¿ A quién vas a llamar si has visto a un fantasma?

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¿A quién vas a llamar si has visto a un fantasma?
Publicado por Sergio Parra

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Los Cazafantasmas, 1984. Imagen: Columbia Pictures.
«Who you gonna call?». Evidentemente, no a los Cazafantasmas (y tampoco a las Cazafantasmas). De hecho, no puedes extraer ninguna lección útil de ninguna película de la historia del cine ante la cuestión «¿a quién voy a llamar si veo un fantasma?». Ni una sola. Si, acaso, Luces rojas, y con muchas comillas. Es triste, ¿verdad?

Todos los personajes de ficción reaccionan de un modo parecido ante las apariciones de espíritus: busquemos a un especialista a lo Iker Jiménez y, en caso de acudir a un científico, despachémoslo cual ignorante por su ortodoxia y su cortedad de miras. ¿Por qué Demi Moore no se suicida en Ghost cuando descubre que su novio se ha ido a vivir al otro mundo? Peor que esto es: ¿por qué casi nadie se pregunta este tipo de cosas? En este caso, pues, la respuesta no está en el cine. Y me temo que ni siquiera está en nosotros.

¿En qué debo creer?

Hay una película que, sin pretenderlo, sí ofrece una respuesta contundente frente al modo en que debemos proceder frente a un fantasma. Doce hombres sin piedad, de Sidney Lumet, habla de un jurado obcecado en la culpabilidad de un chico, a pesar de que las pruebas no son concluyentes. Pero también habla de otra cosa. De que la gente se forma opiniones de muchas formas, y no siempre esas opiniones se ajustan a la verdad de los hechos. Es decir, que los testigos oculares no son tan fiables como creemos.

De Doce hombres sin piedad, pues, podemos extraer la mejor lección del cine acerca de la epistemología de lo sobrenatural. Doce hombres sin piedad, en el fondo, aborda las diferencias entre la fe racional y la fe irracional. O entre conocimiento temporal y fe, a secas.

Por ejemplo, si profesas un fe irracional, creerás en cosas avaladas por pocas fuentes (generalmente de autoridad), que tienen cientos o miles de años de antigüedad y que son incuestionables (de hecho, cuestionarlas denota irrespetuosidad).

La fe racional, a diferencia de la irracional, es una fe saludable y necesaria, sobre todo por puro pragmatismo. Por ejemplo, creer en la existencia de Japón es un ejemplo de fe racional si nunca has visitado Japón y solo infieres su existencia por fuentes indirectas. Los datos que refrendan la existencia de Japón son amplios, contrastados, no proceden de ninguna autoridad, no son indiscutibles (puedes viajar a Japón para comprobar que no existe y publicar el hallazgo en una revista científica, por ejemplo).

Pero esto es una parodia. En realidad, la fe racional funciona de un modo mucho más sutil. Y, en ocasiones, tampoco queda meridianamente claro si estamos ante un caso de fe racional o irracional, o si bascula de un lado a otro continuamente. Un caso más complejo es el la existencia del átomo. Todos nosotros creemos en él, a pesar de que no los hemos visto más que en dibujos esquemáticos. De hecho, en general, los científicos, tampoco los han visto. ¿Estamos ante un caso de fe irracional?

De hecho, esta pregunta se la han formulado en numerosas ocasiones al físico Leon Lederman, y a ella se ha acostumbrado a responder tal y como escribe en La partícula divina:

Cuando quiero responder a esa espinosa pregunta empiezo siempre por intentar una generalización de la palabra «ver». ¿«Ve» esta página si usa gafas? ¿Y si mira una copia en microfilm? ¿Y si lo que mira es una fotocopia (robándome, pues, mis derechos de autor)? ¿Y si lee el texto en una pantalla de ordenador? Finalmente, desesperado, pregunto: «¿Ha visto usted alguna vez al papa?». «Sí, claro» es la respuesta usual. «Lo he visto por televisión.» ¡Ah!, ¿de verdad? Lo que ha visto es un haz de electrones que da en el fósforo pintado en el interior de la pantalla de cristal. Mis pruebas del átomo, o del quark, son igual de buenas. ¿Qué pruebas son esas? Las trazas de las partículas en una cámara de burbujas. En el acelerador Fermilab, un detector de tres pisos de altura que ha costado sesenta millones de dólares capta electrónicamente los «restos» de la colisión entre un protón y un antiprotón. Aquí la «prueba», el «ver», consiste en que decenas de miles de sensores generen un impulso eléctrico cuando pasa una partícula.

No te fíes ni de tu madre

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Réplica de un avión hecha con ramas. Imagen cortesía de Trilo Byte.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el ejército estadounidense estableció bases militares en islas del Pacífico Sur. En tales islas residían nativos que nunca habían tenido contacto con la civilización. A efectos prácticos vivían tal y como lo hacían las sociedades prehistóricas.

Cuando estos nativos descubrieron a los occidentales descargando toda clase de tesoros tecnológicos desde sus aviones, no se limitaron a rascarse la cabeza, admitir que no tenían ni idea de lo que estaban viendo, y que ya era hora de ponerse a investigar sistemáticamente cómo funcionaba todo aquello. Lo que hicieron fue lo que nuestro instinto nos dicta: rellenar sus lagunas de ignorancia con mitos. Forjaron los llamados cultos cargo, creyeron que los estadounidenses eran dioses y, cuando acabó la guerra y las bases se desmantelaron, los nativos elaboraron toda clase de ritos para hacer que regresaran: movían los brazos como los controladores aéreos para que los aviones aterrizaran, concebían precarias pistas de aterrizaje, levantaban estatuas…

A día de hoy, si visitas lugares como Vanuatu, aún quedan grupos que rinden culto a esta clase de dioses. Ninguno de esos nativos ha logrado saber absolutamente nada real sobre ese militar, sobre los regalos que traía con él, sobre las leyes de la aerodinámica que hacían suspender los enormes pájaros de hierro en el cielo. Los nativos, sencillamente, no quieren admitir su desconocimiento, y como la incertidumbre resulta inquietante, se cuentan historias bonitas para apaciguarla. Probablemente, si preguntamos a uno de esos nativos si es posible conocer a sus dioses, te negarán con la cabeza.

Otro fenómeno de culto cargo sucedió con la tribu de los Yaohanen, en Papúa-Nueva Guinea, que recibió la visita en 1974 del príncipe Felipe de Edimburgo, que les colmó de regalos. Desde entonces, los nativos considerar al príncipe una deidad, y también creen que su espíritu se les aparece en mitad de la jungla para aconsejarles o mitigar sus zozobras. Aquí el grado de ridículo es todavía mayor. Pero ¿acaso no tropezamos nosotros en el mismo error cuando tratamos de interpretar fenómenos desconocidos?

Esa es la forma en la que el cine ha abordado siempre la relación del ser humano con lo sobrenatural. Y es la forma en la que nosotros abordamos muchas de las cosas que desconocemos, desde una puerta crujiendo en una noche de tormenta hasta una luz en el cielo, pasando por el origen del universo. Si no sabemos algo, lo suponemos. Si queremos saber algo, lo miramos y creemos que lo que vemos es la verdad, tanto porque consideramos que sabemos interpretarlo como porque consideramos fiables nuestros sentidos.

En realidad, las cosas funcionan exactamente al revés. Cuando aduzco mi escepticismo sobre cualquier cuestión sobrenatural, la gente suele espetarme que, claro, yo solo creo en lo que veo. Lo irónico es que son justamente ellos los que creen en lo que ven, cuando lo ven, y yo no creo ni siquiera en lo que veo.

Ser consciente de cuán imperfecto es nuestro aparato sensorial y cuántas veces la pifia es como preguntarle a un pez sobre la sensación de estar mojado. Casi todos somos víctimas de alucinaciones, pero casi nadie es consciente de ello. Es relativamente fácil que oigamos un ruido que no se ha producido. O que contemplemos un espectro en una casa encantada sencillamente porque las ondas sonoras de muy baja frecuencia han hecho vibrar anormalmente nuestro globo ocular. Richard Wiseman habla de ello en su libro Rarología al mencionar los estudios del investigador Vic Tandy:

Al escribir sobre sus experiencias en las páginas del Journal of the Society for Psychical Research, Vic especuló sobre que ciertos edificios pueden contener infrasonidos (quizás provocados por fuertes vientos al soplar a través de una ventaba abierta, o el ruido sordo del tráfico cercano) y que el extraño efecto de estas ondas de baja frecuencia puede hacer que algunas personas crean que el lugar está encantado.

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Culto cargo a Felipe de Edimburgo. Imagen cortesía de Tribal Life.
Según una investigación de la Universidad de Durham, Reino Unido, las personas que ingieren mucha cafeína (el equivalente a siete tazas de café) son más propensas a tener alucinaciones, tales como escuchar voces o ver cosas que no existen. Y cuando eso le sucede a mucha gente a la vez, entonces podemos estar ante un caso de alimentación de creencias compartidas o histeria colectiva.

Tampoco hemos de olvidar, finalmente, que un gran porcentaje de los seres humanos tiene problemas mentales. Se estima que en España un 19,5% de la población ha tenido algún tipo de trastorno mental. Por consiguiente, resulta inquietante pensar en el número de creencias que han nacido de mentes enfermas, tal y como ha explicado el neurólogo David Eagleman en un libro de Michio Kaku titulado El futuro de nuestra mente:

Parece que una buena parte de los profetas, mártires y líderes de la historia padecieron epilepsia del lóbulo temporal. Pensemos en Juana de Arco, una muchacha de dieciséis años que cambió el rumbo de la Guerra de los Cien Años porque creía (y convenció de ello a los soldados franceses) que oía voces del arcángel san Miguel, santa Catalina de Alejandría, santa Margarita y san Gabriel.

De modo que hemos construido gran parte de lo que consideramos cierto, desde la existencia de fantasmas o de dioses hasta la conveniencia de comer espinacas porque tienen mucho hierro, en algo así como los tres tipos de personajes que aparecen en El rey Lear: un demente de verdad (Lear), un tipo disfrazado de loco (Edgar), un ciego (Gloucester) y un loco (Bufón).

El escéptico, o el científico, se sale del libreto shakesperiano. Porque no basa sus creencias en lo que ve y puede tocar, como diría santo Tomás, sino en lo tiene muchas fuentes confiables detrás, dichas fuentes explican la concatenación que origina el fenómeno, y, además, todo ello es replicable. Y si alguien descubre el engaño, le conceden el Nobel, amén de que inicia una revolución científica nunca vista antes en la historia.

El buen escéptico y el buen científico incluso desconfía de los científicos, porque también son falibles y pueden errar en sus percepciones, o pueden también dejarse llevar por sus miedos o ilusiones. Ver y tocar no define a la gente de ciencia, sino precisamente a los magufos: los que se creen a pies juntillas los fenómenos a los que asisten, o los fenómenos que les cuentan otros. La ciencia, afortunadamente, basa su progreso en la explicación del funcionamiento del fenómeno, y ese método funciona hasta cierto punto fuera de la mente de los científicos. Como un control automático.

Cabe aquí puntualizar que el método científico también puede verse entorpecido por factores externos. Gazapos o deshonestidades de los propios científicos, errores en los filtros a la hora de publicar trabajos académicos, intereses comerciales de los que financian determinadas investigaciones. Sin embargo, cuando un magufo usa estos argumentos para confiar en la realidad como lo hacían los adoradores de los cultos cargo, no puedo más que echarme las manos a la cabeza: no debemos añadir a la ecuación cualquier idea que pase por la cabeza del primer illuminati que pique a las puertas del edificio de la ciencia, sino que debemos enmendar la aluminosis de dicho edificio pasa precisamente por poner un portero más exigente.

El mesías del espacio exterior

Juan Carlos Campos, Tristanbraker, Nube de María, la profesora Rossana, Iker Jiménez… son muchos los que, consciente o inconscientemente, se aprovechan de las debilidades de nuestra circuitería neuronal, a saber: tendencia a construir patrones donde no los hay e invención de teorías para rebajar el grado de incertidumbre. Esta inclinación incluso se ha documentado en palomas, que incluían ritos supersticiosos para alimentarse cuando se incoporaban inputs aleatorios en su vidas. Como cultos cargo colombófilos.

Lo más inquietante es que, incluso si nuestras creencias acaban siendo pulverizadas, tenderemos a defenderlas hasta tropezar en la llamada disonancia cognitiva (albergar dos ideas contradictorias al mismo tiempo, por ejemplo una creencia y su refutación). Esta disonancia no solo tiene lugar en las personas menos formadas, sino también en las más cultas e inteligentes. E, irónicamente, cuanto más evidenciemos tal disonancia en alguien, más se enrocara en ella, sobre todo si usamos la burla o el desprecio como fórmula. No es un fenómeno que ocurra en temas sobrenaturales o políticos: los fanáticos del Mac también son conocidos por tratar a los usuarios de PC como víctimas de un engaño masivo. Y los de Samsung, tanto de lo mismo respecto a los de iPhone.

Porque, sobre todo, somos unos hachas es defendiendo lo que creemos, aunque medio segundo antes ni siquiera lo creyéramos, como describe Kathryn Schulz en su libro En defensa del error:

Por lo tanto, una manera muy buena de entusiasmarse con una teoría que acabas de expresar por pasar el rato es hacer que alguien te lleve la contraria, por ejemplo tu madre. Yo misma he pasado en cuestión de milisegundos de no definirme a mostrar gran celo utilizando esta técnica. De manera similar, un conocido me confesó en cierta ocasión que, cuando su cónyuge contradice una teoría que él acaba de maquinar, empieza a generar espontáneamente «hechos» para apoyarla, incluso cuando se da cuenta de que ella tiene razón y él no.

Yo mismo podría ser víctima de lo anteriormente expuesto. O ser un iluminado que ha padecido epilepsia del lóbulo temporal. Este artículo al completo podría formar parte de una gran conspiración para mantener a la población en la ignorancia, bien arrejuntada en Matrix. No te fíes. Como tampoco deberás fiarte de que esa luminosa figura espectral que habla lento y dice naderías sea verdaderamente un fantasma.
https://www.jotdown.es/2016/10/quien-vas-llamar-visto-fantasma/
 
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