y el relumbre metálico del cyborg. Man Ray los fotografió a todos, y luego los reunió en un libro de edición limitada que tituló 'Resurrection des mannequins'. Además, creó su propio modelo, con dos pipas burbujeantes enredadas en la peluca y cuatro lágrimas de cristal derramándose desde los párpados.

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4. La forma sospechosa de la garganta de Lee Miller. A menudo, y de manera injusta, la historia ha relegado a Lee Miller a una nota al pie de página en la enciclopedia surrealista, donde siempre se la presenta como musa y amante de Man Ray. En realidad, Miller era una artista como la copa de un pino. Hasta hace unas semanas en la Fundació Miró de Barcelona podíamos familiarizarnos con su obra fotográfica visitando la exposición 'Lee Miller y el surrealismo en Gran Bretaña'. Es cierto que Man Ray estaba obsesionado con todas y cada una de las partes de su anatomía. Pintó sus labios en el cuadro 'À l'heure de l'observatoire' y fotografió su cuello echado atrás coronado con la línea del mentón. Hay quien reconoce en esta imagen el eco subliminal de una forma fálica.

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5. Ese oscuro objeto del deseo. Hay algo perverso en todas las esculturas de Man Ray que conecta con la parte más tenebrosa de la líbido. Están esos brazos, esas manos de cobre como exvotos o fetiches que nos seducen como el canto erótico de lo más macabro. Está el busto imaginario del Marqués de Sade, creado a retazos, como una manifestación del morbo resquebrajado. Y están esos melocotones congelados dentro de un reliquiario pintado de azul como nalgas sodomitas expuestas a un sol de verano. En la serie de los autorretratos, Man Ray posa junto a algunos de estos objetos, convertidos en extensiones de su propia anatomía, anticipando el advenimiento de la nueva carne.

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Redacción

Por Josep Lambies 43 publicaciones

Jefe de redacción y coordinador de las páginas de Cine de Time Out Madrid. Algunos cuentan que estuvo persiguiendo un Jaguar color verde aceituna hasta las puertas del parque del Presidio

https://www.timeout.es/madrid/es/noticias/5-cosas-sorprendentes-de-la-exposicion-de-man-ray-020619
 
Que masturba o se masturba en el planeta que habitamos
Publicado por David Araújo
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Fotografía: mlecuni (CC BY-NC-SA 2.0)
Si uno no sabe qué es una interrogación y acude al Diccionario de la lengua española (DLE) para calmar su inquietud, encontrará que una interrogación es una pregunta; si no quedara satisfecho con el hallazgo, porque también desconociera qué es una pregunta, y tuviera que buscar el significado de esta en el mismo DLE, se le dirá que una pregunta es una interrogación. Con sus definiciones de estas palabras («interrogación: pregunta»; «pregunta: interrogación que se hace para que alguien responda lo que sabe de un negocio u otra cosa»), nuestro principal amansaburros poca burricie puede amansar, puesto que nos deja igual de ignorantes que antes de que lo consultáramos.

Otro ejemplo de esta estructura circular lo podemos encontrar en vivir-morar-habitar. Imaginemos que alguien no entiende la frase «Vivo en Santander» y que pretende ahogar su insipiencia en el diccionario académico. La acepción que corresponde al verbo vivir en este contexto sería la de «Habitar o morar en algún país». ¿Y qué significa habitar? «Vivir o morar». De una ventanilla nos han enviado a otra, y de esta nos han vuelto a enviar a la primera. Es algo que nos ha ocurrido más de una vez a los que consultamos el diccionario.

Admiro el papel que la RAE viene desempeñando desde hace más de trescientos años como llámesele guardiana, inspiradora, guía, notario, y en todo caso referencia lexicográfica del español, pero hay cosas del DLE que desde hace algún tiempo me tienen hablando solo. Y, por si fuera cierto aquello de que pensar a solas es pensar a medias, quiero compartir mis dudas, por si, como decía Borges, otros dubitadores me ayudan a dudarlas. Hay muchos misterios para mí en este diccionario, y los expondré, no como erudito en la materia, ni mucho menos, porque ni siquiera soy lingüista, sino como usuario de a pie, ávido lector de los significados de las palabras y limitado, aunque persistente, pensador del sentido de las definiciones. En ocasiones, y sobre todo por razones que van más allá de lo idiomático, dirigimos nuestras consultas o juzgamos a la RAE con una airada actitud censoria, de reproche o haciendo gala de un retintín que refleja un afán malicioso por pillar a la institución en un renuncio. En la divergencia entre mi criterio y el del diccionario tiendo a pensar que es el diccionario el que lleva razón, aunque a veces yo se la dé con cierto recelo. Se trata, como digo, de dudar, no de señalar supuestos defectos.

Qué mejor lugar para empezar a dudar que el «planeta que habitamos». Esta es una de las acepciones para tierra. ¿No es un poco enigmático ese «habitamos»? Está generalmente aceptado que la definición, para ser tal, tiene que ser una información sobre todo el contenido y nada más que el contenido de la palabra definida, y, además, ha de aspirar a expresar una idea con la máxima precisión. Y a mí en «habitamos» me parece que hay bastante imprecisión, porque no sé si con esa primera persona del plural se quiere decir que los que habitan el planeta Tierra son los que trabajan en la Academia, o los hispanohablantes, o las personas que pueden leer; o si solo habitamos la Tierra el académico que escribe la definición y yo, que soy el que la lee, y el que con aquel forma parte del contexto comunicativo; o la humanidad; o el conjunto de todos los seres vivos, incluyendo animales y vegetales.

También el Oxford Dictionary incurre en la misma, a mi juicio, vaguedad: «The planet on which we live», pero el Dicionario da Real Academia Galega, por ejemplo, recoge que es un «Planeta do sistema solar (…) sobre o que existe vida». No me he memorizado todo el DLE, pero esa licencia de autoincluirse en una definición es algo, si no insólito, poco frecuente. No hay rastro de la primera persona en algunas palabras de cuyo concepto no hay la mínima duda de que el enunciador forma parte: es este una persona y no por ello define este vocablo como «los que formamos parte de la especie humana», ni humano como «los seres que tenemos naturaleza de ser racional», sino que respecto a estas mantiene una actitud de distanciamiento.

La forma verbal que se utiliza en tierra es, según mi poco autorizado juicio, no solo imprecisa, sino que adolece de subjetividad, al no estar redactada desde un punto de vista neutro. Bien es cierto que lo que más preocupaba, y preocupa, sobre el aspecto de la subjetividad en la definición no es que el definidor no mantenga a raya la percepción de sí mismo, sino sus sentimientos, desvelos y pasiones. Existen numerosos ejemplos divertidos en diferentes diccionarios en los cuales no se oculta su punto de vista sobre lo que se está definiendo, a veces con tan brillante resultado como el de la definición de lexicógrafo incluida en el diccionario de Samuel Johnson, recogida en los Estudios lexicográficos de español, de Manuel Seco: «Ganapán inofensivo que se ocupa en descubrir el origen de las palabras y en precisar su significado», donde el autor reivindica la fatigante tarea del escritor de diccionarios.

Aunque en el DLE actual no aparecen casos flagrantes de subjetividad como el que se observa en «El himeneo poéticamente considerado por la luna de miel de los pobres tontos que se someten voluntariamente a la sagrada coyunda matrimonial» que, en el Diccionario nacional de Ramón Joaquín Domínguez, describe lo que es vínculo de flores, sí deberíamos fijarnos en algunos rasgos de las definiciones con los que, en mi opinión, se vulnera la neutralidad. Dice Manuel Seco (y si algo de lo que se dice en lexicografía puede ir a misa, con toda probabilidad ha de ser lo que diga Manuel Seco) que «las opiniones filosóficas, religiosas, políticas, estéticas, morales del redactor (…) deben desvanecerse detrás del tejido verbal de sus enunciados definidores» y en el DLE encontramos, o al menos a mí me lo parece, rasgos que están sujetos a una valoración estética personal, especialmente en lo referido a animales y plantas.

En la definición de taclobo leemos «Molusco lamelibranquio de gran tamaño y concha hermosa, que abunda en Filipinas…». Si yo veo un molusco lamelibranquio en la isla de Palawan, pero su concha no me parece hermosa, ¿he de descartar que se trate de un taclobo? Algo parecido ocurre con sietecueros, árbol de «hermosas flores cambiantes», o con plátano, cuya madera blanca rosada «ofrece un bello jaspeado». Diferente es que se incluya en la descripción algo como «cuyo canto es apreciado por su belleza» (porque puede ser un hecho objetivo que a la mayoría de la gente le resulta bello ese canto) que apuntar, como ocurre en el DLE, que el jilguero «canta bien» o que el satirio «nada muy bien» o que la moscareta «tiene canto agradable». Háblame de lo agradable que me resulta el canto de la moscareta si cada día me despierta sin que yo quiera a las siete de la mañana, sobre todo, si mi equipo ha perdido la noche anterior.

Quiero resaltar que esta falta de objetividad que yo encuentro, si realmente existe, es materia de chisme intrascendente y no debiera generarnos ningún tipo de conflicto ideológico. No son lo mismo estas calificaciones de las características de un animal o de una planta que aquellas (que extraigo también de los citados estudios de Manuel Seco) con las que se venía arriba R. J. Domínguez. Este, además de compadecerse de los pobres tontos que se iban a casar, catalogaba en su diccionario, uno de los más pasionales (y apasionantes) y subjetivos que nos podamos encontrar, el término alteza como «ridículo tratamiento», y en la definición de rey tampoco ocultaba su acritud hacia la figura real: «El que es magnánimo y noble en sus acciones, liberal, espléndido, generoso, munífico, etc., por suponerse gratuitamente que los monarcas tienen esas brillantes prendas…». El lío en el que se podía haber metido Domínguez si, en vez de en un diccionario del siglo XIX, hubiera escrito eso hoy en un tuit…

Reduzcamos, por lo tanto, a mera anécdota la presunta subjetividad de nuestros académicos, y que nadie use mi argumento, mi duda, mejor dicho, para acusarlos de moscaretistas por ensalzar el canto de la moscareta, mientras de otros pájaros, el cuclillo, por ejemplo, se abstienen de realizar juicio laudatorio alguno.

Sobre el diccionario académico decía el lexicógrafo colombiano Rufino José Cuervo «hay que generar debate para no tomar todas sus palabras como decisiones muy pensadas y definitivas». Y aunque debo insistir en que puedo estar (seguramente lo esté) equivocado, parece que esto ocurre especialmente en lo relativo a palabras de índole sexual. Me da la sensación de que, no sé si por un atávico recato, muchas se han escrito a vuelapluma, pasando por ellas de puntillas y, en la medida de lo posible, sin retocarlas durante largas etapas. Se despacha con dos palabras coito. Yo no pido que me explique un académico cómo se practica el coito, pero si para gato tiramos de sesenta y dos palabras, algo más del coito se me podrá contar. Se nos habla de la vida y milagros del animal (que si caza ratones, que cómo tiene la lengua), pero luego nos entra el laconismo cuando hablamos de coitos, cópula, nepes y vaginas. Esta diferencia, no concretamente la referida a la extensión de las definiciones de gato y coito, sino la que se da en general a lo largo de todo el libro entre palabras según al ámbito al que pertenezcan, es uno de los blancos a los que los entendidos en la materia apuntan para criticar la falta de sistematicidad en el DLE. Y aunque está claro que no todas las ideas necesitan un número de palabras similar para ser explicadas, con una rápida ojeada al diccionario se puede verificar que hay acepciones muy largas que se apartan del propósito descriptivo e incurren en un enciclopedismo más propio de diccionarios específicos sobre materias concretas.

Volviendo al recato con el que parecen tratarse las palabras relacionadas con el s*x*, se pueden apreciar varios casos en los que se emplea un lenguaje poco moderno, y dudo si esa ausencia de aire fresco en este tipo de vocablos es fruto de una actitud de mesura, timidez o falta de interés del definidor contemporáneo, que así como le viene la definición la deja, para no implicarse demasiado en un asunto incómodo: «Inclinación vehemente a la lascivia» —que, por cierto, es preciosa (la definición, digo), pero no sé si tanto como para hacerle un «no la toques, que así es la rosa»— es la única acepción de salacidad, y «propensión a los deleites carnales» es la lascivia. Ambas definiciones parecen sacadas de un sermón de un fraile del siglo XVIII. ¿Quién habla hoy así? Que la palabra definida fuera más frecuente en otro tiempo que ahora no quiere decir, hasta donde yo sé, que se la tenga que definir con palabras propias de otro tiempo. Incluso en algunas de estas palabras antiguas parece que quedan restos de juicios morales totalmente desfasados hoy.

En rabisalsera nos topamos con «Dicho de una mujer: Que tiene mucho despejo, viveza y desenvoltura excesiva», y la palabra cualquiera, que es común en cuanto al género en la mayoría de sus acepciones, tiene una específicamente en femenino para «Mujer de conducta moral o sexual reprobable». No sé yo si hay, con los cánones sociales que rigen en el siglo XXI, un momento en el que la desenvoltura femenina pueda, o deba, empezar a considerarse excesiva, pero todo apunta a que esta clase de apreciaciones son rémoras de épocas pasadas, porque es difícil encontrar definiciones en las que la desenvoltura masculina vaya ligada al término excesivo. Sí se asocia excesivo a una característica masculina, que también tiene tufillo a siglos pasados: en la séptima acepción de gurrumina aparece «condescendencia excesiva de un hombre con su mujer». Y no veamos más allá en el análisis de estas definiciones. Solo estoy haciendo notar un posible desfase, un anacronismo, quizás por descuido, o porque no es operativo sumergirse cada cierto tiempo en el dilatado océano de la lengua española para remover significados que, arcaicos o no, no dejan de ser correctos. Y este apunte no tiene relación con las polémicas recientes sobre la inclusión de términos discriminatorios que la sociedad actual utiliza, en las que parece que se culpa a los que recogen esas palabras en el diccionario de su existencia y uso.

En este sentido, no solo es lógico, sino hasta útil, que esas palabras figuren en cualquier obra lexicográfica, para que sepamos qué tenemos que reprocharnos a nosotros mismos por hacer que subsistan. Pero, a lo mejor, los académicos sí que podrían tener una cierta consideración con aquellas palabras y expresiones que arrastran sedimentos de aspectos sociales que hoy nos afanamos en desechar, y asociaciones como «desenvoltura excesiva» o «conducta sexual reprobable» aplicadas a la mujer, que se usan en el DLE para definir otros conceptos y que seguramente hace doscientos años estaban abocadas a surgir en infinitas ocasiones con convencimiento y espontaneidad, hoy no deberían aparecer con la misma naturalidad.

Y no puedo terminar mis dudas compartidas sin referirme a una palabra que nos toca (nunca mejor dicho) a casi todos de cerca: pajill*ro/a, que para la RAE es una «persona que masturba o se masturba». Párenlo todo, porque esto es más serio de lo que parece. ¿No se echa de menos un «mucho», un «frecuentemente» o algo por el estilo que no nos meta a todos en el mismo saco? Vamos a ver: en borracho hay una acepción que incluye «habitualmente» para la acción de emborracharse (aunque también figura la de «ebrio» sin más), que permite diferenciar al que se pilla una cogorza la noche de fin de año del que se pasa media semana bebiéndose hasta el agua de los floreros. Para glotón tenemos «que come con exceso…», no «que come» y ya está. Al menos en mi círculo, esa palabra, pajill*ro, que en un adolescente es redundante, aplicada a un adulto siempre se ha usado teniendo los factores frecuencia (lo hace mucho) y soledad (se masturba, que masturbar a otra persona, por mucho que lo hagas, ya te da un cierto caché que no se ajusta en absoluto al que sugiere la palabra pajill*ro) muy presentes. Quizás lo que ocurrió con esta definición fue que se «utilizó», a modo de plantilla, una antigua referida a la pajillera como «prost*t*ta que masturba a sus clientes» (acepción que hoy ya no aparece, pero que hemos conservado para adaptarla). En este caso, al ir la actividad (masturbar) asociada a una profesión (prost*t*ta) no hace falta especificar que se hace con frecuencia, pero cuando se trata de un término con el que caracterizamos a alguien, además de manera despectiva, habrá que matizar que la iteración, la inoportunidad, la importancia o la circunstancia que sea juegan un papel determinante.

Y si se incluye el definidor en la definición de tierra, si en ese caso a este no le importa decir que él también habita ese planeta, que dé la cara y se incluya aquí también el que escribe en la de pajill*ro, porque si esto es realmente como se cuenta en el DLE, que tire la primera piedra, con la mano que tenga menos cansada, el que no masturba o se masturba.
https://www.jotdown.es/2019/02/que-masturba-o-se-masturba-en-el-planeta-que-habitamos/
 
La revista por** más antigua de la historia
Publicado por E. J. Rodríguez


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Quisiera ser tu espejo para que me mirases siempre.
Quisiera ser tu ropa para que me vistieses siempre.
Quisiera ser el agua que lava tu cuerpo.
Quisiera ser el ungüento, oh mujer, con el que te untas,
y ser la cinta en torno a tus pechos, y ser las cuentas en torno a tu cuello.
Quisiera ser tus sandalias para estar donde tú pisas.
Oh mi hermosa, quisiera ser parte de tu vida, como una esposa.
Con tu mano en la mía, tu amor sería correspondido.

Fragmento de La canción de la flor, poema egipcio, circa 1500 a. C.

En 1824, el francés Jean-François Champollion, padre de la egiptología moderna, estaba preparado para publicar su obra magna, Resumen del sistema jeroglífico de los antiguos egipcios, en la que hacía una increíble revelación al mundo: sabía cómo descifrar aquella lengua escrita que había permanecido como un enigma, en apariencia irresoluble, durante siglos y siglos. Aunque su principal arma fue la famosa «piedra de Rosetta», que había estudiado desde 1808, terminó de asegurar la precisión de sus hallazgos gracias a ciento setenta papiros que Bernardino Drovetti, un inescrupuloso coleccionista italiano, se había traído del expoliado país de los faraones. Champollion se adentró con una reverencia religiosa en la sala de los papiros del Museo Egipcio de Turín, a la que definió con elevados términos: «el columbario de la historia. (…) Ningún capítulo de Aristóteles o Platón es tan elocuente como esa pila de papiros». En la crónica epistolar de su éxtasis empleó una cita del poeta romano Virgilio para expresar la honda emoción que le invadió ante la visión de aquellos antiquísimos documentos: Quis talia fando temperet a lacrimis?, «¿Quién podría contener las lágrimas?».

Hubo, sin embargo, un papiro que lo dejó estupefacto y consternado. Champollion concebía las representaciones artísticas egipcias como un modelo de elegancia y espiritualidad, desprovistas de la sensualidad desbocada de obras romanas y griegas que retrataban prácticas sexuales de toda suerte. El erotismo era un tema casi ausente del arte egipcio, cuya escasa imaginería sexual giraba en torno a los antiguos mitos sobre la creación, donde la eyaculación o el coito representaban el impulso vital que pone en marcha el mundo. En el panteón egipcio, la penetración podía representar también el dominio de un dios sobre otro, en especial cuando ambos eran varones: el dios Seth violó a su sobrino Horus para imponerse a él. En un enfrentamiento, el dios sodomizado sufre la humillación última y es forzado a reconocer su completa derrota. Incluso antes de traducir los jeroglíficos, resultaba evidente que el erotismo es una rareza en el arte egipcio. Es comprensible que el llamado «papiro erótico de Turín» (o, a veces, «papiro satírico») perturbase a Champollion, porque ponía en peligro su ideal de los egipcios como un pueblo solemne y mesurado: «Era una imagen de obscenidad monstruosa que me produjo una impresión realmente extraña sobre la sabiduría y la compostura de los egipcios».

Datado en torno al año 1200 antes de nuestra era, el papiro que tanto disgustó a Champollion consta de dos secciones, de las que muchos fragmentos se han perdido. La primera parte está repleta de imágenes de animales que realizan actos humanos, no a la manera de los dioses con cabeza de animal y otras criaturas mitológicas, sino con intención humorística; las bestias discuten entre sí, conducen carros, recogen fruta de los árboles o practican un juego de mesa que recuerda a una forma primitiva de ajedrez. En definitiva, estampas caricaturescas no muy distintas a las de nuestros dibujos animados. La segunda parte consta de una docena de viñetas en las que un hombre, provisto de un pexx desproporcionado, mantiene relaciones sexuales con varias mujeres en diversas posturas, incluyendo el uso de objetos para la penetración vaginal.

El propósito erótico de estas escenas es evidente y Champollion no podía encontrar la manera de interpretarlas como referencias mitológicas. Las mujeres dibujadas siguen el canon de belleza tradicional del antiguo Egipto, donde juventud y hermosura eran sinónimos; estas mujeres tienen cuello esbelto, son muy curvilíneas en los muslos, las nalgas y las caderas, pero tienen cintura estrecha. También son de piel broncínea, ni demasiado oscura ni demasiado clara. Aparecen rodeadas de simbología amorosa: flores de loto y campanilla, o un sistro, instrumento similar a una maraca hecha de piezas metálicas que, entre otras cosas, servía para invocar a Hathor, diosa del amor y de la danza. Así pues, no hay nada en estas figuras femeninas que rompa con el ideal de mujer que los egipcios plasmaron en casi todo su arte.

Los personajes masculinos del papiro, en cambio, sí rompen con todos los cánones. Están medio calvos, cuando entre los varones egipcios lo aceptable era raparse por completo la cabeza, aunque fuese para llevar una peluca. Aún peor, muestran la barba desarreglada; en la época de este papiro, el no afeitarse era signo de bajo estatus social. Aún podía considerarse aceptable, en determinados estratos, el lucir una barba muy bien cuidada y recortada según la tradición, aunque la moda predominante era la de estar bien afeitado; en pinturas de la época pueden verse escenas de barberos muy atareados, mientras una cola de clientes aguarda con paciencia su turno. Así pues, los varones del papiro erótico son seres ridículos, inadaptados. El enorme pexx, que en otras circunstancias podría representar fertilidad, es un detalle de extravagancia deliberada, pues no teniendo una intención simbólica, es una exageración con propósito burlesco. Por el cuidado trazo del pergamino, se asume que estaba dirigido a consumidores de clase alta. Champollion pensó que se trataba de una obra clandestina y que la censura imperante entre los conservadores egipcios había impedido que este tipo de por**grafía fuese común.

Esta combinación entre por**grafía y comedia es algo que existe en nuestra propia cultura, pero que los egiptólogos del XIX jamás hubiesen atribuido a sus amados habitantes del antiguo Nilo. Quizá por eso alejaron el papiro de los focos, por vergüenza profesional y también por su incapacidad para ubicar semejante anomalía en los esquemas preestablecidos. Aún hoy, de hecho, es el único papiro erótico del que se tiene noticia, aunque sí han aparecido imágenes sexuales, si bien pocas, en algunas pinturas y objetos.


(Click en la imagen para ampliar). Fragmentos del papiro erótico de Turín expuestos en el Museo de Egipcio de Turín (DP).
El que Champollion descifrase la escritura jeroglífica permitió, irónicamente, que el análisis de los antiguos jeroglíficos revelase una sexualidad mucho más colorida de lo que podría haber imaginado su mirada decimonónica. La poesía egipcia ofrece un retrato muy vívido y colorista de su concepto del amor, teñido de un apasionado romanticismo y una fogosa idealización del otro que resultan muy familiares porque son, en esencia, idénticos a los de los poemas y canciones de nuestros días. En los poemas, que se han seguido descubriendo a lo largo del siglo XX y hasta en el XXI, es donde descubrimos que el papiro erótico no debió de ser clandestino, y ni siquiera algo mal visto por la sociedad egipcia. Aunque entre los egipcios había poetas etéreos, no eran pocos los que escribían de manera muy abierta sobre s*x*, incluso en mitad de poesías en las que predomina un tono romántico. En La canción de la flor, poema que abre este artículo y que en su mayor parte es delicado y sutil, hay unas líneas donde el autor, con lo que suponemos se consideraba elegancia en su tiempo, describe cómo se masturba preparándose para la llegada de su amada:

Y te diría, bien erguido, de pie en la orilla:
Mira mi pez, amor, cómo yace en mi mano,
cómo mis dedos lo acarician y se deslizan por sus costados…
Y entonces diría, con mayor suavidad y con los ojos brillando cuando te miran:
Es un regalo, amor. No hace falta decir nada. Ven, acércate y mira,
esto soy yo.

En este tipo de poseía, como vemos, no siempre necesitaban convertir lo sexual en metáfora; cuando lo hacían era no por pudor, sino porque, como en cualquier otro tipo de literatura, las metáforas eran consideradas bellas. Frases como «Frotaría mi cuerpo con los vestidos viejos que ella tira» o «Él es el lobo del amor que devora mi cueva» eran muy frecuentes en los poemas. Este género romántico, por cierto, también recogía el punto de vista femenino, como en este fragmento donde hay alusiones sexuales explícitas, pero también un cofre, una de tantas metáforas que usaban para referirse a la vagina:

Si quieres acariciar mi muslo,
te ofreceré también mi seno, ¡no te rechazaré!
¿Te irías porque tienes hambre,
acaso eres un hombre tan centrado en tu barriga?
¿Te irías porque necesitas algo que vestir?
Tengo un cofre repleto de suave lino.
¿Te irías porque quieres algo para beber?
Aquí tienes, ¡toma mis pechos!
Están repletos y desbordantes, ¡y todo es para ti!

El antiguo Egipto era una sociedad conservadora para ciertas cosas; el matrimonio, por ejemplo, era una institución sagrada. Se deseaba, aunque no siempre se cumplía, que fuese para toda la vida. Aunque la ley no dijese nada al respecto, en ciertas comunidades la mujer adúltera podía ser castigada incluso con la pena de muerte. El varón que forzase a una mujer casada podía ser emasculado, cuando no ejecutado. Si el adulterio era de mutuo acuerdo, ambos podían ser castigados. Mientras el matrimonio estaba en efecto, la esposa debía someterse al marido, aunque tenía voz en los asuntos domésticos y la educación de los hijos; el hombre estaba obligado a mantener a la familia. Como existía el divorcio, que podía ser solicitado por cualquiera de los cónyuges sin demasiada justificación, hasta en los matrimonios concertados se esperaba que los cónyuges se amasen y respetasen; si eso no sucedía, preferían la separación.

No parece, sin embargo, que existieran normas rígidas para los solteros, salvo la de respetar los matrimonios ajenos. La virginidad no era un valor intrínseco, ni aun en las mujeres, que podían disfrutar de sus cuerpos antes de casarse sin que eso tuviera repercusión en su idoneidad como futura esposa. No les importaba el historial sexual. Los solteros, de manera pública, usaban anticonceptivos como condones de tela o pieles, y espermicidas como aceites, resina de acacia o extracto de semillas de granada. Se practicaban abortos, que no estaban mal vistos. La prostit*ción es poco mencionada, signo de que o era poco común o levantaba poco escándalo, o ambas cosas. El lesbianismo era tolerado; en un relato, una mujer es reprendida porque ha tenido un sueño lésbico, pero el motivo de vergüenza no es fantasear con otra mujer, sino con una mujer casada. Una escritora aclaraba que nunca había mantenido s*x* con otra mujer «dentro del templo», dando a entender que sí lo había hecho fuera de él. La homosexualidad masculina también era tolerada, o al menos estaba bien visto el sujeto activo, porque ser el pasivo sí era motivo de cierta vergüenza. En cuanto al incesto, los egiptólogos llegaron a pensar que era algo habitual, pero se trató de una confusión debida al lenguaje que se usaba entre cónyuges y amantes, que se llamaban «hermano» y «hermana» como simple expresión de cariño y cercanía. Todos los egipcios sabían que algunos faraones se habían casado con sus hermanas, pero la gente común lo evitaba como un tabú. Como mucho, se celebraban bodas entre primos.

Para disgusto de Champollion, allá donde esté ahora, el papiro erótico de Turín no solo fue la primera revista pornográfica de la historia, sino también una representación fiel del desenfado con el que los egipcios veían todo lo relacionado con el s*x*. Salvo el pecado capital de la infidelidad, casi todo estaba permitido. Las personas solteras podían mantener relaciones entre sí con total libertad. La manera en que experimentaban el enamoramiento o la pasión no era diferente a la nuestra, y en algunos aspectos hemos tardado siglos en llegar a un nivel de tolerancia sexual similar a la del antiguo Egipto. Como recomendaba el poema La canción del arpista, escrito hace más de cuatro mil años y grabado por varios egipcios en el interior de sus tumbas: «Disfruta del placer mientras estés vivo».

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Movimiento criónico: ¿Morir (y congelarse) para resucitar?
Es el denominado movimiento de criopreservación, que tiene su origen en Robert C.W. Ettinger, un escritor de ciencia ficción y profesor de Física norteamericano

@abc_conocer
ZaragozaActualizado:24/02/2019 03:16h
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Esta extraña y cara moda parece resurgir entre quienes no tienen problemas para llegar a fin de mes. Es el denominado movimiento criónico (movimiento de criopreservación), que tiene su origen en Robert C.W. Ettinger, un escritor de ciencia ficción y profesor de física norteamericano.

Robert C.W. Ettinger falleció, y lo congelaron, en el año 2011. Dejó el mundo de los vivos (al menos de los vivos calientes) a la edad de 92 años, víctima de una insuficiencia respiratoria, algo muy humano Su idea de congelar a personas que acaban de fallecer en la esperanza de devolverles a la vida cuando la ciencia haya avanzado hasta un punto en que ello sea viable, en un futuro más o menos lejano, oscila entre la fantasía y el ridículo. Su propuesta, rechazada por la mayoría de los científicos, ha servido de inspiración a trabajos de Woody Allen, y ha persuadido a varios cientos de personas previo desembolsos económicos sustanciosos. Los cuerpos se hallan en tanques de nitrógeno líquido en el Cryonics Institute, situado en el subsuelo de Detroit, Estados Unidos. La mayoría han pagado por adelantado alrededor de 30.000 dólares para que sus cuerpos fueran congelados tras su óbito.

Robert C.W. Ettinger dejó escrito que tras su muerte su cuerpo se colocase en una cápsula criónica a 371º centígrados bajo cero, cerca del denominado cero absoluto, la temperatura más baja teóricamente alcanzable (los 0º Farenheit equivalente a 373,3º grados centígrados bajo cero). El cuerpo de Robert C.W. Ettinger se convirtió en el año 2011 en el uncentésimo sexto cadáver congelado de su Instituto Criogénico. No podía ser de otra manera.



Robert C.W.Ettinger popularizó la idea de congelarse tras la muerte en el libro «The Prospect of Immortality» («La perspectiva de la inmortalidad») que publicó en el ya lejano 1963. Este libro constituyó el germen del llamado «movimiento criogénico». La idea generó interés, pero el elevado coste limitó el número de los congelados (106 en el Cryonic Institute de Detroit, en el año 2011; alrededor de 2.000 en la actualidad en Estados Unidos; y un número indeterminado en otros países).

Las ideas de Ettinger fueron parodiadas en la película Sleepers de Woody Allen del año 1973. En una escena, el héroe emerge de su criostasis, dándose cuenta que todos sus amigos han muerto. Constatado el hecho afirma: «…pero si todos comían arroz orgánico…».

Durante su etapa docente, Robert C.W. Ettinger escribió un segundo libelo, publicado en el año 1972 con el título «Man into Superman»(«El hombre en el superhombre»), un relato de ciencia ficción. Tras jubilarse de su actividad docente, Ettinger creó el Instituto criogénico, epíteto que deriva del término griego kryós (frío). La criogenización es una rama de la física que estudia el comportamiento de los materiales a muy bajas temperaturas.

La madre de Ettinger, Rhea, fallecida en 1977, a los 78 años, se convirtió en la primera cliente de su Instituto Criogénico (Cryonic Institute).

Los cuerpos de sus dos esposas, Elaine y Mae, se hallan también congelados en su Cryonic Institute, una gran nave industrial de Clinton Town, unas veinte millas al noreste de la ciudad de Detroit. No todos los congelados son humanos. También existen mascotas, sobre todo perros y gatos.

Robert C.W. Ettinger declaró que su interés por la inmortalidad se retrotrae a su pubertad, cuando leyó en una revista de ciencia ficción (Amazing Stories) la historia de un profesor que se lanzó a sí mismo al espacio exterior. En la infinita y gélida soledad interestelar permaneció cuarenta millones de años (terrestres) hasta alienígenas lo encontraron y descongelaron.

Su verdadero interés por la posibilidad de reanimación tras la muerte tiene probablemente un origen más prosaico; y se halle en sus prolongadas estancias hospitalarias tras la Segunda Guerra Mundial, durante la recuperación de las graves heridas sufridas en la batalla de Las Ardenas, casi en las postrimerías del conflicto.

Logró salvar sus piernas gracias a injertos óseos, una técnica experimental en aquella época. Su amarga experiencia le indujo a pensar que se podría llegar a controlar y revertir la muerte. Durante esa época comenzó a escribir cuentos de ciencia ficción, siempre relacionados con la posibilidad de revivir tras la muerte. Algunos de estos relatos se publicaron durante la década de 1950.

Durante su último mes de vida, Robert Ettinger preparó junto a su hijo todos los detalles para su congelación.

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José Manuel López Tricas, farmacéutico especialista Farmacia Hospitalaria. Farmacia Las Fuentes de Zaragoza

https://www.abc.es/sociedad/abci-mo...arse-para-resucitar-201902240316_noticia.html
 
Las desconcertantes prácticas sexuales en el Madrid de los Austrias: cuando la prostit*ción era legal en España
En el denominado Siglo de Oro, se establecieron en España burdeles públicos (llamados «mancebías»), tolerados, reglamentados y amparados por los gobiernos
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César Cervera@C_Cervera_M
Actualizado:22/02/2019 02:18h7El secreto sexual de la amante más célebre de la Monarquía española

Los viajeros en el siglo XVI decían que en Francia el pecado se hacía con publicidad, mientra que en España se pecaba igual, pero con sigilo. Los vicios eran los mismos en París, Madrid o Londres, por mucha fama que tengan unos de liberales y otros de retrógrados.

En el denominado Siglo de Oro, se establecieron en España burdeles públicos (llamados «mancebías»), tolerados, reglamentados y amparados por los gobiernos. Considerándolo un mal menor, Felipe IIexpedió pragmáticas para que todas las grandes ciudades de Castilla contaran con una «mancebía», especialmente las que se hallaran cerca de un puerto o de una universidad, por ser los marineros y los estudiantes dados a estos centros.

Si a principios del siguiente reinado, el de su hijo Felipe III, únicamente funcionaban tres «mancebías» en la capital, esta cifra se disparó al ritmo en el que se liberaba la moralidad del Rey. En el periodo de Felipe IV, hombre conocido por su interminable legión de hijos ilegítimos, la cifra sobrepasaba las 800 casas públicas en la noche madrileña, según cifras recogidas por José Deleito y Piñuela en su libro «La mala vida en la España de Felipe IV».

ser mayor de doce años, haber perdido la virginidad, ser huérfana y no ser noble. Aun así, el juez trataba de disuadirla de su propósito con una plática moral que, en caso de no surtir efecto, dejaba paso a una autorización por escrito para que ejerciera el oficio más antiguo del mundo. Un médico visitaba el burdel de vez en cuando para certificar que estuvieran sanas, y en caso de encontrar una posible infección se prohibía ejercer el oficio a las afectadas. La prevención contra la sífilis eran prioritaria, como así advierte un pregón general para «la buena gobernación de esta corte» fechado en 1585:

«Otrosí mandan que ninguna mujer enamorada que haya estado, o esté enferma de bubas, si fuese vecina desta Villa no gana en ella ni en la mancebía, so pena de cien azotes, y que para que no fuera vecina ni natural, no gane, y se vaya luego de la Corte, so pena de cien azotes».

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José y la mujer de Putifar, hacia 1645, óleo sobre lienzo, 196,5 x 245,3 cm, Kassel, Gemäldegalerie Alte Meister.
Sobre el vestuario de las prost*tutas, las Ordenanzas de Mancebía —recopiladas ya en tiempos del Rey Felipe IV— disponían que estas mujeres debían portar medios mantos negros (mantillas) para distinguirlas de las mujeres pretendidamente honradas, que portaban manto entero. De ahí que a las prost*tutas las llamaran «damas de medio manto» y, dado que llevaban telas en picos de color pardo, se usa, aún hoy, la expresión «irse de picos pardos» para apuntar que alguien anda por la mala vida. Las mujeres públicas se pintaban de forma exagerada para embellecer su rostro y disimular, en muchos casos, las marcas de viruela. Según el sorprendido viajero francés Antoine de Brunel, las pinturas y los adobos no se limitaban a la cara:

«Tienen también camisas bordadas de encajes en sitios que solo ven sus galanes: es cierto que esos encajes bastos y picadillos que se traen de Lorena y de Provenza, y con los que adornan la ropa los campesinos, pues los de Flandes les son ignorados».

Las palabras para denominar a las prost*tutas eran de una variedad asombrosa, sirviendo cada una de ellas para destacar su especialidad. «Andorra» era la prost*t*ta callejera; «atacandiles», «devotas» o «mulas del diablo», las dedicadas a los clérigos; «escalfafulleras», las más humildes; «gorrona de puchero en cinta», «hurgamandera» o «lechuza de medio ojo», las que iban con velo; «maleta», la que acompañaba a la milicia; «mujer de manto tendido», las que se prostituían por cuenta propia; «pandorga», la vieja y gorda; «pitrolfera», las que iban a domicilio; «quilotra», «tronga», «trotona» o «trucha», las más jóvenes; «damas de achaque» o «marcas godeñas», las que cobraban en metálico; «enamoradas» o «cantoneras», las que estaban apostadas en las esquinas; e «izas, «rabizas, «colipoterras», «golfas», «pellejas» o «mulas de alquiler», las de peor consideración.

Era frecuente que estas trabajadoras asistieran con hábitos y escapularios a procesiones y actos religiosos. Se extendió tanto esta costumbre que Felipe II tuvo que prohibir su presencia, cuando las mujeres «decentes» dejaron de acudir para que no se las confundiera con las pecadoras. Algunos viernes de Cuaresma dos alguaciles de Madrid conducían a las prost*tutas de los burdeles a la Iglesia del Carmen Calzado, donde un predicador las exhortaba a salir de la mala vida. Y, en otra muestra de la hipocresía imperante, se estimaba a los dueños de los burdeles, los «padres» o «madres» que explotaban a estas mujeres, como profesionales respetados. Se les daba así el título y trato de «hombres de bien».

«Que en su conciencia las mancebías públicas, vigiladas con cuidado por el gobierno y sujetas a ciertas reglas eran útiles a la buena moral, a la salud pública y al bienestar del reino, y así que se veía mayores males de su prohibición que los que se producían las casas mancebías»
Frente a la multiplicación de prostíbulos en poco tiempo, el Conde-Duque de Olivares intentó restringir la práctica, unificando los burdeles en la Calle Mayor e incluso suprimiéndolos todos, lo que solo logró dispersar y esconder el problema, pero no eliminarlo. La Iglesia exigió a Felipe IV que acabara con aquellos excesos, si bien ni en la Corte ni entre los clérigos todos compartían la opinión de aplicar medidas coercitivas. El fraile Pedro Zapata, que acabó desterrado por lenguaraz, creía que el haber legalizado la prostit*ción resultaba un mal menor dentro de un fenómeno que iba a seguir existiendo bajo toda condición:

«Que en su conciencia las mancebías públicas, vigiladas con cuidado por el gobierno y sujetas a ciertas reglas eran útiles a la buena moral, a la salud pública y al bienestar del reino, y así que se veía mayores males de su prohibición que los que se producían las casas mancebías»

Delito y castigo para el proxenetismo
La inmoralidad de la España de Felipe IV se manifestaba en una sensualidad desenfrenada y en una relajación de las costumbres entre la nobleza. Sin embargo, la licencia sexual era proporcional a cuanto más alto estuviera cada individuo en la escala social, siendo el Rey el mayor licenciado. Mientras los excesos eróticos de los plebeyos eran castigados con un rigor absurdo, para un joven aristócrata era casi obligatorio tener una manceba, es decir, una amante. Los jóvenes empezaban a la edad de doce o catorce años a tener una querida, que habitualmente se seleccionaba entre las comediantes y mujeres de vida alegre.

Estas mujeres, las cortesanas, ejercían un tipo de prostit*ción de alta clase. Se las denominaba con ironía «tusonas» o damas del Tusón, en referencia a la Orden del Toisón de Oro, y algunas podían amancebarse durante meses o incluso años. Incluso casados, los aristócratas seguían manteniendo a estas mujeres. Las esposas veían con desdén y superioridad a aquellas mujeres destinadas a tan bajos oficios, por lo que ni siquiera las veían como una amenaza. Eso a pesar de que muchas de estas relaciones eran uniones casi tan duraderas como las matrimoniales.

Las esposas veían con desdén y superioridad a aquellas mujeres destinadas a tan bajos oficios, por lo que ni siquiera las veían como una amenaza.
Algunos maridos sin escrúpulos del periodo llegaron a alquilar a sus esposas a nobles acaudalados a cambio de prebendas. El colmo de estos maridos explotadores lo alcanzó un tal Joseph del Castillo, que, viviendo a expensas de las aventuras de su mujer, le dio siete puñaladas cuando se negó a serle infiel en Cuaresma. Después de ser rechazado en la embajada de Venecia, donde pidió asilo, Joseph del Castillo tuvo que quedar huido debido a su crimen.

Desde tiempos de Felipe II, si se comprobaba que el esposo había instigado el adulterio de su mujer se sometía a la pareja a un castigo público ejemplar. Los dos eran montados sobre dos asnos y paseados por la ciudad. Él delante, adornado con dos cuernos y sonajas; ella detrás, azotando a su marido. El verdugo cerraba la comitiva azotando a ambos. Además, la ley daba facultad al marido ultrajado (ese que no estaba enterado de la infidelidad) para matar a la mujer adúltera y a su amante si los sorprendía in fraganti. Otros familiares podían actuar igual de enterarse de la infidelidad, sin que incurrieran en delito alguno.

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Civitates orbis terrarum, 1598, con un cornudo en asno
Si era la justicia la que descubría el adulterio, entregaba a los dos culpables al marido para que los matara, los hiciera esclavos o incluso los liberara. La literatura del Siglo de Oro está hinchada de casos en los que el marido cornudo lleva a su mujer a confesar o elige una festividad religiosa antes de darle muerte en su casa

Otro tipo de proxenetismo que se perseguía con ahínco era el de las llamadas alcahuetas, celestinas o tuntiduras de gustos, que ejercían como comadronas, depiladoras, adivinas y, en secreto, de mediadoras en encuentros sexuales, remiendo de virgos y ejecución de abortos. Si alguna de ellas, o ellos (a estos se les llamaba «entremetidos» y «arreglabodas»), eran sorprendidos en estas oscuras artes las penas iban desde azotes, destierros, envío a galeras y castigos ejemplarizantes como ser paseadas desnudas en público, untadas en miel para atraer las picaduras de insectos y con una especie de mitra en la cabeza.

Así fue el caso de la conocida alcahueta madrileña Margaritona, que, en abril de 1656 fue obligada a recorrer Madrid en un «pollino de estatura gigantesca, acamellado, encajada con tablas, y enjaulada como si fuera en un ataúd, con una coroza disforme», desnuda y maltratada, a pesar de sus 88 años.
https://www.abc.es/historia/abci-de...tucion-legal-espana-201902220218_noticia.html
 
En busca de la película perdida y "un pelín erótica" de Jess Franco

Creación cultural

Se encuentra entre los archivos olvidados de Filmoteca una película inédita del maestro de culto de la serie B y uno de los directores más subversivos de nuestra historia

Vaya luna de miel respeta la idiosincrasia de su creador y se adelanta a la estética de Indiana Jones que marcaría un antes y un después en el circuito comercial

Mónica Zas Marcos
28/02/2019 - 21:22h
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Fotograma de 'Vaya luna de miel' (1979), película inédita de Jesús Franco

"No considero que haya hecho buenas películas, solo he hecho unas películas más repugnantes que otras", confesó Jesús Franco al recoger el Goya de Honor en 2008. El director madrileño no compartía el criterio de la Academia ni de ningún otro que le reconociese como "el referente creativo y ejemplo vital para varias generaciones" que fue y sigue siendo.

Escuchándole hablar, no parece la misma figura de culto que trufó de pechos, orgías, terror y fantasía la historia de nuestro cine desde los márgenes. "Nunca me he creído digno de ningún homenaje", dijo el hombre que cuenta con 185 largometrajes en su haber y que sigue siendo celebrado, años después de su muerte en 2013, más allá de los circuitos del cine de cuarta división.

La última en sumarse ha sido la Filmoteca Española, que celebra sus treinta años de sede en el Cine Doré con la proyección especial de una cinta inédita de Jess Franco: Vaya luna de miel. El hallazgo supone un acontecimiento fantástico y a la vez lógico respecto a la naturaleza indómita de su creador.

Él, que improvisaba los rodajes y en ocasiones abandonaba los rollos de película a su suerte en los laboratorios, pudo olvidarse perfectamente de esta rareza que acabó en 1979. "Las latas que tiene la Filmoteca son de Fotofilm, que es un laboratorio donde Jesús dejaba muchas películas y a veces sin pagar los gastos. Y claro, si no pagabas, el laboratorio se quedaba las latas", explica Álex Mendívil, especialista en la filmografía de Franco.


Todo comenzó hace poco más de un año, cuando empezó a organizar unas sesiones dobles de películas de serie B que acumulaban polvo en los archivos de la Filmoteca. Había llegado a sus oídos que existía una versión inacabada de Jess Franco del relato de Edgar Allan Poe, El escarabajo de oro, en paradero desconocido, así que se decidió a tirar del hilo.

Para su sorpresa, "estaba solo el negativo, pero vimos que la película tenía créditos y sonido en buen estado, que la habían titulado como Vaya luna de miel, y que se podía estrenar perfectamente". A Mendívil no le costó convencer a los responsables de la Filmoteca del alcance de su descubrimiento, puesto que Jess Franco es ya un símbolo revalorizado en diversos países, como España, Francia o EEUU, donde se subastan cajas enteras con sus trabajos.

"Que una película de serie B se utilice para un acto como este, marca la diferencia frente a otras Filmotecas que solo se ocupan del canon de las películas oficialmente reconocidas", concede el historiador y cineasta. Mendívil también aprovecha para tranquilizar a los jessfranquianosacérrimos asegurando que es una película "muy divertida y un pelín erótica, no mucho para lo que fue Jesús Franco". Pero, ¿de qué trata?

Prediciendo a Indiana Jones
Vaya luna de miel comienza con Lina Romay, actriz fetiche y esposa de Jess Franco, paseando su voluptuosidad por una playa valenciana. La joven seduce a Simón, un muchacho que se enamora inmediatamente, por lo que, en apenas dos secuencias, cambian la Costa Blanca por un destino tropical para celebrar sus nupcias llamado las Bananas. Allí, al pareja será confundida con unos cazafortunas que buscan un yacimiento de oro, lo que dará rienda suelta a un situaciones pintorescas aliñadas con los clásicos desnudos de Franco.

"Se adelanta, con unos medios absolutamente precarios, a Indiana Jones: en busca del arca perdida", dice Álex Mendívil. "Una muestra más de ese carácter visionario que tenía Jesús: anticipó en los 80 una moda que iba a entrar en el cine comercial como un vendaval", celebra, recordando que Vaya luna de miel se terminó en 1979 y tiene el depósito legal fechado en 1980. La película de Spielberg se estrenó en 1981.

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Fotograma de 'Vaya luna de miel' (1979), película inédita de Jesús Franco



"La rodó justo antes de regresar a España y después de pasar una temporada en Francia y Suiza haciendo cine erótico", explica. Al acabar la dictadura, empezó a formar lo que los doctos reconocen como la francofamilia, "un grupo de gente pequeño con el que a partir de los 80 empieza a hacer muchas películas en muy poco tiempo". Entre sus miembros se encuentra el actor Antonio Mayans, el otro "muso" Franco, con el que compartió más de 74 rodajes icluyendo el de Vaya luna de miel.

"Me llamó un viernes para comenzar a rodar un domingo en Elche. Con Jesús era siempre así", dice Mayans, que en la cinta inédita interpreta al villano. "Si os soy sincero, no tengo ni zorra idea de qué trata", confiesa entre risas.

Al no ser especialmente experimental ni explícita, dentro de la idiosincrasia salvaje del director, el gran misterio continúa siendo por qué nunca se llegó a proyectar. "En los archivos de Filmoteca hay una factura que señala que en 1980 se mandó una copia a los cines Reyzabal de Barcelona, que era una cadena bastante importante. Pero no aparece ningún estreno en Barcelona en esa época, con lo que este sería el único estreno registrado", asegura Mendívil.

Sumergirse en la filmografía de Jesús Franco hoy en día conlleva sus riesgos, puesto que su concepción del gore, el s*x* y la fisionomía femenina ponen en jaque a los defensores de lo políticamente correcto. Por eso él prefería crear en el margen, lejos de las glamourosas galas de los Goya y de los reconocimientos del cine comercial. Por eso, más que nunca, hay que poner en marcha misiones para recuperar sus películas perdidas (y también las encontradas).

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Jesús Franco

https://www.eldiario.es/cultura/cine/pelicula-perdida-erotica-Jess-Franco_0_872463450.html
 
La desconocida historia de la descubridora de la soja, Yamen Kin
Médico dietista nacida en China pero asentada en Nueva York, visitó su país natal a la edad de 50 años, con objeto de estudiar una planta entonces ignota en Occidente
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Actualizado:02/03/2019 01:50h
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En 1917, Yamei Kin, médico dietista nacida en China pero asentada en Nueva York, visitó su país natal a la edad de 50 años, con objeto de estudiar la soja, una planta entonces desconocida en occidente. Durante años había hablado en clubes privados de mujeres acerca de las ventajas nutritivas y económicas del tofu y otros derivados de la soja. La historia se narra en el libro «Magic Bean: The Rise of Soy in America», escrito por Matthew Roth, publicado en el año 2018.

El Departamento de Agricultura de Estados Unidos, donde tenía su laboratorio, financió el viaje de Yamei Kin. El fin último era introducir el cultivo de la soja en Estados Unidos. Se trataba de obtener nuevas fuentes de proteínas para los soldados norteamericanos en la Primera Guerra Mundial. Estados Unidos, bajo la presidencia de Woodrow Wilson declaró la guerra a Alemania el 2 de abril de 1917. La razón argüida para involucrarse en el conflicto fue los hundimientos del buque de pasajeros Lusitania (7 de mayo de 1915) y del carguero Vigilentia (marzo de 1917); junto con la difusa amenaza de invasión del país por parte de México con ayuda alemana.

Yamei Kin tenía un laboratorio en el Departamento de Agricultura (equiparable al Ministerio de Agricultura en España), desde el que dio a conocer el queso de soja chino y las semillas de esta leguminosa (Gycine max). Algunas de sus recetas se incluyeron en un estudio publicado en el año 1910 por William J. Morse y Charles V.Piper.



El trabajo realizado por Yamei Kin fue elogiado por numerosos colegas. Con la perspectiva del tiempo podemos afirmar que Yamei Kin fue responsable de la introducción de la soja en Estados Unidos y su ulterior popularidad en el mundo occidental. Tristemente no vivió para ver el éxito de su misión.

La doctora Kin fue la primera persona que promovió el uso del frijol (Phaeolus vulgaris) fuera de las comunidades de inmigrantes asiáticos.

Al margen de su contribución nutricional, Yamei Kin fue también pionera en varios aspectos: una de las primeras alumnas en la historia moderna de China que estudió en el extranjero, licenciándose en medicina en Estados Unidos. Tras su regreso definitivo a China en el año 1920 fundó un hospital femenino, con su escuela de enfermería adjunta, y ejerció como médico de familia. Todos estos logros adquieren especial relevancia si se tiene en cuenta que se desarrollaron en el contexto de la «Ley de Exclusión» de 1882 (denominada en un principio «Ley de Inmigración»), una Ley estadounidense discriminatoria dirigida contra una comunidad concreta, la de ciudadanos orientales.

Además, el ambiente político en China era convulso: fueron los años de derrocamiento de la dinastía Qing que se materializó en el año 1912. La consumación de la revolución se inició en octubre de 1911 durante un conjunto de protestas en la ciudad de Wuchang. Comenzó entonces un rápido proceso de secesión de provincias chinas; en diciembre 29 ya se habían «independizado» proclamado una república con Sun Yixian como primer «presidente». En febrero de 1912 el emperador Pu Yi (último de la dinastía Qing, el famoso «último emperador» de la película de Bernardo Bertulucci) abdicó, nombrando a Yuan Shikai Presidente de la incipiente república. Lejos de lograr la paz, Yuan Shikai se autoproclamó emperador en 1916, iniciándose una época de revueltas violentas que concluyó con la llegada al poder del Partido Comunista en 1949.

Cuando Yamei Kin era una niña de apenas dos años sus padres murieron durante una epidemia de cólera. Fue adoptada por una pareja de misioneros estadounidenses, Divie Bethune y Juana McCartee. Su infancia transcurrió entre China y Japón en razón de los viajes de sus padres adoptivos.

Sus «nuevos padres» regresaron a Nueva York. A los 16 años se matriculó en el Colegio Femenino, con el nuevo nombre de Y. May King. La rareza de una estudiante china en Estados Unidos a primeros del siglo XX fue determinante para que occidentalizase su nombre. No obstante, su fisonomía delataba su origen, siendo objeto de discriminación no solo entre sus compañeras, sino entre la gente del barrio donde vivía. Finalmente logró graduarse en medicina en el año 1885. Pronto publicó su primer trabajo sobre las virtudes de la microfotografía en la investigación biomédica.

Durante las décadas de 1880 y 1890, Yamei Kin, siguiendo la estela de sus padres adoptivos, trabajó como médico misionera en China y Japón. Contrajo matrimonio en 1894 con Hipólito Laesola Amador Eça de Silva, un músico nacido en Macao, de ascendencia portuguesa y española. El matrimonio se instaló en Hawái, donde nació un hijo, Alexander. Más tarde se mudaron a California, donde se divorciaron.

Década de 1920: mujeres chinas y japonesas esperan en barracones su enjuiciamiento en razón de la Ley de Exclusión.

Conferencias por todo el país
Alrededor del año 1903 Yamei Kin impartía conferencias por todo el país tratando aspectos tan variados como la nutrición en China, el papel de la mujer en las sociedades orientales, y la crisis del opio que condujo a la creación de la colonia británica de Hong-Kong.

Su posición de prestigio internacional evitó que se viera afectada por la Ley de Exclusión (Ley de inmigración), dirigida sobre todo a los trabajadores manuales orientales.

La situación de Yamei Kin no era paradigmática de la de sus conciudadanas orientales. De hecho, el propio Presidente, Theodore Roosevelt escribió en el año 1904 a Yamei Kin lamentando no tener el poder de otorgarle la ciudadanía estadounidense. Sin embargo, le permitió permanecer en el país cuando la mayoría de sus conciudadanos eran expulsados o se convertían en parias viéndose impelidos a vivir en la clandestinidad. Muchos de los hoy célebres barrios chinos (chinatowns) tienen su origen en aquellos años oscuros.

En el año 1907 Yamei Kin comenzó a dirigir la Peiyang Women’s Medical School and Hospital, en Tientsin (actualmente Tianjin), una ciudad en el norte de China.

Más tarde fundó una escuela de enfermería en la ciudad con fondos de Yuan Shikai, un funcionario de la dinastía Qing que se convertiría en Presidente de la República China tras la revolución de 1911 y el derrocamiento de la dinastía al año siguiente, 1912.

Su único hijo, Alexander, murió en Francia durante las últimas semanas de la Primera Guerra Mundial. Yamei Kin regresó definitivamente a China en 1920. Moriría en 1934 por las complicaciones de un proceso neumónico.

Fue enterrada, como dejó escrito, en una granja en el extrarradio de la capital, Beijing (Pekín). Deseaba que sus restos contribuyesen a fertilizar la tierra. No fue así. La especulativa expansión constructiva dio al traste con su sueño postrero.

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José Manuel López Tricas, farmacéutico especialista Farmacia Hospitalaria. Zaragoza
https://www.abc.es/sociedad/abci-de...ubridora-soja-yamen-201903020150_noticia.html
 
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