Arrepentimiento y maternidad son dos figuras que no se tocan, al menos nunca en voz alta. Nadie elige a sus padres, pero tampoco a sus hijos, y sin embargo, las mujeres tienen vedado pensar -o sentir, o decir- que haber tenido hijos pudo haber sido una equivocación.
Pueden lamentar haber elegido una profesión o un marido (o incluso varios), pero hay algo de lo que, al menos en voz alta, las mujeres no pueden arrepentirse: de haber sido madres. En relación a la maternidad, el sentido común dicta que quienes se arrepienten son aquellas que no tuvieron hijos, nunca las que sí lo hicieron. Que una mujer con hijos admita abiertamente que, a la manera de Bartleby, hubiera preferido no hacerlo, contraría uno de los presupuestos más instalados en nuestra cultura: el mito del instinto materno. Una mujer que se arrepiente de ser madre se coloca en un lugar culturalmente sin retorno: sencillamente, dentro de las representaciones aceptadas, “no hay madres así”. Y si existen –porque al igual que las brujas, que las hay, las hay– es que no son “verdaderas madres”.
A pesar de los muchos cambios sociales que experimentó el lugar de la mujer, la maternidad sigue siendo un acontecimiento especialmente valorado en las biografías femeninas que –por convención, aunque no siempre por convicción– convendría no saltearse: aunque el deseo no aparezca, hay que tener hijos “por las dudas” (o por el deseo de alguien más) para no arrepentirse luego, cuando el reloj biológico dicte que ya es demasiado tarde. Sin embargo, aunque el mandato social presione para que las mujeres sientan esa suerte de “obligación” de ser madres, el amor materno no es una conducta universal ni mucho menos natural: puede existir o no, aparecer o desaparecer, mostrarse fuerte o débil, manifestarse con algunos hijos y no con otros. Después de todo, que una mujer no se sienta colmada por la maternidad o no encuentre en ella la satisfacción que había imaginado, ¿es algo tan extraño? Para nada. Lo que es infrecuente es que hable de ello. Las mujeres no están culturalmente habilitadas para decir que ser madres fue para ellas una equivocación. Sin ir tan lejos, puede que no se arrepientan de la experiencia y, no obstante, no puedan plantear los aspectos negativos de haber tenido hijos sin que ello sea visto como una suerte de “falta moral” o de fracaso personal. Los hijos generan sentimientos intensos, entre ellos el amor, pero no solamente provocan afecto.
Tengo amigos que sin ningún empacho han contado en mitad de una cena que en el primer contacto con sus viscosos recién nacidos en vez de ternura sintieron asco. Pero para las mujeres, la narrativa del instinto y el amor materno “desde el primer día” está tan afianzada, que enunciar lo contrario implica perder el lugar simbólico prestigiado al cual se accede inmediatamente si se repiten los gestos sociales propios de la “buena madre”. Esas son las cosas que una madre no dice.
UNA MADRE FELIZ
El hecho de que gracias a los anticonceptivos actuales la sexualidad haya podido desvincularse de la reproducción, también generó un nuevo modelo de maternidad: como ya no se trata de una imposición ni de un destino ineludible, debe ser vivida con absoluta satisfacción. Como consecuencia de este nuevo modelo, que podríamos llamar de “felicidad obligatoria”, las mujeres que no experimentan tamaña exaltación, comienzan a cuestionarse (y a ser cuestionadas) en su función de “buenas madres”. Como la maternidad pasó a ser producto de la voluntad y las ganas, las mujeres quedaron bajo la órbita de un nuevo mandato: el amor y la alegría debían ser los resultados inmediatos de dicha apuesta. Pero el amor, como la fe o el deseo, no es volitivo.
“A mí no me contaron que esto iba a ser así”, me confesó hace poco una amiga que fue madre hace unos años. Se sentía agobiada. Su hijo le daba alegrías pero, sobre todo, le daba trabajo. Mucho trabajo. Especialmente, ese tipo particular de “trabajo afectivo”, tal como lo denominan Negri y Hardt, que “produce afectos” e involucra a las mujeres en cuerpo y mente, igual que cualquier otra clase de trabajo, aunque su producto resulte inmaterial. Pero la maternidad es alentada por tantos discursos que no encontrar en ella las gratificaciones prometidas puede resultar en extremo frustrante. ¿O será que las alabanzas al rol materno funcionan como un anzuelo para perpetuar ciertos roles de género, que difícilmente puedan cumplir con las expectativas que generan? Los hijos reales, con su personalidad, sus necesidades, sus berrinches, difícilmente concuerden con el modelo imaginario, sobre todo si las mujeres albergaban la ilusión de “realizarse” o sentirse totalmente colmadas por ser madres.
Tengo un amigo que sostiene la teoría de que sólo los padres mediocres pueden tener hijos que valgan la pena, mientras que a los hijos de padres interesantes únicamente les queda ser unos imbéciles. Claro que hay miles de ejemplos en contrario, pero la moraleja de su especulación es que nadie elige a sus padres, pero tampoco a sus hijos. Con lo cual sería absurdo pensar que un proyecto como la maternidad resulte siempre satisfactorio. “La maternidad te cambia la vida”, suele ser la muletilla preferida. En el caso de que sus vidas les gustaran ¿por qué suponer que el cambio va a ser sólo positivo? Las contrariedades y contradicciones quedan por fuera del discurso.
MI MAMÁ (NO) ME MIMA,
MI MAMÁ (NO) ME AMA
Quienes se sienten decepcionadas por ser madres experimentan, sin embargo, un sentimiento para nada novedoso: durante siglos las mujeres no esperaban de su capacidad reproductora más satisfacciones que las de darle hijos a su marido. Era un deber, no necesariamente un deseo, aunque a veces coincidieran. Además, especialmente en los sectores acomodados, su rol era más parecido al de las actuales “madres subrogantes”, cuya función termina pasado el parto, ya que el amamantamiento, el cuidado y la crianza de los niños solía quedar en manos de terceros (nodrizas, niñeras, educa dores), lo cual no colaboraba para que surgieran lazos afectivos entre madres e hijos. Las mujeres eran más paridoras que criadoras. Difícilmente los niños de otras épocas pudieran repetir aquello de “mi mamá me mima, mi mamá me ama”.
En Ana Karenina, Tolstoi dice de su protagonista: “No sentía verdadero cariño por la niña, por mucho que le pesara, y no sabía fingirlo”. Lo cierto es que la familia no fue históricamente el espacio del amor, sino de la reproducción. Los matrimonios eran arreglados, y la mortalidad infantil era tan alta que encariñarse con los niños pequeños resultaba una mala inversión. Además se creía que los sentimientos eran peligrosos, ya que debilitaban el carácter. No es que no existieran afectos, pero no tenían la importancia actual. Hubo que esperar varios siglos para que el amor hacia la infancia se afianzara de modo tal que las madres asumieran la superposición de tareas hasta entonces disociadas: la procreación y la crianza. El “instinto materno” fue moldeándose a partir de mensajes persistentes que de a poco fueron calando en las costumbres. Y no sólo estimuló en las mujeres una afectividad “espontánea” sino otros rasgos de carácter que, si bien ya venían cultivando en su papel de esposas, aún no se habían extendido a sus relaciones filiales. Ahora la resignación, compasión y paciencia (virtudes en las que habían sido entrenadas para el matrimonio) pasaron a ser invocadas como características “maternales”, un adjetivo calificativo que paulatinamente fue subsumiendo a “lo femenino”.
Toda una serie de aptitudes fueron anexadas a ese modelo materno, que adquirió cualidades casi místicas: las madres que todo lo saben, todo lo pueden, todo lo dan. La ética del cuidado intensivo de los hijos hizo su ingreso en el imaginario femenino. Su entrada no fue triunfal, sino lenta, resistida: junto con el amor, había nacido el altruismo materno.
En compensación, las madres ganaron un nuevo status social que las situó en un lugar de veneración, a cambio de que tener hijos se convirtiera para ellas en algo deseado y, sobre todo, disfrutado. Eso sí, las nuevas tareas “maternas” encontraron reconocimiento y valoración precisamente cuando las mujeres comenzaron a dar muestras de que querían (y podían) desenvolverse en otros ámbitos. Cuando dieron indicios claros de sus deseos y aptitudes para intervenir en la vida pública, por ejemplo, el nuevo ideal maternal empezó a reclamarles otras atenciones y cuidados. Si antes las mujeres sentían rechazo, mal humor o, simplemente, no querían dar de mamar ni ocuparse todo el tiempo de sus recién nacidos, nadie lo advertía como algo negativo porque, de hecho, no “debían” hacerlo. Su deber era volver a ser cuanto antes esposas que garantizaran descendencia antes que madres. Hoy, como se exige de las mujeres esa devoción instantánea por sus hijos, el sistema médico les dio un respiro científicamente avalado a quienes el instinto maternal no se les manifiesta de inmediato: el puerperio. Siempre que duren sólo algunas semanas, la tristeza, la angustia e incluso las ganas (reales o metafóricas) de abandonarlos, son considerados síntomas “aceptables”.
El puerperio, además de ser un proceso en el que el cuerpo se reacomoda, es el período para amoldarse al mandato. Si pasado ese tiempo el instinto permanece dormido, entonces sí pasa a ser “patológico”. La maternidad modelo, en su simplificación esencialista, no contempla que aparezcan (como en todos los demás vínculos humanos) sentimientos encontrados. Y como las sensaciones que no responden a ese ideal se vuelven culturalmente inconfesables, en general se manifiestan en actings, expresando el deseo no reconocido (o la falta del mismo) de un modo simbólico, distorsionado. De alguna manera, las madres hablan, aunque no digan nada.
Incluso las mujeres sinceramente felices con sus maternidades, las que sienten que tener hijos ha sido lo mejor de sus vidas, para encajar por completo en la figura de la “buena madre”, algo tienen que callar. Sus omisiones fundan otros mutismos: la lengua materna está cargada de palabra histórica pero también de sus silencios.
(www.lamujerdemivida.com)
Pueden lamentar haber elegido una profesión o un marido (o incluso varios), pero hay algo de lo que, al menos en voz alta, las mujeres no pueden arrepentirse: de haber sido madres. En relación a la maternidad, el sentido común dicta que quienes se arrepienten son aquellas que no tuvieron hijos, nunca las que sí lo hicieron. Que una mujer con hijos admita abiertamente que, a la manera de Bartleby, hubiera preferido no hacerlo, contraría uno de los presupuestos más instalados en nuestra cultura: el mito del instinto materno. Una mujer que se arrepiente de ser madre se coloca en un lugar culturalmente sin retorno: sencillamente, dentro de las representaciones aceptadas, “no hay madres así”. Y si existen –porque al igual que las brujas, que las hay, las hay– es que no son “verdaderas madres”.
A pesar de los muchos cambios sociales que experimentó el lugar de la mujer, la maternidad sigue siendo un acontecimiento especialmente valorado en las biografías femeninas que –por convención, aunque no siempre por convicción– convendría no saltearse: aunque el deseo no aparezca, hay que tener hijos “por las dudas” (o por el deseo de alguien más) para no arrepentirse luego, cuando el reloj biológico dicte que ya es demasiado tarde. Sin embargo, aunque el mandato social presione para que las mujeres sientan esa suerte de “obligación” de ser madres, el amor materno no es una conducta universal ni mucho menos natural: puede existir o no, aparecer o desaparecer, mostrarse fuerte o débil, manifestarse con algunos hijos y no con otros. Después de todo, que una mujer no se sienta colmada por la maternidad o no encuentre en ella la satisfacción que había imaginado, ¿es algo tan extraño? Para nada. Lo que es infrecuente es que hable de ello. Las mujeres no están culturalmente habilitadas para decir que ser madres fue para ellas una equivocación. Sin ir tan lejos, puede que no se arrepientan de la experiencia y, no obstante, no puedan plantear los aspectos negativos de haber tenido hijos sin que ello sea visto como una suerte de “falta moral” o de fracaso personal. Los hijos generan sentimientos intensos, entre ellos el amor, pero no solamente provocan afecto.
Tengo amigos que sin ningún empacho han contado en mitad de una cena que en el primer contacto con sus viscosos recién nacidos en vez de ternura sintieron asco. Pero para las mujeres, la narrativa del instinto y el amor materno “desde el primer día” está tan afianzada, que enunciar lo contrario implica perder el lugar simbólico prestigiado al cual se accede inmediatamente si se repiten los gestos sociales propios de la “buena madre”. Esas son las cosas que una madre no dice.
UNA MADRE FELIZ
El hecho de que gracias a los anticonceptivos actuales la sexualidad haya podido desvincularse de la reproducción, también generó un nuevo modelo de maternidad: como ya no se trata de una imposición ni de un destino ineludible, debe ser vivida con absoluta satisfacción. Como consecuencia de este nuevo modelo, que podríamos llamar de “felicidad obligatoria”, las mujeres que no experimentan tamaña exaltación, comienzan a cuestionarse (y a ser cuestionadas) en su función de “buenas madres”. Como la maternidad pasó a ser producto de la voluntad y las ganas, las mujeres quedaron bajo la órbita de un nuevo mandato: el amor y la alegría debían ser los resultados inmediatos de dicha apuesta. Pero el amor, como la fe o el deseo, no es volitivo.
“A mí no me contaron que esto iba a ser así”, me confesó hace poco una amiga que fue madre hace unos años. Se sentía agobiada. Su hijo le daba alegrías pero, sobre todo, le daba trabajo. Mucho trabajo. Especialmente, ese tipo particular de “trabajo afectivo”, tal como lo denominan Negri y Hardt, que “produce afectos” e involucra a las mujeres en cuerpo y mente, igual que cualquier otra clase de trabajo, aunque su producto resulte inmaterial. Pero la maternidad es alentada por tantos discursos que no encontrar en ella las gratificaciones prometidas puede resultar en extremo frustrante. ¿O será que las alabanzas al rol materno funcionan como un anzuelo para perpetuar ciertos roles de género, que difícilmente puedan cumplir con las expectativas que generan? Los hijos reales, con su personalidad, sus necesidades, sus berrinches, difícilmente concuerden con el modelo imaginario, sobre todo si las mujeres albergaban la ilusión de “realizarse” o sentirse totalmente colmadas por ser madres.
Tengo un amigo que sostiene la teoría de que sólo los padres mediocres pueden tener hijos que valgan la pena, mientras que a los hijos de padres interesantes únicamente les queda ser unos imbéciles. Claro que hay miles de ejemplos en contrario, pero la moraleja de su especulación es que nadie elige a sus padres, pero tampoco a sus hijos. Con lo cual sería absurdo pensar que un proyecto como la maternidad resulte siempre satisfactorio. “La maternidad te cambia la vida”, suele ser la muletilla preferida. En el caso de que sus vidas les gustaran ¿por qué suponer que el cambio va a ser sólo positivo? Las contrariedades y contradicciones quedan por fuera del discurso.
MI MAMÁ (NO) ME MIMA,
MI MAMÁ (NO) ME AMA
Quienes se sienten decepcionadas por ser madres experimentan, sin embargo, un sentimiento para nada novedoso: durante siglos las mujeres no esperaban de su capacidad reproductora más satisfacciones que las de darle hijos a su marido. Era un deber, no necesariamente un deseo, aunque a veces coincidieran. Además, especialmente en los sectores acomodados, su rol era más parecido al de las actuales “madres subrogantes”, cuya función termina pasado el parto, ya que el amamantamiento, el cuidado y la crianza de los niños solía quedar en manos de terceros (nodrizas, niñeras, educa dores), lo cual no colaboraba para que surgieran lazos afectivos entre madres e hijos. Las mujeres eran más paridoras que criadoras. Difícilmente los niños de otras épocas pudieran repetir aquello de “mi mamá me mima, mi mamá me ama”.
En Ana Karenina, Tolstoi dice de su protagonista: “No sentía verdadero cariño por la niña, por mucho que le pesara, y no sabía fingirlo”. Lo cierto es que la familia no fue históricamente el espacio del amor, sino de la reproducción. Los matrimonios eran arreglados, y la mortalidad infantil era tan alta que encariñarse con los niños pequeños resultaba una mala inversión. Además se creía que los sentimientos eran peligrosos, ya que debilitaban el carácter. No es que no existieran afectos, pero no tenían la importancia actual. Hubo que esperar varios siglos para que el amor hacia la infancia se afianzara de modo tal que las madres asumieran la superposición de tareas hasta entonces disociadas: la procreación y la crianza. El “instinto materno” fue moldeándose a partir de mensajes persistentes que de a poco fueron calando en las costumbres. Y no sólo estimuló en las mujeres una afectividad “espontánea” sino otros rasgos de carácter que, si bien ya venían cultivando en su papel de esposas, aún no se habían extendido a sus relaciones filiales. Ahora la resignación, compasión y paciencia (virtudes en las que habían sido entrenadas para el matrimonio) pasaron a ser invocadas como características “maternales”, un adjetivo calificativo que paulatinamente fue subsumiendo a “lo femenino”.
Toda una serie de aptitudes fueron anexadas a ese modelo materno, que adquirió cualidades casi místicas: las madres que todo lo saben, todo lo pueden, todo lo dan. La ética del cuidado intensivo de los hijos hizo su ingreso en el imaginario femenino. Su entrada no fue triunfal, sino lenta, resistida: junto con el amor, había nacido el altruismo materno.
En compensación, las madres ganaron un nuevo status social que las situó en un lugar de veneración, a cambio de que tener hijos se convirtiera para ellas en algo deseado y, sobre todo, disfrutado. Eso sí, las nuevas tareas “maternas” encontraron reconocimiento y valoración precisamente cuando las mujeres comenzaron a dar muestras de que querían (y podían) desenvolverse en otros ámbitos. Cuando dieron indicios claros de sus deseos y aptitudes para intervenir en la vida pública, por ejemplo, el nuevo ideal maternal empezó a reclamarles otras atenciones y cuidados. Si antes las mujeres sentían rechazo, mal humor o, simplemente, no querían dar de mamar ni ocuparse todo el tiempo de sus recién nacidos, nadie lo advertía como algo negativo porque, de hecho, no “debían” hacerlo. Su deber era volver a ser cuanto antes esposas que garantizaran descendencia antes que madres. Hoy, como se exige de las mujeres esa devoción instantánea por sus hijos, el sistema médico les dio un respiro científicamente avalado a quienes el instinto maternal no se les manifiesta de inmediato: el puerperio. Siempre que duren sólo algunas semanas, la tristeza, la angustia e incluso las ganas (reales o metafóricas) de abandonarlos, son considerados síntomas “aceptables”.
El puerperio, además de ser un proceso en el que el cuerpo se reacomoda, es el período para amoldarse al mandato. Si pasado ese tiempo el instinto permanece dormido, entonces sí pasa a ser “patológico”. La maternidad modelo, en su simplificación esencialista, no contempla que aparezcan (como en todos los demás vínculos humanos) sentimientos encontrados. Y como las sensaciones que no responden a ese ideal se vuelven culturalmente inconfesables, en general se manifiestan en actings, expresando el deseo no reconocido (o la falta del mismo) de un modo simbólico, distorsionado. De alguna manera, las madres hablan, aunque no digan nada.
Incluso las mujeres sinceramente felices con sus maternidades, las que sienten que tener hijos ha sido lo mejor de sus vidas, para encajar por completo en la figura de la “buena madre”, algo tienen que callar. Sus omisiones fundan otros mutismos: la lengua materna está cargada de palabra histórica pero también de sus silencios.
(www.lamujerdemivida.com)
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