50 años de Woodstock: amor libre, hamburguesas a cambio de drogas, jóvenes desnudos, barro y r&r

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50 años de Woodstock: amor libre, hamburguesas a cambio de drogas, jóvenes desnudos en el barro y rock and roll
Reunió a 500 mil jóvenes durante tres días en 1969 y se convirtió en leyenda

Por Matías Bauso
15 de agosto de 2019

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El 15, 16 y 17 de agosto de 1969 se realizó el mítico festival de Woodstock. 500 mil personas llegaron hasta la finca de Max Yasgur, ubicada en White Lake, Bethel, Nueva York, a 70 kilómetros de Woodstock para “3 días de Paz y Música” (AP Photo/File)

El Festival de Woodstock no tuvo lugar en Woodstock. Esa no es la única paradoja. El evento que definió a una generación fue un estertor del movimiento hippie, una de sus últimas manifestaciones. Pero fue la más visible, masiva, significativa y definitoria.

Hace 50 años comenzaba un festival de música que quedaría en la historia. No por el elenco de los músicos participantes, ni (mucho menos) por su majestuosidad logística. Quinientas mil personas convivieron al ritmo de la música, las drogas, el amor libre.

Todo empezó cuando Michael Lang le propuso a Artie Kornfeld, ejecutivo de una discográfica, montar un estudio de grabación en la localidad de Woodstock, cerca de Nueva York. La idea de Michael Lang se basaba en que en esa zona residían algunas súper estrellas como Bob Dylan, The Band, Van Morrison y Tim Hardin.



A ellos dos se les sumaron un abogado y el hijo de un magnate de la industria farmacéutica. Los cuatro eran muy jóvenes. Sus edades iban de los 23 a los 26 años. Rápidamente desecharon la idea del estudio; que algunas estrellas vivieran cerca no era garantía de que utilizarían sus instalaciones y tampoco que lo fueran a hacer músicos más ignotos: no parecía una buena inversión.
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Desnudos y libres, los jóvenes vivieron sus tres días a cielo abierto y rock and roll (Warner Bros/Kobal/Shutterstock)

Entre otras opciones que barajaron -representar artistas, producir discos- a Lang, el más joven, se le ocurrió organizar un gran festival, en el que convocaran a los más importantes músicos del momento. Él ya había participado en el Miami Pop Festival. El antecedente más recordado y exitoso había tenido lugar dos años antes, el Monterrey Pop Festival que había convocado a 35 mil personas. Sobre esa idea se pusieron a trabajar.

La primera tarea fue la búsqueda de la locación. Analizaron diversas posibilidades. Recorrieron buena parte del estado de Nueva York en auto y en helicóptero hasta dar con una propiedad que parecía reunir las características que necesitaban. Ingresos amplios, largas superficies de terreno libres para ser utilizadas como estacionamiento y un lugar para instalar el escenario que permitiera que el público pudiera ver a los artistas.

El campo quedaba muy cerca de Woodstock, en Wallkill y pertenecía a Alexander Tapooz, un lugareño que llegó a un acuerdo con los empresarios muy rápidamente. Varias decenas de miles de dólares por solo tres días de uso de su propiedad parecía un negocio espléndido.

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Los autos, buses y camiones quedaban en la ruta. El caos reinaba. Había 40 kilómetros de cola para poder acceder a la granja donde se desarrollaría el festival (AP Photo)

La primera avanzada llegó al pequeño pueblo de Wallkill dos meses antes de la fecha fijada para los conciertos. Debían preparar el terreno, disponer de las instalaciones sanitarias, construir puestos para la venta de comida, plantar el escenario.

Los primeros en llegar no fueron más de una decena. Pero con sus pelos largos, el consumo de marihuana, su ropa colorida y sus costumbres tan diferentes a las de los lugareños, lograron espantar a todo Wallkill.

La leyenda agrega otro dato de color: uno de esos "hippies del festival" sedujo a la hija del intendente local. El Consejo de Representantes del pueblo se reunió. A ninguno le interesó el negocio que pudiera hacer Tapooz ni algunos otros comerciantes de la zona, temían ser arrasados por esos jóvenes que representaban los valores contrarios a su puritana y apocada vida. Wallkill rechazó al festival.

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Contrataron a Jimi Hendrix, The Who, Janis Joplin, Joe Cocker y Santana entre los 32 artistas que tocaron en el festival (Warner Bros/Kobal/Shutterstock )

Faltaba poco menos de un mes y los productores, con la publicidad en las calles y en los principales medios del país, con miles de entradas vendidas por anticipado y con varios artistas contratados, debían salir a encontrar otro sitio. Lo prudente hubiera sido bajar los brazos y dar marcha atrás. Pero como veremos la prudencia no era la virtud más desarrollada en los organizadores.


La búsqueda fue frenética. Y parecía que sería infructuosa. Consideraban casi imposible encontrar un lugar en condiciones para albergar su aventura. Hasta que alguien dio con la finca de Max Yasgur, ubicada en White Lake, Bethel, Nueva York, a 70 kilómetros de Woodstock. Cuando los organizadores vieron el lugar que les ofrecieron, una ancha planicie, consideraron que no les servía más que para un vasto estacionamiento.

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Los organizadores lograron alquilar la finca por 75 mil dólares. Esperaban 50 mil personas. Llegaron 500 mil para vivir su festival de música y libertad (Shutterstock)

Yasgur, antes de que se retiraran, les dijo que detrás de una pequeña elevación, había otro espacio que tal vez podría interesarles. Cuando lo vieron se dieron cuenta de que el lugar era perfecto, como si hubiera sido construido por la naturaleza para que ellos montaran un escenario: un anfiteatro natural en el que miles de personas podrían disfrutar de la música. La oferta que le hicieron fue irresistible: 75 mil dólares -y el compromiso de limpiar la propiedad y dejarla en el mismo estado en que la habían encontrado una vez finalizados los shows-.

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Contrataron a un catering sin demasiada experiencia pero con la voluntad de preparar hamburguesas y salchichas para la multitud. Lo que no sabían era que los vendedores al finalizar la primera noche cambiarían la comida por drogas (Warner Bros/Kobal/Shutterstock )

Debieron comunicar el cambio de sede. De manera insólita esta incidencia se tradujo en publicidad positiva para el evento. Que los compradores de entradas y los artistas tuvieran que trasladarse varias decenas de kilómetros extra no pareció importarle a nadie.

Los afiches del festival aparecían por todos lados. La imagen ya es icónica. El brazo de una guitarra, un pájaro posado sobre ella, los colores vivos, el anuncio de los "3 días de Paz y Música" ocupando gran parte del espacio, los artistas en letra muy pequeña, los días (15, 16 y 17 de agosto) y un slogan encabezando que fue olvidado con el tiempo: Una exposición de Acuario, que hacía referencia a la Era de Acuario del musical Hair. Las entradas se vendían a 7 dólares por día, o 13 dólares por dos días, o 18 dólares por los tres. Se vendieron decenas de miles.

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La imagen ya es icónica. El brazo de una guitarra, un pájaro posado sobre ella, los colores vivos, el anuncio de los “3 días de Paz y Música” ocupando gran parte del espacio, los artistas en letra muy pequeña

Los preparativos estaban atrasados. Los organizadores debieron realizar muchas tareas a la vez. Y pagar un precio muy alto por cada una de ellas debido a la premura. La primera fue convencer a los integrantes del pueblo que no corrían riesgo para que no se repitiera la experiencia de Wallkill.

Muchos de los trabajos se hicieron en base a cálculos demasiado hipotéticos o simples intuiciones. Para determinar la cantidad de baños que necesitaban recurrieron a un libro de campañas militares. El escenario estuvo listo pocas horas antes del inicio de las actuaciones. También hubo que instalar tendidos eléctricos, más de cien líneas telefónicas (20 para la organización y 80 teléfonos públicos para que los espectadores se comunicaran con sus familiares).

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Lo que estaba previsto para 35 mil personas colapsó con la llegada de medio millón y el uso indiscriminado de drogas comenzó a tener sus efectos inevitables (Granger/Shutterstock)

Recién en la última semana encontraron un catering. Ninguna empresa estaba dispuesta a darles de comer durante tres días a 50 mil personas (en ese momento el cálculo había ascendido a esa cifra). Contrataron a alguien sin demasiada experiencia pero con la voluntad de preparar hamburguesas y salchichas para esa multitud (lo que no sabían era que los vendedores al finalizar la primera noche cambiarían la comida por drogas o la regalarían).

A último momento levantaron el alambrado que delimitaba el lugar y dispusieron las vías de acceso. Los alambrados no los fijaron con cemento, solo los enterraron en el terreno (situación que facilitó de manera hasta ridícula su derribo posterior). Lo más increíble es que mientras terminaban de construir el escenario, instalar el sistema de sonido, montar las columnas de luces y plantar los alambrados una oleada de gente comenzó a llegar al lugar y a acampar.

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Amor libre, música, drogas y desnudez: los jóvenes vivieron tres días intensos e inolvidables que marcaron toda una generación (Shutterstock)

El martes, a tres días del evento, se calcula que merodeaban por el lugar más de 10 mil personas. El miércoles la cifra ascendía a 25 mil. En ese momento los organizadores comprendieron que sus cálculos habían sido poco optimistas. El festival de Woodstock se había convertido en un suceso nacional, en un hecho generacional.


La contratación de los artistas fue progresiva. El elenco fue ecléctico. Los empresarios se impusieron un límite de 15 mil dólares de honorarios. El único que superó esa frontera fue Jimi Hendrix que recibió el doble pero con la condición de que tocara dos veces (evento que no sucedió). Janis Jopin, Creedence, Santana, Grateful Dead, Joe Cocker, Joan Baez, Tim Hardin, The Band y Jefferson Airplane fueron algunos de los 32 artistas contratados.
 

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La basura se empezó a acumular, así que en esa primera madrugada hubo que despertar a los que dormían cerca del escenario (unos cuantos miles) para poder sacarla del lugar, la comida y el agua empezaron a escasear cuando faltaba todavía casi el setenta por ciento del festival (The Museum at Bethel Woods/Via REUTERS)

El día jueves por primera vez se tuvo noción de lo que sucedería en las horas posteriores. La gente llegaba con sus pequeñas carpas, bolsas de dormir o sin nada de eso a quedarse todo el fin de semana. El ingreso se hizo imposible de controlar. Derribaron las barreras de contención, nadie controlaba las entradas. De facto, Woodstock se convirtió en un evento gratuito. Todos entraban.

El día de inicio, el viernes 15 de agosto de 1969, la ruta de acceso colapsó. El tránsito se detuvo. Al principio del día los conductores tardaron casi 10 horas para hacer los 10 kilómetros finales. Luego, ya nadie avanzaría. Los autos fueron dejados a los dos costados de la ruta y después sobre la ruta misma. Más de 40 kilómetros de cola. A nadie pareció importarle. El público cantaba y bailaba empujado por la música que salía de los autos, las drogas y el espíritu de época.

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El atasco impedía que llegaran los artistas que estaban alojados en un Holiday Inn en las afueras del pueblo. El grupo que estaba programado para iniciar el festival era Sweetwater pero sus integrantes no podían llegar al lugar. Los organizadores debieron salir a buscar helicópteros (Warner Bros/Kobal/Shutterstock)

A mediados del viernes el tráfico dejó de ser una preocupación: la situación era imposible de solucionar y todos asumieron que esa fila infinita de autos permanecería inmóvil hasta la madrugada del lunes.

Pero semejante atasco impedía también que llegaran los artistas que estaban alojados en un Holiday Inn en las afueras del pueblo. Eso ocasionó que se debiera modificar la programación. El grupo que estaba programado para iniciar el festival era Sweetwater pero sus integrantes no podían llegar al lugar. Los organizadores debieron salir a buscar helicópteros.

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La gente llegaba con sus pequeñas carpas, bolsas de dormir o sin nada de eso a quedarse todo el fin de semana. El ingreso se hizo imposible de controlar. Derribaron las barreras de contención, nadie controlaba las entradas. De facto, Woodstock se convirtió en un evento gratuito. Todos entraban (Granger/Shutterstock)

Durante esos tres días tuvieron la flota más nutrida de helicópteros de los Estados Unidos. En uno de ellos subieron a Richie Havens, quien se animó a ser el primero en presentarse en el escenario. La multitud esperaba impaciente. El concierto llevaba tres horas de retraso. Tim Hardin rechazó la oferta para ser el que rompiera el fuego. Demasiada responsabilidad (y demasiadas sustancias: cuando le tocó presentarse su actuación fue un largo balbuceo de 45 minutos). Havens fue el elegido porque en el escenario solo lo acompañaban un guitarrista y dos percusionistas y en ese primer helicóptero, además del piloto solo podían ir otros cuatro tripulantes. Havens apareció y cautivó al público con sus canciones, covers de los Beatles y hasta una improvisacíón como "Freedom". Su set debía ser de 40 minutos pero estuvo más del doble cantando porque no había quien lo sucediera ante el micrófono.

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Las noticias de lo que estaba sucediendo en Woodstock llegaron a todo el país. El New York Times habló de “Una pesadilla” y comparó a los cientos de miles de asistentes con “lemmings que se dirigen hacia el mar a encontrar su muerte” (Granger/Shutterstock)

Luego de él, mandaron a Joe McDonald que tocaría al día siguiente con su banda pero como estaba en el backstage se le pidió el favor. Un gurú aprovechó el caos para dejar su mensaje a la multitud que no paraba de crecer. Era un mar de gente, de cabezas que se bamboleaban con la música.

Al avanzar la noche, los músicos fueron arribando y se normalizó la programación. Uno de los puntos altos de ese día fue la actuación de una Joan Baez embarazada que cautivó con su voz y sus canciones aguerridas.

Al finalizar el día, más allá del inconveniente del tránsito, los organizadores estaban satisfechos. Pero los problemas comenzarían a surgir casi sin solución de continuidad. Una mera cuestión matemática: lo que estaba previsto para 35 mil personas colapsó con la llegada de medio millón.

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Las cabañas de césped y hojas se usaron como carpas naturales en el Festival de Música y Artes de Woodstock en White Lake en Bethel, Nueva York (Foto AP)

La basura se empezó a acumular, así que en esa primera madrugada hubo que despertar a los que dormían cerca del escenario (unos cuantos miles) para poder sacarla del lugar, la comida y el agua empezaron a escasear cuando faltaba todavía casi el setenta por ciento del festival y el uso indiscriminado de drogas comenzó a tener sus efectos inevitables. Como si todo eso fuera poco, en las primeras horas del sábado empezó a llover y el terreno se transformó en barro.

Los médicos del lugar no daban abasto para atender las urgencias. No se trataba solo de un problema de cantidad. Los médicos del pueblo no estaban acostumbrados a tratar pacientes con sobredosis o alucinando por el ácido.

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Un gurú de la India y sus seguidores llegaron hasta el Festival de Woodstock (Granger/Shutterstock)

Abbie Hoffman, el ícono de la contracultura de los sesenta, ayudó a montar unas "Carpas Freak" para tratar a los afectados por un mal trip de ácido con procedimientos alternativos (Hoffman tuvo otra participación célebre en esos días; irrumpió en el set de The Who e intentó copar el micrófono. Pete Townshend casi lo desnuca con un golpe de su guitarra y lo echó luego de insultarlo).

En esos tres días hubo dos nacimientos y tres muertes. Dos por sobredosis y una provocada por un tractor que arrolló a un joven que dormía en el suelo. Las drogas corrían libremente pero su cantidad y calidad nadie las controlaba. Píldoras, marihuana, LSD, cocaína y hasta heroína. Algunos mezclaban todas las que podían.

La paranoia se instaló cuando alguien desde el escenario alertó: "Tengan cuidado con el ácido verde". El rumor indicaba que estaba envenenado. El problema: circulaban ácidos de una gama de al menos veinte verdes.

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El estado proporcionó comida, agua, montó tiendas de campañas médicas y proveyó servicios de emergencias para asegurarse la subsistencia de esas 500 mil personas (The Museum at Bethel Woods/Via REUTERS)

Las noticias de lo que estaba sucediendo en Woodstock llegaron a todo el país. El New York Times habló de "Una pesadilla" y comparó a los cientos de miles de asistentes con "lemmings que se dirigen hacia el mar a encontrar su muerte". El gobernador Rockefeller declaró a ese sitio como "Zona de Desastre".

Los helicópteros de la Guardia Nacional sobrevolaban el área (debe haber sido el lugar con mayor afluencia de helicópteros de la historia), pero los organizadores lograron que ni el ejército ni la policía ingresaran al lugar. Pensaron que eso provocaría pánico y efectos impredecibles. Pero el estado proporcionó comida, agua, montó tiendas de campañas médicas y proveyó servicios de emergencias para asegurarse la subsistencia de esas 500 mil personas.

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“Ustedes han probado al mundo de lo que somos capaces con un poco de amor, entendimiento y música”, dijo Jimi Hendrix al cerrar el festival (Peter Tarnoff/Mediapunch/Shutterstock)

La música seguía. La del sábado fue la noche de The Who y su gran actuación y también la de Santana y Joe Cocker que deslumbraron con sus apariciones. Cocker abrió el día. Al finalizar su presentación, unas nubes negras cubrieron el cielo. Empezó a llover. Las gotas tenían el tamaño de pelotas de golf. Se desató un temporal. Los plomos corrían a tapar los equipos, desde el escenario pedían a las decenas de personas que estaban colgadas de las columnas que se bajaran de ellas (si alguna caía los muertos se contarían de a cientos). El viento era arrasador. Las carpas volaban sin control. Las actuaciones se suspendieron pero nadie se movió de su lugar. Cuando el temporal amainó, la música continuó. La gente permaneció sentada en un lodazal. Probablemente el más grande y célebre lodazal de la historia.

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El barro fue protagonista. Los jóvenes se deslizaban desnudos, celebraban la libertad (Shutterstock)

El barro se convirtió en un evento más. Carreras de deslizamiento, otra excusa más para la desnudez, para la celebración de la libertad.

El domingo, el último día, fue el de Jimi Hendrix. Fue la última actuación. Su versión del himno de Estados Unidos, Star spangled banner, fue, tal vez, el tema más célebre del festival. Paradójicamente fue el que menos público tuvo. Ya había amanecido el lunes, eran cerca de las 6 de la mañana y solo quedaban 40 mil personas.

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A las 10 de la mañana de ese lunes los cuatro organizadores tuvieron que acudir a una reunión en Wall Street. El banco quería saber cómo pagarían sus deudas. El recital había resultado un éxito pero en el medio se convirtió en gratuito y ellos no sabían los juicios que debían afrontar de los que habían pagado las entradas y de los que habían sufrido daños. El quebranto parecía inevitable. Pero les quedaba una carta en la manga. La película del festival producida por la Warner y ganadora del Oscar al mejor documental no solo los salvaría económicamente sino que ayudaría a perpetuar la leyenda de Woodstock.

Antes y después hubo otros festivales de rock. Con carteleras más rutilantes, con mayores comodidades (ningún mérito), con mejores resultados artísticos. Pero ninguno tuvo la relevancia cultural de Woodstock. Definió a una generación y representó por sí mismo un tiempo.
 
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Woodstock definió a una generación (Woodstock.com)

La épica del barro, la música, la convivencia pacífica durante tres días, la desnudez, la libertad.

El festival fue una especie de milagro, un accidente, un fenómeno que a 50 años todavía estamos intentado develar. Jimi Hendrix desde el escenario brindó el colofón a esos tres días míticos, a los que el recuerdo hace más grandes que cuando sucedieron. El guitarrista le dijo a esos últimos mohicanos, a ese menos del diez por ciento que todavía permanecía: "Ustedes han probado al mundo de lo que somos capaces con un poco de amor, entendimiento y música".

https://www.infobae.com/historias/2...jovenes-desnudos-en-el-barro-y-rock-and-roll/
 
Ensoñación
Un análisis de la actualidad internacional a través de artículos publicados en medios globales seleccionados y comentados por la revista CTXT

Álvaro Guzmán
23 AGO 2019 - 19:06 ART
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Una imagen del público en el festival Woodstock en agosto de 1969. RICHARD GORDON THE MUSEUM AT BETHEL WOODS / REUTERS
Hito de la contracultura. Mito que pervive en la conciencia de los cientos de miles de asistentes, y de millones que no estuvieron. Rito de iniciación —u ocaso, según se mire— de una era. Se cumplen 50 años del festival de Woodstock. En la revista London Review of Books, Jeremy Harding explora las entrañas del acontecimiento y su proyección en el presente. Harding descubre, mediante la lectura crítica de un libro de memorias del principal organizador del festival, Michael Lang, una historia de malabarismos logísticos y codicia empresarial no demasiado acompañada por la destreza para los negocios de sus bisoños organizadores. Woodstock nació de rebote, después de que sus organizadores buscaran sin éxito posibles sedes para el festival en California y Florida y terminaran dando con una granja de vacas en un pueblo de apenas 3.000 habitantes 180 kilómetros al norte de Nueva York.

El socarrón relato de Harding está plagado de detalles reveladores sobre el lado más prosaico del negocio cultural. Descubre cómo las contradicciones de Woodstock terminaron por alinearse para producir un evento cuya sombra legendaria se proyecta hasta nuestros días. Desde el fenomenal desbarajuste logístico a los problemas para garantizar la seguridad, que terminaron resolviéndose mediante un experimento colaborativo entre unas decenas de policías fuera de servicio sin pistolas ni porras y los centenares de miles de hippies que asistieron, armados hasta los dientes de drogas psicodélicas. El resultado fue un desastre financiero para los inversores, salvados de la ruina por la campana de la Leyenda Woodstock. “Año tras año, los ingresos por taquilla del documental [Woodstock, que apareció en 1970] equilibraron las pérdidas, mientras que la propia película consolidaba el mito”, escribe Harding. Un mito que Lang no se resiste a tratar de exprimir, cada vez con menos reparos estéticos. Para este agosto, el empresario preparaba un revival desvergonzado y vergonzante, con músicos-marca como Miley Cyrus o Jay-Z (si Janis Joplin y Jimi Hendrix levantaran la cabeza…). Pero los dioses de la música se han alineado esta vez en contra, y una serie de disputas legales han hecho casi imposible que el concierto conmemorativo se celebre. “Woodstock Cincuenta está condenado al fracaso”, escribe Harding. “Un evento rival para el aniversario cerca del escenario original todavía podría tener lugar, pero Lang ha mandado a sus abogados con una orden de cese y suspensión —aunque sus argumentos parecen poco sólidos ahora que su propio proyecto se ha ido a pique—. Resuenan desagradables ecos de la vertiginosa cuenta atrás para Woodstock 1969, sobre el filo de la navaja”.

Hoy apenas nadie duda de las credenciales rebeldes de Woodstock. Tanto quienes lo desdeñan como un atajo de peligrosos subversivos como quienes lo veneran como acicate de los movimientos antibélicos y pro derechos civiles que recorrían Estados Unidos a finales de los sesenta coinciden en su marcado carácter político. Sonaron himnos contra la guerra, se evocaron holocaustos posnucleares, y alguno que otro cogió el micrófono para denunciar el asesinato de activistas de las Panteras Negras a manos de FBI. Había una zona dedicada a los movimientos sociales, con stands, entre otros, de la organización pacifista Students for a Democratic Society. Circulaban por el festival regimientos del grupo guerrillero Weather Underground. Pero Harding desnuda también el mito de Woodstock como proyecto contestatario:

“Lang nunca imaginó el festival como un evento político, y nunca lo fue: era una excursión contracultural, una ‘exposición acuaria’, de acuerdo con la propuesta de Emprendimientos Woodstock. Tanto hedonista como moralista, era un escaparate para el modo de vida alternativo al que se adherían los jóvenes estadounidenses inquietos”.

De aquellos polvos vinieron estos lodos. Si Lang, con sus vanos intentos de hacer caja reviviendo un Woodstock millennial, refleja la decadencia de un espíritu rebelde que tuvo siempre más de pose que de realidad, el Silicon Valley del siglo XXI tiene mucho de destino lógico de los vencedores de aquel sueño. En The New Yorker, el periodista Andrew Marantz ofrece un relato demoledor de la “crisis de conciencia” de la síntesis tecnocorporativa de la contracultura.

Marantz viaja al Esalen Institute, un enclave idílico fundado en 1962 a tres horas al sur de San Francisco, al que peregrinaron artistas y gurús de la psicodelia antes de que se convirtiera en destino favorito de las élites de las grandes empresas tecnológicas para sus retiros espirituales. “Esto no es un lugar’, me dijo un empleado mientras se liaba un porro en un mueble de jardín de madera tallada en bruto. ‘Es una diáspora, una luz que nos guía para salir de nuestra oscuridad colectiva, una flecha que nos apunta hacia la mejor manera de ser enteramente humanos”, escribe Marantz. “Todos los visitantes se tienen que presentar en una casita a la entrada, donde un empleado vestido con un jersey de lana les dispensará una californiana mezcla de mensajes contradictorios: ‘Namaste, la luz dentro de mí se postra ante la luz dentro de ti, déjeme que confirme que hemos recibido el depósito de su tarjeta de crédito y entonces le enseñaré dónde está su cabaña y/o supercargador Tesla’. Hay un comedor de secuoya, decorado en estilo asceta-chic; hay bosquecillos de pinos y una granja de verduras orgánicas; hay estudios de yoga y mesas de masaje y un pozo forjado en hierro para hacer fuego; hay un laberinto de jacuzzis llenos de sulfurosos manantiales subterráneos, de manera que cuando el viento sopla en dirección norte, el aroma ambiental de lavanda y pachuli a veces toma una nota de huevos podridos”.


Los fundadores de Esalen no tenían las presiones económicas de Lang, el promotor del festival de Woodstock, que tuvo que mendigar el alquiler de la granja donde tuvo lugar el macro concierto y necesitó de inversores para pagar a los músicos. Esalen se instauró como organización sin ánimo de lucro sobre los terrenos de la abuela de uno de sus fundadores. Desde sus orígenes, se declaró un “laboratorio para el nuevo pensamiento”, un think tank independiente para la contracultura. “Aun así, algunas ortodoxias no se cuestionaban. Los esalinitas, por muy cómodos que estuvieran con el s*x*, las drogas y los encuentros extáticos con lo divino, estaban menos cómodos hablando sobre política o dinero, o la política del dinero; es decir, sobre su tensa relación con el capitalismo. En la práctica, el instituto funcionaba en gran medida como un lugar de retiro para los ricos. Hoy un fin de semana de alojamiento y comida cuesta 420 dólares, y eso si uno se lleva su propia tienda de campaña. El alojamiento de gama más alta ronda los 3.000 dólares”.

Cuenta Marantz que Esalen, con su cercanía a las sedes de gigantes tecnológicos como Google, Facebook, Twitter y Apple, se ha convertido en el rincón de pensar favorito para los ejecutivos de dichas firmas. “Se suponía que el Big Tech iba a ser diferente. Iba a hacer del mundo un lugar mejor”, escribe. Pero entonces llegaron el referéndum del Brexit, la victoria en las elecciones de 2016 de Donald Trump, ambos atribuidos a la influencia perniciosa de la comunicación digital. Se sucedieron los escándalos de espionaje masivo y se desató el genocidio de los musulmanes rohingya en Birmania, en el que las publicaciones en Facebook y Twitter jugaron un papel decisivo sin que las empresas hiciera nada para evitarlo.

En su reportaje, Marantz se sumerge en las sesiones de terapia colectiva de los líderes de la industria. Asiste a talleres de “desintoxicación digital”, y a ejercicios de reafirmación del autoestima en los que se exhorta a los asistentes a gritar “que le jodan” a su crítico interior, provocando lágrimas catárquicas. “Durante mucho tiempo, la postura prevalente entre la élite de Silicon Valley era la petulancia rayana en soberbia”, escribe el periodista. “Ahora el repertorio emocional se expande, para incluir la vergüenza —o, por lo menos, la apariencia de vergüenza—. ‘No saben si sentirse parias o víctimas, y están buscando espacios en los que puedan abordar estos asuntos’, me contó un sindicalista bien conectado de Silicon Valley. ‘No en sus salas de juntas, donde todo el mundo los dice lo que quieren oír, ni en público, donde todo el mundo les grita. Un tercer espacio”.

Esalen, cuyo director ejecutivo se declara decidido a “ampliar el impacto de su organización”, mediante “el impacto sobre los influencers”, es el lugar perfecto para ese tipo de terapia, aunque no el único. En un alarde de oportunidad, el director ejecutivo de Twitter, Jack Dorsey, se fue el año pasado a un retiro de meditación silenciosa en Birmania. Sí: donde el genocidio se aceleró a golpe de tuit. “Cuando regresó, publicó un hilo de Twitter sobre su experiencia, incluyendo fotos de su hospedaje espartano, sus picaduras de mosquito y las lecturas biométricas de su Apple Watch y anillo Oura”, cuenta Marantz. “El hilo incitó el desdén de casi todo el mundo: defensores de los derechos humanos, víctimas del dolor crónico y la opinión pública en general”. Como le cuenta un crítico de la industria a Marantz: “No es suficiente, en sí mismo, que los líderes tecnológicos hagan meditación. El riesgo es que se le dé un mal uso a la meditación como agente adormecedor, una manera de hacerte más productivo en aquello que causa dolor al mundo”.

Si el reportaje de Marantz puede leerse como una crítica a la meditación narcótica desde arriba, el trabajo de Ronald Purser es una despiadada historia crítica de la meditación impuesta hacia abajo. La revista Nueva Sociedad publica una versión sintetizada del argumento de su libro McMindfulness. Purser, maestro budista y profesor de gestión de empresas en la Universidad Estatal de San Francisco, corazón de Silicon Valley, ataca de pleno al movimiento secular de mindfulness.

“Según sus patrocinadores estamos en medio de una revolución de la conciencia”, escribe. “Jon Kabat-Zinn, recientemente apodado el padre del mindfulness, llega a proclamar que estamos al borde de un renacimiento global, y que el mindfulness 'puede ser realmente la única esperanza que la especie y el planeta tienen para sobrevivir los próximos 200 años’. ¿En serio? ¿Una revolución? ¿Un renacimiento global? ¿Qué es exactamente lo que ha sido volcado o transformado radicalmente para obtener un estatus tan grandioso? La última vez que vi las noticias, Wall Street y las corporaciones seguían haciendo negocios como de costumbre, los intereses especiales y la corrupción política seguían sin control, y las escuelas públicas seguían sufriendo de falta de fondos y negligencia masiva. La concentración de la riqueza y la desigualdad se encuentra ahora en niveles sin precedentes. El encarcelamiento masivo y el hacinamiento en las cárceles se han convertido en una nueva plaga social, mientras que los disparos indiscriminados de la policía contra los afroamericanos y la demonización de los pobres siguen siendo moneda corriente. El imperialismo militarista de Estados Unidos continúa extendiéndose, y los desastres inminentes del calentamiento global ya se están mostrando de manera más evidente”.

El enemigo de Purser no es tan inocuo como pudiera parecer. Lo que Jon-Zabat-Kinn, médico de profesión, inauguró hace 40 años como un proyecto para sintetizar la sabiduría budista en un breve curso para enfermos con dolor crónico se ha ido expandiendo a las esferas más insospechadas —desde colegios a empresas, pasando por el Ejército estadounidense— y para tratar dolencias muy diversas, como la depresión, la adicción o el estrés laboral. Por el camino, el mindfulness se ha convertido en una industria boyante, cotizada en 1.100 millones de dólares. En McMindfulness, Purser describe con despechada ironía nichos de mercado como el surf mindful, el pan mindful o los pasteles de chicken mindful de Kentucky Fried Chicken. Solo en Amazon hay a la venta 100.000 libros con la palabra mindfulness en el título. También abundan las aplicaciones para meditar que, señala Purser, acentúan la “peculiar ironía de utilizar una app para desestresarnos de problemas que a menudo empeoran cuando nos quedamos mirando al teléfono”.

Según Purser, el problema no es solo que la práctica se haya mercantilizado. Es que la fiebre del mindfulness reproduce y profundiza el fundamentalismo de mercado. “Para Kabat-Zinn y sus seguidores, los culpables de los problemas de una sociedad disfuncional son los individuos descerebrados e inadaptados, y no los marcos políticos y económicos en los que se ven obligados a actuar”, escribe. “Al transferir la carga de la responsabilidad de la gestión de su propio bienestar a los individuos, y al privatizar y patologizar el estrés, el orden neoliberal ha sido una bendición para la industria del mindfulness”

Así pues, el llamado “pensamiento positivo” defiende que “la fuente de los problemas de la gente está en sus cabezas”, de modo que distrae de las causas sociales del estrés y la ansiedad. ¿Está usted quemado por el exceso de trabajo, estresado porque no encuentra empleo o ansioso por el futuro de sus hijos ante la crisis climática? La culpa es de sus pensamientos. “El mindfulness ha surgido como una nueva religión del ‘yo’, libre de las cargas de la esfera pública”, escribe Purser. “La revolución que proclama no ocurre en las calles o mediante la lucha colectiva y las protestas políticas o las manifestaciones no violentas, sino en las cabezas de individuos atomizados”.

Así pues, el mindfulness desactiva cualquier impulso de organización y acción colectivas. “El fetiche del presente auspiciado por el mindfulness es una práctica que cultiva la amnesia social, fomentando el olvido colectivo de la memoria histórica y, al mismo tiempo, excluyendo eficazmente la imaginación utópica”, escribe Purser, que señala como alternativa a la “religión del yo” prácticas que buscan integrar el activismo y la justicia social con la investigación contemplativa, como los de Beth Berila y el Centro de Meditación de East Bay, en Estados Unidos, o la Red de Mindfulness y Cambio Social del Reino Unido. La consecuencia del McMidnfulness es doble: Por un lado, el condicionamiento de las masas trabajadoras a tolerar una economía precaria e incierta y la canalización de su descontento hacia impulsos para adaptarse a ella en lugar de para cambiarla. Por otro, lo que Purser llama el denominador común del mindfulness, la psicología positiva y la industria de la felicidad: la despolitización del estrés. “Como señala Mark Fisher en su libro Realismo capitalista, la privatización del estrés ha llevado a una ‘destrucción casi total del concepto de lo público’”.

Por más retiros de mindfulness que se tome en Birmania no se puede esperar del CEO de Twitter que haga nada para limitar el impacto de la bilis reaccionaria y xenófoba de Donald Trump. De hacerlo, mataría la gallina de los huevos de oro. En 2017, la cuenta de Twitter del presidente estadounidense estaba valorada en dos mil quinientos millones de dólares, la quinta parte del valor bursátil de la red social. Lo cuenta Richard Seymour en The Twittering Machine, el que promete ser uno de los libros clave para entender la comunicación en nuestro tiempo. El título del libro hace referencia a un cuadro del pintor suizo Paul Klee que muestra una hilera de aves depredadoras “graznando de manera discordante” para tentar a sus víctimas a un hoyo sanguinario, metáfora de la comunicación diseñada por ingenieros digitales cuyo modus vivendi es mantenernos activos, llenos de odio y violencia latente, para que no nos desconectemos nunca de sus redes.

En una reseña en The Guardian William Davies elogia sin paliativos el ensayo de Seymour. “Está construido sobre una observación que resulta fresca y enormemente iluminadora en su aplicación”, escribe Davies. “Que, mientras nuestras vidas se digitalizan, estamos constantemente escribiendo y siendo escritos. Todo el tiempo que pasamos inmersos en pantallas (once horas al día para el estadounidense medio) estamos contribuyendo a un gran ‘experimento de escritura colectiva’. Mandamos emails, escribimos, tuiteamos, le damos a ‘me gusta’ y mandamos mensajes de texto. Incluso cuando no estamos tecleando, se hace un registro de nuestros movimientos pantalla arriba y pantalla abajo, nuestros clicks y nuestros estados de ánimo. La lectura se diluye en escritura, teniendo lugar ‘no tanto para resultar edificante sino productiva: escaneando materiales de un flujo de mensajes y notificaciones’. Algo fundamental ha cambiado en nuestra relación con el prójimo y el mundo que ya no puede comprenderse simplemente estudiando la tecnología por sí sola. Seymor pretende horrorizarnos, y lo consigue”.

Como en toda su obra, Seymour aúna la teoría crítica y el análisis marxista con el psicoanálisis. Todos mantenemos el teléfono bien cerca, observa, “cargado en todo momento. Es como si, un día cualquiera, nos fuera a traer el mensaje que hemos estado esperando”. Algunos de sus pasajes más memorables, apunta Davies, tienen que ver con el trolling. “De nuevo, la cuestión que tenemos que enfrentar es psicoanalítica, no tecnológica. ¿Qué buscamos en realidad cuando perdemos el tiempo riéndonos de la gente en internet? ‘El aspecto central de la ironía es casi siempre un compromiso apasionado que no se puede expresar de ninguna otra manera’. La política y la esperanza están siendo bloqueadas por un flujo de escritura interminable, sin sentido y estéril. Piensen en todas las otras cosas que podríamos estar haciendo”.

El libro se detiene a explorar la manera en que estas máquinas de escritura, que “se alimentan de nuestra debilidad para monopolizar nuestra atención y modificar nuestro comportamiento”, dan alas a cierta forma de violencia glorificada: el fascismo. Lo hacen, ahonda Davies, a través de la evaporación de la responsabilidad individual cuanto más hondo caemos en el “flujo” del texto, donde lo real y lo virtual se disuelven el uno en el otro. “Hay algo sobre lo que no cabe duda: las plataformas comerciales que hacen posible todo esto no harán nada por evitarlo. Todo lo que les importa es mantenernos conectados y atentos”, escribe Davies. “Internet es también una red metafórica, que nos atrapa en un régimen asfixiante de escritura, lectura y captura de datos inacabable, donde no hay nada más allá del texto”.

Descartado el mindfulness, ¿qué hacer ante tan desasosegante panorama? En su crítica del mismo libro en The Observer, Peter Conrad cuenta que Seymour dedica su libro a los luditas, que saboteaban las máquinas durante la Revolución Industrial. “Pero reconoce también que no podemos destrozar una máquina que no es más que una abstracción global, flotando en el aire de una red Wifi”. Toca, en palabras de Seymour, redescubrir el aspecto emancipador de la escritura, en desafío ante la distopía sofocante que se nos obliga a vivir. La peor ofensa de las redes sociales, escribe, es “el robo de nuestra capacidad para la ensoñación”. Como los monjes budistas que inventaron la meditación, de aquello sabían mucho los asistentes al primer Woodstock. Lástima que el mercado se los llevara por delante.

https://elpais.com/internacional/2019/08/23/actualidad/1566572618_984811.html
 
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